Cuando Everett Berthold decidió suscribir una póliza de seguros, no lo hizo al azar. En primer lugar se informó ampliamente sobre el tema, prestando especial atención a las Infracciones de Contrato, Fraude Internacional, Fraude Temporario y Pago. Trató asimismo de evaluar la atención que las compañías dedicaban a las investigaciones antes de hacer efectivo un seguro. Y averiguó todo lo posible sobre Doble Indemnización, tema que le interesaba más que nada.
Cuando hubo cumplido todo este trabajo preliminar, buscó una compañía de seguros que se ajustara a sus requerimientos. Finalmente se decidió por la Asociación de Seguros Intertemporales, cuya casa central estaba en Hartford, Tiempo Actual. La Intertemporal tenía sucursales en Nueva York, 1959; en Roma, 1530, y en Constantinopla, 1126. Eso les permitía ofrecer cobertura temporal completa, lo que resultaba importante para los planes de Barthold.
Antes de solicitar su póliza, Barthold analizó el plan con su esposa. Mavis Barthold era una mujer delgada, bonita e inquieta, dueña de un carácter cauteloso, terco y felino.
—No puede salir bien —objetó en seguida.
—Es infalible —replicó Barthold con firmeza.
—Te mandarán a la sombra para toda la vida.
—No hay el menor peligro —le aseguró Barthold—. No puede fallar…, siempre que cooperes.
—Eso me convierte en cómplice —dijo su esposa—. No, querido.
—Querida mía, me parece recordar que deseabas un tapado de cormorán marciano genuino. Creo que hay muy pocos en existencia.
Los ojos de la señora Barthold relucieron. Su esposo, con admirable exactitud, había acertado en su punto débil.
—Además —agregó Barthold, en tono cruel—, quizá te guste disponer de un nuevo supercohete Daimler, un vestuario completo de Letti Det, un collar de ruumas combinadas, una villa en la Riviera Venusiana, un…
—¡Con eso basta, querido!
La señora Barthold contempló con aprecio a su emprendedor esposo. Siempre había sospechado que ese aspecto poco atractivo ocultaba un corazón valeroso. Barthold era de baja estatura y comenzaba a quedarse calvo; sus facciones eran ordinarias; detrás de las gafas, su mirada era mansa. Pero tal espíritu podría haberse alojado cómodamente en el físico musculoso de un pirata.
—Pero, ¿estás seguro de que saldrá bien? —preguntó ella.
—Bien seguro, si haces lo que te digo y dominas tu tendencia a sobreactuar.
—Sí, querido —aceptó la señora Barthold, con la mente perdida entre el brillo de las ruumas y la caricia sensual del cormorán.
Barthold realizó sus preparativos finales. Se dirigió a un pequeño negocio donde algunas cosas eran anunciadas y otras vendidas. Cuando salió, con varios miles de dólares menos en él bolsillo, llevaba una pequeña maleta parda apretada bajo el brazo. El dinero era imposible identificarlo, lo había estado ahorrando durante varios años, en billetes pequeños. Y el contenido de la maleta parda era igualmente irreconocible.
Guardó la maleta en un depósito público, tomó aliento y se presentó en las oficinas de la Asociación de Seguros Intertemporales.
Durante media jornada, los doctores lo pincharon y manosearon. Llenó los formularios, y finalmente lo condujeron a la oficina del gerente general, el señor Gryns. Este era un hombre corpulento y afable. Revisó de prisa la solicitud de Barthold, asintiendo para sus adentros.
—Perfecto, perfecto —dijo—. Todo parece estar en orden. Salvo una cosa.
—¿Qué cosa? —preguntó Barthold, sintiendo que el corazón le daba un vuelco.
—La cobertura adicional. ¿Le interesaría asegurarse contra robos e incendios? ¿Fidelidad? ¿Enfermedad y accidentes? Aseguramos absolutamente todo, desde herida de mosquete hasta algo tan trivial pero incómodo como el resfrío común.
—Oh, no —dijo Barthold, mientras su pulso volvía al ritmo normal—; en este momento sólo deseo un seguro de vida. Por asuntos de negocios, debo viajar con frecuencia a través del tiempo, y quiero que mi esposa cuente con una protección adecuada.
—Por supuesto, señor, naturalmente —concedió Gryns—. En ese caso, creo que todo está en orden. ¿Conoce usted las condiciones que corresponden a esta póliza?
—Creo que sí —respondió Barthold, que había pasado meses enteros estudiando los formularios de la intertemporal.
—La póliza cubre la vida del asegurado —dijo el señor Gryns—. Y la duración de esa vida se estima sólo en tiempo fisiológico subjetivo. La póliza lo protege dentro de un período de mil años a ambos lados del presente. Pero no más allá, dado que los riesgos son demasiado serios.
—No se me ocurriría ir más lejos —respondió Barthold—; Y la póliza contiene también la cláusula acostumbrada de Doble Indemnización. ¿Conoce sus condiciones y su funcionamiento?
—Creo que sí —respondió Barthold, que la conocía palabra por palabra.
—Entonces, todo está bien. Firme aquí. Y aquí. Gracias, señor.
—Gracias a usted —replicó Barthold, muy sinceramente.
Barthold regresó a su oficina. Era gerente de ventas de la Compañía Alpro (Juguetes para todos los Tiempos). Una vez allí, anunció su intención de partir de inmediato en una gira comercial por el pasado.
—Nuestras ventas en el tiempo no están a la altura que nos corresponde —dijo—. Quiero intervenir personalmente en este asunto.
—¡Magnífico! —gritó el señor Carlisle, presidente de Alpro—. Hace mucho que ansió algo así, Everett.
—Lo sé, señor Carlisle. Bueno, acabo de tomar esa decisión. Me dije: «Es mejor que vaya en persona a ver qué está ocurriendo». Salí para preparar mis cosas, y ya estoy listo para partir.
—Usted es el mejor vendedor que hemos tenido en Alpro, Everett —dijo Carlisle, palmeándole el hombro—. Me alegra que haya tomado esa decisión.
—También a mí, señor Carlisle.
—¡Téngalos a raya! Y a propósito…
El señor Carlisle exhibió una amplia sonrisa.
—Tengo una dirección en Kansas City, 1895 —continuó—, que puede interesarle. Ya no existen ese tipo de casas. Y en San Francisco, 1840, conozco una…
—No, gracias, señor —respondió Barthold.
—Sólo a los negocios, ¿eh, Everett?
—Así es, señor —confirmó Barthold, con una sonrisa virtuosa—. Sólo a los negocios.
Todo estaba listo. Barthold volvió a su casa para hacer el equipaje y dio a su esposa las últimas instrucciones.
—No lo olvides —le dijo—: cuando llegue el momento, finge sorpresa, pero no simules un ataque de nervios. Trata de parecer confundida, pero no psicótica.
—Ya lo sé —exclamó ella—. ¿Me crees estúpida, acaso?
—No, querida, pero tú tienes, de veras, cierta tendencia a exagerar tus emociones en cualquier situación. Los excesos perjudican tanto como las faltas.
—Tesoro… —empezó su esposa, en voz muy baja.
—¿Qué?
—¿No te parece que podría comprar una ruuma pequeñita? Siquiera para no sentirme sola mientras tú…
—¡No! ¿Quieres que se descubra todo? Caramba, Mavis…
—Está bien. Sólo era una pregunta. Buena suerte, querido.
—Gracias, querida.
Se besaron, y Barthold partió.
Pidió su maleta parda en el depósito público. Después tomó un heli hasta el principal salón de ventas de Temporal Motors. Después de dudar un poco, compró un Flipper Ilimitado, Modelo A, y lo pagó al contado.
—Jamás se arrepentirá, señor —dijo el vendedor, mientras quitaba la etiqueta con el precio de la máquina reluciente—. ¡Esta maquinita tiene una energía formidable! Impulsor doble, control completo en cualquier año. Con un Flipper no hay peligro de quedarse varado.
