TEMPORADA DE PESCA

Fishing Season, 1953

Llevaban viviendo en el barrio sólo una semana, y aquella era su primera invitación. Llegaron alrededor de las ocho y media. Evidentemente, los Carmichael estaban esperándoles, pues tenían encendida la luz del porche, la puerta de la casa parcialmente abierta y plenamente iluminado el salón.

—¿Estoy bien? —preguntó Fyllis—. ¿Me queda bien el pelo así?

—Estás muy bien —le aseguró su marido—. No lo estropees. —Ella hizo un mohín y tocó el timbre. Sonaron dentro suaves campanillas.

Mallen se enderezó la corbata mientras esperaban. Subió una microscópica fracción el pañuelo del bolsillo de la chaqueta.

—Deben de estar haciendo ginebra en el sótano —dijo a su mujer—. ¿Quieres que llame otra vez?

—No… espera un momento. —Esperaron y luego él llamó otra vez. Sonaron de nuevo las campanitas.

—Qué extraño —dijo Fyllis al cabo de unos minutos—. Era esta noche, ¿verdad? Su marido asintió. Los Carmichael habían dejado las ventanas abiertas al cálido tiempo primaveral. A través de las persianas pudieron ver una mesa dispuesta para jugar a las cartas, sillas, platos de postre, todo listo. Pero nadie contestaba a su llamada.

—¿Crees que habrán salido? —preguntó Fyllis Mallen. Su marido cruzó el pradillo hasta el garaje.

—Tienen aquí el coche. —Volvió y empujó la puerta entreabierta.

—Jimmy… no entres.

—No voy a entrar —metió la cabeza—. ¡Hola! ¿No hay nadie en casa?

Silencio en la casa.

—¡Hola! —gritó, y escuchó atentamente. Pudo oír los ruidos de noche de viernes en la casa próxima… gente hablando, riendo Pasó un coche por la calle. Siguió escuchando. Una tabla rechinó en alguna parte de la casa, luego otra vez silencio.

—No pudieron irse y dejar abierta la puerta de la calle —dijo a Fyllis—. Ha podido pasarles algo.

Entró. Ella le siguió titubeante hasta el salón; él siguió a la cocina. Le oyó abrir la puerta del sótano y gritar: «¿Hay alguien en casa?», y cerrarla otra vez. Volvió a la sala ceñudo y subió al piso de arriba.

Al poco rato bajó muy confuso.

—Aquí no hay nadie —dijo.

—Vámonos ahora mismo —dijo Fyllis, sintiéndose nerviosa ante aquella casa iluminada y vacía. Discutieron sobre si debían dejar una nota, decidieron no hacerlo y se dirigieron a la calle.

—¿No crees que deberíamos cerrar la puerta de al casa? —preguntó Jim Mallen, deteniéndose.

—¿Y de qué serviría? Están abiertas todas las ventanas.

—De todos modos… —volvió y la cerró. Caminaron hacia casa lentamente, mirando de cuando en cuando hacia atrás, hacia la casa vacía. Hallen tenía aún la esperanza de que apareciesen corriendo los Carmichael gritando: «¡Sorpresa!».

Pero la casa permanecía en silencio.

Su casa quedaba sólo a una manzana, era una construcción de ladrillo como las otras doscientas de la urbanización. Dentro, el señor Cárter hacía cebos artificiales para las truchas, en una mesa de cartas. Trabajaba lentamente y con seguridad, y sus dedos diestros manejaban con amoroso cuidado los hilos de colores. Tan entregado estaba en su tarea que no oyó entrar a los Mallen.

—Volvemos a casa, papá —dijo Fyllis.

—Vaya —murmuró el señor Cárter—. Mirad esta belleza. —Alzó un cebo artificial terminado. Era casi una réplica exacta del avispón. El anzuelo estaba astutamente oculto tras hilos negros y amarillos.

—Los Carmichael han salido… creemos —dijo Mallen, colgando la chaqueta.

