LOS HUMORES

The Humours [Join Now], 1958

Alistair Crompton era un estereotipo y él era el primero en lamentarlo, pero no había mucho que pudiese hacer al respecto. Le gustase o no, su personalidad era monolítica, sus deseos predecibles, y sus miedos evidentes para cualquiera. Para acabar de complicar las cosas, su somatotipo encajaba con su personalidad con una perfección casi inhumana.

Crompton era un individuo de mediana estatura, dolorosamente delgado, de nariz afilada y labios muy estrechos. Su cabello era muy fino, sus gafas enormes, sus ojos cristalinos y su rostro barbilampiño. Tenía pinta de oficinista. Era un oficinista.

Echándole un vistazo, cualquiera podría deducir que este hombre era un individuo puntilloso y mezquino, cauteloso y reprimido, nervioso y puritano, rencoroso y complaciente. La clase de personaje que Dickens hubiera descrito acompañado de un sentido magnificado de su propia importancia, sentado en un taburete alto con los pies colgando, y garabateando meticulosamente los libros de cuentas de alguna señera y respetable compañía. Lo que un médico del siglo XIII hubiera catalogado como la encarnación de uno de los cuatro humores esenciales que controlan el temperamento humano y cuyas cualidades fundamentales se encuentran en las propiedades básicas de la tierra, el agua, el viento y el fuego. En el caso de Crompton, se trataba del humor melancólico del agua, provocado por un exceso de bilis negra y fría, que tendía a convertirle en un individuo quisquilloso y huraño.

Más aún, Crompton representaba un triunfo para Lombrose y Kretschmer, era un cuento con moraleja andante, una exageración de la farsa romana, una triste caricatura de la humanidad.

Para poner aún peor las cosas, este Crompton era plenamente consciente de su personalidad endeble y predecible. Estaba enfadadísimo al respecto, pero era incapaz de hacer nada para cambiarla, con la sola excepción de odiar a muerte a los bienintencionados médicos que se la habían impuesto.

Allí donde miraba, Crompton observaba con envidia a todos aquellos seres humanos a su alrededor que, con todas sus maravillosas contradicciones y complejidades, luchaban constantemente por zafarse de los estereotipos con los que la sociedad les había encadenado. Se fijaba en las prostitutas de mal corazón, en los sargentos del ejército que detestaban la violencia, en los hombres ricos que nunca daban nada para la caridad, en los irlandeses que odiaban las peleas, en los griegos que nunca habían visto un barco, en los franceses desprovistos del sentido de la lógica. La mayor parte de los integrantes de la raza humana parecían llevar una vida de una riqueza maravillosa e impredecible, que entraba en erupción en la forma de pasiones repentinas y extrañas fases de calma, momentos en los que se decía una cosa y se hacía todo lo contrario. Seres que repudiaban su origen y sus raíces superando sus limitaciones, confundiendo a psicólogos y sociólogos, llevando a los psiquiatras a la bebida.

Pero este esplendor psíquico era algo imposible para Crompton, a quien los médicos habían amputado toda complejidad en nombre de la salud.

Con la condenable regularidad de un robot, Crompton llegaba puntual a su escritorio a las nueve de la mañana de cada día laborable. A las cinco ordenaba cuidadosamente sus libros de cuentas y volvía a su habitación austeramente amueblada. Una vez allí, tomaba una cena frugal de comida saludable y poco apetitosa, hacía tres solitarios, rellenaba un crucigrama y se retiraba a dormir a su estrecha cama. Cada sábado por la noche de su vida, Crompton se iba a ver una película, abriéndose paso a codazos en la cola del cine entre hileras de felices e impredecibles adolescentes. Los domingos y festivos estaban dedicados al estudio de la geometría euclidiana, ya que Crompton se consideraba un autodidacta. Y una vez al mes, más o menos, se dejaba caer por un kiosco para comprar una revista de contenido salaz. Ya cobijado en la privacidad de su habitación, Crompton procedía a devorar cada uno de sus contenidos hasta alcanzar un estado de éxtasis de desprecio por sí mismo, y terminaba destrozando aquella cosa detestable en cien pedazos.

Por supuesto que Crompton también era consciente de que había sido reducido a un estereotipo por su propio bien. Trataba de hacerse a la idea y adaptarse. Durante una temporada, se dedicó a cultivar la amistad de otros seres sin vuelta de hoja, otras personalidades del espesor de un papel de fumar. Pero todos aquellos que frecuentaba resultaron ser individuos satisfechos y autosuficientes, más que contentos con sus propias limitaciones. Eran así desde que nacieron, muy al contrario que Crompton, a quien los médicos habían transformado a la edad de once años. Muy pronto se dio cuenta de que la gente como él resultaba insufrible, y él más que nadie.

Trató, sin embargo, de hacerse un camino a través de los estrechos márgenes de su personalidad. Durante un tiempo consideró la posibilidad de emigrar a Marte o a Venus, pero acabó por no hacer ni una cosa ni la otra. Se registró en una agencia matrimonial de Nueva York donde le consiguieron una cita a ciegas. Crompton acudió a recoger a su dulce desconocida enfrente del Loew’s Júpiter, con un clavel en la solapa, tal y como habían acordado. Sin embargo, a menos de una manzana de distancia del teatro sufrió un ataque de pánico que le hizo temblar incontroladamente todo el cuerpo, y le obligó a volver a su habitación. Aquella noche Crompton hizo nueve solitarios y rellenó seis crucigramas hasta que consiguió calmar sus nervios. Lo consiguió a duras penas.

Intentara lo que intentase, Crompton no podía evitar actuar dentro de los estrechos confines que su personalidad le imponía. Su rabia enfocada hacia sí mismo y hacia sus bienintencionados médicos aumentaba sin cesar, y su necesidad de trascendencia crecía en consonancia.

Sólo le quedaba una manera de obtener la prodigiosa variedad de posibilidades, las contradicciones, las pasiones y la humanidad que otras personas disfrutaban. Así que Crompton continuó trabajando y esperando, hasta que finalmente alcanzó la edad de treinta y cinco años. Esta era la edad mínima legal requerida por las leyes federales para dar su consentimiento a una Reintegración de la Personalidad.

Al día siguiente de su treinta y cinco cumpleaños, Crompton dejó su puesto de trabajo, sacó los ahorros diligentemente amasados durante diecisiete años de esfuerzos y se fue a ver a su médico, completamente decidido a recuperar lo que le habían arrebatado.

El viejo doctor Berrenger condujo a Crompton al interior de su consulta, le ofreció asiento en una cómoda silla y le dijo:

—Bueno, muchacho, ya hace un tiempo que no nos veíamos. ¿Cómo te encuentras?

—Fatal —respondió Crompton.

—¿Y qué es lo que parece que te atormenta?

—Mi personalidad —dijo Crompton.

—Ya veo —añadió pensativo el viejo doctor, mientras miraba con simpatía el rostro de oficinista de Crompton—. Te sientes un poco entumecido, ¿no es eso?

—Entumecido no es para nada la palabra que encaja con mi estado —dijo Crompton con afectación—. Soy un robot, una máquina, un cero total.

—Vamos, vamos —intervino el doctor Berrenger—. Seguro que no hay para tanto. La adaptación requiere su tiempo…

—Estoy asqueado hasta la médula de mí mismo —sentenció Crompton con cierto malditismo—. Quiero la Reintegración.

El doctor Berrenger lo observaba con cautela.

—Y además —continuó Crompton—, ya he cumplido los treinta y cinco. Las leyes federales amparan mi decisión.

—Así es —dijo el doctor—, sin embargo, Alistair, como amigo y como médico tuyo que soy, no puedo sino aconsejarte lo contrario.

—¿Y por qué?

El viejo doctor emitió un largo suspiro y juntó los dedos de ambas manos en un triángulo.

—Podría ser peligroso para ti. Extremadamente peligroso. Fatal, quizá.

—Pero tengo una posibilidad de éxito, ¿no?

—Una posibilidad muy pequeña.

—Entonces, exijo mi derecho a la Reintegración.

El médico emitió un segundo suspiro, aún más largo que el anterior. Se dirigió a su fichero y extrajo una gruesa carpeta.

—De acuerdo —dijo—. Déjame que revise tu historial.

Alistair Crompton, hijo de Lyla y Beth Crompton, nacido en Amundsenville, Marie Byrd Land, Antártida. El padre era un capataz de las minas de plutonio Scott. La madre trabajaba a media jomada en la cadena de ensamblaje de la fábrica de transistores. Ambos progenitores tenían un historial de salud física y mental satisfactorio. El pequeño Alistair había dado muestras de una adaptación postnatal excelente.

En sus primeros nueve años de vida, Alistair parecía un niño normal en todos los aspectos, con la excepción de una cierta tendencia al aislamiento; sin embargo, esto no fue motivo de preocupación para sus padres, ya que los niños pueden mostrarse con frecuencia caprichosos o malhumorados. Aparte de este detalle, Alistair era un joven de gran curiosidad, afectivo, vigoroso y despreocupado, intelectualmente bastante por encima de la media habitual. Sin embargo, su tendencia al aislamiento se acrecentó marcadamente al cumplir los diez años. Había días en los que el niño se sentaba en una silla de su habitación durante horas, con la mirada vacía y perdida en la nada. En otras ocasiones no reaccionaba ni a su propio nombre.

(Estos «estados hipnóticos» no fueron reconocidos como síntomas de enfermedad alguna. Se consideraron simplemente como ensoñaciones de un niño muy imaginativo que acabarían remitiendo a medida que fuese creciendo).

Los estados catatónicos de Alistair fueron aumentando, sin embargo, en número e intensidad. Comenzó además a sufrir ataques histéricos que su médico de cabecera trataba a base de tranquilizantes, hasta que un fatídico día, a la edad de diez años y siete meses, Alistair golpeó a una niña sin motivo aparente. Cuando la niña comenzó a llorar, él intentó estrangularla. Sin embargo, muy pronto se dio cuenta de que el estrangulamiento quedaba muy por encima de sus posibilidades físicas, así que agarró un libro de texto y trató encarecidamente de romperle el cráneo con él. Un profesor del colegio apareció en mitad de la paliza, y consiguió detener y alejar a Alistair de la niña. La pequeña sufrió múltiples contusiones cerebrales, que obligaron a tenerla hospitalizada durante casi un año.

Cuando le preguntaron por qué lo había hecho, Alistair insistía en que él no había hecho nada. Alguien habría golpeado a la niña y ahora le echaban a él las culpas. El nunca le haría daño a nadie, repetía. Y, desde luego, menos aún a aquella niñita que tanto le gustaba. El aumento de presión en el interrogatorio sólo consiguió sumirlo en un estado de estupor que duró cinco días.

Incluso llegado este momento, aún había tiempo de salvar a Alistair, en el caso de que alguien hubiese sido capaz de diagnosticar los síntomas tempranos del virus de la esquizofrenia. Esta enfermedad respondía bien al tratamiento, incluso con los niños pequeños, en caso de ser diagnosticada con prontitud.

En las zonas templadas, el virus de la esquizofrenia había sido endémico durante siglos, provocando epidemias ocasionales tales como el clásico «baile de San Vito» en la Edad Media. Los estudios en inmunología todavía no habían sido capaces de desarrollar un vacuna contra el virus. El tratamiento habitual administrado era la llamada División Absoluta, aprovechando la fase de desarrollo en la que las personalidades esquizoides todavía eran maleables. Primero se detectaba y retenía la personalidad dominante, y se procedía a la integración del resto a través de un proyector Mikkleton en la materia pasiva de los llamados cuerpos Durier, réplicas biotecnológicas de seres humanos.

Los cuerpos Durier eran androides adultos con una estimación de funcionamiento adecuado de alrededor de cuarenta años. Las leyes federales permitían al sujeto someterse a una Reintegración de la personalidad una vez cumplidos los treinta y cinco años. En este momento, las personalidades desarrolladas en el interior de un cuerpo Durier podían, a petición de la personalidad dominante, ser devueltas al cuerpo y a la mente original, con una excelente previsión de Reintegración y fusión absoluta…

Eso en el caso de que la división se produjese a tiempo.

El médico de cabecera de la pequeña y aislada Amundsenville era un buen profesional en lo que tocaba al tratamiento de las congelaciones, las cegueras provocadas por las tormentas de nieve, el cáncer, la melancolía involutiva y otra enfermedades comunes del Polo Sur. Sin embargo, no sabía prácticamente nada en lo tocante a las enfermedades propias de las zonas templadas.

Así que Alistair fue trasladado a la enfermería del pueblo para ser puesto en observación durante dos semanas.

Durante la primera semana se mostró tímido, ausente y desconfiado, con momentáneos accesos de su antigua despreocupación y amabilidad. En la segunda semana comenzó a mostrar un gran afecto por su enfermera, que acabó por describirlo como «un verdadero encanto de chaval». Bajo la influencia de las cariñosas atenciones de esta mujer, Alistair comenzó a parecer el que había sido antes.

En su decimotercer día en la enfermería, Alistair le rajó la cara a su enfermera con un trozo de cristal de un vaso roto para, acto seguido, intentar desesperadamente cortarse la garganta. Fue hospitalizado por las heridas que se había causado, y se sumió en un estado cataléptico que el médico achacó al shock sufrido. Se prescribió reposo y tranquilidad total, lo que era la peor de las elecciones posibles en dichas circunstancias.

Después de dos semanas de estupor catatónico, la enfermedad había alcanzado su pico de virulencia. Los padres de Alistair mandaron al niño a la prestigiosa clínica Rivera de Nueva York, donde la enfermedad fue diagnosticada inmediata y acertadamente como el virus de la esquizofrenia en una fase avanzada.

Alistair, que ahora tenía once años, había tenido muy pocos contactos reales con el mundo circundante. Desde luego, no los suficientes como para proporcionar a los especialistas una base sobre la que trabajar. Ahora se encontraba en un estado catatónico casi continuo, sus personalidades esquizoides e irreconciliables se hacían fuertes progresivamente, su vida se desarrollaba en un extraño e inalcanzable crepúsculo en el que su única compañía consistía en las pesadillas que lo atormentaban. La División Absoluta tenía muy pocas probabilidades de éxito en un caso tan avanzado como este, pero sin ella, Alistair estaba condenado a pasar el resto de sus días internado en una institución psiquiátrica, privado de toda consciencia real, esclavizado para siempre en las mazmorras surrealistas de su mente.

Sus padres optaron por lo que parecía el mal menor y firmaron los documentos que permitían a los médicos hacer un último y desesperado intento de División.