—Muy bien —dijo—. Ahora me subiré y…
—Permítame ayudarlo a cargar esas maletas, señor. ¿Sabe que hay un impuesto federal sobre el kilometraje temporal?
—Lo sé —dijo Barthold, ubicando con cuidado su maleta parda en la parte trasera del Flipper—. Muchísimas gracias. Subiré y…
—Muy bien, señor. El reloj temporal está en cero, y registrara sus saltos. Aquí tiene una lista de las zonas temporales prohibidas por el gobierno. Hay otra lista pegada al tablero. Incluyen todas las guerras mundiales y las zonas de desastre, así como los Puntos Paradójicos. La incursión en las zonas prohibidas está penada por ley federal. El reloj temporal registra cualquier infracción en ese aspecto.
—Conozco bien esos detalles —afirmó Barthold, súbitamente nervioso. El vendedor no tenía motivos para sospechar nada, por supuesto, pero en ese caso ¿por qué insistía tanto con las leyes?
—Estoy obligado a informarle con respecto a los reglamentos —dijo alegremente el vendedor—. Ahora bien, existe además un límite de mil años para los viajes en el tiempo. No se permite ir más allá, a menos que sea bajo autorización escrita del Departamento de Estado.
—Una precaución muy adecuada —dijo Barthold—; ya me lo habían informado en la compañía de seguros.
—Entonces hemos cumplido con todo. ¡Buen viaje, señor! Ya verá que el Flipper es un vehículo perfecto para los viajes de negocios o de placer. Tanto si va a las rutas pedregosas de México, 1932, o a las húmedas praderas de Canadá, 2308, su Flipper lo llevará sin inconvenientes.
Barthold sonrió con esfuerzo, estrechó la mano del vendedor y entró al Flipper. Cerró la puerta, se ajustó el cinturón de seguridad y puso el motor en marcha. En seguida se inclinó hacia adelante, con los dientes apretados, para calibrar el salto.
Y apretó el botón de partida.
Le rodeó un vacío gris. Por un momento sintió un gran pánico. Cuando logró dominarse, experimentó un escalofrío de salvaje alegría.
¡Por fin iba al encuentro de su fortuna!
Aquel impenetrable vacío grisáceo envolvía al Flipper como una vaga e infinita neblina. Barthold pensó en los años que se deslizaban a su lado, informes y sin fin, gris el mundo, gris el universo…
Pero no había tiempo para las meditaciones filosóficas. Barthold abrió la pequeña maleta parda y extrajo de ella un manojo de papeles escritos a máquina. Contenían la historia completa de la familia Barthold, desde sus más remotos orígenes, recopilada bajo su encargo por una agencia de investigaciones temporales.
Había pasado muchas horas estudiando esa historia. Para llevar a cabo sus planes necesitaba de un Barthold. Pero no podía ser cualquier Barthold; debía ser del sexo masculino, soltero, de 38 años; no mantener vínculos con su familia ni con amigos íntimos, y no tener un puesto de importancia. Era mejor si no trabajaba.
Necesitaba un Barthold que pudiera desvanecerse sin que nadie lo echara de menos ni lo buscara.
Con estos datos, Everett había eliminado de su lista a miles de Bartholds. Casi todos los varones se habían casado antes de los 38 años. Algunos no habían llegado a esa edad. Otros, aunque solteros y sin compromiso, tenían buenos amigos y fuertes lazos familiares. Los había desvinculados de la familia y las amistades, pero eran personalidades cuya desaparición sería investigada.
Tras mucho descartar, quedó apenas un puñado. Y entre estos debía buscar al que satisficiera todos los requisitos.
Se preguntó por un instante si existiría el hombre que necesitaba, pero eliminó rápidamente ese pensamiento.
Tras un rato, la neblina gris se evaporó. Al mirar hacia afuera, descubrió que estaba en una calle empedrada. Un extraño automóvil de altos costados pasó resoplando, conducido por un hombre que lucía un sombrero de paja.
Estaba en Nueva York, 1912.
El primer hombre de su lista era Jack Barthold, conocido por sus amigos como Jack el Rufián; se trataba de un obrero de imprenta, de ojos ávidos y pies inquietos. En 1902 había abandonado a su esposa y a sus tres hijos en Cheyenne, sin intenciones de regresar. Para los fines de Barthold era como si estuviera soltero. Jack el Rufián había servido en el ejército por un tiempo, a las órdenes del General Pershing, antes de volver a su oficio. Iba de imprenta en imprenta, y en ninguna se quedaba mucho tiempo. Por esa época, a la edad de 38 años, estaba trabajando en algún lugar de Nueva York.
Partiendo desde Battery, Barthold comenzó a buscarlo por las imprentas neoyorquinas. Lo encontró en la undécima, en Water Street.
—¿Busca a Jack Barthold? —le preguntó el viejo impresor—. Claro, está en la trastienda. ¡En, Jack! ¡Te buscan!
El pulso de Barthold se aceleró. Un hombre salió desde el oscuro fondo del local y se aproximó, ceñudo.
—Soy Jack Barthold —dijo—. ¿Qué quiere?
Barthold contempló a su pariente y meneó la cabeza con melancolía. Obviamente, aquel no serviría.
—Nada —dijo—, absolutamente nada.
Y salió rápidamente del negocio.
Jack el Rufián, que medía 1,72 m y pesaba 130 kilos, se rascó la cabeza.
—¿Qué diablos significa esto? —preguntó.
El viejo impresor se encogió de hombros.
Everett Barthold regresó a su Flipper y volvió a manipular los controles. Era una lástima, pero nada podría hacer con un gordo.
Su próximo destino fue Memphis, 1869. Vestido con ropas adecuadas, se dirigió al Hotel Dixie Belle y preguntó al recepcionista por Ben Bartholder.
—Sí, claro —dijo el cortés anciano de cabellos blancos—; allí está su llave, así que debe haber salido. Tal vez lo encuentre en la taberna de la esquina, con otros aventureros.
Barthold dejó pasar el insulto, y buscó la taberna, Aún no era de noche, pero las luces de gas ya estaban encendidas. Alguien tocaba un banjo. El gran mostrador de caoba estaba atestado de parroquianos. Dirigiéndose a uno de los taberneros, Barthold preguntó:
—¿Dónde puedo encontrar a Ben Bartholder?
—Allí —indicó el tabernero, con fuerte acento sureño— con los otros yanquis.
Barthold se aproximó a una larga mesa, ubicada en un extremo de la taberna. La ocupaba una multitud de hombres llamativamente vestidos y mujeres pintarrajeadas. Los hombres eran, por lo visto, viajantes de comercio provenientes del norte; se mostraban exigentes, orgullosos y estentóreos. Las mujeres eran del Sur. Pero todo eso no concernía a Barthold.
De inmediato reconoció a quien buscaba. No había forma de confundir a Ben Bartholder. Era exactamente igual a Everett Barthold.
Y esa era la característica primordial que Barthold buscaba.
—Señor Bartholder —dijo—, ¿puedo hablar con usted en privado?
—¿Por qué no? —replicó Bartholder.
Barthold lo condujo hasta una mesa desocupada. Su pariente se sentó frente a él, mirándolo con intensidad.
—Señor —dijo Ben—, usted se parece extraordinariamente a mí.
—En efecto —respondió Barthold—. Esa es, en parte, la razón por la que quiero hablar con usted.
—¿Y el resto?
—Ya le explicaré todo. ¿Quiere tomar algo?
Barthold pidió las bebidas, notando que Ben mantenía la mano derecha sobre el regazo, oculta a la vista. Tal vez tenía una pistola preparada; los norteños debían andarse con cuidado en aquellos días de la Reconstrucción.
