La cabeza de Raeder asomó tímidamente por el borde de la ventana. Vio la escalera de incendios y, al final de esta, un estrecho callejón en el que descansaban tres cubos de basura y un cochecito de niño abandonado a la intemperie. Mientras observaba la escena, un brazo embutido en una manga negra comenzó a moverse tras el cubo más alejado. Había algo brillante en esa mano. Raeder se agachó de inmediato. Una bala destrozó el cristal de la ventana y fue a empotrarse en el techo de la habitación dejando caer una lluvia de escayola sobre su cabeza.
Ahora sabía algo sobre ese callejón. Estaba vigilado. Lo mismo que la puerta.
Se tendió cuan largo era sobre el linóleo desportillado, clavando la mirada en el agujero del techo, escuchando los sonidos que llegaban del otro lado de la puerta. Un hombre alto con los ojos inyectados en sangre y miedo. La suciedad y el cansancio habían dejado oscuros surcos en su cara. El miedo había afectado su fisionomía, contrayendo un músculo aquí y pinzando un nervio más allá. El efecto final era sorprendente. Ahora su rostro estaba dotado de carácter. Había sido remodelado por la expectativa real de la muerte.
Había un pistolero en el callejón, y tres más en las escaleras. Estaba atrapado. Muerto.
Estaba claro, pensó Raeder, todavía podía moverse y respirar, pero eso sólo era debido a la incompetencia de la muerte. En unos pocos minutos el problema estaría solucionado. La muerte modelaría agujeros en su cara y en su cuerpo, teñiría artísticamente sus ropas con sangre, retorcería sus miembros de acuerdo a algún grotesco paso del ballet del cementerio…
Raeder se mordió el labio con fuerza. Quería vivir. Tenía que encontrar la manera.
Rodó sobre su estómago para darse la vuelta y exploró el húmedo y oscuro apartamento hasta el que sus asesinos le habían conducido. Se trataba de un pequeño y perfecto ataúd monoplaza. Tenía una puerta, que estaba vigilada, y la salida de incendios, también vigilada. Y había un pequeño baño sin ventanas.
Se arrastró como pudo hasta el interior del cuarto de baño y se incorporó. Allí, en el techo, había un agujero mugriento de casi medio metro de anchura. Si sólo pudiera alcanzarlo, reptar a través de él y alcanzar el apartamento de arriba…
Escuchó un golpe sordo. Los asesinos estaban impacientes. Intentaban derribar la puerta.
Estudió el agujero del techo. Ni pensar siquiera en intentarlo. No había manera de izarse hasta allí a tiempo.
Ahora estaban intentando derribarla con los hombros, lanzándose contra ella mientras emitían un gruñido con cada uno de sus golpes. No faltaría mucho para que la cerradura saltase, o para que arrancasen las bisagras de la madera podrida. La puerta se vendría abajo, y los dos tipos entrarían en la habitación con sus caras pálidas, quitándose el polvo de la chaqueta…
¡Pero tenia que haber alguien que le ayudase! Sacó el pequeño receptor de televisión de su bolsillo. La pantalla estaba borrosa, pero no se molestó en sintonizarlo bien. El sonido era claro y preciso.
Entonces escuchó la voz bien modulada de Mike Terry dirigiéndose a su numerosa audiencia.
… terrible situación, decía Terry. Sí, amigos, Jim Raeder está metido en un terrible apuro esta vez. Como ya recordarán, nuestro hombre ha estado escondiéndose con un nombre falso en un hotel de tercera categoría de Broadway. Parecía lo bastante seguro, sin embargo fue reconocido por el recepcionista del hotel, que de inmediato les pasó el recado a los Thompson.
La puerta crujía bajo la andanada de golpes. Raeder se aferró con fuerza al pequeño aparato de TV y siguió escuchando:
¡Raeder sólo pudo escapar del hotel! Acorralado por sus perseguidores, tuvo que meterse en un apartamento del 156 de la avenida Oeste. Su verdadera intención era alcanzar la parte superior para poder escapar saltando de un tejado a otro… ¡Y podría haber funcionado amigos, les aseguro que podría haber funcionado! Pero la puerta de acceso al tejado estaba cerrada. Eso sí que parecía el final… Sin embargo, Raeder acabó encontrando refugio en el apartamento número siete, felizmente abandonado. Entró y…
Terry hizo una pausa para añadir algo de emoción al relato, después continuó, exultante:
Y ahora está atrapado allí dentro, ¡atrapado como una rata en una caja! ¡Los Thompson están tirando la puerta! ¡La salida de incendios está vigilada! Nuestro equipo de filmación, dispuesto en un edificio próximo, les está ofreciendo un buen plano corto en estos momentos. ¡Fíjense, amigos, mírenlo! ¿Es que no queda ninguna esperanza para Jim Raeder?
—Ninguna esperanza —repitió Raeder en un susurro, mientras el sudor empapaba su cuerpo, de pie en el diminuto y pestilente baño, escuchando los golpes repetitivos contra la puerta.
¡Espera un momento!, gritó Mike Terry. Aguanta, Jim Raeder, aguanta un poco más. ¡Quizá sí que queda una esperanza! Tengo una llamada urgente de uno de nuestros espectadores… ¡Una llamada a la línea del buen samaritano! Aquí tenemos a alguien que piensa que puede ayudarte, Jim. ¿Estás escuchando, Jim Raeder?
Raeder esperó y comenzó a escuchar el ruido de los goznes desprendiéndose de la madera carcomida.
Adelante, señor, dijo Mike Terry. ¿Cómo se llama, señor?
Eh… Félix Bartholomew.
No se ponga nervioso, señor Bartholomew. Adelante.
Bien, de acuerdo. ¿Señor Raeder?, dijo la voz titubeante de un anciano. Yo he vivido en el 156 de la avenida Oeste. Precisamente en el mismo apartamento en el que está atrapado usted ahora, señor Raeder. ¡Lo juro! Mire, en ese cuarto de baño hay una ventana. Han pintado encima, pero le aseguro que está ahí.
Raeder se enfundó el receptor de TV en el bolsillo. Procedió a localizar las marcas de la ventana en la pared pintada y golpeó con fuerza. El cristal estalló con un estrépito, y la luz del día inundó el cuartucho con un resplandor cegador. Retiró los cristales del alféizar y se asomó rápidamente para mirar hacia abajo.
