¿Era una rama lo que había crujido? Dixon volvió la vista atrás y creyó ver una oscura forma camuflarse en la espesura. Instantáneamente quedó petrificado, intentando penetrar las copas de los árboles con la mirada. El silencio era completo y expectante. En la lejanía, un ave carroñera planeaba en el cielo, rastreando el paisaje quemado por el sol. A la espera de algo. Esperanzada.
Entonces una tos seca, impaciente y grave se dejó oir desde la espesura.
Ahora estaba seguro de que le estaban siguiendo. Antes sólo lo intuía. Pero esas vagas sombras eran reales. Le habían dejado seguir confiado su camino hasta el campamento base, mientras le observaban y planeaban su ataque. Ahora estaban preparadas para la acción.
Sacó el Arma de su funda, comprobó el seguro, la volvió a colocar en su sitio y continuó su camino.
Escuchó otra tos. Algo estaba siguiéndole pacientemente, esperando probablemente a que dejase los setos para internarse en el bosque. Dixon sonrió para sí.
Nada podía dañarle. Tenía el Arma.
Sin ella, nunca se habría alejado tanto de la nave. Uno simplemente no se aventura de esa manera en un planeta alienígena. Pero Dixon podía permitírselo. En su cintura tenía el Arma definitiva. Un seguro a todo riesgo contra cualquier cosa con alas, patas, agallas, o lo que fuese.
La última palabra en armas ligeras, lo último de lo último en armamento personal.
El Arma.
Echó de nuevo la vista atrás. Había tres bestias, a menos de cincuenta metros de su posición. Desde esa distancia parecían perros o hienas. Tosieron a modo de saludo y comenzaron a avanzar hacia él.
Dixon acarició el Arma, pero decidió no usarla de inmediato. Ya habría tiempo suficiente cuando se encontrasen más cerca.
Alfred Dixon era un tipo bajito, pero muy ancho de espaldas y de pecho. Tenía el cabello poblado de mechones rubios, unos más oscuros que otros, y lucía un bigote con las puntas curvadas hacia arriba. Este bigote le daba a su rostro bronceado un aspecto serio y feroz.
Su hábitat natural eran los bares y tabernas de la Tierra. Una vez allí, enfundado en sus pantalones caquis algo sucios, podía dedicarse a lo que más le gustaba: beber y vocear con una voz ruidosa y beligerante, clavando en su sitio al resto de los parroquianos con aquellos ojillos de un azul metalizado. A este Dixon le encantaba explicar a quien se pusiese a tiro, en un tono más bien chulesco, las notables diferencias entre el Aguijoneador Sykes y el Colt de tres puntos, entre la víbora cornuda marciana y el ciempiés venusino. Pero, sobre todo, se complacía sobremanera explicando detalladamente cómo evitar la carga de un mamut ranáreo, o cómo contraatacar ante el avance salvaje de una orda hambrienta de carnívoros voladores.
Algunos de estos parroquianos no dejaban de considerar a Dixon como un simple fanfarrón y un patán, pero se cuidaban mucho de decírselo a la cara. Otro pensaban que se trataba de un buen hombre, a pesar de la desmesurada opinión que tenía de sus habilidades. Estaba demasiado seguro de sí mismo, decían. La muerte o la mutilación se encargarían de ponerle un día en su sitio.
Dixon creía ciegamente en la disciplina del armamento personal. A su modo de ver, la conquista del oeste americano se reducía a un diálogo belicoso entre el arco y las flechas y el Colt 44. ¿África? La lanza contra el rifle. ¿Marte? El Colt de tres puntos contra la cuchilla circular. Las bombas H podían barrer del mapa las ciudades, pero eran tipos como él, con sus propias armas en la mano, los que conquistaban el territorio. ¿Para qué tanta palabrería sobre supuestas razones políticas, económicas o filosóficas cuando todo era, en definitiva, tan simple?
Y tenía, qué duda cabe, una confianza total en el Arma.
Mirando por el rabillo del ojo, observó que media docena de criaturas perrunas se habían unido a las tres iniciales. Ahora caminaban a campo abierto, con las lenguas colgando, goteantes, disminuyendo la distancia entre ellos poco a poco.
Dixon decidió esperar un poco más para abrir fuego. El efecto sorpresa seria entonces mucho mayor.