Cuando trajeron las bebidas, Barthold dijo:
—Iré al grano. ¿Le interesaría hacerse con una fortuna considerable?
—¿Quién no?
—¿Aunque eso implicara un viaje largo y difícil?
—He venido desde Chicago —respondió Ben—. E iré más lejos aún.
—¿Y si hubiese que desobedecer algunas leyes? —Ya verá que Ben Bartholder es materia dispuesta para cualquier cosa, señor, siempre que haya alguna ganancia de por medio. Pero ¿quién es usted y qué piensa proponerme?
—Aquí no —dijo Barthold—. ¿Hay algún sitio en donde podamos hablar sin que nos oigan?
—En mi cuarto del hotel.
—Vamos allí.
Ambos se levantaron. Barthold echó una mirada a la mano derecha de Ben y soltó una exclamación de sorpresa.
Benjamín Bartholder era manco.
—La perdí en Vickburg —explicó Ben, notando su sorpresa—. Pero no importa; soy capaz de liquidar a cualquier hombre con una mano y un muñón.
—No lo pongo en duda —dijo Barthold, con cierta brusquedad—. Admiro su buen ánimo, señor. Espéreme un instante. Volveré en seguida.
Barthold pasó a toda prisa por las puertas de vaivén y se encaminó directamente a su Flipper. «Es una lástima», pensó, mientras manipulaba los controles. Benjamín Bartholder habría sido muy adecuado. Pero un manco no servía de nada.
El salto siguiente fue hasta Prusia, 1676. Provisto de un conocimiento hipnótico del idioma alemán, y vestido con ropas del modelo y color apropiados, recorrió las calles desiertas de Könisberg, en busca de Hans Bärthaler.
Aunque era mediodía, las calles estaban extrañamente desiertas. Barthold caminó hasta encontrarse con un monje.
—¿Bärthaler? —musitó el monje—. ¡Oh, usted se refiero al viejo Otto, el sastre! Ahora vive en Ravensburg, buen señor.
—No, ese debe ser el padre —dijo Barthold—. Yo busco a Hans Bärthaler, el hijo.
—Hans… ¡ah, claro! —asintió vigorosamente el monje, con expresión burlona—. Pero ¿está usted seguro de que es a él a quien busca?
—Completamente seguro —respondió Barthold—. ¿Podría indicarme dónde está?
—Puede encontrarlo en la catedral —dijo el monje—. Venga, yo también voy hacia allí.
Barthold lo siguió, preguntándose si le habrían informado mal. El Bärthaler que buscaba no podía ser sacerdote. Era un soldado mercenario que había luchado por toda Europa. Un hombre así no tenía nada que hacer en una catedral…, a menos que (y Barthold lo pensó con un estremecimiento), Bärthaler se hubiese volcado hacia la religión sin que nadie lo supiera.
Rogó con fervor para que no fuera así. Eso lo arruinaría todo.
—Hemos llegado, señor —dijo el monje, deteniéndose frente a un edificio de noble imponencia—. Y aquel es Hans Bärthaler.
Barthold miró en la dirección indicada. Había un hombre sentado en la escalinata de la catedral, un hombre vestido de harapos. Frente a él tenía un viejo sombrero informe, en el que se veían dos monedas de cobre y un mendrugo de pan.
—Un mendigo —gruñó Barthold, disgustado—. No obstante, quizá…
Al acercarse notó la expresión vacía de sus ojos, la mandíbula caída, los labios torcidos e impúdicos.
—Una pena, realmente —dijo el monje—. Lo hirieron en la cabeza en Fehrbellin, cuando luchaba contra los suecos, y nunca recuperó la razón. Una terrible desgracia.
Barthold asintió, mientras observaba la catedral vacía y las calles desiertas.
—¿Dónde está la gente? —preguntó.
—¡Cómo, señor, seguramente usted debe estar enterado! Todos han huido de Könisberg, salvo él y yo. ¡Es la Peste Negra!
Con un estremecimiento, Barthold se volvió y corrió por las calles vacías hacia su Flipper, hacia sus antibióticos, para refugiarse en cualquier año que no fuera ese.
Con el corazón oprimido y una sensación de inminente fracaso, volvió a descender varios años, hasta el Londres de 1595. En la Taberna del Cerdito, cerca de Great Hertford Cross, preguntó por un tal Thomas Barthal.
—¿Y para qué quiere usted a Barthal? —preguntó el tabernero, en un inglés tan bárbaro que Barthold logró apenas comprenderle.
—Tengo ciertas cuestiones que tratar con él —respondió Barthold, en su inglés antiguo, aprendido por hipnosis.
—¿Es cierto eso? —dijo el tabernero, con una experta mirada a las finas ropas de Barthold.
La taberna era un sitio bajo y ruidoso, apenas iluminado por dos vacilantes velas de sebo. Los parroquianos se habían reunido ya en torno a Barthold y se apretaban junto a él, sin dejar sus vasos de peltre; parecían pertenecer a la más baja estofa. Barthold pudo ver brillo de metal entre sus harapos.
—Un soplón, ¿en?
—¿Qué demonios tiene que hacer aquí un soplón?
—Idiota, quizá.
—Qué duda cabe, si ha venido solo.
—¡Y pretende que traicionemos al pobre Tom Barthal!
—¡Le daremos un escarmiento, amigos!
—¡Sí, hagámoslo!
El tabernero lo observaba sonriendo, en tanto la multitud avanzaba sobre Barthold con los jarros empuñados a guisa de mazas. Lo obligaron a retroceder más allá de las ventanas plomadas, contra la pared. Sólo entonces comprendió Barthold que esa desmandada multitud representaba un verdadero peligro.
—¡No soy ningún soplón! —gritó.
—¡Al demonio contigo!
La turba se agolpó hacia adelante; un pesado jarro se estrelló contra la pared de caoba, muy cerca de su cabeza.
Barthold tuvo una súbita inspiración. Se quitó el gran sombrero de plumas, exclamando: —¡Miradme!
Todos se detuvieron, boquiabiertos.
—¡La imagen misma de Tom Barthal! —exclamó uno de ellos.
—Pero Tom nunca dijo que tuviera un hermano —señaló otro.
—Éramos gemelos —dijo Barthold con rapidez—, y nos separaron al nacer. Yo me crie en Normandía, en Aquitania y en Cornwall. Recién el mes pasado descubrí que tenía un hermano gemelo. Y he venido para conocerlo.
En la Inglaterra del siglo XVI, esa historia resultaba perfectamente verosímil; además, el parecido era innegable. Condujeron a Barthold a una de las mesas, lo hicieron sentar y pusieron un jarro de cerveza ante él.
—Ha llegado tarde, amigo —le dijo un viejo mendigo tuerto—. Era buen trabajador, y no había como él para conseguir saltimbanquis.
Barthold reconoció el término antiguo para referirse a los ladrones de caballos.
—Pero se lo llevaron a Aylesbury, y lo juzgaron entre rameras y marineros de agua dulce; lo declararon culpable, suerte perra.
—¿Cuál es su condena? —preguntó Barthold.
—Es grave —dijo un robusto pilludo—. ¡Lo colgarán hoy en Shrew’s Marker!
Barthold permaneció inmóvil durante un momento. Luego preguntó.
—¿Mi hermano y yo nos parecemos mucho?
—¡Dos gotas de agua! —exclamó el tabernero—. Es increíble, hombre, cosa de no creer. El mismo aspecto, la misma altura, el mismo físico… ¡Todo igual! Los otros asintieron. Y Barthold, viendo cercano el éxito, decidió arriesgar el todo por el todo. ¡Tenía que conseguir a Tom Barthal!
—Acercaos y escuchadme, amigo —dijo—. Vosotros no tenéis mucho aprecio por los soplones ni por las leyes de Londres, ¿verdad? Pues bien, allá en Francia soy rico, muy rico. ¿Os gustaría venir conmigo y vivir como duques? Sí, estad tranquilos… sabía que no os negaríais. Bien, eso es posible, muchachos. Pero debemos traer también a mi hermano.
