TODO LO NECESARIO

The Necessary Thing, 1955

Richard Gregor estaba sentado ante el escritorio de la polvorienta oficina del AAA, Servicio de Descontaminación Interplanetario Ace, mirando cansinamente una lista. La lista incluía unos 2305 apartados independientes. Gregor intentaba recordar lo que se habían olvidado, si es que se habían olvidado algo.

¿Ungüento antirradioactivo? ¿Bengalas de vacío? ¿Equipo de purificación de agua? Sí, todo eso estaba allí.

Bostezó y miró su reloj. Arnold, su socio, tendría que estar ya de regreso. Arnold había ido a encargar los 2305 artículos y supervisar su embarque a bordo de la nave espacial. Faltaban sólo unas horas para que la AAA despegase para realizar otro trabajo.

Pero ¿habían incluido todos los artículos importantes? Una nave espacial es una isla, autosuficiente, autoabastecida. Si uno se queda sin judías en Demencia II, no hay ninguna tienda en que pueda comprarlas. No hay ningún guardacosta que pueda reemplazar la pieza quemada de tu impulsor principal. Tienes que tener otra a bordo, y las herramientas necesarias para colocarla, y los manuales que te indiquen cómo. El espacio es demasiado grande para permitir operaciones de rescate.

¿Extractor de oxígeno? ¿Cigarrillos extra? Era como poner propulsores a unos grandes almacenes, pensó Gregor.

Dejó a un lado la lista, cogió un mazo de gastadas cartas y se puso a hacer un difícil solitario que había inventado él mismo.

Minutos después entró Arnold.

Gregor miró a su socio con suspicacia. Cuando el pequeño químico caminaba con aquel paso peculiar, con su cara redonda resplandeciendo de felicidad, significaba que había problemas para AAA.

—¿Lo conseguiste todo? —preguntó Gregor.

—Hice algo mejor que eso —contestó orgullosamente Arnold.

—Tenemos que despegar…

—Y despegaremos —aseguró Arnold; se sentó al borde de la mesa—. Acabo de ahorrar a la empresa una suma considerable de dinero.

—Oh, no —suspiró Gregor—. ¿Qué has hecho?

—Piensa —dijo Arnold—, piensa en el puro desperdicio de equipo que se hace en una expedición normal. Cargamos con 2305 artículos, sólo por si casualmente podemos necesitar uno. La carga se ve disminuida, el espacio vital se reduce y ese material nunca llega a usarse.

—Salvo una vez o dos —dijo Gregor— en que nos salva la vida.

—Ya tuve eso en cuenta —dijo Arnold—. Estudié el problema cuidadosamente. Y he conseguido reducir la lista de forma considerable. Por un golpe de suerte, descubrí la única cosa que una expedición necesita en realidad. La cosa necesaria.

Gregor se levantó y se aproximó a su socio. Visiones criminales recorrieron su cerebro, pero consiguió controlarse.

—Arnold —dijo— no sé lo que has hecho. Pero será mejor que dejes esos 2305 artículos a bordo y deprisa.

—Imposible —dijo Arnold, con una risilla nerviosa—. Ya no tengo el dinero. Pero lo he invertido en algo muy rentable.

—¿En qué?

—En la única cosa realmente necesaria. Ven a la nave y te lo enseñaré.

Gregor no pudo sacarle nada más. Arnold sonreía misteriosamente para sí durante el largo viaje hasta el espaciopuerto Kennedy. Su nave estaba ya en el pozo de despegue, programada para partir al cabo de unas horas.

Arnold abrió la escotilla con una inclinación.

—¡Ahí! —exclamó—. Esa es la respuesta a las oraciones de una expedición.

Gregor entró. Vio una gran máquina de fantástico aspecto con indicadores, luces y palancas por todas partes.

—¿Qué es eso? —preguntó Gregor.

—¿No es maravillosa? —Arnold dio unas palmadas afectuosas a la máquina—. Joe, el chatarrero interestelar, la tenía arrinconada. Conseguí sacársela de las uñas por una porquería.

Esto bastaba para Gregor. Había tratado antes con Joe, el chatarrero interestelar, y todos los tratos habían resultado desastrosos. Los cacharros de Joe funcionaban; pero nadie sabía cuándo, cuánto ni cómo.

