EL ARMA DEFINITIVA

The Last Weapon, 1953

Edsel estaba de un humor sombrío. Él, Parke y Faxon llevaban tres semanas en aquella parte de los páramos, excavando todos los montículos que veían, sin encontrar nada. El rápido verano de Marte concluía y el frío iba aumentando progresivamente. Los nervios de Edsel, nunca demasiado firmes, también iban aumentando progresivamente. El pequeño Faxon parecían contento y alegre, soñando con todo el dinero que ganarían cuando encontrasen las armas, y Parke se mantenía activo y silencioso, como si fuese de hierro, sin decir una palabra más que cuando le preguntaban.

Pero Edsel había llegado al límite. Habían examinado otro montículo sin encontrar el menor rastro de armas marcianas perdidas. El acuoso sol parecía mirarlos enfurecido, y las estrellas resultaban visibles en un cielo imposiblemente azul. El frío de la tarde penetraba a través de la ropa aislante de Edsel, entumeciendo sus articulaciones y agarrotando sus poderosos músculos.

Y de pronto Edsel decidió matar a Parke. Detestaba a aquel hombre silencioso desde que se habían asociado en la Tierra. Le detestaba más incluso que al despreciable Faxon.

Edsel se detuvo.

—¿Sabes adónde vamos? —preguntó a Parke, con un tono sordo y amenazador.

Parke encogió sus flacos hombros con indiferencia. Su rostro, demacrado y pálido, no mostraba ninguna expresión.

—¿Lo sabes? —preguntó Edsel.

Parke se encogió de hombros otra vez. Una bala en la cabeza, decidió Edsel, llevando la mano a la pistola.

—¡Espera! —suplicó Faxon, interponiéndose entre ellos—. No te desesperes, Edsel. ¡Piensa en todo el dinero que podemos ganar cuando encontremos las armas! —los ojos del hombrecillo resplandecieron ante la idea—. Están por aquí cerca en alguna aparte, Edsel. Quizás en el próximo montículo.

Edsel vaciló, mirando con ferocidad a Parke. Deseaba matarlo más que ninguna otra cosa del mundo. Si hubiese sabido que sería así cuando formaron la empresa en la Tierra… Parecía tan fácil entonces. Él tenía la placa, la que les indicaría dónde estaba oculto un depósito de fabulosas armas marcianas perdidas. Parke sabía interpretar la escritura marciana, y Faxon podía financiar la expedición. Así que él había supuesto que no habría más que desembarcar en Marte y acercarse al montículo donde estaba oculto el tesoro.

Edsel nunca había salido de la Tierra. No había contado con las semanas de congelación, el hambre y las raciones concentradas, siempre aturdidos por tener que respirar aquel aire sutil que circulaba a través de un reponedor. Tampoco sabía nada de los dolores musculares del avance a través de los espesos matorrales marcianos.

Sólo había pensado en el precio que un gobierno (cualquier gobierno) pagaría por aquellas armas legendarias.

—Lo siento —dijo Edsel, decidiéndose súbitamente—. Este sitio me desquicia. Lo siento, Parke. Prosigamos.

Parke asintió y siguió su camino. Faxon lanzó un suspiro de alivio y siguió a Parke.

En realidad, pensó Edsel, puedo matarlos en cualquier momento.

Encontraron el montículo correcto a media tarde, justo cuando se agotaba de nuevo la paciencia de Edsel. Todo se ajustaba a lo que decía la inscripción. Bajo unos centímetros de polvo había metal. Excavaron y hallaron una puerta.

—Aquí es. La abriré con una descarga —dijo Edsel, sacando su pistola.

Parke le echó a un lado, accionó la manija y abrió la puerta.

Dentro había una inmensa sala. Y allí, en hileras resplandecientes, estaban las legendarias armas perdidas de Marte, los perdidos artefactos de la civilización marciana.

Los tres hombres se quedaron un momento contemplando atónitos el espectáculo. Allí estaba el tesoro que los hombres habían casi renunciado a encontrar. Desde que los hombres habían casi renunciado a encontrar. Desde que los hombres desembarcaran en Marte, habían empezado a explorar las ruinas de las grandes ciudades. Encontraron, desparramados por las llanuras, destrozados vehículos, obras de arte, herramientas, todos los indicios del espectro de una civilización, a unos mil años por delante de la Tierra. Pacientemente descifraron escrituras que les hablaron de las grandes guerras que asolaron la superficie de Marte. Pero estos escritos cesaban demasiado pronto, porque ninguno decía lo que les había pasado a los marcianos. En Marte no había ningún ser inteligente desde hacía miles de años. De algún modo, toda la vida animal del planeta había quedado borrada.

Y al parecer los marcianos se habían llevado consigo las armas.

