Richard Gregor estaba sentado ante el escritorio de la polvorienta oficina del AAA, Servicio de Descontaminación Interplanetario Ace. Era casi mediodía, y su socio Arnold aún no se había presentado. Gregor estaba haciendo un solitario insólitamente complicado. De pronto oyó un estruendo en el vestíbulo.
Se abrió la puerta de AAA y Arnold asomó la cabeza.
—Vaya horas —comentó Gregor.
—Acabo de hacer nuestra fortuna —dijo Arnold; abrió de par en par la puerta y se inclinó teatralmente—. Metedlo, muchachos.
Cuatro sudorosos obreros arrastraron una máquina negra y cuadrada del tamaño de una cría de elefante.
—Aquí está —dijo orgullosamente Arnold. Pagó a los obreros y se quedó examinando la máquina con las manos a la espalda, los ojos semicerrados.
Gregor dejó a un lado las cartas con los lentos y cansinos ademanes del hombre que lo ha visto todo. Se levantó y dio una vuelta alrededor de la máquina.
—Está bien, me rindo. ¿Qué es?
—Es un millón de billetes, en nuestras manos —contestó Arnold.
—De acuerdo. Pero ¿qué es?
—Es un Productor Libre —respondió Arnold; sonrió orgulloso—. Andaba yo dando una vuelta por el depósito de Joe, el chatarrero interestelar, esta mañana y lo vi. Lo conseguí por casi nada. Joe ni siquiera sabía lo que era.
—Tampoco yo —dijo Gregor—. ¿Y tú?
Arnold, arrodillado, intentaba leer las instrucciones que estaban grabadas en la parte delantera de la máquina. Sin alzar la vista, dijo:
—Has oído hablar del planeta Meldge, ¿verdad?
Gregor asintió. Meldge era un pequeño planeta de tercera clase situado en la periferia norte de la galaxia, a cierta distancia de las rutas comerciales. En otros tiempos, Meldge había poseído una civilización sumamente avanzada, gracias a la llamada Antigua Ciencia de Meldge. Las técnicas de la Antigua Ciencia se habían perdido hacía muchas eras, aunque aparecían de cuando en cuando algunos artefactos.
—¿Y este es un producto de la Antigua Ciencia? —preguntó Gregor.
—Eso mismo. Es un Productor Libre de Meldge. No creo que haya más de cuatro o cinco en todo el universo. Son modelos únicos.
—¿Qué produce? —preguntó Gregor.
—¿Cómo voy a saberlo? —dijo Arnold—. Pásame el diccionario Meldge-Inglés, ¿quieres?
Haciendo firme uso de su paciencia, Gregor se acercó a la estantería.
—¿Así que no sabes lo que produce…?
—El diccionario. Gracias. ¿Qué importa lo que produce? ¡Es gratis! Esta máquina toma la energía del aire, del espacio, del sol, de cualquier cosa. No tienes que echarle combustible ni manipularla. Y trabaja indefinidamente.
Arnold abrió el diccionario y se puso a buscar las palabras grabadas en el productor.
—Energía gratuita…
—Aquellos científicos no tenían un pelo de tontos —dijo Arnold, garrapateando su traducción en una libreta—. El productor simplemente toma energía del aire. Así que da igual lo que produzca. Siempre podemos venderlo, y todo lo que ganemos será puro beneficio.
Gregor contempló a su pequeño socio, y su rostro triste y alargado pareció más triste que nunca.
—Arnold —dijo—, me gustaría recordarte algo. En primer lugar, tú eres químico. Yo ecólogo. No sabemos nada de maquinaria y menos aún de complicada maquinaria alienígena.
Arnold asintió con aire ausente y pulsó un interruptor. El productor lanzó un seco gorgoteo.
—Es más —continuó Gregor, retirándose unos pasos—, somos descontaminado res planetarios. ¿Recuerdas? No tenemos razón alguna para…
El productor comenzó a toser irregularmente.
—Ya lo tengo —dijo Arnold—. Dice: «El Productor Gratuito de Meldge. Otro Triunfo de los Laboratorios Glotten. Este Productor Se Garantiza Como Indestructible, Irrompible y Libre de Cualquier Defecto. No Necesita Ningún Suministro De Energía. Para Activarlo, Pulse El Botón Uno. Para Pararlo, Utilice la Llave Laxiana. Su Productor Gratuito de Meldge Posee Una Garantía Eterna Contra Cualquier Avería. Si Se Produce Algún Fallo, Devuélvalo Inmediatamente A Los Laboratorios Glotten».
