LA SANGUIJUELA

The Leech, 1952

La sanguijuela esperaba su alimento. Llevaba milenios flotando a través del vasto espacio. Había pasado innumerables siglos en el vacío interestelar, desprovista de conciencia. Cuando llegó finalmente a las proximidades de un sol, ni siquiera supo darse cuenta. En torno a aquella espora dura y seca, la radiación fulguró, dándole vida. Las fuerzas gravitatorias la atrajeron con violencia.

Junto con otros despojos estelares, sucumbió al reclamo de un planeta; cayó sobre él, sin perder su apariencia de muerte, encerrada en su vaina resistente. Como una partícula de polvo entre tantas otras, los vientos la empujaron en torno a la Tierra, jugaron con ella, y al fin la dejaron caer.

Ya en el suelo, comenzó a despertar, a absorber alimentos a través de su vaina. Crecía y se alimentaba.

Frank Conners llegó hasta el porche y tosió un par de veces.

—Disculpe, profesor —dijo.

El hombre alto y pálido no se movió del diván destartalado. Roncaba suavemente, con los anteojos de carey montados sobre la frente.

—Lamento mucho molestarlo —dijo Conners, echando hacia atrás su raído sombrero de fieltro—. Y sé que esta es su semana de descanso, pero hay algo muy raro en la acequia.

La ceja izquierda del hombre pálido se estremeció, pero no dio ninguna otra señal de haber escuchado.

Frank Conners volvió a toser, sosteniendo una pala con la mano cubierta de venas violáceas.

—¿Me oyó, profesor?

—Claro que te oí —respondió Michaels con voz apagada, sin abrir los ojos—. Encontraste un gnomo.

—¿Qué cosa? —preguntó Conners, mirándolo de soslayo.

—Un hombrecito vestido de verde. Dale leche, Conners.

—No, señor; creo que es una roca.

Michaels abrió un ojo en dirección a Conners.

—Créame que lo siento —dijo este.

Diez años atrás, el profesor Michaels había establecido la costumbre de tomarse una semana de descanso absoluto. Durante el invierno enseñaba antropología, trabajaba en cuatro o cinco comisiones, incursionaba en la física y en la química, y todavía encontraba tiempo para escribir un libro por año. Cuando el verano llegaba se sentía verdaderamente cansado.

Entonces se retiraba a su granja, ubicada en el estado de Nueva York, y ganada con duro esfuerzo. Su norma inalterable era no hacer absolutamente nada durante una semana; Frank Conners cocinaba y se ocupaba de diversas tareas; él, mientras tanto, dormía. A la segunda semana empezaba a andar por los alrededores, contemplaba los árboles, pescaba. Dedicaba la tercera semana a broncearse, a leer, a reparar el cobertizo y a escalar la montaña. Después de cuatro semanas estaba ansioso por volver a la ciudad.

Pero la semana de descanso era sagrada.

—De veras, no lo molestaría por una tontería —dijo Conners, en tono de disculpa—. Lo que pasa es que esa maldita roca carcomió unos cuantos centímetros de la pala.

Michaels se incorporó, abriendo los ojos. La pala que sostenía Conners tenía el borde redondeado completamente trunco. El profesor saltó del diván y metió los pies en unos mocasines desgastados.

—Vamos a ver esa maravilla —dijo.

Cruzaron el césped del frente: el objeto estaba en la acequia, a unos sesenta centímetros del camino principal. Era redondo, del tamaño aproximado de un neumático grande, y presentaba un aspecto totalmente sólido. Su espesor era de unos dos centímetros; era de color grisáceo, recubierto por una intrincada red de venas.

—No lo toque —le advirtió Conners.

—No pienso hacerlo. Dame tu pala.

Michaels tanteó el objeto, probándolo con la pala. No cedía en ningún punto. Sostuvo la herramienta contra la superficie por un momento. Cuando la retiró, habían desaparecido otros dos centímetros.

Michaels frunció el ceño y se ajustó los anteojos sobre la nariz. Mientras sostenía la pala contra la roca con una mano, arrimó la otra a su superficie. La pala continuó reduciéndose.

—No parece producir calor —dijo a Conners—. ¿Notaste algo de eso la primera vez?

Conners hizo un ademán negativo.

Michaels levantó un puñado de tierra y lo arrojó contra el objeto. El polvo se disolvió instantáneamente sin dejar ningún rastro sobre la superficie de color gris oscuro. Lo mismo sucedió con una piedra grande que le arrojó después.

—¿Alguna vez vio algo más extraño, profesor? —preguntó Conners.

—No —respondió Michaels—; tenías razón.

Alzando la pala, la bajó con precisión sobre el objeto. Ante el impacto, estuvo a punto de soltar la herramienta. Había sujetado el mango con fuerza a fin de resistir el rebote, pero la pala chocó sobre la superficie rígida y quedó allí. La masa no había cedido en absoluto, y tampoco había rechazado el impacto.

