EL OLOR DEL PENSAMIENTO[2]

The Odor of Thought, 1953

El auténtico problema de Leroy Cleevy empezó cuando llevaba la Navecorreo 243 a través del sector aún no colonizado de Seergon. Antes de esto, tuvo los problemas habituales de un cartero interestelar; una nave vieja, tuberías averiadas y astrogación defectuosa. Pero entonces, mientras tomaba lecturas de orientación, advirtió que su nave se calentaba incómodamente.

Suspiró apenado, forzó la refrigeración y contactó con el cartero jefe en Base. Estaba en el limite extremo del contacto radial, y la voz del cartero jefe flotaba en un mar de ruidos de estática.

—¿Más problemas, Cleevy? —preguntó el cartero jefe, con el tono amenazador del nombre que redacta planes y cree en ellos.

—Oh, no sé —dijo animosamente Cleevy—. Aparte de las tuberías, la astrogación y los cables, todo ha ido bien, salvo el aislamiento y la refrigeración.

—Qué vergüenza —dijo el cartero jefe, súbitamente comprensivo—. Sé cómo te sientes.

Cleevy puso la refrigeración a TOTAL, se enjugó el sudor de la frente y decidió que el cartero jefe sólo creía saber lo que él sentía.

—¿No hemos pedido al gobierno naves nuevas una y otra vez? —exclamó el cartero jefe—. Al parecer se creen que pueden enviar el correo en cualquier cosa.

De momento Cleevy no estaba interesado en los problemas del cartero jefe. Incluso con la refrigeración en TOTAL, en la nave hacía demasiado calor.

—Un momento —dijo.

Se acercó a la parte trasera de la nave, de donde parecía emanar el calor, descubriendo tres tanques llenos no de combustible sino de una masa al rojo burbujeante. El cuarto depósito estaba experimentando rápidamente el mismo cambio.

Cleevy lo contempló un momento, se volvió y corrió a la radio.

—No tengo combustible —dijo—. Acciones catalíticas, creo. Ya le dije que necesitábamos depósitos nuevos. Aterrizaré en el primer planeta con oxígeno que encuentre.

Sacó el Manual de Emergencia y buscó el sector Seergon. No había colonias en el grupo, pero estaban indicados los mundos con oxígeno para futuras referencias. Lo que había en ellos, aparte de oxígeno, nadie lo sabía. Cleevy esperaba descubrirlo, si su nave lograba llegar hasta allí.

—¡Probaré con el 3-M-22! —gritó por encima de los ruidos parásitos que iban haciéndose más intensos.

—Cuidado con el correo —aulló el cartero jefe—. Enviaremos una nave inmediatamente.

Cleevy le dijo lo que podía hacer con el correo, los diez kilos que llevaba. Pero el cartero jefe ya había desconectado.

Cleevy hizo un buen aterrizaje en 3-M-22, excepcionalmente bueno, teniendo en cuenta que sus instrumentos estaban tan calientes que no podían tocarse, sus tuberías estaban combadas por el calor, y la saca de correos que llevaba a la espalda dificultaba sus movimientos. La nave correo 243 se acercó al planeta como un cisne. A unos siete metros de la superficie cedió y cayó como una piedra.

Cleevy conservó la consciencia, aunque estaba seguro de tener todos los huesos rotos. El casco de la nave estaba tomando un color rojo opaco cuando salió corriendo por la escotilla de escape, con el saco de la correspondencia aún firmemente atado a la espalda.

Recorrió tambaleante unos cincuenta metros, sin abrir los ojos. Luego estalló la nave y la explosión le arrojó de bruces al suelo. Se levantó, dio dos pasos más y perdió el sentido por completo. Cuando lo recobró estaba tendido en una pequeña ladera, al fondo de la cual había hierba alta. Estaba muy conmocionado. Tenía la sensación de estar separado de su cuerpo, de ser un intelecto puro que flotaba en el aire. Toda inquietud, toda emoción, todo temor quedaban en su cuerpo; él era libre.

Miró a su alrededor y vio que pasaba ante él un pequeño animal. Tenía el tamaño de una ardilla pero su pelo era de un verde apagado.

Al aproximarse vio que no tenía ojos ni orejas.

No le sorprendió; por el contrario, le pareció muy adecuado. ¿Por qué demonios había de tener ojos y oídos una ardilla? Las ardillas estaban mucho mejor sin ver el dolor y la tortura del mundo, sin oír los angustiados gritos de…

Se acercó otro animal, este del tamaño y la forma de un lobo de los bosques, pero también de color verde. ¿Evolución paralela? Daba igual, considerando la situación, decidió. Este carecía también de ojos y de orejas. Pero tenía una soberbia dentadura.