—No saldré al espacio nunca más con un cacharro de Joe —dijo con firmeza Gregor—. Quizás puedas venderla como chatarra.

Y se puso a buscar una barra de demolición.

—Un momento —suplicó Arnold—. Déjame que te haga una demostración. Piensa. Estamos en el espacio profundo. El impulsor principal falla. Después de un examen detenido descubrimos que una tuerca de duraleación se ha desprendido en el piñón número tres. Logramos localizar la tuerca. ¿Qué hacemos entonces?

—Sacamos una tuerca nueva del depósito de 2305 artículos que hemos incluido para casos de emergencia como ese —contestó Gregor.

—¡Ah! ¡Pero tú no incluiste ninguna tuerca de duraleación de medio centímetro! —dijo Arnold triunfalmente—. Comprobé la lista. ¿Qué me dices?

—No sé —dijo Gregor—. Dime tú.

Arnold se acercó a la máquina y tocó un botón.

—Tuerca de duraleación de medio centímetro de diámetro —dijo con voz sonora y clara.

La máquina murmuró y ronroneó. Parpadearon luces. Un panel se deslizó hacia atrás, ofreciendo una tuerca de duraleación recién fabricada.

—He ahí la solución —dijo Arnold.

—Vaya —dijo Gregor, no muy impresionado—. Así que fabrica tornillos. ¿Qué más hace?

Arnold apretó otra vez el botón.

—Un cuarto de kilo de gambas frescas.

Se deslizó el panel y allí aparecieron las gambas.

—Debería haberlas pedida peladas —dijo Arnold—. Bueno. —Apretó el botón—. Una varilla de grafito de un metro treinta de longitud y cinco centímetros de diámetro.

El panel se abrió más esta vez para dejar salir la varilla.

—¿Qué más puede hacer? —preguntó Gregor.

—¿Qué más quieres? —dijo Arnold—. ¿Un cachorro de tigre? ¿Un carburador estroboscópico modelo A? ¿Una bombilla de veinticinco watios? ¿Una pastilla de chicle?

—¿Quieres decir que hace cualquier cosa? —preguntó Gregor.

—Cualquier cosa. Es un Configurador. Prueba, prueba.

Gregor probó y sacó, en rápida sucesión, un vaso de agua fresca, un reloj de pulsera y un tarro de salsa de cóctel.

—¡Vaya! —exclamó.

—¿Comprendes ahora? ¿No es mejor esto que meter en la nave 2305 artículos? ¿No es esto más simple y más lógico? ¿No es mucho mejor fabricar lo que necesitas cuando lo necesitas?

Parece bueno —dijo Gregor—. Pero…

—¿Pero qué?

Gregor meneó la cabeza. ¿Qué, en realidad? No tenía ni idea. Pero sencillamente su experiencia le decía que las máquinas nunca son tan de fiar, tan útiles ni tan sólidas como parecen a primera vista.

Caviló un rato y luego apretó el botón.

—Un transistor, serie GE 1324E.

La máquina ronroneó y se abrió el panel. Allí estaba el pequeño transistor.

—Parece que funciona muy bien —admitió Gregor—. ¿Qué haces?

—Pelando las gambas —contestó Arnold.

Después de saborear un excelente cóctel de gambas, los dos socios recibieron permiso de salida de la torre de control. Al cabo de una hora la nave estaba en el espacio.

Se dirigían a Dennett IV, un planeta de tamaño medio del grupo de Sicofate. Dennett era un mundo cálido, húmedo y fértil que sólo tenía un problema capital: demasiada lluvia. En Dennett llovía como término medio nueve décimas partes del tiempo, y cuando no llovía, amenazaba lluvia.

Resultaba un trabajo fácil. Los principios del control climático eran perfectamente conocidos, pues había muchos mundos que sufrían dificultades similares. AAA sólo tardarían unos cuantos días en alterar el esquema meteorológico.

Después de un viaje sin novedad, apareció ante ellos Dennett. Arnold desconectó el piloto automático y condujo la nave hacia la superficie a través de espesos bancos de niebla. Descendieron varios kilómetros de pálida y espectral neblina. Al fin, comenzaron a aparecer las cimas de las montañas, y por último encontraron una llanura lisa, gris y desnuda.