Alistair fue operado a la edad de once años y un mes. En un estado de profunda sintohipnosis se consiguió invocar a tres personalidades esquizoides desde las profundidades de su mente. Los médicos charlaron con cada una de ellas y tomaron una decisión. Dos de las personalidades fueron proyectadas a sendos cuerpos Durier. La tercera de ellas, juzgada como la más adecuada de las tres, fue mantenida en el cuerpo humano original. Las tres personalidades sobrevivieron al trauma psíquico, y la operación fue considerada un éxito con reservas.

El neurohipnotista al mando, el doctor Vlacjeck, anotó en su informe que ninguna de las tres personalidades aisladas podían ser consideradas como adecuadas, y que difícilmente podrían aspirar a una Reintegración exitosa a la edad legal de treinta y cinco años. La operación había llegado demasiado tarde, y las personalidades habían perdido su entrelazado vital de rasgos comunes y simpatías, su afinidad esencial. Su informe aconsejaba que se abstuviesen de ejercer sus derechos a la Reintegración en un futuro, y que cada cual viviese sus vidas como mejor pudiera, cada uno de ellos instalado en su propia unidad mente-cuerpo.

Los dos Duriers fueron bautizados con nuevos nombres y enviados a las colonias de Marte y Venus. Los médicos les desearon lo mejor, pero no se mostraban muy optimistas al respecto.

Alistair Crompton, o la personalidad dominante en el cuerpo original, se recuperó de la operación, pero dos terceras partes vitales de sí mismo habían desaparecido, evaporadas junto a las personalidades esquizoides proyectadas en los Durier. Ciertos atributos humanos, emociones y capacidades le habían sido arrebatados para siempre, sin posibilidad de recambio o restitución.

Crompton creció, y se hizo mayor dotado únicamente de las características individuales de la personalidad dominante: sentido del deber, pulcritud, tenacidad y precaución. La inevitable exageración de dichas cualidades fue lo que convirtió a Crompton en un estereotipo, una personalidad monolítica pero consciente de sus carencias, azotada constantemente por un insatisfecho deseo de plenitud, fusión y Reintegración…

—Y así es como están las cosas, Alistair —dijo el doctor Berrenger cerrando la carpeta—. El doctor Vlacjeck desaconseja por completo la posibilidad de la Reintegración, y siento decir que yo opino lo mismo.

—Es mi única posibilidad —dijo Crompton.

—No se trata de una verdadera posibilidad —le respondió el doctor Berrenger—. Puedes reunir a tus otras personalidades de nuevo, pero no tienes la estabilidad necesaria para controlarlas, para fundirlas con la tuya… Mira, Alistair, conseguimos salvarte del virus de la esquizofrenia, pero la predisposición biológica sigue ahí. Intenta reintegrarte y te lanzarás de cabeza a una esquizofrenia funcional. Puedes darlo por hecho.

—Otros lo han conseguido —contestó Crompton.

—Por supuesto. Muchos otros. Pero todos tenían en común el haber sido operados a tiempo, antes de que las partes esquizoides se fortaleciesen.

—Tengo que agotar mis posibilidades —dijo Crompton—. Quiero que me entregue los nombres y las direcciones de mis Duriers.

—¿Pero es que no has oído lo que te he dicho? Cualquier intento de Reintegración significa la locura, o algo peor para ti. Como médico tuyo no puedo…

—Entregúeme las direcciones —le urgió Crompton fríamente—. Se trata de mi derecho legal, y yo siento que tengo la suficiente estabilidad como para mantener a los otros componentes de mi personalidad a raya. Cuando se encuentren completamente subordinados a mí, la fusión se producirá sin problemas. Seremos una unidad de funcionamiento… y yo me convertiré en un ser humano completo.

—No tienes ni idea de cómo son esos otros Cromptons —dijo el médico—. ¿Te consideras a ti mismo inadecuado? Alistair, ¡tú fuiste lo único de provecho entre todo aquel desbarajuste psíquico!

—No me importa en lo más mínimo cómo son —respondió Crompton—. Son parte de mí. Los nombres y las direcciones, por favor.

Meneando la cabeza con un gesto de preocupación, el médico se puso a anotarlos en un trozo de papel que entregó a Crompton.

—Alistair, esto que vas a hacer no tiene prácticamente ninguna probabilidad de éxito. Te ruego por última vez que consideres…

—Gracias, doctor Berrenger —interrumpió Crompton, se inclinó ligeramente a modo de despedida y se marchó.

Tan pronto como dejó la consulta, el sentido de autocontrol de Crompton comenzó a resquebrajarse. No había querido confiarle al doctor Berrenger sus inseguridades en tomo a la Reintegración. Estaba seguro de que el bienintencionado médico lo habría convencido finalmente para olvidarse del asunto. Sin embargo, ahora que tenía los nombres en el bolsillo y la responsabilidad era enteramente suya, la ansiedad comenzó a apoderarse de él. Sufrió un súbito ataque de pánico que a duras penas consiguió dominar, hasta que pudo coger un taxi que lo llevó de vuelta a su austera habitación, donde se arrojó a la cama de inmediato.

Estuvo tumbado en la cama cerca de una hora, con el cuerpo azotado por los espasmos de la ansiedad, aferrándose al cabecero de la cama como un hombre que se está ahogando. Pasada la hora el ataque de ansiedad cesó. Muy pronto fue capaz de controlar sus manos lo suficiente como para echarle un vistazo al papel que le había dado el médico.

El primer nombre con el que se encontró fue el de Edgar Loomis, de Elderberg, Marte. El otro era el de un tal Dan Stack, de East Marsh, Venus. Y eso era todo lo que ponía en el papel.

¿Cómo serían aquellas porciones encamadas de su personalidad? ¿Qué humores, qué perfiles estereotipados habían adquirido esos segmentos truncados de sí mismo?

El papel no decía nada de esto; tendría que ponerse manos a la obra y descubrirlo por sí mismo. Echó una partida de solitario mientras consideraba los riesgos. Su mente esquizoide había mostrado en ocasiones una considerable tendencia hacia la manía homicida. ¿Es que mejorarían las cosas en el caso de que la fusión fuera posible? ¿Es que tenía el derecho ético de aceptar el riesgo de arrojar a un monstruo en potencia sobre el mundo? ¿Estaba tomando la decisión más inteligente al afrontar la poderosa amenaza de la locura, la catatonía, la muerte?

Crompton estuvo dándole vueltas al asunto hasta bien entrada la noche. Al final, su naturaleza precavida se impuso sobre el resto de sus emociones. Dobló el papel cuidadosamente y lo metió en un cajón. Por mucho que anhelase la Reintegración y la plenitud psíquica, los riesgos eran simplemente demasiado grandes. Su existencia actual parecía, con mucho, preferible a la locura total.

Al día siguiente salió a la calle y encontró un trabajo de oficinista en una señera y respetable compañía.

Antes de poder darse cuenta, los hábitos de Crompton retomaron el antiguo poder sobre su vida. Una vez más, con la implacable seguridad de un robot, llegaba con puntualidad a su escritorio a las nueve de la mañana, salía a las cinco y regresaba a su habitación modestamente amueblada y a sus comidas saludables y poco apetitosas. Jugaba tres solitarios, rellenaba un crucigrama y se echaba a dormir. De nuevo volvió a ver una película los sábados por la noche, a estudiar geometría los domingos y, una vez al mes, a comprar, leer y destrozar en cien pedazos una revista de contenido salaz.

Su desprecio por sí mismo no hizo sino aumentar. Comenzó a coleccionar sellos, lo dejó. Se unió al Club de la Felicidad de la Asociación de Vecinos de su distrito en Amundsenville y salió por la puerta de atrás en la celebración de su primer baile. Intentó aprender a jugar al ajedrez, pero también lo abandonó. Comprendió que no era capaz de superar sus limitaciones de esa manera.

A su alrededor continuaban exhibiéndose las contradicciones de la humanidad en toda su infinita riqueza y variedad. El festín de la vida se extendía ante sus narices, y no era capaz de tomar ni una cucharadita. Una imagen mental lo acosaba en forma de ensoñaciones diurnas, la de él mismo pasando otros veinte años en la monótona y desoladora rutina del oficinista. Treinta, cuarenta años, sin descanso ni esperanza, con la única escapatoria que puede ofrecer la muerte.

Crompton pasó otros seis meses pensando en ello, concienzuda y metódicamente, como de costumbre. Finalmente decidió que la locura era, en todo caso, preferible a la vida que estaba llevando.

Así que dejó su trabajo y, una vez más, sacó los ahorros diligentemente amasados durante diecisiete años y seis meses de duro trabajo. Esta vez compró un billete directo a Marte, clase turista, para buscar a Edgar Loomis, de Elderberg.

Provisto de un grueso volumen de crucigramas, Crompton se encaminó hacia el puerto espacial de Idlewind a la hora señalada, soportó el salto de alta gravedad para acceder a la Estación Tres, tomó el transbordador Lockheed-Lackawanna hasta la lanzadera espacial en órbita, subió al cohete que hacía el puente espacial Tierra-Marte, y llegó a la Estación Marte Uno. Allí pasó por aduanas, inmigración y servicios sanitarios, para tomar un último transbordador que lo dejó en Puerto Newton, Marte. En Puerto Newton tuvo que esperar los tres días obligatorios del periodo de aclimatación, aprendió a usar la bolsa estomacal auxiliar, recibió estoicamente una andanada de inyecciones vigorizantes y, finalmente, le fue entregado un pasaporte válido para visitar cualquier región del planeta. Pertrechado con él, Crompton cogió un tren rápido a Elderberg, cerca del Polo Sur marciano.

El rápido reptaba a través de monótonas e interminables llanuras, dejando atrás matorrales bajos y grises que luchaban por su supervivencia en el frío y desnutrido aire marciano. Atravesaron gigantescas regiones pantanosas pobladas por una escasa tundra verde, pero Crompton continuaba ocupado con sus crucigramas. Cuando el conductor anunció que estaban atravesando el Gran Canal de Marte, miró a través de la ventanilla movido por un momentáneo interés, pero se trataba simplemente de una hendidura no demasiado profunda dejada por el cauce de un rio extinguido. La vegetación que crecía en el fondo barroso del cauce era de un verde oscuro, casi negro. Crompton volvió al crucigrama.

Atravesaron después el Desierto Naranja, y pararon en pequeñas estaciones donde colonos de grandes sombreros y largas barbas se acercaban al tren para conseguir sus concentrados de vitaminas y el microfilm del Sunday Times. Finalmente alcanzaron las afueras de Elderberg.

Este pueblo era el principal foco de todas las operaciones agrícolas y mineras del Polo Sur marciano. También era un centro de retiro vacacional para la gente adinerada que acudía allí a tomar sus célebres baños de longevidad. Y como sorpresa estrella del viaje, la zona tenía una temperatura media de 20 grados centígrados, que se mantenían más o menos constantes gracias a la actividad volcánica, lo que la convertía en la región más cálida de Marte. Los habitantes del planeta se solían referir a ella como «los trópicos».

Crompton se registró en un pequeño motel, después se unió a las multitudes de hombres y mujeres vestidos con brillantes colores que paseaban sin prisas a lo largo de las graciosas y algo demodés calles de Elderberg. Se fijó en los palacios-casino, cotilleó en las tiendas que ofrecían genuinas reliquias de la extinta raza marciana, echó un vistazo a los nuevos salones de cócteles y a los deslumbrantes restaurantes. También dio un respingo al ser acosado por una joven muy pintada que le invitaba a visitar con ella el Mama Teele’s, donde la baja gravedad convertía todo lo que ya de por sí estaba muy bien en algo todavía mejor. Se libró de ella, y de una docena como ella, y se sentó en un pequeño parque a rumiar y ordenar sus pensamientos.

Elderberg estaba allí, extendido a su alrededor, rebosante de placeres y orgulloso de sus vicios. ¡Y esa Jezabel pintarrajeada a quien había rechazado con un gesto de desprecio de sus magros labios! Y detrás de ese desprecio en la boca, unos ojos y unas fosas nasales que se ahogaban en el gesto de la contención y la repulsa forzada. Sí, una parte de él se inclinaba hacia los más mundanos vicios como una alternativa a su vacía y estéril existencia.

Pero, tristemente, Elderberg no conseguía corromperle más de lo que Nueva York lo había hecho. Quizá el ingrediente que faltaba se llamaba Edgar Loomis.

Crompton comenzó su búsqueda en los hoteles, que comenzó a rastrear siguiendo un orden alfabético. Los recepcionistas de los tres primeros afirmaron que no tenían ni idea de dónde estaba Loomis y que, por cierto, en el caso de que apareciese, había un pequeño tema pendiente de unas facturas sin pagar. El cuarto creía que Loomis se había unido a los equipos de la gran prospección minera de Saddle Mountain. En el quinto hotel, un establecimiento muy reciente, nadie lo conocía. En el sexto, una mujer joven vestida con ropas escandalosas se puso a reír con un tono levemente histérico al escuchar el nombre de Loomis, pero se negó a dar cualquier tipo de información sobre su paradero.

En el séptimo hotel, el recepcionista le dijo que Edgar Loomis estaba instalado en la suite 314, pero que no se encontraba en el establecimiento en esos momentos. Lo más probable era que lo encontrase en el club Planeta Rojo.

Crompton se hizo con la dirección del garito. A continuación, con el corazón latiéndole a toda velocidad, se encaminó hacia la parte vieja de Elderberg.

El panorama cambiaba radicalmente en esta zona de la ciudad, los hoteles parecían más sucios y descuidados. Los carteles anunciadores se descolgaban hechos jirones de las paredes, y las fachadas estaban bombardeadas por las ocasionales tormentas de arena. Las salones de juego, muy numerosos, se apelotonaban junto a las discotecas que anunciaban sus diversiones a voz en grito, en sesiones de mañana y noche. Aquí los turistas convencionales se concentraban en grupos, armados con sus cámaras y grabadoras en busca de un poco de color local, disponiéndose a una distancia segura para tomar instantáneas de ocasión del hechizante glamour, que los avispados promotores turísticos vendían junto al eslógan de Elderberg: «La Nínive de los tres planetas». Y aquí estaban las agencias de viaje, que ofrecían sus particulares safaris, como el célebre descenso a las cavernas de Xanadú, o el largo recorrido en jeep del desierto hasta la Serpentina del Diablo. Aquí se podía encontrar también la ominosa Fábrica de Ensueños, comercio que ofrecía cualquier narcótico conocido por el hombre, todavía en el negocio a pesar de los esfuerzos de las autoridades locales por conseguir su cierre. Y también por esta zona vagabundeaban los fulleros y los buscavidas de todo tipo, que ofrecían «auténticos bajorrelieves en piedra del antiquísimo arte marciano» o cualquier otra cosa que estuvieses buscando.

