—Parece un sitio bonito, ¿eh, capitán? —dijo Simmons con falsa despreocupación, mirando por la escotilla—. Parece un paraíso. —Bostezó.
—Aún no se puede salir —dijo el capitán Kilpepper, percibiendo la inmediata expresión de disgusto del biólogo.
—Pero, capitán…
—No.
Kilpepper miró por la escotilla el ondulado prado cubierto de hierba. Salpicado de flores rojas, parecía tan lozano e inofensivo como dos días atrás, cuando aterrizaron. A la derecha del prado había un bosque marrón salpicado de brotes amarillos y naranja. A la izquierda una hilera de cerros, coloreados en diversos tonos azul verdosos. De uno de los cerros caía una cascada.
Árboles, flores y todo lo demás. Indudablemente el sitio era bonito, y por esa razón desconfiaba Kilpepper. Su experiencia con dos esposas y cinco naves nuevas le había enseñado que un exterior hermoso podía ocultar cualquier cosa. Y quince años en el espacio habían añadido arrugas a su frente y canas a su pelo, pero no le habían proporcionado razón alguna para alterar su convicción.
—Aquí están los informes, señor —dijo el ayudante Moreno, entregándole unos papeles. Había en su rostro una expresión expectante. Kilpepper podía oír, detrás de la puerta, arrastrar de pies y cuchicheo de voces. Sabía que era la tripulación, reunida para escuchar lo que él diría esta vez.
Querían salir, no podían aguantar más.
Kilpepper ojeó los informes. Eran igual que los cuatro anteriores. Atmósfera respirable y libre de microorganismos peligrosos, índice de bacterias nulo, radargrafía clara. Formas de vida animal en el bosque próximo, pero ninguna manifestación de energía. Localización de una gran masa metálica, posiblemente una montaña rica en hierro, varios kilómetros al sur. Reseñado para posterior investigación.
—Está bien —dijo a regañadientes Kilpepper. Los informes le irritaban vagamente. Sabía por su experiencia anterior que solía haber problemas en todo planeta. Era mejor descubrirlos al principio, antes de que hubiese graves accidentes.
—¿Podemos salir, señor? —preguntó Moreno, estirando su menudo cuerpo. Kilpepper casi pudo sentir cómo los miembros de la tripulación contenían el aliento al otro lado de la puerta.
—No sé —dijo Kilpepper. Se rascó la cabeza, intentando dar con una buena razón para negarse otra vez. Tenía que haber algún problema.
—Está bien —dijo al fin—. Ponga guardia completa a partir de ahora. Estacione cuatro hombres fuera. Que nadie se aleje más de ocho metros de la nave.
Tenía que dejarles salir. Después de dieciséis meses en la atestada y caliente nave espacial, se enfrentaría con un motín si no lo hacía.
—¡De acuerdo, señor! —dijo el ayudante Moreno, saliendo precipitadamente.
—Supongo que eso significa que el equipo científico puede salir también —dijo Simmons, las manos embutidas en los bolsillos.
—Claro —dijo cansinamente Kilpepper—. Iré con ustedes. Después de todo, no tenga nada que hacer aquí dentro.
El aire de aquel planeta sin nombre resultaba agradable y fragante después del mustio y reciclado de la nave. La orna de los montes era ligera, firme y refrescante.
El capitán Kilpepper olisqueó receloso, los brazos cruzados sobre el pecho. Los cuatro miembros de la tripulación paseaban alrededor, estirando las piernas y aspirando grandes bocanadas de aire fresco. El equipo científico se mantenía agrupado, preguntándose sus miembros por dónde empezar. Simmons se agachó y cogió una brizna de hierba.
—Tiene un aspecto curioso —dijo, alzándola hacia el sol.
—¿Por qué? —preguntó el capitán Kilpepper, acercándose a él.
—Mire. —El flaco biólogo se la enseñó—. Perfectamente lisa. No muestra signo alguno de formación celular. Déjeme ver… —Se inclinó sobre un brote rojo.
—¡Eh! ¡Tenemos visita! —Un tripulante llamado Flunn fue el primero en localizar a los nativos. Salieron del bosque y trotaron cruzando el prado hacia la nave.
El capitán Kilpepper miró hacia la nave. Los hombres armados estaban dispuestos y alerta. Se llevó la mano a la cartuchera para asegurarse y esperó.
—Oh —murmuró Aramic. Como lingüista de la nave observaba a los nativos con profundo interés profesional. El resto de los hombres simplemente miraban.
