En toda nave, los miembros de la tripulación deben ser amigos. Es necesaria una perfecta armonía para lograr la interacción instantánea que resulta imprescindible en ciertas oportunidades. Un solo error, en el espacio, suele resultar fatal.
Las mejores naves pueden sufrir accidentes; las mediocres no sobreviven. Si se tiene en cuenta este axioma, se comprenderá el estado de ánimo del Capitán Sven al enterarse, cuatro horas antes del despegue, que el radiooperador Forbes se negaba a trabajar con el nuevo suplente.
Forbes no conocía aún al suplente, y no quería conocerlo. Lo oído sobre él le bastaba, y no había nada personal en su actitud, explicó: su negativa se debía puramente a cuestiones raciales.
—¿Está seguro? —preguntó el Capitán Sven, cuando su ingeniero principal le llevó esas noticias al puente de mando.
—Completamente seguro, señor —dijo el ingeniero Hao, un cantones de raza amarilla, menudo y de rostro plano—. Tratamos de resolverlo por nuestra cuenta, pero no logramos hacerlo ceder.
El capitán Sven se dejó caer en su mullida silla con profundo desconcierto. El odio racial, según creía, pertenecía a un pasado remoto. Aquel ejemplo de la vida real era tan extraño como encontrarse con un dragón, una moa o un mosquito.
—¡Racismo en esta época! —dijo—. Realmente, es demasiado ridículo. Es como si me dijeran que se queman herejes en la plaza del pueblo, o que alguien amenaza con hacer la guerra con bombas de cobalto.
—Hasta ahora no había ningún indicio de eso —dijo Hao—; surgió por sorpresa.
—Usted es el miembro más antiguo de la tripulación —dijo Sven—. ¿Ha intentado hacerlo entrar en razones?
—He pasado horas enteras hablando con él —dijo Hao—. Le conté que los chinos odiamos a los japoneses durante muchos siglos, y viceversa. Si nosotros pudimos superar nuestra antipatía en aras de la Gran Cooperación, él debía poder hacerlo.
—¿Sirvió de algo?
—De nada. Dijo que no era lo mismo.
Sven mordió la punta de un cigarro con un gesto vicioso y lo encendió. Tras unas pitadas dijo:
—Bueno, no voy a aguantar algo así en mi nave. ¡Conseguiré otro radiooperador!
—Aquí no será muy fácil, señor —dijo Hao.
Sven arrugó el ceño, pensativo. Estaban en Discaya II, un pequeño planeta perdido entre las Estrellas de la parte sur. Habían descargado allí una partida de piezas para maquinaria, y debían recoger al suplente designado por la Compañía, que era la causa inocente de todo el problema. En Discaya abundaban los hombres experimentados, pero todos eran técnicos en hidráulica, en minería o en materias similares. El único radiooperador del planeta vivía muy feliz con su esposa y sus hijos en un barrio muy agradable, y jamás pensaría en marcharse.
—Ridículo, absolutamente ridículo —dijo Sven—. No puedo prescindir de Forbes, y no dejaré aquí al nuevo tripulante. No sería justo. Además, la compañía podría despedirme.
Y con derecho, con derecho. Un capitán debe saber cómo solucionar los problemas que surgen en su nave.
Hao asintió, melancólico.
—¿De dónde proviene Forbes?
—De una granja, cerca de una aldea perdida en la zona montañosa del sur de los Estados Unidos. Georgia, señor. ¿Oyó hablar de ese lugar?
—Creo que sí —dijo Sven, que había seguido un curso de Características Regionales en Upsala, para perfeccionarse como capitán—. Georgia produce cacahuetes y cerdos.
—Y hombres —agregó Hao—. Hombres fuertes y capaces. Hay georgianos en todas las fronteras, en mayor proporción de los que corresponderían por su población. Tienen una reputación insuperable.