Cleevy le observó con escaso interés. ¿Qué podían preocuparle lobos y ardillas, con ojos o sin ellos, a un intelecto puro? Advirtió que la ardilla quedaba inmovilizada a menos de dos metros del lobo. El lobo se aproximó lentamente. Luego, a menos de un metro de distancia, pareció perder el olfato, movió la cabeza e hizo un lento circulo. Cuando empezó a andar de nuevo no seguía ya la dirección correcta.

El ciego caza al ciego, se dijo Cleevy, y parecía una verdad profunda y eterna. Mientras observaba, se agitó la ardilla; el lobo giró, se lanzó sobre ella y la devoró de tres bocados.

Qué dientes tan grandes tienen los lobos, pensó Cleevy. Instantáneamente, el lobo sin ojos se volvió hacia él.

Ahora va a comerme, pensó Cleevy. Le divertía saber que iba a ser el primer humano devorado en aquel planeta.

El lobo olisqueaba su cara cuando Cleevy volvió a desmayarse.

Se recobró al oscurecer. Se habían formado grandes sombras sobre la tierra, y el sol se hundía en el crepúsculo. Cleevy se incorporó y flexionó tanteando brazos y piernas. No tenía nada roto.

Se apoyó en una rodilla, conmocionado, pero en posesión de sus sentidos. ¿Qué había pasado? Recordó el choque como si hubiese sucedido mil años atrás. La nave había ardido, él había conseguido salir corriendo de ella y se había desmayado. Después había visto a una ardilla y a un lobo.

Se puso de pie laboriosamente y miró a su alrededor. La última parte debía ser un sueño. Si hubiese habido un lobo le habría devorado.

Miró a sus pies y vio el verde rabo de la ardilla y un poco más allá su cabeza.

Intentó desesperadamente entenderlo. Así que había existido un lobo, un lobo hambriento. Si quería sobrevivir hasta que llegase la nave de rescate, tenía que descubrir qué había pasado exactamente y por qué.

Ninguno de los dos animales tenía ojos ni oídos. ¿Cómo se localizaban y se rastreaban? ¿Olfato? Si así era, ¿por qué le había costado tanto trabajo al lobo hallar a la ardilla?

Oyó un sordo gruñido y se volvió. Allí, a menos de quince metros, había algo que parecía una pantera. Una pantera de un marrón amarillento, sin ojos ni oídos.

Maldito embrollo, pensó Cleevy, y se acuclilló entre la hierba alta. Las cosas sucedían demasiado deprisa en aquel planeta. Necesitaba tiempo para pensar. ¿Cómo operaban estos animales? ¿Tendrían un sentido de localización en vez de vista?

La pantera empezó a alejarse.

Cleevy respiró algo más tranquilo. Quizás, si permanecía oculto, la pantera…

Tan pronto como pensó la palabra «pantera», el animal se volvió en su dirección.

¿Qué he hecho yo?, se preguntaba Cleevy, apretándose contra el suelo. No puede olerme ni verme ni oírme. No tenía por qué volver otra vez hacia mí…

La pantera, con la cabeza alta, empezó a caminar hacia él.

No había duda. Sin ojos, ni oídos, sólo por un medio podría detectarle.

¡Era telépata!

Para probar su teoría, pensó la palabra «pantera», sin identificarla automáticamente con el animal que se le aproximaba. La pantera rugió furiosa y aceleró su avance.

Cleevy comprendió en décimas de segundo muchas cosas. El lobo había localizado a la ardilla por telepatía. La ardilla se había quedado inmóvil… ¡quizás había dejado incluso de pensar! Y el lobo había perdido el rastro, hasta que la ardilla dejó de poder inmovilizar el pensamiento.

En ese caso, ¿por qué no le había atacado el lobo cuando estaba inconsciente? Quizás hubiese dejado de pensar; o al menos de pensar en una longitud de onda que pudiese captar el lobo. Probablemente fuese más lo segundo que lo primero.

Pero su problema del momento era la pantera.

El animal rugió de nuevo. Estaba a sólo metros de distancia y la acortaba rápidamente.

Lo único que tenía que hacer, pensó Cleew era pensar en… pensar en otra cosa. De ese modo, quizás la… bueno, quizás eso pierda el rastro. Empezó a pensar en las chicas que había conocido, recorriéndolas con minucioso detalle.