Edsel sabía que estas armas perdidas valían su peso en uranio. No había, sencillamente, nada como ellas.

Los hombres entraron. Edsel cogió lo primero que alcanzó su mano. Parecía un 45, pero mayor. Se acercó hasta la puerta y apuntó con el arma hacia un matorral de la llanura.

—No dispares —dijo Faxon, al ver que Edsel apuntaba—. Podría disparar hacia atrás o algo parecido. Dejemos que las examinen los hombres del gobierno, después de que se las vendamos.

Edsel apretó el gatillo. El matorral, situado a unos setenta metros de distancia, estalló en una llamarada roja y deslumbrante.

—No está mal —dijo Edsel, acariciando el arma. La dejó y cogió otra.

—Por favor, Edsel —dijo Faxon, mirándole nervioso—. No tenemos ninguna necesidad de probarlas. Podrías activar una bomba atómica o algo así.

—Cállate —dijo Edsel, examinando el arma para dispararla.

—No dispares más —suplicó Faxon; miró a Parke buscando apoyo, pero el hombre silencioso observaba a Edsel—. Escucha, quizás algún arma de esas sea responsable de la destrucción de la raza marciana. ¿No querrás que actúe otra vez?

Edsel vio como un punto de la llanura se incendiaba al disparar.

—Excelente —cogió otra, un instrumento como una varilla. Había olvidado el frío. Se sentía plenamente feliz, jugando con aquellos objetos resplandecientes.

—Bueno, vamos —dijo Faxon, avanzando hacia la puerta.

—¿Ir? ¿A dónde? —preguntó Edsel. Cogió otra arma resplandeciente, curvada para ajustarse a la muñeca y a la mano.

—Al espaciopuerto —contestó Faxon—. A vender esto, tal como planeamos. Creo que podremos establecer cualquier precio, el que nos de la gana. Un gobierno daría miles de millones por armas como estas.

—He cambiado de idea —dijo Edsel. Observaba a Parke por el rabillo del ojo. Este caminaba entre las pilas de armas, pero aún no había tocado ninguna.

—Escucha —dijo Faxon mirándole furioso—. Yo financié esta expedición. Planeamos vender esto. Tengo derecho a… Bueno, puede que no.

El arma aún no probada apuntaba derecha a su estómago.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, procurando no mirar hacia la pistola.

—Al diablo con venderlo —dijo Edsel, apoyándose en la pared de la cueva donde podía vigilar también a Parke—. Creo que prefiero utilizar este material yo mismo. —Esbozó una amplia sonrisa, sin dejar de vigilar a los dos hombres.

—Puedo armar a algunos de los muchachos en la Tierra. Con el material que hay aquí, liquidaremos fácilmente a uno de esos pequeños gobiernos de América Central. Y creo que podremos mantenernos allí para siempre.

—Bueno —dijo Faxon, mirando la pistola—, yo no quiero participar en una cosa así. No cuentes conmigo.

—De acuerdo —dijo Edsel.

—No te preocupes porque pueda delatarte —añadió rápidamente Faxon—. No lo haré. Simplemente no quiero participar en una matanza. Así que me voy.

—Claro —dijo Edsel. Parke estaba a un lado, mirándose las uñas.

—Si consigues ese reino, iré a verte —dijo Faxon, sonriendo débilmente—. Puede que me hagas duque o algo así.

—Creo que quizás lo haga.

—Está bien. Buena suerte. —Faxon hizo un gesto de despedida y se dispuso a salir. Edsel le dejó andar unos siete metros, luego apuntó con el arma nueva y apretó el gatillo.

El arma no hizo ningún ruido; no hubo ningún fogonazo, pero el brazo de Faxon quedó limpiamente amputado. Rápidamente, Edsel apretó otra vez el gatillo. El hombrecillo quedó cortado por la mitad, y el suelo quedó también seccionado a ambos lados de él.

Edsel se volvió, advirtiendo que había dejado su espalda expuesta, a merced de Parke. Le bastaba con coger el arma más próxima y destrozarle. Pero Parke seguía allí, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Ese rayo probablemente corte cualquier cosa —dijo Parke—. Es muy útil.

Edsel pasó una media hora maravillosa, saliendo a la puerta con diferentes armas. Parke no hizo ademán de tocar ninguna, pero observaba con interés. Las antiguas armas marcianas eran tan buenas como las actuales, y al parecer no les había afectado en absoluto aquellos miles de años de desuso. Había varias armas desintegradoras de diversos modelos y potencias. Había también fusiles caloríficos y de radiación, maravillosamente construidos. Había armas que congelaban y armas que calcinaban; otras que desmenuzaban, cortaban, coagulaban, paralizaban y eliminaban la vida por todos los métodos posibles.

—Probemos esta —dijo Parke. Edsel, que había estado a punto de probar aquel rifle de tres cañones, de aspecto interesante, se detuvo.