—Por la mañana iré a hacer unas echadas a Old Creek —dijo el señor Cárter—. Algo me dice que puede estar allí esa trucha tan escurridiza.

Mallen rio entre dientes. Era difícil hablar con el padre de Fyllis. Sólo hablaba de pesca. El viejo se había retirado de un negocio muy próspero en su setenta aniversario para dedicarse enteramente a su deporte favorito.

Ahora, con casi ochenta, el señor Cárter tenía un aspecto excelente. Era asombroso, pensó Mallen. La piel rosada, los ojos claros y limpios, el pelo blanco bien peinado. Estaba en plena posesión de sus facultades, además… siempre que se hablara de pesca.

—Tomemos algo —propuso Fyllis. Pesarosa, se quitó el sombrero rojo, alisó el velo y lo puso en la mesita de café. El señor Cárter añadió otro hilo a su cebo, lo examinó detenidamente y luego lo dejó y les siguió a la cocina.

Mientras Fyllis hacía café, Mallen explicó al viejo lo que había sucedido. El señor Cárter reaccionó como era habitual en él.

—Ven a pescar un rato mañana y quítatelo de la cabeza. Pescar, Jim, es algo más que un deporte. Pescar es un modo de vida, y una filosofía además. Lo que más me gusta es encontrarme un pozo tranquilo y sentarme a la orilla. Supongo que si hay peces en otras partes, también podría haberlos allí.

Fyllis sonrió, observando a Jim, incómodamente retorcido en su silla. No había medio de parar a su padre cuando empezaba. Y empezaba con cualquier cosa.

—Piensa —siguió el señor Cárter— en un joven ejecutivo. Por ejemplo tú, Jim… cruzando un salón. ¿Muy normal, no? Pero al final del último largo pasillo hay un río de truchas. Piensa en un político. Debes de conocer a bastantes en Albany. Cartera en la mano, preocupados…

—Es muy extraño —dijo Fyllis, parando a su padre en mitad del vuelo. Llevaba en la mano una botella de leche sin abrir.

—Mira. —Compraban la leche en las granjas Stannerton. La etiqueta verde de la botella decía: «Granjas Stannerton».

—Y mira —le indicó; debajo, decía: «Con licencia del Departamento de Sanidad de Nueva York». Parecía una torpe imitación de la etiqueta legítima.

—¿De dónde salió esto? —preguntó Mallen.

—Bueno, supongo que de la tienda del señor Elger. ¿No podría ser un truco publicitario?

—Desprecio a los hombres que son capaces de pescar con un gusano —entonó con gravedad el señor Cárter—. Un cebo artificial… un cebo artificial es una obra de arte. Pero el hombre que usa gusanos sería capaz de robar a los huérfanos y de quemar iglesias.

—No podemos bebería —dijo Mallen—. Mira el resto de la comida.

Había otros tres productos falsificados. Una barra de caramelo que pretendía ser un Bello-Bite tenía una etiqueta naranja en vez de la normal color púrpura. Había un tarro de queso americano, casi un tercio mayor que los tarros normales de aquella marca, y una botella de Sparkling Water.

—Qué extraño —dijo Mallen, rascándose el mentón.

—Yo siempre devuelvo al río las pequeñas —dijo el señor Cárter—. Es poco deportivo quedárselas, y forma parte del código del pescador. Hay que dejarlas crecer, madurar y ganar experiencia. Yo las que quiero son las viejas, las más astutas, las que se meten entre los troncos, las que escapan a la primera señal de peligro. ¡Esas son las capaces de plantear una lucha!

—Voy a devolverle todo esto a Elger —dijo Mallen, metiendo los artículos en una bolsa de papel—. Si ves algo más parecido, ponlo aparte.

—El sitio es Oíd Creek —dijo el señor Cárter—. Ahí es donde se esconden.

La mañana del sábado era soleada y hermosa. El señor Cárter tomó el desayuno y salió para Oíd Creek, ligero como un muchacho, su raído sombrero ladeado. Jim Mallen terminó el café y se acercó a casa de los Carmichael.

