¿PODEMOS CHARLAR UN RATO?

Shall We Have a Little Talk?, 1965

1

Era un aterrizaje excelente pese a las extravagancias gravitatorias producidas por los dos soles y las seis lunas. Una baja capa de nubes habría sido problema si Jackson hubiese de aterrizar visualmente. Pero consideraba que aquello iba a ser un juego de niños. Era mejor y más seguro conectar la computadora, retreparse en el asiento y gozar del aterrizaje.

La capa de nubes se abrió a los setecientos metros. Jackson pudo confirmar entonces su posición: había una ciudad allí, no había duda.

El suyo era uno de los trabajos más solitarios del mundo; pero era un trabajo que, paradójicamente, exigía hombres sumamente sociables. Debido a esta contradicción básica, Jackson tenía la costumbre de hablar solo. La mayoría de los que hacían aquel trabajo hablaban solos. Jackson sentía necesidad de hablar con cualquiera, humano o alienígena, fuera cual fuera su tamaño, su forma o su color.

Por eso le pagaban, y tenían que hacerlo de todos modos. Hablaba cuando estaba solo en los largos viajes interestelares, y hablaba aún más cuando estaba con alguien o con algo que pudiese contestarle. Se consideraba afortunado porque le pagaran por sus compulsiones.

—Y no sólo me pagan —se recordó—. Me pagan magníficamente y con primas adicionales además. Y no hay duda de que este planeta parece bueno. Tengo la impresión de que con este voy a hacerme rico si no me matan, claro.

Los vuelos solitarios entre los planetas y la inminencia de muerte eran los únicos inconvenientes de aquel trabajo; pero no pagarían tanto si el trabajo no fuese azaroso y difícil.

¿Le matarían? Era imposible predecirlo. Las formas de vida alienígenas eran impredecibles… como los humanos, solo que más.

—Pero no creo que me maten —dijo Jackson—. Tengo la sensación de que hoy es un día de suerte para mí.

Esta sencilla filosofía le había mantenido durante años, cruzando interminables y solitarios kilómetros de espacio, y entrando y saliendo por diez, doce, veinte planetas. No veía razón alguna para cambiar ahora su enfoque.

La nave aterrizó. Jackson puso los controles de estatus en reserva.

Comprobó el analizador de oxígeno y el contenido de elementos en la atmósfera y echó un rápido vistazo a la muestra de microorganismos locales. El lugar era viable. Se retrepó en su silla y esperó. No tuvo que esperar mucho, por supuesto. Ellos (los locales, indígenas, autóctonos, como quiera llamárseles) salieron de su ciudad a mirar la nave espacial. Y Jackson les miró a ellos a través de la escotilla.

—Magnífico —dijo—. Parece ser que las formas de vida alienígenas de este rincón del bosque son verdaderos humanoides. Eso significa una prima adicional de cinco mil dólares para el viejo tío Jackson.

Los habitantes de la ciudad eran bípedos monocefálicos.

Tenían el número adecuado de dedos, narices, ojos, orejas y bocas. La piel de un beige color carne, los labios de un rojo desvaído y el pelo negro, castaño o rojizo.

—¡Vaya, son como la gente de casa! —exclamó Jackson—. Demonios, me darán otro extra por esto. Humanoidísimos, ¿eh?

Los alienígenas llevaban ropas. Algunos llevaban también trozos de madera con complicadas tallas como ligeros bastones. Las mujeres se adornaban con objetos tallados y barnizados. A primera vista Jackson los situó aproximadamente a finales de la Era del Bronce de la Tierra.

Hablaban y gesticulaban entre sí. Su idioma era, claro está, incomprensible para Jackson; pero eso no importaba. Lo importante era que tenían un idioma. Y que los sonidos que lo componían podía reproducirlos con su aparato vocal.

—No como en aquel maldito planeta del año pasado —dijo Jackson—. ¡Aquellos hijos de puta supersónicos! Tuve que ponerme auriculares especiales y micrófonos y la temperatura era de cuarenta y dos a la sombra.

Los alienígenas le esperaban, y Jackson lo sabía. Aquel primer momento de contacto real… siempre resultaba difícil.

Era cuando había mayor riesgo.