—¿Qué puede ser? —preguntó Conners.

—No se trata de una piedra —dijo Michaels, retrocediendo—. Una sanguijuela absorbe sangre. Esto parece absorber tierra. Y palas.

La golpeó algunas veces más, a modo de experimento, y cambió una mirada con Conners. Por la ruta pasaron cinco o seis camiones del ejército.

—Voy a llamar a la universidad para consultar a un físico —dijo Michaels—. O a un biólogo. Quisiera deshacerme de esto antes de que me arruine el césped.

Volvieron a la casa.

Todo servía a la sanguijuela como alimento. El viento, al ondular sobre su superficie gris, le agregaba su pitanza de energía cinética. Al caer la lluvia, la fuerza de cada gota se incorporaba a sus reservas. La superficie sedienta absorbía toda el agua.

También la luz solar era absorbida y convertida en parte de su volumen. El suelo sobre el que descansaba, la tierra, las piedras y las ramas quebradas, todo era asimilado por las complejas células. La energía, a su vez, se transformaba en masa, y la sanguijuela continuaba creciendo.

Lentamente, los primeros destellos de conciencia regresaron a ella. Y antes que nada supo de la inadmisible pequeñez de su cuerpo.

Y creció.

Cuando Michaels fue a verla, al día siguiente, la sanguijuela tenía dos metros y medio de diámetro; ya había desbordado el límite del césped y se asomaba al camino. AI día siguiente llegaba ya a los cinco metros y medio de diámetro; su forma se había adaptado a la profundidad de la acequia y cubría ya casi todo e] camino.

Ese día vino el comisario, en su viejo Ford; tras él venía media ciudad.

—¿Esa es su sanguijuela, profesor Michaels? —preguntó el comisario Flynn.

—Sí, esa es —respondió Michaels, quien había pasado los últimos días tratando sin éxito de encontrar un ácido para disolverla.

—Tenemos que sacarla del camino —observó Flynn, acercándose valerosamente—. No podemos dejar una cosa como esta en el camino, profesor. El ejército tiene que pasar por aquí.

—Lo siento muchísimo —dijo Michaels, inexpresivo—. Haga lo que guste, comisario, pero tenga cuidado. Está caliente.

Eso no era cierto, pero dadas las circunstancias parecía la explicación más sencilla.

El comisario trató de introducir una barra de hierro bajo el objeto. Michaels lo miró con interés, y cuando él otro sacó su palanca reducida en quince centímetros, sonrió secretamente.

Pero el comisario no se descorazonaba con facilidad. Había venido dispuesto a luchar con una roca muy tozuda. Fue hasta el asiento trasero del coche y volvió con una lámpara de soldar y un mazo; encendió el soldador y dirigió la llama hacia la sanguijuela.

Pasados cinco minutos, no se había producido el menor cambio. El color gris no se había tornado rojo; en realidad, ni siquiera parecía haberse calentado. El comisario insistió durante quince minutos más, y finalmente llamó a uno de sus hombres.

—Jerry, golpee allí con la pica.

Jerry levantó la herramienta, hizo señas al comisario para que retrocediera y alzó la pica por sobre su cabeza. Cuando el metal golpeó, dejó escapar un grito. No hubo el más leve rebote.

A lo lejos se oyó el rugido de un convoy del ejército.

—Ahora se va a armar —dijo Flynn.

Michaels dudaba. Caminó en torno a la sanguijuela mientras se preguntaba qué clase de sustancia podía reaccionar de esa manera. La respuesta era simple: ninguna. Ninguna sustancia conocida.

El chofer de la primera camioneta levantó la mano, y el largo convoy se detuvo. Un oficial curtido y eficiente descendió del vehículo. Por las estrellas que llevaba en el hombro, Michaels comprendió que estaba frente a un teniente general.

—No podéis obstruir el camino —dijo el general—. Por favor, sacad eso de ahí.

Era un hombre alto y enjuto; vestía uniforme cobrizo, y los ojos fríos Je brillaban en el rostro curtido.

—No podemos moverlo —dijo Michaels.

Y contó al general lo que había ocurrido en los últimos días.

—Hay que sacarlo —dijo el general—. El convoy tiene que pasar.

Se acercó para mirar la sanguijuela, agregando:

—¿Dice usted que no puede levantarla con una palanca, y que no se quema con soldador?

—Así es —respondió Michaels, con una leve sonrisa.

—¡Conductor! —ordenó el general, por sobre su hombro—. Pásele por encima.

Michaels iba a protestar, pero se contuvo. Los militares tendrían que extraer sus propias conclusiones.