Había tenido muchos trabajos en su vida: explorador, cazador, minero, rastreador de asteroides, pero la suerte parecía escapársele de las manos. Siempre era otro el que casualmente encontraba la ciudad perdida, el que abatía a la bestia desconocida por el hombre, el que se mojaba los pies en el torrente del oro. Y contemplaba su destino con cierta alegre aceptación. Una mala suerte providencial pero ¿qué podía él hacer al respecto? Ahora se dedicaba al mantenimiento de las estaciones de radio, comprobando su correcto funcionamiento en una docena de mundos despoblados.
Pero mucho más importante que eso, le estaba dando al Arma definitiva su primera prueba en campo abierto. Los inventores esperaban convertirla en un clásico. Dixon confiaba en que su nombre pasase a la historia junto al del Arma.
Había alcanzado el linde de la jungla. Su nave quedaba en el interior, en un claro a unos tres kilómetros de distancia. Los chillidos de los primates le daban la bienvenida a medida que penetraba en la tenebrosa penumbra de la selva. Monos de colores azul y naranja, que le observaban con gran curiosidad desde las copas de sus árboles.
Dixon pensó que, definitivamente, aquello se parecía a África. Esperaba encontrar alguna buena presa de caza mayor, alguna buena cabeza que llevarse a casa. Tras él, los perros salvajes le seguían a menos de treinta metros. Eran grises y marrones, del tamaño de un terrier, pero con mandíbulas de hiena. Algunos de ellos se habían internado en los matorrales, tratando de cortarle el camino más adelante.
Era el momento de utilizar el Arma.
Dixon desenfundó. El Arma tenía la forma de una pistola, y era bastante pesada. No estaba muy bien equilibrada. Los inventores habían prometido reducir su peso y alargar el cañón en los modelos siguientes, pero a Dixon le gustaba tal y como estaba. Se quedó admirándola un momento, quitó el seguro y la preparó para realizar un único disparo.
La manada de hienas se lanzó al trote tras él, entre toses y gruñidos. Dixon apuntó despreocupadamente y disparó.
La pistola emitió un zumbido suave. Ante él, una sección del bosque de hasta unos cien metros se había volatilizado.
Dixon había disparado el primer desintegrador.
Desde el diminuto orificio de salida del cañón, el rayo del Arma había extendido su poder desintegrador hasta un diámetro máximo de cinco metros. Una sección cónica de bosque, de unos cien metros de longitud y a la altura de la cintura de Dixon, se había evaporado. Árboles, insectos, plantas, arbustos, hienas y mariposas. Todo se había evaporado. Algunas ramas arrancadas de los árboles habían quedado sobre la zona devastada, como si hubiesen sido rasuradas por una cuchilla monstruosa.
Dixon estimó que, al menos, había alcanzado a siete de las hienas con el disparo. ¡Siete bestias en menos de medio segundo! Sin problema alguno de onda expansiva o trayectoria, como con las lanzaderas de misiles de bolsillo. Sin problemas de recarga de munición tampoco, porque el Arma tenía una autonomía de dieciocho horas a pleno rendimiento.
¡El Arma perfecta!
Se giró y continuó su camino, enfundando de nuevo la pesada pistola.
Silencio a su alrededor. Las criaturas de la jungla estaban asimilando aquella nueva experiencia. Al poco tiempo se recobraron de la sorpresa. Los primates naranjas y azules continuaron balanceándose de rama en rama sobre su cabeza. En las alturas, el ave carroñera emitió un graznido apagado, y algunos pájaros de plumaje negro llegados de cielos distantes aparecieron para unirse a ella. Los perros salvajes continuaban tosiendo entre los matorrales.
Todavía no se habían rendido. Dixon podía oírlos entre el denso follaje a ambos lados del camino, moviéndose con rapidez, permaneciendo ocultos entre las sombras.
Echó mano de nuevo al Arma, preguntándose si se atreverían a intentarlo una vez más. Así lo hicieron.
Un perro de pelaje moteado salió desde detrás de un arbusto y se avalanzó sobre Dixon. La pistola emitió otra vibración. El perro se desvaneció a mitad de salto, y los árboles se estremecieron ligeramente cuando el aire palmoteo en el vacío que había dejado el rayo.
Otro perro volvió a la carga y Dixon lo desintegró una vez más, frunciendo ligeramente el ceño. Aquellas bestias no parecían estúpidas pero ¿es que no eran capaces de aprender la lección? ¿No parecía obvio que era imposible atacarle con aquella Arma en sus manos? Criaturas de todos los confines de la galaxia habían aprendido a cuidarse de un hombre armado. ¿Qué pasaba con estos animales?