—Ya lo sé —dijo Sven—. Y Forbes es un hombre excelente. Pero este racismo…
—No se lo puede considerar como un ejemplo típico —replicó Hao—. Se educó en una comunidad pequeña y aislada, lejos de la corriente principal de la vida americana. Hay comunidades como esa en todo el mundo, y se aferran a extrañas tradiciones. Recuerdo que en Honan había una aldea donde…
Aquello prometía ser una larga disertación sobre la vida rural en China, y el capitán optó por interrumpir:
—De cualquier modo, me resulta difícil de creer. Y no tienen justificación. Cualquier comunidad, en cualquier parte del mundo, transmite por herencia un cierto sentimiento racial. Pero es responsabilidad de cada uno deshacerse de él cuando entra en la corriente principal de la vida Terráquea. Otros lo han hecho; ¿por qué no puede hacerlo Forbes? ¿Por qué debe complicarnos en su problema? ¿Acaso no se le enseñó nada sobre la Gran Cooperación?
Hao se encogió de hombros.
—¿Quiere hablar con él, capitán?
—Sí. Espere. Antes quiero hablar con Angka.
El ingeniero se marchó. Sven permaneció sumido en sus pensamientos hasta que sonó un golpe en la puerta.
—Adelante.
Angka entró. Era el capataz de carga, un hombre alto y de espléndidas proporciones; su piel tenía el color de las ciruelas maduras; provenía de Ghana, y pertenecía a la más pura raza negra. Además, era un guitarrista de primer orden.
—Supongo que ya conoce el problema —dijo Sven.
—Es lamentable, señor —dijo Angka.
—¿Lamentable? ¡Es una verdadera catástrofe! Usted sabe el riesgo que implicaría despegar en estas condiciones. Su supone que debemos partir en menos de tres horas. No podemos viajar sin radiooperador, y también necesitamos al suplente.
Angka esperó, impasible, mientras Sven sacudía dos centímetros de ceniza de su cigarro.
—Vea, Angka, voy a decirle por qué lo hice llamar.
—Lo imagino, señor —observó Angka con una amplia sonrisa.
—Usted es el mejor amigo de Forbes. ¿No puede convencerlo?
—Hice el intento, capitán. Dios sabe lo que hice. Pero ya sabe usted cómo son los georgianos.
—Parece que no lo sé.
—Son buena gente, señor, pero tercos como muías. Cuando se les pone algo en la cabeza, se acabó. Hace dos días que estoy hablando con Forbes sobre este asunto. Anoche lo emborraché…, sólo por cumplir con mi deber, señor…
—Está bien, siga.
—… Y le hablé como si se tratara de mi propio hijo. Le recordé lo bien que nos llevábamos todos, cuánto nos divertíamos en los puertos, cómo ayudábamos a la Cooperación. Le dije: «Mira, Jimmy, si sigues con eso, arruinarás todo. No es eso lo que pretendes, ¿verdad?», le pregunté. Y él lloraba como un bebé, señor.
—Pero no cambió de idea.
—Dijo que no podía. Que no valía la pena insistir. Que había una sola raza en toda esta galaxia con la que no podía trabajar, y que no tenía sentido seguir hablando de eso. Dijo que su papá se levantaría de la tumba si él hiciera semejante cosa.
—¿Hay alguna probabilidad de que cambie de idea?
—Insistiré, pero no creo que haya posibilidades.
Se marchó. El capitán, con la barbilla hundida en su manaza, miraba otra vez el cronómetro de la nave. ¡Menos de tres horas para despegar!
Levantó el receptor del intercomunicador y solicitó línea directa con la torre del espaciopuerto. Una vez en contacto con el oficial de turno, dijo:
—Quisiera solicitar permiso para quedarme algunos días más.
—Ojalá pudiera autorizarlo, capitán Sven —dijo el oficial—. Pero necesito la pista. Aquí sólo tenemos sitio para una nave interestelar a la vez. Dentro de cinco horas debe llegar una nave minera procedente de Galayo. Probablemente están escasos de combustible.
—Es lo habitual.
—Le diré lo que podemos hacer. Si se trata de un problema mecánico grave, podemos conseguir dos grúas para poner su vehículo en posición horizontal y sacarlo de la pista. Pero podrían pasar varios días antes de que pudiéramos volver a levantarlo.
—Gracias, no se preocupe. Despegaré a horario.
Cortó. No podía permitir que movieran a su nave de ese modo. La compañía le sacaría el pellejo, sin duda.
Pero aún quedaba algo que podía hacer. Algo desagradable, pero necesario. Se levantó, arrojó la colilla apagada del cigarro y salió del puente.
