«Todo el mundo tiene su canción», pensaba Anton Perceveral. «Una chica hermosa es como una bonita melodía, y un valiente astronauta como una fanfarria de trompetas. Los sabios ancianos del Consejo Interplanetario hacen pensar en una pieza de instrumentos de viento y madera ricamente conjugados. Hay genios cuyas vidas son un intrincado contrapunto embellecido hasta la extenuación, y escoria de los planetas cuya existencia no parece nada más que el tañido lastimero de un oboe contra el machacante martilleo de un tambor de hojalata».
Así pensaba Perceveral mientras sostenía con ligereza una cuchilla de afeitar, y se contemplaba las venas pálidas y azuladas de las muñecas.
Porque si todo el mundo tiene su canción, la suya podría ser descrita como una pobremente concebida y miserablemente ejecutada sinfonía de errores.
Lo cierto es que sí que hubo algún toque de tímidas trompetas de alegría en su nacimiento. Poco después, el joven Perceveral se aventuró en la escuela acompañado de un redoble de tambores con sordina. Allí demostró su excelencia y fue destacado a una pequeña clase de trabajo de quinientos alumnos, donde podría recibir un mayor grado de atención individual. El futuro parecía prometedor.
Pero en su camino se encontró con una mala suerte congénita. No dejaba de verse implicado en una interminable sucesión de pequeños accidentes con tinteros mal tapados, libros perdidos y papeles fuera de su sitio. Las cosas tenían una propensión maldita e inexplicable a romperse bajo sus dedos, y en ocasiones eran sus dedos los que se rompían debajo de las cosas. Por si esto fuera poco sufrió de toda enfermedad infantil posible, incluyendo el protosarampión, las paperas argelinas, el impétigo, la rubéola secular (caso único en un chico), y sendas fiebres verde y naranja.
Todos estos percances no se reflejaron en modo alguno sobre las habilidades innatas de Perceveral, pero uno necesita algo más que habilidad para abrirse paso en un mundo masificado y competitivo. Se necesita de una dosis considerable de suerte, y Perceveral no tenía ninguna. Fue relegado a una clase ordinaria de diez mil estudiantes, donde sus problemas no hicieron sino crecer en consonancia con sus posibilidades de padecer otra enfermedad transmisible.
Perceveral era un joven alto, delgado y con gafas, trabajador y afectuoso, a quien los médicos habían diagnosticado tempranamente una propensión especial a sufrir accidentes por razones que desafiaban todo análisis. Pero fueran las que fuesen las razones, los hechos estaban ahí para demostrarlo. Perceveral era uno de aquellos infelices para los que la vida se pone difícil hasta el punto de la imposibilidad.
Muchos individuos atraviesan la jungla de la existencia humana con la facilidad de una pantera al acecho. Pero para Perceveral la jungla estaba sembrada de trampas y lianas, ríos inabordables y precipicios cortando su camino, hongos venenosos y bestias depredadoras. No había sendero seguro. Todos los caminos conducían al desastre.
El joven Perceveral consiguió finalizar su etapa escolar a pesar de su destacado talento para romperse la pierna bajando las escaleras, torcerse el tobillo con los adoquines del patio, fracturarse el hombro con una puerta vengativa, destrozarse las gafas contra los cristales de una ventana que parecía abierta, y todos los demás tristes, patéticos y dolorosos percances que caracterizan la existencia del gafe. Armándose de coraje, consiguió resistirse al fantasma de la hipocondría, y continuó con su vida como mejor pudo.
Una vez graduado, Perceveral se tomó las cosas muy en serio, y se dispuso a transitar el despejado camino de esperanza que para él habían diseñado sus estrictos pero cariñosos padres. Precedido por un toque de carga de cometas y tambores, se internó en la isla de Manhattan para forjarse su destino. Allí trabajó duro para vencer su infeliz predisposición, y para mantenerse animado y optimista a pesar de lo que pudiera ocurrir.
Pero su cruel destino pudo con él. Aquellos nobles acordes que celebraron el comienzo de su aventura se transformaron rápidamente en apagados tamborileos de circunstancias, y la sinfonía de su vida degeneró al nivel de una ópera bufa. Perceveral perdió un trabajo tras otro en una larga diáspora de equipos informáticos averiados y contratos echados a perder, documentación traspapelada y ficheros perdidos. Todo ello sumido en un doloroso crescendo de costillas fisuradas en la hora punta del metro, tobillos atrapados en sumideros, gafas aplastadas contra puertas invisibles, y una maraña de enfermedades entre las que se encontraban la hepatitis tipo J, la gripe de Marte, la gripe de Venus, el vértigo súbito, y la fiebre de la risa.
Y aun así, Perceveral se resistía a sucumbir a la hipocondría. Entonces soñó con el espacio, con los aventureros de mandíbula de acero que ampliaban las fronteras de la humanidad en el universo, con los nuevos asentamientos en planetas lejanos, con vastas expansiones de tierra que, muy alejadas de las artificiales junglas de plástico de la Tierra, permitían a un hombre la posibilidad de encontrarse consigo mismo. Solicitó un trabajo a la Sociedad para la Exploración y Colonización Planetaria, pero fue rechazado. Resignado pero dolido, lo intentó con una enorme variedad de trabajos. Soportó análisis de lo más variado, se sometió a la sugestión hipnótica, a la hipersugestión hipnótica, y a la contrasugestión correctiva, sin que nada de ello diera resultado.
Todo hombre tiene un límite, y toda sinfonía tiene su final. Perceveral abandonó toda esperanza a la edad de treinta y cuatro años, tras ser despedido a los tres días de un trabajo que llevaba persiguiendo durante dos meses. Aquello representaba, tal y como él lo imaginaba, el golpe final de unos címbalos desafinados, para algo que quizá no debiera haber comenzado nunca.
Cabizbajo, recogió su escuálido finiquito y aceptó un último y fugaz apretón de manos de su jefe. Después se encaminó hacia el ascensor para bajar al recibidor. En el camino, vagos pensamientos de suicidio cruzaban por su mente en la forma de ruedas de camión, estufas de gas, ríos caudalosos y comisas de rascacielos.
El ascensor lo dejó en el gigantesco recibidor de mármol, con sus uniformados policías antidisturbios y sus multitudes de personas esperando para poder acceder a la calle. Perceveral hizo fila hasta que le llegó su tumo, observando sin prisa la fluctuación del indicador del densidades de población por debajo de los niveles del pánico. En el exterior se unió a un grupo compacto de gente que se desplazaba en dirección oeste hacia su proyectado centro de alojamiento.
Los pensamientos de suicidio continuaban surcando su mente, más despacio ahora, tomando formas más definidas. Sopesó diversos métodos y maneras hasta que llegó a su casa. Allí, se separó de la multitud y se introdujo por uno de los puertos de entrada.
Abriéndose paso a través de una marea de niños que se filtraba por los pasillos adyacentes, Perceveral alcanzó su cubículo, localizado en una célula de habitaciones. Entró, cerró la puerta con llave y sacó una cuchilla de afeitar del armario del baño. Se tumbó en la cama con los pies en alto, apoyados sobre la pared, y contempló largo rato las venas pálido-azuladas de sus muñecas.
¿Seria capaz de hacerlo? ¿Seria capaz de hacerlo limpia y rápidamente, sin fallos y sin lamentarse por ello? ¿O acaso estropearía también este trabajo y sería llevado al hospital a rastras y gritando, en una patética escena para el divertimiento del resto de los internos?
Mientras pensaba en ello, alguien deslizó un sobre amarillo por debajo de su puerta. Se trataba de un telegrama que llegaba en el momento justo en que tenía que tomar una decisión crítica, con una sincronización melodramática que Perceveral consideró demasiado sospechosa. Aun así, decidió dejar la cuchilla sobre la cama y examinó el sobre.
Estaba remitido por la Sociedad para la Exploración y Colonización Planetaria, la gran organización que controlaba cada movimiento de un hombre en el espacio. Con las manos temblorosas, Perceveral abrió el sobre y leyó su contenido:
Don Anton Perceveral
Proyecto Temporal de Alojamiento 1993
Distrito 43825, Manhattan 212, Nueva York
Estimado Sr. Perceveral:
Hace tres años que usted solicitó a nuestra Sociedad un puesto de trabajo en cualquier localización fuera de la Tierra. En ese momento, y sintiéndolo mucho, nos vimos obligados a desestimar su solicitud. Sin embargo, sus datos fueron archivados y nos hemos servido de ellos en fecha reciente. Me alegra poder informarle que en la actualidad tenemos una plaza vacante para usted, un puesto que consideramos idóneo para su talento y cualificaciones particulares. Creo sinceramente que esta oferta de trabajo será de su interés, reportándole, si acepta, un salario bruto de 20.000 dólares al año más todos los seguros sociales que contempla la ley, y una posibilidad única de promoción profesional.
En caso de estar interesado, ¿sería tan amable de acercarse a nuestras oficinas para poder hablar de ello en detalle?
Sinceramente,
William Haskell
Director de Personal
WH/ibm3dc
Perceveral dobló el telegrama cuidadosamente y lo volvió a meter en el sobre. Su sentimiento inicial de desbordante alegría se desvaneció entre sombras de suspicacia.
¿Qué talentos y cualificaciones particulares tenía él para que le ofreciesen un trabajo de veinte mil dólares al año más seguros sociales? ¿Estarían confundiéndole con algún otro Anton Perceveral?
Parecía imposible. La Sociedad no hacía ese tipo de cosas. Y en el supuesto de que conociesen su enfermizo historial, ¿qué podría haberles hecho interesarse por él? ¿Qué era lo que podía hacer él que ningún otro hombre, mujer o niño no pudiesen hacer mejor?
Perceveral se metió el telegrama en el bolsillo y devolvió la cuchilla al armario del baño. El suicidio parecía una opción algo prematura en ese momento. Primero tendría que saber lo que Haskell quería de él.
En los cuarteles de la Sociedad para la Exploración y Colonización Planetaria, Perceveral fue admitido de inmediato para acceder al despacho privado de Haskell. El director de Personal era un individuo grande, de rasgos imprecisos y pelo cano, que irradiaba un aire de benevolencia que Perceveral encontró sospechoso.