Crompton encontró finalmente el club Planeta Rojo, entró despacio y esperó hasta que sus ojos se habituaron a la densa atmósfera de tabaco y kif. Observó a los turistas desparramados a lo largo de la barra con sus camisas de colores alegres, se fijó en los locuaces guías turísticos y en los mineros de aspecto brutal. Reparó en las mesas de juego en las que se disponían mujeres parlanchínas y hombres orgullosos de su anaranjado bronceado marciano que, según se decía, tardaba un mes en fijarse en la piel.

Entonces, sin posibilidad de confusión alguna, apareció Loomis.

Estaba en la mesa de juego central, en compañía de una llamativa rubia que, a primera vista, aparentaba unos treinta años, con un segundo examen, alrededor de los cuarenta y, después de mirarla con detenimiento, quizá cuarenta y cinco. La mujer estaba apostando enfebrecida, mientras Loomis la contemplaba con una sonrisa divertida.

Era un tipo alto y esbelto. Su manera de vestir podría ser descrita con precisión como de estilo rococó. Sus cabellos, alisados y peinados hacia atrás en el estrecho cráneo, eran de un castaño oscuro. Una mujer no demasiado exigente podría haberlo considerado un tipo guapo.

Físicamente no se parecía en nada a Crompton, pero había una afinidad, una conexión, un sentido instantáneo de familiaridad que todos los miembros de una División Absoluta de personalidad compartían. Mente llamando a mente, las partes suspirando por el todo con una intensidad casi telepática. Y Loomis lo sintió, levantó su cabeza hacia Crompton y clavó su mirada en sus enormes gafas.

Crompton comenzó a caminar hacia él. Loomis le susurró algo al oído a la rubia, dejó la mesa central y se encontró con Crompton en mitad del establecimiento.

—¿Quién eres? —preguntó Loomis.

—Alistair Crompton. ¿Tú eres Loomis? Yo tengo el cuerpo original y… ¿Sabes de lo que te estoy hablando?

—Sí, por supuesto —respondió Loomis—. Llevaba un tiempo preguntándome si te dejarías caer por aquí. Umm… —Examinó a Crompton de la cabeza a los pies sin parecer muy contento con lo que estaba viendo—. Bueno —dijo finalmente Loomis—. Vamos a subir a mi suite para hablar un poco. Allí estaremos más cómodos.

Volvió a mirar a Crompton sin ocultar una expresión de disgusto, y salieron juntos del local.

La suite de Loomis era una maravilla y una revelación. Crompton casi se cayó al suelo al hundir los pies en una alfombra oriental de medio palmo de espesor. La luz era muy tenue y dorada, y una constante sucesión de sombras inquietantes aparecía y desaparecía fantasmagóricamente de las paredes, adoptando la forma de figuras humanas para después transmutarse en animales, recreando las fantasías brumosas de una pesadilla infantil que acababa disolviéndose entre los espectaculares mosaicos del techo. Crompton ya había oído hablar de la música de sombras, pero jamás la había contemplado.

Loomis comentó:

—Está tocando una pieza muy suave que se llama «El descenso a Kartherum». ¿Qué te parece?

—Es… impresionante —contestó Crompton—. Debe de ser algo carísimo, ¿no?

Loomis respondió despreocupadamente:

—La verdad es que es un regalo. ¿No vas a sentarte?

Crompton se instaló en un sillón muy profundo que se acomodó de inmediato a su contorno corporal, y comenzó a masajearle la espalda muy despacio.

—¿Quieres beber algo? —preguntó Loomis.

Crompton rechazó tímidamente la invitación con un movimiento de cabeza. En ese momento comenzó a notar la fragancia que inundaba la habitación, una mezla compleja y cambiante de especias y tonos dulzones, con una pizca de olor a putrefacción.

—Ese olor…

—Supongo que lleva algún tiempo acostumbrarse —dijo Loomis—. Es una sonata olfatoria compuesta como acompañamiento para la canción de sombras. Ahora la quito.

Loomis quitó la sonata olfatoria y puso otra cosa. Crompton comenzó a escuchar una música que parecía originarse en su propia cabeza. La melodía era lenta y sensual, insoportablemente penetrante. A Crompton le pareció que ya la había escuchado antes, en algún otro momento y lugar.

—Se llama «Déjà Vu» —dijo Loomis—. Tecnología de transmisión psíquica directa. Bonito juguete, ¿no te parece?

Crompton sabía que Loomis estaba tratando de impresionarlo. Y, de hecho, estaba impresionado. Mientras Loomis servía las bebidas, Crompton no dejaba de mirar a su alrededor las esculturas, los suntuosos tapizados y cortinajes, el fabuloso mobiliario y los objetos imposibles que se apiñaban barrocamente en la suite. Mientras tanto, su mente de contable hacía por su cuenta una estimación rápida de los costes de todas esas cosas, añadiendo los gastos de transporte desde la Tierra y el porcentaje de impuestos, para producir una suma del total.

Completamente anonadado, Crompton cayó en la cuenta de que sólo en esa habitación había bienes por más valor de lo que él podía ganar en tres vidas y media trabajando como contable.

Loomis le pasó a Crompton un vaso:

—Licor de aguamiel —dijo—. Lo más in en Elderberg para esta temporada. Ya me dirás qué te parece.

Crompton dio un sorbo de aquel brebaje dorado.

—Delicioso —dijo—. Será muy caro, supongo.

—Bastante, sí. Pero a mí me parece que lo mejor es simplemente lo suficiente, ¿no te parece?

Crompton no respondió. Miró con detenimiento a Loomis y atisbo los signos incipientes de deterioro de un cuerpo Durier. Observó cuidadosamente sus rasgos faciales, bellos y bien definidos, su suave cabello castaño oscuro, la despreocupada elegancia de su vestimenta, pero también las patas de gallo que comenzaban a dibujarse en el borde de sus párpados, y las mejillas hundidas en las que se percibía el rastro de algún producto cosmético. Observó también su habitual sonrisa indulgente, y el desdeñoso gesto de sus labios, el tamborileo nervioso de sus largos dedos sobre una mesita de marfil, y la manera complaciente con la que se dejaba caer en su exquisito sofá.

Ante sus ojos se exhibía el estereotipo del perfecto sensualista, el hombre que vivía únicamente para los placeres y la perezosa contemplación. Aquí estaba la encamación del humor sanguíneo del fuego, provocado por un exceso de sangre caliente que tendía a hacer del hombre un ser irreparablemente vicioso y excesivamente inclinado a las gratificaciones de la carne. Y, del mismo modo que él, Loomis era una personalidad monolítica, del grosor de un papel de fumar. Sus deseos completamente predecibles, sus miedos obvios para cualquiera.

En Loomis se encontraba todo el potencial amputado de Crompton para el placer, aislado y concentrado en un solo individuo. Loomis era principio de placer en estado puro, y ese principio era vitalmente necesario para la mente y el cuerpo de Crompton.

—¿Y de qué vives? —preguntó Crompton cortantemente.

—Pues… Digamos que ofrezco ciertos servicios por los que recibo unos honorarios —respondió Loomis con una sonrisa.

—En otras palabras —dijo Crompton—, eres una sanguijuela y un parásito. Te aprovechas de los ricos ociosos que vienen en manada a Elderberg.

—Por supuesto que tú lo verás de esa manera, mi puritano y trabajador hermano —dijo Loomis mientras encendía un cigarrillo de color marfil pálido—. Sin embargo, mi punto de vista al respecto es bastante diferente. Trata de verlo de este modo: hoy día prácticamente todo está enfocado desde la perspectiva de los pobres, como si hubiese algún tipo de virtud especial en la miseria. ¡Pero puedo asegurarte que los ricos también tienen sus necesidades! No como las de los pobres claro, pero tampoco menos urgentes o importantes. Los pobres necesitan alimentos, cobijo, atención sanitaria… Los gobiernos hacen un buen trabajo al respecto, un trabajo admirable pero ¿es que nadie ha pensado en los ricos? La gente puede reírse ante la sola idea de un hombre rico con problemas pero ¿es que la simple posesión de una fortuna significa estar al margen del drama de la existencia? ¡Te aseguro, mi querido y puritano hermano, que no es así ni mucho menos! Muy al contrario, la riqueza incrementa y agudiza las necesidades del hombre, y lo pone en una situación de desamparo mucho mayor que la del pobre, cuyos requerimientos son menores, en número y complejidad.

—Si es como dices, ¿cómo es que los ricos no se despojan de sus fortunas? —preguntó Crompton.

—¿Y cómo es que los pobres no se despojan de su pobreza? —le respondió Loomis—. No, no puede ser, estamos obligados a aceptar las condiciones que la vida nos impone. La carga que recae sobre el rico es pesada, su obligación es llevarla lo mejor posible, y buscar ayuda para ello si es necesario. Los ricos necesitan simpatía y comprensión, y yo soy un tipo realmente simpático. Los ricos necesitan gente a su alrededor que sea capaz de apreciar el lujo, y enseñarles a disfrutarlo, y creo que pocas personas pueden apreciar ese lujo tan bien como lo hago yo. ¡Y las mujeres, Crompton! Ellas también tienen sus necesidades, necesidades imperiosas y urgentes, que sus maridos no pueden aliviar debido a la tensión profesional en la que viven. Esas mujeres, Crompton, no pueden entregarse a cualquier patán que se encuentren por la calle. Son seres hipersensibles, sofisticados y altamente sugestionables. Necesitan del matiz, la sutileza y las atenciones de un hombre de imaginación elevada, que esté dotado a su vez de una exquisita sensibilidad. Este tipo de hombre, Crompton, brilla por su ausencia en el aburrido mundo que ellas habitan. Y resulta que mi talento descansa en este particular. De ahí que lo ejercite al máximo, y que, por supuesto, espere una compensación. Como cualquier otro trabajador.

Loomis se recostó en su diván exhibiendo una amplia sonrisa. Crompton le miraba inmóvil y con cierto horror. Le resultaba casi imposible creer que ese ser corrupto, ese gigoló tan aparentemente satisfecho de sí mismo, esa criatura parásita con el sentido moral de un visón fuese parte de sí mismo. Lo era, sin embargo, y constituía un componente imprescindible de su anhelada Reintegración.

—En fin —comenzó a decir Crompton—, tu interpretación del juego es cosa tuya. Yo soy la personalidad Crompton fundamental, y habito el cuerpo Crompton original. He venido a reintegrarte.

—No estoy interesado —respondió Loomis.

—¿Quieres decir que no vas a hacerlo?

—Exactamente

—Me parece que no acabas de comprender —dijo Crompton— que eres un ser incompleto, inacabado… Tienes que albergar el mismo impulso hacia la plenitud que yo. Y esa plenitud sólo es posible por medio de la Reintegración.

—Lo entiendo perfectamente —respondió Loomis.

—¿Entonces?

—No —dijo Loomis—. Puede que, en ocasiones, tenga ciertas fantasías de realización psíquica, pero puedo asegurarte que tengo una necesidad mucho más urgente de continuar llevando mi vida tal y como lo estoy haciendo, de una manera que yo encuentro plenamente satisfactoria. El lujo tiene sus compensaciones, ya me entiendes.

—Me parece que estás olvidando algo. Vives en un cuerpo Durier con una estimación aproximada de funcionamiento de unos cuarenta años. Si no te reintegras, te quedan un máximo de cinco años más de vida. Un máximo, insisto. Algunos cuerpos Durier se han acabado rompiendo en mucho menos tiempo.

—Lo sé —respondió Loomis, ligeramente ceñudo.

—La Reintegración no será tan mala —dijo Crompton, esperando encontrar un argumento que le diese la baza ganadora—, tus impulsos hacia el placer no van a perderse. Simplemente, serán empleados en una mejor proporción.

Loomis pensó largo rato, concentrándose en su cigarrillo marfil pálido. Después miró a Crompton abiertamente y dijo:

—No.

—Pero, tu futuro…

—Sencillamente, no soy el tipo de persona que se preocupa por el futuro —dijo Loomis con una sonrisa apacible—. Me conformo con vivir día a día, disfrutándolos al máximo. Dentro de cinco años… ¿Quién sabe? ¿Sabes tú lo que pasará dentro de cinco años? ¡Cinco años es una eternidad! Seguro que para entonces ya han inventado algo nuevo.

Crompton resistió un impulso repentino de estrangular a Loomis hasta que entrase en razón. Estaba claro que el sensualista vivía únicamente en un presente continuo, sin perder un segundo de sus pensamientos en un futuro distante e incierto. Un plazo de cinco años era algo inabarcable para un Loomis que ahora parecía más seguro que nunca de su decisión. Tenía que habérselo imaginado.

Procurando parecer tranquilo, Crompton volvió a la carga:

—No inventarán nada. En cinco años, cinco cortos años, estarás muerto.

Loomis se encogió de hombros.

—Tengo por costumbre no preocuparme de nada que ocurra más allá del próximo jueves. Te propongo algo viejo, nos vemos en tres o cuatro años y volvemos a hablar del asunto.

—Eso no es posible —contestó Crompton—. Tú estarás en Marte, yo en la Tierra, y nuestro tercer componente en Venus. Nunca nos encontraremos a tiempo. Además, ni siquiera te acordarás de esta conversación.

—Ya veremos, ya veremos… —dijo Loomis, mirando su reloj—. Ahora, si no te importa, estoy esperando una visita que sin duda preferiría…

Crompton se levantó.

—Si cambias de idea, estoy en el motel Luna Azul. Sólo voy a quedarme aquí un día o dos más.

—Procura divertirte —dijo Loomis. Y no dejes de visitar las cavernas de Xanadú. ¡Unas vistas increíbles!

Completamente noqueado, Crompton salió de la fastuosa suite de Loomis y regresó a su motel.

Esa noche Crompton comió algo en un puesto de comida rápida. Pidió una marteburguesa y un batido Desierto Rojo. Después compró una revista de autodefinidos en un quiosco. Regresó a su habitación, rellenó tres crucigramas y se fue a dormir.

Al día siguiente trató de decidir qué hacer. Parecía no haber manera de convencer a Loomis. ¿Debería marchar a Venus para encontrar a Dan Stack, la otra porción perdida de su personalidad? No, eso no tendría sentido. Incluso en el caso de que Stack estuviese de acuerdo con la Reintegración, todavía les faltaría un tercio vital de ellos mismos, Loomis, el todopoderoso principio del placer. Dos tercios quedarían anhelando la plenitud todavía más desesperadamente que uno, y sufrirían el doble. Pero, por lo que parecía, a Loomis no había quien lo convenciese.