La pantera se detuvo y arañó el suelo dudosa.

Cleevy siguió pensando; sobre chicas, y naves y planetas y chicas y naves y todo menos panteras…

La pantera avanzó otros dos metros.

Maldita sea, pensó él, ¡si pudiese no pensar en nada! Uno piensa furiosamente en piedras y en rocas y gente y sitios y cosas, pero vuelve siempre a… pero uno puede ignorarlo y concentrarse en su santa abuela, su borracho padre, las heridas de la pierna izquierda. (Cuéntalas. Ocho. Cuéntalas otra vez. Siguen siendo ocho). Y luego alzas la vista, con naturalidad, pero sin reconocer realmente que… pero de cualquier modo, la pantera sigue avanzando. Cleevy descubrió que intentar no pensar en algo es como intentar detener una avalancha sólo con las manos. Comprendió que la mente humana no puede controlarse tan directa y conscientemente como eso. Lleva tiempo lograrlo y exige práctica.

Le quedaban unos cinco metros para aprender a no pensar en una…

Bueno, también se puede pensar en juegos de cartas, y fiestas y perros, gatos, caballos, ratones, ovejas, lobos (¡fuera, fuera!), y heridas y naves y cuevas y cubiles y… ojo… y esto, y aquello… comida, alimentos, fuego…

La pantera estaba ahora a menos de dos metros de distancia y parecía acurrucarse para el salto. Cleevy no podía sujetar por más tiempo el pensamiento. Entonces, con súbita inspiración, pensó:

¡Pantera hembra!

La pantera, acuclillada ya, pareció vacilar.

Cleevy se concentró en la idea de una pantera hembra. Él era una pantera hembra, ¿por qué aquel macho quería asustarla así? Pensó en sus cachorros, en una cueva cálida y en el placer de rastrear ardillas…

La pantera avanzó lentamente y se frotó contra Cleevy. Cleevy pensaba desesperadamente. Qué buen tiempo hace, y qué pantera macho tan delicado es este, tan grande, tan fuerte y con esos dientes tan enormes.

¡La pantera ronroneó!

Cleevy se tendió y enroscó un rabo imaginario alrededor del animal y decidió dormir. La pantera se levantó a su lado indecisa. Parecía percibir que algo iba mal. Lanzó un gruñido, muy profundo, y luego se volvió y se alejó a saltos.

Acababa de ponerse el sol, y la tierra era toda de un azul oscuro. Cleevy se dio cuenta de que se estremecía incontroladamente, y estaba al borde de la risa histérica. Si la pantera hubiese seguido allí un momento más…

Se controló con gran esfuerzo. Tenía que pensar seriamente.

Quizás todos los animales tuviesen su olorpensamiento característico. Una ardilla emitía uno, un lobo otro, y un humano otro. Lo más importante era, ¿sólo podían localizarse cuando pensaba en algún animal? ¿O quizás sus estructuras mentales, como un olor, fuesen detectadas cuando no pensaban nada en particular?

Al parecer, la pantera sólo le olía cuando pensaba concretamente en ella. Pero esto podría deberse a falta de familiaridad. Su olorpensamiento ajeno y extraño podría haber confundido a la pantera… esta vez.

Tendría que esperar y ver. Probablemente la pantera no fuese estúpida. Era la primera vez que le habían hecho aquella trampa.

Una trampa funciona… sólo una vez.

Cleevy se tendió y contempló el cielo. Estaba demasiado cansado para moverse de allí, y le dolía el cuerpo magullado. ¿Qué pasaría ahora, de noche? ¿Continuarían cazando los animales? ¿O habría una especie de tregua? Le daba igual.

Al diablo ardillas, lobos, panteras, leones, tigres y renos.

Se durmió.

A la mañana siguiente, le sorprendió encontrarse aún vivo. En fin, después de todo, podía ser un buen día. Alegremente se dirigió a su nave.

Todo lo que quedaba de la nave correo 243 era un montón de metal retorcido esparcido sobre tierra calcinada. Cleevy encontró una barra de metal, la sopesó y se la metió en el cinturón debajo del saco postal. No era una gran arma, pero le daba cierta seguridad.

La nave estaba perdida por completo. Se alejó a buscar comida. En los alrededores había varios matorrales con frutos. Probó uno con precaución y le pareció soso, pero no desagradable. Se cargó de aquellos frutos y los comió con agua de un arroyo próximo.