—Siéntese, siéntese, por favor, señor Perceveral —dijo Haskell—. ¿Puedo ofrecerle un cigarrillo? ¿O prefiere algo de beber? No tenga reparos en pedir lo que desee.
—¿Está seguro de que no se confunde de persona? —preguntó Perceveral.
Haskell abrió un fichero en el ordenador de su escritorio.
—Umm, vamos a ver… Anton Perceveral, edad, treinta y cuatro años, padres, Gregory James Perceveral y Anita Swaans Perceveral, Laketown, Nueva Jersey. ¿Es usted?
—Sí —dijo Perceveral—. ¿Y usted tiene un trabajo para mí?
—Lo tenemos, sí.
—¿Pagando veinte mil al año más seguros sociales?
—Absolutamente correcto.
—¿Podría decirme de qué trabajo se trata?
—Para eso estamos aquí —contestó Haskell alegremente—. El trabajo que le ofrezco está listado en nuestro catálogo como explorador extraterrestre.
—¿Perdón?
—Explorador extraterrestre o explorador de planetas no habitados, como usted desee —dijo Haskell—. Los exploradores, como supongo que ya sabe, son los primeros hombres que toman contacto con un planeta nuevo, encargándose de recopilar información básica sobre dicho planeta, y valorar sus posibilidades de colonización. A mí me gusta pensar en ellos como los Drakes y los Magallanes de nuestro siglo. Supongo que estará de acuerdo conmigo en que es una excelente oportunidad la que se le presenta.
Perceveral se levantó de su asiento con el rostro colorado como un tomate.
—Si ya ha terminado con la broma, me marcho.
—¿Cómo dice?
—¿Yo, un explorador extraterrestre? —dijo Perceveral con una amarga sonrisa—. No me haga reír. Leo los periódicos. Sé cómo son los exploradores.
—¿Y cómo son?
—Son la élite de la humanidad —contestó Perceveral—. Los mejores cerebros en los mejores cuerpos. Hombres con reflejos y reacciones de atleta, capaces de afrontar cualquier tipo de problema y situación, por peligrosa que esta sea. Capaces de adaptarse a cualquier medio ambiente y a condiciones insoportables. ¿Me equivoco?
—Bueno, así solía ser en los primeros tiempos de la exploración planetaria. Y nosotros hemos permitido que esa imagen estereotipada permanezca en el ideario colectivo, ya que resulta idónea para inspirar confianza en lo que hacemos. Pero mucho me temo que ese tipo de explorador se ha quedado obsoleto. Hay muchos otros trabajos para hombres como los que usted me ha descrito, pero ciertamente no el de la exploración planetaria.
—¿Es que sus superhombres no daban la talla? —preguntó Perceveral cínicamente.
—Sí, por supuesto que sí —contestó Haskell—. Aquí no hay paradoja alguna. Los historiales de nuestros primeros exploradores son insuperables. Aquellos hombres se las apañaban para sobrevivir en planetas donde la supervivencia humana era prácticamente imposible, superaban condiciones ambientales extraordinariamente hostiles a base de un valor y una tenacidad sin igual… La naturaleza de aquellos planetas se enfrentaba a ellos con todos sus recursos, y ellos se crecían todavía más por la grandeza del reto. Han pasado a la historia como un monumento eterno a la resistencia y adaptabilidad del Homo sapiens.
—Entonces, ¿por qué dejaron de emplearlos?
—Pues porque nuestros problemas en la Tierra cambiaron —explicó Haskell—. En los primeros tiempos la exploración del espacio era una aventura, un logro científico, una medida defensiva, un símbolo. Pero todo eso ha pasado a la historia. La tendencia a la superpoblación terrestre continuó aumentando, de manera explosiva. Millones de personas se desplazaron hacia zonas relativamente despobladas como Brasil, Nueva Guinea o Australia, pero la explosión demográfica las masificó rápidamente. En las grandes ciudades se alcanzó el nivel demográfico de pánico y entonces se produjeron los llamados «disturbios de fin de semana». Y mientras tanto, gracias al desarrollo de la medicina, los geriátricos, y el descenso de la mortalidad infantil, la población continúa creciendo.
Haskell se frotó la frente y continuó hablando:
—Es una catástrofe. Pero mi misión no es especular sobre los problemas éticos del incremento de población. Lo único que sabemos aquí, en la Sociedad, es que necesitamos nuevas tierras que colonizar, y rápido. Necesitamos planetas que, al contrario de lo que sucede en Marte o en Venus, dispongan de las condiciones necesarias para un asentamiento humano inmediato. Lugares a los que podamos mandar a millones de personas mientras los científicos y los políticos tratan de remediar la situación aquí abajo. Tenemos que abrir nuevas fronteras para la colonización tan rápido como sea posible, y eso significa acelerar los procesos de exploración en marcha.
—Sí, todo eso ya lo sé —dijo Perceveral—. Pero lo que todavía no entiendo es por qué han dejado de emplear al tipo de explorador óptimo.
—¿No le parece obvio? Estamos buscando lugares donde la gente común pueda asentarse y sobrevivir. Nuestro tipo de explorador óptimo no era común en absoluto, más bien se aproximaba a otro tipo de especie, un grado evolutivo superior. No era capaz de juzgar las condiciones de supervivencia normales. Le pondré un ejemplo: existen pequeños planetas espantosamente pobres en recursos naturales donde llueve constantemente o hay sequías de años. Lugares que el colono medio encontraría depresivos hasta el punto del desquiciamiento, pero el explorador óptimo estaba demasiado motivado por su misión como para preocuparse por la monotonía climática. Gérmenes que diezmarían a poblaciones enteras les producían, como mucho, una mal rato de fiebre. Peligros que llevarían a una colonia al borde del desastre eran sorteados con relativa facilidad. Ese explorador no es capaz de valorar todas estas cosas tal y como los demás lo hacemos. Simplemente le son ajenas.
—Comienzo a comprender —dijo Perceveral.
—La mejor estrategia —continuó Haskell— sería atacar esos planetas en fases sucesivas. Primero un explorador, después un equipo básico de investigación. A continuación una colonia experimental compuesta fundamentalmente por psicólogos y sociólogos. Más tarde, un grupo de expertos que interpretasen los resultados obtenidos por los anteriores, y así sucesivamente. Pero, desgraciadamente, nunca hay bastante tiempo ni dinero para todo eso. Necesitamos esas colonias ahora mismo, no dentro de cincuenta años.
El señor Haskell hizo una pausa y miró detenidamente a Perceveral:
—Ahora ya lo sabe, necesitamos un conocimiento inmediato de las posibilidades de subsistencia y desarrollo de un grupo humano medio en cada nuevo planeta. Por eso hemos cambiado de exploradores.
Perceveral asintió:
—Exploradores normales para gente normal. Sin embargo, aún veo un pequeño problema.
—¿Y bien?
—No sé hasta qué punto conoce usted mi historial…
—Bastante bien —afirmó Haskell con seguridad.
—Entonces, se habrá dado cuenta de que tengo cierta tendencia hacia… Bueno, una cierta predisposición a sufrir accidentes, quiero decir. Si tengo que serle sincero, ya lo tengo bastante difícil para sobrevivir aquí mismo, en la Tierra.
—Lo sé —dijo Haskell conciliadoramente.
—Entonces, ¿cómo se supone que voy a hacerlo en un planeta alienígena? ¿Y por qué han solicitado mis servicios?
El señor Haskell parecía ligeramente incómodo con la pregunta.
—Bueno, creo que ha definido nuestra misión algo inexactamente cuando ha hablado de «exploradores normales para gente normal». No es así de sencillo. Una colonia se compone de miles, en ocasiones millones de personas, que difieren considerablemente en su potencial de supervivencia. Las normas básicas de humanidad, y la legislación vigente, afirman que todos ellos deben tener una posibilidad de luchar por su supervivencia. La gente necesita ciertas garantías antes de abandonar la Tierra para colonizar otro planeta. Tenemos que convencer a los colonos, a la ley, y a nosotros mismos, de que incluso el más débil tendrá su oportunidad de sobrevivir.
—Continúe.
—Es por esto —continuó Haskell rápidamente— que hace ya algunos años que dejamos de emplear al explorador óptimo, y comenzamos a desarrollar el concepto de explorador de mínima supervivencia.
Perceveral se quedó sentado un rato en silencio para digerir con calma lo que Haskell había dicho.
—Así que me quieren porque allí donde pueda vivir yo, puede vivir cualquiera.
—Podría decirse que su afirmación sintetiza en grandes rasgos nuestra manera de ver el problema —dijo Haskell, sonriendo con su aire de benevolencia.
—Pero ¿cuáles serán mis posibilidades reales de sobrevivir?
—Algunos de nuestros exploradores mínimos se las han apañado bien.
—¿Y el resto?
—Existe un factor de riesgo, por supuesto —admitió Haskell—. Y, aparte de los peligros potenciales del planeta en sí, existen otros riesgos derivados de la propia naturaleza del experimento. Siento no poder decirle cuáles son, ya que eso arruinaría nuestro único elemento de control en el test de mínima supervivencia. Sólo puedo decirle que están presentes.
—No es que pinte muy bien para mí —dijo Perceveral.
—Puede ser. ¡Pero piense en la recompensa si es capaz de lograrlo! ¡Usted sería, de hecho, el padre fundador de una colonia! Su valor como experto seria incalculable. Tendría un lugar y un estatus permanente en el corazón de la nueva comunidad. Y, lo que es más importante, sería capaz de desprenderse de ciertas molestas inseguridades respecto a su papel en el esquema de la vida.
Perceveral asintió no muy convencido y preguntó:
—Dígame una cosa. Su telegrama ha llegado hoy en un momento particularmente delicado para mí. Casi parecía que…
—Sí. Estaba planeado —dijo Haskell—. Hemos descubierto que la gente que buscamos se muestra más receptiva cuando alcanza un determinado estado psicológico. Nos mantenemos cerca de la gente que cumple nuestros requerimientos, y los observamos hasta que llega el momento adecuado de hacer nuestra presentación.
—Podría haber sido embarazoso si llegan una hora más tarde.
—O ineficaz, en el caso de que hubiésemos llegado con un día de antelación. —Haskell se levantó detrás de su escritorio—. ¿Sería tan amable de acompañarme para comer, señor Perceveral? Podemos discutir los detalles del asunto con una buena botella de vino…
—De acuerdo, pero no le prometo nada.