El conductor puso la camioneta en marcha y avanzó, pasando sobre la sanguijuela, cuyo borde se alzaba a diez centímetros. Al llegar al centro del promontorio, el motor se detuvo.

—¡Yo no le he ordenado que se detenga! —gritó el general.

—Se detuvo solo —protestó el conductor.

La camioneta, detenida por fuertes tirones, había acabado por pararse. El conductor volvió a ponerla en marcha, accionó la caja de cambios y trató de sacarla hacia adelante. El vehículo permaneció inmóvil, como si estuviera pegado con cemento.

—Perdón —observó Michaels—. Si presta atención, podrá ver que las llantas se están disolviendo.

Automáticamente, el general se llevó las manos hacia la pistola que colgaba de su cinturón. Luego gritó:

—¡Salte, conductor! Y no vaya a pisar esa sustancia gris.

Pálido, el conductor trepó al techo de la camioneta, miró a su alrededor y saltó limpiamente.

En un silencio absoluto, los presentes contemplaron la camioneta. En primer término desaparecieron las llantas; en seguida, las cámaras. El chasis se disolvió también, al quedar en contacto con la superficie. Lo último en desaparecer fue la antena.

El general empezó a maldecir entre dientes.

—¡Corra hacia allá! —ordenó, volviéndose hacia el conductor—. Que algunos hombres traigan granadas de mano y dinamita.

El chofer corrió hacia el convoy.

—No sé qué es esto —dijo el general—, pero no ha de detener a un convoy del ejército norteamericano, Michaels tenía sus dudas.

La sanguijuela estaba ya casi despierta, y su cuerpo reclamaba más alimento. Disolvía el suelo sobre el que se encontraba a una velocidad increíble, reemplazándolo con su cuerpo, que iba expandiéndose.

Un objeto grande cayó sobre ella, y también se convirtió en alimento. De pronto…

Hubo un estallido de energía contra su superficie; después otro, y otro. Los consumió, agradecida, convirtiéndolos en masa. Fue golpeada por pequeños perdigones de metal; tras convertirlos en masa, absorbió su energía cinética. Nuevas explosiones contribuyeron a calmar las células hambrientas.

Empezaba a percibir ciertas cosas: controló la combustión a su alrededor, las vibraciones del viento, los movimientos de su masa.

Una explosión, mayor que las anteriores, fue un sabor de verdadera comida. La consumió ávidamente, creciendo con rapidez. Y esperó, ansiosa, que se repitieran las explosiones, pues sus células exigían más alimento.

Pero no recibió nada más. Por lo tanto, siguió alimentándose del suelo y de la energía solar. Llegó la noche, con sus menores posibilidades de energía; hubo otros días y otras noches. Algunos objetos vibrantes continuaban moviéndose a su alrededor. Comía, crecía, fluía sin, cesar.

Michaels, desde una pequeña colina, contempló la desaparición de su casa. Para entonces, la sanguijuela tenía un diámetro de varios centenares de metros y negaba ya al porche delantero.

«Adiós, casa», pensó Michaels, recordando los diez veranos que había pasado allí. El porche se disolvió en el cuerpo de la sanguijuela. Poquito a poco, la casa se contrajo sobre sí.

La sanguijuela semejaba ya un campo de lava, una parcela dinamitada en el campo verde. Un soldado se le acercó por atrás.

—Perdone, señor —dijo—; el general O’Donnell desearía verlo.

—Bien —dijo Michaels, echando una mirada postrera a la casa.

Siguió al soldado, y pasaron por el alambre de púas que había sido extendido en un círculo extenso alrededor de la sanguijuela. Un pelotón de soldados montaba guardia allí cerca, para mantener a distancia a los periodistas y a los cientos de curiosos que acudían al lugar. Michaels se preguntaba por qué razón le permitían permanecer allí. Probablemente, debido a que todo eso ocurría en su propiedad. El soldado lo condujo hasta la tienda. Michaels se inclinó para entrar. El general O’Donnell, aún con su uniforme cobrizo, estaba sentado ante un pequeño escritorio. Con un ademán, indicó a Michaels que tomara asiento.

—Me han encomendado que me deshaga de esa sanguijuela —dijo a Michaels.

Este asintió, reservando su opinión sobre la conveniencia de encomendar a un soldado la tarea de un científico.

—Usted es profesor, ¿verdad?

—Sí, de antropología.

—Bien. ¿Fuma?

Tras encender el cigarrillo de Michaels, el general agregó:

—Me gustaría que permaneciera aquí, en calidad de consejero. Usted fue uno de los primeros en ver esa sanguijuela. Agradeceré mucho su opinión sobre el enemigo.

Lo dijo con una sonrisa.

—Con mucho gusto —aceptó Michaels—; sin embargo, pienso que esto cae dentro de la especialidad de un físico o de un bioquímico.