—Quizás no lo haya dicho con suficiente claridad —insistió Gregor—. Somos descontaminadores…
—No seas terco —le cortó Arnold—. En cuanto pongamos a trabajar esto, podremos retirarnos. Aquí está el botón Uno.
La máquina empezó a vibrar amenazadoramente, y luego emitió un firme ronroneo. Durante varios minutos nada sucedió.
—Tiene que calentarse —dijo Arnold nervioso.
Luego empezó a salir por una abertura de la base de la máquina un polvo gris.
—Probablemente un producto de desecho —murmuró Gregor. Pero el polvo continuó derramándose por el suelo durante quince minutos.
—¡Qué éxito! ¡Lo conseguimos! —gritó Arnold.
—¿Pero qué es eso? —preguntó Gregor.
—No tengo ni la menor idea. Tendré que hacer algunas pruebas.
Riendo triunfalmente, Arnold puso un poco de aquel polvo en un tubo de ensayo y corrió a su mesa.
Gregor se quedó frente al productor, viendo cómo salía aquel polvo gris.
—¿No crees que deberíamos pararlo hasta descubrir qué es este polvo? —preguntó por fin.
—Ni hablar —contestó Arnold—. Sea lo que sea tiene que valer dinero. —Encendió su quemador, llenó un tubo de ensayo de agua destilada y se puso a trabajar.
Gregor se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a los disparatados proyectos de Arnold. Desde que habían formado la AAA, Arnold no había dejado de buscar un camino rápido que les condujese a la riqueza. Sus soluciones conducían normalmente a más trabajo que el simple y ordinario, pero Arnold lo olvidaba muy pronto.
Bueno, pensó Gregor, al menos parece que funciona. Se sentó a su mesa e inició un complicado solitario.
La oficina permaneció en silencio durante unas horas. Arnold trabajaba de firme, añadiendo productos químicos, haciendo precipitados, comprobando los resultados en varios voluminosos libros que tenía en su mesa. Gregor trajo bocadillos y café. Después de comer, se puso a pasear observando el polvo gris que seguía cayendo de la máquina.
De pronto el ronroneo del productor se hizo más ruidoso, y el polvo fluyó como un torrente.
Una hora después de comer Arnold se levantó.
—¡Ya lo tengo! —exclamó.
—¿Qué es ese polvo? —inquirió Gregor, preguntándose si, por una vez, Arnold había conseguido algo.
—Ese polvo —contestó Arnold—, es tangrise. —Miró expectante a Gregor.
—Así que tangrise.
—No hay duda.
—¿Y serías tan amable de explicarme qué es eso? —gritó Gregor.
—Creí que lo sabrías. El tangrise es el alimento básico de los habitantes de Meldge. Un meldgeano adulto consume varias toneladas al año.
—Así que comida. —Gregor contempló aquel espeso polvo gris con cierto respeto. Una máquina que produjese alimentos durante las veinticuatro horas del día, podía ser muy rentable. Sobre todo si no exigía gastos de mantenimiento ni combustible.
Arnold ya tenía abierta la guía telefónica.
—Aquí está —marcó un número—. Oiga, ¿Sociedad Interestelar de Alimentación? Póngame con el presidente. Ah, no está… entonces el vicepresidente… es importante… Muy bien, este es el asunto: estoy en condiciones de suministrarles una cantidad casi ilimitada de tangrise, el alimento básico de los habitantes de Meldgen. Así es. Sabía que iba a interesarle. Sí, por supuesto que espero.
Se volvió a Gregor.
—Estas empresas creen que pueden… ¿Sí?… Sí señor, así es. Ustedes trabajan con tangrise, ¿verdad?… ¡Magnífico, espléndido!
Gregor se aproximó, intentando oír lo que decían al otro lado. Arnold le apartó.
—¿Precio? Bueno, ¿cuál es el precio de mercado?… Oh. Bueno, cinco dólares por tonelada no es mucho, pero supongo que… ¿Qué? ¿Cinco centavos la tonelada? ¡Está usted bromeando! Seamos serios.
Gregor se apartó del teléfono y se hundió pesadamente en un asiento. Oyó con apatía decir a Arnold:
—Sí, sí. Bueno, yo no sabía que… Comprendo. Gracias.
Arnold colgó.
—Al parecer —dijo— no hay mucha demanda de tangrise en la Tierra. Sólo hay unos cincuenta meldgeanos aquí, y el coste del transporte hasta la periferia norte es prohibitivamente caro.
Gregor enarcó ambas cejas y contempló el productor. Al parecer había acelerado el ritmo, pues el tangrise salía como agua de una manguera de alta presión. El polvo gris se extendía por todas partes. Había un palmo de espesor delante de la máquina.