Lo que allí había era un vertiginoso salto hasta un patio de hormigón.
Los goznes de la puerta se desprendieron finalmente. Raeder oyó cómo se abría. Rápidamente, se subió al alféizar y se descolgó por el otro lado de la ventana, quedó colgado un momento por las puntas de los dedos. Cayó al vacío.
Todavía conmocionado por la caída, Raeder ser incorporó trastabillando. Un rostro apareció en la ventana del baño.
—Un tipo con suerte —dijo el hombre, inclinándose hacia el exterior y apuntando cuidadosamente con un 38 de cañón corto.
En ese momento una bomba de humo hizo explosión en el cuarto de baño.
El disparo del asesino se perdió en la distancia. Se giró sobre sus talones, maldiciendo. Más bombas de humo explotaban en el patio, oscureciendo la figura de Raeder.
Podía oír la voz enfebrecida del presentador saliendo del pequeño receptor guardado en su bolsillo:
¡Ahora tienes que correr!, gritaba Terry. ¡Corre, Jim Raeder! ¡Corre y salva tu vida! Corre ahora que los ojos de los asesinos están cegados por el humo. ¡Y agradéceselo a la buena samaritana Sarah Winters, del tres, cuatro, uno, dos de Edgar Street, Brockton, Massachussets, por la donación de las cinco bombas de humo, y la contratación del individuo para lanzarlas!
Terry continuó su discurso en un tono más calmado:
Señora Winters, hoy ha salvado la vida de un hombre. Podría dirigirse a la audiencia para contamos cómo…
Raeder no fue capaz de oír nada más. Estaba corriendo a través del patio inundado de humo, sorteando las hileras de tendederos para llegar al espacio abierto de la calle principal.
Bajó por la calle 63, encorvado para disimular su altura, renqueando ligeramente por el agotamiento, mareado por la falta de sueño y alimento.
—¡Eh, tú!
Raeder se giró. Una mujer estaba sentada en los escalones de la entrada de un bloque de apartamentos, dirigiéndole una mirada penetrante.
—Tú eres Raeder, ¿no? El tipo que están tratando de eliminar, ¿verdad?
Raeder comenzó a alejarse de la mujer a buen paso.
—Ven y entra aquí, Raeder —dijo la mujer.
Podía tratarse de una trampa. Sin embargo, Raeder sabía que dependía de la generosidad y el buen corazón de la gente. Él era su representante, una proyección de ellos mismos, el chico de la calle metido en problemas. Sin ellos estaba perdido. Con su ayuda nada podría acabar con él.
«Confía en la gente», es lo que le había dicho Mike Terry. «Ellos nunca van a darte la espalda».
Siguió a la mujer hasta el cuarto de estar de su apartamento. Ella le invitó a sentarse y abandonó la habitación, regresando de inmediato con un plato de estofado en las manos. Permaneció allí, de pie, observándole comer, tal y como uno observa a un chimpancé del zoológico comiendo cacahuetes.
Dos niños salieron de la cocina y se plantaron en el cuarto de estar, mirando a Raeder con curiosidad. Otros tres individuos salieron del dormitorio con una cámara de filmación que instalaron frente a él. La habitación estaba presidida por un equipo de televisión enorme. Mientras engullía el estofado, Raeder contemplaba la figura de Mike Terry y escuchaba su voz varonil, dotada de una sincera y preocupada modulación.
Ahí lo tenemos, amigos, estaba diciendo Terry. Ahí tenemos ahora a Jim Raeder, disfrutando de su primera comida decente en dos días. ¡Nuestro equipo de filmación ha realizado un excelente trabajo para poder ofrecerles estas imágenes! Enhorabuena, muchachos… Bien, amigos, Jim Raeder ha tenido la suerte de encontrar un pequeño retiro, un santuario de protección en el hogar de la señora Velma O’Dell, del tres cuarenta y tres de la calle 63. ¡Gracias, gracias de veras, buena samaritana O’Dell! ¿Es realmente algo maravilloso, contemplar cómo las gentes de todos los rincones de nuestra sociedad se han puesto de acuerdo para ofrecer a Jim Raeder un lugar en sus corazones!
—Será mejor que te des prisa —dijo la señora O’Dell.
—Sí, señora —respondió Raeder.
—No quiero un tiroteo en mi apartamento.
—Casi he terminado ya señora.
—¿Es que no van a matarlo? —preguntó uno de los niños.
—Haz el favor de callarte —respondió la señora O’Dell.
Sí, Jim, interrumpió Mike Terry, encantado. Será mejor que te des prisa. Tus perseguidores no se encuentran demasiado lejos. No son unos estúpidos, Jim, ya lo sabes. Son tipos retorcidos y criminales, ¡enloquecidos sanguinarios, tal vez! Pero no son unos estúpidos, Jim. Están siguiendo un rastro de sangre. ¡Sangre de tu propia mano herida, Jim!
Raeder todavía no se había dado cuenta hasta hora de que se había cortado con los cristales de la ventana.
—Espera, te vendaré eso —dijo la señora O’Dell. Raeder se levantó y dejó que le vendase la mano. Después le entregó una chaqueta marrón y un sombrero gris de ala ancha que ocultaba parte de su rostro.
—De mi marido.
¡Ahora tiene un disfraz, amigos!, aullaba Mike Terry casi con placer. ¡Esto sí que es algo nuevo! ¡Un disfraz! ¡Con siete horas todavía por delante hasta poder encontrarse a salvo!
—Ahora haz el favor de salir de aquí —dijo la señora O’Dell.
—Ya me voy, señora —respondió Raeder—. Muchas gracias.
—Creo que eres un imbécil —dijo ella—. Creo que hace falta ser imbécil para estar metido en algo como esto.
—Sí, señora.
—Simplemente, no merece la pena.
Raeder volvió a darle las gracias y salió de allí. Continuó su camino hacia Broadway, cogió un metro hasta la calle 59, después cambió de línea hasta la 86. Allí compró un periódico y cogió el expreso de Manhasset.
Echó un vistazo a su reloj. Le quedaban seis horas y media.
