Charles Angier Redfern recibió dos curiosas cartas en el correo de una mañana por lo demás insustancial. Una de ellas era un sencillo sobre blanco y por un momento Redfern creyó reconocer la letra. Abrió el sobre y sacó una carta sin encabezamiento ni firma. Le intrigó un rato aquella letra extraña pero familiar y al fin cayó en la cuenta de que era una imitación de la suya. Algo curioso, pero con cierta premonición de aburrimiento, leyó lo siguiente:
La mayoría de las proposiciones del torpemente titulado Laberinto de Redfern no serán sin duda discutidas, cosa que quizá no inquiete a nadie por otra parte. Esta obra de Redfern no evoca más que la impotencia del propio Redfern. Da la sensación de que Redfern no ha logrado superar su propia mezquina y odiosa esclavitud, su infatigable afán de satisfacer.
Debido a este ruidoso fracaso, la primera sensación del lector quizá sea profundamente inconsecuente: alegría por la humilde brevedad del Laberinto y un malévolo deseo de que fuese aún más corto.
Pero esto pasa rápidamente y el lector descubre que su sensación predominante es una resistencia muda a sentir cualquier cosa. Descubre agradecido que aquello le resulta indiferente. Y aunque quizá no desee recordar el Laberinto, no se ocupa mucho de olvidarlo.
Así, responde el lector al aburrimiento de Redfern con otro propio aún más devastador; imita la hostilidad de Redfern y fácilmente la sobrepasa. Se niega incluso a reconocer la existencia de Redfern; y a tal fin tiene la vaga sensación de no haber leído nunca el Laberinto. (Tiene razón, por supuesto; ningún reencuentro podría corregir esta conclusión eminentemente lógica).
Este Laberinto podría declararse, sin duda, monumento ejemplar al tedio, si no lo alterase (¡qué típico de Redfern!), una sola idea sugestiva.
Se trata de la Proposición 113, que dice: «Todos los hombres saben que el Laberinto rige a sus victimas casuales con una ley de hierro; pero muy pocos comprenden las consecuencias lógicas de esto: que el Laberinto también es una de esas víctimas, y por lo tanto estará igualmente sujeto a la norma de una ley implacable». Redfern no expone la «ley», esa de prever tal olvido. Pero puede deducirse fácilmente de su Proposición 288, insustancial por otra parte: «La Providencia, pese a todas las apariencias externas, es inevitablemente misericordiosa».
En consecuencia, según Redfern: El Laberinto rige a los hombres, pero la Providencia al Laberinto. ¿Cómo podemos saberlo? Por la ley a que está sometido el Laberinto (como todo lo demás salvo la Providencia). ¿Qué ley es esta? La de que el Laberinto está sometido al deber de darse a conocer. ¿Nuestra prueba de esto? El hecho de que Redfern, el más mezquino y plagiario de los hombres, lo sepa.
Pero ahora queremos saber exactamente qué ley es esa que rige el Laberinto. ¿Cómo debe darse a conocer el Laberinto? Sin una descripción de esto nada tendremos; y Redfern no nos es de ninguna utilidad en esta investigación. El no puede decírnoslo, y probablemente no lo hiciese aunque pudiera. En consecuencia, para la descripción de la ley que controla el Laberinto, su forma y fondo concretos, junto a las diversas pistas familiares que ayuden a su identificación, acudimos al, por otra parte insignificante, Charles Angier Redfern.
Redfern dejó la carta. Aquellas artificiosas ambigüedades le aburrían. Su malevolencia y su forma arbitraria y su tono ruin le habían evocado esa sensación, curiosamente confortante, que experimenta uno al descubrir falso lo que había considerado verdad. Pasó a la segunda carta.
El sobre era insólitamente alargado y estrecho, y de un color acuoso; conservaba un suave pero inconfundible olor a algas. El nombre de Redfern, escrito a mano, simulando letra de imprenta, estaba correctamente redactado; pero la dirección era incorrecta. Decía Bulevar Bruckner número 132, tachado con una imitación impresa de sello oficial de Correos que decía: «Devuélvase al remitente». (No había ninguna dirección del remitente en el sobre). Esto, a su vez había sido tachado con tiza negra y alguien había escrito: «Prueben Calle 12 W número 137», su dirección auténtica.
Redfern comprendía que aquellos detalles eran superfluos; parecían imitar la carta que había dentro. Abrió el sobre y extrajo la carta, que absurdamente estaba escrita en un pedazo de papel de envolver color marrón. Decía así:
¡¡¡HOLA!!!:
Ha sido usted seleccionado como uno de los pocos individuos realmente modernos e inteligentes para los que la novedad es más importante que el recelo, y cuyo deseo de lo insólito sólo cede a su innato buen gusto y su sentido del estilo. Sobre todo creemos que es usted hombre libre y sin inhibiciones, con el que nos gustaría trabar amistad.
En consecuencia aprovechamos la oportunidad para invitarle a usted a la ¡LA GRAN INAUGURACION DE NUESTRO LABERINTO!