—No quiero que esto se llene de científicos —dijo el general O’Donnell, frunciendo el ceño—. No me interprete mal. Tengo la más profunda admiración por la ciencia, y puedo afirmar que soy un soldado científico. Siempre me han interesado los últimos adelantos en armamento. Ya no se puede luchar en la guerra sin ayuda de la ciencia.

Y aclaró, con una expresión más severa:

—Pero no puedo tener aquí a un grupo de melenudos que me impidan actuar. Mi tarea es destruir la sanguijuela por cualquier medio a mi alcance, de inmediato. Y eso es lo que voy a hacer.

—No creo que le resulte fácil —dijo Michaels.

—Por eso quiero que usted se quede. Dígame qué puedo hacer, y yo me encargaré de encontrar la forma.

—Bueno, por lo que puedo deducir, la sanguijuela es un transformador de masa-energía, con un poder horripilante. Supongo que tiene un doble ciclo: primero convierte la masa en energía, y vuelve a convertirla en masa para su cuerpo. En segundo lugar, convierte la energía directamente en masa. Cómo efectúa esto, no lo sé; no es un ser protoplasmático. Tal vez ni siquiera es celular.

—En ese caso, hace falta algo poderoso para luchar contra él —interrumpió O’Donnell—. Está bien, aquí tengo algo de eso.

—Me parece que no me ha comprendido —dijo Michaels—. Tal vez no me expresé bien. La sanguijuela se alimenta de energía. Es capaz de consumir la energía de cualquier arma que se use contra ella.

—Pero ¿qué sucederá si continúa alimentándose? —preguntó O’Donnell.

—No sé cuáles pueden ser sus límites de crecimiento. Quizá sólo esté limitado por la fuente de alimento.

—En ese caso, ¿puede continuar creciendo eternamente?

—Es posible que crezca mientras tenga con qué alimentarse.

—Este es un verdadero desafío —dijo O’Donnell—. Esa sanguijuela puede ser capaz de resistir cualquier fuerza.

—Así parece. Le sugiero que haga venir a un físico, y también a un biólogo. Que ellos encuentren la manera de combatirlo.

El general apagó el cigarrillo, diciendo:

—Profesor, no puedo esperar mientras los científicos discuten. Le diré cuál es mi axioma.

Hizo una pausa para dar solemnidad a sus palabras.

—No hay nada insensible a la fuerza —prosiguió el militar—. Bajo una fuerza suficiente, cualquier cosa cede. Cualquier cosa.

Y agregó, en tono más amistoso:

—Profesor, usted no debería desestimar la ciencia que representa. Hemos logrado acumular, en North Hill, la mayor cantidad de energía y de armas radioactivas que se hayan reunido jamás. ¿Usted cree que su sanguijuela puede resistir la fuerza combinada de todo eso?

—Supongo que es posible sobrecargarla —dijo Michaels, vacilando.

Ahora comprendía cuál era el interés del general por tenerlo allí: él daba a las medidas un aspecto científico, y no tenía bastante autoridad para imponerse a O’Donnell.

El general, levantándose, alzó una punta de la tienda.

—Acompáñeme —dijo, alegremente—. Vamos a hacer pedazos esa sanguijuela.

Después de una larga espera, el alimento empezaba a llegar otra vez, suministrado desde un rincón. Al ¡principio fue sólo un poquito; después, más y más: sólidos y líquidos, radiaciones, vibraciones y estallidos; una admirable variedad de comestibles. Todo lo aceptaba; el alimento llegaba con mucha lentitud a las células hambrientas, puesto que las nuevas células sumaban sus exigencias a las ya existentes.

El cuerpo, eternamente hambriento, pedía más comida, a toda prisa.

Había alcanzado ya un tamaño bastante aceptable, y estaba totalmente despierta. Aquellas sensaciones de energía que la rodeaban despertaron su interés, y logró localizar la nueva fuente de alimentos en un punto determinado.

Sin el menor esfuerzo, se propulsó en el aire, voló una corta distancia y cayó sobre el alimento. Sus células, de pasmosa eficiencia, deglutieron con avidez la rica sustancia radioactiva. Pero no despreció el menor potencial de carbohidratos ofrecido por los trozos de metal.

—Los muy estúpidos. ¿Por qué se dejaron ganar por el pánico? Cualquiera diría que no han recibido entrenamiento.

Mientras así decía, el general O’Donnell caminaba a grandes pasos frente a su tienda, ubicada ahora tres kilómetros más atrás.

La sanguijuela había crecido hasta alcanzar un diámetro de dos kilómetros. Tres poblaciones de granjeros habían sido evacuadas.