A regañadientes se acercó a la escotilla, la abrió, se frotó los ojos y carraspeó. Logró esbozar una sonrisa; Y se dijo: «No te pongas nervioso; recuerda que eres sólo un pobre vagabundo interestelar, una especie de vagabundo galáctico, que viene a dar una mano de amistad y todo eso. Has bajado aquí sólo para charlar un rato, nada más. Convéncete de ello, amigo, y los extraterrestres se convencerán igual que tú. Recuerda la ley de Jackson: todas las formas de vida inteligente comparten el don divino de la credulidad; lo cual significa que puede engañarse igual a los thungs de tres lenguas de Orangus V que a cualquier terrestre».

Y así, con una valerosa y artificial sonrisilla, Jackson abrió la compuerta y salió a charlar un rato.

—Bueno, ¿qué tal? —preguntó Jackson inmediatamente, oyendo sólo el sonido de su propia voz.

Los alienígenas más próximos retrocedieron. Casi todos le miraban ceñudos. Varios de los más jóvenes llevaban cuchillos de bronce en vainas sujetas al antebrazo. Eran armas toscas, pero tan efectivas como cualquier otra. Los alienígenas comenzaron a avanzar.

—Calma, calma —dijo Jackson, manteniendo el tono de voz alegre y tranquilo.

Los alienígenas sacaron los cuchillos y prosiguieron su avance. Jackson se mantuvo firme, esperando, pero preparado para saltar por la escotilla como una liebre a reacción, y esperando tener oportunidad de hacerlo si era necesario.

Entonces un tercer hombre (podía muy bien llamarles «hombres», decidió Jackson) se colocó frente a los dos de aire belicoso. Este era más viejo. Habló rápidamente. Hizo gestos. Los dos de los cuchillos miraron.

—Muy bien —dijo alentadoramente Jackson—. Echad un vistazo. Una gran nave espacial, ¿verdad? Un vehículo de gran potencia obra de una tecnología realmente avanzada. Os hace pararos y pensar, ¿verdad?

Así era.

Los alienígenas se habían detenido; y si no pensaban al menos hablaban mucho. Indicaban la nave, luego señalaban hacia su ciudad.

—Ya veo que captáis la idea —les dijo Jackson—. El poder hablar un lenguaje universal, ¿eh, primos?

Había presenciado tantas escenas como aquella en planetas tan distintos; casi podía escribirles el diálogo. Normalmente se desarrollaba así:

Intruso aterriza en vehículo espacial extraño, provocando: (1) curiosidad, (2) miedo, (3) hostilidad. Tras unos minutos de asombrada contemplación, un autóctono suele decir a su amigo:

—Oye, ese maldito chisme de metal significa un montón de poder.

—Desde luego, Herbie —contesta su amigo Fred, el segundo autóctono.

—No hay duda —dice Herbie—. Y con ese poder y esa tecnología, ese hijo de puta podría querer esclavizarnos. ¿No crees?

—Has dado en el clavo, Herbie, eso sería exactamente lo que pasaría.

—Así que yo creo —continua Herbie— que no debemos correr ningún riesgo. Por supuesto que parece amistoso, pero tiene demasiado poder, y eso no está bien. Y esta es la mejor oportunidad que vamos a tener de ajustarle las cuentas, mientras está ahí esperando una ovación o algo así. Así que liquidemos a ese maldito y luego analicemos el asunto con calma.

—¡Estoy de acuerdo! —grita Fred. Otros proclaman también su aprobación al plan de Herbie.

—Vamos, muchachos —grita entonces este—. Entremos ahí y liquidemos a ese tipo inmediatamente.

Así que empiezan a avanzar; pero de pronto, en el último segundo interviene el Viejo Doctor (el tercer autóctono) que dice:

—Un momento, muchachos, no podemos hacer eso. Por un lado, aquí existen leyes…

—Al diablo con eso —dice Fred (camorrista nato y bastante simplón en el fondo).

—… Y además de las leyes, sería demasiado peligroso para nosotros.

—Fred y yo no tenemos miedo —dice el valeroso Herb—. Tú lárgate al cine o a otro sitio parecido, Doc. Esto es cosa de hombres.

—No me estoy refiriendo a un peligro personal a corto plazo —dice burlonamente el viejo Doc—. Lo que temo es la destrucción de nuestra ciudad, la muerte de las personas queridas y la aniquilación de nuestra cultura.

Herb y Fred se paran.

—¿Qué quieres decir, Doc? Sólo hay un tipo ahí dentro; le metemos un cuchillo en las tripas y asunto terminado.

—¡Idiotas! ¡Schlemiels! —grita el prudente Doc—. ¡Claro que podemos matarle! Pero ¿y después?

—¿Cómo? —pregunta Fred, achicando sus ojos saltones azul porcelana.