El coche seguía en el garaje. Las ventanas seguían abiertas, la mesa de cartas dispuesta y todas las luces encendidas, exactamente como la noche anterior. Mallen recordó una cosa que había leído una vez sobre un barco navegando a todo trapo, con todo en orden… y sin un alma a bordo.

—¿No crees que podríamos llamar a alguien? —preguntó Fyllis, cuando él regresó a casa—. Estoy segura de que algo pasa.

—Seguro. Pero ¿a quién vamos a llamar? —Eran extraños en el barrio. Sólo conocían a tres o cuatro familias, muy superficialmente, y no tenían idea de quién pudiese conocer a los Carmichael.

Resolvió el problema una llamada de teléfono.

—Si es alguien de por aquí —dijo Jim cuando Fyllis contestó— pregúntale.

—¿Diga?

—Hola. No creo que me conozca. Soy Marian Carpenter, vivo muy cerca. En fin… quería saber si había pasado por ahí mi marido —la voz metálica del teléfono transmitía preocupación y miedo.

—No. No ha venido nadie esta mañana.

—Comprendo —la delicada voz vaciló.

—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó Fyllis.

—No lo entiendo —dijo la señora Carpenter—. George, mi marido, desayunó conmigo esta mañana. Luego subió al piso de arriba por su chaqueta. Y no volví a verle.

—Oh…

—Estoy segura de que no volvió a bajar. Fui a ver lo que hacía y no estaba allí. Busqué por toda la casa. Creí que estaba gastándome una broma, aunque George no suele gastar bromas… En fin, miré hasta debajo de las camas y en los armarios. Luego miré en el sótano y pregunté en la casa de al lado, pero nadie lo vio. Pensé que podría haberles visitado a ustedes… había hablado de ello…

Fyllis le habló de la desaparición de los Carmichael. Hablaron unos segundos más y luego colgaron.

—Jim —dijo Fyllis—, esto no me gusta. Creo que es mejor decir a la policía lo de los Carmichael.

—¿Y qué haremos cuando ellos regresen de visitar a unos amigos en Albany?

—Tendremos que arriesgarnos.

Jim buscó el número y llamó, pero comunicaba.

—Iré allí.

—Llévate esto también —dijo ella, entregándole la bolsa de papel.

Lesner, el capitán de policía, era un hombre paciente de cara rojiza que había estado oyendo una interminable serie de quejas toda la noche y la mayor parte de la mañana. Sus agentes estaban agotados, y también sus sargentos, y él era el más agotado de todos. Sin embargo, hizo pasar al señor Mallen a su despacho y escuchó su historia.

—Quiero que escriba usted todo lo que me ha dicho —dijo Lesner después de oírle—. Recibimos una llamada sobre los Carmichael anoche, la hizo una vecina. Intentaban localizarles. Contando al marido de la señora Carpenter, esto significa diez en dos días.

—¿Diez qué?

—Desapariciones.

—Dios mío —dijo Mallen—. ¿Todo en esta ciudad?

—Todo —contestó ásperamente el capitán Lesner—. Todo del barrio de Vainsville de esta ciudad. En realidad, de cuatro manzanas de ese barrio. —Nombró las calles.

—Yo vivo allí —dijo Mallen.

—También yo.

—¿Tiene usted idea de quién puede ser… el raptor? —preguntó Mallen.

—No creemos que se trate de un raptor —respondió Lesner, encendiendo su vigésimo cigarrillo del día—. No ha escrito ninguna nota. No ha seleccionado. Muchas de las personas desaparecidas no valdrían un centavo para un raptor. Es imposible.

—¿Un maníaco entonces?

—Seguro. Pero ¿cómo ha podido apoderarse de familias enteras? ¿De hombres mayores, grandes como usted? ¿Y dónde los ha ocultado, o dónde ha ocultado sus cadáveres? —Lesner apuró el cigarrillo—. Mis hombres han estado registrando esta ciudad palmo a palmo. Todos los policías en treinta kilómetros a la redonda están buscando. La policía del estado registra los coches. Y no hemos encontrado nada.