Aún no había visto animales. Por supuesto, por lo que sabía, podían estar muy cerca de él en aquel momento.

Evitó el pensamiento y empezó a buscar un sitio donde ocultarse. Su mejor salida era permanecer oculto hasta que llegue la nave de rescate. Recorrió las suaves colinas, buscando una escarpadura, un árbol, una cueva. Pero aquel ameno paisaje no ofrecía nada mejor que un matorral de dos metros.

Por la tarde, estaba cansado e irritado y oteaba el cielo ansiosamente. ¿Por qué no habrá llegado la nave? Calculaba que no podría tardar más de un día o dos en llegar allí una nave rápida de emergencia.

Si el cartero jefe había indicado el planeta correcto.

Hubo un movimiento en el cielo. Alzó los ojos, su corazón latió furiosamente. ¡Llegaba algo!

Era un ave. Volaba lentamente sobre él, balanceándose en sus alas gigantescas. Se dejó caer en picado, pero luego siguió volando.

Se parecía asombrosamente a un buitre.

Él siguió caminando. Más tarde, se encontró frente a frente con cuatro lobos ciegos.

Esto eliminaba un interrogante. Podían rastrearle por su olorpensamiento característico. Evidentemente los animales de aquel planeta habían decidido que él no era tan ajeno que no pudieran comérselo.

Los lobos avanzaban cautelosamente hacia él. Cleevy ensayó el truco que había utilizado el día anterior. Sacando del cinturón la barra metálica, pensó de sí mismo como una loba que buscase cachorros. ¿Querrían ustedes caballeros ayudarme a encontrarlos? Estaban aquí hace sólo cinco minutos. Uno era verde, el otro tenía pintas y el otro…

Quizás aquellos lobos no tuviesen cachorros pintos. Uno de ellos saltó hacia Cleevy. Cleevy le golpeó en el aire con su barra y el lobo cayó hacia atrás.

Hombro con hombro, siguieron avanzando los cuatro.

Desesperadamente, Cleevy intentó salir mentalmente de la existencia. Inútil. Los lobos seguían avanzando.

Cleevy pensó en una pantera. Él era una pantera, una pantera grande, muy grande y pensaba darse un banquete de carne de lobo.

Esto los detuvo. Movieron ansiosos los rabos, pero no se alejaron.

Cleevy gruñó, arañó la tierra, y avanzó. Los lobos retrocedieron, pero uno empezó a deslizarse hacia su espalda.

Avanzó de lado, intentando impedir que lo cercaran. Parecía que en realidad no le creían. Quizás no hiciese una buena pantera. Habían dejado de retroceder. Uno estaba detrás de él y los otros aguantaban firmes, las lenguas balanceándose en la boca, entre sus húmedas y abiertas mandíbulas. Cleevy lanzó un gruñido feroz y enarboló su barra. Un lobo retrocedió, pero saltó el que estaba tras él, aterrizando en el saco postal y derribándolo. Cuando estaban sobre él, Cleevy tuvo otra inspiración. Se imaginó una serpiente, muy rápida, mortífera, con venenosos colmillos que arrebatarían a un lobo la vida en un instante.

Inmediatamente se apartaron de él. Cleevy silbó y arqueó su cuerpo. Los lobos aullaron furiosos, pero sin mostrar intención de atacar.

Entonces Cleevy cometió un error. Sabía que debía permanecer firme y aguantar. Pero su cuerpo decidió por su cuenta. Involuntariamente se volvió y echó a correr.

Los lobos saltaron tras él, y, alzando la vista, Cleevy pudo ver que los buitres se arremolinaban dispuestos a consumir sus restos. Logró controlarse e intentó convertirse otra vez en serpiente, pero los lobos seguían avanzando.

Los buitres que volaban sobre él le dieron una idea. Como hombre del espacio sabía muy bien lo que parecia la tierra desde el aire. Cleevy decidió convertirse en un ave. Se imaginó planeando, contemplando la verde y ondulada tierra.

Los lobos parecían confusos. Corrían en círculos y saltaban al aire. Cleevy continuó planeando, cada vez más alto, retrocediendo lentamente mientras lo hacía.

Por fin perdió de vista a los lobos; anochecía. Estaba agotado. Había conseguido sobrevivir otro día. Pero evidentemente sus trucos sólo podían funcionar una vez. ¿Qué haría al día siguiente, si no llegaba la nave de rescate?

Cuando oscureció, se tendió y estuvo despierto largo rato, contemplando el cielo. No veía más que estrellas. Y no oía más que de cuando en cuando el aullar de un lobo o el rugir de una pantera que soñaba con su desayuno.