Sin previo aviso, tres perros más saltaron sobre él desde distintas direcciones. Dixon activó el disparador automático y los barrió del mapa como quien maneja una guadaña. El polvo se levantó en una nube centelleante que ocupó el vacío que se había formado.
Escuchó atentamente. El bosque parecía atestado de aquellas toses graves. Llegaban más individuos para sumarse a la matanza.
¿Pero por qué no aprendían?
La respuesta llegó a su mente súbitamente. «No pueden aprender», pensó, «porque la lección es demasiado sutil».
Se trataba del Arma. Desintegrando silenciosa, rápida, limpiamente. La mayoría de los perros que había abatido simplemente se habían desvanecido. Sin estertores de agonía, sin aullidos ni quejidos.
Y, sobre todo, no había ruido ni detonación que los asustase, ni olor a pólvora, ni el chasquido de otra bala en el cargador…
Dixon pensó: «Quizá no sean lo bastante astutos para saber que esta es un arma mortífera. Quizá todavía no se han dado cuenta de lo que ocurre, a lo mejor piensan que estoy indefenso».
Comenzó a caminar más rápidamente a través de la espesura y la penumbra. No estaba en peligro, se recordaba. Sólo porque no fuesen capaces de reconocer que aquella era un arma devastadora, no significaba que dejase de serlo. De todos modos recordaría a los inventores que, en los próximos modelos, incluyesen un dispositivo que hiciese ruido al dispararla. No seria muy difícil. Y el sonido de la detonación daría más seguridad al usuario en su manejo.
Los primates también estaban ganando en seguridad, descolgándose de las ramas hasta casi tocar la cabeza de Dixon. Las mandíbulas abiertas de par en par, con los colmillos al descubierto. «Probablemente carnívoros», pensó Dixon. Con la pistola en automático, barrió del mapa amplias secciones de las copas de los árboles.
Los primates volaban de un lado a otro, chillándole desde las alturas. Una lluvia de hojas y ramas cayó sobre Dixon. Hasta los perros se acobardaron momentáneamente, retirándose de aquel destrozo que caía del cielo.
Dixon sonrió para sí mismo, satisfecho, justo antes de ser derribado. Una pesada rama le había alcanzado el hombro izquierdo en su caída. La pistola cayó de su mano, quedando a un par de metros de su alcance, con el disparador en automático desintegrando arbustos y matorrales.
El explorador se apartó la rama de encima como pudo e intentó arrastrarse hacia el arma. Uno de los primates la alcanzó primero.
Dixon se arrojó al suelo boca abajo. El simio esgrimió el Arma dándole vueltas alrededor de su cabeza, mientras profería estridentes chillidos triunfales. A su alrededor caían los troncos de los árboles gigantes seccionados por el rayo desintegrador. La atmósfera se oscureció de ramas y hojas, y el terreno quedó perforado por grandes zanjas. Una ráfaga del desintegrador seccionó un árbol muy cercano a Dixon y excavó una zanja a pocos centímetros de sus pies. Esto le hizo levantarse del suelo de un salto y esquivar otra andanada que a punto estuvo de volarle la cabeza.
Ya había dado por sentado que ese era su final. Pero entonces, al primate le pudo la curiosidad. Jugueteando animosamente le dio la vuelta al Arma y trató de echar una ojeada por la boca del cañón.
La cabeza del animal se desvaneció, sin un suspiro.
Dixon supo reconocer su oportunidad. Echó a correr hacia el desintegrador, saltando una zanja en su camino, y consiguió atraparlo antes de que otro simio se pusiese a jugar con él. Desactivó el disparador automático.
Los perros habían regresado. Era una manada imponente que le observaba fijamente. Dixon no se atrevía a disparar todavía. Sus manos temblaban notablemente, y resultaba todavía más arriesgado para él que para los animales. Se giró y comenzó a avanzar, trastabillando, hacia la nave.
Los perros le siguieron.
Pero muy pronto recobró su entereza. Observó cuidadosamente la brillante pistola que sujetaba en la mano. Ahora le tenía bastante más respeto, y también algo de miedo. Mucho más del que le tenían los perros que, aparentemente, no conseguían asociar los destrozos del bosque con el desintegrador. Para ellos, aquello debía de haber sido algo así como una violenta y súbita tormenta tropical.