—No importa —dijo Arnold—. Tiene que servir para más cosas.
Volvió a su mesa y abrió más libros voluminosos.
—¿No crees que mientras tanto deberíamos parar esta máquina? —preguntó Gregor.
—Desde luego que no —replicó Arnold—. No cuesta nada, ¿comprendes? Está haciendo dinero para nosotros.
Se hundió en sus libros. Gregor empezó a pasear, pero resultaba difícil con tangrise hasta el tobillo. Se retrepó de nuevo en su silla, preguntándose por qué no se habría dedicado a la jardinería.
Al anochecer, el polvo gris tenía medio metro de espesor. Varias plumas, lápices, una cartera y un pequeño archivador se habían perdido ya en él, y Gregor empezaba a preguntarse si el piso soportaría aquel peso. Había tenido que palear un sendero hasta la puerta, utilizando una papelera como pala improvisada.
Arnold cerró por fin sus libros con aire de cansina satisfacción.
—Tiene otro uso.
—¿Cuál?
—El tangrise se utiliza como material de construcción. Después de estar expuesto al aire unas semanas se endurece como granito, sabes.
—No, no lo sabía.
—Llama a una empresa constructora. Comprobaremos esto inmediatamente.
Gregor telefoneó a la Empresa Constructora Toledo-Marte y explicó a un tal señor O’Toole que estaban dispuestos a suministrarles una cantidad casi ilimitada de tangrise.
—¿Tangrise, eh? —dijo O’Toole—. No es un material de construcción demasiado popular en estos tiempos. No retiene la pintura, ¿sabe?
—No, no lo sabía —dijo Gregor.
—Así es. Le diré, el tangrise, además, se lo come cierta raza… ¿Por qué no intenta usted…?
—Preferimos venderlo como material de construcción —dijo Gregor.
—Bueno, quizá podamos comprar. Siempre tenemos algún trabajo barato… Podemos darle quince por tonelada.
—¿Dólares?
—Centavos.
—Lo mantendré al tanto —dijo Gregor.
Su socio asintió astutamente cuando oyó la oferta.
—Eso está muy bien. Si esta máquina nos produce diez toneladas al día, todos los días, año tras año, veamos… —hizo unos rápidos cálculos con su regla—. Eso es casi… quinientos dólares y cincuenta centavos al año. No nos hará ricos, pero nos ayudará a pagar la renta.
—Pero no podemos dejarla aquí —dijo Gregor, contemplando alarmado la creciente capa de tangrise.
—Claro que no. Tenemos que buscar un solar vacío en el campo y dejarla allí. Podrán cargar el material cuando quieran.
Gregor llamó a O’Toole y le dijo que estaban dispuestos a hacer un trato.
—Está bien —dijo O’Toole—. Ya saben ustedes dónde está nuestra central. Pueden llevar el material cuando quieran.
—¿Llevarlo nosotros? Yo creí que ustedes…
—¿Quince centavos la tonelada? No, les hacemos un favor con quitárselo de las manos. Tienen que traerlo ustedes.
—Esto no marcha —dijo Arnold, después de que Gregor colgara—. El coste del transporte…
—Sería superior a los quince centavos por tonelada —dijo Gregor—. Será mejor que cierres eso mientras decidimos lo que vamos a hacer.
Arnold se acercó al productor.
—Veamos —dijo—. Para cerrarlo tengo que utilizar la Llave Laxiana.
Examinó la parte frontal de la máquina.
—Adelante, apágalo —dijo Gregor.
—Un momento.
—¿Vas a pararlo o no?
Arnold se incorporó y soltó una risilla nerviosa.
—No es tan fácil.
—¿Por qué no?
—Necesitamos una llave laxiana para desconectarlo. Y no tenemos.
Pasaron varias horas de apresuradas llamadas telefónicas por todo el país. Gregor y Arnold llamaron a museos, instituciones de investigaciones, departamentos arqueológicos de las universidades y a todos los sitios imaginables. Nadie había visto jamás una llave laxiana ni tenía noticias de que se hubiese encontrado alguna.
Desesperado, Arnold telefoneó a Joe, el chatarrero interestelar, que estaba en su lujoso apartamento del centro de la ciudad.
—No, no tengo ninguna llave laxiana —dijo Joe—. ¿Por qué crees que te vendí tan barato ese trasto?
Colgaron el teléfono y se miraron. El productor gratuito de Meldgen seguía derramando alegremente su polvo sin valor. Dos sillas y un radiador habían desaparecido ya en él, y el tangrise se aproximaba al nivel de la mesa.