El tren subterráneo rugía mientras avanzaba bajo Manhattan. Raeder se quedó adormecido, su mano vendada escondida bajo el periódico, el sombrero ocultándole la cara. ¿Habría sido reconocido? ¿Habría conseguido despistar a los Thompson? ¿O acaso alguien estaría llamándoles por teléfono en ese mismo momento?
Medio dormido, se preguntó si realmente había escapado de un final seguro. ¿O se trataba simplemente de un cadáver andante, moviéndose y corriendo por ahí debido a la incompetencia de la muerte? «Dios mío, ¡la muerte puede ser tan perezosa hoy en día! Jim Raeder vagabundeó durante horas después de morir… ¡Y aún tuvo tiempo para contestar a las preguntas de la gente antes de ser enterrado cristianamente!».
Los ojos de Raeder se abrieron de golpe. Había soñado algo… desagradable. No podía recordar el qué.
Cerró de nuevo los párpados y recordó, con apacible asombro, una época en la que no había estado metido en problemas.
Eso fue hace dos años. En ese tiempo había sido un muchacho grandote y satisfecho, que trabajaba como ayudante de un conductor de camiones. No tenía talento alguno, y era demasiado modesto para tener algún sueño.
El pequeño conductor de camiones de rostro endurecido se encargaba de soñar por él:
—¿Por qué no lo intentas en la televisión, Jim? Yo mismo lo haría si tuviese tu aspecto. Se pirran por los chavales normales, con buena pinta y poco en la mollera, como tú. Como concursantes digo. A todo el mundo le gustan los chavales así. ¿Por qué no pruebas, eh?
Así que probó. El dueño de la tienda de televisores local se lo había explicado todo en detalle.
—Mira, Jim, el público está harto de los atletas altamente entrenados, con todos sus reflejos de estrella y todo ese coraje profesional. ¿Quién puede simpatizar con tipos como esos? ¿Quién puede identificarse con ellos? La gente quiere ver cosas atrevidas, eso está claro, pero no cuando algún listillo hace de ello su profesión por un millón de pavos al año. Por eso el deporte profesional está a la baja. Por eso los programas de riesgo se están llevando el gato al agua.
—Entiendo —dijo Raeder.
—Mira, Jim, hace seis años que el Congreso aprobó la Ley del Suicidio Voluntario. Esos vejestorios se dedicaron a parlotear un montón sobre el libre albedrío y la libertad de elección del individuo, todo a un tiempo. Pero todo eso es un montón de basura. ¿Sabes lo que significa esa Ley en realidad? Significa que la gente normal puede arriesgar su vida por el mejor pedazo de la tarta. ¡Y no sólo los profesionales! En los viejos tiempos tenías que ser un boxeador profesional, o un futbolista, o un jugador de hockey sobre hielo si querías asumir legalmente el riesgo de romperte el cráneo por la pasta. Pero ahora las puertas están abiertas para la gente normal como tú, Jim.
—Entiendo —dijo Raeder de nuevo.
—Es una oportunidad maravillosa. Tú, por ejemplo. Tú no eres mejor que cualquiera, Jim. Todo lo que tú puedas hacer puede hacerlo mejor otro tipo. Eres normal. Creo que los programas de riesgo están hechos para ti.
Raeder se permitió a sí mismo soñar por un momento. Los programas de televisión parecían el camino perfecto para enriquecerse para un tipo agradable y joven como él, que no tenía ningún talento ni instrucción particular. Escribió una carta dirigida a un programa llamado Destino incierto y metió una fotografía suya en el sobre.
Destino incierto estaba interesado en él. Los de la JBC investigaron la vida privada de Raeder y lo encontraron lo bastante normal como para satisfacer las necesidades del espectador más exigente. Se comprobaron su parentesco y amistades más próximas. Finalmente fue llamado a acudir a Nueva York para ser entrevistado por el señor Moulian.
Moulian era un individuo moreno e hiperactivo que mascaba chicle mientras hablaba:
—Te hemos elegido —le espetó bruscamente—. Pero no para Destino incierto. Vas a aparecer en Parrilla de salida. Es un programa de media hora que dan por las mañanas en el Canal Tres.
—Uau —musitó Raeder.
—No hace falta que me lo agradezcas. Te llevas cinco mil dólares si ganas o quedas el segundo, y hay un premio de consolación de quinientos si pierdes. Pero eso no es lo que importa.
—Claro que no, señor.
—Parrilla de salida es un programa menor que sirve como banco de pruebas para la JBC. Los que ganan y los que quedan segundos van después a Emergencia. Los premios son mucho mejores en Emergencia.
—Lo sé, señor.
—Y si lo haces bien en Emergencia, después están los programas de riesgo de primera como Destino incierto o Peligros submarinos, con cobertura nacional, y unos premios de órdago. Y allí es donde empieza lo bueno de verdad. Hasta dónde llegues, depende exclusivamente de ti.
—Lo haré lo mejor que pueda, señor —dijo Raeder.
Moulian dejó de mascar su chicle por un momento y pronunció sus siguientes palabras con un aire casi paternal:
—Puedes hacerlo Jim. Sólo recuerda esto, tú eres la gente, y la gente puede hacer todo lo que se proponga.
La manera que tuvo de decirlo hizo que Raeder experimentase un momentáneo sentimiento de lástima por el señor Moulian que, con su piel cetrina, sus cabellos encrespados, y sus ojos saltones, no era con seguridad parte integrante de la gente.
Se dieron un apretón de manos. Acto seguido, Raeder firmó un documento por el que eximía a la cadena JBC de toda responsabilidad en caso de perder la vida, la razón, o algún miembro durante la celebración del concurso televisivo. También firmó otro papel en el que confirmaba el ejercicio de sus derechos al amparo de la Ley del Suicidio Voluntario. El marco legal exigía esta redacción personal por escrito a pesar de tratarse de una mera formalidad.
Al cabo de tres semanas estaba en Parrilla de salida.
El programa seguía la fórmula clásica de una carrera automovilística. Los participantes eran pilotos inexpertos que se subían a coches de competición europeos y americanos, para emprender una veloz carrera a lo largo de un peligroso circuito de treinta kilómetros de recorrido. Raeder comenzó a temblar de miedo cuando trató de arrancar su enorme Maserati en la marcha equivocada, y la potencia del coche casi le hizo despegar del suelo.