—¡Idiotas! ¡Cochons! ¿Creéis que esta es la única nave espacial que tienen estos alienígenas? ¿Creéis que no saben que ha venido este tipo aquí? Vamos, tenemos que imaginar que debe haber muchas naves más en el sitio de donde viene esta, y tenemos que suponer que no son tan idiotas como para no imaginar lo que ha pasado si esta nave no vuelve de acuerdo con lo previsto, y que no vengan a machacarnos a todos.

—¿Por qué tengo que suponer eso? —pregunta el simplón de Fred.

—Porque es lo que tú harías en un caso similar, ¿no?

—Bueno, supongo que sí, que haría eso —admite Fred con una sonrisa bovina—. Sí, seguro que haría eso. Pero a lo mejor ellos no.

—A lo mejor, a lo mejor —remeda el prudente Doc—. Bueno, muchachos, no podemos arriesgarlo todo por un simple a lo mejor. No podemos permitirnos matar a este alienígena pensando que a lo mejor su gente no hará lo que haría cualquier tipo razonable, es decir, acabar con todos nosotros.

—Bueno, quizás no podamos hacerlo —acepta Herbie—. Pero, Doc, ¿qué podemos hacer?

—Esperar y ver qué quiere.

2

Una escena muy parecida a esta, según reconstrucción fidedigna, se había desarrollado por lo menos treinta o cuarenta veces. Normalmente llevaba a una política de esperar y ver. En ocasiones, el viajero terrestre era liquidado antes de que pudiese prevalecer el consejo de la prudencia; pero a Jackson le pagaban por correr riesgos como este.

Siempre que el emisario terrestre era liquidado, seguía la represalia con rápida y terrible implacabilidad. También con pesar, claro está, pues la Tierra era un lugar extremadamente civilizado y acostumbrado a vivir de acuerdo con la ley. A ninguna raza civilizada y respetuosa con la ley le gusta cometer genocidios. De hecho, la gente de la Tierra considera el genocidio un asunto muy desagradable, y no le gusta leer cosas así en sus periódicos de la mañana. Hay que proteger a los enviados, por supuesto, y hay que castigar el crimen; eso todo el mundo lo sabe. Pero no resulta agradable desayunar con un genocidio en el periódico de la mañana. Noticias como esta pueden estropear todo un día a un hombre. Tres o cuatro genocidios y un tipo puede irritarse lo suficiente como para cambiar el voto.

Afortunadamente, nunca había grandes ocasiones para este tipo de conflictos. Los alienígenas solían entender enseguida. Pese a la barrera del lenguaje, los alienígenas comprendían que sencillamente no se podía matar a los terrestres.

Y luego, poco a poco, aprendían todo lo demás.

Los belicosos envainaron de nuevo sus cuchillos. Todos sonreían salvo Jackson, que reía entre dientes como una hiena. Los alienígenas hacían graciosos movimientos de brazos y piernas, probablemente de bienvenida.

—Encantador —dijo Jackson, haciendo por su parte algunos gestos graciosos—. Me hace sentirme realmente en casa. Y ahora, supongo que traeréis a vuestro jefe, me enseñaréis la ciudad y todo eso. Y luego me acomodaréis y aprenderé esa jerga vuestra y charlaremos un rato. Y después de eso, todo irá sobre ruedas. ¡Adelante!

Y dicho esto Jackson se encaminó con paso vivo hacia la ciudad. Tras una breve vacilación, sus nuevos amigos le siguieron.

Todo transcurría según lo planeado.

Jackson, como los otros emisarios, era un políglota de insólita capacidad. Como equipo básico, poseía una memoria eidética y un oído de gran capacidad diferenciadora. Y, más importante aún, poseía una asombrosa aptitud para los idiomas y una insuperable intuición para los significados. Cuando Jackson se enfrentaba con una lengua incomprensible, seleccionaba, rápida y certeramente, las unidades significativas, los bloques básicos y fundamentales del idioma. Sin esfuerzo alguno, traducía vocalizaciones en aspectos cognitivos, volitivos y emocionales del idioma. Los elementos gramaticales quedaban inmediatamente identificados por su oído experto. Ni prefijos ni sufijos eran problema; la secuencia verbal, el tono y la reduplicación eran cosas de lo más simples. No sabía mucho sobre la ciencia de la lingüística, pero tampoco necesitaba saberlo. Estas virtudes eran algo innato en Jackson. La lingüística se había creado para describir y explicar cosas que él sabía intuitivamente.