—Bueno, hay algo más —Mallen le enseñó los artículos falsificados.

—Vaya, tampoco sé nada de esto —confesó amargamente el capitán Lesner—. No hemos tenido apenas tiempo para investigar esto. Hemos tenido otras denuncias… —sonó el teléfono, pero Lesner lo ignoró.

—Parece un plan del mercado negro. He enviado artículos de estos a Albany para análisis. Intento localizar a los distribuidores. Puede que sea extranjero. En realidad, el FBI podría… ¡Maldito teléfono!

Lo descolgó irritado.

—Aquí Lesner. Sí… sí. ¿Estás segura? Por supuesto, Mary. Iré inmediatamente. —Colgó. El tono rojizo de su cara había desaparecido, estaba pálido.

—Era la hermana de mi esposa —exclamó—. ¡Mi esposa ha desaparecido!

Mallen fue en el coche hasta casa a una velocidad disparatada. Apretó los frenos, casi destrozándose la cabeza contra el parabrisas, y entró corriendo en casa.

—¡Fyllis! —gritó. ¿Dónde estaba? Oh, Dios mío, pensó. Si ella hubiese desaparecido…

—¿Qué pasa? —preguntó Fyllis, saliendo de la cocina.

—Es que creí… —la cogió y la abrazó.

—Bueno, bueno —dijo ella sonriendo—. No somos recién casados. Llevamos ya casados año y medio…

Él explicó lo que había sucedido en la comisaría.

Fyllis contempló el salón. Le había parecido tan cálido y alegre una semana atrás. Ahora, había una sombra lúgubre que lo envolvía todo; la puerta de un armario abierta era suficiente para que temblara. Sabía que aquella casa jamás volvería a ser la misma.

Alguien llamó a la puerta.

—No vayas —dijo Fyllis.

—¿Quién es? —preguntó Mallen.

—Joe Dutton, de una manzana más abajo, supongo que se habrán enterado de las noticias…

—Sí —dijo Mallen, junto a la puerta cerrada.

—Estamos levantando barricadas en las calles —dijo Dutton—. Queremos controlar a todos los que entren y salgan. Si la policía no es capaz de acabar con esto, acabaremos nosotros. ¿Se une al grupo?

—Desde luego —dijo Mallen, y abrió la puerta. El hombre bajo y corpulento que había al otro lado vestía una vieja guerrera del ejército. Llevaba en la mano un grueso garrote.

—Vamos a cubrir estas manzanas como con una manta —dijo Dutton—. Si desaparece alguien más, tendrán que raptarlo pasando por debajo de tierra. —Mallen besó a su mujer y se fue.

Aquella tarde hubo una reunión en el auditorio de la escuela. Fueron todos los habitantes de la zona afectada, y cuantos ciudadanos pudieron meterse allí. Lo primero que se descubrió fue que, a pesar del bloqueo, faltaban tres personas más del barrio de Vainsville.

Habló el capitán Lesner y les dijo que había pedido ayuda a Albany. Estaban de camino funcionarios especiales, y el FBI intervendría también. Explicó con toda franqueza que no sabía quién estaba haciendo aquello ni por qué. No podía sospechar siquiera por qué todas las desapariciones se producían en una parte del barrio de Vainsville.

Le habían contestado de Albany sobre los alimentos falsificados que al parecer se concentraban también en aquel barrio. Los químicos no pudieron hallar en ellos el menor agente tóxico. Lo que desmentía una reciente teoría según la cual los alimentos habían sido utilizados para drogar a la gente, haciéndola salir de sus casas y poniéndola en manos de los secuestradores. Sin embargo, aconsejaban que nadie consumiese aquellos artículos. Nunca se sabe.