Pero la tormenta había cesado. Era hora de volver a la caza.
Ahora estaba en una zona muy densa de la jungla, disparando en la espesura que lo rodeaba para tratar de abrirse camino. Los perros estaban a ambos lados, manteniéndose al paso. Continuó disparando sin descanso a la vegetación, en ocasiones acertando a algún que otro perro. Había varias docenas de ellos, acechándole sin cuartel.
«Maldita sea», pensaba Dixon. «¿Es que no están contando las bajas?».
Entonces se dio cuenta de que, quizá, no sabían contar.
Continuó su penoso avance. Ya no quedaba mucho para alcanzar la nave. Un pesado tronco le cerraba el camino. Pasó por encima.
Entonces el tronco despertó violentamente a la vida y abrió sus enormes mandíbulas, justo bajo sus pies.
Dixon disparó a ciegas, manteniendo apretado el gatillo durante tres segundos y a punto de hacer desaparecer su pie izquierdo con el disparo. La criatura se desvaneció. Dixon tuvo el tiempo justo de tragar saliva antes de desequilibrarse y caer por el foso que él mismo había excavado con el desintegrador.
Aterrizó pesadamente lastimándose el tobillo izquierdo. Los perros rodearon el foso, gruñéndole y babeando.
«Calma», se dijo a sí mismo Dixon. Entonces eliminó a las bestias que rodeaban la boca del foso con un par de disparos e intentó escalar sus paredes.
Pero estaban demasiado empinadas, y el limpio corte que había hecho el desintegrador las había dejado lisas como el cristal.
Desesperadamente, intentó el ascenso una y otra vez, malgastando sus fuerzas en inútiles esfuerzos. Entonces se detuvo y se obligó a recapacitar. La pistola lo había metido en aquel pozo, también tendría que sacarle.
Esta vez, utilizó el rayo para excavar una rampa que lo conducía directamente a la superficie. Cojeando dolorosamente, abandonó el pozo.
Su tobillo izquierdo a duras penas podía soportar el peso. Y todavía tenía peor el hombro, que probablemente estaba roto por el impacto del tronco. Utilizando una rama como muleta, Dixon continuó su penoso avance.
Los ataques de los perros salvajes, que no parecían disminuir en número ni ferocidad, se sucedían. Dixon los desintegraba sistemáticamente mientras que la pistola se hacía cada vez más pesada en su mano derecha. Las aves carroñeras aterrizaban de vez en cuando para picotear los cadáveres limpiamente seccionados. Dixon notó que la oscuridad comenzaba a envolver los bordes de su campo de visión. Luchó denodadamente por sacudirse de encima la sensación. No podía desmayarse ahora, rodeado de depredadores por todas partes.
La nave estaba a la vista. Se lanzó a una carrera torpe y desesperada, cayendo de bruces al suelo. Los perros saltaron sobre él.
Disparó, cortándolos en dos, y llevándose un par de centímetros de su bota derecha por delante. Se incorporó como pudo y continuó la carrera.
«Desde luego, toda un Arma», pensó. «Peligrosa como el demonio, incluso para el que la maneja». Dixon fantaseaba con tener delante al que la había inventado.
«Lo que hay que oír… ¡Una pistola que no hace bang!».
Finalmente alcanzó la nave. Los perros lo rodearon mientras trataba de abrir la cámara estanca. Dixon desintegró a los dos más cercanos y se dejó caer en su interior. La oscuridad volvía a amenazarle con el desmayo, y podía sentir la náusea subiendo por su garganta.
Con un último esfuerzo, logró cerrar la puerta y se desplomó en su asiento. ¡A salvo por fin!
Entonces escuchó aquella tos grave.
Se había encerrado con uno de los perros en la nave.
Tenía el brazo demasiado débil para levantar el Arma pero, muy lentamente, consiguió hacerlo y apuntar al animal. La bestia, apenas visible en la penumbra del interior de la nave, saltó sobre él.
Por un terrorífico instante, Dixon pensó que sería incapaz de apretar el gatillo. Y tenía al perro en la garganta cuando el reflejo de la supervivencia hizo el trabajo por él.
El perro aulló un instante y desapareció.
Dixon se desmayó.