Este Laberinto (el único de su género de la costa oriental) es, ni que decir tiene, un lugar lleno de sorpresas y emociones. ¡No hay ángulos en nuestras curvas! Este Laberinto es indescriptible y hace infantil cualquier deseo.
Llámenos, por favor, y concertaremos hora y un lugar a su conveniencia. Nuestros objetivos son sólo vida, libertad y búsqueda de la felicidad.
¿Nos llamará pronto? ¡GRACIAS AMIGO!
En vez de firma había un número de teléfono.
Redfern agitó pesaroso la carta. Evidentemente era el trabajo de un especialista en inglés muy voluntarioso… tediosamente hábil, aburridamente listo.
El autor de la carta intentaba evidentemente perpetrar un fraude; en consecuencia, Redfern decidió engañar al engañador fingiendo creer. Cogió el teléfono y marcó el número de la carta. Contestó una voz de mujer de mediana edad, chillona pero resignada:
—Instituto Redfern de Investigación de la Conducta.
Redfern frunció el ceño, carraspeó y dijo:
—Llamo para informarme sobre el Laberinto.
—¿Sobre qué? —dijo la mujer.
—El Laberinto.
—¿A qué número llama?
Redfern se lo dijo. La mujer dijo que era el número del Instituto Redfern, pero que ella no sabía de ningún Laberinto. A menos, claro, que se refiriese a las famosas de laberintos, para experimentos con ratas de laboratorio. Las series L, continuó, se vendían en varios modelos con precio según tamaño. Iban desde la L-1001, un simple laberinto binario de elección forzosa de veinticinco pies cuadrados, al L-10 023, modelo multielectivo de selección indeterminada de novecientos pies cuadrados, utilizable para un auditorio.
—No —dijo Redfern— creo que esto no es exactamente lo que quiero.
—¿Entonces qué quiere usted exactamente? —preguntó la mujer—. Los hacemos también a medida, como indican nuestros anuncios de las páginas amarillas.
—Pero yo no quiero que me construyan un laberinto —dijo Redfern—. Mire, según la carta que recibí este laberinto existe ya y parece ser de gran tamaño y diseñado para seres humanos, es decir, para gente.
—No entiendo una palabra —dijo la mujer, con mucha suspicacia.
—Es la carta que recibí —tartamudeó Redfern—. En ella se me invita a la inauguración de ese Laberinto y añaden ese número de teléfono para mayor información…
—Escuche, señor —interrumpió áspera e irritada la mujer— no sé si es usted un chiflado o si intenta tomarme el pelo, pero el Instituto Redfern es un negocio respetable de treinta y cinco años de antigüedad, y si vuelve usted a molestarme con esta estupidez, haré que localicen su número de teléfono y le denunciaré.
Y colgó.
Redfern se retrepó en su silla. Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Después de descubrir el fraude primario, como se pretendía de él, había intentado un contrafraude y caído así en un segundo fraude. Qué ridículo.
Entonces se le ocurrió una idea inquietante. Abrió la guía telefónica de Manhattan y buscó el Instituto Redfern de Investigación de la Conducta.
No figuraba en el listín.
Llamó a información, la sección de nuevas inscripciones, luego a la de inscripciones ordinarias; pero como había previsto no existía ningún Instituto Redfern. Por último, buscó las páginas amarillas y en ellas Laberintos, Investigación, Conducta, Equipo científico y Equipo de laboratorio. No había ningún Redfern ni empresa alguna especializada en la construcción de laberintos.
Comprendió que, al comprobar el fraude segundo, había caído inevitablemente en un tercer fraude; que no tenía por qué ser el último de la serie.
Por supuesto, había acumulado ya demasiadas pruebas para mantenerse en la idea del fraude. Las series habían sido, en realidad, parte del Laberinto mismo, un pequeño circuito que volvía rápidamente a su punto de partida original. O a un punto notablemente parecido al original.
Una de las condiciones primarias de un laberinto es el engaño. Y se había cumplido fielmente: en la utilización del nombre de Redfern en ambas cartas, en la imitación de su letra e implícitamente en la monótona contradicción de cada una de las informaciones.
La descripción de la ley del laberinto (la cual, según se afirmaba, había conocido y desconocido al tiempo) se le hacía evidente. Podía ser sólo descripción de las emociones que en él despertaba el laberinto; sus forzadas ambigüedades le habían aburrido. Su actitud artificiosa y arbitraria y su efecto le habían proporcionado esa sensación, curiosamente confortante, del que descubre falso lo que creía cierto.
Con esto vio que la primera carta era en realidad el Laberinto; aquel monumento al tedio servil e infinitamente audaz cuya perfección menoscababa un solo detalle significativo: su propia existencia. La segunda carta era la obligatoria, prolongación de la primera, completándose así las condiciones de un laberinto.
Cabían otros puntos de vista; pero en ese momento a Redfern se le ocurrió que podría haber pensado en todo aquello con anterioridad.