En cabeza iba una criatura con un cuello de casi tres metros de longitud, como el de una jirafa, y patas gruesas y rollizas, como un hipopótamo. Tenía una expresión alegre. Su piel era color púrpura, salpicada de grandes manchas blancas.
Tras él iban cinco animalitos de pieles de un blanco muy puro. Su tamaño era más o menos el de terriers, y su expresión era solemne y seria. Cerraba la comitiva una criatura gorda y roja con una cola verde de por lo menos cinco metros de longitud.
Se pararon frente a ellos e hicieron una inclinación. Hubo un momento de silencio, luego todos rompieron a reír.
La risa fue como una señal. Los cinco pequeños saltaron a la grupa de la hipo-jirafa. Se asentaron allí un instante y luego fueron subiéndose unos sobre otros. En un momento estaban en equilibrio, formando una columna, como un equipo de acróbatas.
Los hombres aplaudieron frenéticamente.
El animal gordo empezó inmediatamente a balancearse sobre el rabo.
—¡Bravo! —exclamó Simmons.
Los cinco animales peludos se bajaron de un salto de la grupa de la jirafa y empezaron a bailar alrededor del cerdo.
—¡Hurra! —dijo Morrison, el bacteriólogo.
La hipo-jirafa dio un súbito salto y aterrizó sobre una oreja, luego se puso otra vez de pie e hizo una profunda inclinación.
El capital Kilpepper frunció el ceño y se rascó el cogote. Intentaba imaginar un motivo de aquella conducta.
Los nativos rompieron a cantar. Era una melodía extraña, pero reconocible como tal. Armonizaron durante unos cuantos segundos, luego hicieron una inclinación y empezaron a revolcarse por la hierba.
Los tripulantes aún seguían aplaudiendo. Aramic había sacado su cuaderno de notas y apuntaba la música.
—Está bien —dijo Kilpepper—. Volvamos adentro.
Le lanzaron miradas de reproche.
—Tenemos que dejar a los demás una oportunidad —dijo el capitán. A regañadientes, le siguieron al interior.
—Supongo que ustedes quieren examinarlos algo más —dijo Kilpepper a los científicos.
—Desde luego —afirmó Simmons—. Nunca se vio nada igual.
Kilpepper asintió y entró de nuevo en la nave. Cuatro tripulantes más entraron tras él.
—¡Moreno! —gritó Kilpepper. El ayudante se acercó a saltos al puente—. Quiero localizar esa masa metálica. Coja un hombre y manténgase en contacto por radio con la nave constantemente.
—De acuerdo, señor —dijo Moreno con una amplia sonrisa—. Cordiales, ¿verdad, señor?
—Sí —convino Kilpepper.
—Un mundo bonito —dijo el ayudante.
—Sí.
El ayudante Moreno fue a recoger su equipo.
El capitán Kilpepper se sentó intentando dar con el problema que sin duda tenía que haber en aquel planeta.
Kilpepper se pasó casi todo el día siguiente examinando los informes. Al final de la tarde dejó su lápiz y salió a dar un paseo.
—¿Tiene usted un momento, capitán? —preguntó Simmons—. Hay algo en el bosque que me gustaría enseñarle.
Kilpepper soltó un gruñido por puro hábito, pero siguió al biólogo. También él sentía curiosidad por el bosque.
De camino, se les unieron tres nativos.
Estos tres concretos eran como perros, salvo por el color: rojo y blanco.
—Bueno, aquí es —dijo Simmons con mal disimulada ansiedad una vez llegaron al bosque—. Mire a su alrededor. ¿Qué es lo que le parece extraño de lo que ve?
Kilpepper miró. Los árboles tenían gruesos troncos y estaban bastante espaciados. Tan espaciados, de hecho, que se podía ver a través de ellos el claro siguiente.
—Bueno —contestó—, sería imposible perderse aquí.
—No se trata de eso —dijo Simmons—. Vamos, fíjese bien.
Kilpepper sonrió. Simmons le había llevado allí porque él era mejor público y mejor oyente que ninguno de sus ensimismados colegas.
Tras ellos, saltaban y jugueteaban los tres nativos.
—No hay maleza —dijo Kilpepper, tras caminar unos pasos más allá. Había lianas que se alzaban rodeando los troncos de los árboles, cubiertas de flores multicolores. Mirando a su alrededor, Kilpepper vio un pájaro que descendía como una flecha, volaba alrededor de la cabeza de uno de los perros rojiblancos y se alejaba de nuevo.
El pájaro era plata y oro.
—¿Así que no ve usted nada raro? —preguntó Simmons impaciente.