Aún no había encontrado un idioma que le hubiese resultado imposible aprender. Y en realidad no esperaba encontrarlo. Como solía decir a sus amigos del Club Políglota de Nueva York: «Amigos, en realidad no hay ningún problema con las lenguas alienígenas. Al menos con las que me he topado yo. Lo digo sinceramente. Un hombre capaz de expresarse en sioux o en jmer no tiene graves problemas entre las estrellas».

Y así había sido, hasta la fecha…

Una vez en la ciudad hubo diversas y tediosas ceremonias que Jackson tuvo que soportar. Se prolongaron durante tres días… en consonancia con el acontecimiento; no aparecía todos los días un viajero del espacio de visita. Por lo tanto todo alcalde, gobernador, presidente y concejal y sus mujeres quisieron saludar a Jackson. Era todo muy comprensible, pero Jackson lamentaba la pérdida de tiempo. Tenía trabajo, parte de él no muy agradable, y cuando antes empezase, antes terminaría.

Al cuarto día pudo reducir los absurdos protocolarios a un mínimo. Ese fue el día en que empezó a aprender de veras el idioma local.

Un idioma, como les dirá cualquier lingüista, es indudablemente la creación más bella que uno puede encontrar. Pero en esa belleza hay cierto contenido peligroso.

El lenguaje puede justamente compararse con la chispeantes superficie del mar, en perpetuo cambio, en constante movimiento. Como el mar, uno nunca sabe qué arrecifes pueden ocultarse en sus diáfanas profundidades. Las aguas más claras ocultan los peces más traidores.

Jackson, bien preparado para cualquier problema, no se enfrentó en principio con ninguno. El idioma principal (Hon) de aquel planeta (Na) lo hablaba la inmensa mayoría de sus habitantes (En-a-To-Na, literalmente Hombres de Na o Naianos, como prefería llamarles Jackson). El Hon parecía asunto fácil. Utilizaba un término para cada concepto, no permitía fusiones, yuxtaposiciones ni aglutinaciones. Los conceptos se elaboraban mediante secuencias de palabras simples («Nave espacial» era ho-pa-aie-an, barcoflotante-cielo-exterior). Así pues el Hon era muy parecido al chino y al anamita de la Tierra. Se utilizaban las diferencias de tono no sólo intencionalmente para diferenciar homónimos, sino también posicionalmente paral denotar graduaciones de «realismo percibido», incomodidad física y tres clases de expectación placentera. Todo lo cual era más o menos interesante pero no significaba ninguna dificultad especial para un lingüista competente.

En realidad, un idioma como el Hon resultaba más bien aburrido por las largas listas de palabras que uno tenía que memorizar. Pero la entonación y la posición podían resultar curiosas, y ser absolutamente esenciales si uno quería dar algún sentido a las unidades de frases. Así, que, en conjunto, Jackson no estaba insatisfecho, y asimiló el lenguaje con la mayor rapidez que pudo.

Fue un día de orgullo para Jackson, una semana más tarde, cuando pudo decir a su tutor:

—Muy agradables y placenteros buenos días tenga usted, honradísimo y estimadísimo tutor, ¿cómo sigue su bendita salud en este día glorioso?

—¡Le felicito calurosamente ird wunk! —contestó el tutor con una sonrisa cordialísima—. ¡Su acento, querido alumno, es soberbio! Claramente gor nak, sin duda, y su captación de mi querida lengua madre es poco menos que ur nak tai.

Jackson resplandeció al oír los calurosos elogios del profesor. Se sentía muy satisfecho. Por supuesto no había entendido algunas palabras; ird wunk y ur nak tai le sonaban vagamente familiares, pero gor nak le era completamente desconocida. De todos modos, era lógico que un principiante de cualquier idioma tuviese lapsos así. Sabía lo suficiente para entender a los naianos y para hacerse entender por estos. Y eso bastaba para su trabajo.

Aquella tarde volvió a la nave espacial. La escotilla había permanecido abierta desde su llegada a Na, pero comprobó que no había desaparecido ni un solo objeto del interior. Movió la cabeza pesaroso, pero no permitió que esto le alterase. Se llenó los bolsillos con una serie de objetos y volvió a la ciudad. Estaba ya preparado para realizar la parte más importante de su trabajo, la última parte.

3

En el corazón del distrito de negocios, en la intersección de Um y Alhretto, encontró lo que buscaba: una oficina inmobiliaria. Entró y le pasaron al despacho del señor Erum, un joven socio de la empresa.