Dadas las circunstancias, lo único que Crompton podía hacer era regresar a la Tierra sin reintegrarse y hacer lo que estuviera en su mano para llevarlo lo mejor posible. Después de todo, no dejaba de encontrar cierto gozo en la dedicación al trabajo duro. Había un innegable placer en la inmovilidad, la introspección, y el aislamiento. Las virtudes de lo frugal no debían ser subestimadas.

Le resultaba algo difícil, sin embargo, creerse lo que se estaba diciendo. Con el corazón todavía en un puño, marcó el teléfono de la estación de Elderberg y reservó una plaza en el rápido nocturno a Puerto Newton.

Mientras hacía la maleta, una hora antes de la salida del rápido, la puerta de su habitación se abrió de par en par. Edgar Loomis entró súbitamente, miró con nerviosismo a su alrededor, se giró atropelladamente, cerró la puerta y echó el cerrojo.

—He cambiado de idea —dijo sin resuello—. He decidido reintegrarme.

La alegría inicial de Crompton al oír sus palabras se transformó rápidamente en una súbita sospecha.

—¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea? —le preguntó.

—¿Acaso importa? —dijo Loomis—. ¿No podemos simplemente…?

—Quiero saber por qué —dijo Crompton.

—Mira, es un poco difícil de explicar. Acabo de…

En ese momento alguien comenzó a golpear la puerta con fuerza, mientras gritaba el nombre de Loomis entre una sarta de improperios. Loomis se puso lívido bajo su anaranjado bronceado.

—¡Por favor! —dijo.

—Desembucha —dijo Crompton, implacable.

La frente de Loomis comenzó a adornarse con gruesas gotas de sudor frío.

—Cosas que pasan —dijo—. A veces te encuentras con un marido que no es capaz de apreciar las pequeñas atenciones que le dedicas a su esposa. ¡Hasta los ricos pueden ser espantosamente burgueses de vez en cuando! Mira, los maridos son uno de los riesgos a los que yo me enfrento en mi trabajo. Así que, una o dos veces al año, me veo obligado a tomarme unas pequeñas vacaciones en la montaña, en una cueva que he amueblado en All Diamond. Es un sitio estupendo, muy cómodo, aunque la comida, desde luego, no es una maravilla. Con un par de semanas fuera de la circulación, el asunto se ha enfriado y puedo regresar.

Los golpes en la puerta crecieron en intensidad. Una voz grave gritaba con odio:

—¡Sé que estás ahí, Loomis! ¡Sal ahora mismo o tiro la jodida puerta y te la estampo en la cabeza, insecto!

Las manos de Loomis temblaban sin control.

—Le tengo pánico a la violencia física —dijo—. Oye, no podríamos reintegramos de una vez, y luego te explico…

—Quiero saber por qué en esta ocasión no te has ido a tu cueva —dijo Crompton.

Comenzaron a escuchar el ruido provocado por un cuerpo que se lanzaba brutalmente contra la puerta. Loomis habló, consumido por el pánico:

—¡Ha sido culpa tuya, Crompton! Desde que has llegado me he vuelto descuidado. He perdido mi aguda intuición de la oportunidad, mi sexto sentido del peligro… Maldita sea, Crompton… ¡No escapé a tiempo! ¡Yo, cogido in fraganti! Casi no salgo entero, con ese neandertal, ese culturista de pueblo metido a nuevo rico persiguiéndome por toda la ciudad. ¡Buscándome en los hoteles y en los bares, amenazándome con romperme las piernas! Mira, ya no me quedaba pasta para alquilar un jeep, y tampoco tenía tiempo para empeñar las joyas… ¡Y lo único que hizo la policía fue reírse de mí, negándome su protección! ¡Crompton, te lo suplico!

La puerta parecía a punto de ceder bajo los salvajes golpes. Crompton miró con una sensación de triunfo a aquel aterrado componente de su personalidad que, finalmente, había mostrado sus debilidades esenciales.

—Ven —dijo Crompton—. Vamos a reintegramos.

Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos, las partes reivindicando el todo. Sus potenciales psíquicos trabajaron al máximo de concentración para establecer un puente a través del vacío interpersonal. Entonces Loomis emitió un último estertor, y su cuerpo Durier se colapso, plegándose sobre sí mismo como una muñeca de trapo. En ese mismo momento, las rodillas de Crompton se doblaron como si alguien hubiese soltado un gran peso sobre sus hombros.

La cerradura saltó destrozada y la puerta se abrió dando un fuerte golpe en la pared. Un individuo moreno, pequeño y fuerte, con los ojos inyectados en sangre, entró en tromba en la habitación.

—¿Dónde está? —gritó el hombre.

Crompton señaló el cuerpo de Loomis tendido en el suelo.

—Un infarto —dijo.

—Oh, Dios —dijo el hombre, confundido por la rabia y el shock de ver el cuerpo—. Oh, Dios… Yo no…

—Estoy seguro de que se lo merecía —dijo Crompton con frialdad, mientras recogía su maleta y salía para tomar el rápido nocturno.

Aquel largo y monótono viaje a través de las llanuras marcianas vino a ser una cura de descanso para ambos. Crompton y Loomis tuvieron la oportunidad de tomar consciencia de su nuevo estado con tranquilidad, así como de sopesar ciertos problemas básicos con los que dos mentes encadenadas a un mismo cuerpo tienen que enfrentarse.

No había problema alguno en decidir quién tomaba las riendas. Crompton era la personalidad dominante que durante treinta y cinco años había habitado el cuerpo de Crompton. En circunstancias normales, Loomis no podía hacerse con el control. Tampoco tenía el menor deseo de hacerlo. Aceptaba su papel de secundario con resignación y buen talante, y se encomendaba a las tareas de consejero y comentarista con su característica visión flemática.

Pero la Reintegración no se produjo. Crompton y Loomis habitaban una única mente como un sistema de planeta y satélite, entidades independientes y, sin embargo, íntimamente relacionadas. Vigilándose la una a la otra con cautela, incapaces de desprenderse de su individualidad y muy poco inclinadas a hacerlo. Por supuesto que cierta filtración de pensamientos entre una y otra mente ya estaba teniendo lugar, pero la fusión completa en una única personalidad a partir de sus elementos discretos no podría tener lugar hasta que Dan Stack, el tercer componente, entrase en juego.

E incluso entonces, como le recordaba Crompton al optimista Loomis, la Reintegración podría no ser exitosa. Asumiendo que Stack quisiera tomar parte (y bien podría no ser así), las tres partes esquizoides podrían resistirse a la fusión o encontrarla imposible de conseguir. En dicho caso, los conflictos derivados de compartir un mismo cuerpo les llevarían con seguridad a un estado de completa locura.

—¿Por qué tienes que preocuparte tanto, viejo? —preguntó Loomis.

—Porque es algo de lo que preocuparse —replicó Crompton—. Incluso en el caso de que los tres consigamos la Reintegración, la mente resultante podría no ser estable. Los elementos psicóticos podrían prevalecer, y entonces…

—Entonces tendremos que tomarlo tal y como venga, ¿no? —dijo Loomis—. Día a día, poco a poco.

Crompton asintió. Loomis, el lado afable, optimista y sibarita de su personalidad estaba teniendo al fin algún efecto sobre él. Haciendo un pequeño esfuerzo logró dejar de preocuparse. Muy pronto fue capaz de hacer un crucigrama, mientras Loomis se entretenía con las rimas de una villanella.

El rápido llegó a Puerto Newton, y Crompton se embarcó en un transbordador que le llevase a la Estación Marte Uno. Pasó por aduanas, inmigración y servicios sanitarios, y cogió el cohete que hacía el puente hasta el Nudo de Travesías Interplanetarias. Allí tuvo que esperar quince días para que llegase la próxima nave con rumbo a Venus. El joven y serio oficial que atendía la ventanilla de los billetes les dijo algo sobre los problemas de «oposiciones» y «órbitas económicas», pero ni Crompton ni Loomis pudieron entender de qué les estaba hablando.

En cualquier caso, el retraso resultó ser valioso. Loomis fue capaz de producir una firma aceptable para una nota en la que le pedía a un amigo suyo de Elderberg que vendiese sus propiedades, pagase sus facturas, se hiciese con una pequeña comisión de amigo a cuenta de las molestias y le mandase a su heredero, el señor Crompton de Nueva York, el dinero que quedase. Las transacciones quedaron completadas el undécimo día y le proporcionaron a Crompton un total de casi tres mil anhelados dólares.

Finalmente llegó la nave para Venus. Crompton se puso manos a la obra para aprender a nivel básico el yggdra, lenguaje madre de los distintos dialectos que usaban los aborígenes venusinos. Por primera vez en su vida, Loomis intentó hacer también un esfuerzo, dejó a un lado su villanella y se exprimió los sesos enfrentándose a las complejidades del yggdra. Rápidamente acabó aburriéndose con el elaborado sistema de declinaciones y conjugaciones, pero persistió en sus esfuerzos, llegando a sorprender al estudioso y trabajador Crompton.

Como respuesta, Crompton realizó unas cuantas tentativas de apreciación de la belleza. Instruido y tutelado por Loomis, asistió a los conciertos que se ofrecían en la nave, observó las pinturas expuestas en el salón principal, e incluso dedicó un largo rato a la simple contemplación apasionada de las estrellas que centelleaban a través del observatorio de la nave. Todo ello le parecía en el fondo una considerable pérdida de tiempo, pero perseveró en sus intentos.

Esta fase cooperativa se vio interrumpida, sin embargo, en el décimo día de travesía. La razón fue la mujer de un colono venusino de segunda generación a quien Crompton había conocido en el observatorio. La joven había estado en Marte siguiendo un tratamiento para la tuberculosis, y ahora volvía a su planeta.

Era una chica pequeña, vivaz y de ojos chispeantes. Tenía una figura bonita y esbelta, y su pelo era oscuro y brillante. Estaba aburrida de la interminable travesía espacial.

Fueron a tomar una copa al bar de la nave. Después de cuatro martinis, Crompton fue capaz de relajarse y de cederle algo de protagonismo a Loomis, lo que él hizo encantado. Loomis bailó con ella conduciéndola hasta la máquina de discos. Entonces, generosamente, se hizo a un lado para que Crompton tomase el mando, embobado, nervioso, torpe y completamente entusiasmado. Y fue Crompton el que la condujo de vuelta a la mesa, Crompton el que charló muy animado con ella, y también Crompton el que la tomó de la mano, mientras un paternal Loomis se dedicaba a observar los acontecimientos.

Aproximadamente a las dos de la mañana, hora de la nave, la chica se retiró después de haber mencionado como si tal cosa el número de su camarote. Crompton regresó como un autómata al suyo en el puente B, y se derrumbó felizmente en la cama.

—¿Y bien? —dijo Loomis.

—¿Y bien, qué?

—Vamos a su camarote. La invitación ha sido bastante clara.

—No hubo invitación alguna —replicó un Crompton en estado de confusión.

—Te ha dado el número de su habitación —remarcó Loomis—. Eso, unido al resto de los sucesos de la velada constituye una invitación ineludible, casi una obligación, diría yo.

—¡No es posible!

—Créeme —insistió Loomis—. Tengo algo más de experiencia que tú en estos asuntos. La invitación es clara, el camino está bien despejado. ¡Adelante!

—¡No, no, no! —repitió Crompton—. Yo no haría… Quiero decir que no podría… No sería…

—La falta de experiencia no es excusa —espetó Loomis—. La naturaleza es generosa de sobra a la hora de ayudarle a uno a descubrir su propio camino. Trata de pensar en el hecho de que arañas, babuinos, lobos, tigres, ratones y otras criaturas sin una centésima parte de tu inteligencia se las apañan muy bien para conseguir de manera natural lo que tú encuentras tan imposible. ¡Supongo que no vas a dejar que un ratón te deje en ridículo!

Crompton se levantó de la cama, se secó el sudor de la frente e hizo un par de tentativas de alcanzar la puerta del camarote. Después retrocedió y se sentó en la cama.

—Definitivamente, no lo haré —dijo con firmeza.

—Pero ¿por qué?

—No sería ético. La joven está casada.

—El matrimonio —dijo Loomis pacientemente— es una institución humana. Pero antes del matrimonio también había hombres y mujeres, y ciertos modos de conducta entre ellos. Y las leyes naturales siempre prevalecieron sobre las humanas.

—Es algo inmoral —dijo Crompton sin mucho convencimiento.

—En absoluto —afirmó Loomis tajante—. Tú no estás casado, así que no hay culpa alguna que te afecte en este asunto. Ella sí que lo está. Eso es problema suyo. Pero recuerda, se trata de un ser humano capaz de tomar sus propias decisiones, y no una simple propiedad de su marido. Ella ha decidido, y nosotros tenemos que respetar su integridad y su voluntad, de otro modo estaríamos insultándola. Por último nos queda su marido, que no va a saber nada de esto, y por lo tanto no va a sufrir. De hecho va a salir ganando, porque su mujer, en recompensa, se mostrará especialmente cariñosa con él a la vuelta de su viaje. Él asumirá que dicho cambio es debido únicamente a su personalidad y a su carisma y, en consecuencia, su propio ego saldrá reforzado. Así que ya ves, Crompton, todo el mundo sale ganando y nadie pierde.

—Excelente sofisma —dijo Crompton, levantándose de nuevo y acercándose a la puerta.

—Adelante, chico listo —añadió Loomis.

Crompton sonrió con un gesto idiota y abrió la puerta. Entonces un pensamiento fugaz lo dejó clavado en el sitio y le obligó a cerrar con un portazo. Se tumbó de nuevo en la cama.

—Definitivamente, no lo haré —dijo Crompton.

—¿Qué pasa ahora?

—Las razones que me has dado pueden o no ser ciertas. No tengo bastante experiencia con el tema como para saberlo. Pero una cosa sí que sé. ¡No voy a hacer algo así mientras tú estás mirando!

—Pero qué… ¡Oye, Crompton, yo soy tú! ¡Somos uno, las dos partes de una misma personalidad!

—No, todavía no lo somos —dijo Crompton—. Ahora existimos como partes esquizoides, dos personas en un solo cuerpo. Dentro de un tiempo, cuando la Reintegración tenga lugar… Pero bajo las presentes circunstancias, mi sentido de la decencia me prohíbe hacer lo que sugieres. ¡Ni pensarlo! Y no quiero seguir con esta discusión ni un segundo más.