—Así que íbamos a ganar mucho dinero… —dijo Gregor.
—Ya pensaremos algo.
—¿Nosotros?
Arnold volvió a sus libros y se pasó el resto de la noche buscando otro uso del tangrise. Gregor tuvo que palear el polvo gris hacia el vestíbulo, para que su oficina no quedase sumergida por completo.
Llegó la mañana y el sol brilló alegremente en sus ventanas a través de una película de polvo gris. Arnold se levantó y bostezó.
—¿No ha habido suerte? —preguntó Gregor.
—Me temo que no.
Gregor fue por café. Cuando volvió, el superintendente del edificio y dos corpulentos policías de cara rojiza gritaban a Arnold.
—¡Van a sacar ustedes inmediatamente toda esa arena de mi vestíbulo! —chillaba el superintendente.
—Sí, y además hay una ley que prohíbe instalar una fábrica en un distrito de oficinas —decía uno de los policías de cara rojiza.
—Esto no es una fábrica —explicaba Gregor—. Esto es un productor gratuito de…
—Yo digo que es una fábrica —replicó el policía—. Y que debe dejar de operar inmediatamente.
—Ahí está el problema —dijo Arnold—. No podemos pararla.
—¿Qué no pueden pararla? —El policía les miró con recelo—. ¿Es que quieren burlarse de mí? Repito que tienen que pararla.
—Oficial, le juro…
—Escuche, no se pase de listo, volveré aquí dentro de una hora. Si no ha parado ese chisme y no desaparece de aquí esta basura, los detendré. —Los tres hombres se marcharon.
Gregor y Arnold se miraron y contemplaron luego el productor. El tangrise llegaba ya al nivel de las mesas, y seguía saliendo.
—Maldita sea —dijo Arnold, con tono de histeria—, tiene que haber un modo de darle salida. ¡Tiene que tener un mercado! No cuesta nada. ¡Es absolutamente gratuito!
—Ya lo sé —dijo Gregor, sacudiéndose cansinamente polvo del pelo.
—¿No lo comprendes? Si dispones de algo gratuitamente y en cantidades ilimitadas, tienes que obtener un provecho. Y esto no nos cuesta nada…
Se abrió la puerta y entró un hombre alto y flaco que vestía un traje oscuro de hombre de negocios y llevaba un complicado aparato en la mano.
—Así que es aquí —dijo el recién llegado.
A Gregor le asaltó un súbito y disparatado pensamiento.
—¿Eso es una llave laxiana? —preguntó.
—¿Una llave qué? No, ni mucho menos —contestó el hombre—. Es un drenamómetro.
—Oh —dijo Gregor.
—Y al parecer me ha traído a la fuente del problema —dijo el visitante—. Soy el señor Garstairs.
Limpió de arena la mesa de Gregor, echó un último vistazo al indicador de su drenamómetro y empezó a rellenar un impreso.
—¿Pero qué es esto? —preguntó Arnold.
—Soy de la Compañía Eléctrica Metropolitana —dijo Garstairs—. Desde ayer a mediodía observamos un súbito y cuantioso aumento del consumo.
—¿Y procedía de aquí? —preguntó Gregor.
—De esa máquina suya —contestó Garstairs; terminó de rellenar su impreso, lo dobló y se lo metió en el bolsillo—. Gracias por su cooperación. Ya les enviaremos la factura.
Abrió la puerta, con cierta dificultad, y luego se volvió para echar un último vistazo al Productor Gratuito.
—Debe de hacer algo muy valioso —dijo— para justificar el gasto de tanta energía. ¿Qué es esto? ¿Polvo de platino?
Sonrió, cabeceó cordialmente y se fue.
Gregor se volvió a Arnold.
—Así que no consumía nada…
—Bueno —dijo Arnold—, supongo que se limita a tomar la energía de la fuente más próxima.
—Comprendo. Toma energía del aire, del espacio y del sol. Y de la Compañía Eléctrica, si está a mano.
—Eso parece. Pero el principio básico…
—¡Al diablo con el principio básico! —gritó Gregor—. No podemos parar este maldito chisme sin una llave laxiana, nadie tiene una llave laxiana, estamos sumergidos en polvo inútil que no podemos permitirnos ni siquiera transportar, y estamos probablemente consumiendo energía como un sol cuando se convierte en nova.
—Tiene que haber una solución —dijo lúgubremente Arnold.
—¿Sí? Espero que la encuentres.
Arnold se sentó donde había estado su mesa y se tapó los ojos.