De pie junto al general, Michaels seguía anonadado por el recuerdo de lo ocurrido. Por un tiempo, la sanguijuela había absorbido el poderío masivo de las armas; después se había elevado en el aire por sobre North Hill, oscureciendo el sol, para caer en seguida. Hubo tiempo suficiente para efectuar una evacuación, pero los soldados estaban paralizados por el miedo.

Tras perder sesenta y siete hombres en el operativo Sanguijuela, el general O’Donnell pidió autorización para utilizar bombas atómicas. Desde Washington enviaron un grupo de científicos para evaluar la situación.

Frente a la tienda, O’Donnell tartamudeó, encolerizado:

—Esos expertos, ¿no se han decidido todavía?

Michaels, que consideré que no era miembro oficial del equipo investigador, se había marchado tras presentar su informe.

—Es una decisión muy difícil —explicó—. Los físicos piensan que es un asunto biológico y los biólogos parecen creer que los químicos deben dar la solución. Nadie es experto en esto, porque hasta ahora nunca había sucedido. A decir verdad, carecemos de datos.

—Es un problema militar —dijo O’Donnell con aspereza—. No me interesa averiguar qué es esa cosa, quiero destruirla. Es mejor que me autoricen a usar la bomba.

Michaels ya había hecho sus cálculos al respecto. Era imposible afirmar nada con seguridad, pero si se calculaban la velocidad con la que la sanguijuela absorbía masa-energía, sus dimensiones y su capacidad de crecimiento, una bomba atómica podría sobrecargarla…, siempre que la usaran a tiempo.

Según sus cálculos, la bomba debía ser utilizada antes de que transcurrieran tres días. La sanguijuela crecía en proporción geométrica, y en unos pocos meses cubriría todos los Estados Unidos.

—Llevo una semana tratando de conseguir permiso para usar la bomba —gruñó O’Donnell—; y lo conseguiré, pero tengo que esperar hasta que esos asnos terminen de hablar.

Dejó de caminar, y agregó:

—Voy a destruir esa sanguijuela. La aplastaré, aunque sea lo último que haga. Ahora es más que una cuestión de seguridad. Es mi orgullo el que está en juego.

Michaels pensó que esa actitud, aunque digna de grandes generales, no era la manera de enfrentar el problema. Al considerar la sanguijuela como un enemigo, O’Donnell estaba tomando una actitud antropomórfica. Incluso esa identificación de «sanguijuela» era un factor que la humanizaba. O’Donnell la encaraba como lo haría con un obstáculo físico cualquiera, como si aquello fuera el simple equivalente de un gran ejército.

Pero la sanguijuela no era humana. Tal vez no pertenecía siquiera a este planeta. Había que encararla en sus propios términos.

—Ahí vienen los grandes cerebros —dijo O’Donnell. Un grupo de hombres cansados acababa de salir de una tienda cercana; al frente iba Allenson, biólogo del gobierno.

—Y bien —preguntó el general—, ¿habéis resuelto de qué se trata?

—Un momento —dijo Allenson, con los ojos enrojecidos—. Voy a cortar una muestra.

—¿Habéis encontrado algún método científico para matarla?

—Oh, eso no fue muy difícil de descubrir —dijo Moriarty, físico atómico—. Rodeadla de un vacío absoluto. Eso surtirá efecto. También podéis hacerla volar con antigravedad.

—Pero si eso no da resultados —dijo Allenson—, sugerimos que utilicéis la bomba atómica, y pronto.

—¿Todo el grupo piensa así? —pregunto O’Donnell, con los ojos relucientes.

—Sí.

El general se marchó de prisa, y Michaels se unió a los científicos.

—Tendrían que habernos llamado al principio —se quejó Allenson—. Ahora sólo resta emplear la fuerza.

—¿Habéis llegado a alguna conclusión en cuanto a la naturaleza de la sanguijuela? —preguntó Michaels.

—Sólo de una manera general —dijo Moriarty—, y son aproximadamente las mismas que extrajo usted. Probablemente, la sanguijuela es de origen extraterrestre. Parece haberse mantenido en estado de espora hasta llegar a la Tierra.

Hizo una pausa para encender la pipa, y continuó:

—Entre paréntesis, debemos alegrarnos de que no haya caído en el océano. Nos hubiera comido el planeta bajo los pies sin darnos tiempo a enterarnos de qué se trataba.

Por unos minutos, caminaron en silencio.

—Como usted ha dicho, es un perfecto transformador; puede convertir la masa en energía y viceversa.

Y agregó, con una sonrisa:

—Naturalmente, eso es imposible, y mis cálculos así lo demuestran.

—Voy a servirme algo para beber —dijo Allenson—. ¿Alguien me acompaña?

—Es la mejor idea de toda la semana —dijo Michaels—. Me pregunto cuánto tiempo tardará O’Donnell en conseguir permiso para usar la bomba.