La carrera se puso en marcha como una pesadilla, con olor a neumáticos quemados y el chillido incesante provocado por las aceleraciones de los vehículos. Raeder se quedó en la retaguardia, dejando que los líderes provisionales se estampasen por sí solos al tomar las primeras curvas mortalmente cerradas. Después aprovechó la oportunidad de escalar hasta la tercera posición cuando el Jaguar que tenía delante se abalanzó contra un Alfa Romeo, y los dos coches se salieron de la pista, quedando varados en un campo de cultivo. Raeder se decidió a luchar por la segunda plaza en los kilómetros finales, pero fue incapaz de encontrar pasillo para adelantar. A punto estuvo de hacer un trompo al encontrar una inesperada curva en ese en su camino, pero se aferró al volante con todas sus fuerzas y consiguió controlar el coche para mantenerlo en el asfalto, todavía conservando la tercera posición. Finalmente, el piloto que iba en cabeza rompió un cigüeñal en los últimos cincuenta metros de carrera, permitiendo a Jim finalizar en segundo lugar.
Ahora estaba cinco mil dólares más cerca de su sueño. Recibió cuatro cartas de admiradores y un par de calcetines enviados por una señorita de Oshkosh. Su presencia fue solicitada en Emergencia.
Al contrario que Parrilla de salida, Emergencia no era un programa basado en un modelo competitivo. En este caso se trataba de estimular la iniciativa individual. Como preparativo para su participación, Raeder recibió una dosis de un narcótico no adictivo que le dejó inconsciente en el acto. Se despertó en el interior de la cabina de una pequeña avioneta volando a diez mil pies de altura con el piloto automático. El indicador de combustible marcaba que el depósito estaba prácticamente vacío. No tenía paracaídas. Se suponía que tenía que aterrizar la avioneta.
Y, por supuesto, no había pilotado un avión en su vida.
Comenzó a experimentar con los controles con toda la fuerza de ánimo que pudo reunir mientras recordaba que el concursante de la semana pasada había despertado en el interior de un submarino y, tras abrir la válvula equivocada, había muerto ahogado.
Miles de espectadores observaban hechizados los acontecimientos mientras un solo hombre, un hombre normal y corriente, trataba de escapar de la situación tal y como ellos lo harían. Jim Raeder era ellos. Cualquier cosa que él pudiese hacer, también ellos podían hacerla. Raeder era el representante del pueblo.
Al final consiguió llevar la avioneta a tierra en algo parecido a un aterrizaje. A punto estuvo de salir despedido del asiento unas cuantas veces, pero el cinturón de seguridad aguantó lo suficiente. El motor, contrariamente a lo esperado, no estalló en llamas.
Se arrastró como pudo fuera de la cabina con dos costillas rotas, quince mil dólares en el bolsillo y la oportunidad de participar en Torero una vez recuperado.
¡Al fin un programa de riesgo de primera! En Torero se pagaban cincuenta mil dólares al ganador. Todo lo que tenía que hacer era matar a un miura con una espada, tal y como lo hacían los matadores profesionales.
El combate tenía lugar en Madrid, ya que las corridas de toros todavía eran ilegales en los Estados Unidos. El programa se retransmitía a la nación entera.
Raeder estaba arropado por una buena cuadrilla. A los españoles parecía gustarles ese americano grandote de lentos movimientos. Los picadores se emplearon a fondo en sus lances, tratando de desgastar al toro para Raeder. Los banderilleros trataban de hacerle el quite para apartar a la bestia de su camino antes de colocarle las banderillas. Finalmente el segundo matador, un hombre de aspecto fúnebre natural de Algeciras, casi le rompe el cuello al toro a base de una magistral faena de capote.
Pero una vez que las distintas suertes fueron ejecutadas y todo quedó visto para sentencia, en la arena de la plaza sólo quedaba Jim Raeder. La muleta roja torpemente agarrada en la mano izquierda, la espada en la derecha, enfrentándose a media tonelada de animal con la cornamenta vibrante por la sangre derramada.
Alguien gritó:
—¡Búscale los pulmones, hombre, no te hagas el héroe, clávesela en los pulmones!
Pero lo único que Jim sabía era lo que el consejero técnico de la cadena le había dicho en Nueva York: «Apunta con la espada y trata de clavársela en todo lo alto, detrás de los cuernos».
Y allí que se fue. Pero la espada pinchó en hueso, y el toro se lo llevó a la espalda. Raeder se levantó del suelo como pudo, milagrosamente ileso, y se encaminó a por otra espada. Lo intentó de nuevo, al centro y por detrás de los cuernos, con los ojos cerrados. Y el ángel de la guarda que vela por los niños y por los locos debía de estar despierto en ese momento, porque la espada se clavó como una aguja en la mantequilla. Entonces el toro se convirtió en una piedra, con la mirada fija en Raeder sin acabar de comprender lo que ocurría, hasta que terminó por desinflarse como un globo pinchado.
Le pagaron cincuenta mil dólares, con los que su clavícula rota se recuperó a una velocidad prodigiosa. Recibió veintitrés cartas de admiradores, incluyendo una apasionada proposición de una señorita de Atlantic City, que él ignoró. Y le preguntaron si quería aparecer en otro programa.
A estas alturas Jim Raeder había perdido algo de su inocencia. Podía darse cuenta perfectamente de que casi se había ido al otro mundo a cambio de calderilla, el verdadero botín todavía estaba lejos. Ahora no estaba dispuesto a matarse por algo que no mereciese la pena.
Así que apareció en Peligros submarinos, programa patrocinado por el detergente Fairlady. Ataviado con una escafandra, un respirador, un cinturón de contrapeso, unas aletas y un cuchillo, se sumergió en las cálidas aguas del Caribe, acompañado por otros cuatro concursantes, todos ellos seguidos por un equipo de filmación en el interior de una cápsula protectora. La idea era localizar y subir a la superficie un tesoro que el patrocinador del programa había escondido allí.
El buceo con escafandra no es una práctica especialmente peligrosa, pero el patrocinador había introducido algunos alicientes con el fin de satisfacer el interés del público. La zona estaba infestada de almejas gigantes, morenas, diversas especies de tiburones, pulpos gigantes, coral venenoso y otros peligros de las profundidades.