—Sólo los colores —dijo Kilpepper—. ¿Hay algo más?
—Mire los árboles.
Las ramas estaban cargadas de frutos. Colgaban en racimos, en las ramas más bajas, con una desconcertante variedad de colores, formas y tamaños. Los había que parecían uvas, otros plátanos y otros melones y…
—Muchas especies distintas, imagino —aventuró Kilpepper, que no sabía exactamente lo que Simmons quería que viese.
—¡Diferentes especies! Mire detenidamente. ¡Hay hasta diez tipos distintos de frutos en una rama!
Examinando más de cerca, Kilpepper vio que era cierto. Todos los árboles tenían una asombrosa multiplicidad de frutos.
—Y eso es sencillamente imposible —dijo Simmons—. No es mi campo, desde luego, pero puedo afirmar con absoluta certeza que cada fruto es una entidad diferenciada e independiente. No son estados de un proceso.
—¿Cómo se lo explica? —preguntó Kilpepper.
—Yo no tengo por qué —sonrió el biólogo—. Pero algún pobre botánico va a tener que buscar una explicación.
Dieron la vuelta camino de la nave.
—¿Y qué hacía usted aquí? —preguntó Kilpepper.
—¿Yo? Estaba haciendo un pequeño trabajo antropológico ahí cerca. Quería ver dónde vivían nuestros amigos. No hubo suerte. No hay caminos, ni instrumentos, nada. No hay siquiera cuevas.
A Kilpepper no le pareció insólito el que un biólogo realizase un rápido estudio antropológico. Era imposible tener representantes de todas las ramas de la ciencia en una expedición de aquel tipo. La supervivencia era lo primario: biología y bacteriología. Luego, lingüística. Después de esto se apreciaban los conocimiento de botánica, ecología, psicología, sociología, etcétera.
Alrededor de los animales (o nativos) se habían agrupado ocho o nueve pájaros junto a la nave. Los pájaros eran todos de brillantes colores: tenían motas circulares, bandas, manchas multicolores. No había ni un solo color gris o apagado.
El ayudante Moreno y el tripulante Flynn cruzaron la espesura del bosque. Se detuvieron al pie de un pequeño cerro.
—¿Tendremos que subirlo? —preguntó Flynn con un suspiro. La gran cámara que llevaba a la espalda pesaba mucho.
—La manecilla dice que sí —Moreno indicó su marcador. Este mostraba la presencia de una masa metálica precisamente encima de la elevación.
—Las naves espaciales deberían llevar coches —dijo Flynn, inclinándose hacia adelante para equilibrarse al iniciar la suave pendiente.
—Sí, o camellos.
Sobre ellos volaban, gorjeando alegremente, pájaros rojo y oro. La brisa abanicaba las hierbas altas y tarareaba melodiosamente entre las hojas y las ramas del bosque próximo. Tras ellos, iban dos nativos. Tenían forma de caballo, salvo por la piel, que era verde con manchas blancas.
—Esto parece un circo —comentó Flynn al ver que uno de los caballos describía un círculo alrededor de él.
—Sí —convino Moreno. Llegaron a la cima del cerro y empezaron a bajarlo. De pronto Flynn se detuvo.
—¡Mira eso!
Al pie de la ladera, se elevaba, fina y recta, una columna de metal. La recorrieron con los ojos. Se elevaba y se elevaba y su cúspide se perdía en las nubes.
Bajaron rápidamente y la examinaron. De cerca, la columna era mucho más consistente de lo que parecía. Tenía unos tres metros de diámetro, según calculó Moreno. El metal le pareció una aleación de acero, por su color gris azulado. Pero ¿qué acero, se preguntó, podía soportar un fuste de aquel tamaño?
—¿A qué altura crees que estarán esas nubes? —preguntó.
Flynn echó hacia atrás la cabeza.
—Dios mío, a por lo menos ochocientos metros. Quizás un kilómetro, o kilómetro y medio.
Las nubes habían ocultado la columna desde la nave, y además su color gris azulado, que se difuminaba con el fondo, contribuía aún más a enmascararla.
—No creo —dijo Moreno—. Me pregunto qué fuerza de compresión tendrá esto. —Contemplaron asombrados el tremendo fuste.
—Bueno —dijo Flynn—. Lo mejor será que saques unas fotografías.
Descargó su cámara y tomó tres fotos de la columna desde unos tres metros, y luego tomó otra con Moreno como punto de comparación. Las tres fotografías siguientes las enfocó hacia arriba.