—Qué color más extraño el de este paisaje —dijo Gregor.

Arnold asintió. Con la facilidad de la mucha práctica describió una espiral, equilibró la nave y se posó limpiamente sobre la llanura.

—¿Por qué no habrá vegetación? —musitó Gregor.

Enseguida lo descubrieron. La nave quedó asentada durante un segundo y luego cayó a través de la llanura otros tres metros.

La llanura era al parecer niebla de una densidad que sólo podía darse en Dennett.

Rápidamente se desembarazaron de los cinturones y comprobaron los diversos dientes, huesos y ligamentos. Después de descubrir que no tenían roto nada personal, comprobaron la nave.

El impacto no le había hecho ningún bien al viejo cacharro espacial. La radio y el piloto automático estaban totalmente averiados. Diez planchas de estribor se habían combado y, esto era lo peor, algunas delicadas piezas del control de giro del impulsor estaban descompuestas.

—Hemos tenido suerte —dijo Arnold.

—Sí —dijo Gregor, mirando a través de la sábana de niebla—. Pero la próxima vez utilizaremos instrumentos.

—En cierto modo me alegro de que sucediera —dijo Arnold—. Ahora verás qué magnífico salvavidas es el configurador. Vamos a trabajar.

Localizaron todas las piezas averiadas e hicieron una lista. Arnold se acercó al configurador, apretó el botón y dijo:

—Una placa de impulsor, doce centímetros de anchura, un centímetro de grosor, aleación de acero 342. La máquina entregó la pieza rápidamente.

—Necesitamos diez —dijo Gregor.

—Lo sé, lo sé. —Arnold apretó otra vez el botón—. Otra. La máquina no hizo nada.

—Probablemente haya que dar la orden completa —dijo Arnold; apretó el botón otra vez y dijo—: Placa de impulsor, doce centímetros de anchura, un centímetro de grosor, aleación de acero 342.

La máquina guardó silencio.

—Qué raro —dijo Arnold.

—Y que lo digas —dijo Gregor, con una extraña sensación en la boca del estómago.

Arnold lo intentó otra vez sin ningún éxito. Caviló un rato y luego apretó el botón y dijo:

—Una taza de té de plástico.

La máquina le entregó una taza de té de plástico de un luminoso azul.

—Otra —dijo Arnold.

Al ver que el configurador no hacía nada, Arnold pidió un lápiz de cera. La máquina se lo entregó.

—Otro lápiz de cera —dijo Arnold. La máquina no hizo nada.

—Muy interesante —dijo Arnold—. Debería haberme planteado la posibilidad.

—¿Qué posibilidad?

—Al parecer el configurador fabrica cualquier cosa —dijo Arnold—. Pero sólo una vez.

Volvió a experimentar, haciendo que la máquina produjese un lápiz distinto. Lo hizo inmediatamente, pero sólo una vez.

—Magnífico —dijo Gregor—. Necesitamos nueve placas más. Y la turbina del impulsor necesita cuatro piezas idénticas. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Algo se nos ocurrirá —contestó animosamente Arnold.

—Eso espero —dijo Gregor.

Fuera empezó a llover. Los dos socios se sentaron a pensar.

—Sólo hay una explicación —dijo Arnold, varias horas después—. El principio del placer.

—¿Cómo? —preguntó Gregor. Había estado dormitando, acunado por el suave tamborileo de la lluvia sobre el casco de la nave.

—Esta máquina debe de tener algún tipo de inteligencia —dijo Arnold—. Después de todo, recibe estímulos, los traduce en órdenes de acción y fabrica un producto a partir de un plano mental.

—Desde luego —convino Gregor—. Pero sólo una vez.

—Sí. Pero ¿por qué sólo una vez? Esa es la clave de nuestro problema. Yo creo que debe de ser un límite que se impone ella misma, ligado a un impulso de placer. O quizás a un impulso de cuasi placer.

—No te entiendo —dijo Gregor.

—Mira: los constructores no habrían limitado su máquina de este modo. La única explicación posible es esta: cuando se construye una máquina de esta complejidad, adquiere características semihumanas. Obtiene una forma de placer semihumana al producir cada cosa nueva. Pero una cosa es nueva sólo una vez. Después, el configurador quieres fabricar algo distinto.

