EL MOVIMIENTO SE DEMUESTRA ANDANDO

Proof of the Pudding, 1952

Tenía los brazos muy cansados, pero levantó de nuevo el cincel y la maza. Estaba casi exhausto; sólo unas cuantas letras más y la inscripción, profundamente grabada en el duro granito, estaría terminada. Repasó la última frase y se incorporó, dejando sus herramientas en el suelo de la cueva. Orgulloso, se enjugó el sudor de la polvorienta cara, y leyó lo que había escrito:

YO ME ELEVÉ DEL FANGO DEL PLANETA, DESNUDO E INDEFENSO,

IDEÉ HERRAMIENTAS. CONSTRUÍ Y DEMOLÍ,

CREÉ Y DESTRUÍ.

CREÉ ALGO MAYOR QUE YO MISMO, QUE ME DESTRUYÓ.

ME LLAMO HOMBRE Y ÉSTA ES MI ULTIMA OBRA.

Sonrió. Lo que había escrito estaba bien. Quizás no fuese lo suficientemente literario, pero era un digno tributo al género humano, escrito por el último hombre. Miró las herramientas que estaban a sus pies. Como ya no le eran útiles las disolvió y, hambriento después de tanto trabajo, se acuclilló en el suelo de la cueva y creó una comida. La contempló un instante, preguntándose lo que faltaba; luego, cansinamente, creó una mesa y una silla, cubiertos y platos. Estaba aturdido. Los había olvidado otra vez.

Aunque no había por qué apresurarse, comió precipitadamente, advirtiendo con extrañeza que cuando no pensaba en nada concreto creaba siempre hamburguesa, puré de patata, guisantes, pan y helado. La costumbre, concluyó. Terminada la cena, hizo desaparecer los restos de los alimentos, así como los platos, los cubiertos y la mesa. Retuvo la silla. Sentado en ella, contempló pensativo la inscripción. Está muy bien, pensó, pero yo seré el único humano que la vea.

Era exacto el que fuese el último hombre vivo que quedaba en la Tierra. La guerra había sido total. Tan total y devastadora como podía desarrollarla únicamente el hombre, un animal meticuloso. No había habido neutrales ni no beligerantes. La gente pertenecía a un bando o pertenecía a otro. Bacterias, gases y radiaciones habían cubierto, como una inmensa nube, toda la Tierra. En los primeros días de aquella guerra, se habían sucedido con regularidad casi monótona armas secretas invencibles, una tras otra. Y después de que la última mano apretó el último botón, las bombas, conducidas automáticamente, habían seguido lloviendo. La desdichada Tierra era un inmenso basurero; de polo a polo nada vivo quedaba, ni plantas ni animales.

Había examinado buena parte del planeta. Esperó hasta asegurarse plenamente de que no caerían más bombas; entonces se decidió a bajar.

Has sido muy listo, pensó con amargura, mirando desde la boca de la cueva la llanura de lava donde descansaba su nave, y las torturadas montañas que había detrás.

Eres un traidor… pero ¿a quién le importa?

Había sido capitán de la Defensa del Hemisferio Occidental. Al cabo de dos días de guerra había comprendido cuál sería el desenlace. Y había huido cargando un crucero con aire enlatado, comida y agua. En la confusión y destrucción, sabía que no iban a echarle de menos; a los pocos días no quedaba nadie que pudiera echarle de menos. Había conducido la gran nave hasta el lado oscuro de la Luna y se había quedado allí esperando. Fue una guerra de doce días (él había supuesto que duraría catorce), pero tuvo que esperar casi seis meses a que dejaran de caer los proyectiles automáticos. Luego había descendido. Para descubrir que era el único superviviente…

Había creído que otros caerían en la cuenta de la futilidad de todo aquello, que cargarían también naves y se dirigirían al lado oscuro de la Luna. Evidentemente no habían tenido tiempo, si es que se lo habían planteado. Pensó en un principio que habría grupos dispersos de supervivientes, pero no había encontrado ninguno. La guerra había sido demasiado devastadora.

El aterrizaje en la Tierra podría haber significado la muerte, pues hasta el aire estaba emponzoñado. Pero, despreocupadamente, aterrizó… y sobrevivió. Al parecer era inmune a los diversos gérmenes y radiaciones, o quizás eso fuese parte de su nuevo poder. Desde luego había encontrado bastantes gérmenes y bastantes radiaciones recorriendo el mundo con su nave, de las ruinas de una ciudad a las de otra, cruzando valles y llanuras devastados, montañas calcinadas. No había encontrado vida alguna, pero había descubierto algo.