—¿Qué imaginas que es? —preguntó Moreno.
—Que lo adivinen los grandes cerebros —contestó Flynn—. Se van a volver locos. —Guardó de nuevo la cámara—. Bueno, supongo que tendremos que volver allá andando. Lástima que no podamos montar en uno de esos caballos. —Contemplaba ansioso los caballos verdiblancos.
—Prueba a ver si te rompes el pescuezo —dijo Moreno.
—En, muchacho, ven aquí —llamó Flynn. Uno de los caballos se acercó y se arrodilló a su lado. Flynn montó rápidamente. Una vez arriba, sonrió a Moreno.
—No rompas la cámara —dijo Moreno—. Es propiedad del gobierno.
—Buen muchacho —dijo Flynn al caballo—. Buen chico, sí señor. —El caballo se incorporó… y sonrió.
—Te veré en la nave —dijo Flynn, guiando al caballo hacia la colina.
—Un momento —dijo Moreno; miró sombríamente a Flynn y luego hizo una seña al otro caballo—. Vamos, muchacho.
El caballo se arrodilló y Moreno subió en él.
Cabalgaron en círculo unos instantes, experimentando. Podían conducir a los caballos con toques. Sus anchas grupas eran sorprendentemente cómodas. Uno de los pájaros rojo y oro descendió y se posó en el hombro de Flynn.
—Vaya, vaya, esto es vida —dijo Flynn, palmeando la generosa grupa de su montura—. Volvamos a la nave, compañero.
—Vamos allá —dijo Moreno. Pero sus caballos avanzaban con paso lento, pese a sus tentativas de hacerlos trotar.
Junto a la nave, Kilpepper estaba sentado en la hierba, viendo trabajar a Aramic. El lingüista era un hombre paciente. Sus hermanas siempre habían subrayado su paciencia. Sus colegas le habían alabado por ella, y sus alumnos, en sus años de profesor, la habían apreciado. Ahora, el trasfondo de dieciséis años de autodominio se manifestaba.
—Lo intentaremos otra vez —dijo Aramic con su voz más sosegada. Recorrió las páginas de Aproximación Lingüística a Inteligencias Alienígenas de Segundo Grado (texto del que era autor) y localizó el gráfico que buscaba. Abrió la página y señaló.
El animal que estaba a su lado parecía un cruce inconcebible entre ardilla listada y panda gigante. Posó un ojo en el gráfico, mientras el otro vagaba cómicamente por su cuenca.
—Planeta —dijo Aramic, señalando—. Planeta.
—Perdone, capitán —dijo Simmons—. Me gustaría montar aquí ese aparato de rayos X.
—Desde luego —dijo Kilpepper, retirándose para dejar al biólogo instalar allí la máquina.
—Planeta —dijo de nuevo Aramic.
—Elam vessel holam cram —dijo alegremente la ardilla-panda.
Maldita sea, tenían un idioma. No había duda de que los sonidos que emitían eran representativos. Todo era cuestión de dar con un terreno común. ¿Dominarían abstracciones simples? Aramic posó su libro y señaló a la ardilla-panda.
—Animal —dijo, y esperó.
—Procure que se esté quieto —dijo Simmons, enfocando los rayos X—. Así. Un poco más.
—Animal —repitió Aramic esperanzado.
—Eeful beeful box —dijo el animal—. Soful toful lox, ra-madán, Samduran, eeful beeful box.
Paciencia, se recordó Aramic. Actitud positiva. Era alentador. No había que desmayar.
Cogió otro de los manuales. Este se titulaba Aproximación Lingüística a Inteligencias Alienígenas de Primer Grado.
Encontró lo que quería y lo señaló. Sonriendo, alzó un dedo.
—Uno —dijo.
El animal se inclinó hacia adelante y olisqueó el dedo del lingüista.
Con una agria sonrisa, Aramic alzó otro dedo.
—Dos. —Luego alzó otro—. Tres.
—Hoogelex —dijo súbitamente el animal.
¿Un diptongo? ¿Significaba «Uno» aquella palabra?
—Uno —repitió, moviendo el mismo dedo.
—Vereserevef —dijo el animal, resplandeciente.
¿Podía ser aquello otra forma de «uno»?
—Uno —repitió.
El animal se puso a cantar.
—Sevef hevef ulud cram, aragan, biligan, homus dram…
Se detuvo y miró el Manual de Aproximación Lingüística, que se alzaba en el aire, y la espalda de lingüista que, con notable paciencia, había logrado dominarse y no retorcerle el cuello.