—Por supuesto que no —dijo Haskell mientras le abría la puerta del despacho.
Después de la comida, Perceveral estuvo pensando sobre todo esto durante un buen rato. El trabajo de explorador le gustaba muchísimo, a pesar de todos los riesgos. Después de todo, no era más peligroso que el suicidio, y estaba mucho mejor pagado. La recompensa era grande en caso de salir exitoso, y el precio a pagar por el fracaso no era mayor que el que había estado a punto de pagar en la Tierra.
Perceveral era plenamente consciente de los pésimos resultados obtenidos durante sus treinta y cuatro años de estancia en la Tierra. Lo mejor que había conseguido habían sido ciertos destellos de habilidad sepultados por su obsesiva predisposición a la enfermedad, los accidentes y las pifias en general. Pero la Tierra era un mundo masificado, confuso y poblado de basura tecnológica. Quizá su predisposición a los accidentes no estaba provocada por elementos congénitos sino que era resultado de las intolerables condiciones ambientales.
La exploración le proporcionaría un nuevo entorno en el que desenvolverse. Estaría solo y dependería de sí mismo, sería responsable sólo de sí mismo. También sería tremendamente peligroso, pero ¿qué podía ser más peligroso que una cuchilla de afeitar resplandeciente en su propia mano?
Este sería el esfuerzo supremo de su vida, el último test. Lucharía como nunca había luchado para superar su tendencia a la fatalidad. Y en esta ocasión invertiría cada gramo de su fuerza y determinación en el intento.
Así que aceptó el trabajo. En las semanas siguientes de preparación, comió y bebió determinación, mañana, tarde y noche. Determinación anclada en su cerebro a base de martillazos, determinación atada a sus conexiones nerviosas con nudos marineros, determinación memorizada hipnóticamente como un cántico budista. Soñaba con ella, se lavaba los dientes con ella, meditaba sobre ella, hasta que quedaba zumbando monótonamente en su mente en el sueño y en la vigilia, y comenzaba lentamente a tener algún efecto sobre el resto de sus actividades.
Y llegó el día en que se le asignó una misión exploratoria de un año en un planeta de interés para el asentamiento, localizado en la Cadena Estelar Este. Haskell le deseó buena suerte y le prometió que estarían en contacto a través de la señal de radio en fase L. Perceveral y su equipo fueron embarcados en la nave Reina de Glasgow, y la aventura comenzó.
En los meses pasados en el espacio, Perceveral continuó pensando obsesivamente en su objetivo. Se manejó cuidadosamente con la falta de gravedad, controló cada uno de sus movimientos, y valoró los pros y los contras de cada una de sus decisiones. Esta inspección continua de sí mismo lo convirtió en un individuo considerablemente lento, pero se acostumbró a ello gradualmente, hasta que se convirtió en algo habitual. Un nuevo tipo de reflejos comenzaron a formarse en su organismo, luchando por desbancar al viejo sistema de reacción fisiológica.
Pero sus progresos eran espasmódicos. A pesar de todos sus esfuerzos, Perceveral sufrió de una irritación cutánea provocada por el sistema de ventilación de la nave, se rompió uno de sus diez pares de gafas de repuesto contra una mampara de protección, y sufrió de sucesivas jaquecas, dolores de espalda, sabañones y esguinces de tobillo.
Con todo, Perceveral sentía que estaba haciendo progresos, con lo que su determinación y seguridad en sí mismo se fortalecieron considerablemente. Finalmente, el planeta apareció ante sus ojos.
El planeta se llamaba Theta. Perceveral y su equipo fueron desembarcados en una planicie boscosa y húmeda cerca de la ladera de una montaña. La zona había sido elegida por satélite por sus prometedoras características para el asentamiento. Se suponía que a su alrededor se disponían yacimientos de minerales, agua, árboles frutales y animales diversos. En principio, parecía una zona excelente para fundar una colonia.
La tripulación de la nave le deseó buena suerte y partió. Perceveral los siguió con la vista hasta que la nave se perdió entre las nubes. A continuación se puso manos a la obra.
Para empezar, se dispuso a activar su robot. Se trataba de una máquina humanoide multifunción de color negro brillante y gran altura, el modelo estándar para exploradores y colonos. No era capaz de hablar, cantar, recitar poemas o jugar a las cartas como los modelos más sofisticados. Su única forma de respuesta eran movimientos negativos o afirmativos con la cabeza, una compañía algo aburrida para un año en un planeta desconocido. Sin embargo, estaba programado para reaccionar a órdenes verbales de considerable complejidad, podía llevar a cabo las labores más pesadas y mostraba una sorprendente capacidad de decisión en situaciones problemáticas.
Con la ayuda del robot, Perceveral levantó su campamento en la llanura, sin retirar la vista del horizonte por si las moscas. El satélite de exploración no había detectado signo alguno de vida inteligente en el planeta, pero nunca podías fiarte. Por otro lado, se desconocía la naturaleza de la vida animal que le aguardaba en Theta.
Trabajó lenta y cuidadosamente, hombro con hombro con el silencioso robot. Al anochecer, el campamento temporal estaba levantado. Conectó el radar de alarma y se fue a dormir.
Se despertó con la salida del sol y el estridente pitido del radar. Vistiéndose rápidamente, salió a ver lo que pasaba. Había una especie de murmullo incesante y hostil en el aire que se asemejaba a una plaga de langostas.
—Trae dos rifles láser —le dijo al robot—. Y date prisa. ¡Ah! Y trae unos prismáticos también.
El robot asintió y salió disparado. Perceveral se giró lentamente, tratando de localizar la dirección de la que provenía el sonido, tiritando de frío y miedo en el amanecer gris. Observó la húmeda llanura, la franja de bosque que se disponía a su alrededor, y las colinas que despuntaban por detrás. Entonces contempló algo parecido a una nube baja y oscura perfilada por la luz solar. La nube parecía acercarse rápidamente hacia el campamento.
El robot regresó con los rifles, Perceveral cogió uno y le ordenó que manejase el otro, esperando sus órdenes para disparar. La máquina asintió con un movimiento de su cabeza inexpresiva, y sus células de visión centellearon débilmente mientras se giraba hacia la luz solar.
Cuando la nube se acercó lo suficiente, resultó ser una gigantesca bandada de pájaros. Perceveral los observó con los prismáticos. Tenían el tamaño aproximado de los halcones de la Tierra, pero su vuelo errático y oscilante asemejaba más bien el de un murciélago. Mostraban garras poderosas y unos largos picos que, al abrirse, dejaban al descubierto varias hileras de afilados dientes. Con todo ese armamento letal encima, tenían que ser carnívoros.
La bandada de pájaros comenzó a volar en círculos a su alrededor, emitiendo unos chillidos insoportables. A continuación, con las alas replegadas y las garras abiertas, se lanzaron en picado hacia ellos desde todas las direcciones. Perceveral ordenó abrir fuego.
Permanecía pegado al robot espalda contra espalda, disparando los lásers contra el ataque furioso de los pájaros. Después hubo un torbellino confuso de sangre, luz y plumas, mientras batallones enteros de pájaros eran segados del cielo. Perceveral y el robot guardaban su posición, manteniendo la manada de lobos aéreos a distancia, incluso haciéndoles retroceder, hasta que, en un momento dado, el láser de Perceveral dejó de funcionar.
Se suponía que los rifles láser estaban completamente cargados y garantizados para setenta y dos horas de pleno funcionamiento. ¡Un láser no podía fallar! Permaneció allí de pie, apretando el gatillo estúpidamente. Entonces bajó el arma y corrió hacia la tienda de las provisiones, dejando que el robot continuase la lucha en solitario.
Localizó sus dos rifles de reserva y salió de la tienda. Cuando regresó a la batalla, contempló estupefacto que el láser del robot también había dejado de funcionar. El robot permanecía de pie, rechazando los ataques de los monstruos con sus propios brazos. El aceite lubricante goteaba de las juntas de sus articulaciones mecánicas con cada uno de sus bruscos manotazos. Entonces comenzó a tambalearse peligrosamente hasta el punto de perder el equilibrio. Perceveral vio que algunos de los pájaros habían esquivado sus ataques, y se habían colgado de su espalda y hombros, picoteando salvajemente sus células de visión y su antena kinestésica.
Perceveral disparó con un láser en cada brazo y comenzó a abrirse paso entre los pájaros. Una de las armas dejó de funcionar casi de inmediato. Continuó disparando con la otra mientras rezaba para que no se estropease.
Finalmente, la bandada levantó el vuelo alarmada por las bajas, y desapareció en el cielo entre chillidos histéricos. Milagrosamente ilesos, Perceveral y el robot permanecían de rodillas en el fango, en un escenario de plumas y cadáveres calcinados.
Perceveral se quedó mirando los cuatro láseres, tres de los cuales habían fallado por completo. Después se retiró muy enojado a la tienda de comunicaciones.
Estableció contacto con Haskell y le habló del ataque de los pájaros y del fallo de tres de las cuatro armas. Colorado de la ira, se despachó a fondo con los especialistas que, supuestamente, habían tenido que comprobar su equipo. A continuación, casi sin aliento, esperó en vano una explicación y la disculpa de Haskell.
—Verá —comenzó a decir Haskell—, esa era una de las medidas de control.
—¿Cómo?
—Ya se lo expliqué hace algunos meses —dijo Haskell—. Estamos valorando unas condiciones de supervivencia mínima. Mínima, ¿recuerda? Tenemos que predecir lo que le puede ocurrir a una colonia compuesta de personas con distintos niveles de habilidad. Por lo tanto, tenemos que poner a prueba al representante más ineficaz.
—Todo eso ya lo sé, pero los lásers…
—Señor Perceveral. Levantar una colonia, incluso en condiciones mínimas, es una operación terriblemente cara. Proveemos a nuestros colonos del mejor y más novedoso equipo y armamento, pero nosotros no podemos reemplazar las cosas que se estropean, o que simplemente dejan de funcionar. Los colonos tienen que apañárselas con munición que se agota, equipos que se rompen o se desgastan, víveres que se acaban y se estropean…
—¿Y ese tipo de cosas son las que me han dado a mí?
—Por supuesto. Como medida de control, le hemos suministrado un equipo de mínima supervivencia. Es la única manera de predecir cómo les puede ir a los colonos en Theta.