Podía crear. Se dio cuenta de este poder a los tres días de aterrizar en la Tierra. De pronto deseó que hubiese un árbol entre la roca y el metal fundidos; y apareció un árbol. Durante el resto del día hizo experimentos y descubrió que podía crear cualquier cosa que hubiese visto o de la que hubiese oído hablar.

Las cosas que conocía mejor resultaban más fáciles. Las cosas que conocía sólo por los libros o por conversaciones (los palacios, por ejemplo) solían ser deformes e indefinidas, aunque podía hacerlas casi perfectas elaborando mentalmente los detalles. Todo lo que creaba era tridimensional. Hasta la comida sabía a comida y parecía bien alimentado. Podía olvidarse por completo de una de sus creaciones, echarse a dormir y al despertar verla allí aún. Podía también descrear. Un sólo pensamiento concentrado y lo que había hecho se desvanecía. Cuanto mayor era el objeto, más tardaba en descrearse.

También podía descrear cosas que no había hecho él (valles y montañas), pero le llevaba más tiempo. Daba la sensación de que la materia era más fácil de manejar después de haberla moldeado. Podía hacer aves y animales pequeños, o cosas que parecían aves y animales pequeños.

Había intentado hacer seres humanos.

No era un científico; había sido piloto espacial. Tenía una vaga idea de la teoría atómica y prácticamente no sabía nada de genética. Pensaba que debía haberse producido algún cambio en su plasma genético, o en su cerebro, o quizás en la Tierra. No le inquietaba gran cosa el por qué del asunto. Era un hecho y lo aceptaba.

Contempló de nuevo el monumento. Algo que había en él le incomodó.

Por supuesto podría haberlo creado, pero no sabía si las cosas que hacía perdurarían después de su muerte. Parecían bastante estables, pero quizás se disolviesen con su propia disolución. En consecuencia, asumió un compromiso. Creó un cincel y una maza, pero eligió una pared de granito que no había hecho él. Grabó las letras en la pared de la cueva para protegerlas así de los elementos, trabajando varias horas seguidas, comiendo y durmiendo junto al muro.

Desde la boca de la cueva podía ver su nave, sobre una lisa llanura de tierra calcinada. No tenía ninguna prisa por volver. En seis días había terminado la inscripción, que quedaba profunda y eternamente grabada en la roca.

La idea que había estado inquietándole desde que empezara a trabajar en el gris granito salió por fin a la superficie. Los únicos que podían leer la inscripción serían visitantes procedentes de las estrellas. ¿Cómo la descifrarían? Contempló irritado la inscripción. Debería haberla escrito en símbolos. Pero ¿qué clase de símbolos? ¿Matemáticos? Por supuesto, pero ¿qué les diría sobre el hombre? Y, además, ¿por qué estaba tan seguro de que fuesen a descubrir la cueva? De nada valía una inscripción cuando toda la historia del hombre estaba escrita sobre la superficie del planeta, calcinada y carbonizada para que todos la viesen. Maldijo su estupidez por haber perdido seis días trabajando en una inscripción inútil. Estaba a punto de descrearla cuando volvió la cabeza al oír pisadas a la boca de la cueva.

Casi se cae de la silla al ponerse de pie.

Había allí una chica. Pestañeó rápidamente, y aún seguía allí la chica, alta, el pelo negro, con una especie de sucio mono de una pieza, gastado y roto.

—Hola —dijo ella, y entró en la cueva—. Te oí trabajar desde el valle.

Automáticamente, le ofreció su silla y creó otra para él. La probó receloso antes de sentarse.

—Te vi hacerlo —dijo ella—, pero aún me parece increíble. ¿Espejos?

—No —murmuró él, inseguro—. Creo. Eso es todo, tengo el poder de… ¡Un momento!, ¿cómo llegaste aquí?

Mientras preguntaba analizó rápidamente y rechazó diversas posibilidades. ¿Estaría oculta en una cueva? ¿En la cima de una montaña? No, sólo habría un medio posible…

—Yo estaba en tu nave, amigo. —Se retrepó en la silla y cruzó sus manos alrededor de una rodilla—. Cuando cargabas el crucero, pensé que intentabas escapar. Yo estaba cansada de instalar fusibles dieciocho horas al día, así que me escondí en la nave. ¿Hay alguien más vivo?

—No. ¿Cómo no te vi?

Contempló a aquella hermosa muchacha, y cruzó su mente una vaga idea. Extendió la mano y la tocó. Ella no retrocedió pero su hermoso rostro se crispó irritado.