Peligros submarinos hacía que las apuestas enloqueciesen. La competición estuvo de lo más reñida. Un tipo de Florida había localizado el tesoro en una hendidura a gran profundidad, pero una morena lo encontró a él primero. Otro de los concursantes llegó incluso a tocar el tesoro, pero un tiburón lo agarró a él después. La brillante superficie azul-verdosa del agua se emborronó de sangre, lo que quedaba muy bien en la televisión a color. El tesoro quedo flotando y sin dueño, y descendió a las profundidades. Raeder se abalanzó tras él, perforándose un tímpano en la gesta. A pesar de todo, consiguió arrancarlo de una formación de coral en la que se había enganchado, soltó lastre de su cinturón y trató de emerger del agua. A pocos metros de la superficie aún tuvo que luchar contra otro buceador para quedarse con el tesoro.
Los dos hombres se azuzaron respectivamente con los cuchillos. Raeder recibió un buen corte a lo largo del pecho. Sin embargo, haciendo acopio de toda la entereza y experiencia de un concursante veterano, se desprendió de su cuchillo y le arrancó al otro el respirador de la boca.
Aquello funcionó. Raeder subió a la superficie y le ofreció el tesoro a los hombres que esperaban en la cubierta del barco. Resultó ser un paquete de detergente Fairlady. «El más grande de los tesoros».
La victoria le proporcionó cien mil dólares en metálico y premios, aparte de trescientas ocho cartas de admiradores, y una interesante proposición de una chica de Macón, que Raeder llegó a considerar seriamente. El programa se hizo cargo, además, de los gastos de hospitalización para curar su herida de cuchillo, su tímpano perforado, y la infección provocada por el coral venenoso.
Pero lo mejor de todo era haber sido elegido para participar en el más grande de los programas de riesgo: El precio del peligro.
Y fue en ese momento cuando comenzaron los problemas de verdad…
El tren subterráneo llegó a una parada, sacando a Raeder de sus ensoñaciones. Se retiró el sombrero hacia atrás y observó, al fondo del pasillo del vagón, a un hombre que lo miraba fijamente mientras le susurraba algo a una mujer. ¿Lo habrían reconocido?
Se levantó de su asiento en cuanto se abrieron las puertas. Le quedaban cinco horas.
Cogió un taxi en la estación de Manhasset, y le pidió al conductor que le llevase hasta New Salem.
—¿A New Salem? —repitió el conductor, mirándole por el espejo retrovisor.
—Eso he dicho.
El conductor agarró su radiotransmisor y repitió despreocupadamente:
—Trayecto hasta New Salem. Sí, eso es. New Salem.
El taxi comenzó su recorrido. Raeder fruncía el ceño, preocupado, pensando que tal vez el conductor había lanzado algún tipo de aviso. Desde luego, era perfectamente normal que los taxistas informasen de sus carreras a las estaciones, pero había algo en la voz de ese hombre que…
—Me bajo aquí —dijo Raeder.
Pagó al conductor y comenzó a caminar en solitario por una estrecha carretera regional que atravesaba una pobre zona boscosa. Los árboles eran demasiado pequeños, y estaban demasiado separados unos de otros como para ofrecer una protección segura. Raeder continuó su camino, en busca de un lugar donde esconderse.
De repente, un gran tráiler apareció en la carretera. Raeder continuó caminando sin mirar atrás, tratando de calarse el sombrero lo más posible sobre la frente. Pero a medida que el camión se aproximaba, escuchó una voz saliendo del receptor de televisión de su bolsillo que gritaba: ¡Cuidado!
Se lanzó de inmediato a la cuneta. El camión pasó de largo con todo su estruendo, dejando a Raeder tras él. Unos metros por delante se desvió del asfalto y detuvo todo su tonelaje. El conductor comenzó a gritar:
—¡Por ahí va! ¡Dispara, Harry, dispara!
Las balas hacían saltar las hojas de los árboles a medida que Raeder trataba de internarse en el bosque a toda velocidad.
¡Ha vuelto a pasar!, decía Mike Terry con la voz trastornada por la excitación. Mucho me temo que Jim Raeder se ha dejado engañar por una falsa sensación de seguridad. ¡No puedes hacer eso, Jim! ¡No cuando tu vida está en juego! ¡No cuando tienes a unos pistoleros pisándote los talones! ¡Ten cuidado, Jim, todavía te quedan cuatro horas y media para salir de esta!
El conductor del camión estaba diciendo:
—Claude, Harry, dad la vuelta con el camión, lo tenemos acorralado.
¡Te tienen acorralado, Jim Raeder!, repetía Mike Terry con desesperación calculada. ¡Pero todavía no te han cogido! Y puedes agradecérselo a la buena samaritana Susy Peters, del número doce de Elm Street en South Orange, Nueva Jersey, por ese grito de alarma cuando el camión estaba a punto de pasarte por encima. Tendremos a la pequeña Susy en nuestro plato en unos momentos… Ahora observen, amigos, el helicóptero de nuestro equipo de filmación acaba de llegar al lugar de los hechos. Ahora pueden ver a Jim Raeder corriendo, y a sus perseguidores tras él, intentando rodearlo…
Raeder atravesó cien metros de bosque y se encontró ante una autopista que le cortaba el paso a la espesura. Uno de los asesinos avanzaba al trote tras él. El camión había tomado una carretera secundaria y se encontraba a menos de un kilómetro de distancia, avanzando hacia su posición.
Un coche se acercaba en la dirección contraria. Raeder saltó a la carretera, moviendo los brazos frenéticamente para detenerlo. El vehículo se paró ante él.
—¡Date prisa! —le gritó la joven rubia que estaba al volante.
Raeder se lanzó a su interior. La mujer giró en redondo en la autopista. Una bala atravesó el parabrisas delantero mientras pisaba el acelerador a fondo, a punto de llevarse por delante al perseguidor solitario que permanecía en su camino en la autopista.
El coche desapareció de la vista antes de que el camión se acercase a distancia de tiro.
Raeder se dejó caer hacia atrás en el asiento y cerró los ojos con fuerza. La mujer se concentraba en conducir, vigilando la presencia del tráiler en el espejo retrovisor.