—Pero ¿cómo haremos? —preguntó un corpulento hojalatero—. ¡Lo van a colgar hoy mismo!
—¿No sois hombres, acaso? —preguntó Barthold—. ¿No estáis armados? ¿No os atreveríais a luchar por conseguir una fortuna y una vida fácil? Todos aullaron afirmativamente.
—Nunca lo puse en duda —dijo Barthold—. Tendréis todo eso. Sólo tenéis que seguir mis instrucciones.
El grupo que se había reunido en Shrew’s Marker era reducido, pues se trataba de una ejecución sin importancia. Sin embargo, siempre representaba algún entretenimiento; por la calle empedrada apareció un coche tirado por caballos, que se detuvo frente al cadalso; en él venía el prisionero, y la gente lo recibió con fuertes gritos de alegría.
—Allí está Tom —murmuró el hojalatero, a un costado de la multitud—. ¿Lo ve usted?
—Creo que sí —dijo Barthold—. Acerquémonos.
Se abrió paso con sus quince hombres a través de la multitud, para formar un círculo en torno al cadalso. El verdugo ya había trepado a la plataforma; tras echar una mirada a la multitud a través de los angostos agujeros de su máscara negra, probó la soga. Dos condestables condujeron a Barthal por los escalones, lo ubicaron en posición y tomaron la soga.
—¿Está usted listo? —preguntó el tabernero a Barthold—. ¡Eh! ¿Está listo?
Barthold miraba boquiabierto al hombre que ocupaba la plataforma. El parecido familiar era indiscutible. Tom Barthal era igual a él… con excepción de un detalle: tenía las mejillas y la frente profusamente cubiertas por marcas de viruela.
—Ahora es el momento de atacar —dijo el tabernero— ¿Está usted listo, señor? ¿Señor? ¡Eh!
Al volverse, alcanzó a ver un sombrero de plumas que se perdía en un callejón.
Trató de seguirlo con la vista, pero algo lo distrajo. Un siseo le llegó desde el cadalso; un grito ahogado, un golpe sordo. Cuando volvió a mirar, el sombrero emplumado había desaparecido. Everett Barthold volvió a su Flipper profundamente desalentado. Sus planes no aceptaban un hombre desfigurado.
Ya en el vehículo, Barthold meditó durante largo tiempo. Las cosas estaban resultando mal, muy mal. En su búsqueda había retrocedido hasta el medioevo, sin encontrar un Barthold que pudiera utilizan Y ya se aproximaba al límite de los mil años permitidos. No podía ir más allá… Legalmente, no.
Pero la legalidad era cuestión de pruebas. No podía regresar en ese punto, j En algún lugar, en algún tiempo, debía haber un Barthold adecuado!
Abrió la pequeña maleta y extrajo de ella una máquina pequeña, pero pesada. La había pagado varios miles de dólares, en el Tiempo Presente. Pero en ese momento valía lo gastado y mucho más.
Preparó la máquina y la insertó en el reloj temporal. Ya estaba listo para ir a la época que quisiera; podía retroceder hasta los orígenes primitivos, si lo deseaba. Y el reloj temporal nada indicaría.
Volvió a regular los controles, sintiéndose de pronto muy solo; era pavoroso cruzar la barrera de los mil años. Por un instante, Barthold consideró la posibilidad de abandonar tan dudosa aventura para regresar a la seguridad de su hogar, de su propia época, a su esposa y a su trabajo.
Pero se repuso, y oprimió el botón de partida.
Emergió en Inglaterra, 662, cerca del antiguo baluarte del Castillo de la Doncella. Una vez que hubo escondido el Flipper en un matorral, salió vestido con simples ropas de lino crudo. Echó a andar por la ruta hacia el Castillo de la Doncella, que se divisaba a lo lejos, sobre una elevación del terreno.
Un grupo de soldados pasó junto a él, arrastrando un carrito. En su interior, Barthold alcanzó a ver el brillo amarillento del ámbar Báltico, la rojiza cerámica de Gaul, y hasta algunos candelabros de aspecto italiano. Se trataba, sin duda, de un botín, tomado en el saqueo de alguna ciudad. Habría querido interrogar a los soldados, pero estos le echaron una mirada tan fiera que se sintió aliviado al poder pasar sin que lo interrogaran.
Más adelante se cruzó con dos hombres que cantaban en latín, desnudos hasta la cintura. El hombre que iba detrás fustigaba al otro con un látigo de cuero de muchas colas. En un momento dado cambiaron puestos, perdiendo apenas un compás.
—Permitidme, señores…
Pero ni siquiera lo miraron. Barthold continuó caminando, mientras se enjugaba la frente. Un rato después alcanzó a un hombre vestido con un manto, que llevaba un arpa colgada de un hombro y una espada sobre el otro.
—Señor —lo interpeló Barthold—; ¿sabe usted acaso dónde puedo encontrar a un pariente mío que ha viajado hasta aquí desde lona? Se llama Connor Lough mac Bairthre.
—Sí —afirmó el hombre.
—¿Dónele?
—Lo tiene usted enfrente —respondió el hombre. Inmediatamente retrocedió, y al mismo tiempo que dejaba caer el arpa sobre el pasto, desenvainó su espada.
Barthold lo miraba, fascinado. Bajo aquella melena de paje había una réplica exacta e inconfundible de su persona.
¡Por fin había encontrado a su hombre!
Pero este no se mostraba muy dispuesto a cooperar. Avanzó lentamente con la espada lista para herir a matar, y ordenó:
—Vete, demonio, o te dejaré capón.
—¡No soy ningún demonio! —gritó Barthold—. ¡Soy pariente suyo!
—Mientes —declaró Bairthre con firmeza—. Soy un trotamundos, es cierto, y hace tiempo que he dejado mi casa. Pero de cualquier modo recuerdo a todos los miembros de mi familia. No eres ninguno de ellos. Por lo tanto, debes ser un demonio que ha copiado mi cara con algún hechizo.
—¡Espera! —rogó Barthold, al ver que el brazo de Bairthre se ponía tenso, como para atacar— ¿Alguna vez pensaste en el futuro?
—¿El futuro?
—¡El futuro, sí! ¡Siglos más adelante!
—He oído de ese tiempo extraño, aunque soy de los que sólo viven en el presente —dijo Bairthre, bajando lentamente la espada—. Una vez llegó un extranjero a lona; decía venir de Cornualles cuando estaba sobrio; cuando bebía afirmaba ser fotógrafo de Life. Andaba por allí señalando las cosas con una caja de juguete, y murmurando. Si uno lo llenaba de hidromiel, contaba todas las cosas que iban a suceder.
—De ahí vengo yo —dijo Barthold—. Soy un pariente lejano, y vengo del futuro. He venido a ofrecerte una inmensa fortuna.
Beirthre envainó prontamente su espada.
—Es muy amable de tu parte, pariente —dijo, cortés.
—Pero, naturalmente, será necesario que cooperes.
—Me lo temía —suspiró Bairthre—. Bueno, hablame de eso, pariente.
—Ven conmigo —dijo Barthold. Y lo condujo hasta su Flipper.
Tenía todos los elementos listos dentro de la valija parda. Dejó a Bairthre fuera de combate con una inyección soporífera, puesto que el irlandés empezaba a dar señales de nerviosismo. Después ajustó unos electrodos a su frente y le inculcó por hipnosis un breve esquema de la historia universal, un curso acelerado de idioma inglés y otro sobre costumbres y hábitos norteamericanos.