—Soy real —dijo ásperamente—. Tuviste que verme en la Base. ¿No te acuerdas?

Intentó recordar la época en que había estado en la Base… parecía como si hubiesen transcurrido siglos. Sí, allí había una chica de pelo negro, a la que nunca había prestado atención.

—Creo que me quedé congelada —decía ella—. O en coma, a las pocas horas de despegar la nave. ¡Vaya porquería de sistema de calefacción que tienes en ese cacharro! —Se estremeció.

—Hubiese gastado demasiado oxígeno —explicó él—. Bastaba con que mantuviese caliente y aireado el compartimento del piloto. Utilizaba un traje protector para coger las provisiones cuando las necesitaba.

—Me alegro de que no me vieses —dijo ella, riéndose—. Debía de tener un aspecto horrible, muerta y cubierta de escarcha. ¡Dormí bien, desde luego, un buen sueño! En fin, me congelé. Cuando abriste todos los compartimentos, reviví. Esa es toda la historia. Supongo que transcurrieron unos cuantos días. ¿Cómo no me localizaste?

—Supongo que porque no revisé nunca aquella parte —admitió él—. Pronto descubrí que no necesitaba provisiones. Es curioso, tenía la idea de que había abierto todos los compartimentos, pero en realidad no recuerdo…

Ella contempló la inscripción de la pared.

—¿Qué es eso?

—Creí que debía dejar una especie de monumento…

—¿Y quién va a leerlo? —preguntó ella.

—Probablemente nadie. Fue una idea absurda.

Se concentró en el muro. Al cabo de unos instantes la pared de granito quedaba lisa y desnuda.

—Aún no entiendo cómo pudiste sobrevivir —dijo desconcertado.

—Pues sobreviví. No entiendo cómo haces eso —indicó con un gesto la silla y la pared—, pero aceptaré el hecho de que puedes hacerlo. ¿Por qué no aceptas tú el hecho de que estoy viva?

—No me interpretes mal —dijo él—. Necesito compañía, sobre todo compañía femenina. Es sólo que… vuélvete de espaldas.

Ella lo hizo con una mirada interrogante. Rápidamente él borró la suciedad de su rostro y creó unos flamantes pantalones y una camisa. Saliendo de su destrozado uniforme, se puso la nueva ropa, destruyó los andrajos y creó un peine y se alisó su revuelto pelo castaño.

—Está bien —dijo—. Ya puedes volverte.

—Magnífico —dijo ella sonriendo—. Déjame utilizar ese peine… Y ¿no podrías hacerme un vestido? Talla doce, pero procura que me quede bien.

A la tercera tentativa consiguió un resultado aceptable (nunca había percibido lo engañosas que podían ser las formas femeninas) y luego hizo un par de sandalias doradas con tacones altos para ella.

—Un poco apretadas —dijo ella poniéndoselas— y no son demasiado prácticas, sin aceras. Pero muchas gracias. Este truco tuyo resuelve realmente el problema de los regalos de Navidad, ¿verdad? —Su pelo negro brillaba al sol de mediodía, y la muchacha parecía encantadora, cálida y humana.

—Mira a ver si puedes crear —instó, deseoso de compartir con ella su nueva y sorprendente habilidad.

—Ya lo intenté —dijo ella—. Imposible. Sigue siendo un mundo del hombre.

Él frunció el ceño.

—¿Cómo puedo estar absolutamente seguro de que eres real?

—¿Otra vez eso? ¿Recuerdas haberme creado, amo? —preguntó burlonamente ella, inclinándose para aflojar la hebilla de una de sus sandalias.

—He estado pensando… en mujeres —dijo él ceñudo—. Podría haberte creado mientras dormía. ¿Por qué no ha de tener mi mente subconsciente tanto poder como mi mente consciente?… Pude dotarte de una memoria, dándote un origen… habrías sido sumamente plausible. Y si te creó mi mente subconsciente, sería seguro que mi mente consciente nunca lo sabría.

—¡No seas ridículo!

—Porque si mi mente consciente lo supiera —continuó el implacable—, rechazaría tu existencia. Toda tu función, como obra de mi subconsciente, sería impedirme saberlo. Demostrar, por todos los medios a tu alcance, por todos los razonamientos posibles que eras…

—Bueno, entonces, intenta hacer una mujer, ya que eres tan poderoso. —Se cruzó de brazos y se retrepó en la silla, con un áspero cabeceo.

—De acuerdo.