¡Ha vuelto a pasar!, gritaba Mike Terry, su voz en estado de éxtasis. Jim Raeder ha sido rescatado de nuevo de las garras de la muerte gracias a la acción de la buena samaritana Janice Morrow, del cuatro tres tres de la avenida Lexington de la ciudad de Nueva York. ¿Han visto algo parecido alguna vez, amigos? ¡La manera en que la señorita Morrow condujo su vehículo a través de una lluvia de balas y sacó a Jim Raeder de la boca del lobo! Dentro de un rato entrevistaremos a la señorita Morrow en directo, y le pediremos que nos cuente sus impresiones. Ahora, mientras Jim Raeder se aleja a toda velocidad, quizá hacia la seguridad, o quizá hacia peligros aún mayores, tendremos unos instantes de publicidad de nuestro patrocinador. ¡No nos dejen! A Jim aún le quedan cuatro horas y diez minutos para lograr la salvación. ¡Cualquier cosa puede pasar!
—Bueno —dijo la chica—. Ahora ya no estamos en el aire. Oye, Raeder, ¿se puede saber qué demonios te pasa?
—¿Cómo? —respondió él. La joven debía de tener veintipocos. Su aspecto era competente, de gran atractivo y con cierto aire de inaccesibilidad. Raeder reparó en su esbelta figura y en los bellos rasgos de su rostro. También se dio cuenta de que parecía enfadada.
—Señorita —comenzó a decir—. Mire, no sé cómo agradecerle lo que ha hecho por…
—Al grano —interrumpió Janice Morrow—. No soy ninguna buena samaritana. Trabajo para la cadena JBC.
—¡Así que los del programa me han rescatado!
—Chico listo —dijo ella.
—Pero ¿por qué?
—Mira, Raeder, este es un programa con bastante pasta en juego, así que tenemos que dar un buen espectáculo. Si la audiencia baja ya podemos vemos todos en la calle vendiendo manzanas de caramelo. Y, por cierto, tú no estás siendo de gran ayuda.
—¿Cómo? ¿Y eso por qué?
—Porque eres malísimo —dijo la chica con amargura—. Eres un desastre, tío, un fiasco. ¿Es que quieres suicidarte? ¿O es que todavía no has aprendido nada sobre supervivencia?
—Lo hago lo mejor que puedo…
—Los Thompson podrían haber acabado contigo una docena de veces a estas alturas. Tuvimos que decirles que se lo tomasen con calma, que se dieran tiempo en agarrarte, pero es como dispararle a una paloma de barro de dos metros de altura. Los Thompson están tratando de cooperar, pero sólo pueden hacer el número hasta cierto punto. Si yo no aparezco antes habrían tenido que matarte. Estando en el aire o no.
Raeder se quedó mirándola fijamente, pensando cómo una chica tan bonita podía hablar de esa manera. Ella le devolvió la mirada por un instante, antes de volver a concentrarse rápidamente en la autopista.
—¡No me mires de esa manera! —le dijo—. Fuiste tú el que decidió jugarse la vida por dinero, señor Apuestas… ¡Y mucho dinero además! Conocías el riesgo, así que no me hagas el numerito del chico de pueblo al que persiguen los malos encapuchados. Porque esa es otra película.
—Ya lo sé —contestó Raeder.
—Si no sabes lo que hacer con tu vida, por lo menos intenta morir con dignidad.
—No piensas lo que estás diciendo —contestó Raeder.
—No estés tan seguro… Te quedan tres horas y cuarenta minutos hasta que termine el programa. Si puedes permanecer vivo, el gran premio es tuyo. Pero si no lo consigues, intenta al menos que los Thompson se ganen lo que cobran.
Raeder asintió con la cabeza sin dejar de mirarla, embobado.
—En unos minutos estaremos en el aire. Yo finjo que se me para el motor y tú te bajas. Te dejo con los Thompson. Ahora van a por ti de verdad. Y te matarán en cuanto puedan. ¿Entendido?
—Sí —respondió Raeder—. Y si lo consigo, ¿puedo volver a verte algún día?
Ella se mordió el labio inferior en un gesto de enfado:
—¿Estás de coña, o qué?
—No, no… Me gustaría volver a verte, si tú quieres.
Janice le miró con curiosidad:
—Mira, no lo sé. Será mejor que lo olvides. Estamos a punto de salir otra vez. Creo que lo mejor que puedes hacer es meterte por esos bosques de la derecha. ¿Estás preparado?
—Sí. Oye, ¿cómo puedo localizarte? Después de esto, quiero decir.
—Mira, Raeder, no estás prestando atención. Atraviesa ese bosque hasta que encuentres un barranco en tu camino. No es gran cosa, pero al menos podrás esconderte un tiempo.
—¿Dónde puedo localizarte? —preguntó Raeder de nuevo.
—Estoy en el listín telefónico de Manhattan. —Detuvo el coche—. Venga, Raeder, empieza a correr.
Raeder abrió la portezuela.
—Espera —dijo ella. Se inclinó en el asiento para acercarse a él y le besó en los labios—. Buena suerte, idiota. Llámame si lo consigues.
Y entonces se encontró de nuevo solo y a pie, corriendo tan rápido como podía para llegar al bosque.
Dejaba atrás pinos y abedules, encontrándose ocasionalmente con alguna casa de campo prefabricada desde la que se le clavaban las miradas de sus ocupantes tras los grandes ventanales acristalados. Alguno de esos tipos debían de haber llamado a su banda de perseguidores, porque los había sentido muy cerca, casi pisándole los talones, cuando había llegado al barranco donde pretendía esconderse. Aquella gente tranquila, educada y respetuosa de la ley no podía permitir que se escapase, pensaba Raeder con tristeza. Querían ver un asesinato. O quizá querían verlo a él escapando por poco de un asesinato.
En el fondo venía a ser la misma cosa.
Se metió en el pequeño barranco, agazapándose entre los gruesos matorrales, y permaneció quieto. Los Thompson aparecieron por ambos lados, desplazándose con sigilo mientras observaban cada posible movimiento de la maleza. Raeder contuvo la respiración en el momento en que los tenía prácticamente encima.
Escuchó la explosión súbita de un disparo de revólver. El asesino había matado a una ardilla. El animal se retorció y cayó al suelo.