Esto llevó casi dos días. Entretanto, utilizó la máquina de injertación rápida que había adquirido para implantar en los dedos de Bairthre trozos de piel de sus propios dedos. Ya tenían las mismas impresiones digitales. Con el proceso normal de renovación celular, aquellas impresiones caerían en unos pocos meses, dejando al descubierto las verdaderas, pero eso no tenía importancia; no era necesario que fueran permanentes.
Basándose en una lista, Barthold agregó a continuación algunas marcas identificatorias de las que Bairthre carecía, y güito otras que no compartían. Una operación de electrólisis eliminó la diferencia representada por la calvicie incipiente de Barthold.
Cuando todo estuvo terminado, inyectó un revitalizador en las venas de Bairthre y aguardó. Momentos después el irlandés gruñó, frotándose la cabeza atosigada de hipnosis, y dijo en inglés moderno:
—¡Vaya, hombre! ¿Con qué me golpeaste?
—No te preocupes por eso —dijo Barthold—. Vamos al grano.
Y le explicó brevemente su plan para hacerse de una fortuna a expensas de la Compañía Aseguradora intertemporal.
—¿Y pagarán? —preguntó Bairthre.
—Sí, si no pueden probar que hay fraude.
—¿Y pagarán tanto?
—Sí. He verificado todo. La compensación por doble indemnización es fantástica.
—Eso es lo que no comprendo —dijo Bairthre—. ¿Qué es doble indemnización?
—Se produce —dijo Barthold— cuando un hombre, al viajar por el pasado, tiene la desgracia de pasar por un desperfecto de espejo en la estructura cronológica. Es un accidente muy raro, pero cuando se produce resulta catastrófico. Un solo hombre ha entrado al pasado, y salen dos, perfectamente idénticos.
—¡Oh! —exclamó Bairthre—. Entonces, eso es doble indemnización.
—Así es. Del pasado regresan dos hombres imposibles de distinguir uno del otro. Cada uno de ellos se cree el verdadero y el original, y considera ser el único con derechos sobre la propiedad, el negocio, la esposa, etcétera. No hay coexistencia posible. Uno de ellos debe ceder todos sus derechos, abandonar su época, su hogar, su esposa, todo, y volver al pasado para vivir allí. El otro permanece en su época, pero vive preso de un temor constante, lleno de aprensiones y con sentimientos de culpa.
Barthold se detuvo para tomar aliento; en seguida prosiguió:
—Como puedes ver, bajo estas circunstancias la doble identidad representa una calamidad de primer orden. De allí que ambas partes sean debidamente indemnizadas.
—Hum —murmuró Bairthre, concentrado—. ¿Y ha ocurrido muchas veces, esa doble identidad?
—Diez o doce veces en la historia de los viajes por el tiempo. Hay precauciones para evitarlo: no pasar por los Puntos Paradójicos y respetar la barrera de los mil años
—Pero tú retrocediste más de mil años —indico Bairthre.
—Corrí el riesgo, y gané.
—Pero si esto de la doble Indemnización deja tanto dinero ¿por qué no han tratado otros de hacerlo antes?
—No es tan fácil como parece —dijo Barthold, sonriendo secamente—. Algún día te lo explicaré. Pero ahora vamos a lo nuestro. ¿Quieres participar conmigo?
—Podría ser un duque con todo ese dinero —dijo Bairthre, soñador—. ¡Un rey, quizás, en Irlanda! Participo.
—Muy bien. Firma aquí.
—¿Qué es esto? —preguntó Bairthre, frunciendo el ceño al ver el documento de aspecto legal que Barthold le había puesto en frente.
—Establece que, tras recibir la adecuada indemnización dispuesta por la Compañía Aseguradora Intertemporal, regresarás inmediatamente a una época pasada de tu propia elección, y permanecerás en ella, cediendo todos y cada uno de tus derechos al Tiempo Presente. Fírmalo como Everett Barthold. Yo agregaré la fecha cuando llegue el momento.
—Pero la firma… —objetó Bairthre.
Se detuvo y sonrió, agregando:
—Por medio de la hipnosis, conozco todo sobre la hipnosis y lo que se puede conseguir con ella; también comprendo que tú no necesitaste contestar a mis preguntas. En cuanto las formulaba se me ocurrían las explicaciones. También lo del desperfecto del espejo. Es por eso que me adiestraste por hipnosis a ser zurdo. Naturalmente, las huellas digitales injertadas deben ser invertidas, como si las viéramos en un espejo.
—Correcto —confirmó Barthold—. ¿Alguna otra pregunta?
—Por el momento no se me ocurre ninguna. Ni siquiera hace falta comparar nuestras firmas. Sé que serán idénticas, salvo…
Hizo una pausa, y pareció enojarse.
—¡Es una jugada sucia! —exclamó—. ¡Debo escribir hacia atrás!
—Naturalmente —dijo Barthold, sonriente—. De otro modo no podrías ser mi imagen reflejada en un espejo. En caso de que a ti te gustara más mi época que la tuya, recuerda que he tomado serias precauciones de antemano. Y son lo bastante buenas como para enviarte al Planetoide Prisión por el resto de tu vida.
Entregó el documento a Bairthre, y este lo firmó, comentando:
—No corres el menor riesgo ¿eh?
—Trato de cubrir todas las eventualidades. Hemos de ir a mi casa y a mi época, y pienso mantener mis derechos sobre ellas. Ven. Necesitas un corte de pelo y un arreglo general.
Los dos hombres idénticos caminaron juntos hacia el Flipper.
Mavis Barthold no necesitó preocuparse por su tendencia a sobreactuar. Cuando los dos Everett Barthold aparecieron en la puerta con ropas idénticas, con la misma expresión de nerviosismo, cuando los dos dijeron: «Ejem, Mavis, tendré que explicarte…».
Fue demasiado. Estaba prevenida, pero no sirvió de nada. Con un chillido, levantó los brazos y se desmayó.
Más tarde, una vez que sus dos esposos la hubieron reanimado, recobró cierta compostura.
—¡Lo lograste, Everett! —dijo—. ¿Everett?
—Soy yo —dijo Barthold—. Te presento a mi pariente, Connor Lough mac Bairthre.
—¡Es increíble! —exclamó la señora Barthold.
—¿Somos iguales? —preguntó el esposo.
—¡Exactamente iguales!
—Desde ahora —dijo Barthold—, debes considerar que los dos somos Everett Barthold. Los investigadores del seguro te observarán. Recuerda: cada uno de nosotros puede ser tu marido; los dos podemos serlo. Trátanos de la misma forma.
—Como desees, querido —concedió Mavis, gravemente.
—Exceptuando, claro está, lo de… Quiero decir, en cuanto a… ¡Al diablo con todo! Mavis ¿de veras no puedes reconocerme?
—Claro que puedo, querido —dijo Mavis—. Una esposa siempre reconoce a su marido.
Y dirigió a Bairthre una mirada fugaz, que este devolvió con interés.
—Me alegro —dijo Barthold—. Ahora tengo que llamar á la compañía de seguros.
Pasó a la habitación contigua.
—Así que usted es pariente de mi esposo —dijo Mavis a Bairthre—. ¡Qué parecidos son!
—Pero en realidad yo soy muy diferente —le aseguró Bairthre.
—¿De veras? ¡Se le parece tanto! Dudo que se le diferencie en algo.
—Se lo probaré.
—¿Cómo?
—Cantándole una canción de la antigua Irlanda —dijo Bairthre.
Y se dedicó a ello de inmediato, con una hermosa voz de tenor. No era precisamente lo que Mavis había pensado. Pero cualquier persona tan idéntica a su esposo debía ser obtusa en ciertos aspectos.
Oyó que Barthold decía en el otro cuarto:
—Hola, ¿la Compañía Aseguradora Intertemporal? Con el señor Gryns, por favor. ¿Señor Gryns? Habla Everett Barthold. Parece que ha ocurrido algo bastante lamentable…
En las oficinas de la Compañía Aseguradora Intertemporal hubo consternación y confusión y desconcierto, y rápidos telefonemas de aseguradores: los dos Everett Barthold entraban con idénticas sonrisitas nerviosas.