En ese punto Loomis perdió los nervios. Desbaratado por la expresión fundamental de su personalidad, montó en cólera, gritó y le dijo a Crompton muchas cosas desagradables, la menor de las cuales fue «cretino cobarde y eunuco». Su enfado produjo un ciclón de reverberaciones en la mente de Crompton, que se extendieron por todo su organismo. Las líneas de fisura entre ambas personalidades se hicieron más profundas, aparecieron otras nuevas, y el resquebrajamiento amenazó con aislar ambas mentes en un verdadero simulacro de Jeckyll y Hyde.

La personalidad dominante de Crompton soportó estoicamente la situación, pero en un ataque de rabia contra Loomis, su mente comenzó a producir antídotos. Estas pequeñas moléculas todavía por comprender tienen un papel similar al de tos leucocitos en el sistema circulatorio sanguíneo, alivian el dolor y aíslan el foco agresivo en el cerebro.

Loomis retrocedió envuelto en pánico, a medida que tos antídotos comenzaron a construir su cordón sanitario en tomo a él, aislándolo, haciendo que se replegase sobre sí mismo, emparedándolo.

—¡Crompton, por favor!

Loomis estaba en peligro de ser completa e irrevocablemente sellado, abandonado para siempre en un oscuro rincón de la mente de Crompton.

Y con él se perdería cualquier posibilidad de Reintegración. Sin embargo, Cromptom se las apañó para recuperar su estabilidad a tiempo. El flujo de antídotos se cortó, el muro se deshizo, y Loomis recuperó su posición todavía asustado.

Durante un tiempo dejaron de hablarse. Loomis estuvo un día entero farfullando su rencor y jurando que jamás olvidaría la brutalidad con la que Crompton se había empleado. Sin embargo, y sobre todas las cosas, seguía siendo un sensualista viviendo con intensidad el presente, olvidadizo con el pasado, e incapaz de preocuparse por el futuro. Su resentimiento se esfumó rápidamente recuperando su habitual serenidad y su talante despreocupado.

Crompton no era tan olvidadizo, pero reconoció sus responsabilidades para con Loomis como parte dominante de la entidad mental que formaban. Intentó mantener la cooperación y muy pronto las dos personalidades funcionaron de nuevo al máximo potencial de simpatía.

De mutuo acuerdo decidieron evitar la compañía de la joven. El resto del viaje pasó rápidamente, hasta que, por fin, llegaron a Venus.

Aterrizaron en el Satélite Tres, donde pasaron por aduanas, inmigración y servicios sanitarios. Fueron vacunados contra la Fiebre Reptante, la Plaga de Venus, el Síndrome del Caballero Andante y el del Gran Picor. Les dieron unos sobres para tomar en caso de coger la Gripe de los Pantanos y unas pastillas para prevenir la infección del Hongo de Pie Azul. Finalmente, les fue permitido embarcarse en el transbordador que les dejaría en el espaciopuerto de Nuevo Harlem, ya en tierra firme de Venus.

Esta ciudad, dispuesta en la costa oeste de la tranquila tierra de Zee, estaba situada en la zona templada de Venus. A pesar de ello, Loomis y Crompton tardaron en habituarse a las cálidas temperaturas después de sufrir el frío y desapacible clima de Marte. Aquí pudieron ver por primera vez a los aborígenes venusinos en las inmediaciones de un circo, de hecho vieron cientos de ellos. Los nativos median alrededor de metro y medio de altura, y las gruesas placas de osificación de sus espaldas delataban su remoto origen reptiliano. Por las aceras solían caminar manteniéndose erectos, pero en ocasiones, cuando deseaban evitar a las multitudes, subían por las paredes verticales de los edificios gracias a las ventosas que se presentaban en las palmas de las manos, pies, rodillas y antebrazos. En la mayoría de los edificios se veía alambre de espino en las ventanas, ya que estos indígenas, separados de sus tribus de nacimiento, eran considerados como una raza de ladrones cuyo entretenimiento favorito era el asesinato.

Crompton permaneció un día en la ciudad, y después cogió un helicóptero hasta East Marsh, la última dirección conocida de Dan Stack. El viaje resultó un monótono recorrido entre densas masas nubosas que ocultaban la vista de la superficie, sólo amenizado por el zumbido de las aspas del helicóptero y los cambios de altitud para evitar las feroces corrientes atmosféricas. El rádar de la nave emitía agudos pitidos en busca de las cambiantes zonas de inversión, donde el temido tomado venusino conocido como zicre se desarrollaba con inusitada violencia. En esta ocasión, sin embargo, los vientos fueron favorables y el viaje resultó tranquilo, permitiendo a Crompton dormir durante la mayor parte del trayecto.

East Marsh resultó ser un transitado puerto comercial de la región de Zee. Crompton se las apañó para localizar a los padres adoptivos de Stack, una pareja de ancianos de alrededor de ochenta años, que comenzaban a mostrar los primeros signos de senilidad. Le dijeron que Dan era un chico grande y travieso, un poco gruñón en ocasiones, pero siempre bien intencionado. Le aseguraron que el asunto aquel con la hija de Morrison no era cierto. Dan no le haría algo así jamás a una pobre e indefensa muchacha.

—¿Dónde puedo encontrar a Dan? —preguntó Crompton.

—Pues… —comenzó a responder el anciano con un parpadeo de sus ojos cristalinos—. ¿No sabía que Dan se marchó de aquí? Hará diez o quince años que se marchó.

—East Marsh era demasiado aburrido para él —dijo la anciana con un toque de cinismo en su voz—, así que cogió alguna cosa prestada y se marchó en mitad de la noche, mientras dormíamos.

—Él no quería importunamos —explicó rápidamente el anciano—. Quería buscar su propia fortuna, eso es lo que quería. Y no me extrañaría que la hubiese encontrado. El chico tiene madera, vaya si la tiene.

—¿Y adónde se marchó? —preguntó Crompton.

—No sabría decirle con exactitud… —respondió el anciano—. Nunca nos escribió. No era un chico hábil con las palabras, nuestro Dan. Pero recuerdo que Billy Davies lo vio en Ou-Barkar, aquella vez que tuvo que llevar hasta allí su camioneta con una carga de patatas.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace cinco o seis años —respondió la mujer—. Esa fue la última vez que supimos algo de Dan. Venus es un sitio muy grande, señor.

Crompton agradeció las molestias a la anciana pareja y trató de localizar a Billy Davies para sacar algo más de información, pero resultó que el hombre estaba enrolado como tercero de a bordo en un buque de carga. El barco había zarpado hacía un mes, y estaba haciendo escalas en todos los pequeños y adormecidos puertos de la costa sur de Zee.

—Bueno —dijo Crompton—, sólo nos queda una cosa que hacer. Tendremos que ir a Ou-Barkar.

—Supongo que sí —dijo Loomis—. Pero francamente, viejo, estoy empezando a preguntarme un par de cosas sobre nuestro amigo Stack.

—Sí, yo también —admitió Crompton—. Pero sea quien sea, es parte de nosotros y lo necesitamos para la Reintegración.

—Supongo que así es. Vamos allá sin falta, mi querido hermano mayor.

Crompton se puso en marcha. Cogió un helicóptero hasta Depotsville y de allí un autobús hasta St. Denis. Después hizo autostop hasta que consiguió parar un camión que llevaba un cargamento de insecticidas a través de los pantanos que conducían a Ou-Barkar. El conductor estaba encantado de disfrutar de algo de compañía mientras atravesaba los desolados humedales.

Crompton aprendió muchas cosas sobre Venus en las catorce horas que duró el viaje. Aquel mundo extenso, cálido y acuoso era, según el camionero, la nueva frontera exterior del planeta Tierra. Marte era un mundo muerto que se vendía como curiosidad turística, pero Venus tenía posibilidades reales. A Venus habían llegado los pioneros que, en espíritu (y en ocasiones, también genéticamente), descendían de los colonos americanos, los granjeros boer, los kibbutzniks israelíes y los rancheros australianos. Todos ellos habían luchado hasta la extenuación por un palmo de tierra en las fértiles estepas, las montañas ricas en minerales y las costas de los cálidos océanos. Habían combatido contra los ais, los aborígenes venusinos resultado de la evolución inteligente de los reptiles, que continuaban viviendo en la Edad de Piedra. Sus grandes victorias en el Paso de Satán, Squareface, Albertsville y Double Tongue, así como sus derrotas en Slow River y Blue Falls formaban parte de la historia de la humanidad, tanto como pudieran serlo Chancellorsville, Little Big Horn o Dienbienphu.

Y las guerras coloniales todavía no habían terminado. En Venus, afirmaba orgulloso el conductor, todavía quedaba un mundo por conquistar.

Crompton escuchaba, y pensaba que le gustaría formar parte de esta heroica epopeya en un planeta virgen y salvaje. Loomis estaba francamente aburrido con la charla y bastante molesto por los repulsivos olores que se desprendían de los pantanos.

Ou-Barkar consistía en un amasijo de plantaciones dispuesto en el interior profundo del continente conocido como Nube Blanca. Cincuenta terráqueos supervisaban el trabajo de doscientos aborígenes que cultivaban, cuidaban y cosechaban los árboles de li, especie autóctona y exclusiva de dicha zona. El fruto de estos árboles, recolectado dos veces al año, constituía la base para la preparación del elispicio, un condimento considerado ahora imprescindible en la cocina terráquea.

Crompton se reunió con el capataz, un individuo grande de rostro encamado llamado Haaris, que lucía un revólver colgado de la cintura y un látigo negro amarrado amenazadoramente alrededor de su pecho.

—¿Dan Stack? —dijo el capataz—. Claro que sí, trabajó aquí hace cosa de un año. Luego se largó, con una patada en el culo para que no perdiese el camino.

—¿Le importaría decirme por qué? —preguntó Crompton.

—No me importa para nada —respondió el capataz—. Pero mejor se lo cuento echando un trago.

Condujo a Crompton hasta el único bar de Ou-Barkar. Allí se sentaron delante de un vaso de whisky de maíz casero y Haaris comenzó a hablar de Dan Stack.

—El tipo venía de East Marsh. Me parece que tuvo algún problemilla con una chavala de allí. Le rompió los dientes de una patada o algo por el estilo. Pero a mí eso no me importa. La mayoría de los que estamos aquí no somos precisamente gente intachable, y supongo que en las ciudades están de coña sin nosotros. A Stack lo puse a trabajar vigilando a cincuenta ais en un cultivo de unos cien acres, y créame que al principio lo hizo bien de cojones.

El capataz terminó su whisky de un trago. Crompton le invitó a otro.

—Le dije —continuó Haaris— que tendría que estar encima de ellos para hacer trabajar a esos salvajes. La mayoría de ellos son nativos chipetzis, y créame que son una raza traicionera y huraña como pocas… Pero eso sí, duros como rocas. El jefe de su tribu nos los entrega a cambio de escopetas, y nosotros les proporcionamos un contrato laboral de veinte años. Luego intentan volamos la cabeza con esas mismas armas, pero esa es otra historia… Procuramos ocuparnos de cada cosa a su debido tiempo.

—¿Un contrato de veinte años? —preguntó Crompton—. ¿Entonces los ais son prácticamente trabajadores esclavos?

—Usted lo ha dicho —respondió el capataz con decisión—. Algunos de los propietarios tratan de ponerlo más bonito y lo llaman fase de aprendizaje temporal o economía feudal de transición. Pero se trata de esclavitud. ¿Por qué no llamarlo como tal? Es la única manera que tenemos de civilizar a esta gente. Stack lo entendía así. Un tipo recio, ese Stack… Y mañoso como pocos con el látigo. Pensé que iba a hacerlo bien de verdad.

—¿Entonces? —intervino Crompton mientras pedía otra bebida para el capataz.

—Al principio todo iba de perlas —respondió Haaris—. Se paseaba de aquí para allá con el látigo, fustigaba a un par de ellos y se tendía en una hamaca mientras vigilaba, luego recogía su jornal y a otra cosa. Pero mire, no tenía sentido alguno de la moderación. Comenzó por cargarse a un par de ellos a golpes… Y los recambios cuestan dinero, ¿sabe? Le dije que se lo tomase con calma. No lo hizo. Un día los chipetzis se rebelaron y fueron a por él. Tuvo que abatir a tiros a ocho de ellos para hacerlos retroceder. Entonces tuve una charla de hombre a hombre con él. Le recordé que la idea era sacar el trabajo, no matar a los ais. Por supuesto que damos por hecho un cierto porcentaje de bajas, es lo normal, pero Stack estaba llevando las cosas demasiado lejos… Y disminuyendo los beneficios.

El capataz emitió un suspiro y encendió un cigarrillo.

—Al tipo le gustaba demasiado usar el látigo. A casi todos nuestros muchachos les gusta, pero Stack no tenía sentido alguno de la moderación. Sus chipetzis se rebelaron de nuevo, y esta vez tuvo que cargarse a una docena de ellos. Y, para colmo, perdió una mano en la pelea. La mano del látigo. Creo que un chipetzi se la arrancó de cuajo de un mordisco… Entonces lo puse a trabajar en los cobertizos de secado, pero se metió en otra pelea y mató a otros cuatro ais. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Esos nativos cuestan dinero, ¿sabe?, y no podemos permitirnos el lujo de tener a un loco hijo de perra que se cargue a unos cuantos cada vez que se le calientan los cascos. Así que le di su paga, y le dije que se largase al fresco.

—¿Mencionó dónde se marchaba? —preguntó Crompton.

—Nos dijo que no nos dábamos cuenta de que los ais tenían que ser borrados del mapa para dejar sitio a los terráqueos. Dijo que se iba a unir a los Vigilantes, una especie de grupo paramilitar ambulante que se ocupa de mantener a raya a las tribus salvajes.

Crompton agradeció al capataz la información, y le preguntó por el emplazamiento del cuartel general de los Vigilantes.

—Ahora mismo están acampados en la orilla izquierda del río de la Lluvia —dijo Haaris—. Creo que están intentando llegar a un pacto con los seriid. Por lo que parece tiene mucho interés en encontrar a ese Stack, ¿eh?

—Es mi hermano —dijo Crompton con una sensación de revoltijo en el estómago.

El capataz lo miró fijamente un buen rato.

—Bueno —dijo finalmente—, la sangre es la sangre. Pero su hermano es casi el peor ejemplar de ser humano con el que me he topado en la vida.

Y ya son unos cuantos. Yo en su lugar lo dejaría tranquilo.

—Tengo que encontrarlo —respondió Crompton.

Haaris se encogió de hombros con un gesto de resignación:

—Hay un buen trecho hasta el río de la Lluvia. Puedo venderle unas muías de carga y provisiones, y le puedo alquilar un guía nativo. Atravesará territorio pacificado, así que debería encontrar a los Vigilantes sin problema… Bueno, creo que el territorio todavía está pacificado.