Tendido bajo los matorrales, Raeder alcanzó a oír el zumbido del helicóptero del estudio sobre su posición. Se preguntó si las cámaras lo estarían enfocando en ese momento. Era posible. Y si alguien lo estaba viendo, cabía la posibilidad de que algún buen samaritano le ayudase.
Así que dirigió su mirada hacia el helicóptero y trató de adoptar una expresión suplicante, juntó las manos y rezó. Rezó silenciosamente, ya que a la audiencia no le hacían gracia las ostentaciones religiosas. Sin embargo movió los labios, ese era un privilegio que no se le podía negar a ningún hombre.
Y un rezo auténtico se instaló en su boca, de la que no salía sonido alguno. En una ocasión, un telespectador capaz de leer en los labios había detectado a un fugitivo fingiendo que rezaba, cuando en realidad sólo recitaba la tabla de multiplicar. ¡No habría ayuda para ese hombre!
Raeder terminó su rezo. Un vistazo a su reloj le informó de que le quedaban casi dos horas para terminar.
¡Y no tenía ninguna intención de morir! ¡No merecía la pena, no importaba cuánto recibiese a cambio! Tenía que haber estado loco, completamente fuera de escuadra cuando aceptó participar en semejante juego…
Pero sabía que no era así. Recordaba perfectamente lo cuerdo que se encontraba cuando accedió a tomar parte en todo esto.
Hacía una semana que había estado en el plato de El precio del peligro, pestañeando bajo las luces de los focos y estrechando la mano de Mike Teriy.
—Bien, señor Raeder —había dicho Terry con solemnidad—, ¿entiende las reglas del juego en el que está a punto de participar?
Raeder asintió con la cabeza.
—Si aceptas, Jim Raeder, vas a ser un fugitivo durante una semana. Vas a ser perseguido por asesinos. Asesinos expertos, hombres buscados por la justicia por otros crímenes, a los que se ha proporcionado inmunidad para este juego al amparo de la Ley del Suicidio Voluntario. Van a intentar acabar contigo, Jim. ¿Lo comprendes?
—Perfectamente —respondió Raeder. También acertó a comprender la cifra de doscientos mil dólares que iba a recibir si conseguía sobrevivir a la semana como fugitivo.
—Te lo preguntaré otra vez, Jim Raeder. Aquí no obligamos a nadie a jugar con la posibilidad de la muerte.
—Quiero jugar —dijo Raeder.
Mike Terry se dirigió a los televidentes:
—Señoras y caballeros, aquí tengo la copia del exhaustivo test psicológico que un gabinete independiente de científicos realizó a Jim Raeder a petición nuestra. Cualquiera que lo desee puede recibir una copia en su casa por veinticinco centavos en concepto de gastos postales. El test demuestra que Jim Raeder es un individuo cuerdo y equilibrado, completamente responsable de sí mismo en todos los aspectos. —Se giró a Raeder—. ¿Todavía quieres entrar en el juego, Jim?
—En efecto.
—¡Muy bien! —exclamó Mike Terry—. Jim Raeder, ¡aquí están tus asesinos!
La banda de los Thompson hizo acto de presencia en el plato entre los abucheos de los espectadores.
—Mírenlos, amigos —decía Mike Terry con manifiesto desprecio—. ¡Sólo mírenlos! Miren a estos seres viciosos y antisociales, absolutamente faltos de toda moral. Hombres que no contemplan regla alguna, salvo el retorcido código del crimen. Individuos sin sentido del honor, salvo el dudosos orgullo del cobarde asesino a sueldo. Son hombres malditos. Malditos en una sociedad que no tendrá que castigar sus actividades por mucho tiempo, destinados como están a una muerte temprana y violenta.
Los espectadores chillaban con entusiasmo.
—¿Qué tienes que decimos, Claude Thompson? —preguntó Terry.
Claude, el portavoz de los Thompson, se acercó al micrófono para hablar. Era un hombre delgado y pulcramente afeitado, vestido de forma clásica.
—Verá —dijo roncamente—, yo creo que no somos peores que cualquiera. Quiero decir, como los soldados en la guerra… Ellos matan. Y no se pierdan los chanchullos del gobierno, y los de los sindicatos. Todo el mundo tiene sus trapos sucios, ¿no?
Ese era el inconsistente código de los Thompson. ¡Pero de qué manera tan rápida y con cuánta precisión destruyó Mike Teriy sus argumentos! Las preguntas de Teriy se clavaban directamente en el alma corrupta de aquel hombre.
Al final de la entrevista Claude Thompson estaba sudando a chorros, secándose la cara con un pañuelo de seda y lanzando sucesivas miradas de soslayo a sus hombres.
Mike Terry le pasó una mano por el hombro a Raeder:
—Aquí está el hombre que ha aceptado ser vuestra víctima… si es que podéis cogerle.
—Le cogeremos —dijo Thompson recobrando su seguridad.
—No estéis tan seguros —le respondió Terry—. Jim Raeder se ha peleado con toros bravos. Ahora le toca enfrentarse a chacales. Es un ciudadano medio. Es el pueblo. Lo que en definitiva significa la desgracia para ti y los de tu calaña.
—Le pillaremos —respondió Thompson.
—Y una cosa más —dijo Terry con suavidad—, Jim Raeder no está solo en esto. Las buena gentes de América están con él. Los buenos samaritanos de cada rincón de nuestra gran nación están preparados para asistirle, indefensos y desarmados. Jim Raeder puede contar con la ayuda y el buen corazón del pueblo, del cual es representante. ¡Así que no estés tan seguro, Claude Thompson! El ciudadano medio está con Jim Raeder. ¡Y somos muchos ciudadanos!
Raeder pensó en esto, tendido e inmóvil bajo los matorrales. Sí, el pueblo le había ayudado. Pero también habían ayudado a sus asesinos.
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Había elegido, se recordó. Él era el único responsable. El test psicológico lo probaba.
Y por otro lado, ¿cuál era la responsabilidad de los psicólogos que le habían hecho el test? ¿Cuál era la responsabilidad de Mike Terry por haberle ofrecido tanto dinero a un tipo pobre como él? La sociedad había tendido la soga y se la había puesto alrededor del cuello, y ahora él se estaba colgando solo, y lo estaban llamando libertad de elección.