La mañana llegó demasiado pronto. Cleevy despertó cansado aún y sin haber recuperado del todo sus fuerzas. Se quedó tendido, a esperar lo que sucediera.

¿Dónde estaba la nave de rescate? Habían tenido tiempo de sobra, decidió. ¿Por qué no había llegado ya? Si esperaban demasiado, la pantera…

No debería haberlo pensado. En respuesta, oyó un rugido a su derecha.

Se levantó, alejándose del sonido. Decidió que prefería enfrentarse a los lobos…

No debería haber pensado esto tampoco, porque ahora, al rugido de la pantera se unió el aullar de una manada de lobos.

Cleevy se encontró con ambos simultáneamente frente a él. Al otro lado, podía distinguir las formas de varios lobos. Por un instante pensó que podrían luchar entre sí. Si los lobos atacaban a la pantera, él podría…

Pero sólo parecían interesados en él. ¿Para qué iban a luchar entre sí, comprendió Cleevvy, cuando estaba él allí, radiando sus miedos y su desvalimiento para que todos le oyeran?

La pantera avanzó hacia él. Los lobos se quedaron atrás, contentándose con los restos. Cleevy intentó el truco del ave, pero la pantera, tras un momento de vacilación, siguió avanzando.

Cleevy retrocedió hacia los lobos, deseoso de encontrar algo en lo que subirse. Lo que necesitaba era una escarpadura, o incluso un árbol de tamaño decente…

¡Pero no había más que matorrales! Con inventiva fruto de la desesperación, Cleevy se convirtió en un matorral de dos metros. No sabía realmente lo que podía pensar un matorral, pero hizo lo que pudo.

Ahora estaba retoñando. Y una de sus raíces se sentía un poco débil… resultado de aquella última tormenta. Aun así, era un lindo matorral, en términos generales.

Por las comisuras de sus ramas vio que los lobos dejaban de avanzar. La pantera hacía círculos a su alrededor, olisqueaba y ladeaba la cabeza.

¿Quién iba a querer darle un mordisco a un matorral?, pensaba él. Podría haber pensado que era cualquier otra cosa pero soy sólo un matorral. ¿No queréis un bocado de hojas? Además podríais romperos los dientes con las ramas. ¿Dónde se oyó que las panteras comiesen matorrales?

Yo soy un matorral. Preguntádselo a mi madre. Ella era también un matorral. Hemos sido todos matorrales desde la era carbonífera.

La pantera no mostraba indicio alguno de ir a atacar. Pero tampoco mostraba indicio alguno de ir a marcharse. Cleevy se preguntaba si podría aguantar. ¿Qué iba a pensar ahora? ¿En las bellezas de la primavera? ¿En un nido de ruiseñor en su pelo?

Aterrizó sobre su hombro un pajarito. Qué bonito, pensó Cleevy. Se cree que soy un matorral también. Va a construir un nido en mis ramas. Un encanto. Los otros matorrales deben sentir celos de mi. El pájaro picoteó levemente a Cleevy en el cuello.

Calma, pensó Cleevy. No querrás matar al árbol que te alimenta…

El pajarillo picoteó de nuevo, tanteando. Luego, asentando firmemente sus palmeados pies, pasó a picotear el cuello de Cleevy con la velocidad de una perforadora.

Un maldito pájaro carpintero, pensó Cleevy, intentando comportarse matorralescamente. Percibió que la pantera se mostraba inquieta de pronto. Pero después del quinceavo picotazo en el cuello, Cleevy no pudo aguantar más. Cogió al pájaro y se lo tiró a la pantera.

La pantera abrió la boca pero no a tiempo. El pajarillo, ofendido, voló alrededor de la cabeza de Cleevy, explorando. Luego se alejó hacia matorrales más tranquilos.

Instantáneamente, Cleevy volvió a convertirse en un matorral, pero el juego había terminado. La pantera avanzaba hacia él. Cleevy intentó correr, tropezó con un lobo y cayó. Cuando la pantera gruñó en su oreja se dio cuenta de que ya era cadáver.

La pantera vaciló.

Cleevy se convirtió entonces en un cadáver de la cabeza a los pies. Llevaba muerto días, semanas. Ya no tenía sangre. Su carne hedía. No quedaba más que podredumbre y carroña. Ningún animal cuerdo le tocaría, por muy hambriento que estuviese.