—¡Pero no es justo! ¡Los exploradores siempre reciben el mejor equipo!
—No —dijo Haskell—. El viejo tipo de exploradores de máxima supervivencia lo recibía, por supuesto. Pero nosotros estamos comprobando unas capacidades mínimas, lo que significa tanto la persona como el equipo. Le dije que habría algunos riesgos.
—Sí, lo hizo —respondió Perceveral—. Pero… De acuerdo. Oiga, ¿tiene alguna otra sorpresa preparada para mí?
—Pues no —respondió Haskell tras una pequeña pausa—. Tanto usted como su equipo representan condiciones de mínima supervivencia. Con eso queda todo dicho.
Perceveral notó un timbre evasivo en la respuesta de Haskell, pero este se negó a ser más concreto. Cortaron la comunicación, y el explorador regresó al caos en que se había convertido su campamento.
Perceveral y el robot desplazaron el campamento hacia los bosques para buscar protección contra posibles ataques de los pájaros. Mientras lo hacían, Perceveral se dio cuenta de que casi la mitad de las cuerdas estaban desgastadas, los cables eléctricos medio quemados, y los toldos de las tiendas repletos de moho. Trabajosamente, se puso a reparar todos los desperfectos, despellejándose los nudillos y las palmas de las manos en la tarea. Entonces fue cuando se le estropeó el generador de corriente.
Durante tres días, sudó la gota gorda tratando de localizar el problema con la ayuda del defectuosamente impreso manual de instrucciones que, por cierto, estaba en alemán. Ninguna de las piezas parecía funcionar correctamente o, lo que aún era peor, estar dispuesta en el sitio correcto. Finalmente descubrió, por puro accidente, que el manual de instrucciones correspondía a otro modelo completamente diferente. Entonces perdió los nervios por completo, y le pegó una patada al generador que a punto estuvo de costarle el endeble tobillo de su pie derecho.
Sin embargo, no se dejó amedrentrar por las circunstancias y, recuperando el dominio de sí mismo, trabajó duramente otros cuatro días para descubrir las diferencias fundamentales entre su generador y el modelo descrito en el manual, hasta que, finalmente, consiguió que funcionase de nuevo.
Por su parte, los pájaros depredadores descubrieron que podían internarse en el bosque planeando entre los árboles, llegar al campamento de Perceveral, robar algo de comida, y largarse con ella antes de que ni siquiera pudiesen apuntarles con el láser. Sus ataques le costaron un par de gafas y una desagradable herida en el cuello.
Trabajosamente, Perceveral hizo unas redes que colgó con la ayuda del robot en las ramas de los árboles alrededor del campamento.
Los pájaros se quedaron sin su picnic campestre, y Perceveral tuvo tiempo al fin para comprobar sus reservas de comida. Entonces descubrió que muchas de sus raciones deshidratadas estaban pobremente procesadas, mientras que muchas otras se habían convertido en el huésped de un horrible hongo. En cualquier caso, esto sólo empeoraba el pillaje practicado por los pájaros. Tendría que tomar medidas de inmediato, o se le presentarían serias dificultades con la comida en el transcurso del invierno en Theta.
Practicó un conjunto de pruebas sobre las frutas, bayas, granos y plantas de la zona, con objeto de pronosticar si serian comestibles. Numerosas variedades demostraron ser seguras y alimenticias, así que se las probó, para después sufrir una espectacular reacción alérgica. Un penoso trabajo con el botiquín consiguió frenar la dolencia, y le permitió desarrollar una prueba para descubrir la planta de la que procedía el alérgeno culpable. Sin embargo, justo en el momento en que estaba comprobando los resultados finales, el robot se abalanzó torpemente contra su mesa de estudio, destrozando los tubos de ensayo y derramando soluciones químicas irrecuperables.
Perceveral tuvo que continuar las pruebas de alergias por sí mismo, excluyendo una de las bayas y dos de las plantas de su futura dieta, al comprobar que no eran aptas para el consumo.
La fruta, sin embargo, era excelente, y con los granos y cereales que pudo encontrar se hacía un pan bastante bueno. Perceveral se puso a recolectar semillas y, ya entrados en la primavera de Theta, mandó al robot a trabajar roturando el terreno y plantando el grano.
El robot trabajaba incansablemente en los nuevos campos de sembrado mientras Perceveral se dedicaba a explorar los alrededores. Para su sorpresa, encontró fragmentos de roca blanda sobre los que se habían rayado caracteres abstractos, junto a algo que parecían números. Incluso encontró alguno en el que se observaban pequeñas escenas con árboles, nubes y montañas. Theta había tenido vida inteligente. Y había bastantes probabilidades, aventuraba Perceveral, de que sus habitantes todavía se encontrasen en alguna parte del planeta, pero no tenía tiempo para buscarlos.
Cuando Perceveral comprobó los campos de sembrado, descubrió que el robot, a pesar de sus instrucciones precisas de programación, había plantado las semillas a demasiada profundidad. Aquella cosecha estaba perdida. La siguiente la sembró él mismo.
Construyó una cabaña de madera y reemplazó los toldos podridos de las tiendas por material de recambio. Poco a poco, Perceveral hizo los preparativos para la supervivencia en el invierno. Entonces comenzó a sospechar que el robot estaba estropeándose.
La monumental máquina negra multifunción hacía sus tareas como de costumbre, pero sus movimientos comenzaron a hacerse más torpes, y además hacía un uso indiscriminado de su fuerza. Destrozaba los aperos de labranza como si fueran de juguete y podía hacer añicos una pesada maceta de uralita sólo con la fuerza de su pinza. Perceveral lo programó para quitar las malas hierbas pero, mientras realizaba la labor, pisoteaba el resto de las plantas recién germinadas con sus enormes pies de plataforma. Cuando el robot salía a cortar algo de leña solía regresar con el mango del hacha roto, y cada vez que entraba en la cabaña, el suelo y las paredes se estremecían, llegando alguna vez a sacar la puerta de sus goznes.
Perceveral comenzó a preocuparse por el progresivo deterioro del robot. No había modo alguno de repararlo, ya que la máquina venía sellada de la fábrica, y sólo ingenieros expertos podían acceder a sus circuitos con las herramientas adecuadas. Todo lo que podía hacerse era retirar a la máquina del trabajo, pero eso lo dejaría completamente solo.
Así que decidió programar al robot para realizar tareas cada vez más sencillas, mientras él se hacía cargo de la mayor parte del trabajo. Aun así, el robot continuó deteriorándose, hasta que una noche, mientras Perceveral estaba cenando, el robot se abalanzó hacia la cocina y lanzó una cacerola llena de arroz hirviendo por los aires.
Haciendo uso de sus recién descubiertas habilidades para la supervivencia, Perceveral se retiró con un reflejo automático de la trayectoria de la cacerola, con lo que la masa humeante de arroz terminó aterrizando en su hombro izquierdo en lugar de hacerlo en su cara.
Aquello era demasiado; la presencia del robot se había convertido en un peligro. Después de curar y vendar su quemadura, Perceveral tomó la decisión de apagarlo y continuar el trabajo en solitario. Con voz firme, le dio la orden de permanecer en letargo.
El robot se quedó mirándolo y continuó moviéndose incansablemente a su alrededor, sin ser capaz de responder a la más básica de las directivas de un robot.
Perceveral volvió a dar la orden. El robot asintió con la cabeza y comenzó a cortar leña.
Algo no estaba funcionando. Tendría que desactivar al robot manualmente. Pero no parecía haber rastro del interruptor de apagado que, en teoría, debería quedar a la vista en la negra y resplandeciente superficie de su cuerpo metálico. Perceveral se hizo con su bolsa de herramientas y se acercó al robot.
Sorprendentemente, el robot se alejó de él con los brazos levantados, en posición defensiva.
—¡Estate quieto! —gritó Perceveral.
El robot continuó retrocediendo hasta que su espalda hizo contacto con la pared.
Perceveral quedó desconcertado y dubitativo, preguntándose qué demonios estaría pasando. Las máquinas no estaban programadas para desobedecer una orden, y todos los modelos robóticos tenían cuidadosamente implantada en sus circuitos la instrucción de desconectar sus funciones vitales sin titubeos.
Continuó avanzando hacia el robot, completamente decidido a desenchufarlo de la manera que fuese. El robot esperó hasta tenerlo cerca, y le lanzó un rápido ataque con el puño cerrado. Perceveral esquivó el ataque, y se agarró a su antena kinestésica, tratando de retorcerla. El robot escondió con rapidez su antena retráctil y le golpeó de nuevo con el puño, esta vez alcanzándole en las costillas.
Perceveral cayó al suelo retorcido de dolor, y el robot se quedó de pie ante él, con las células de visión centelleando en rojo, y las pinzas de acero abriéndose y cerrándose siniestramente. Perceveral cerró los ojos y esperó el golpe de gracia. Sin embargo, la máquina se giró y salió de la cabaña, destrozando la cerradura al salir.
A los pocos minutos, Perceveral escuchó el sonido de la leña siendo cortada y apilada, como de costumbre.
Sirviéndose del botiquín, Perceveral se entablilló y vendó el costado. El robot acabó su trabajo y regresó para recibir más instrucciones. Todavía aturdido y asustado, Perceveral le ordenó que fuese a buscar agua a un manantial distante. El robot partió sin mostrar más signos de su comportamiento agresivo. Perceveral se lanzó hacia el equipo de radio.
—No debería haber intentado apagarlo —dijo Haskell, después de escuchar lo que había pasado—. No está diseñado para ser desenchufado. ¿No se dio cuenta? Por su propia seguridad, no lo intente de nuevo.
—Pero ¿por qué se comporta así?
—Pues porque, como seguramente ya habrá intuido, el robot funciona como un mecanismo de control sobre usted.
—No lo entiendo —dijo Perceveral—. ¿Por qué necesitan de ese control?
—¿Voy a tener que volver a explicárselo? —dijo Haskell, molesto—. Usted fue contratado como explorador de mínima supervivencia. No media, ni superior… Mínima.
—Sí, pero…
—Déjeme continuar. ¿Se acuerda de cómo le fue en los treinta y cuatro años que pasó en la Tierra? Usted se veía continuamente entorpecido por los accidentes, las enfermedades, y la mala suerte en general. Eso es lo queríamos en Theta. Pero usted ha cambiado, señor Perceveral.