¿De quién era la culpa?
—¡Ajá! —gritó alguien.
Raeder miró hacia arriba y vio a un hombre corpulento de pie cerca de él. El hombre vestía una chaqueta chillona de tweed. Llevaba unos prismáticos colgados del cuello, y una caña en el mano.
—Señor —susurró Raeder—, ¡por favor, no diga nada!
—¡Eh! —gritó el hombre corpulento mientras apuntaba a Raeder con su caña—. ¡Aquí está!
Un loco, pensó Raeder. El desgraciado debe de pensar que está jugando al escondite.
—¡Aquí, aquí mismo! —chillaba el hombre.
Maldiciendo, Raeder se incorporó de un salto y comenzó a correr. Salió del barranco y vio un edificio blanco en la distancia. Se dirigió hacia allí. Todavía podía oír al hombre gritar detrás de él.
—Allí, allí lo tenéis. Mirad, idiotas, ¿todavía no podéis verlo?
Los asesinos se pusieron a disparar de nuevo. Raeder corría, tropezándose en el terreno desigual, dejando atrás a tres niños que jugaban en una casa construida en un árbol.
—¡Por allí va! —gritaban los niños—. ¡Por allí va!
Raeder emitió un gruñido y continuó corriendo. Alcanzó por fin los escalones de entrada al edificio blanco y vio que se trataba de una iglesia.
Abrió la puerta en el instante en que una bala penetró por detrás de su rótula derecha.
Cayó al suelo y reptó hacia el interior de la iglesia.
El receptor de su bolsillo seguía emitiendo:
¡Menudo final, amigos, menudo final! Le han dado, amigos, está arrastrándose por el suelo, ¡y tiene que dolerle de verdad!, pero todavía no ha tirado la toalla, ¡Jim Raeder no haría eso!
Raeder estaba tendido en el pasillo que conducía hasta el altar. Podía escuchar la voz excitada de un niño que decía:
—Se ha metido aquí, señor Thompson. ¡Dese prisa, todavía puede cogerlo!
«¿Pero no se supone que en una iglesia no se puede matar a la gente?», se preguntaba Raeder.
Entonces las puertas se abrieron de par en par, y Raeder se dio cuenta de que la vieja costumbre había pasado a la historia. Se recompuso como pudo y se arrastró detrás del altar, saliendo por la puerta trasera de la iglesia.
Se encontró entonces en un viejo cementerio. Renqueó a través de cruces y estrellas, sorteando lápidas de mármol y granito, dejando atrás losas de piedra y pequeños letreros de madera para identificar a los difuntos. Una bala se incrustó con un estallido en una lápida muy cerca de su cabeza, haciendo volar pequeños fragmentos de piedra sobre él. Se arrastró hasta el borde de una tumba abierta.
Habían salido a recibirlo, pensó. Todos esos maravillosos ciudadanos medios. ¿No habían dicho que él era su representante? ¿No habían jurado protegerse entre ellos? Sin embargo, ahora comprendía que le odiaban. Sentían asco y desprecio por él. ¿Por qué no había sido capaz de verlo? Sus verdaderos héroes eran los pistoleros y los criminales, todos los Thompson, Capone, Billy el Niño, Lochinvar, El Cid, Cuchulain… Hombres sin esperanzas ni miedos humanos. Los veneraban, veneraban al verdugo, al implacable pistolero robótico, y se retorcían de placer al notar la suela de su bota sobre sus rostros.
Raeder intentó moverse y resbaló dentro de la tumba abierta.
Quedó tumbado boca arriba mirando el cielo azul. Un figura negra apareció en lo alto, ocultando de golpe el firmamento. Se escuchó un chasquido metálico. La figura apuntó con cuidado.
Y Raeder abandonó toda esperanza de por vida.
¡ESPERA, THOMPSON!, irrumpió la voz amplificada de Mike Terry.
El cañón del revolver se retiró de su objetivo.
¡Son las cinco en punto y un segundo! ¡La semana ha llegado a su fin! ¡JIM RAEDER HA GANADO!
En ese momento los espectadores del estudio estallaron en un pandemónium de alegría.
La banda de los Thompson estaba reunida alrededor de la tumba con aspecto malhumorado.
¡Ha ganado, amigos, ha ganado!, gritaba Mike Terry. ¡Miren, miren ahora a la pantalla! La policía ha llegado, están llevándose a los Thompson lejos de su víctima, la víctima a quien no pudieron asesinar. Y todo ello gracias a ustedes, buenos samaritanos de América. Observen, amigos, unas manos caritativas están sacando a Jim Raeder de la tumba abierta que fue su último refugio. La buena samaritana Janice Morrow también está allí. ¿Será este el principio de una bonita historia de amor? Jim parece haberse desmayado, amigos, en estos momentos le están administrando un estimulante. ¡Ha ganado doscientos mil dólares! ¡En un momento tendremos las primeras declaraciones de Jim Raeder!
Hubo un silencio corto y pesado.
Es extraño, dijo Mike Terry. Amigos, mucho me temo que no podremos escuchar las palabras de Jim en este momento. Parece que los médicos están atendiéndole. Sólo un momento…
Hubo otro silencio. Mike Terry se secó el sudor de la frente y sonrió.
Es la presión, amigos, la espantosa presión que ha soportado. El médico me ha dicho que… La cuestión, amigos, es que Jim Raeder no se encuentra en posesión de todas sus facultades en este momento, es comprensible, ¡pero se trata de una situación temporal! La JBC ya se ha puesto en marcha para contratar los servicios de los mejores psiquiatras y psicoanalistas del país. Estamos decididos a hacer todo lo humanamente posible por este formidable muchacho, y no vamos a reparar en gastos para ello, eso puedo asegurárselo.
Mike Terry miró el reloj del estudio.
Parece que ha llegado la hora de despedir la emisión, amigos. No se pierdan nuestro próximo gran programa de riesgo, las emociones todavía no se han terminado en la JBC. Y no se preocupen, estoy completamente seguro de que Jim Raeder estará muy pronto de vuelta con nosotros.
Mike Terry sonrió y le guiñó un ojo a los espectadores:
Está obligado a ponerse bien, amigos. Después de todo, ¡es uno de los nuestros!