—Es el primer caso en quince años —dijo el señor Gryns—. ¡Oh, Dios! Os someteréis a un examen completo, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Barthold.
—Por supuesto —dijo Barthold.
Los doctores los pincharon y los manosearon. Hallaron entre ellos algunas diferencias, que registraron con largos nombres latinos. Pero todas respondían a las variaciones normales entre identidades temporales, y no había papeleo que pudiera remediar eso. Entonces les llegó el turno a los psiquiatras de la empresa.
Ambos hombres respondían a todas las preguntas con lentitud y cautela. Bairthre no perdía la calma ni la inteligencia. Contestó despacio pero bien, utilizando el conocimiento hipnótico de Barthold, y lo mismo hizo este.
Los ingenieros de la Intertemporal verificaron el reloj del Flipper. Lo desarmaron y volvieron a armarlo. Examinaron los controles, dispuestos en presente, en 1912, 1869, 1676 y 1595. También se había marcado (ilegalmente) el año 662, pero el reloj temporal indicaba que esa fecha no había sido activada. Barthold explicó que había movido accidentalmente el control, optando por dejarlo así.
Era sospechoso, pero no se le podía entablar juicio.
Se había empleado mucha energía, según señalaron los ingenieros. Pero el reloj temporal indicaba detenciones sólo hasta 1595. Volvieron a someter el reloj temporal a nuevas pruebas de laboratorio.
Después, los ingenieros revisaron el interior del Flipper, centímetro a centímetro, pero no hallaron nada sobre qué basarse para una demanda. Barthold había tomado la precaución de arrojar la maleta parda, con todo su contenido, en el canal inglés, al abandonar el año de 662.
El señor Gryns ofreció un acuerdo, que los dos Bartholds rechazaron. Ofreció otros dos, igualmente descartados. Y finalmente admitió la derrota.
La última conferencia tuvo lugar en la oficina de Gryns. Los dos Bartholds, sentados a ambos lados del escritorio, parecían ligeramente cansados de todo el asunto. Gryns tenía el aspecto de quien ve descomponerse un mundo perfectamente ordenado y predictible.
—No logro entenderlo —dijo—. El peligro de pasar por un desperfecto de espejo, en los años que usted recorrió, es de una probabilidad en un millón.
—Creo que nos tocó esa probabilidad —dijo Barthold, y Bairthre asintió.
—Pero en cierta forma no parece que… Bueno, a lo hecho, pecho. ¿Habéis decidido la cuestión de vuestra coexistencia?
Barthold le entregó el papel firmado por Bairthre en 662.
—Es él quien partirá, en cuanto reciba su indemnización.
—¿Está de acuerdo con eso, señor? —preguntó Gryns a Bairthre.
—Sin duda —respondió este—. De cualquier modo, esta época no me gusta.
—¿Cómo, señor?
—Es decir —explicó Bairthre apresuradamente—, quiero decir que siempre pensé que me gustaría vivir en otra época, ¿me comprende? Íntimamente soñé vivir en algún lugar tranquilo, natural, entre personas simples, todo eso…
—Comprendo —dijo el señor Gryns.
Parecía dudar; en seguida inquirió, dirigiéndose a Barthold:
—¿Y usted piensa del mismo modo, señor?
—En efecto —respondió Barthold—. Yo siento los mismos deseos íntimos, pero uno de nosotros debe quedarse aquí, por cuestiones de responsabilidad, ya me comprende, y yo he aceptado.
—Comprendo —repitió Gryns, aunque el tono de su voz revelaba claramente que no comprendía en absoluto—. Ejem. Bien. En este momento se están procesando los cheques, caballeros. Un trámite completamente mecánico. Podréis pasar a buscarlo mañana por la mañana…, siempre en la suposición de que no se presenten indicios de fraude antes de ese momento.
Súbitamente, el ambiente pareció congelarse. Los dos Barthold se despidieron del señor Gryns y se marcharon rápidamente.
En silencio, descendieron en el ascensor. Cuando hubieron salido del edificio, Bairthre dijo:
—Fue un error decir aquello de que no me gusta esta época. Lo siento.
—¡Cállate!
—¿En?
Barthold tomó a Bairthre por el brazo y lo metió en un heli automático, con la precaución de no escoger el primero vacío que se le presentó.
Tras indicar Westchester, se volvió a mirar si los seguían. Cuando estuvo seguro de que no era así, revisó el interior del vehículo, para verificar que no hubiera en él fumadoras ni grabadores ocultos. Finalmente dijo:
—¡Grandísimo tonto! ¡Esa fantochada pudo habernos costado una fortuna!
—He hecho cuanto pude —replicó Bairthre, ceñudo—. ¿Qué problema hay ahora? Oh, comprendo, sospechan.
—¡Ese es el problema! Gryns nos ha hecho seguir, sin duda. Si puede descubrir algo, cualquier cosa que sirva para rechazar nuestro reclamo, podemos acabar en el Planetoide Prisión.
—Tendremos que cuidarnos mucho —dijo Bairthre, sobriamente.
—Me alegra que lo entiendas.
Cenaron tranquilamente en un restaurante de Westchester y bebieron en abundancia. Eso les levantó el espíritu; llegaron a la casa de Barthold sintiéndose felices, y enviaron el heli de regreso a la ciudad.
—Esta noche jugaremos a las cartas —dijo Barthold—; charlaremos, tomaremos café y nos comportaremos como sí ambos fuéramos Barthold. Mañana iremos a buscar nuestros cheques.
—Muy bien —accedió Bairthre—. Me sentiré contento cuando esté de vuelta. No sé cómo podéis aguantar toda esta piedra y este hierro alrededor. ¡Irlanda, hombre! ¡Un rey en Irlanda, eso seré!
—Ahora no hables de eso.
Barthold abrió la puerta y entraron.
—Buenas noches, querido —dijo Mavis, dirigiéndose a un punto situado exactamente entre los dos.
—¿No habías dicho que podías reconocerme? —comentó ácidamente Barthold.
—Claro que sí, querido —respondió Mavis, volviéndose hacia él con una sonrisa—. Pero no quería ser descortés con el pobre Bairthre.
—Gracias, gentil señora —dijo Bairthre—. Quizá más tarde cante para usted otra canción de la antigua Irlanda.
—Sería magnífico, sin duda —agradeció Mavis—. Querido, te llamó un hombre por teléfono. Volverá a llamar más tarde. Tesoro, he estado viendo avisos de piel de cormorán. El cormorán polar marciano es un poco más caro que el cormorán de canal, pero…
—¿Que me llamó un hombre? —preguntó Barthold—. ¿Quién era?
—No lo dijo. De cualquier modo, luce mucho mejor, y la piel tiene ese brillo iridiscente que sólo…
—¡Mavis! ¿Qué quería?
—Era por el reclamo de doble indemnización. Pero ya está todo arreglado, ¿no?
—Estará arreglado cuando tenga el cheque en mis manos. Ahora repíteme exactamente lo que dijo.
—Bueno, me dijo que llamaba por tu supuesto reclamo a la Compañía Aseguradora Intertemporal.
—¿«Supuesto»? ¿Dijo «supuesto»?
—Esas fueron sus palabras textuales. «Supuesto reclamo a la Compañía Aseguradora Intertemporal». Dijo que debía hablar contigo inmediatamente, antes de mañana.
Barthold se había puesto gris.
—¿Dijo que volvería a telefonear? —preguntó.
—Dijo que vendría en persona.
—¿De qué se trata? —preguntó Bairthre—. ¿Qué significa? ¡Por supuesto, un investigador de seguros!
En ese momento sonó la campanilla de la puerta. Los tres Barthold se miraron, enmudecidos.
La campanilla volvió a sonar.