La pantera pareció estar de acuerdo. Retrocedió. Los lobos aullaron ferozmente pero retrocedieron también.

Cleevy aceleró su putrefacción varios días. Se concentró en lo horriblemente indigerible que era, lo auténticamente detestable que era. Y detrás de su pensamiento había convicción. Honradamente nunca había creído que pudiese constituir una buena comida para nadie.

La pantera siguió alejándose, seguida de los lobos. ¡Estaba salvado! Podía seguir siendo un cadáver el resto de su vida, si era necesario…

Y entonces olió realmente carne podrida. Volviendo la vista vio que una enorme ave aterrizaba a su lado.

En la Tierra, hubiese sido un buitre.

Cleevy podría haber llorado en aquel momento. ¿Nada iba a funcionar? El buitre avanzó balanceándose hacia él y Cleevy se levantó de un salto y le largó una patada. Si había de morir devorado, no sería por un buitre.

La pantera volvió como un relámpago, y en aquel terso y negro rostro parecía haber cólera y frustración. Cleevy alzó su barra metálica, desando que hubiera un árbol al que subirse, una pistola con que disparar o una antorcha que agitar…

¡Una antorcha!

Inmediatamente se dio cuenta de que había encontrado la solución. Miró relampagueante a la pantera y la pantera retrocedió. Rápidamente Cleevy empezó a arder en todas direcciones, devorando la hierba teca, incendiando los matorrales.

La pantera y los lobos corrieron.

¡Ahora le tocaba a él! Debería haber recordado antes que todos los animales sienten un miedo profundo e instintivo hacia el fuego. ¡Iba a organizar el mayor incendio de la historia de aquel planeta!

Se alzó una leve brisa que le desparramó por la ondulada tierra. Huían las ardillas de los matorrales, alejándose de él. Familias de pájaros emprendían el vuelo y panteras, lobos y otros animales corrían en masa, sin pensar en ningún instante en comer, deseando sólo escapar del fuego… ¡Escapar de él!

Confusamente, Cleevy comprendió que se había hecho telépata también él. Con los ojos cerrados podía ver cuanto le rodeaba y sentir todo lo que estaba pasando. Avanzaba como un incendio atronador, barriéndolo todo a su paso. Y podía sentir el miedo de los animales que huían de él.

Era lógico. ¿No había sido siempre el hombre el amo por su adaptabilidad, por su inteligencia superior? Se repetían allí los mismos principios. Orgulloso, saltó un estrecho arroyo a cinco kilómetros de distancia, incendió una agrupación de matorrales, se alzó en llamas más altas, chisporroteó…

Y entonces sintió la primera gota de agua.

Siguió ardiendo, pero la gota se convirtió en cinco, luego en quince, luego en quinientas. Estaba empapado, y su combustible, la hierba y los matorrales, pronto se empaparon de agua.

Estaba apagado.

No era justo, pensaba Cleevy. Debería haber ganado él, en justicia. Se había enfrentado con aquel planeta absolutamente solo y en su propio campo había conseguido derrotarles… sólo para que un acto de la naturaleza lo arruinase todo.

Cautelosamente, los animales empezaban a volver.

La lluvia no disminuía. Las últimas llamas de Cleevy se apagaron. Cleevy lanzó un suspiro y se desmayó.

—… un trabajo excelente. Salvaste el correo y eso es lo que debe hacer un buen cartero. Quizás podamos conseguirte una medalla.

Cleevy abrió los ojos. A su lado, de pie, muy orgulloso, estaba el cartero jefe. Él, Cleevy, estaba tendido en una litera y pudo ver a su alrededor curvadas paredes metálicas.

Estaba en la nave de rescate.

—¿Qué pasó? —balbuceó.

—Llegamos justo a tiempo —dijo el cartero jefe—. Será mejor que te estés quieto. Estuvimos a punto de llegar demasiado tarde.

Cleevy percibió que la nave se elevaba y se dio cuenta de que dejaban atrás la superficie de 3-M-22. Se acercó tambaleándose hasta una ventana y contempló la tierra verde de abajo.

—Nos libramos por los pelos —dijo el cartero jefe, acercándose también a la ventana y mirando hacia abajo—. Conseguimos despegar la nave por milagro. Estabas en medio del incendio más terrible que he visto en mi vida.

Contemplando la verde tierra intacta, el cartero jefe pareció dudar un instante. Miró otra vez, y su expresión le recordó a Cleevy la de la pantera a la que había engañado.

—Dime… ¿cómo es posible que no te hayas quemado?