Cuando recuperó la consciencia permaneció tendido e inmóvil por un tiempo, saboreando la gloriosa sensación de estar vivo. Iba a quedarse descansando unos minutos. Después saldría de aquel maldito planeta alienígena, de vuelta a sus queridos bares terrestres. Iba a coger una cogorza histórica. Después iría a buscar al inventor de aquella maravilla, para hacérsela tragar enterita y de través.
Sólo un maniaco podía haber inventado una pistola que no hacía bang.
Pero eso ya llegaría. Ahora había que saborear el hecho de estar vivo, tendido al sol, disfrutando de…
Un momento. ¿Tendido al sol? ¿En el interior de una nave espacial?
Se incorporó. A su lado quedaban la cola y una pata del perro. Detrás se observaba un interesantísimo corte en zigzag adornando uno de los costados de la nave. Tenía unos cinco centímetros de anchura y casi un metro de longitud. La luz del sol se filtraba a través.
Fuera, cuatro perros estaban sentados sobre las patas traseras, observándole con curiosidad. Y hambre.
Se había cargado el casco de la nave al disparar al último perro.
Entonces descubrió otras perforaciones en el casco. ¿Cómo las había hecho?
Ah, sí, cuando se acercaba a la nave, a menos de cien metros de distancia. Los últimos disparos tenían que haberla tocado.
Se levantó y examinó los destrozos. «Un buen trabajo», pensó, con la calma que en ocasiones acompaña a la histeria. «Sí, señor, bueno de verdad».
Aquí estaban los cables de control cortados. Un poco más allá hubo una vez una radio. Por ahí era por donde había conseguido pulirse los tanques de agua y de oxígeno, con un único y fenomenal disparo de concurso. Y aquí… ¡Ajá! ¡Qué bueno! Un fenomenal tiro en parábola que se había llevado por delante los tubos de alimentación del combustible. Y en efecto, obedeciendo a las leyes de la gravedad, este se había derramado, formando una estupenda balsa alrededor de la nave, que se había filtrado lentamente en el terreno.
«No está nada mal teniendo en cuenta que ni siquiera estaba apuntando», pensaba Dixon, enloquecido. «No podría haberlo hecho mejor ni con un bazuka».
De hecho, no hubiese podido hacerlo con un bazuka, ya que los cascos de las naves espaciales son demasiado gruesos para eso. Aunque, por supuesto, no demasiado para la fantástica, infalible, definitiva e imprescindible Arma.
Un año más tarde, en vistas de que Dixon no había dado señales de vida, una nave fue enviada en su busca. Su misión era localizar el cadáver para darle un entierro decente, en caso de que sus restos pudiesen ser localizados, y recuperar el prototipo del desintegrador, si es que este aparecía.
La nave de rescate aterrizó muy cerca de la de Dixon. Sus ocupantes examinaron el casco echo jirones con vivo interés.
—Desde luego —dijo el ingeniero jefe—, hay tipos a los que no deberían dejarles sueltos con una pistola.
—Y tú que lo digas —remarcó el piloto.
Entonces escucharon un rítmico golpeteo procedente de la selva. Se aproximaron en su dirección y, para su sorpresa, descubrieron que Dixon no estaba muerto, sino cantando alegremente mientras trabajaba.
Se había hecho una choza de madera, y había cultivado un huerto. Alrededor de este había levantado una empalizada. Dixon estaba clavando una nueva estaca para reemplazar otra que estaba podrida, cuando los dos hombres aparecieron.
Un tanto predeciblemente, uno de ellos exclamó:
—Pero ¡estás vivo!
—¡Y coleando! —respondió Dixon—. Un poco de jaleo he tenido hasta que he levantado la cerca… Unas malas bestias, esos malditos perros, pero ya me he encargado de enseñarles lo que es el respeto…
Dixon sonrió satisfecho mientras acariciaba un arco que tenía muy a mano, apoyado sobre la empalizada. Se lo había fabricado con un tipo de madera muy flexible y resistente. A su lado tenía un carcaj lleno de flechas.
—El respeto, ¡sí señor! —dijo Dixon—. Bien rápido lo han aprendido después de ver a un par de sus colegas huyendo al trote… ¡con una flecha clavada en el culo!
—Pero, el Arma… —dijo el piloto.
—¿Eh? ¡Ah, el Arma! —exclamó Dixon, con los ojos enloquecidos y una sonrisa exultante—. ¡No sé cómo me las habría apañado sin ella!
Y regresó animadamente al trabajo de clavar la estaca a martillazos, sirviéndose para ello de la culata del prototipo.