—Desde luego. He intentado cambiar.
—Por supuesto —dijo Haskell—. Ya lo esperábamos. La mayoría de nuestros exploradores de mínima supervivencia lo hacen. En cuanto se enfrentan a un nuevo ambiente y encaran un nuevo comienzo desde cero dan lo mejor de sí mismos, tal y como nunca lo habían hecho. Pero eso no es lo que nosotros esperamos, así que tenemos que compensar ese cambio de alguna manera. Los colonos, querido amigo, no siempre llegan a un nuevo planeta con ese espíritu de superación personal. Y toda colonia tiene sus individuos menos hábiles. Eso por no hablar de los viejos, los enfermos, los de voluntad débil, los torpes, los inexpertos, los niños… Y podría seguir con la lista. Nuestros estándares de mínima supervivencia son una garantía para que todos ellos tengan una oportunidad. ¿Comienza a comprender ahora?
—Supongo que sí —respondió Perceveral.
—Por eso necesitamos un control de calidad sobre usted, para evitar que adquiera los niveles de supervivencia medios o superiores, en los que no estamos interesados.
—Así que el robot… —comenzó a decir débilmente Perceveral.
—Correcto. El robot ha sido programado para actuar como un control final sobre sus tendencias de supervivencia. El robot reacciona a usted, Perceveral. Mientras se mantenga en una rango adecuado de incompetencia general, la máquina funcionará correctamente, pero en cuanto usted mejore, se haga más habilidoso o menos predispuesto a sufrir accidentes, el comportamiento del robot se alterará. Entonces comenzará a romper las cosas que usted debería romper, y a tomar las decisiones erróneas que usted debería tomar.
—¿No es eso injusto?
—Espero, Perceveral, que no crea que estamos llevando algún tipo de balneario, o de terapia de autoayuda para su beneficio. Si así lo piensa, bueno, tengo que decirle que está equivocado. Sólo estamos interesados en obtener los resultados del trabajo por el que le hemos contratado, y por el que estamos pagándole bastante bien. Un trabajo que, permítame que se lo diga, usted eligió como alternativa al suicidio.
—¡Perfecto! —gritó Perceveral—. Yo haré mi trabajo. ¿Pero hay alguna regla que me impida desmontar a este maldito robot?
—Ninguna, que yo sepa —respondió Haskell en un tono más tranquilo—. Si puede hacerlo, claro. Personalmente le aconsejo que ni lo intente. Es demasiado peligroso. El robot no permitirá que lo desactiven.
—Eso es cosa mía —dijo Perceveral, y cortó la comunicación.
La primavera transcurrió tranquilamente en Theta, y Perceveral aprendió a convivir con su robot. Le ordenaba, por ejemplo, que fuese a explorar una distante cordillera montañosa, pero el robot se negaba a abandonarlo. Intentó no darle instrucción alguna, pero aquel monstruo no podía permanecer ocioso. Si no se le encomendaba ningún trabajo se lo buscaba él mismo, entrando en acción repentinamente y causando estragos en los campos y tiendas de Perceveral.
A modo de autodefensa, Perceveral le encomendó la más inofensiva de las tareas que pudo idear. Le ordenó que excavase un pozo, esperando que se enterrase él mismo en su interior. Pero el robot emergía del agujero cada noche, regresando después a la cabaña, sucio, siniestro y triunfante, llenando la comida y los útiles de Perceveral de barro y suciedad, transmitiendo nuevos tipos de alergias, rompiendo las ventanas y la vajilla.
A regañadientes, Perceveral terminó aceptando la situación. El robot parecía ahora la encamación de aquel otro lado oscuro de su personalidad, el gafe e inepto Perceveral. Observando la actividad destructiva de la máquina, Perceveral se sentía como si estuviese contemplando una versión desdibujada y perdida de sí mismo, su enfermedad proyectada en una forma de vida con circuitos.
Trató de sacudirse esta fantasía, aunque el robot se lo ponía cada vez más difícil, parodiando de manera despreocupada aquel pasado frustrante y desastroso que Perceveral tanto odiaba.
Perceveral trabajaba, pero su neurosis permanecía a su lado, eternamente destructiva y dedicada a su propia preservación, como suele ser típico de estas patologías. Alimentándose de su propia mente, la enfermedad convivía con él, lo observaba mientras comía, y permanecía a su lado mientras dormía.
Perceveral continuaba con su trabajo que, por otro lado, cada vez hacía mejor. Trataba de disfrutar como podía de cada uno de sus días en Theta, temiendo la llegada de cada una de las puestas de sol, y el horror de las noches en las que el robot permanecía al lado de su cama, como meditando si había llegado el momento de hacer un ajuste de cuentas. Por la mañana, todavía con vida, Perceveral intentaba encontrar una manera de librarse de su tambaleante y destructiva neurosis.
Pero la situación continuó estancada hasta que un nuevo factor apareció en escena para acabar de complicar las cosas.
Había llovido a mares durante muchos días consecutivos. Cuando finalmente el cielo se despejó, Perceveral salió a echar un vistazo a los campos de sembrado. El robot caminaba tras él, cargando con las herramientas de labranza.
Repentinamente, una grieta se abrió bajo sus pies en la tierra arcillosa, haciéndose más profunda en cuestión de segundos y provocando el hundimiento del terreno que estaba pisando. Perceveral saltó en busca de tierra firme, consiguió sujetarse del borde y quedó colgando en el agujero formado. El robot lo agarró del brazo y tiró de él. Lo sacó del agujero y a punto estuvo también de arrancarle el brazo en el intento.
Al examinar la porción de terreno hundido, Perceveral descubrió un túnel que cruzaba por debajo. Todavia se podían ver las marcas que indicaban su excavación. Una de las salidas estaba bloqueada por el derrumbamiento, y la otra se internaba en las profundidades de la tierra.
Perceveral regresó al campamento para recoger el láser y una linterna. Volvió al agujero, descendió por una de sus paredes y alumbró la entrada del túnel con su linterna. Entonces vio una figura enorme y peluda metiéndose rápidamente por una de las bifurcaciones. Parecía una especie de topo gigante.
Había hecho contacto con otra de las formas de vida de Theta.
Los días siguientes los dedicó a explorar los túneles cautelosamente. En numerosas ocasiones observó figuras parecidas a la que había visto el primer día. Pero aquellas criaturas con forma de topo escapaban de él temerosas en un laberinto de pasadizos subterráneos.
Así que cambió de táctica. Se internaba a unos pocos metros de profundidad en el túnel principal y dejaba algo de fruta allí. Cuando regresaba al día siguiente, la fruta había desaparecido. En su lugar había dos grandes trozos de plomo.
El intercambio de regalos se prolongó durante una semana. Hasta que un día en que Perceveral estaba dejando unas bayas y frutas en el sitio de costumbre, uno de los topos gigantes hizo acto de presencia, aproximándose hacia él lentamente y con evidente nerviosismo. El topo reaccionaba con desagrado a la luz de la linterna, así que Perceveral tapó el foco para no dañarle los ojos.
Esperó. El topo caminaba erecto pero muy despacio sobre sus patas posteriores, su naricilla moviéndose hacia los lados nerviosamente, las pequeñas y callosas manitas pegadas al pecho. Entonces se detuvo para observar a Perceveral con sus ojos protuberantes. Poco después se inclinó y dibujó un símbolo en el barro que cubría el suelo del pasadizo.
Perceveral no tenía ni idea de lo que podía significar aquel símbolo. Pero el acto en sí mismo implicaba la existencia de un lenguaje inteligente con capacidad para la abstracción. Dibujó otro símbolo al lado del anterior, tratando de decir lo mismo.
Se estaba produciendo un acto de comunicación entre razas alienígenas. El robot permanecía detrás de Perceveral, con las células de visión centelleando mientras observaba al hombre y al topo tratando de comunicarse.
Aquel contacto significaba más trabajo para Perceveral. Los campos y los huertos tenían que seguir siendo atendidos, el equipo requería de reparaciones constantes y, por supuesto, el robot no podía dejar de ser vigilado. En el tiempo libre que le quedaba, Perceveral se esforzó al máximo para aprender el lenguaje de los topos. Y los topos, por su parte, trabajaron duro para enseñárselo.
Poco a poco, aprendieron a entenderse, a disfrutar de su mutua compañía y a hacerse amigos. Perceveral aprendió sobre su vida cotidiana, su horror a la luz del día, sus viajes a través de las cavernas subterráneas, y su búsqueda del conocimiento y la sabiduría. Y él, a su vez, les contó lo que pudo sobre el hombre.
—¿Pero qué es la cosa de metal? —preguntaban los topos.
—Un sirviente del hombre —contestaba Perceveral.
—Pero se queda detrás de ti y observa. Te odia, la cosa de metal. ¿Todas las cosas de metal odian a los hombres?
—Claro que no —decía Perceveral—. Este es un caso especial.
—Nos asusta. ¿Todas las cosas de metal asustan?
—Algunas. No todas.
—Y es difícil pensar cuando la cosa de metal nos mira. Es más difícil entenderte. ¿Es siempre así con las cosas de metal?
—A veces interfieren —admitía Perceveral—. Pero no os preocupéis, el robot no os hará daño.
Los topos no estaban tan seguros de esto. Perceveral se excusaba como podía por la presencia de aquella máquina pesada, torpe y amenazadora. Les hablaba de los excelentes servicios que las máquinas habían dispensado al hombre, y de las espectaculares mejoras que habían realizado en sus vidas. Sin embargo, los topos no quedaban convencidos del todo, y se alejaban de inmediato de la presencia inquietante del robot.
Aun así, Perceveral consiguió llegar un trato con los topos después de largas negociaciones. A cambio de provisiones de fruta fresca y bayas, que los topos codiciaban pero que raramente podían obtener, ellos se comprometían a localizar yacimientos de minerales, petróleo y agua para los futuros colonos. Más aún, se acordó que los colonos tomarían posesión de toda la superficie del planeta en tanto que a los topos se les garantizase la soberanía del subsuelo.
Esta parecía una distribución equitativa y ventajosa para las dos partes, de modo que Perceveral y el jefe de los topos firmaron el documento de piedra que sellaba el acuerdo con todo el ceremonial que una herramienta punzante pudo permitir.