Gregor volvió a hundirse en su apático semisueño. Arnold continuó hablando:

—Satisfacción plena del potencial, eso es lo que la máquina quiere. El deseo último del configurador es crear todas las cosas posibles. Desde su punto de vista, la repetición sería una pérdida de tiempo.

—Es el razonamiento más disparatado que he oído en mi vida —dijo Gregor—. Pero suponiendo que tengas razón, ¿qué podemos hacer?

—No lo sé —contestó Arnold.

—Me lo suponía.

Para cenar aquella noche, el configurador les ofreció un asado de carne muy aceptable. Tomaron luego un pastel á la machine, con queso picante de acompañamiento. Su moral mejoró considerablemente.

—Sustituciones —dijo Gregor, fumando un puro facilitado por la máquina—. Eso es lo que tenemos que intentar. Aleación 342 no es lo único que podemos utilizar para las placas. Hay muchos materiales que aguantarán hasta que volvamos a la Tierra.

No podían engañar al configurador para que produjese una placa de hierro o de cualquier aleación ferrosa. Pidieron y obtuvieron una placa de bronce. Pero luego la máquina se negaría a darles cobre o estaño. El aluminio era aceptable, y también el cadmio, el platino, el oro y la plata. Una placa de tungsteno era una rareza interesante; Arnold se preguntaba cómo la habría obtenido la máquina. Gregor vetó el plutonio, y con eso agotaron casi los metales utilizables. Arnold pidió una cerámica ultraresistente como un buen sustituto, y la última placa fue de cinc puro.

Por supuesto los metales nobles tenderían a fundirse en el calor del espacio; pero con una refrigeración adecuada, podrían durar hasta la Tierra. Fue, en resumen, una buena noche de trabajo, y los dos socios brindaron con un excelente, aunque un poco aceitoso, jerez seco.

Al día siguiente fijaron las placas y revisaron las reparaciones. La parte trasera de la nave parecía un amasijo de remiendos.

—Yo creo que queda muy bonito —dijo Arnold.

—Espero que aguante —dijo Gregor—. Ahora las piezas de la turbina del impulsor.

Pero este era un problema de naturaleza distinta. Faltaban cuatro piezas idénticas: delicadas piezas de gran precisión compuestas de cables y cristal. No había sustitución posible.

La máquina entregó la primera sin vacilación. Pero eso fue todo. Al mediodía, los dos socios estaban decepcionados.

—¿Se te ocurre algo? —preguntó Gregor.

—De momento no. Hagamos un alto para comer.

Decidieron que ensalada de langosta resultaría agradable, y la pidieron. El configurador ronroneó unos instantes pero no entregó nada.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Gregor.

—Me lo temía —dijo Arnold.

—¿Te temías qué? No hemos pedido langosta hasta ahora.

—No —dijo Arnold—, pero pedimos gambas. Ambos son mariscos. Me temo que el configurador empieza a tomar decisiones de acuerdo con las clases.

—Entonces será mejor que abramos unas latas —dijo Gregor. Arnold sonrió débilmente.

—Bueno —dijo—, como compré el configurador, creí que no haría falta…

—¿No hay latas?

—No.

Volvieron a la máquina y pidieron salmón, truchas y atún, sin ningún resultado. Luego pidieron cerdo asado, una pierna de cordero y ternera. Nada.

—Al parecer considera la carne asada de anoche representativa de todos los mamíferos —dijo Arnold—. Qué interesante. Podríamos desarrollar una nueva teoría de las clases.

—Mientras nos morimos de hambre —dijo Gregor. Probó pollo asado y esta vez el configurador se lo sirvió sin vacilar.

—¡Magnífico! —gritó Arnold.

—¡Maldita sea! —dijo Gregor—. Debería haber pedido pavo.

Seguía cayendo la lluvia sobre Dennett, y la niebla giraba alrededor de la remendada popa de la nave. Arnold inició una serie de cálculos marginales. Gregor terminó el jerez seco, intentó sin éxito conseguir una caja de whisky e inició un solitario.

Tomaron una cena frugal con los restos del pollo, y Arnold terminó sus cálculos.

—Quizás funcione —dijo.

—¿El qué?