Las empresas cuyas etiquetas habían sido falsificadas afirmaron desconocer por completo el asunto. Estaban dispuestas a poner un pleito a cualquiera que no respetase sus derechos.

El alcalde intentó aplacarles con buenas palabras; las autoridades civiles se harían cargo del asunto.

Por supuesto, el alcalde no vivía en el barrio de Vainsville.

Se disolvió la reunión y los hombres volvieron a las barricadas. Empezaron a buscar leña para la noche, pero fue innecesario. Llegó ayuda de Albany, una partida de hombres y equipo. Las cuatro manzanas quedaron rodeadas de guardias armados. Se instalaron focos portátiles en la zona y se decretó el toque de queda a partir de las ocho.

El señor Cárter se perdió todo esto. Había estado pescando todo el día. Volvió al anochecer, con las manos vacías pero feliz. Los guardias le dejaron pasar, y entró en casa.

—Un magnífico día de pesca —declaró.

Los Mallen pasaron una noche terrible, sin desnudarse, dormitando, viendo las luces de los focos sobre sus ventanas y oyendo los pasos de los guardias armados.

A las ocho en punto de la mañana del domingo, se echaron de menos dos personas más. Dos personas que vivían en cuatro de las manzanas estrechamente vigiladas, más que si se tratase de un campo de concentración.

A las diez en punto el señor Cárter, sin hacer caso de las advertencias de los Mallen, cogió sus bártulos de pesca y se fue. No se había perdido un sólo día desde el treinta de abril y estaba dispuesto a no perderse ni uno solo en toda la estación.

El domingo al mediodía desapareció otra persona, elevando el total a dieciséis.

El domingo, a la una en punto… ¡aparecieron todos los niños desaparecidos!

Un coche de la policía los encontró en una carretera próxima a los arrabales de la ciudad, ocho en total, incluido el chico de los Carmichael, que caminaban como aturdidos hacia sus casas. Los llevaron a un hospital.

Pero no había el menor rastro de los adultos desaparecidos.

Las noticias corrieron de boca en boca más deprisa de lo que hubiesen corrido a través de la radio o de los periódicos. Los niños estaban perfectamente. El examen de los psiquiatras indicó que no recordaban dónde habían estado ni cómo habían aparecido allí. Lo único que los psiquiatras pudieron sacarles fue algunas palabras sobre una sensación de volar, acompañada de vértigo en el estómago. Los niños quedaron en el hospital, como medida de seguridad, bajo guardia.

Pero entre mediodía y la noche desapareció otro niño en Vainsville.

Inmediatamente antes de ponerse el sol, llegó a casa el señor Cárter. Llevaba en su cesto dos grandes truchas irisadas. Saludó alegremente a los Mallen y se dirigió al garaje a limpiar las truchas.

Jim Mallen salió al patio trasero y se dirigió al garaje que estaba tras él, ceñudo. Quería preguntar al viejo sobre algo que había dicho un día o dos atrás. No recordaba exactamente lo que era, pero le parecía importante.

El vecino de la casa contigua, cuyo nombre no recordaba, le saludó.

—Mallen —dijo—. Creo que ya lo tengo.

—¿Qué? —preguntó Mallen.

—¿Ha analizado usted las teorías? —preguntó el vecino.

—Por supuesto. —Su vecino era un tipo flaco en chaleco y mangas de camisa. Su cabeza calva tenía un brillo rojizo con la luz crepuscular.

—Entonces, escuche. No puede ser un raptor. Sus métodos son absurdos. ¿De acuerdo?

—Sí, eso creo.

—Y un maníaco queda descartado. ¿Cómo iba a ser capaz de raptar a quince o dieciséis personas y luego devolver a los niños? Ni siquiera una banda de maníacos podría hacerlo, con tantos policías vigilando. ¿De acuerdo?

—Siga, siga. —Por el rabillo del ojo Mallen vio que la gorda esposa del vecino bajaba por las escaleras traseras. Se acercó a ellos y se puso a escuchar.