Moreno y Flynn llegaron por fin y Kilpepper escuchó desconcertado su informe. Estudió cuidadosamente las fotografías.
La columna era redonda y lisa y evidentemente manufacturada. Una raza capaz de hacer algo así podía significar problemas. Grandes problemas.
Pero ¿quién había construido aquella columna? No habían sido, desde luego, los felices y estúpidos animales que rodeaban la nave.
—¿Dices que la cúspide está oculta entre las nubes? —preguntó Kilpepper.
—Así es, señor —contestó Moreno—. Esa maldita columna debe de tener por lo menos kilómetro y medio de altura.
—Volved —dijo Kilpepper—. Coged un radaroscopio. Llevad también equipo infrarrojo. Y traedme una fotografía de la cúspide de esa columna. Quiero saber qué altura alcanza y lo que hay arriba. Rápido.
Flynn y Moreno dejaron el puente.
Kilpepper contempló durante un minuto las fotografías, aún húmedas, y luego las dejó. Entró en el laboratorio de la nave, acuciado por vagos recelos. Aquel planeta no tenía sentido, y esto le inquietaba. Kilpepper había descubierto, a su propia costa, que todo tiene sentido y normas. Si no las descubres a tiempo, pagas las consecuencias.
Morrison, el bacteriólogo, era un individuo pequeño y triste. Parecía en aquel momento una prolongación del microscopio por el que miraba.
—¿Aparece algo? —preguntó Kilpepper.
—He encontrado que falta algo —dijo Morrison, alzando la cabeza del microscopio y pestañeando—. He encontrado, en realidad, que faltan muchas cosas.
—¿El qué? —preguntó Kilpepper.
—He hecho pruebas con las flores —dijo Morrison— y he sacado muestras de la tierra y del agua. Nada definitivo aún, pero prepárese…
—Estoy preparado. ¿De qué se trata?
—¡De que no hay ni una sola bacteria en este planeta!
—¿Cómo? —dijo Kilpepper, porque no se le ocurrió otra cosa. No consideraba aquella revelación particularmente estremecedora. Pero el bacteriólogo actuaba como si hubiese anunciado que el subsuelo del planeta era de queso verde de una pureza del cien por cien.
—Así es. El agua del río es más pura que el alcohol destilado. La tierra de este planeta es más limpia que un escalpelo desinfectado. Las únicas bacterias son las que traemos nosotros. Y están muriéndose.
—¿Cómo?
—Sí, el aire de este planeta tiene unos tres agentes desinfectantes que he detectado y probablemente una docena más que no he detectado aún. Lo mismo que el polvo y el agua. ¡Este lugar está esterilizado!
—Bueno, pero… —empezó a decir Kilpepper; no podía en realidad apreciar el valor exacto de aquella revelación; aún seguía preocupado por la columna de acero—. ¿Qué significa esto?
—Me alegro de que me lo pregunte —dijo Morrison—. Sí, me alegro de veras. Significa simplemente que este lugar no existe.
—Oh, vamos.
—De veras. No puede haber vida sin microorganismos. Aquí falta toda una sección del ciclo vital.
—Desgraciadamente, existe —dijo Kilpepper señalando a su alrededor—. ¿No se le ocurre alguna otra teoría?
—Sí, pero primero quiero acabar estos experimentos. De todos modos le diré una cosa que quizás le permita descubrir lo que pasa por sí mismo.
—Adelante.
—No he conseguido localizar ni un trozo de roca en este planeta. Por supuesto, ese no es concretamente mi campo… pero en esta expedición hay que hacer de todo. En fin, de cualquier modo yo estoy interesado por la geología. Y no hay ni una sola roca suelta ni una piedra por aquí. La piedra más pequeña tiene unas siete toneladas, según mis cálculos.
—¿Qué significa eso?
—¡Vaya! ¿También le sorprende? —Morrison sonrió—. Perdone. Quiero terminar estas pruebas antes de la cena.
Poco antes de oscurecer, una vez reveladas las radiografías de los animales, Kilpepper tuvo otra sorpresa. Morrison le había dicho que aquel planeta no podía existir. Ahora Simmons insistía en que los animales no podían existir.
—Mire, mire esta radiografía —dijo a Kilpepper—. Vea. ¿Dónde están los órganos?
—Yo no sé mucho de rayos X.
—No hace falta entender. Basta con que mire.
Los rayos X mostraban unos cuantos huesos y uno o dos órganos. Había rastros de un sistema nervioso en algunas de las radiografías; pero, básicamente, los animales parecían una masa homogénea.