—El principio del placer. —Se levantó y empezó a pasear por la cabina—. Esta máquina tiene características casi humanas. Desde luego no hay duda de que posee capacidad de aprendizaje. Creo que podemos enseñarle a obtener placer de producir el mismo objeto varias veces. Concretamente, las piezas de la turbina del impulsor.

—Merece la pena intentarlo —dijo Gregor.

Bien entrada ya la noche hablaron a la máquina. Arnold murmuró persuasivos argumentos sobre las alegrías de la repetición. Gregor habló encomiásticamente de los valores estéticos de la producción de un objeto artístico como una pieza de una turbina de impulsor, no una vez, sino muchas veces, haciendo cada una de ellas exactamente iguales y perfectas. Arnold se explayó en lirismos sobre la emoción suprema de la fabricación interminable de piezas. Siempre las mismas piezas, del mismo material. ¡Maravilloso! Y Gregor expuso todo esto como un hermoso concepto filosófico perfectamente adaptado a la estructura peculiar y a la capacidad de una máquina. Como sistema conceptual, continuó, la Repetición (como opuesta a la mera Creación) se aproximaba estrechamente al estatus de entropía, que, para los mecanismos, era la perfección.

El configurador mostró con ronroneos y parpadeos que estaba escuchando. Y cuando asomó en el cielo la húmeda y pálida aurora de Dennett, Arnold apretó el botón y pidió la pieza de la turbina del impulsor.

La máquina vaciló. Parpadearon inseguras las luces, los indicadores vacilaron. Era evidente que la máquina se debatía en profundas dudas.

Hubo un clic. Se corrió el panel. ¡Y apareció otra pieza de la turbina!

—¡Lo conseguimos! —gritó Gregor, dando palmadas de felicitación a Arnold en la espalda. Rápidamente dio otra orden. Pero esta vez el configurador emitió un sonoro y enfático zumbido.

Y no produjo nada.

Gregor lo intentó de nuevo. Pero no hubo ninguna vacilación en la máquina y no hubo más piezas.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Gregor.

—Es evidente —dijo con tristeza Arnold—. Decidió probar la repetición, por si se había perdido algo. Pero después de probar decidió que no le gustaba.

—¡Una máquina a la que no le gusta la repetición! —gruñó Gregor—. ¡Es inhumano!

—Todo lo contrario —replicó Arnold—. Es demasiado humano.

Era hora de cenar y los socios tuvieron que conformarse con los alimentos del configurador. Un plato de verduras era bastante fácil, pero no llenaba demasiado. La máquina podría darles una rebanada de pan, pero ningún pastel. Los productos lácteos estaban descartados, pues habían comido queso el día anterior. Por fin, tras una hora de pruebas, el configurador les entregó un filete de ballena, al parecer inseguro de su clasificación.

Gregor se puso a trabajar otra vez, cantando los gozos de la repetición en los receptores de la máquina. Un ronroneo constante y algunos parpadeos luminosos mostraban que el configurador aún seguía escuchando.

Arnold sacó varios libros de referencia y se embarcó en un proyecto personal. Varias horas después alzó la cabeza con un grito de triunfo.

—¡Sabía que lo conseguiría!

Gregor alzó la vista rápidamente.

—¿El qué?

—¡Un control sustitutivo de la turbina del impulsor! —Puso el libro ante las narices de Gregor—. Mira esto. Un científico de Vednied II lo construyó hace cincuenta años. Es algo tosco para el nivel actual, pero funcionará. Y podremos montarlo en nuestra nave.

—Pero ¿de que está hecho? —preguntó Gregor.

—Eso es lo mejor. ¡No hay problemas! ¡Es de goma! Rápidamente pulsó el botón del configurador y leyó la descripción del aparato.

No sucedió nada.

—¡Tienes que darnos el control de Vednier! —gritó Arnold a la máquina—. ¡Si no lo haces violarás tus propios principios!

Apretó de nuevo el botón y, pronunciando con minuciosa claridad, leyó de nuevo la descripción.

Sin resultado.

Gregor tuvo de pronto una terrible sospecha. Se dirigió a la parte posterior del configurador y buscó hasta encontrar lo que temía. Se lo enseñó a Arnold.