Se encaminó hacía la enfermería de a bordo. El doctor, con su chaquetilla blanca, estaba sentado con los pies sobre el escritorio, leyendo un periódico alemán especializado en medicina, de tres meses atrás.
—Bienvenido, capitán. ¿Gusta un poco de brandy? Estrictamente medicinal.
—Me vendría bien —dijo Sven.
El joven doctor tomó una botella marcada «Cultivo de paludismo», y sirvió dos saludables dosis.
—¿Por qué esa etiqueta? —preguntó Sven.
—Para que los tripulantes no se lleven muestras. Tienen que robar el extracto de limón del cocinero.
El doctor se llamaba Yitzhak Vilkin. Era israelita, graduado en la nueva escuela médica de Bersheba.
—¿Está enterado del problema con Forbes? —preguntó el capitán.
—Como todo el mundo.
—Quería preguntarle si, como oficial médico de a bordo, ha observado en él algún síntoma previo de odio racial.
—Ninguno —respondió Vilkin, prontamente.
—¿Está seguro?
—Los israelitas somos especialistas en captar esa clase de cosas. Le aseguro que esto me tomó completamente por sorpresa. Naturalmente, lo llamé y mantuve con él algunas prolongadas conversaciones.
—¿Cuáles son sus conclusiones?
—Es honesto, capaz, directo y algo simple. Conserva algunas actitudes anticuadas, bajo la forma de tradiciones. Los georgianos montañeses, como usted sabe, tienen muchas costumbres de ese tipo. Los antropólogos de Samoa y de Fiji los han estudiado a fondo. ¿No ha leído La mayoría de edad en Georgia y Tradiciones de las montañas de Georgia?
—No tengo tiempo para eso —dijo Sven—. Ya tengo bastante que hacer con dirigir esta nave, como para ponerme a leer sobre la psicología de cada tripulante.
—Comprendo, capitán —dijo el doctor—. Bueno, esos libros están en la biblioteca de a bordo, si quiere echarles una mirada. No se me ocurre cómo ayudarle. La reeducación lleva tiempo. Y de cualquier modo soy oficial médico, no psicólogo. Concretamente, el hecho es este; hay una raza con la que Forbes no puede trabajar, porque despierta en él toda su antigua hostilidad racial. Por desgracia, el nuevo tripulante pertenece a esa raza.
—Tendré que dejar aquí a Forbes —dijo Sven, abruptamente—. El oficial de comunicaciones puede aprender a manejar la radio. Forbes tendrá que tomar la próxima nave con destino a Georgia.
—No se lo aconsejo.
—¿Por qué?
—Forbes es muy apreciado entre la tripulación. Lo consideran terriblemente porfiado, pero no se sentirían a gusto si tuvieran que partir sin él.
—¡Más inconvenientes! —musitó el capitán—. Es peligroso, muy peligroso. Pero, diablos, no puedo dejar al suplente aquí. ¡No lo haré, no es justo! ¿Quién manda aquí, Forbes o yo?
—Es una buena pregunta —observó Vilkin.
Y agachó rápidamente la cabeza, pues el capitán, irritado, acababa de arrojarle el vaso.
El capitán Sven fue a la biblioteca de a bordo, y allí echó un vistazo sobre La mayoría de edad en Georgia y Tradiciones de las montañas de Georgia. No parecían ser de mucha ayuda. Permaneció pensativo durante un instante, y luego volvió a mirar su reloj. ¡Faltaban dos horas para despegar! Se dirigió a toda prisa hacia el Cuarto de Navegación.
Allí estaba Ks’rat, originario de Venus. Ks’rat estaba encaramado en un banquillo, e inspeccionaba los instrumentos auxiliares de navegación. Sostenía un sextante con tres manos, mientras lustraba los espejos con el pie, que era el más diestro de sus miembros. Al ver entrar a Sven tomó un color pardoanaranjado, en señal de respeto por su autoridad, para volver en seguida a su tono verde habitual.
—¿Cómo anda todo? —preguntó Sven.
—Muy bien —dijo Ks’rat—, aparte del problema con Forbes, por supuesto.