Aquella noche Loomis le pidió encarecidamente a Crompton que abandonasen la búsqueda. Stack era obviamente un ladrón y un asesino. ¿Qué sentido tenía incorporarlo en su personalidad?

Crompton pensaba que las cosas no eran tan sencillas. Para empezar, las historias sobre Stack podían ser exageradas, pero incluso en el caso de que todo fuera cierto, lo único que quedaba claro era que aquel individuo era otro estereotipo, una personalidad inadecuada y monolítica, que excedía todos los cauces normales. Lo mismo que él mismo y Loomis. A su manera. Después de su reunificación, y una vez conseguida la fusión de personalidades, Stack cambiaría. Su componente psíquico les suministraría la dosis necesaria de agresividad, la dureza y la capacidad de supervivencia de la que Crompton y Loomis carecían.

Loomis no pensaba lo mismo, pero aceptó suspender sus juicios hasta que localizasen al componente perdido.

Por la mañana, Crompton se encargó de comprar muías y equipo a un precio exhorbitante. Al día siguiente partió al amanecer, guiado por un adolescente chipetzi llamado Rekki.

Crompton siguió al guía a través de la selva virgen hasta las montañas Thompson. Desfilaron por senderos que bordeaban afilados riscos y marcharon a través de picos cubiertos de densas formaciones nubosas. Cruzaron estrechos pasos de roca caliza en los que el viento ululaba furiosamente con un aullido de almas en el purgatorio. Después descendieron de nuevo y se internaron en la densa y húmeda jungla del otro lado de la montaña. Aterrado por la extrema dureza de la marcha, Loomis se retiró a una esquina de sí mismo para salir solamente por las noches, cuando el fuego del campamento estaba encendido y la hamaca colgada entre dos árboles. Crompton, con la mandíbula fuertemente apretada y los ojos inyectados en sangre, se abría paso con su machete a través de la vegetación salvaje. Con el cuerpo empapado en sudor y soportando plenamente el impacto sensorial del viaje, preguntándose cuánto tiempo más le aguantarían las piernas.

En el décimo octavo día de viaje alcanzaron la orilla de un arrollo embarrado y poco profundo. Rekki les dijo que ese era el río de la Lluvia. A unos kilómetros río arriba encontraron el campamento de los Vigilantes.

El comandante de los Vigilantes, el coronel Prentice, era un hombre alto, enjuto y de ojos grises, que mostraba los signos de haber padecido recientemente de fiebres palúdicas. Se acordaba de Stack a la perfección.

—Sí, estuvo con nosotros un tiempo —dijo el coronel Prentice—. No estaba del todo seguro de aceptarlo, su reputación hablaba por sí misma.

Y un hombre manco, además… Pero le aseguro que se había entrenado a fondo para manejar su mano izquierda, y podía disparar con ella mejor que la mayoría de los demás con la derecha. Tenía además una especie de aplique de bronce en el muñón, que se había hecho él mismo y que le servía para sostener un machete. No le faltaba valor a ese individuo, eso se lo aseguro. Estuvo con nosotros casi dos años, después tuve que echarlo de aquí.

—¿Por qué? —preguntó Crompton.

El coronel Prentice emitió un suspiro de cansancio.

—Contrariamente a la creencia popular, nosotros, los Vigilantes, no somos un ejército mercenario de conquista. Y tampoco estamos aquí para diezmar y destruir a las tribus nativas. Nuestra misión no es anexionar nuevos territorios bajo cualquier pretexto. Nosotros estamos aquí para asegurar el cumplimiento de los tratados paz acordados entre los ais y los colonos, para prevenir las incursiones violentas en territorio ajeno de parte de unos y de otros, y en general, para mantener la paz. Stack tenía serias dificultades para meterse estos conceptos en su dura mollera.

Algún gesto revelador debió cruzar el rostro de Crompton en ese mismo momento, porque el coronel Prentice asintió con confianza y le dijo:

—Ya sabe cómo es ese tipo, ¿no? Entonces puede hacerse una idea de lo que ocurrió. Yo no quería perderlo. Era un soldado duro y capaz, conocedor de la montaña y de los bosques, por no decir que la jungla era como su segundo hogar. La patrulla fronteriza es escasa y está mal repartida, necesitamos todos los hombres que podamos conseguir. Stack era valioso. Les dije a los sargentos que lo mantuviesen a raya, y que no permitiesen la brutalidad con los nativos. Durante un tiempo así fue. Stack hizo verdaderos esfuerzos por controlarse. Estaba aprendiendo nuestras reglas, nuestro código, nuestra manera de hacer las cosas. Su hoja de servicios era impecable… Y después ocurrió lo de Shadow Peak, aunque supongo que esa parte ya la conoce.

—Me temo que no —dijo Crompton.

—¿En serio? Pensaba que no quedaba nadie en Venus que no conociese la historia. En fin, la cosa fue como sigue: la patrulla de Stack tenia retenidos a unos cien ais proscritos, de una tribu que llevaba algún tiempo causándonos problemas. Los estaban conduciendo a una reserva especial de Shadow Peak, y en el camino hubo algún problema, una riña o algo así. Uno de los ais llevaba un puñal, y le pegó una cuchillada a Stack en la muñeca derecha. Supongo que el hecho de perder una mano lo había hecho especialmente susceptible a la posibilidad de perder la otra. La herida era superficial, pero Stack se volvió loco. Disparó su ametralladora a boca-jarro contra el nativo y después giró el cañón hacia el resto del grupo. Un teniente tuvo que dejarlo inconsciente de un culatazo para poder detenerlo. Después de este incidente, el deterioro en las relaciones entre ais y terráqueos fue enorme. Yo no podía mantener a un hombre como ese en mi grupo, necesita de ayuda psiquiátrica. Tuve que expulsarlo.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Crompton.

—Exactamente, ¿cuál es su interés por este hombre? —preguntó el coronel bruscamente.

—Es mi hermanastro.

—Ya veo… Bueno, yo he oído que se había marchado a Puerto Nuevo Harlem, y que trabajó una temporada en los muelles. Se unió a un tipo llamado Barton Finch. Ambos fueron encarcelados por conducta desordenada estando borrachos. Cuando salieron cruzaron la frontera de Nube Blanca. Ahora, él y Finch llevan un pequeño almacén cerca del Delta de la Sangre.

Crompton se restregó la frente trabajosamente y preguntó:

—¿Cómo llegaré hasta allí?

—En canoa —dijo el coronel—. Descienda el rio de la Lluvia hasta su bifurcación. El arroyo de la izquierda es el rio de la Sangre. Es navegable en todo su recorrido hasta el Delta. Pero no le recomiendo el viaje. Por una razón, es extremadamente arriesgado. Aparte de eso, sería inútil. No hay nada que pueda hacer por Stack, lleva un maniaco en el alma. Está mejor allí solo, en un pueblo fronterizo donde no puede hacer demasiado daño.

—Debo encontrarlo —dijo Crompton, su garganta súbitamente seca.

—No hay ninguna ley que se lo impida —replicó Haaris, con el aire de un hombre que ha cumplido con su deber.

Crompton descubrió que el Delta de la Sangre era la frontera límite para la raza humana en Venus. Estaba franqueado por las tribus hostiles de los grel y los tengtzi, con los que se mantenía un precario tratado de no agresión en el que deliberadamente se ignoraba la existencia de una continua guerra de guerrillas. Las riquezas naturales de la región del Delta no pasaban desapercibidas para ninguno de los dos bandos. Los nativos solían llegar cargados con diamantes y rubíes como puños, grandes sacas repletas de exóticas especias, y alguna artesanía de la ciudad perdida de Alteirne con los que mantenían un comercio con los terráqueos a cambio de armas y munición. Munición que a su vez era devuelta a los humanos desde sus propios fusiles. Había una gran fortuna esperando en ese Delta, además de una muerte rápida. Y también, por supuesto, una muerte lenta, dolorosa y agónica. El rio de la Sangre, que se internaba con un fluir tranquilo en el corazón de la región del Delta, tampoco carecía de su propia ración de sorpresas, ya que se cobraba el peaje de aproximadamente la mitad de los viajeros que se aventuraban en él.

Con gran resolución, Crompton cerró su mente a la influencia de todo sentido común. Su componente perdido estaba casi al alcance de las manos. El objetivo final estaba cerca, y Crompton estaba decidido a conseguirlo. Así que compró una canoa, contrató a cuatro remeros nativos, se hizo con provisiones, armas y munición, e hizo los preparativos para una salida inmediata con el amanecer.

Pero la noche anterior al viaje Loomis se rebeló.

Estaban en una pequeña tienda de campaña que el coronel había dispuesto en el campamento para alojar a Crompton. Este se encontraba rellenando una canana con cartuchos a la luz de una humeante lámpara de queroseno, con la atención fija por completo en su tarea e incapaz de hacer caso a nada más.

Loomis habló:

—Crompton, ahora escúchame. Ya sabes que te he reconocido como la personalidad dominante desde el principio, y que no he hecho intento alguno de hacerme con el cuerpo. He estado de buen humor, y te he mantenido animado mientras nos arrastrábamos por este planeta. ¿Es o no

es así?

—Así es —respondió Crompton mientras dejaba a un lado la canana a regañadientes.

—He hecho todo lo que estaba en mis manos, pero esto es ya demasiado. Quiero la Reintegración, pero no con un maniaco homicida. Y por favor, no me hables de personalidades monolíticas. Stack es un asesino y no quiero tener nada que ver con él.

—Forma parte de nosotros —dijo Crompton.

—¿Y qué? ¡Escúchate a ti mismo, Crompton! Se supone que tú eres el que ha de mantener los pies en la tierra. ¡Pero estás completamente obsesionado, planeando enviamos a una muerte segura en ese rio!

—No pasará nada, estoy seguro —dijo Crompton con poca convicción.

—¿Ah, sí? ¿Te has tomado la molestia de escuchar alguna de las historias que se cuentan sobre ese río? Y en el caso de que lo consigamos, ¿qué es lo que nos espera en el Delta? ¡Un maniaco homicida! ¡Nos hará pedazos, Crompton!

Crompton se vio incapaz de encontrar la respuesta adecuada. Conforme progresaba su búsqueda, un horror creciente a la personalidad desatada de Stack se había apoderado de él, al tiempo que aumentaba su obsesión desesperada por encontrarlo. Loomis nunca había vivido con la angustia de la Reintegración. Había aceptado a causa de otro tipo de problemas. No experimentaba esa necesidad interior. Pero Crompton llevaba toda la vida anhelando su humanidad, su plenitud, su posibilidad de trascendencia. Sin Stack, la fusión era imposible. Con él había una posibilidad, no importaba lo pequeña que fuese.

—Continuaremos —dijo Crompton.

—¡Alistair, te lo suplico! Tú y yo podemos funcionar perfectamente solos, no necesitamos a Stack. Volvamos a Marte, o a la Tierra, donde tú quieras.

Crompton negó con la cabeza. Podía sentir las profundas e irreconciliables fisuras que se abrían entre él y Loomis. Podía predecir el momento en el que esas fisuras se extenderían a todas las zonas de sus consciencias gemelas y en el que, sin la Reintegración, se verían obligados a seguir caminos separados dentro de un mismo cuerpo. La locura.

—¿No vas a cambiar de idea? —preguntó Loomis.

—No.

—¡Entonces, aparta!

La personalidad de Loomis lanzó un ataque por sorpresa y se hizo con el control parcial de las funciones motoras del cuerpo. Crompton se quedó aturdido y fue incapaz de reaccionar. Sin embargo, al sentir que perdía la soberanía sobre su propio cuerpo, se aferró desesperadamente a Loomis, y la batalla dio comienzo.

Fue una lucha silenciosa, desencadenada bajo la luz de una humeante lámpara de queroseno que se iba apagando a medida que se aproximaba el amanecer. El campo de batalla era la mente de Crompton. El botín, su propio cuerpo, tendido en el suelo entre escalofríos en el interior de una tienda de lona, con la frente empapada en sudor y los ojos en blanco, fijos en la luz, mientras las venas de las sienes se hinchaban a causa del esfuerzo.

Crompton era la personalidad dominante, pero se encontraba debilitado por el conflicto y el sentimiento de culpa, además de verse frenado por sus propios escrúpulos. Loomis estaba en posición de desventaja, pero tenía un único objetivo, y estaba decidido a conseguirlo. Completamente entregado a la lucha, consiguió hacerse con las funciones vitales del organismo, y bloqueó el flujo de antídolos.

Ambas personalidades se enzarzaron en un combate despiadado durante horas, mientras el cuerpo enfebrecido de Crompton gemía y se retorcía en el interior de la tienda de campaña. Finalmente, en las primeras horas de la mañana Loomis comenzó a ganar terreno. Crompton reunió las pocas fuerzas que le quedaban para hacer un último y desesperado intento, pero no fue suficiente. El cuerpo de Crompton estaba peligrosamente sobrecalentado por la pelea. Un poco más y ninguno de los dos tendría organismo alguno que habitar.

Loomis, sin escrúpulo alguno que le impidiese avanzar, continuó ejerciendo presión, se hizo con las sinapsis fundamentales, y tomó el control de todas las funciones motoras.

Cuando el sol estaba ya en lo alto, la victoria de Loomis era absoluta.

Muy despacio, Loomis se incorporó, se manoseó los pelos de la barbilla y se frotó las puntas de los dedos, entumecidas. Echó un vistazo a su alrededor. Ahora ese era su cuerpo. Por primera vez desde que dejó Marte estaba viendo y sintiendo directamente, en lugar de recibir toda la información sensorial filtrada y proyectada a través de la personalidad de Crompton. Era estupendo poder respirar de nuevo el aire estancado de aquellos pantanos, sentir la ropa contra su cuerpo, estar hambriento… ¡Sentirse vivo! Había abandonado un mundo de sombras para internarse en un escenario de brillantes colores. ¡Maravilloso!, y quería mantener las cosas exactamente así.

Pero el pobre Crompton…

—No te preocupes, viejo —dijo Loomis—. Ya sabes que estoy haciendo esto por tu bien.

Crompton no emitió respuesta alguna.

—Regresaremos a Marte —dijo Loomis—. De vuelta a Elderberg, donde todo será estupendo otra vez.

Crompton no respondía, o no podía hacerlo. Loomis comenzó a preocuparse un poco.

—¿Estás ahí, Crompton…? ¿Estás bien?

No hubo respuesta.

Loomis frunció el entrecejo mientras esperaba en vano alguna reacción, y después salió disparado hacia la tienda del coronel Prentice.

—He cambiado de idea respecto a lo de buscar a Dan Stack —le dijo Loomis al coronel—. No creo que me interese encontrarme con él.