Era la placa de fabricación. Decía así: Configurador Clase 3. Fabricado por Laboratorios Vednier, Vednier II.

—Así que ya lo han usado para eso —dijo Arnold.

Gregor no dijo nada. No parecía haber nada que decir.

Dentro de la nave espacial comenzaba a formarse moho y la placa de acero de la popa empezaba a oxidarse. La máquina aún seguía escuchando los himnos a la repetición de los socios, pero sin reaccionar.

Se planteó el problema de la comida siguiente. La fruta estaba descartada debido al pastel de manzana, lo mismo la carne, el pescado, los productos lácteos y los cereales. Por último comieron ancas de rana con langostas (de una vieja receta china) y filete de iguana. Pero después de eso, agotados los lagartos, los insectos y los anfibios, sabían que habían concluido sus comidas a costa de la máquina.

Los dos socios mostraban signos de tensión. El rostro alargado de Gregor era más huesudo que nunca. Arnold encontró rastros de moho en su pelo. Fuera la lluvia caía incesantemente, empapando la nave y la húmeda tierra. La nave espacial comenzaba a hundirse, arrastrada por su propio peso.

No se les ocurrió nada positivo para la siguiente comida.

Luego Gregor concibió algo definitivo.

Lo pensó cuidadosamente. Otro fallo haría pedazos su ya maltrecha moral. Pero, aunque hubiese pocas posibilidades de éxito, tenía que intentarlo.

Lentamente se aproximó al configurador. Arnold alzó la vista, aterrado por el brillo intenso de sus ojos.

—¡Gregor! ¿Qué vas a hacer?

—Voy a dar a este chisme una última orden —dijo ásperamente Gregor. Con mano temblorosa pulsó el botón y murmuró su petición.

Durante un instante no sucedió nada. Luego Arnold gritó:

—¡Atrás!

La máquina temblaba y vibraba, parpadeaban las luces, bailaban las manecillas de los indicadores. Los controles de calor y energía pasaron del rojo al púrpura.

—¿Qué le dijiste que produjera? —preguntó Arnold.

—No le dije que produjera nada —dijo Gregor—. ¡Le dije que reprodujera!

El configurador tembló convulsivamente y lanzó una nube de humo negro. Los socios tosieron y jadearon.

Despejado el humo, el configurador aún seguía allí, con la pintura agrietada y varios indicadores deformados. Y a su lado, resplandeciendo de aceite negro de máquina, había otro configurador.

—¡Lo conseguiste! —gritó Arnold—. ¡Nos hemos salvado!

—He hecho más que eso —dijo Gregor con satisfacción—. He hecho nuestra fortuna.

Se volvió al configurador duplicado, apretó el botón y gritó:

—¡Reprodúcete!

Al cabo de una semana, Arnold, Gregor y tres configuradores estaban de vuelta en el espaciopuerto Kennedy, terminado ya su trabajo en Dennett. En cuanto aterrizaron, Arnold dejó la nave y cogió un taxi. Fue primero a la Calle Canal, situada en el centro de Nueva York. Su negocio no le llevó mucho tiempo, y al cabo de unas cuantas horas estaba de vuelta en la nave.

—Sí, no hay problema —dijo a Gregor—. Hablé con varios joyeros distintos. Podemos vender unas veinte piedras grandes sin hundir el mercado. Después de eso, creo que dedicaremos los configuradores al platino durante un tiempo, y luego… ¿Pero qué pasa?

Gregor le miró con acritud.

—¿No notas ningún cambio?

—¿Cómo? —Arnold miró a su alrededor, miró la cabina, miró a Gregor y luego miró los configuradores. Entonces se dio cuenta.

Había cuatro configuradores en la cabina, donde antes había sólo tres.

—¿Le has hecho reproducirse otra vez? —preguntó Arnold—. Bueno, no hay problema. Diles que fabriquen cada uno un diamante de…

—Aún no lo has entendido —dijo con tristeza Gregor—. Mira. Apretó el botón del configurador más próximo y dijo:

—Un diamante.

El configurador empezó a vibrar.

—Tú y tu maldito principio del placer —dijo Gregor—. ¡Repetición! Estas malditas máquinas son unas dementes sexuales.

La máquina se estremeció y produjo…

Otro configurador.