—Lo mismo podríamos decir de una banda de criminales, o incluso de marcianos. Es imposible hacerlo, y no hay medio alguno de que pudiesen. Tenemos que buscar algo ilógico… y esto nos deja sólo una respuesta lógica.

Mallen esperó y miró a la mujer. Esta le miraba, con los brazos cruzados sobre el pecho. En realidad le miraba con odio. ¿Estará enfadada conmigo?, pensó Mallen. ¿Qué habré hecho?

—La única respuesta —continuó lentamente el vecino— es que por aquí hay un agujero. Un agujero en el continuum espaciotemporal.

—¡Cómo! —exclamó Mallen—. Yo eso no me lo creo.

—Un agujero en el tiempo —explicó el ingeniero calvo— o un agujero en el espacio. O en ambos. No me pregunte cómo se produjo; pero existe. Lo que sucede es que una persona se mete en el agujero y ¡listo! Va a parar a otro sitio. O a otro tiempo. O ambas cosas. Por supuesto ese agujero no podemos verlo, es cuatridimensional… pero sin duda existe. En mi opinión, si seguimos los movimientos de las personas desaparecidas, podríamos descubrir que todas pasaron por cierto punto… y desaparecieron.

—Ummm —dijo Mallen, reflexionando—. Eso parece interesante… pero sabemos que mucha gente desapareció en su propia casa.

—Sí —aceptó el vecino—. Déjeme pensar… ¡Ya lo tengo! El agujero espaciotemporal no está fijo. Se mueve, pasa de un sitio a otro. Primero estuvo en casa de Carpenter, luego continuó desplazándose sin objetivo preciso…

—¿Y por qué no se aleja de estas cuatro manzanas? —preguntó Mallen, asombrado de que la esposa de aquel hombre aún siguiese mirándole furiosa, con la boca fruncida.

—Bueno —contestó el vecino—, tiene que tener alguna limitación.

—¿Y por qué volvieron los niños?

—Oh, por amor de Dios, Mallen, ¿supongo que no creerá que conozco todos los detalles? Es una buena teoría de trabajo, hay que desarrollarla. Tenemos que descubrir más datos para aclararlo del todo.

—¡Hola, qué hay! —saludó el señor Cárter, saliendo del garaje. Llevaba dos hermosas truchas limpias y destripadas.

—La trucha es un gran luchador y una magnífica comida el mismo tiempo. ¡El más excelente de los deportes y la más excelente de las comidas! —y entró sin prisa en la casa.

—Yo tengo una teoría mejor —dijo la mujer del vecino, descruzando los brazos y posando las manos en sus amplias caderas.

Los dos hombres se volvieron.

—¿Quién es la única persona de aquí que no se preocupa lo más mínimo por lo que pasa? ¿Quién se dedica a pasear con una bolsa que dice que tiene truchas? ¿Quién dice que está siempre pescando?

—Oh, no —dijo Mallen—. Papá Cárter no. El tiene su filosofía sobre la pesca…

—¡A mí no me importa la filosofía! —chilló la mujer—. ¡Os engaña a todos pero a mí no! Yo sólo sé que es el único hombre del barrio que no se preocupa lo más mínimo y que entra y sale todos los días. ¡Habría que lincharle! —y dicho esto, dio la vuelta y entró en su casa.

—Disculpe, Mallen —dijo el vecino calvo—. Lo siento. Ya sabe cómo son las mujeres. Está muy nerviosa, aunque Danny esté ya seguro en el hospital.

—Claro, claro —dijo Mallen.

—No entiende lo del continuum espaciotemporal —siguió con vehemencia—. Pero se lo explicaré esta noche. Por la mañana se disculpará. Ya lo verá.

Los hombres se dieron la mano y volvieron a sus respectivas casas.

La oscuridad caía de prisa y se encendieron focos por toda la ciudad. Chorros de luz acuchillaban el negror de las calles, se asomaban a los patios traseros, se reflejaban en ventanas cerradas. Los habitantes de Vainsville se sentaron a esperar más desapariciones.