—No hay estructura interna suficiente ni para un gusano —dijo Simmons—. Esta simplificación es imposible. No hay corriente sanguínea. No hay cerebro. Hay un sistema nervioso diminuto. Los órganos que tienen son disparatados.
—Y su conclusión es…
—Que esos animales no existen —dijo Simmons de muy buen humor. Le gustaba la idea. Sería divertido hacer un artículo sobre un animal inexistente. Aramic se acercó a ellos maldiciendo en voz baja.
—¿Hubo suerte con esa jerga? —le preguntó Simmons.
—¡No! —exclamó Aramic, luego enrojeció—. Perdonen. Acabo de hacer la prueba para inteligencia de grado C3BB. Tipo ameba. Sin resultado.
—Quizás carezcan por completo de inteligencia —sugirió Kilpepper.
—No. Esa habilidad suya para hacer cabriolas y exhibiciones demuestra un cierto grado de inteligencia. Y también tienen un tipo de lenguaje, y una norma de respuesta definida. Pero no prestan la menor atención. Lo único que quieren es cantar.
—Creo que todos necesitamos cenar —dijo Kilpepper—. Y echar un trago o dos de la reserva.
Después de cenar y de los tragos, los científicos se animaron lo suficiente para considerar algunas posibilidades. Cotejaron sus datos.
Primero: los nativos (o animales) no mostraban indicios de poseer órganos internos, ni aparatos reproductores o excretores. Parecía haber por lo menos tres docenas de especies, sin contar los pájaros, y seguían apareciendo.
Lo mismo sucedía con las plantas.
Segundo: El planeta era asombrosamente estéril y actuaba de modo que pudiese mantener su esterilidad.
Tercero: Los nativos tenían un idioma, pero evidentemente no podían transmitirlo a otros. Ni podían aprender otro idioma.
Cuarto: No había piedras ni rocas pequeñas.
Quinto: Había una descomunal columna de acero que se elevaba hasta una altura de por lo menos ochocientos metros, y cuya altura exacta se determinaría cuando se revelasen las nuevas fotografías. Aunque no había indicios de una cultura de la máquina, la columna era evidentemente producto de una cultura de este género. Alguien tenía que haberla construido e instalado allí.
—¿Qué resulta uniendo todo esto? —preguntó Kilpepper.
—Yo tengo una teoría —dijo Morrison—. Es una bella teoría. ¿Quieren que se la explique?
Todos dijeron que sí salvo Aramic, que aún cavilaba sobre su incapacidad para aprender el idioma nativo.
—A mi juicio este planeta fue construido por alguien. No hay otra solución. Ninguna raza se desarrollaría sin bacterias. Debió de construirlo una súperraza, la raza que instaló esa columna de acero. Lo construyeron para esos animales.
—¿Por qué? —preguntó Kilpepper.
—Eso es lo más bonito —contestó soñadoramente Morrison—. Puro altruismo. Piensen en los nativos. Felices, juguetones. Completamente al margen de cualquier violencia, sin ninguna costumbre desagradable. ¿No se merecen un mundo? ¿No se merecen un mundo donde puedan jugar y correr en un verano eterno?
—Eso es bonito —admitió Kilpepper, con una sonrisa—. Pero…
—Estos eres están aquí como un recordatorio —continuó Morrison—. Un mensaje a todas las razas que vengan aquí de que los seres pueden vivir en paz.
—Eso sólo tiene un fallo —objetó Simmons—. Los animales no pudieron evolucionar de modo natural. Ya vieron ustedes las radiografías.
—Eso es cierto. —El soñador luchó brevemente con el biólogo, y perdió—. Quizás sean robots.
—Es una explicación que apoyo —dijo Simmons—. En mi opinión la raza que construyó la columna de acero construyó también esos animales. Son siervos, esclavos. Además, podrían pensar incluso que nosotros somos sus amos.
—¿Y dónde estarán sus auténticos amos? —preguntó Morrison.
—¿Y yo qué sé? —repuso Simmons.
—¿Y dónde vivirían esos amos? —preguntó Kilpepper—. No hemos localizado nada que parezca una vivienda.
—Están tan adelantados que no necesitan máquinas ni casas. Viven directamente con la naturaleza.
—Entonces. ¿Para qué necesitan criados? —preguntó implacable Morrison—. ¿Y por qué construyeron la columna?
Por la noche, los científicos pudieron disponer de las fotografías de la columna de acero y las examinaron ansiosos. La cúspide de la columna estaba a casi kilómetro y medio de altura, oculta entre espesas nubes. Había una proyección a los lados de la cúspide, que se extendía en ángulo recto hasta una distancia de treinta metros.