—¡Vaya vaya vaya! —dijo Erum, estrechándole cordial-mente la mano—. Es un verdadero honor, caballero, un privilegio importantísimo. ¿Desea usted adquirir una propiedad?

—Esa era mi intención —dijo Jackson—. A menos, claro está que haya leyes discriminatorias que prohiban vender a un extranjero.

—No hay ningún problema —dijo Erum—. Le aseguro que me sentiré verdaderamente orai y que todos estaremos encantados de tener a un hombre de su lejana y gloriosa civilización entre nosotros.

Jackson reprimió una risilla.

—La única dificultad que veo aparte de eso es la cuestión del dinero. No tengo moneda de aquí, claro está; pero dispongo de ciertas cantidades de oro, platino, diamantes y otros objetos que en la Tierra se consideran valiosos.

—También poseen un valor considerable aquí —dijo Erum—. ¿Ciertas cantidades, dice usted? Caballero, no habrá dificultad alguna; ni siquiera un blaggle tendrá mit o ows, como dijo el poeta.

—Magnífico —dijo Jackson. Erum utilizaba algunas palabras que él no conocía, pero daba igual; el asunto principal estaba bastante claro. Bueno, podemos empezar, por ejemplo, con un buen terreno industrial. Después de todo, algo tendré que hacer con mi tiempo. Y luego, podemos elegir una casa.

—Creo que es mejor prominex —sugirió alegremente Erum—. Permítame que haga un raish en mi catálogo… Sí, veamos, ¿qué le parece una fábrica bromicaine? Está en magníficas condiciones y podría modificarse para manufactura vor o utilizarse tal como está.

—¿Hay buen mercado para el bromicaine? —preguntó Jackson.

—¡Por mis muergentan, claro que sí! El bromicaine es indispensable, aunque sus ventas sean estacionales. Vea, el bromicaine refinado, o ariisi, es utilizado en los sistemas protigash, que se desarrollan, claro está, en el solsticio, salvo en aquellas ramas de la industria que han pasado al ticothene revature. Las que…

—Muy bien, muy bien —dijo Jackson. No importaba lo que fuese el bromicaine y no esperaba siquiera verlo. Mientras fuese una inversión rentable, se ajustaba a sus instrucciones—. Lo compraré.

—No lo lamentará —aseguró Erum—. Una buena fábrica de bromicaine es un garveldis hagatis, y menifoy además.

—Claro, claro —dijo Jackson, deseando poseer un vocabulario hon más amplio—. ¿Cuánto?

—Bueno, señor, el precio no es ningún problema. Pero primero tendremos que rellenar el impreso ollambrit. Son sólo unas cuantas preguntas sken que ny naga a cualquiera.

Erum entregó el impreso a Jackson. El primer apartado decía así: «¿Ha elikatado mushkies forsicamente actualmente o en el pasado? Especifique las fechas del suceso. En caso contrario, exponga la razón para transgrishal reduct como tales».

Jackson no leyó más.

—¿Qué significa elikatar mushkies forsicamente? —preguntó a Erum.

—¿Qué significa? —Erum sonrió inseguro—. Bueno, significa exactamente lo que dice. No sé cómo explicarle.

—Bueno —dijo Jackson—, es que no comprendo las palabras. ¿Puede aclarármelo?

—Nada más simple —contestó Erum—. Elikatar mushkies es casi lo mismo que bifur probishkai.

—¿Cómo dice?

—Significa… bueno, elikatar es en realidad bastante simple, aunque quizás no desde el punto de vista legal. La scorbadisación es una forma de elikación lo mismo que el manruv garing. Algunos dicen que cuando respiramos drorsicamente en el subsis de la noche, estamos en realidad elikatando. Yo creo que es un poco exagerado.

—Pasemos a los mushkies —sugirió Jackson.

—¡Cómo no! —exclamó Erum, con una áspera risa—. Si pudiéramos… ¡Eh! —y soltó otra carcajada dando a Jackson un codazo en las costillas.

—Sí, claro —comentó fríamente Jackson—. Pero ¿podría decirme qué es exactamente un mushkie?

—Por supuesto. Pero en realidad, no existe tal cosa —contestó Erum—. Al menos en singular. Un mushkie sería una falsedad lógica ¿comprende?

—Le creo, le creo. ¿Qué son los mushkies?

—Bueno, en primer lugar, son el objeto de la elikación. Además, son sandalias de madera de tamaño medio que los fieles de la religión kutor utilizan para estimular fantasías eróticas.