Para hablar, utilizaba una caja de sonidos de operación manual, puesto que los venusianos no tienen cuerdas vocales. En un principio, esas cajas emitían sonidos ásperos y metálicos. Pero desde entonces los venusianos las habían perfeccionado, y la «voz» venusiana típica era, en la actualidad, un murmullo aterciopelado y suave.
—Precisamente vengo a hablarle de Forbes —dijo Sven—. Usted no es terráqueo. A decir verdad, tampoco es humano. Pensé que tal vez usted pudiera aclarar un poco el problema, indicar algo que yo pueda haber olvidado.
Ks’rat meditó un momento, y en seguida se volvió gris, lo que indicaba incertidumbre.
—Creo que no puedo serle de gran ayuda, capitán Sven. En Venus no conocemos los problemas raciales. Aunque se podría considerar que la situación de los sclarda es similar…
—No exactamente —dijo Sven—; ese es un problema de tipo religioso.
—En ese caso, no tengo otra idea. ¿Ha tratado de hacerlo razonar?
—Ya lo han intentado todos los demás.
—Tal vez usted tuviera más suerte, capitán. Como símbolo de autoridad, podría suplantar en él al símbolo del padre. Con esa ventaja, trate de hacerle comprender la verdadera base de su reacción emocional.
—No hay ninguna base para un odio racial.
—En términos de lógica abstracta, tal vez no. Pero en términos humanos, quizás encuentre una respuesta y una clave. Trate de descubrir qué es lo que Forbes teme. Tal vez si usted puede ponerlo en un contacto más directo y real con sus propios motivos, entrará en razones.
—Tendré en cuenta todo eso —dijo Sven, con cierto sarcasmo que no halló ecos en el venusiano. El intercomunicador dejó oír la señal de llamada al capitán. Era el primer oficial.
—¡Capitán] De la torre preguntan si despegamos a horario.
—Sí —respondió Sven—. Prepare la nave.
Y colgó el tubo. Ks’rat se tornó rojo brillante, lo que equivalía, en un venusiano, a alzar las cejas.
—Estoy condenado; despegue o no —dijo Sven—. Gracias por sus consejos. Voy a hablar con Forbes.
—A propósito —dijo Ks’rat—, ¿de qué raza es ese hombre?
—¿Qué hombre?
—El suplente que Forbes no quiere ver.
—¿Cómo diablos puedo saberlo? —gritó Sven, súbitamente colérico—. ¿Cree usted que no tengo nada que hacer, salvo sentarme a inspeccionar los antecedentes raciales de cada tripulante?
—Podría tener importancia.
—¿En qué? Quizás odia a los mongólicos, a los paquistanos, a los neoyorquinos o a los marcianos. ¿Qué me importa saber cuál es la raza que eligió esa cabecita hueca y apestada?
—Buena suerte, capitán Sven —dijo Ks’rat, mientras Sven salía velozmente.
James Forbes hizo el saludo al entrar al puente, aunque no era la costumbre en la nave de Sven, y esperó, atento. Era un joven alto y delgado, con cabellos de estopa, piel clara y pecosa. Todo en él parecía dócil» maleable, complaciente. Todo, salvo los ojos, muy fijos, de color azul oscuro. Sven no sabía cómo empezar. Pero fue Forbes quien habló el primero.
—Señor —dijo—. Quiero manifestarle que me siento muy avergonzado. Usted ha sido muy bueno como capitán, uno de los mejores, y esta ha sido siempre una nave feliz. Me siento miserable por actuar así.
—Entonces, ¿ha cambiado de idea? —preguntó Sven, con una chispa de esperanza.
—Ojalá pudiera hacerlo, de veras. Daría mi brazo derecho por usted, capitán, y todo lo que poseo.
—No quiero su brazo derecho. Sólo quiero que trabaje con el nuevo.
—Eso es lo único que no puedo hacer —dijo Forbes, con tristeza.
—¿Por qué diablos no puede? —rugió Sven, olvidando sus intenciones de emplear la psicología.
—Usted no sabe cómo somos los montañeses de Georgia —dijo Forbes—. Así me educó mi papá, bendita sea su memoria. Pobre viejito, se levantaría de la tumba sí yo desobedeciera su última voluntad. Sven sofocó una maldición.