Para ratificar definitivamente el tratado, Perceveral pensó en dar una fiesta. Ayudado por el robot, cargaron con un gran regalo de frutas silvestres y verduras frescas para ofrecer a los topos. Aquellos tímidos seres de pelaje gris y dulces ojos se congregaron a su alrededor dando chillidos de alegría.
El robot dejó las cestas de fruta en el suelo y dio un paso hacia atrás, sus plataformas de apoyo resbalaron en la húmeda roca, se balanceó para recuperar el equilibrio y acabó desplomándose sobre uno de los topos. Rápidamente consiguió incorporarse y, sirviéndose de sus torpes manos de acero, intentó ayudar al topo a levantarse. No pudo ser, la criatura se había roto la espalda con el impacto.
Los topos salieron despavoridos, llevándose el cadáver de su compañero con ellos. Perceveral y el robot se quedaron solos en el túnel, rodeados de todas aquellas frutas y verduras.
Aquella noche Perceveral estuvo pensando largo y tendido. Era capaz de comprender con claridad la nefasta lógica del suceso. Los contactos de mínima supervivencia con razas alienígenas debían tener un elemento de incertidumbre, desconfianza e incomprensión mutuas. Incluso alguna que otra baja, como así había sucedido. Sus acercamientos a los topos habían sido demasiado fluidos y perfectos para unos requerimientos mínimos.
El robot se había limitado a corregir la situación, llevando a cabo los errores que Perceveral debía haber cometido por sí mismo.
Pero comprender la lógica del suceso no significaba que pudiese aceptarla. El pueblo de los topos era su amigo, y él los había traicionado. La confianza que con tanto esfuerzo se había ganado se había evaporado en cuestión de segundos, y con ella, las esperanzas de cooperación con los futuros colonos. Por lo menos, así sería mientras el robot continuase tropezando y dando tumbos por los túneles.
Perceveral decidió que la máquina tenía que ser destruida. De una vez por todas, se sintió completamente decidido a comprobar sus recién adquiridas habilidades para la supervivencia en la lucha contra aquella neurosis destructiva que lo acompañaba noche y día. Y si esta decisión le costaba la vida, hacía menos de un año —se recordaba a sí mismo— que había estado dispuesto a quitársela por razones de mucho menos peso.
De modo que restableció las comunicaciones con los topos, y discutió el problema con ellos. Ellos estuvieron de acuerdo en ayudarle, porque incluso un pueblo tan pacífico y compasivo como el suyo albergaba el concepto de la venganza. Y aportaron unas ideas que parecían asombrosamente humanas, ya que también conocían su propia forma de guerra. Así se lo comunicaron a Perceveral, y él estuvo de acuerdo en hacerlo a su modo.
En una semana, los topos estaban preparados. Perceveral cargó al robot con cestas de fruta y lo envió a los túneles, como si estuviese tratando de llegar a un nuevo acuerdo con los topos.
Pero los topos no aparecían. Perceveral y el robot se internaron más profundamente en los pasadizos, con los ojos de la máquina brillando en la oscuridad, a la espalda del explorador.
Llegaron a una caverna subterránea. Entonces se escuchó un débil susurro, y Perceveral salió corriendo a toda velocidad.
La máquina sintió el peligro y trató de seguirlo, pero le traicionó su propio sentido de la ineptitud, tan firmemente instalado en su programación, y tropezó, dejando caer la fruta a su alrededor. Entonces unas cuerdas lanzadas desde las alturas cortaron el aire y la oscuridad de la caverna, atrapando su cabeza y los brazos.
El robot rasgó las fibras con sus pinzas, pero más cuerdas cayeron silbando desde el techo de la caverna. Las células de visión del robot centelleaban furiosamente a medida que trataba de librarse de ellas.
Entonces los topos comenzaron a salir de los pasadizos por docenas y, mientras tanto, cada vez más cuerdas caían silbando desde todas las direcciones, haciendo que el robot se volviese loco, y comenzase a perder aceite por las articulaciones en sus esfuerzos por liberarse. Durante algunos minutos, lo único que se escuchaba en la caverna eran los silbidos de las cuerdas al ser lanzadas, los crujidos de las articulaciones del robot, y los chasquidos secos de las fibras al romperse.
Perceveral regresó para unirse a la lucha. Amarraron al robot cada vez más firmemente, para que no tuviese ninguna oportunidad de utilizar sus pinzas contra ellos. Y las lianas siguieron cayendo, hasta casi hacerlo desaparecer en un gran capullo de cuerda, del que sólo asomaban su cabeza y las plataformas de sus pies.
Entonces los topos estallaron en chillidos triunfales, e intentaron arrancarle los ojos al robot con sus garras, pero unos párpados de acero sellaron las células de visión de la máquina. Entonces le echaron arena en las juntas de las articulaciones, hasta que Perceveral les obligó a retroceder para intentar fundirlo con su último rifle láser.
El láser se detuvo antes de que el robot hubiese comenzado siquiera a ponerse caliente. Entonces ataron unas cuerdas a los pies del robot y lo arrastraron por un pasadizo que terminaba en un profundo abismo. Allí lo acercaron al borde hasta dejarlo caer, escuchando los golpes que se daba en las paredes de granito del precipicio, y chillando de alegría cuando golpeó el fondo con un gran estrépito final.
Los topos tuvieron su celebración, pero Perceveral se sintió enfermo y regresó a su cabaña. Allí permaneció en la cama dos días, repitiéndose a sí mismo, una y otra vez, que no había matado a un hombre, ni siquiera a un ser pensante. Se había limitado a destruir una máquina peligrosa.
Pero, aun así, no podía evitar acordarse del robot como el silencioso compañero junto al que había luchado, hombro con hombro, contra los pájaros asesinos, y que del mismo modo había recogido leña y sembrado los campos por él. Y a pesar de haber resultado tan torpe y destructivo, lo había sido de una forma que Perceveral conocía muy bien. Una ineptitud que él, más que nadie, comprendía, y con la que sentía una gran empatia y comprensión.
Durante un tiempo, Perceveral se sintió como si una parte de sí mismo hubiera muerto, pero los topos le acompañaban por las noches para consolarlo. Y había trabajo esperándole en las tiendas y en los campos.
Y llegó el otoño, tiempo de recolectar y almacenar la cosecha. Perceveral regresó al trabajo, aunque, sin la presencia del robot, su propensión crónica a los accidentes regresó paulatinamente. Propensión contra la que peleó con una nueva seguridad en sí mismo. Cuando llegaron las primeras nieves, su trabajo de conservación y almacenado de los alimentos ya estaba hecho. El año en Theta estaba llegando a su fin.
Envió a Haskell un mensaje de radio en el que le informaba de los riesgos y potencialidades del planeta, comunicándole también su tratado con los topos, y recomendando la colonización del planeta. A las dos semanas, Haskell le respondió.
—Buen trabajo —le dijo a Perceveral—. La junta ha decidido que Theta reúne las condiciones de mínima supervivencia para el asentamiento. Mandaremos una nave de colonización de inmediato.
—Entonces, ¿la fase de prueba ha terminado? —preguntó Perceveral.
—Correcto. La nave debería estar allí en unos tres meses. Yo mismo me encargaré de organizar su partida. Mis felicitaciones, Perceveral, ¡vas a ser el padre fundador de una nueva colonia!
Perceveral dijo:
—Señor Haskell, no se cómo agradecerle…
—No tienes nada que agradecerme —dijo Haskell—. Al contrario. Por cierto, ¿qué tal lo llevas con el robot?
—Lo destruimos —dijo Perceveral. Y, a continuación, le describió la escaramuza de los topos y los acontecimientos que la sucedieron.
—Umm —murmuró Haskell.
—Me dijo que no había ningún problema en destruirlo.
—Y no lo hay. El robot era parte de tu equipo, igual que las tiendas, los lásers, y las provisiones de comida. Y, como todo lo demás, formaba parte de tus problemas para la supervivencia. Tenías todo el derecho a hacer lo quisieses con él.
—¿Entonces?
—Bueno, sólo espero que realmente fueses capaz de destruirlo. Esos modelos de control de calidad están pensados para que duren, ¿sabes? Llevan unidades de autoreparación incorporadas, y tienen programado un fuerte instinto de preservación. Es muy difícil cargarse uno así como así.
—Creo que nosotros lo conseguimos —dijo Perceveral.
—Eso espero. Sería bastante problemático que hubiese sobrevivido.
—¿Por qué? ¿Trataría de vengarse?
—Claro que no. Los robots no tienen emociones.
—¿Entonces?
—El problema sería el siguiente. Como ya te he explicado, el propósito del robot era el de equilibrar los posibles progresos que hicieses en tus habilidades para la supervivencia. Y así, lo hizo, en ocasiones, de la manera más destructiva.
—En efecto. Y quiere decir que, si vuelve, volverá a pasar los mismo.
—Pero peor. Por lo que sé, has estado separado del robot unos cuantos meses. Si todavía funciona, su programación ha estado acumulando una reserva de accidentes para ti. Todas las tareas destructivas que no ha realizado tendrán que ser descargadas antes de que pueda volver a su rutina de funcionamiento normal. ¿Ves lo que quiero decir?
Perceveral se aclaró la garganta ruidosamente y dijo:
—Y, por supuesto, las realizará lo más rápidamente posible para poder volver a funcionar con normalidad lo antes posible, ¿no es así?
—En efecto. Ahora escucha. La nave estará allí en unos tres meses. No podemos hacerlo antes. Te sugiero que te asegures de que el robot está inutilizado. No quisiéramos perderte, Perceveral.
—No, claro —dijo Perceveral—. Me encargaré de ello ahora mismo.
Perceveral se equipó y regresó a los túneles. Los topos le guiaron hasta el abismo después de que les explicase el problema. Armado con una antorcha, una sierra, un martillo y un punzón, Perceveral comenzó un lento descenso por las paredes del precipicio.
Una vez llegado al fondo, el explorador localizó rápidamente el lugar donde el robot se había estrellado. Allí, incrustado entre dos túmulos, se encontraba un brazo robótico completo, arrancado de cuajo del cuerpo. Un poco más adelante se veían los restos desperdigados de una de sus células de visión, junto a la visión fantasmagórica del capullo de cuerda rajado y abierto.