—Creo que ha tomado la decisión correcta —dijo el coronel.

—Me gustaría regresar a Marte de inmediato.

—Pero todas las naves espaciales salen de Puerto Nuevo Harlem, donde aterrizó al llegar al planeta.

—¿Y cómo vuelvo allí ahora?

—Bueno, es un poco difícil —dijo el coronel—. Supongo que podría proporcionarle un guía nativo. Tendrá que volver a atravesar las montañas Thompson hasta Ou-Barkar. Le sugiero que en esta ocasión tome la ruta de Dessert Valley, ya que la horda de los kmikti está emigrando en este momento a través de la jungla central, y con esos demonios nunca se sabe. Llegará a Ou-Barkar en la estación de lluvias, así que los transportes comerciales no saldrán hacia Depotsville. Podría unirse a la caravana de la sal, que hace el camino corto a través del Paso del Cuchillo, eso en el caso de que llegue a tiempo. Si no lo hace, el trayecto es relativamente fácil de seguir con una brújula, teniendo en cuenta las zonas de variación magnética. Una vez que llegue a Depotsville, las lluvias estarán a pleno rendimiento. Todo un espectáculo, por otro lado. Quizá pueda coger un helicóptero hasta Nuevo St. Denis, y luego otro hasta East Marsh, pero lo dudo por el zicre. Un viento como ese puede destrozar una aeronave en cuestión de segundos. Así que quizá lo mejor sea coger un paquebote hasta East Marsh, y después meterse en un carguero que rodee la tierra de Zee hasta Puerto Nuevo Harlem. Tengo entendido que hay muchos puertos preparados contra los huracanes en la costa sur, en caso de que el tiempo se ponga muy extremo. Yo personalmente prefiero viajar por tierra o aire, pero la decisión final sobre la ruta a seguir es suya, por supuesto.

—Gracias —dijo un desfallecido Loomis.

—Hágame saber lo que ha decidido —dijo el coronel.

Loomis le dio las gracias de nuevo y regresó a su tienda hecho un amasijo de nervios. Pensaba en el viaje de vuelta a través de montañas y pantanos, cruzando asentamientos primitivos y esquivando hordas migratorias de salvajes. Visualizó con angustia las complicaciones derivadas de las lluvias y el zicre. Su poderosa imaginación jamás había hecho un trabajo tan exuberante como el que estaba haciendo ahora al conjurar los horrores de aquel viaje de regreso.

Había sido realmente duro llegar hasta allí, y regresar parecía todavía más complicado. Y en esta ocasión, su alma sensible y estética no estaría protegida por la del paciente y sufrido Crompton. Sería él quien tendría que soportar en su totalidad el impacto sensorial del viento, la lluvia, el hambre, la sed, el agotamiento… Y el miedo. Y también el que tendría que alimentarse de carne cruda y raíces, y beber agua estancada. Y, para colmo, también tendría que encargarse de los complicados aspectos prácticos del viaje, que Crompton había aprendido con gran esfuerzo, y que Loomis había ignorado sistemáticamente.

La responsabilidad total sería suya. Tendría que elegir la ruta y tomar decisiones críticas, por la vida de Crompton y por la suya propia.

Pero ¿sería capaz de hacerlo? Era un tipo de ciudad, una criatura producto de la sociedad urbana. Sus problemas vitales hasta la fecha se habían centrado en exclusiva en los dimes y diretes de las personas, no en los estados y pasiones de la naturaleza. Hasta ahora, había evitado el crudo y agitado mundo del sol y el cielo, para habitar las complejas madrigueras humanas, y sus intrincados hormigueros de cemento. Completamente aislado de la tierra por aceras, puertas, ventanas y techos, había llegado a dudar de la fortaleza de aquella gigantesca máquina trituradora llamada naturaleza, de la que los antiguos escribían tan apasionadamente, y que les había proporcionado tan excelentes temas para sus poemas y canciones. La naturaleza, tal y como Loomis la conocía, tomando el sol en el plácido verano marciano, o escuchando perezosamente el susurro del viento a través de la ventana en una noche tormentosa, estaba, a su juicio, francamente sobrevalorada.

Pero esta vez no podía permitirse juzgarla tan a la ligera.

Loomis pensó en ello largo rato y, súbitamente, la imagen de su propia muerte se dibujó en su cabeza. Fantaseó con el momento en el que sus fuerzas se agotaban, y quedaba tendido en un paso montañoso azotado por el viento, o sentado en el suelo con la cabeza inclinada bajo la incesante lluvia de las tierras pantanosas. Entonces trataría de continuar, buscando esa fuerza que, según se dice, aparece un paso más allá del agotamiento total. Y no la encontraría. Un sentimiento de absoluta futilidad lo acompañaría en su soledad y extravío en la inmensidad del mundo. En ese momento mantenerse con vida parecería un esfuerzo excesivo, una proeza sin sentido. Finalmente, como muchos otros antes que él, admitiría la derrota, abandonaría y se tumbaría boca abajo, masticando la tierra mojada mientras esperaba la llegada de la muerte…

—¿Crompton?

No hubo respuesta.

—¡Crompton! ¿Puedes oírme? Te entrego el mando de nuevo. ¡Pero sácanos de este lugar monstruoso! ¡Llévanos de vuelta a Marte o a la Tierra! ¡Crompton, no quiero morir!

Silencio.

—¡De acuerdo Crompton! —dijo Loomis con un susurro cortante—. Tú ganas, ¡toma el control! Haz lo que te dé la gana. Me rindo, es todo tuyo pero ¡toma el control!

—Gracias —dijo Crompton gélidamente, y recuperó el control de su cuerpo.

Diez minutos más tarde estaba de vuelta en la tienda del coronel, deciéndole que había cambiado de nuevo de parecer. El coronel miraba a Crompton con extrañeza, mientras se decía a sí mismo que nunca llegaría a comprender a la gente.

Enseguida Crompton se encontraba sentado en el centro de una larga canoa, rodeado de provisiones y artículos para intercambiar con los nativos. Los remeros comenzaron a entonar un enérgico canto y se internaron el río. Crompton giró la cabeza y observó el campamento de los Vigilantes hasta que las tiendas desaparecieron de su vista en una curva del río.

Para Crompton, ese viaje en canoa por el rio de la Sangre fue como un túnel que condujese al principio de los tiempos. Los seis nativos que lo

acompañaban sumergían sus remos silenciosamente y al unísono, y la embarcación se deslizaba por el río tranquilo como un insecto acuático. De cada orilla colgaban helechos gigantes que parecían estremecerse cuando la canoa se acercaba, y formaban largas redes que intentaban atraparla. Entonces los remeros daban el grito de alarma y reconducían la embarcación hacia el centro de la corriente, quedando fuera de su alcance. Dejaban así a las plantas colgando de nuevo en la ribera bajo el calor del mediodía. Atravesaron zonas del rio donde los árboles se habían entrelazado de una orilla a otra, formando oscuros y frondosos arcos bajo los que navegaba la canoa. Entonces, Crompton y los remeros se acurrucaban bajo el toldo de la embarcación dejando que esta fuera llevada por la corriente mientras escuchaban el suave goteo de la savia corrosiva cayendo a su alrededor. Pasado el peligro, emergían de nuevo a cielo a abierto y los remeros retomaban el manejo de las palas.

—Espantoso… —murmuraba Loomis nerviosamente.

—Sí, bastante espantoso —repetía Crompton, mientras sentía su preocupación aumentar.

La ruta del río de la Sangre les condujo a las profundidades del continente. Por la noche, amarrada la embarcación a una isleta en el centro de la corriente, podían escuchar los cánticos de guerra de los hostiles ais. Un día, dos canoas se internaron en la corriente y fueron tras ellos. Los hombres de Crompton se lanzaron sobre sus remos y emprendieron la huida, pero los nativos perseguidores parecían decididos a darles caza, y mantenían la distancia obstinadamente. Crompton cogió un rifle y se preparó para la lucha, sin embargo, azotados por el terror que sentían, sus remeros aceleraron el ritmo, y muy pronto los cazadores desaparecieron de su vista tras una curva del rio.

Durante un rato pudieron respirar aliviados, hasta que poco después, al tomar un meandro fueron recibidos por una lluvia de flechas procedentes de ambas orillas. Uno de los remeros se desplomó sobre la cubierta tras ser atravesado por cuatro flechas. El resto se empleó a fondo con los remos hasta alejar la canoa del alcance de los proyectiles.

Arrojaron el cadáver del ai por la borda. Los hambrientos carroñeros del río se arrojaron sobre él en pocos segundos. Después de eso, una criatura gigantesca dotada de un armazón de placas y pinzas de cangrejo emergió tras la canoa, dejando asomar su monstruosa cabeza elíptica sobre el agua, esperando ansiosa más comida. Ni siquiera los disparos de los rifles consiguieron alejarlo, y su aparición desencadenó el terror en Crompton.

La criatura obtuvo su comida cuando dos remeros se desplomaron súbitamente por la acción de un moho grisáceo que se había extendido por las palas. El gigante con aspecto de cangrejo los aceptó de buena gana y esperó un segundo plato. La cuadrilla de nativos hostiles salió disparada de las orillas y se internó en la jungla gritando al ver al monstruo, dando muestras de temerlo como a un dios.

La bestia se mantuvo muy próxima a la canoa durante los últimos kilómetros del viaje, hasta que llegaron a un muelle cubierto de musgo en una de las orillas. Entonces el monstruo se detuvo, los observó ansiosamente durante un rato, y regresó río arriba.

Los remeros ataron la canoa al muelle desvencijado. Crompton bajó de la embarcación y observó un cartel garabateado con pintura roja. Girándolo hacia sí, pudo leer: «Delta de la Sangre. Habitantes: 92».

A su alrededor nada sino la jungla. Había llegado al último retiro de Dan Stack.

Un sendero descuidado y estrecho marcaba un camino desde el muelle hasta un claro de la jungla. En el claro apareció lo que parecía un pueblo fantasma. Nadie caminaba por su única y polvorienta calle y no se veía rostro alguno asomando por las ventanas de los edificios bajos y sin pintar. El pequeño pueblo se recocía bajo el resplandor blanco del mediodía, y Crompton no era capaz de oír nada salvo el chapoteo de sus propios zapatos en el barro.

—No me gusta esto —dijo Loomis.

Crompton caminó lentamente calle abajo. Pasó por delante de una hilera de almacenes abandonados con los nombres de sus propietarios crudamente pintados en los muros de los establecimientos. Se cruzó con un bar vacío, con la puerta colgando de uno de los goznes y las mosquiteras de las ventanas rajadas. Pasó por tres comercios cerrados y llegó a un cuarto que tenía un cartel en el que se leía: «Stack & Finch. Provisiones».

Crompton entró. Los productos estaban ordenados en pilas en el suelo, y del techo colgaban todo tipo de herramientas y utensilios. No había nadie atendiendo el negocio.

—¿Hay alguien? —preguntó Crompton en voz alta. No recibió ninguna respuesta y salió a la calle.

Al final de la calle se encontró con un edificio tosco con apariencia de granero. Un individuo estaba sentado en un taburete frente a la fachada. Era un hombre bigotudo muy tostado por el sol, de unos cincuenta años quizá, que lucía un revólver metido en el cinturón. El taburete estaba apoyado contra la pared, y el individuo parecía estar medio dormido.

—¿Dan Stack? —le preguntó Crompton.

—Dentro —dijo el hombre.

Crompton se acercó a la puerta. El hombre bigotudo se revolvió y, súbitamente, el revólver apareció en su mano.

—Aléjate desa puerta —dijo.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—¿Quieres decir que no lo sabes?

—¡No! ¿Quién es usted?

—Soy Ed Tyier, sheriff elegido por los ciudadanos del Delta de la Sangre, y confirmado en su labor por el comandante de los Vigilantes. Stack está preso. Estoaquí es la cárcel, por lo menos por ahora.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí encerrado? —preguntó Crompton.

—Un par de horas sólo.

—¿Puedo entrar para hablar con él?

—Nanay.

—¿Y hablar con él cuando salga?

—Claro —dijo Tyler—, pero no creo que te responda.

—¿Por qué?

El sheriff sonrió sin humor y dijo:

—Stack va a quedarse enjaulado un par de horas, esta tarde lo sacamos para colgarlo. Después que hagamos la escenita eres bienvenido pablar lo que quieras. Pero ya tedicho que no creo que te diga na.

Crompton estaba demasiado cansado como para conmocionarse con las nuevas noticias.

—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó.

—Asesinato.

—¿Un nativo?

—¡Maldita sea, qué dices! —dijo Tyler con desagrado—. ¿A quién coño limportan los salvajes? Stack se cargó a un hombre llamado Barton Finch. Su propio compañero. Finch no se ha muerto aún, pero poco le queda. El matasanos dice que de hoy no pasa y eso lo convierte en asesinato. A Stack lo juzgó un jurado de sus pares, y fue declarado culpable de matar a Barton Finch, romperle la pierna a Billy Redbum, machacarle dos costillas a Eli Talbot, destrozar el bar de Moriarty, y alterar el orden en general. El juez (ese soy yo) decretó colgarlo del cuello lo antes posible, y eso será esta tarde, cuando los muchachos regresen del trabajo en la presa nueva.

—¿Cuándo tuvo lugar el juicio? —preguntó Crompton.

—Esta mañana.

—¿Y el asesinato?

—Unas tres horas antes del juicio.

—Trabajan rápido —dijo Crompton.

—No se pierde el tiempo aquí en el Delta —dijo Tyler orgullosamente.

—Ya veo que no lo hacen, incluso cuelgan a alguien antes de que muera su víctima.

—Ya tedicho que Finch de hoy no pasa —respondió Tyler con los ojos entrecerrados—. Ocúpate de tus asuntos, forastero. Y no nos vengas por aquí diciendo cómo se hace la justicia, o te verás en muchos problemas. A nosotros no nos hacen falta florituras de abogados pa diferenciar lo que está bien de lo questá mal.

Loomis le susurró rápidamente a Crompton:

—Déjalo en paz y vámonos de aquí.

Crompton ignoró a Loomis y se dirigió de nuevo al sheriff:

—Señor Tyler, Stack es mi hermanastro.

—Pues lo siento mucho —dijo Tyler.

—De verdad que le agradecería que me permitiese verlo. Sólo cinco minutos. Vengo a darle un mensaje de nuestra madre.

—De eso nada.

Crompton hurgó en su bolsillo y extrajo un arrugado fajo de billetes.

—Sólo serán dos minutos.

—Bueno… Supongo que podría… ¡Joder!

Siguiendo la mirada de Tyler, Crompton observó a un numeroso grupo de hombres que se acercaban bajando la calle polvorienta.