—Parece como una torre de observación —dijo Simmons.
—¿Y qué podrían observar desde esa altura? —preguntó Morrison—. No verían más que nubes.
—Quizás les guste mirar las nubes —sugirió Simmons.
—Yo me voy a la cama —declaró Kilpepper decepcionado.
Cuando despertó a la mañana siguiente tuvo la sensación de que algo iba mal. Se vistió y salió. Era como si hubiese algo intangible en el viento. ¿O eran sólo sus nervios?
Kilpepper meneó la cabeza. Tenía fe en sus premoniciones. Solían significar que, inconscientemente, había completado algún proceso de razonamiento.
Todo parecía en orden alrededor de la nave. Allí estaban los animales, vagabundeando perezosamente.
Kilpepper los contempló y dio la vuelta a la nave. Los científicos estaban al otro lado intentando resolver los misterios del planeta. Aramic pretendía aprender el idioma de un animal verde y plata de plañideros ojos. El animal parecía insólitamente apático aquella mañana. Apenas si murmuraba sus canciones y no prestaba atención alguna a Aramic.
Kilpepper pensó en Circe. ¿Serían aquellos animales personas convertidas en bestias por alguna malvada hechicera? Rechazó la fantástica idea y siguió su paseo.
La tripulación no había advertido nada especial. Se habían dirigido, en masa, a la catarata, para nadar un rato. Kilpepper ordenó a dos hombres que hiciesen una inspección microscópica de la columna de acero.
Esto era lo que más le preocupaba. No parecía preocupar a los otros científicos, pero Kilpepper consideraba que era lógico. Cada loco con su tema. El lingüista daba la máxima importancia al idioma de aquellos seres, mientras que el botánico tendía a pensar que la clave del problema estaba en aquellos árboles de diversos frutos.
¿Y qué pensaba él? El capitán Kilpepper analizó sus ideas. Lo que él necesitaba, concluyó, era una teoría de campo. Algo que unificase todos los fenómenos observados.
¿Qué teoría haría esto? ¿Por qué no había gérmenes? ¿Por qué no había rocas? Por qué, por qué. Kilpepper estaba seguro de que la explicación era relativamente simple. Casi podía verla… pero no del todo.
Se sentó a la sombra, apoyándose en la nave, y se puso a pensar.
Hacia el mediodía, Aramic, el lingüista, se acercó. Tiró sus libros, uno a uno, contra el casco de la nave.
—Calma —recomendó Kilpepper.
—Renuncio —dijo Aramic—. Esos animales no me prestan la menor atención. Apenas si hablan. Y no dejan de hacer cabriolas.
Kilpepper se levantó y se acercó a los animales. Desde luego parecían muy poco animados. Se arrastraban por allí como si estuviesen en las últimas etapas de la desnutrición.
Simmons estaba con ellos, tomando notas en un pequeño bloc.
—¿Qué les pasa a sus amigos? —preguntó Kilpepper.
—No sé —contestó Simmons—. Quizás estuviesen tan excitados que no pudiesen dormir anoche.
La hipo-jirafa se derrumbó de pronto. Lentamente se echó de costado y se quedó inmóvil.
—Qué extraño —dijo Simmons—. Es la primera vez que veo a uno hacer esto.
Se inclinó sobre el animal caído intentando comprobar los latidos del corazón. Al cabo de unos segundos se incorporó.
—Ningún signo de vida —dijo.
Dos de los pequeños seres de piel negra brillante se derrumbaron.
—Oh, Dios mío —dijo Simmons, acercándose a ellos—. ¿Qué pasa ahora?
—Creo que lo sé —dijo Morrison, saliendo de la nave, muy pálido—. Gérmenes.
—Capitán, me siento como un asesino. Creo que hemos matado a estos pobres animales. ¿Se acuerda que le dije que no había rastro de microorganismos? ¡Piense cuántos habremos introducido! Las bacterias debieron de salir a oleadas de nuestros cuerpos y asentarse en los de nuestros anfitriones. Que recuerde, no tienen la menor resistencia.
—¿Pero no dijo usted que el aire tenía varios agentes desinfectantes? —preguntó Kilpepper.
—Evidentemente no trabajaron con la suficiente rapidez. —Morrison se inclinó y examinó a uno de los animales pequeños—. Estoy seguro.
El resto de los animales que había alrededor de la nave iban cayendo y quedándose inmóviles. El capitán Kilpepper miró a su alrededor nervioso.