—Usted sabe en qué posición me deja esto, Forbes —dijo—. ¿Puede ofrecerme alguna solución?
—Hay una sola, señor Angka y yo nos marchamos. Es preferible una tripulación escasa antes que una poco dispuesta a cooperar.
—¡Un momento! ¿Angka se va con usted? ¿Qué problema tiene él?
—Ninguno, señor. Pero somos compañeros desde hace cinco años, desde que nos conocimos en el carguero Stella. Donde va uno, va el otro también.
En el tablero de control de Sven se encendió una luz roja, indicando que la nave estaba lista para despegar. Él la ignoró.
—No puedo dejar que os vayáis los dos —dijo—. Forbes, ¿por qué no quiere trabajar con el nuevo?
—Problemas raciales, señor —Dijo Forbes, tieso.
—Escúcheme bien. Sirvió bajo mis órdenes, y yo soy sueco. ¿Eso le ha molestado?
—De ningún modo, señor.
—El oficial médico es israelita. El navegante es venusiano, el ingeniero, chino. En esta tripulación hay rusos, neoyorquinos, polinesios, africanos y otros. Hombres de cualquier raza, credo y color. Y ha trabajado con ellos.
—Claro que sí. Desde muy chicos, los montañeses de Georgia ansiamos trabajar con todas las diferentes razas. Es nuestra herencia. Así me educó mi padre. Pero no puedo trabajar con Blake.
—¿Quién es Blake?
—El nuevo, señor.
—¿De dónde proviene? —preguntó Sven, cansado.
—De las montañas de Georgia, señor.
Por un momento, Sven creyó haber oído mal. Miró fijamente a Forbes, que desvió la vista, nervioso.
—¿De la zona montañosa de Georgia?
—Sí, señor; creo que no vivía muy lejos de donde yo nací.
—Y ese hombre, Blake, ¿es blanco?
—Por supuesto, señor. Descendiente de blancos anglo-escoceses, igual que yo.
Sven tuvo la sensación de quien descubre un mundo nuevo, nunca hollado por la civilización. Le sorprendía descubrir que costumbres tan extrañas debieran encontrarse en la Tierra, y no en otros sitios de la galaxia.
—Pensé que todos sabían cómo somos los montañeses de Georgia, señor. En la región de donde provengo, abandonamos el hogar a los dieciséis años, y no regresamos jamás. Nuestras costumbres nos indican trabajar y convivir con cualquier raza, excepto la nuestra.
—¡Oh! —exclamó Sven.
—El nuevo, Blake, es un georgiano blanco, de las montañas. Estaba en la obligación de revisar la lista de la tripulación y no anotarse. Es culpa suya, en realidad; pero si él prefiere pasar por sobre las costumbres, nada puedo hacer.
—Pero ¿por qué no podéis trabajar con vuestra propia raza? —preguntó Sven.
—Nadie lo sabe, señor. Es una costumbre que ha pasado de padres a hijos por cientos de años, desde la guerra de Hidrógeno.
Sven lo miró fijamente. Empezaba a tener una idea.
—Forbes, ¿tiene alguna… ejem… impresión personal sobre los negros?
—Sí, señor.
—Descríbala.
—Bueno, los montañeses de Georgia sostenemos que el negro es el amigo natural del blanco. Es decir, los blancos podemos llevarnos bien con los chinos, los marcianos, y demás, pero entre el blanco y el negro hay algo especial.
—Siga —ordenó Sven.
—Es difícil de explicar, señor. Se trata de que… Bueno, las cualidades de las dos razas parecen combinarse como las ruedas de un mecanismo. Hay un entendimiento particular entre ellos.
—¿Sabía —dijo Sven con suavidad— que en otros tiempos, hace muchos años, sus antepasados consideraron al negro como un ser inferior? ¿Que crearon leyes para impedirles el trato con los blancos? ¿Y que, cuando el resto del mundo descartó sus prejuicios, ellos siguieron así, precisamente hasta que estalló la guerra de Hidrógeno?
—¡Eso es mentira, señor! —gritó Forbes—. Lo siento, no quiero tratarlo de mentiroso, señor, pero eso no es cierto. Los georgianos siempre hemos…
—Puedo demostrarle que es cierto; todo eso figura en libros de historia y estudios antropológicos. Hay varios en la biblioteca, si quiere verlos.