—Por lo que yo sé de política —dijo Moriarty—, le llevará demasiado tiempo.

Las conclusiones de los científicos del gobierno fueron revisadas por otros científicos del gobierno. Eso llevó algunos días. Después, Washington quiso saber si no había otra alternativa que hacer explotar una bomba atómica en medio del estado de Nueva York. Se demoró bastante en convencerlos de que era necesario. Después de eso comenzaron a evacuar la población, lo que requirió aún más tiempo.

Finalmente, se dio la orden. Sacaron de un depósito cinco bombas atómicas, se asignó un cohete patrullero, se le dieron indicaciones y se lo puso bajo las órdenes del general O’Donnell. Eso demandó un día más.

Y por fin, el robusto cohete comenzó a remontarse sobre Nueva York. Desde lo alto era fácil identificar la mancha gris oscura. Se extendía como una herida purulenta entre Lake Placid y Elizabethtown, cubriendo Keene y el valle Keene, y desbordando los límites de Jay.

Se descargó la primera bomba.

Había esperado mucho tiempo desde la primera comida sustanciosa. Muchas veces, la mayor radiación del día había sido seguida por la disminución energética de la noche, en tanto la sanguijuela consumía la tierra que tenía debajo, absorbía el aire de alrededor, y crecía. Entonces, un día…

¡Un asombroso estallido de energía!

Todo era alimento para la sanguijuela; naturalmente, existía la posibilidad de atragantarse. La energía se derramaba en lluvia sobre ella, la sacudía…

Y la sanguijuela creció frenéticamente, tratando de absorber las dosis titánicas que recibía. Pequeña aún, llegó rápidamente al límite de saturación. Las células forzadas, colmadas hasta la saciedad, recibían más y más comida. El cuerpo abarrotado procreó más células a una velocidad vertiginosa. Y entonces…

Resistió. La energía, ya bajo control, estimuló más aún el crecimiento. Hubo más células para absorber el alimento.

Las dosis siguientes fueron muy apetitosas, y las digirió con facilidad. La sanguijuela desbordó sus propios límites; crecía, comía y continuaba creciendo.

¡Ese era el sabor del auténtico alimento! Se encontró más próxima que nunca al éxtasis. Aguardó con ansias recibir nuevas cantidades, pero no las hubo.

Volvió a alimentarse de la tierra. Muy pronto, la energía, utilizada para producir más células, resultó un derroche. Y pronto volvió a sentirse hambrienta.

Siempre estaría hambrienta.

O’Donnell emprendió la retirada, junto con su desmoralizada tropa. Acamparon a diez kilómetros del límite meridional de la sanguijuela, en el pueblo de Schroon Lake, que había sido completamente evacuado. La sanguijuela había alcanzado más de sesenta kilómetros de diámetro, y crecía con rapidez. Yacía extendida sobre las montañas Adirondack, cubriendo como una sábana todo lo que había entre el lago Saranac y el fuerte Henry; por un lado, su límite se extendía hasta Westport, en el lago Champlain.

Se evacuó a todo el mundo en un radio de trescientos kilómetros.

El general O’Donnell obtuvo permiso para usar la bomba de hidrógeno, sujeta a la aprobación de los científicos.

—¿Qué han decidido los grandes cerebros? —preguntó O’Donnell.

Él y Michaels estaban en la sala de una casa evacuada, en Schroon Lake, donde el general había instalado su puesto de comando.

—¿Por qué se andan con tantas vueltas? —preguntó O’Donnell, impaciente—. Hay que hacer estallar de inmediato esa sanguijuela. ¿Por qué pierden tanto tiempo?

—Temen que se produzca una reacción en cadena —explicó Michaels—. Eso es posible, si se concentran bombas de hidrógeno en la superficie terrestre o en la atmósfera. Pueden ocurrir muchas cosas.

—Quizá pretendan que usemos las bayonetas —comentó O’Donnell, despectivo.

Michaels, con un suspiro, se sentó en un sillón. Estaba convencido de que el método era erróneo. Los científicos del gobierno se limitaban a una sola línea de razonamiento. Sobre ellos se ejercían presiones tan poderosas que no les quedaba oportunidad de considerar otras soluciones aparte de la fuerza. Y la sanguijuela crecía con ella, Michaels no lo ponía en duda: a veces no era lo más aconsejable combatir el fuego con el fuego.

El fuego. Loki, dios del fuego. Y de las triquiñuelas. No, no era esa la respuesta. Tero la mente de Michaels se refugiaba en la mitología, alejándose de un presente insoportable.

Allenson llegó, acompañado por seis hombres:

—Bueno —dijo—, si se emplea la cantidad de bombas necesarias según nuestros cálculos, es muy posible que la Tierra se parta en dos.

—En la guerra es preciso correr riesgos —contestó O’Donnell, cortante—. ¿Puedo proceder?