Pero del robot, ni rastro.
Perceveral ascendió de nuevo, advirtió a los topos de sus descubrimientos y se dispuso a hacer los preparativos necesarios para defenderse.
Nada ocurrió en otros doce días, al cabo de los cuales, las noticias llegaron hasta él de mano de un enviado de los topos. La aterrorizada criatura le comunicó que el robot había vuelto a aparecer en los túneles, avanzando pesadamente a través de la oscuridad con el destello de su única célula de visión como guía, y encontrando con pericia el camino de salida del laberinto hacia el túnel principal.
Los topos se habían preparado para esta circunstancia con más cuerdas y lianas, pero el robot había aprendido de su experiencia anterior. Consiguió evitar todos los intentos de atraparlo y cargó contra ellos, matando a seis topos y provocando la retirada despavorida del resto.
Perceveral asintió en silencio mientras escuchaba estas noticias, se despidió del topo y continuó con su trabajo. Había dispuesto sus medidas defensivas en los túneles. Ahora tenía sus seis láseres desmontados en piezas ante él. Trabajando sin la ayuda del manual, intentaba combinar piezas de uno y otro para producir un arma utilizable.
Trabajó duro hasta la madrugada, comprobando cada componente cuidadosamente antes de insertarlo en el sistema del arma. Las diminutas piezas del láser parecían flotar ante sus ojos y sentía los dedos como salchichas, pero trabajando con mucho cuidado, y ayudado de unas tenacillas y una lupa, comenzó a montar el rompecabezas del arma.
Súbitamente, la radio volvió a la vida:
—¿Anton? —preguntó Haskell—. ¿Qué hay del robot?
—Estoy esperándole —contestó Perceveral.
—Me lo temía. Escucha. He hecho una llamada de urgencia a los constructores, y he tenido una discusión bastante larga y desagradable con ellos, pero finalmente he conseguido su autorización para que desactives al robot. E instrucciones precisas para hacerlo.
—Gracias —dijo Perceveral—. Dese prisa, ¿cómo lo hago?
—Necesitarás una fuente de energía de doscientos voltios a veinticinco amperios. ¿Puedes conseguir eso con tu generador?
—Sí. Continúe.
—También te hará falta una barra de cobre, algo de hilo de plata y un electrodo hecho de algún material no conductor, como madera, por ejemplo. Lo pones todo de la siguiente forma…
—No voy a tener tiempo —dijo Perceveral—. Vamos, continúe…
La radio comenzó a emitir unas interferencias.
—¡Haskell! —gritó Perceveral.
La radio se quedó muda. Perceveral pudo escuchar unos crujidos saliendo del transistor principal. Se había roto. Y en ese momento, el robot hizo acto de presencia.
Le faltaban el bra20 izquierdo y el ojo derecho, pero sus sistemas de autoreparación habían sellado las zonas dañadas. Ahora era de un color indefinido, mate y oscuro, con estrías de óxido en el pecho y en los flancos.
Perceveral miró el láser casi acabado y, lentamente, comenzó a poner las últimas piezas en su sitio.
El robot avanzó hacia él.
—Ve a cortar leña —dijo Perceveral, en el tono de voz más normal que pudo emplear.
El robot se detuvo, dio la vuelta, cogió el hacha, dudó, y abrió la puerta. Perceveral colocó el componente final en su sitio, deslizó la tapa del arma en su sitio y comenzó a atornillarla.
El robot dejó caer el hacha y se dio la vuelta de nuevo, aturdido por directivas contradictorias. Perceveral rezó para que esto provocase un bloqueo en el sistema que le hiciese saltar algún circuito, pero la máquina tomó su decisión y se abalanzó hacia el explorador.
Perceveral levantó el láser y apretó el gatillo. La detonación detuvo al robot a mitad de avance, su piel metálica comenzó a emitir un destello rojizo.
Entonces el láser falló de nuevo.
Perceveral maldijo su mala suerte, levantó el arma por encima de su cabeza y la lanzó contra la única célula de visión del robot. Falló, rebotando contra su frente.
Confuso, el robot trató de agarrarlo a tientas. Perceveral esquivó sus pinzas y salió de la cabaña, dirigiéndose a la negra boca del túnel. Mientras se introducía en la oscuridad, vio por el rabillo del ojo que el robot le perseguía.
Descendió varios cientos de metros por el túnel, hasta que, en un momento dado, se detuvo, encendió una linterna y esperó al robot.
Había planeado detenidamente esta situación cuando se dio cuenta de que el robot no había sido destruido. Su primera idea, lógicamente, fue la de escapar. Sin embargo, pensó que el robot terminaría dándole alcance en uno u otro momento. Seguir transitando los túneles indefinidamente tratando de que no le cazase tampoco parecía una buena opción. En algún momento el hambre, la sed o el sueño acabarían por darle alcance. El robot, sin embargo, no se vería afectado por estas circunstancias.
Así que decidió colocar unas trampas en los túneles en las que ahora depositaba toda su confianza. Alguna tendría que funcionar. Estaba seguro de ello.
Pero incluso tratando de convencerse a sí mismo, Perceveral se estremecía de terror pensando en la acumulación de accidentes que el robot le había preparado. Todos esos meses de brazos rotos y costillas fracturadas, tobillos torcidos, cortes, mordeduras, infecciones y enfermedades. Preparados para ser ejecutados tan rápidamente como le fuera posible, para poder volver a su funcionamiento rutinario.
Nunca sobreviviría a semejante tratamiento. ¡Las trampas tenían que funcionar!
Los pasos de trueno del robot se hicieron notar rápidamente. Entonces apareció, vio a Perceveral y avanzó tambaleándose hacia él.
Perceveral reaccionó bajando por uno de los túneles a toda velocidad, hasta que tomó una bifurcación mucho más pequeña. El robot le pisaba los talones con su paso lento pero constante.
Cuando Perceveral llegó a un saliente de roca muy característico, se detuvo y echó la vista atrás para localizar la posición del robot. Entonces tiró de una cuerda que tenía escondida bajo una roca.
El techo del túnel se desplomó, dejando caer toneladas de barro y roca sobre el robot.
Si el robot hubiese dado un paso más habría quedado enterrado bajo la roca sin remedio, pero, percibiendo el peligro, se detuvo y dio un salto hacia detrás. Quedó cubierto de barro, y unas cuantas piedras pequeñas le golpearon en la cabeza, pero la mayor parte del derrumbamiento falló su objetivo.
Cuando el último guijarro hubo caído, el robot ascendió por la montaña de escombros y continuó con la persecución.
Perceveral estaba quedándose sin aliento. También estaba algo decepcionado por el fallo de la trampa. Sin embargo, se recordaba, tenía una mucho mejor esperando algo más adelante, algo que sin duda acabaría con aquella máquina del demonio.
Continuaron la carrera por un túnel serpenteante, apenas alumbrado por los débiles resplandores de la linterna. El robot seguía ganando terreno, y Perceveral tuvo que hacer un gran esfuerzo para tomar una recta a toda la velocidad que le permitían sus piernas cansadas.
Entonces pasó por una zona de terreno que tenía exactamente el mismo aspecto que todas las demás pero que, al ser pisada por el robot, cedió bajo sus pies. Perceveral lo había calculado perfectamente para que pudiese sostener su cuerpo, hundiéndose con el tonelaje de la máquina.
El robot pataleaba y daba brazadas para tratar de sujetarse a algo, pero el barro se escurría por sus dedos a medida que se resbalaba hacia el fondo de la trampa excavada por Perceveral. Un pozo con forma de cono diseñado para que el robot quedase encajado en el fondo sin posibilidad de moverse.
El robot, sin embargo, hizo un alarde de destreza y recursos sin límites al extender ambas extremidades inferiores hacia los lados del pozo. Las juntas de sus articulaciones crujían a medida que sus plataformas se incrustaban en la piedra y en el barro de las paredes inclinadas de la trampa, que se hundían bajo el peso de la máquina, pero resistían. De esta manera fue capaz de sujetarse antes de deslizarse hasta el fondo del pozo, quedando con ambas piernas extendidas en ángulo recto, como las de un gimnasta o bailarín. Entonces comenzó a ascender lentamente ayudándose de las plataformas y de su única mano, hasta que consiguió salir de allí. Perceveral echó a correr de nuevo.
Le faltaba la respiración, y comenzaba a notar un pinchazo en el costado. El robot parecía avanzar ahora con más rapidez, y Perceveral tuvo que emplearse a fondo para mantenerlo a una distancia prudente.
Había contado con aquellas dos trampas. Ahora sólo le quedaba una. Una muy buena, pero que implicaba cierto riesgo.
Perceveral se forzó a sí mismo a mantener la concentración, a pesar del mareo creciente que le invadía. La última trampa tenía que ser utilizada con precisión milimétrica. Al pasar por una piedra marcada con pintura blanca apagó la linterna. Comenzó a contar pasos, cada vez más lentamente, hasta que tuvo al robot justo a su espalda, casi acariciándole el cuello con sus terribles dedos-pinza.
«Dieciocho, diecinueve… ¡Y veinte!».
Al vigésimo paso, Perceveral se lanzó de cabeza hacia la oscuridad. Durante unos segundos tuvo la sensación de estar flotando en el aire. Entonces cayó en una poza poco profunda, sacó medio cuerpo fuera del agua, y esperó.
El robot había estado demasiado cerca de Perceveral para conseguir detenerse. Hizo una tremenda salpicadura al golpear la superficie del lago subterráneo, seguida del sonido de furiosos chapoteos y, finalmente, un gacioso burbujeo a medida que se hundía en el agua.
Al escuchar esto, Perceveral se puso a nadar a toda velocidad para llegar a la orilla opuesta, que consiguió alcanzar para salir de aquellas aguas heladas. Durante unos minutos quedó acurrucado sobre las piedras fangosas, tiritando de frío, pero rápidamente se forzó a sí mismo a subir a gatas la ladera de roca que descendía hasta el agua. Desde allí buscó el refugio en el que había preparado algo de leña seca, cerillas, una botella de whisky, mantas y ropa seca.