—Estoy cansado —dijo.

—Deja de jugar con esas niñerías. Probemos algo más interesante.

Parke estaba junto a una máquina negra, sólida y cuadrada, con ruedas. Entre los dos la sacaron fuera de la cueva. Parke observaba mientras Edsel manipulaba los controles. En las profundidades de la máquina comenzó a oírse un desmayado ronroneo. Luego se formó a su alrededor una niebla azul. La niebla se extendió mientras Edsel manipulaba los controles hasta rodear a los dos hombres.

—Prueba una pistola contra ella —dijo Parke. Edsel cogió una de las pistolas explosivas y disparó. La niebla absorbió la carga. Rápidamente probó otras tres. No podía taladrar la niebla azul.

—Creo —dijo suavemente Parke— que esto puede parar hasta una bomba atómica. Es un campo de fuerza.

Edsel apagó la máquina y volvieron al interior. Estaba haciéndose oscuro en la cueva a medida que el sol se aproximaba al horizonte.

—Sabes, Parke —dijo Edsel—, eres un buen tipo. Un tipo como es debido.

—Gracias —dijo Parke, contemplando la masa de armas.

—No te importa que haya liquidado a Faxon, ¿verdad? Se proponía denunciar el asunto al gobierno.

—Por el contrario, lo apruebo.

—Magnífico. Creo que eres un gran tipo. Podrías haberme matado mientras yo mataba a Faxon. —Edsel no añadió que él lo hubiese hecho.

Parke se encogió de hombros.

—¿Te gustaría conquistar ese reino conmigo? —preguntó Edsel, sonriendo—. Creo que podríamos conseguirlo. Podríamos conseguir un lugar bonito, lleno de chicas, de diversiones. ¿Qué piensas tú?

—De acuerdo —dijo Parke—. Cuenta conmigo. —Edsel le dio una, palmada en el hombro, y recorrieron las hileras de armas.

—Todas estas no son más que variaciones de las anteriores —dijo Parke cuando llegaron al fondo de la sala.

Allí al fondo, había una puerta. Sobre ella había letras marcianas.

—¿Qué dice ahí? —preguntó Edsel.

—Algo sobre «armas definitivas» —explicó Parke, examinando detenidamente los delicados trazos—. Y «se prohíbe la entrada».

Abrió la puerta. Los dos entraron, luego retrocedieron súbitamente.

Dentro había una cámara tres veces mayor que la anterior. Y llenando la gran cámara había soldados. Espléndidamente vestidos, perfectamente armados, los soldados estaban inmóviles, como estatuas.

No estaban vivos.

Había una mesa junto a la puerta y en ella tres cosas. La primera una esfera del tamaño del puño de un hombre, con un indicador calibrado. Junto a ella había un reluciente casco. Y al lado una pequeña caja negra con letras en marciano.

—¿Es un sepulcro? —susurró Edsel, mirando con respeto los rostros firmes y ultraterrenos de los soldados marcianos. Parke, que estaba tras él, no contestó.

Edsel se acercó a la mesa y cogió la esfera. Cuidadosamente accionó el mecanismo.

—¿Qué te parece? —preguntó a Parke—. ¿Crees que…? —los dos hombres retrocedieron súbitamente.

Las líneas de soldados se había movido. Los hombres de las filas se agitaron y luego volvieron a ponerse firmes. Pero ya sin la rígida postura de la muerte. Aquellos antiguos luchadores estaban vivos.

Uno de ellos, que llevaba un ostentoso uniforme púrpura y plata, se adelantó e hizo un saludo a Edsel.

—Señor, sus tropas están listas.

Edsel estaba demasiado aturdido para hablar.

—¿Cómo pueden vivir después de miles de años? —preguntó Parke—. ¿Son ustedes marcianos?

—Somos servidores de los marcianos —contestó el soldado.

Parke advirtió que los labios del soldado no se movían. Era telépata.

—Señor, nosotros somos Sintéticos —añadió el soldado.

—¿Y a quién obedecéis? —preguntó Parke.

—Al Activador, señor. —El Sintético se dirigía a Edsel, mirando la esfera que este tenía en la mano—. No necesitamos comer ni dormir, señor. Nuestro único deseo es serviros luchando. —Los soldados de las filas asintieron con un cabeceo.

—¡Llévenos al combate, señor!

—¡Claro que lo haré! —dijo Edsel, que por fin recuperaba sus sentidos—. ¡Os proporcionaré una guerra que os gustará mucho!

Los soldados le vitorearon solemnemente tres veces. Edsel rio entre dientes; miró a Parke.

—¿Qué hacen los otros que quedan? —preguntó Edsel. Pero el soldado guardó silencio. La pregunta quedaba evidentemente por encima de su conocimiento grabado.