Y Michaels comprendió entonces que a O’Donnell no le importaba partir la Tierra en dos, si con eso provocaba la explosión más poderosa de la historia.

—No se apresure —dijo Allenson—. Quiero que los demás den su opinión.

El general se contuvo a duras penas.

—Recordad —dijo— que, según vuestros cálculos, la sanguijuela crece a razón de sesenta metros por hora.

—Y eso Va en aumento —agregó Allenson—. Pero esta no es una decisión que pueda tomarse apresuradamente.

La mente de Michaels comenzó a divagar otra vez, hacia las flechas incendiarias de Zeus. Eso era lo que necesitaban. O la fuerza de Hércules.

O…

De pronto se irguió.

—Caballeros, creo poder ofrecer una alternativa, aunque muy débil.

Todos lo miraron.

—¿Habéis oído hablar de Anteo? —preguntó.

Cuanto más comía la sanguijuela, más velozmente crecía, y más hambrienta se tornaba. Aunque había olvidado su nacimiento, podía rememorar el pasado. Recordaba haber devorado un planeta. Tras alcanzar un tamaño gigantesco, se había trasladado, hambrienta, a una estrella cercana; la devoró también, para reponer las células convertidas en energía durante el viaje. Pero ya no quedaba alimento, y la estrella más próxima estaba a una enorme distancia. Emprendió viaje, pero mucho antes de llegar se agotó su energía. Convertida su masa en energía para hacer el viaje, fue consumida. Se redujo.

Por último, toda su energía quedó agotada. Se redujo a una espora que deambulaba sin rumbo en el espacio.

Aquella fue la primera vez. ¿O no? Creía poder recordar el tiempo distante y nebuloso en que el universo estaba completamente cubierto de estrellas. Se había abierto camino entre ellas, devorándolas, haciendo desaparecer secciones enteras, mientras crecía y aumentaba. Y las estrellas se habían agrupado, aterrorizadas, formando galaxias y constelaciones.

Tal vez todo era un sueño.

Ahora se alimentaba metódicamente de la Tierra, preguntándose dónde estaba el alimento más sustancioso. Y de pronto volvió a percibirlo, pero esta vez suspendido en el aire, sobre ella. Esperó, pero la tentadora comida no se puso a su alcance. Desde allí podía notar que se trataba de alimento puro y rico.

¿Por qué no bajaba?

La sanguijuela aguardó mucho tiempo, pero el alimento permanecía fuera de su alcance. Por fin se elevó en su busca.

La comida se alejó más y más de la superficie del planeta. La sanguijuela fue tras ella, a la máxima velocidad que le permitía su enorme tamaño.

El sustancioso alimento huyó hacia arriba, hacia el espacio; la sanguijuela siguió tras ella. Presentía, más allá, una fuente de alimentos aún más tentadora.

¡El alimento maravilloso y caliente de un sol!

En el cuarto de control, O’Donnell sirvió champaña a los científicos. Más tarde habría cenas oficiales, pero esta era la verdadera celebración de la victoria.

—Brindemos —dijo el general, poniéndose de pie.

Todos levantaron sus copas, con excepción de un teniente que, sentado frente al tablero de control, guiaba la zumbadora masa espacial.

—A la salud de Michaels, a quien se le ocurrió lo de… ¿Cómo se llamaba, Michaels?

—Anteo.

Michaels había estado bebiendo champaña sin cesar, pero no se sentía exaltado. Anteo, nacido de Gea, la Tierra, y de Poseidón, el Mar. El luchador invencible. Cada vez que Hércules lo arrojaba al suelo, se alzaba renovado.

Hasta que Hércules lo sostuvo en el aire.

Moriarty, con regla de cálculos, lápiz y papel, murmuraba sus resultados entre dientes. Allenson bebía, pero su expresión no era muy feliz.

—Venid, pájaros de mal agüero —dijo O’Donnell, sirviendo más champaña—. Después seguiréis con vuestros cálculos; ahora, bebed.

E inquirió, dirigiéndose al operador:

—¿Cómo va eso?

La analogía de Michaels había sido aplicada a una nave espacial operada a control remoto y cargada exclusivamente de radioactividad. La mantuvieron suspendida por sobre la sanguijuela hasta que esta la siguió, elevándose para seguir al señuelo. Anteo había abandonado a su madre, la Tierra, y se iba debilitando en el aire. El operador conducía la nave espacial a suficiente velocidad como para mantenerla fuera del alcance de la sanguijuela, pero lo bastante cerca como para inducirla a seguir.

El curso había sido trazado para provocar una colisión con el sol.

—Va bien, señor —contestó el operador—. Ahora está en la órbita de Mercurio.