En las horas siguientes, Perceveral se secó, cambió de ropa e hizo un buen fuego. Comió, bebió y observó la superficie en calma del lago subterráneo. Hacía unos días que había comprobado su profundidad con una sonda y no había sido capaz de tocar el fondo. Quizá ni siquiera tuviese fondo, lo más probable era que terminase en un río subterráneo que arrastraría al robot muy lejos, alejándolo durante semanas o meses. Quizá incluso…
Su pensamientos se vieron interrumpidos por un débil sonido en el agua. Enfocó la linterna en esa dirección. La cabeza del robot hizo su aparición, seguida de sus hombros y pecho.
Evidentemente, el lago tenía fondo. El robot debía de haber caminado por él hasta llegar a la inclinada pendiente que conducía hasta la orilla, y que ahora estaba escalando. Desesperado, Perceveral se incorporó pesadamente y reemprendió la carrera.
Su última trampa le había fallado. Su neurosis estaba acorralándole para acabar definitivamente con él. Perceveral se introdujo por la boca de un túnel que conducía a la superficie. Quería ver la luz del sol en el momento de su muerte.
Siguiéndole al trote, Perceveral condujo al robot hasta la falda de una montaña. Tenía fuego en la garganta y los músculos de su estómago se contraían dolorosamente. Corría con los ojos medio cerrados, mareado por el cansancio que le abrumaba.
Sus trampas le habían fallado. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta antes? El robot era parte de sí mismo, su propia neurosis puesta en marcha para eliminarlo. ¿Cómo podía un hombre burlar a la parte más engañosa de sí mismo? La mano izquierda siempre sabe lo que está haciendo la derecha, y el más ingenioso de los trucos no es capaz de engañar al más grande de los tramposos.
Lo había enfocado del modo equivocado, pensaba Perceveral mientras comenzaba a escalar la montaña. El camino hacia la libertad no estaba en el engaño, sino en…
El robot traqueteaba a su espalda, recordándole con sus chirridos la diferencia entre conocimiento práctico y teórico. Perceveral aceleró el paso, bombardeando al robot con una lluvia de piedras. El robot se las sacudió de un manotazo y continuó el ascenso.
Perceveral cruzó diagonalmente la empinada pared de roca. El camino hacia la libertad, continuaba diciéndose, no estaba en el engaño. Eso estaba destinado al fracaso. ¡Estaba en el cambio! La salida estaba en la conquista, no del robot, sino de lo que representaba.
¡Él mismo!
Comenzó a sentirse mentalmente liviano y preclaro. Sus pensamientos se sucedían libremente sin ser juzgados. Si conseguía eliminar su sentido de fraternidad con el robot, entonces este dejaría de ser su neurosis. Sería simplemente una neurosis, sin poder alguno sobre él.
Todo lo que tenía que hacer era desprenderse de su neurosis, aunque sólo fuese por diez minutos. ¡Y el robot ya no podría hacerle daño!
Toda sensación de fatiga le abandonó de inmediato para verse inundado de una intoxicante y suprema seguridad en sí mismo. Audazmente, pasó a gran velocidad por encima de un montón de rocas de distintas dimensiones. El lugar idóneo para torcerse un tobillo o romperse una pierna. Hacia menos de un año, o quizá sólo un mes, Perceveral habría sufrido un accidente en ese paso sin ninguna duda. Pero el nuevo Perceveral subía la montaña como un semidiós, saltando de roca en roca con total infalibilidad.
El robot, manco y tuerto, hizo el accidente suyo obedientemente, desplomándose cuan largo era sobre las afiladas rocas. Cuando se incorporó para reanudar la persecución ya sólo tenía una pierna.
Completamente borracho de poder, pero con extrema precaución, Perceveral llegó a una pared de granito, a la que saltó para agarrarse a una grieta que no parecía más que una diminuta línea de sombra sobre su cabeza. Durante un segundo de infarto, Perceveral quedó colgando en el aire. Entonces, cuando sus dedos estuvieron a punto de soltarse, encontró un apoyo para sus pies. Sin darle espacio a la duda, Perceveral se encaramó a lo alto de aquel recodo.
El robot continuó tras él, entre crujidos y chirridos metálicos, dejándose un dedo en la pared de la que Perceveral tenía que haberse caído.
Perceveral saltaba de roca en roca como una cabra montesa. El robot continuaba su persecución, tropezándose y levantándose, pero a Perceveral le daba lo mismo. En ese momento tuvo la iluminación y la seguridad de que todos aquellos años de propensión a los accidentes habían sido el doloroso camino que le había preparado para ese mismo momento. Le había dado la vuelta a la tortilla. Por fin se había convertido en lo que la naturaleza había imaginado para él, ¡un hombre a prueba de accidentes!
El robot se arrastraba tras el por una pared de roca blanca y resplandeciente. Perceveral, ebrio de una suprema seguridad, comenzó a empujar las rocas y a gritar a viva voz para crear una avalancha.
Las rocas cayeron con un espantoso estruendo. Perceveral esquivó un zarpazo del robot y se cobijó en un entrante de la roca, quedando atrapado en una minúscula gruta.
El robot estaba ante él ocultando la boca de la pequeña cueva, con el puño preparado para asestar un golpe fatal.
Perceveral estalló en una carcajada al observar a aquella pobre cosa tan torpe y desvencijada. Entonces el robot asestó su golpe, propulsado por todas sus fuerzas.
Perceveral lo esquivó, pero no fue necesario. La pobre máquina falló de todos modos. Era el tipo de error que había esperado que cometiese.
La fuerza del golpe lanzó al robot hacia el borde del precipicio. La máquina trató de mantener el equilibrio, cosa no demasiado difícil, pero no para él. Acabó estampándose en el suelo, rompiéndose su única célula de visión sana, y rodando hacia detrás. Perceveral lo empujó hacia el borde, tratando de acelerar su caída, y se refugió rápidamente en el entrante de la roca. La avalancha hizo el resto del trabajo por él, convirtiendo la figura del robot en un pequeño punto negro que acabó por desaparecer en la blanca ladera de la montaña, quedando finalmente enterrado bajo toneladas de piedras. Perceveral lo observó, riéndose por lo bajo. Entonces comenzó a preguntarse qué era exactamente lo que había pasado.
Y entonces comenzó a temblar.
Meses después, Perceveral se encontraba en la plataforma de desembarco de la nave de colonización Cuchulain, observando a los colonos descender de su interior para saludar al sol del invierno de Theta. Los había de todos los tipos y condiciones.
Habían llegado a Theta en busca de una nueva oportunidad para sus vidas. Cada uno de ellos era crucialmente importante, al menos para sí mismo, y todos merecían una oportunidad para sobrevivir, al margen de sus potencialidades.
Y él, Anton Perceveral, era el responsable de haber asegurado los requerimientos de mínima supervivencia para esas personas. Y, de algún modo, el que había proporcionado una esperanza y una promesa hasta a los menos capaces de entre ellos, los incompetentes que también querían vivir.
Se alejó del torrente de pioneros y entró en la nave por una escalerilla lateral. Caminó a lo largo de un pasillo y entró en el camarote de Haskell.
—Bueno, Anton —dijo Haskell—. ¿Qué te parecen?
—Parecen buena gente —dijo Perceveral.
—Lo son. Y en su corazón, Anton, tú eres su padre fundador. Y quieren que te quedes con ellos. ¿Qué me dices?
Perceveral dijo:
—Considero Theta como mi propio hogar.
—Entonces, está hecho. Sólo deja que…
—Espere —le interrumpió Perceveral—. Aún no he terminado. Considero Theta como mi propio hogar, quiero casarme y tener hijos aquí, pero todavía no.
—¿Cómo?
—Me ha gustado la exploración —dijo Perceveral—. Me gustaría seguir en ello una temporada. Uno o dos planetas más. Después volveré a Theta.
—Ya me temía que dirías esto —dijo Haskell, no demasiado contento.
—¿Qué hay de malo en ello?
—Nada, pero me temo que no podemos seguir contratándote como explorador, Anton.
—¿Por qué no?
—Ya sabes lo que necesitamos. Personalidades de supervivencia mínima para programar futuros asentamientos. Y tú ya no puedes ser considerado una personalidad de supervivencia mínima ni con un gran esfuerzo imaginativo.
—¡Pero yo soy el de siempre! —dijo Perceveral—. Puede que, desde luego, haya mejorado algo en mi estancia en este planeta, pero usted ya lo esperaba, y tenía al robot para compensarlo. Y, finalmente…
—Sí, ¿qué hay de aquello?
—Bueno, al final conseguí deshacerme de él. Creo que estaba como drogado o algo así. No puedo explicarme cómo pude actuar de aquella manera.
—En cualquier caso, así lo hiciste.
—¡Sí, pero fíjese! Incluso así, casi no lo cuento… La experiencia al completo en Theta, quiero decir… ¡Fue por muy poco! ¿No prueba eso que todavía soy una personalidad de mínima supervivencia?
Haskell arrugó la frente, apretó los labios y se mostró muy pensativo.
—Anton, casi me convences, pero me temo que no son sino palabras. Sinceramente, ya no puedo verte en términos de mínimos. Mucho me temo que vas a tener que quedarte en Theta.
Perceveral dejó caer los hombros en señal de total aceptación. Asintió, apesadumbrado. Le dio un apretón de manos a Haskell y se encaminó hacia la puerta de su camarote.
Pero, al salir, la manga de su camisa se enganchó en el tintero de Haskell, derramándolo sobre sus papeles. Al intentar atraparlo para evitar el desastre, Perceveral se golpeó la mano con el borde de la mesa. La tinta continuaba derramándose sobre él mientras con la otra mano hacia malabarismos con el tintero, que terminó rebotando en una silla para, finalmente, acabar en el suelo.
—Anton —dijo Haskell—. ¿Me estabas haciendo un número?
—No —dijo Haskell—. Se lo aseguro, maldita sea…
—Umm, interesante. Mira Anton, no quiero que te hagas demasiadas ilusiones, pero puede ser, y solamente digo que puede ser.
Haskell miró fijamente al rostro sonrojado de Perceveral. Entonces estalló en una risotada.
—¡Vaya pájaro estás hecho, Anton! Casi me la das con queso. Ahora, por favor, ¿quieres salir de aquí de una maldita vez y unirte a los colonos? Están levantando una estatua en tu honor, y creo que les gustaría que estuvieras presente…
Sonrojado, pero sonriente a pesar de todo, Anton Perceveral dejó aquel despacho para salir a encontrarse con su nuevo destino.