A Jim Mallen le hubiese gustado poder ponerle la mano encima al autor de todo aquello. Sólo un segundo… tendría suficiente. Pero tenía que sentarse y esperar. Se sentía desvalido. Su mujer tenía los labios pálidos y resecos, y estaba muy cansada. Pero el señor Cárter estaba tan contento como siempre. Frio las truchas en la cocina de gas y se las sirvió.

—Hoy encontré un pozo tranquilo y magnífico —proclamó el señor Cárter—. Está cerca de la boca de Oíd Creek, siguiendo un pequeño afluente. Estuve allí pescando todo el día, sentado en una orilla cubierta de hierba y contemplando las nubes. ¡Las nubes son fantásticas! Iré mañana y pescaré allí otro día más. Luego me iré a otro. Un pescador listo no agota un pozo. La moderación es el código del pescador. Coger un poco, dejar un poco. He pensado muchas veces…

—¡Por favor, papá! —gritó Fyllis, y rompió a llorar. El señor Cárter movió la cabeza con tristeza, sonrió, una sonrisa comprensiva, y concluyó su trucha. Luego entró en el salón para hacer un nuevo cebo.

Agotados, los Mallen se fueron a la cama…

Mallen despertó y se incorporó. Su mujer estaba dormida a su lado. La esfera luminosa de su reloj marcaba las cuatro y cincuenta y ocho. Ya casi es de día, pensó.

Se levantó, se puso una bata y bajó silenciosamente las escaleras. Los focos iluminaban la ventana de la sala, y pudo ver fuera un guardia.

Era una visión tranquilizadora, y siguió hasta la cocina. Moviéndose cautelosamente, se sirvió un vaso de leche. Había pastel en el refrigerador, y se cortó una rebanada.

Raptores, pensó. Maníacos. Hombres de Marte. Agujeros en el espacio. O cualquier combinación de estas cosas. No, no podía ser. Sintió deseos de recordar lo que quería preguntarle al señor Cárter. Era importante.

Lavó el vaso, metió otra vez el pastel en el refrigerador y salió a la sala. De pronto se vio arrojado violentamente a un lado.

¡Algo se había apoderado de él! Dio un par de puñetazos pero se perdieron en el aire. Algo le agarraba como una mano de acero, alzándole del suelo. Se echó a un lado, intentando posar los pies. Pero estos se elevaban del suelo y Mallen se quedó colgando un instante, pateando y debatiéndose. Sentía una fuerza rodeándole las costillas, tan firme que no podía respirar, no podía emitir ningún sonido. Inexorablemente, se vio izado.

Un agujero en el espacio, pensó, e intentó gritar. Moviendo los brazos desesperadamente consiguió agarrase a una esquina del sofá. El sofá se alzó con él. Dio un tirón y la fuerza que le sujetaba se relajó un momento, dejándole caer al suelo.

Se arrastró por el suelo hacia la puerta. La fuerza volvió a apoderarse de él, pero estaba junto a un radiador.

Se sujetó a él con ambas manos, intentando resistir el empuje. Dio otro tirón y logró sacar una pierna, luego la otra.

Al aumentar la fuerza, el radiador rechinó horriblemente. Mallen tuvo la sensación de que iba a quedar partido por la cintura, pero aguantó, forzando todos sus músculos. De pronto la fuerza se esfumó por completo.

Mallen se derrumbó en el suelo.

Cuando volvió en sí ya era de día, Fyllis le salpicaba agua en la cara, mordiéndose los labios. Mallen pestañeó y se preguntó un instante dónde estaba.

—¿Aún sigo aquí? —preguntó.

—¿Estás bien? —preguntó Fyllis—. ¿Qué pasó? ¡Oh, querido! Vámonos de aquí…

—¿Dónde está tu padre? —preguntó débilmente Mallen, poniéndose de pie.

—Pescando. Pero siéntate, por favor. Voy a llamar al médico.