Uno de los tripulantes apareció de pronto jadeando. Aún venía mojado de su baño junto a la catarata.
—Señor —balbució—. En la catarata… los animales…
—Lo sé —dijo el capitán—. Vamos todos allá.
—Eso no es todo, señor —dijo el hombre—. La catarata… sabe, la catarata…
—Bueno, dilo de una vez.
—Se paró, señor. Dejó de correr.
—¡Que vengan acá todos los hombres! —el tripulante volvió corriendo a las cataratas. Kilpepper miró a su alrededor sin saber muy bien lo que buscaba. El bosque marrón estaba tranquilo. Demasiado tranquilo.
Casi tenía la solución…
Kilpepper se dio cuenta de que aquella brisa suave y constante que había estado soplando desde su aterrizaje no soplaba ya.
—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó inquieto Simmons. Volvieron hacia la nave.
—¿Es que está oscureciéndose el sol? —susurró Morrison. No estaban seguros. Era media tarde, pero el sol parecía menos luminoso.
Los tripulantes regresaron corriendo de la catarata, mojados aún. Kilpepper ordenó que todos volviesen a la nave. Los científicos observaban inmóviles la tierra silenciosa.
—¿Qué pudimos hacer? —preguntó Aramic. Se estremeció contemplando los animales caídos.
Los hombres que habían ido a examinar la columna bajaban corriendo por la ladera, saltando entre las hierbas altas como si les persiguiese el mismo demonio.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Kilpepper.
—¡Es esa maldita columna, señor! —contestó Moreno—. ¡Está dando vueltas!
La columna, aquella increíble masa de sólido metal de kilómetro y medio de altura, estaba girando.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Simmons.
—Volver a la nave —murmuró Kilpepper. Ahora tenía la sensación de que la respuesta iba tomando forma. Sólo necesitaba un poco más. Una cosa más…
¡Los animales se levantaron súbitamente! Los pájaros rojo y plata empezaron a volar de nuevo, remontándose en el aire. La hipo-jirafa se asentó sobre sus pies, bufó y se alejó corriendo. El resto de los animales la siguieron. Una avalancha de extraños animales brotó del bosque y se desparramó por el prado.
A toda velocidad siguieron hacia el oeste, alejándose de la nave.
—¡Volvamos a la nave! —gritó súbitamente Kilpepper. Aquello era suficiente. Ahora sabía y sólo esperaba poder llegar con la nave al espacio a tiempo.
—¡Deprisa! ¡Pongan en marcha los motores! —gritó a los desconcertados tripulantes.
—Pero aún tenemos equipo por ahí fuera —dijo Simmons—. No veo la necesidad de esto…
—¡Deprisa! —bramó el capitán Kilpepper, empujando a los científicos hacia el compartimento de la nave.
De pronto se alzaron largas sombras por el oeste.
—Capitán, aún no hemos completado nuestras investigaciones…
—Podremos considerarnos muy afortunados si salimos de esta vivos —dijo Kilpepper mientras entraban en el compartimento—. ¿Es que no lo han comprendido aún? ¡Cierren la compuerta! ¡Ciérrenlo todo!
—¿Se refiere usted a la columna? —preguntó Simmons, tropezando con Morrison en el pasillo de la nave—. Está bien, supongo que hay alguna súperraza…
—Esa columna es una llave de un lado del planeta —dijo Kilpepper, corriendo hacia el puente—. Pone en marcha todo esto. Todo este mundo. Animales, ríos, viento, todo se pone en marcha con esa llave.
Dispuso una rápida órbita en el indicador de la nave.
—Piensen —dijo—. Un sitio donde cuelgan de los árboles toda clase de frutos maravillosos. Donde no hay bacterias que puedan hacerte daño, donde no hay siquiera una piedra aguda o una roca con que puedas tropezar. Un lugar lleno de animales maravillosos, divertidos, amables. Donde todo está diseñado para divertirte.
—¡Un campo de juego!
Los científicos le miraron asombrados.
—La columna es una llave. Todo esto se pone en marcha con ella. Y se quedó sin cuerda mientras nosotros hacíamos una visita imprevista. Ahora alguien está dando cuerda otra vez al planeta.
Al otro lado de la escotilla las sombras se extendían miles de metros sobre el verde prado.
—En fin —dijo Kilpepper accionando la palanca de despegue—. A diferencia de esos animales de juguete, yo no quiero encontrarme con los niños que juegan aquí. Y sobre todo no quiero encontrarme con sus padres.