—Señores —dijo el general—, juré que destruiría eso. No es esta la forma en que deseaba hacerlo. Yo había imaginado un modo más directo. Pero lo importante es destruirla. Todos vosotros lo presenciaréis. A veces, la destrucción puede ser una misión sagrada, y esta es una de esas ocasiones. ¡Señores, esto es maravilloso para mí!

—¡Haced volver la nave especial!

Era Moriarty quien había hablado; estaba palidísimo.

—¡Haced que vuelva esa maldita nave! —insistió.

Les mostró sus cálculos. Eran fácilmente comprensibles: la tasa de crecimiento de la sanguijuela, la tasa estimada de consumo de energía. Una constante: su velocidad en el espacio. Una curva exponencial: la energía que recibiría del sol al acercarse. La proporción de absorción de energía, calculada en términos de crecimiento, expresada en una progresión continua.

El resultado…

—Consumirá el sol —dijo Moriarty, en voz queda.

El cuarto del control se transformó en un infierno. Seis científicos trataron al mismo tiempo de explicárselo a O’Donnell. Después lo intentó Moriarty. Allenson fue el último.

—Su tasa de crecimiento es tan elevada, su velocidad tan reducida…, y es tanta la energía que recibirá, que la sanguijuela consumirá el sol en cuanto llegue allí. Por lo menos, se alimentará de él hasta consumirlo.

O’Donnell no trató siquiera de comprender aquello. Se limitó a ordenar al operador:

—Hágala volver.

Todos se inclinaron sobre la pantalla de radar, ansiosos.

El alimento se desvió súbitamente del camino de la sanguijuela. Ante sí tenía una fuente enorme, pero estaba aún demasiado lejana. La sanguijuela vaciló.

Sus células, que gastaban energía sin medida, clamaban por una decisión. La comida parecía tentadoramente próxima.

¿La fuente más cercana, o la más grande?

El cuerpo de la sanguijuela quería alimento de inmediato.

Y salió en su persecución, apartándose del sol.

Al sol le correspondería el próximo turno.

—Póngalo en ángulo recto con el plano del sistema solar —dijo Allenson.

El operador manipuló los controles. En las pantallas del radar, se dibujó una burbuja que iba en persecución de un punto. Se había desviado.

El alivio fue inmenso y general. ¡El desastre había pasado muy cerca!

—¿En qué sector del cielo puede estar la sanguijuela? —preguntó O’Donnell, inexpresivo el rostro.

—Salgamos; creo poder mostrárselo —dijo un astrónomo.

Se dirigieron hacia la puerta, y el astrónomo señaló en cierta dirección.

—Hacia allá —indicó.

—Ajá. Bueno, soldado, cumpla con sus órdenes —dijo O’Donnell al operador.

Los científicos soltaron una exclamación unánime. El operador manipuló los controles, y la burbuja se aproximó al punto. Michaels hizo ademán de cruzar la habitación.

—Deténgase. Sé lo que hago —dijo el general, con tono autoritario—. Hice construir especialmente esa nave.

En la pantalla del radar, la burbuja se apoderó del punto.

—Os dije que esta era una cuestión personal —dijo O’Donnell—. Juré destruir esa sanguijuela. Jamás estaremos seguros mientras ella viva.

Y agregó, sonriendo:

—¿Por qué no miramos el cielo?

En seguida se dirigió hacia la puerta, seguido por los científicos.

—Teniente, ¡oprima el botón!

El operador lo hizo. Por un momento, nada sucedió. Luego el cielo tomó un color encendido.

Una estrella brillante apareció en el espacio, iluminando brevemente la noche. Aumentó de tamaño y comenzó a esfumarse.

—¿Qué ha hecho usted? —jadeó Michaels.

—Ese cohete fue construido en base a una bomba de hidrógeno —dijo O’Donnell, con expresión de triunfo—. La hice estallar en el momento de hacer contacto.

Y volvió a preguntar al operador:

—¿Aparece algo en el radar?

—Nada, señor.

—Caballeros —dijo el general—, hice contacto con el enemigo, y lo vencí. Bebamos más champaña.

Pero de pronto, Michaels se sintió mal.

Había empezado a reducirse por el desgaste de energía cuando sobrevino la gran explosión. No hubo forma de contenerla. Las células de la sanguijuela la absorbieron durante una fracción de segundo, y después se saturaron espontáneamente.

La sanguijuela fue destrozada, aniquilada. Se partió en mil partículas, y esas partículas se dividieron por millones.

Las partículas fueron despedidas por la onda explosiva, y se dividieron aún más, espontáneamente.

Y se convirtieron en esporas.

Las esporas, a su vez, se redujeron a secas y duras partículas de polvo, sin vida aparente. Billones de ellas flotaron esparcidas, en estado de inconsciencia, en el vacío del espacio.

Billones de esporas en espera de alimento.