—¡Libros yanquis!
—Le mostraré libros del sur, también. Es verdad, Forbes, y no tiene por qué avergonzarse de ello. La educación es un proceso largo y lento. Y hay muchas otras cosas por las que puede estar orgulloso de su raza.
—Sí, esto es verdad —observó Forbes, dudando—; ¿qué fue lo que pasó?
—Está en el libro de antropología. Debe saber que durante la guerra, Georgia recibió el impacto de una bomba de hidrógeno que debía caer en Norfolk.
—Sí, lo sé, señor.
—Tal vez no sepa que la bomba cayó en el medio de lo que se llamaba el Cinturón Negro. Murieron muchos blancos. Pero casi toda la población negra de ese sector de Georgia fue eliminada.
—No lo sabía.
—Crea en lo que le digo: antes de la guerra de hidrógeno hubo campañas racistas, linchamientos, mucha hostilidad entre blancos y negros. De pronto, los negros desaparecieron…, habían muerto. Esto provocó un gran complejo de culpa entre los blancos, particularmente en las comunidades aisladas. Los blancos más supersticiosos se creyeron espiritualmente responsables por esa eliminación total, y como eran muy religiosos, eso los afectó profundamente.
—Pero ¿qué les importaba, si odiaban a los negros?
—¡No los odiaban, allí está el asunto! No querían casamientos mixtos, competencia económica ni cambio de jerarquías. Pero no los odiaban. Al contrario, tenían razón cuando afirmaban querer a los negros más que los norteños «liberales». Eso creó un serio conflicto. En una comunidad aislada como la suya, dio lugar a la costumbre de trabajar fuera de la zona, con cualquier raza, salvo con la propia. En el fondo estaba el complejo de culpa.
Las mejillas pecosas de Forbes estaban cubiertas de sudor.
—No puedo creerlo —dijo.
—Forbes, ¿le he mentido alguna vez?
—No, señor.
—Entonces, ¿me creerá si le juro que es verdad?
—Pues… trataré, capitán.
—Ahora ya sabe a qué se debe esa costumbre. ¿Trabajará con Blake?
—No sé si podré.
—¿Hará el intento?
Forbes se mordió los labios, incómodo.
—Haré el intento, capitán. No sé si puedo, pero trataré. Y lo hago por usted y por la tripulación, no por lo que usted dijo.
—Haga el intento —dijo Sven—. Es todo lo que le pido.
Forbes asintió, y marchó de prisa. De inmediato Sven indicó a la torre que estaba preparándose para despegar.
Abajo, en las habitaciones de la tripulación, Blake y Forbes se conocieron. El suplente era alto, moreno, y se lo veía inquieto.
—Mucho gusto —dijo Blake.
—Mucho gusto —dijo Forbes.
Los dos hicieron un gesto como para estrecharse la mano, pero no lo completaron.
—Yo vivía cerca de Pompey —dijo Forbes.
—Yo soy de Almira.
—Somos casi vecinos —dijo Forbes, con disgusto.
—Temo que sí.
Se observaron en silencio. Después de una larga pausa, Forbes siguió:
—No puedo hacerlo, no puedo.
Y se volvió para marcharse. De pronto se detuvo y balbuceó:
—¿Eres blanco puro?
—No puedo afirmarlo —respondió Blake—. Tengo un octavo de sangre cherokee por parte de mi madre.
—Cherokee, ¿eh?
—Así es.
—Bueno, hombre, ¿por qué no lo dijiste antes? Conocí a un cherokee de Althahatchíe, llamado Tom Osito Sentado. ¿No serás pariente?
—No creo —dijo Blake—. No conozco a ningún cherokee, personalmente.
—Bueno, eso no importa. Debieron decirme antes que eras cherokee. Ven, te mostraré tu litera.
Cuando informaron del incidente al capitán, varias horas después del despegue, este se mostró completamente perplejo. ¿Cómo era posible que una octava parte de sangre cherokee bastara para convertir a un hombre en cherokee? ¿Acaso los otros siete octavos no eran más representativos?
Finalmente, llegó a la conclusión de que los norteamericanos del sur eran absolutamente incomprensibles.