—¡Abra, Barthold! —gritó alguien—. ¡No trate de escabullirse!
—¿No podemos matarlo? —preguntó Bairthre.
—Demasiado complicado —respondió Barthold, tras meditarlo un instante.
—¡Ven! ¡Por la puerta trasera!
—Pero ¿por qué?
—Allí tengo estacionado el Flipper. ¡Iremos al pasado! ¿No comprendes? Si ese hombre tuviera pruebas, ya las habría entregado a la compañía. Sólo tiene sospechas. Probablemente cree que puede enredarme con preguntas. Si podemos escaparle hasta mañana, estaremos salvados.
—¿Y yo qué hago? —preguntó Mavis.
—Entretenlo —ordenó Barthold, arrastrando a Bairthre por la puerta trasera.
La campanilla sonaba con insistencia en el momento en que Barthold cerró con un golpe la puerta del Flipper y se volvió hacia los controles.
Y entonces notó que los ingenieros de la Intertemporal no le habían devuelto el reloj.
Estaba perdido, completamente perdido. Sin el reloj, no podría llevar el Flipper a ninguna parte. Tuvo un instante de pánico absoluto, pero se recobró, y trató de resolver el problema.
Sus controles estaban aún fijos para Presente, 1912, 1869, 1676, 1595 y 662. Por lo tanto, aun sin el reloj, podía activar manualmente cualquiera de esas fechas. Las leyes federales prohibían viajar sin reloj, pero podían irse al demonio.
Marcó rápidamente 1912 y operó los controles. Desde fuera le llegó el chillido de su esposa. Unos pasos muy pesados cruzaron la casa.
—¡Deténgase! ¡Usted, deténgase! —gritaba el hombre.
Y en ese momento, Barthold se vio rodeado por una película gris interminable. El Flipper descendía velozmente por el tiempo.
Barthold estacionó el Flipper en el Bowery[2], y entró con Bairthre en una taberna. Allí pidió una cerveza para cada uno y unas tapas para acompañar la bebida.
—Maldito sea ese investigador entrometido —murmuró—. Bueno, por el momento lo hemos despistado. Tendré que pagar una buena multa por manejar un Flipper sin reloj. Pero voy a tener con qué hacerlo.
—Las cosas están ocurriendo con tanta rapidez que no entiendo nada —dijo Bairthre. Tragó un buen sorbo, y meneó la cabeza; luego se encogió de hombros, agregando:
—Iba a preguntarte qué ganamos yendo hacia el pasado, si mañana tenemos que cobrar los cheques de tu época. Pero creo que ya sé la respuesta.
—Por supuesto. Lo que cuenta es el tiempo transcurrido. Si podemos mantenernos ocultos en el pasado por unas doce horas, llegaremos a mi época doce horas después de nuestra partida. Eso evita toda clase de accidentes, como llegar antes de la partida, por ejemplo. Son precauciones rutinarias para el tránsito.
Bairthre, masticando un emparedado de salami, comentó:
—La hipnosis no es muy explícita en cuanto a los viajes en el tiempo. ¿Dónde estamos?
—En Nueva York, 1912. Una época muy interesante.
—Lo único que quiero es volver a la mía. ¿Quienes son esos hombres corpulentos vestidos de azul?
—Policías —respondió Barthold—. Parecen buscar a alguien.
Dos policías de bigote habían entrado a la taberna, seguidos por un hombre gordísimo cuyas ropas estaban salpicadas de tinta.
—¡Allí están! —gritó Jack Barthold el Rufián—. ¡Arreste a esos gemelos, oficial!
—¿Qué significa esto? —preguntó Everett Barthold.
—Ese armatoste que está afuera, ¿es suyo? —preguntó uno de los policías.
—Sí, pero…
—Todo coincide, entonces. Alguien tiene una orden de arresto contra vosotros dos. Dijo que teníais un cacharro nuevo brillante. Y ofrece una buena recompensa.
—El hombre vino a buscarme directamente —dijo Jack el Rufián—. Le dije que me encantaría ayudarlo…, aunque lo habría echado a empujones, grandísimo puerco, que me vino a insinuar…
—¡Oficial! —rogó Barthold—, ¡no hemos hecho nada!
—Entonces no tenéis nada que temer. Venid sin resistiros.
Súbitamente, Barthold saltó por delante del policía, apartó a Jack de un empujón y salió a la calle. Bairthre, que estaba pensando lo mismo, pisó con fuerza a uno de los policías, golpeó a otro en el estómago con el codo, quitó a Jack el Rufián del camino y siguió a Barthold sin pérdida de tiempo.
Entraron al Flipper, y Barthold marcó el año 1869.
Ocultaron el vehículo como pudieron, en una caballeriza de alquiler situada en cierta calle apartada, y se dirigieron hacia una plazoleta cercana. Se abrieron las camisas, para calentarse bajo el cálido sol de Memphis, y se acostaron de espaldas en el césped.
—Ese investigador debe ocupar un puesto muy importante —dijo Barthold—. De lo contrario no podría llegar a destino antes que nosotros.
—¿Cómo sabe a dónde vamos? —preguntó Bairthre.
—Las etapas de mi viaje anterior están registradas por la Compañía. Sabe que no tenemos reloj, de modo que sólo podemos detenernos en los mismos lugares.
—Entonces no estamos seguros aquí —dijo Bairthre—. Tal vez nos esté buscando.
—Tal vez —dijo Barthold, cansado—. Pero todavía no nos ha atrapado. Unas pocas horas más, y estaremos a salvo. Será de mañana en el presente, y los cheques estarán listos.
—¿Estáis seguros, caballeros? —inquirió una voz suave.
Barthold levantó la vista. Ben Bartholder estaba ante él, con un pequeño revólver en la mano izquierda.
—¡A usted también le ofreció una recompensa! —exclamó Barthold.
—Así es. Y muy tentadora, a decir verdad. Pero no es eso lo que me interesa.
—¿Ah, no?
—No. Lo único que me interesa es saber cuál de vosotros dos me dejó esperando anoche en la taberna.
Barthold y Bairthre intercambiaron una mirada, y volvieron a mirar a Ben Bartholder.
—Eso es lo que quiero —dijo Bartholder—. ¡A mí nadie me insulta! Aunque sea manco, valgo como cualquiera. Necesito al que me dejó. El otro puede marcharse.
Barthold y Bairthre se levantaron. Bartholder retrocedió para apuntarles mejor.
—¿Cuál fue, señores? No soy muy paciente.
Se balanceó levemente; parecía tan maligno y diestro como una víbora de cascabel. Barthold decidió que el revólver estaba demasiado lejos como para intentar la huida. Probablemente el gatillo era muy sensible.
—¡Hablad! —ordenó Bartholder, en tono seco—. ¿Cuál fue de los dos?
Barthold pensaba a todo vapor. Se preguntaba por qué no había disparado todavía, por qué no los mataba a ambos.
De pronto comprendió. Y concibió la única salida.
—Everett —dijo.
—¿Sí, Everett? —respondió Bairthre.
—Ahora nos daremos vuelta al mismo tiempo y volveremos al Flipper.
—Pero el revólver…
—No hará fuego. ¿Cuento contigo?
—Cuenta conmigo —respondió Bairthre, con los dientes apretados.
Se volvieron como soldados en un desfile y comenzaron a caminar lentamente hacia la caballeriza.
—¡Deteneos! —gritó Ben Bartholder—. ¡Deteneos o hago fuego!
—No, no lo hará —gritó Barthold.
Ya estaban en la calle, cerca de la caballeriza.
—¿No? ¿Acaso cree que no tengo valor?
—No se trata de eso —respondió Barthold, dirigiéndose al Flipper—. Usted no es de los que matan a un hombre inocente. Y uno de nosotros es inocente.
Lenta, cuidadosamente, Bairthre abrió la puerta del Flipper.