—No. Espera —Mallen se dirigió a la cocina. En el refrigerador estaba la caja del pastel. La etiqueta decía: «Pastelería Johnson. Vainsville, Nueva YorK». K mayúscula en Nueva York. El error era realmente muy pequeño.

¿Y el señor Cárter? ¿Estaba allí la solución? Mallen corrió al piso de arriba y se vistió. Dobló la caja del pastel y se la metió en el bolsillo. Luego corrió a la puerta.

—¡No toques nada hasta que vuelva! —gritó a Fyllis. Ella le vio entrar en su coche y arrancar rápidamente. Procurando no llorar, entró en la cocina.

Mallen tardó quince minutos en, llegar a Oíd Creek. Aparcó el coche y se dirigió al río.

—¡Señor Cárter! —iba gritando—. ¡Señor Cárter!

Estuvo paseando y gritando durante media hora, penetrando en lo más profundo del bosque. Ahora los árboles cubrían ya casi el riachuelo, y tenía que vadearlo si quería darse prisa. Aumentó el paso, chapoteando, resbalando en las piedras, intentando correr.

—¡Señor Cárter!

—¡Hola! —era la voz del viejo. Siguió el sonido, hasta un afluente. Allí estaba el señor Cárter, sentado en la orilla de un pequeño pozo, con su larga caña de bambú. Mallen s se sentó a su lado.

—Tómatelo con calma, hijo —dijo el señor Cárter—. Me alegro de que escucharas mi consejo y vinieras a pescar.

—No —jadeó Mallen—. Quiero decirle algo.

—Bueno, dime —contestó el viejo—. ¿Qué quieres saber?

—Un pescador no debe agotar por completo un pozo, ¿verdad?

—No debe. Pero algunos lo hacen.

—Y carnada, el buen pescador debe utilizar cebo artificial, ¿verdad?

—Yo estoy orgulloso de mis cebos artificiales —dijo el señor Cárter—. Intento aproximarme lo más posible a lo auténtico. Aquí, por ejemplo, tengo una hermosa imitación de avispón. —Se quitó un anzuelo amarillo del sombrero—. Y aquí hay un maravilloso mosquito.

De pronto la caña se agitó. Con calma y seguridad el viejo la alzó. Cogió en la mano la boqueante trucha y se la mostró a Mallen.

—Es muy pequeña… no la cogeré. —Le quitó delicadamente el anzuelo y echó el pez al agua otra vez.

—Cuando las echa otra vez al agua… ¿cree que se dan cuenta, que se lo dicen a las otras?

—Oh, no —contestó el señor Cárter—. La experiencia no les enseña nada. A mí me ha picado hasta tres veces la misma trucha pequeña. Para saber han de ser un poco mayores.

—Eso imaginaba —dijo Mallen, mirando al viejo. El señor Cárter no tenía conciencia del mundo que le rodeaba, estaba completamente al margen del terror que había estremecido Vainsville.

Los pescadores viven en un mundo propio, pensó Mallen.

—Pero tendrías que haber estado aquí hace una hora —dijo el señor Cárter—. Enganché una magnífica. Una maravilla, un kilo o quizás más. ¡Qué batalla para un viejo veterano como yo! Y se me escapó. Pero ya aparecerá otra…

¿Eh, adónde vas?

—¡Vuelvo a casa! —gritó Mallen, chapoteando en el agua. Ahora sabía lo que buscaba en el señor Cárter. Un paralelo. Y ahora estaba claro.

El inofensivo señor Cárter, sacando su trucha, exactamente como el otro, el gran pescador, alzando su…

—¡Voy a avisar a los otros peces! —gritó Mallen sin volverse, siguiendo río abajo. ¡Ojalá Fyllis no hubiese tocado la comida! Sacó el envoltorio del pastel del bolsillo y lo tiró tan lejos como pudo. ¡Aquel odioso cebo!

Mientras, los pescadores, cada uno en su esfera respectiva, sonreían y volvían a echar al agua sus anzuelos.