—Ahí vienen los muchachos —dijo Tyler—. Ahora si que no podemos, aunque quisiera. Supongo que de todas maneras puedes ver la ejecución.

Crompton se apartó del camino. Había por lo menos cincuenta hombres en aquel grupo, y por detrás llegaban más. Casi todos eran tipos flacos y correosos, con pinta de no andarse por las ramas. La mayoría llevaba armas colgadas al hombro. Se detuvieron a conferenciar alrededor del sheriff.

—No hagas ninguna estupidez —suplicó Loomis.

—No hay nada que pueda hacer —dijo Crompton.

El sheriff Tyler abrió la puerta del granero. Un grupo de hombres entró y sacó a rastras a Stack. Crompton era incapaz de hacerse sitio entre la multitud para ver cómo era.

Los siguió mientras lo llevaban a la otra punta del pueblo, donde habían dispuesto una soga alrededor de la única rama que ofrecía un árbol medio muerto.

—¡Arriba con él! —gritaba la multitud.

—¡Chicos! —se escuchó la voz apagada de Dan Stack—. ¡Dejadme hablar!

—¡Al infierno! —gritó un hombre—. ¡Arriba con él!

—¡Mis últimas palabras! —chillaba Stack.

De repente, el sheriff llamó al orden:

—Dejad que hable, muchachos. Es derecho de todo condenado. Adelante Stack, pero no te enrolles.

Habían puesto a Dan Stack sobre una carreta, la soga alrededor de su cuello pasaba por encima de la rama, y el extremo libre era aferrado por una docena de manos. Al fin se apreciaba su aspecto. Crompton clavó la vista sobre él, fascinado con aquel fragmento de sí mismo tan largamente anhelado.

Dan Stack era un hombre grande y robusto. Las profundas líneas que surcaban su rostro mostraban las señas de identidad de la pasión y el odio, el miedo y la violencia desatada, el dolor y el vicio secretos. Tenía una boca de gruesos labios provista de dientes poderosos, las aletas de su nariz palpitaban, enmarcando unas grandes fosas nasales, mientras que sus ojos eran pequeños y traicioneros. Mechones de cabello negro y basto colgaban sobre su frente inflamada, y una recia barba poblaba su rostro infectado de fiereza. Podría decirse que esa cara no defraudaba en absoluto a su estereotipo, el humor colérico del aire, causado por un exceso de bilis amarillenta y caliente que llevaba al hombre rápidamente a la ira, privándolo de la capacidad de razonar.

Stack miraba el cielo blanco y radiante como hechizado. Después bajó la cabeza y el aplique de bronce de su mano derecha centelleó con un destello rojizo.

—Chicos —dijo Stack—. Sé que he cometido demasiados errores en mi vida.

—¿Nos lo estás contando a nosotros? —gritó alguien.

—He hecho trampas y he mentido —gritó Stack—. He golpeado a la mujer que quería, y la he golpeado duramente, queriendo hacerle daño. He robado a mis propios padres. He asesinado sanguinariamente a los infelices nativos de este planeta. ¡No soy ningún ejemplo a seguir, compañeros!

La multitud estalló en carcajadas con el sensiblero discurso de Stack.

—¡Pero quiero que sepáis! —rugió entonces—, ¡quiero que sepáis que he luchado contra mi naturaleza pecadora y he tratado de vencerla! He combatido contra el viejo demonio de mi alma y lo he hecho lo mejor que he podido. Me uní a los Vigilantes, y durante dos años fui el hombre más recto que nunca podáis encontrar. Después la locura volvió a apoderarse de mí, y asesiné…

—¿Has acabado? —preguntó el sheriff.

—¡Pero quiero que todos sepáis otra cosa! —continuó Stack, sus globos oculares agitándose desesperadamente en el rostro encamado—. Admito todas las cosas malas que he hecho, las admito libremente y por completo. Pero, compañeros… ¡yo no he matado a Barton Finch!

—Bueno —dijo el sheriff—. Si ya has terminado, ahora nos toca a nosotros.

Stack gritó:

—¡Escuchadme! ¡Finch era mi amigo! ¡Mi único amigo en este mundo! Estaba tratando de ayudarle. Lo abofeteé un poco para que recuperase el control, y cuando no lo hizo supongo que perdí los nervios y la emprendí con el bar de Moriarty… Y entonces golpeé a un par de los muchachos… ¡Pero lo juro por Dios, yo no le hice daño a Finch!

—¿Has terminado de una vez? —volvió a preguntar el sheriff.

Stack abrió la boca pero no llegó a hablar, miró a la multitud y asintió con un gesto de cabeza.

—De acuerdo muchachos —dijo el sheriff—. ¡Adelante con él!

Los hombres comenzaron a mover la carreta sobre la que Stack permanecía de pie. Y Stack, con un gesto de desesperación en su rostro, encontró la mirada de Crompton.

Y se reconocieron.

Loomis estaba mandando mensajes a Crompton a toda velocidad:

—Ten cuidado, no le mires, no le creas, piensa en lo que ha hecho, recuerda su historia, va a arruinamos, nos hará pedazos, es dominante, es poderoso, es un homicida, es el demonio.

En una fracción de segundo, Crompton recordó la estimación de posibilidades de éxito de Reintegración que el doctor Berrenger había previsto para él.

La locura o aún peor…

—Completamente depravado —continuaba Loomis—. ¡Un monstruo, un sinsentido, una aberración!

¡Pero Stack era parte de él! Stack… Demasiado lejos de la posibilidad de curarse, había luchado por lograr el dominio de sí mismo, había sido derrotado y había luchado de nuevo. Stack no estaba completamente desahuciado, por lo menos no más que él o Loomis.

¿Pero estaría diciendo la verdad? ¿No seria aquel discurso apasionado una jugada de último minuto para que el jurado le compadeciera?

Tendría que confiar en la buena fe de Stack. Tendría que darle una oportunidad.

Conforme retiraban la carreta, los ojos de Stack se clavaron en los de Crompton. Crompton tomó su decisión, y le permitió la entrada.

La multitud estalló en alaridos mientras el cuerpo de Stack se sostenía desesperadamente del borde del carromato. Después se retorció horriblemente, y quedó colgando sin vida de la soga. Crompton se tambaleó un momento con el violento impacto de la mente de Stack penetrando en la suya.

Y se desmayó.

Crompton despertó y se encontró tendido en una litera, en una habitación pequeña y pobremente iluminada

—¿Estás bien? —preguntó una voz anónima. Tras unos instantes, Crompton reconoció al sheriff Tyler inclinado sobre él.

—Sí, ahora estoy bien —respondió Crompton mecánicamente.

—Supongo que un ahorcamiento es un poco traumático para un hombre civilizado como tú. ¿Crees questarás bien si te dejo solo?

—No hay problema —contestó Crompton con un susurro.

—Estupendo. Tengo trabajo que hacer. Vendré a verte en un par de horas.

Tyler salió de la habitación. Crompton trató de comprobar su estado.

Integración… Fusión… Plenitud… ¿Habría logrado su sueño en el tiempo que había estado recuperándose de la inconsciencia? A tientas, comenzó a explorar su mente.

Allí encontró a Loomis, lloriqueando desconsolado, terriblemente asustado y murmurando algo sobre el Desierto Naranja, las acampadas en la Montaña de Diamantes, los placeres femeninos, el lujo y el goce de la belleza.

Y también estaba Stack. Inmóvil, sólido como una roca… Y sin fusionar.

Crompton se dirigió a él, de mente a mente, y comprobó que Stack

había sido absolutamente sincero en sus últimas palabras. Stack deseaba verdaderamente reformarse, adquirir el control de sí mismo, y lograr algún grado de moderación en su conducta.

Comprobó también que era absolutamente incapaz de conseguirlo, ya que el autocontrol y la moderación eran algo completamente ajeno a su sistema psíquico. Incluso en esos momentos, y a pesar de todos sus esfuerzos, Stack estaba abrumado por un sentimiento incontrolado de venganza. Su mente crepitaba furiosamente en estallidos de rabia, lo que contrastaba claramente con los lastimeros sollozos de Loomis. En la mente del recién llegado se agolpaban monumentales fantasías de venganza junto a espectaculares planes para conquistar todo Venus, dar buena cuenta de los malditos indígenas, borrarlos del mapa, dejar sitio para los terráqueos, despedazar al maldito Tyier miembro a miembro, barrer a punta de ametralladora todo el pueblo y echar la culpa de ello a los nativos. Organizar después un grupo armado, un ejército privado de hombres disciplinados que adorasen a STACK, y mantenerlo a su servicio con puño de hierro, sin debilidades, sin titubeos. ¡Eliminar a los Vigilantes para que nadie se interpusiera en el camino de la conquista, el asesinato, la venganza, la furia, el terror!

Presionado por ambos lados, Crompton trató de mantener el equilibrio y extender su control sobre las dos personalidades a un tiempo. Intentó fusionar los componentes en una entidad única, un todo estable. Sin embargo, ambas mentes rechazaban la integración, y se negaban a ceder su autonomía personal. Las lineas divisorias se hacían más profundas mientras que nuevas e irreconciliables escisiones surgían entre ellos. Crompton sufrió el desgaste en su propia estabilidad, y sintió la amenaza de la locura.

Entonces, Dan Stack tuvo un momento de lucidez provocado por su confusa e impracticable necesidad de reformarse.

—Lo siento —dijo—. No puedo evitarlo. Necesitas al otro.

—¿Qué otro?

—Lo intenté —murmuraba Stack—. ¡Intenté cambiar! Pero había demasiado conflicto en mi interior… Visceral y calculado, dentro y fuera… Pensé que podría curarme solo. Me dividí.

—¿Hiciste qué?

—¿Es que no me has oído? Yo también era un esquizofrénico. Una esquizofrenia latente que comenzó a manifestarse aquí, en Venus. Cuando volví a Puerto Nuevo Harlem me hice con otro cuerpo Durier, y me dividí… Pensé que todo sería más fácil si me convertía en alguien más simple. ¡Pero estaba equivocado!

—¿Entonces hay otro? —exclamó Crompton—. ¡Por eso no conseguíamos fusionamos! ¿Quién es? ¿Dónde está?

—Lo intenté —gemía Stack—. Oh, Dios… ¡Lo intenté de veras! Éramos como hermanos… Pensé que podría aprender de él… ¡Era tan tranquilo, tan bueno, tan paciente! ¡Estaba aprendiendo de él! Y entonces comenzó a abandonar…

—¿De quién se trata? —preguntó Crompton.

—Traté de ayudarle, intenté sacarlo de todo aquello… Pero estaba rodando cuesta abajo. ¡Ya no le importaba vivir o morir! Con él se escapaba mi última oportunidad… Y yo me volví loco, y lo zarandeé, y destrocé el bar de Moriarty. ¡Pero yo no maté a Barton Finch! ¡Él no quería vivir!

—¿Finch es el último componente?

—¡Sí! ¡Tienes que encontrarlo antes de que se deje morir! Está en una habitación, en la parte trasera del almacén. Tienes que darte prisa…

Stack se lanzó de nuevo a las profundidades de sus fantasías de muerte y destrucción, y Loomis sollozó algo sobre las cavernas azules de Xanadú.

Crompton incorporó su cuerpo de la litera y lo empujó hasta la puerta. Calle abajo se veía la tienda de Stack. «Llega hasta la tienda», se dijo a sí mismo, y salió tambaleándose a la calle.

Caminó un millón de kilómetros y se arrastró a través de los milenios. Subiendo montañas, atravesando ríos, cruzando desiertos, chapoteando en los pantanos, descendiendo cavernas que conducían a las entrañas de la tierra, y saliendo por el otro lado para bucear en las profundidades de océanos eternos, hasta alcanzar la superficie y continuar a nado hacia costas más lejanas. Y al final de aquel viaje infinito estaba la tienda de Stack.

En la habitación trasera, tendido en un sillón con una manta hasta la barbilla, estaba Finch. Su última esperanza de Reintegración. Observándolo ahí tendido, Crompton reconoció la tragedia de su búsqueda.

Finch estaba inmóvil, sus ojos abiertos con la mirada perdida e inalcanzable, mirando la nada. Su rostro era el rostro blanco y sin expresión de un idiota. Aquellos plácidos rasgos de Buda muerto mostraban una calma inhumana, sin esperar ni desear nada. De sus labios colgaba un fino hilillo de saliva. De vez en cuando su corazón parecía palpitar. Finch era la expresión última del humor flemático de la tierra, que hace del hombre un ser pasivo e inalterable.

Crompton rechazó como pudo el acoso de la locura, y se acomodó al pie del sillón. Miró fijamente a los ojos del hombre, e intentó que Finch hiciese

lo propio, que lo reconociese para poder unirse a él.

Pero Finch no podía ver nada.

Había fracasado. Crompton permitió que el fatigado y sobreexcitado cuerpo Crompton se alejase del sillón. Muy despacio, se contempló a sí mismo resbalando por el tobogán de la locura.

Entonces Stack, movido por su desesperado impulso de reconversión, emergió de sus sueños de venganza. Se unió entonces a Crompton para intentar obligar al idiota a ver y a reconocer. Y Loomis buscó y encontró la fortaleza más allá del límite del agotamiento y también se unió a ellos en el esfuerzo.

Los tres al unísono se pusieron a mirar al idiota. Y Finch, reclamado por tres cuartas partes de sí mismo implorando la unidad, hizo la proeza final. Una expresión imperceptible apareció en sus ojos. Los había reconocido.

Y entró.

Crompton sintió el inmenso torrente de paciencia y tolerancia de Finch. Los cuatro humores esenciales de la personalidad, tierra, aire, agua y fuego, estaban unidos por fin. La fusión era posible.

Pero ¿que significaba esto? ¿Qué estaba pasando? ¿Qué extraña fuerza estaba tomando ahora el control dejando todo lo demás muy lejos?

Crompton lanzó un grito y trató de abrirse la garganta con las uñas. A punto estuvo de conseguirlo antes de caer al suelo inconsciente, junto al cadáver de Finch.

Cuando el cuerpo tendido en el suelo abrió los ojos de nuevo, comenzó a bostezar y a estirar sus músculos con placer, disfrutando de las sensaciones que le suministraban el aire, la luz y los colores, satisfecho de sí mismo, y pensando que había cosas que hacer ahí fuera, amor por encontrar, una vida entera por vivir.

Aquel cuerpo, antigua posesión de Alistair Crompton, y habitado temporalmente por Edgar Loomis, Dan Stack y Barton Finch, se levantó del suelo. Su primer pensamiento fue encontrar un nombre que le gustase.