Fijó los ojos en el muro de la cueva y empezó a aparecer una mujer. Sus formas eran en principio irregulares, un brazo demasiado corto, las piernas demasiado largas. Concentrándose más consiguió que las proporciones fuesen bastante exactas. Pero los ojos no tenían un ángulo correcto; los hombros y la espalda estaban inclinados y torcidos. Había creado una cáscara sin cerebro ni órganos internos, un autómata. Le ordenó que hablara, pero de aquella boca informe sólo salieron ruidos incoherentes. No le había dado aparato vocal. Estremecido destruyó aquella imagen de pesadilla.

—No soy un escultor —dijo—. Ni soy Dios.

—Me alegro de que por fin lo entiendas.

—Pero de todos modos eso no demuestra —continuó él tercamente— que tú seas real. No sé de lo que es capaz mi mente subconsciente.

—Hazme un favor —dijo ella bruscamente—. Estoy cansada de este disparate.

Herí sus sentimientos, pensó él. Había ofendido al único ser humano que quedaba en la Tierra con él. Asintió con un gesto, la cogió de la mano y la sacó de la cueva. En la lisa llanura de abajo creó una ciudad. Llevaba varios días experimentando con esto, y esta vez le resultó mucho más fácil. Siguiendo el modelo de cuadros y sueños infantiles de las Mil y Una Moches, se elevó blanca, negra y rosada. Las paredes eran de un rubí resplandeciente, y las puertas de ébano montado sobre plata. Las torres rojo oro y salpicadas de zafiros. Una gran escalera de lechoso marfil ascendía hasta la más alta torre opalina, hecha de miles de peldaños de mármol veteado. Había estanques de agua azul, y pajarillos revoloteando sobre ellos, y peces plata y oro que recorrían las silenciosas profundidades.

Recorrieron la ciudad y crearon en ella rosas rojas, blancas y amarillas, y jardines de plantas extrañas. Entre dos edificios con bóvedas y torres creó un gran estanque; instaló en él una casa flotante tapizada de púrpura, y llena de toda clase de alimentos y bebidas que pudo recordar.

Flotaron sobre el estanque abanicados por la suave brisa que él creó.

—Y todo esto es falso —comentó al cabo de un rato.

Ella sonrió.

—No, no lo es. Puedes tocarlo. Es real.

—¿Seguirá aquí después de mi muerte?

—¿Qué más da? Además, si puedes hacer todo esto, seguro que puedes curar cualquier enfermedad. Quizás puedas curar cualquier enfermedad. Quizás puedas curar hasta la vejez y la muerte. —Arrancó un capullo de una rama y aspiró su fragancia—. Quizás puedas impedir que esto se marchite y muera. Quizás puedas hacer lo mismo por nosotros, así que ¿por qué te preocupas?

—¿Te gustaría irte? —preguntó él, encendiendo un cigarrillo recién creado—. ¿Te gustaría encontrar un nuevo planeta, que no hubiese destruido la guerra? ¿Te gustaría empezar otra vez?

—¿Empezar? Quieres decir… Quizás más tarde. Ahora ni siquiera deseo acercarme a la nave; me recuerda la guerra.

Flotaron durante un rato.

—¿Estás seguro ya de que soy real? —preguntó ella.

—Si quieres que te diga la verdad, no —contestó él—. Pero deseo ardientemente creerlo.

—Entonces, escúchame —dijo ella, inclinándose hacia él—. Soy real.

Y deslizó sus brazos abrazando su cuello.

—Siempre he sido real. Y siempre lo seré. ¿Quieres una prueba? Pues bien, yo sé que soy real. Y tú también. ¿Qué más puedes pedir?

Él la miró fijamente durante un largo instante, sintiendo sus cálidos brazos alrededor del cuello, oyendo el murmullo de su respiración. Percibía la fragancia de su piel y de su pelo, la esencia única de un individuo.

Lentamente dijo:

—Te creo. Te amo. Cómo… ¿cómo te llamas?

Ella se quedó pensativa un momento.

—Joan.

—Qué extraño —dijo él—. Siempre soñé con una chica llamada Joan. ¿Cómo te apellidas?

Ella le besó.

Arriba, en el cielo, las golondrinas que él había creado (sus golondrinas) volaban en amplios círculos sobre el estanque, los peces nadaban sin rumbo bajo las aguas, y la ciudad se extendía ante ellos, orgullosa y bella, hasta el borde de las retorcidas montañas de lava.

—No me dijiste cómo te apellidas —insistió él.

—Bueno, no te preocupes. El nombre de soltera de una chica no importa… siempre toma el de su marido.

—¡Eso es una evasiva!

Ella sonrió.

—Lo es, ¿verdad que sí?