—Podríamos activar a otros Sintéticos —sugirió Parke—. Probablemente haya más cámaras así bajo tierra.

—¡Hermanos! —gritó Edsel—. ¡Yo os llevaré al combate! —de nuevo los soldados vitorearon, tres solemnes vítores.

—Ponlos a dormir y hagamos planes —dijo Parke. Edsel accionó el indicador. Los soldados se congelaron de nuevo en la inmovilidad.

—Vamos fuera.

—De acuerdo.

—Y trae eso contigo. —Edsel cogió el casco reluciente y la caja negra y siguió a Parke fuera. El sol casi había desaparecido ya, y sobre la tierra roja se extendían negras sombras. El frío era cruel, pero ninguno de los dos lo advirtió.

—¿Oíste lo que dijeron, Parke? ¿Lo oíste? ¡Dijeron que yo era su jefe! Con hombres como esos… —lanzó una desafiante carcajada. Con aquellos soldados, con aquellas armas, nada podría detenerle. Conseguiría realmente su tierra, su paraíso… las chicas más bonitas del mundo y la felicidad perfecta.

—¡Soy un general! —gritó Edsel colocándose el casco—. ¿Qué tal me queda, Parke? No parezco un…

Se detuvo. Oía una voz en sus oídos, susurrante, cuchicheante. ¿Qué decía?

—… maldito idiota, con su sueñecito de un reino. Un poder como ese es para un hombre de genio, un hombre que pueda rehacer la historia. ¡Yo, por ejemplo!

—¿Quién habla? Eres tú, ¿verdad, Parke…? —Edsel comprendió de pronto que el casco le permitía leer los pensamientos. No tuvo tiempo de considerar qué arma tan excelente era aquella para un gobernante.

Parke le alcanzó limpiamente en la espalda con una pistola que llevaba empuñando ya un rato.

—Qué idiota —dijo Parke, colocándose el casco—. ¡Un reino! ¡Todo el poder del mundo y soñaba con un pequeño remo! —Miró de nuevo hacia la cueva.

—Con estas tropas, el campo de fuerza y las armas podré apoderarme del mundo.

Lo dijo fríamente, sabiendo que era un hecho. Se volvió y entró en la cueva para activar a los Sintéticos, pero recogió primero la cajita negra que llevaba Edsel.

Grabado en ella, en clara escritura marciana, decía: «El arma definitiva».

¿Qué podrá ser?, se preguntó Parke. Había dejado vivir a Edsel lo suficiente para que probara las otras; no tenía sentido que se arriesgase él. Era una lástima que Edsel no hubiese vivido lo suficiente para probar también aquella.

En realidad no la necesito, se dijo. Tenía suficiente. Pero aquello quizás facilitase las cosas y las hiciese más seguras. Fuese lo que fuese, había de ser bueno.

En fin, se dijo, veamos lo que consideraban los marcianos su arma definitiva. Abrió la caja.

Salió un vapor y Parke tiró la caja pensando que se trataba de un gas venenoso.

El vapor se remontó, vagó indeciso un rato y luego comenzó a aglutinarse. Se extendió, creció y tomó forma.

En unos segundos estaba completo, quieto sobre la caja. Relumbraba con una luz blanca en aquella claridad del crepúsculo, y Parke vio que se trataba sólo de una tremenda boca, sobre la que había unos ojos que no pestañeaban.

—Jo jo —dijo la boca—. ¡Protoplasma!

Se lanzó hacia el cadáver de Edsel. Parke alzó un desintegrador y apuntó cuidadosamente.

—Protoplasma quieto —dijo aquel ser, olisqueando el cuerpo de Edsel—. Me gusta el protoplasma quieto. —Y se tragó el cadáver de un bocado.

Parke disparó haciendo un agujero de tres metros en el suelo. La boca gigante se apartó de él, riendo.

—Hacía tanto tiempo —dijo.

Parke luchaba por controlar sus nervios. Por no entregarse al pánico. Calmosamente activó el campo de fuerza formando una esfera azul a su alrededor.

Sin dejar de reír, aquel ser cruzó la niebla azul.

Parke cogió el arma que Edsel había usado contra Faxon, sintiendo que temblaba en su mano aquella pieza tan bien equilibrada. Retrocedió a un lado del campo de fuerza al aproximarse el ser y accionó el arma.

Pero el ser siguió avanzando.

—¡Muere, muere! —chillaba Parke, sin control ya.

Pero aquel ser seguía avanzando, riendo, riendo sonoramente.

—Me gusta el protoplasma quieto —decía aquel ser al llegar su gigantesca boca hasta Parke.

—Pero también me gusta el que se mueve.

Se lo tragó de un bocado y luego salió por el otro lado del campo, buscando ansioso millones de unidades de protoplasma, como en otros tiempos.