—¡No me importa! —chilló Bartholder—. ¿Cuál fue? ¡Habla, miserable cobarde! ¿Cuál fue? Voy a disparar. Hablad, u os mataré a los dos, aquí mismo.
—¿Y qué dirán sus amigos? —se mofó Barthold—. Dirán que el manco perdió la cabeza y mató a dos forasteros desarmados.
Ben Bartholder bajó el revólver.
—Rápido, entra —susurró Barthold.
Treparon y cerraron la puerta de un golpe. Bartholder apartó el arma.
—Está bien —dijo Ben Bartholder—. Ha venido dos veces, y creo que volverá. Lo estaré esperando, y la próxima vez lo mataré.
Se volvió y empezó a alejarse.
Debían salir de Memphis, pero ¿a dónde podían ir? No se podía pensar en Könisberg, 1676, con la Peste Negra. Londres, en 1595, estaba poblado por los amigos de Tom Barthal, y cualquiera de ellos degollaría con gusto a Barthold para vengar su traición.
—Retrocederemos hasta el final —dijo Barthold—. Hasta el Castillo de la Doncella.
—¿Y si nos sigue hasta allí?
—No lo hará. La ley prohíbe pasar la barrera de los mil años, y nadie en el ramo de seguros se atrevería a infringir la ley.
—Tal vez no —dijo Bairthre, pensativo—. Tal vez no. Vale la pena probar.
Y Barthold volvió a activar el Flipper.
Esa noche durmieron al aire libre, a medio kilómetro de la fortaleza del Castillo de la Doncella. Se tendieron junto al Flipper, turnándose para montar guardia. Al fin, el sol se levantó, pálido y amarillo, sobre los campos verdes.
—No vino —dijo Bairthre.
—¿Qué? —preguntó Barthold, despertándose sobresaltado.
—¡Despabílate, hombre! Estamos a salvo. ¿Todavía es de mañana en tu presente?
—Es de mañana —dijo Barthold, frotándose los ojos.
—¡Hemos ganado, y yo seré un rey en Irlanda!
—Sí, hemos ganado —confirmó Barthold—. Por fin, la victoria es… ¡Maldito sea!
—¿Qué pasa?
—¡El detective! ¡Allá!
Bairthre miró a través del campo, murmurando:
—No veo nada. ¿Estás seguro de que…?
Barthold lo golpeó en la cabeza con una piedra que había recogido durante la noche con ese propósito.
Se inclinó para buscarle el pulso. El irlandés vivía aún, pero estaría inconsciente por unas cuantas horas. Cuando se recobrara, se descubriría solo y sin reino.
Era una lástima. Pero bajo esas circunstancias, era demasiado riesgoso llevar a Bairthre consigo al presente. Resultaba mucho más fácil ir hasta la Intertemporal a buscar un cheque para Everett Barthold. Media hora después volvería para buscar otro cheque a nombre de Everett Barthold.
¡Y los beneficios serían mucho mayores!
Subió al Flipper y echó una última mirada a su pariente inmóvil. ¡Qué lástima que no pudiera ser un rey de Irlanda! Pero si lo hubiese logrado, tal vez la historia habría juzgado el hecho muy confuso.
Activó los controles y se dirigió directamente hacia el presente.
Reapareció en el patio trasero de su casa. Trepó velozmente dos escalones y golpeó la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Mavis.
—¡Yo! —gritó Barthold—. ¡Todo está bien, Mavis, todo ha salido perfecto!
—¿Quién es? —preguntó Mavis, abriendo la puerta.
Al verlo lanzó un grito.
—Tranquilízate —dijo Barthold—. Sé que ha sido difícil, pero ya pasó todo. Voy a buscar el cheque y después…
Se interrumpió. Un hombre acababa de aparecer en la puerta, junto a Mavis. Era de baja estatura, de calvicie incipiente y facciones ordinarias; detrás de los anteojos su mirada era mansa.
Era él mismo.
—¡Oh, no! —gruñó Barthold.
—Oh, sí —dijo su doble—. No se puede pasar impunemente la barrera de los mil años, Everett. A veces las leyes están en lo cierto. Soy su doble temporal. Barthold miró fijamente al Barthold de la puerta.
—Quien me perseguía… —dijo.
—Era yo —respondió el doble—. Disfrazado, por supuesto, ya que usted tiene unos cuantos enemigos en el tiempo. ¡Imbécil! ¿Por qué huyó?
—Lo tomé por un detective. ¿Por qué me perseguía?
—Por una sola razón.
—¿Cuál?
—Podríamos haber sido más ricos de lo que nadie puede imaginarse, de no ser porque usted se asustó y se sintió culpable. Pudimos haber ido los tres: usted, Bairthre y yo, a la Intertemporal, para reclamar triple indemnización.
—¡Triple indemnización! —jadeó Barthold—. Nunca pensé en eso.
—Habría sido una suma portentosa, mucho más que la doble indemnización. Usted me desagrada.
—Bueno —dijo Barthold—, a lo hecho, pecho. Al menos podemos cobrar doble indemnización, y decidir…
—Ya recogí los dos cheques y firmé en su nombre. Como usted no estaba…
—En ese caso, le agradecería que me diera mi parte.
—No sea ridículo —dijo el doble.
—¡Pero es mía! Iré a la Intertemporal y les diré…
—No le prestarán atención. Yo he cedido todos sus derechos. Ni siquiera puede quedarse en el presente, Everett.
—¡Usted no puede hacerme esto! —suplicó Barthold.
—¿Por qué no? Fíjese en lo que usted hizo con Bairthre.
—Maldición, usted no puede juzgarme. ¡Usted es yo!
—¿Y quién ha de juzgarlo sino usted mismo? —le preguntó el doble.
Barthold no pudo responder. Se volvió hacia Mavis.
—Querida —dijo—, siempre decías que podías reconocer a tu verdadero marido. ¿Me conoces ahora?
Mavis se volvió para entrar. Barthold vio un brillo de ruumas en torno a su cuello, y no hizo más preguntas.
Barthold y Barthold se miraron de frente. El doble levantó el brazo. Un heli policial, que estaba suspendido a baja altura, descendió a tierra. De él salieron tres policías.
—Lo que temía, oficiales —dijo el doble—. Mi doble cobró su cheque esta mañana, como ustedes saben. Cedió todos sus derechos y regresó al pasado. Supuse que volvería para pedir más.
—No volverá a molestarlo, señor —dijo uno de los policías.
Y dirigiéndose a Barthold, ordenó: —¡Usted! Suba a ese Flipper y salga del presente. La próxima vez que lo veamos, haremos fuego.
Barthold reconoció su derrota. Humildemente, dijo: —Me iría con gusto, oficiales, pero mi Flipper necesita compostura. No tiene reloj temporal.
—Debió haber pensado en eso antes de firmar la cesión —respondió el policía—. ¡Muévase!
—¡Por favor! —dijo Barthold.
—No —respondió Barthold.
No había piedad para él. Y Barthold supo que, en el lugar de su doble, habría hecho exactamente lo mismo.
Trepó al Flipper y cerró la puerta. Contempló sombrío sus posibles elecciones, si podía llamárselas así.
Nueva York, 1912, con sus enloquecedores recuerdos de su propio tiempo, con Jack Barthold el Rufián. O Memphís, 1869, con Bartholder a la espera de su tercera visita. O Könisberg, 1676, con la cara sonriente e inexpresiva de Hans Bärthaler y la Peste Negra por toda compañía. O Londres en 1595, donde los crueles amigos de Tom Barthal recorrían las calles en su busca. O el Castillo de la Doncella en 662, donde Connor Lough mac Bairthre lo esperaba para devolverle el golpe.
En realidad, no importaba.
«Esta vez, pensó, dejaré que el lugar me escoja».
Cerró los ojos y oprimió a ciegas un botón cualquiera.