Hubo un sonoro golpe en la puerta y se oyeron al otro lado voces furiosas.
—Cierra con llave la puerta —dijo Arnold.
Gregor la cerró. Arnold meditó durante unos instantes más, luego se levantó.
—No está todo perdido —dijo—. Aún podremos hacernos ricos con esta máquina.
—Destruyámosla —dijo Gregor—. Tirémosla al mar o algo así.
—¡No! ¡Ahora lo tengo! Vamos, preparemos la nave.
Los días siguientes fueron agotadores para la empresa AAA. Gregor y Arnold tuvieron que contratar hombres, a precios exorbitantes, para limpiar el edificio de tangrise. Luego se les planteó el problema de trasladar la máquina, que aún seguía fabricando polvo gris, a la nave espacial. Pero por fin lo consiguieron. El productor gratuito quedó instalado en la bodega, que llenó rápidamente de tangrise, y la nave salió del sistema y continuó su ruta a gran velocidad con sobremarcha.
—Es lógico —explicaba Arnold—. Naturalmente en la Tierra no hay mercado para el tangrise. Por tanto no tiene sentido intentar venderla en la Tierra. Pero en el planeta de Meldgen…
—No me gusta —dijo Gregor.
—No puede fallar. Cuesta demasiado transportar tangrise a Meldgen. Pero nosotros llevamos una fábrica completa. Podemos proporcionar un suministro constante…
—¿Y si el precio de mercado es muy bajo? —preguntó Gregor.
—¿Cómo es posible? Este material es como pan para los meldgeanos. Es su dieta básica. Tiene que costar dinero.
Después de dos semanas en el espacio, Meldgen apareció ante ellos. La bodega estaba completamente llena de tangrise. La habían sellado, pero la creciente presión amenazaba con hacer estallar los laterales de la nave. Tenían que descargar toneladas todos los días, pero la descarga llevaba tiempo, y significaba una pérdida de calor y de aire.
Así pues descendieron sobre Meldgen con la nave llena de tangrise, faltos de oxígeno y con baja temperatura.
Tan pronto como aterrizaron, subió a bordo un corpulento funcionario de aduanas de piel color naranja.
—Bienvenidos —dijo—. Son pocos los visitantes que vienen a nuestro pequeño planeta. ¿Piensan quedarse mucho tiempo?
—Puede —dijo Arnold—. Venimos a montar un negocio.
—¡Excelente! —dijo con una sonrisa satisfecha el funcionario—. Nuestro planeta necesita nuevos ánimos, necesita espíritus emprendedores. ¿Y qué clase de negocio?
—Queremos vender tangrise, el alimento básico de…
La cara del oficial se ensombreció.
—¿Van a vender ustedes qué?
—Tangrise. Tenemos un productor gratuito, y…
El funcionario apretó un botón en un marcador de muñeca.
—Lo siento, deben irse inmediatamente.
—Pero tenemos pasaportes, permisos de entrada…
—Y nosotros tenemos leyes. Deben despegar inmediatamente y llevarse con ustedes el productor gratuito.
—Pero oiga —protestó Gregor—, en este planeta existe legalmente la libre empresa.
—No para la producción de tangrise.
Fuera, una docena de tanques del ejército irrumpió en el campo de aterrizaje y rodeó la nave. El funcionario retrocedió hasta la salida y empezó a bajar la escalerilla.
—¡Un momento! —gritó Gregor, desesperado—. Supongo que temen una competencia injusta. Está bien, quédense con el productor gratuito como regalo.
—¡No! —gritó Arnold.
—¡Sí! Cójanlo. Alimenten con él a sus pobres. Y hágannos si quieren una estatua.
Apareció una segunda hilera de tanques del ejército. En el cielo empezaron a aparecer anticuados reactores.
—¡Fuera de este planeta! —gritó el funcionario—. ¿Cómo piensan que pueden vender tangrise en Meldgen? ¡Miren a su alrededor!
Miraron. El campo de aterrizaje era polvoriento y gris, y los edificios del mismo de un gris sin pintar. Más allá se extendían opacos campos grises, hasta una cordillera de bajas y grises montañas.
Por todas partes, en todo lo que abarcaba la vista, todo era gris tangrise.
—Quiere decir —exclamó Gregor— que todo el planeta…
—Ya puede imaginárselo —dijo el funcionario, desde la escalerilla—. La Antigua Ciencia creó esto, y siempre hay locos que se dedican a manipular con sus artefactos. Ahora váyanse. Si encuentran alguna vez una Llave Laxiana, vuelvan y pidan un precio.