—¡Por fin llegamos a algo concreto! —exclamó Jackson.

—Bueno, si le agrada a usted ese tema… —contestó Erum con evidente frialdad.

—No. Yo sólo me refiero a mi propósito de entender lo que dice el impreso…

—Por supuesto, disculpe —dijo Erum—. Pues vea, la pregunta dice que si ha elikatado mushkies forsicamente alguna vez. Ahí está la diferencia.

—¿De veras?

—¡Por supuesto! La modificación altera todo el significado.

—Eso me temía —dijo Jackson—. No podrá explicarme, claro está, lo que significa forsicamente

—¡Por supuesto que sí! —dijo Erum—. Nuestra conversación ahora, con cierta dosis de la imaginación deme, podría calificarse como «charlar forsicamente».

—Ah —dijo Jackson.

—Claro —dijo Erum—. Forsicamente es un modo, una manera. Significa «espiritualmente-hacia adelante-por amistad-fortuita».

—Eso está algo más claro —dijo Jackson—. En ese caso cuando uno elikata mushkies forsicamente

—Me temo que no entiende —dijo Erum—. La definición que yo le di se aplica sólo a las conversaciones. El asunto es más complicado, es muy distinto, cuando uno habla de mushkies.

—¿Qué significa entonces?

—Bueno, significa, o más bien expresa, un caso avanzado e intensificado de elikatación mushkie, pero con un claro tono nmogmético. A mi juicio es una redacción bastante desafortunada.

—¿Cómo lo redactaría usted?

—Yo dejaría a un lado eso y diría directamente: «¿Ha realizado usted en fecha reciente o en el pasado actos dunfiglers voc en circunstancias ilegales, inmorales o in-sirtis… con o sin la ayuda y/o el consentimiento de un brachniano? Si es así, diga cuándo y por qué. Si no, exponga el neugris kris y por qué no».

—Usted lo expresaría así, ¿verdad? —preguntó Jackson.

—Desde luego —afirmó desafiante Erum—. Estos impresos son para adultos, ¿no? ¿Por qué entonces no ir al grano y llamar spigler a un spigler? Todos dunfigleramos voc alguna vez, ¿y qué? Nadie se enfada por eso, por amor de Dios. Quiero decir que después de todo se trata de un asunto personal, de algo que atañe a uno y a un pedazo retorcido de madera, así que ¿a quién le importa?

—¿Madera? —repitió Jackson.

—Sí, madera. Un sucio y vulgar trozo de madera. O al menos eso debería considerarse si la gente no se dejara enredar de forma tan ridícula por los sentimientos.

—¿Y qué hacen con la madera? —preguntó Jackson rápidamente.

—¿Hacer? No mucho, bien mirado. Pero el aura religiosa es algo que nuestros supuestos intelectuales no entienden. Son incapaces, en mi opinión, de aislar el simple hecho primordial, la madera, de las volturneis cultural que rodea al asunto en fesíeris, y también, en cierta medida, en uius.

—Así son los intelectuales —dijo Jackson—. Pero usted puede aislarlo, y descubre…

—Descubro que no es para tanto, en realidad. De veras. Quiero decir que una catedral, correctamente analizada, no es más que un montón de piedras, y un bosque es sólo una agrupación de átomos. ¿Por qué hemos de enfocar esto de otro modo? A mi juicio, en realidad, uno podría elikatar mushkies forsicamente sin siquiera utilizar madera. ¿Qué opina usted?

—Me parece muy interesante —dijo Jackson.

—¡No me interprete mal! No quiero decir que sea fácil, natural y ni siquiera justo. Pero desde luego es posible. En realidad, uno podría sustituir cormed graiti sin el menor problema —hizo una pausa y rio entre dientes—. Parecería un poco absurdo, pero aun así no habría problema.

—Muy interesante —dijo Jackson.

—Creo que me he excitado demasiado —dijo Erum, enjugándose la frente—. ¿Hablé demasiado alto? ¿Cree que me habrán oído?

—Por supuesto que no. Me ha parecido todo muy interesante. Ahora debo irme. Señor Erum, volveré mañana para rellenar ese impreso y comprar la propiedad.

—Se la reservaré —dijo Erum levantándose y estrechando cálidamente la mano de Jackson—. Y quiero darle las gracias. Pocas veces he tenido una oportunidad como esta de sostener una conversación franca y sincera.

—Me ha parecido muy interesante —dijo Jackson. Dejó la oficina de Erum y volvió lentamente a su nave. Estaba alterado, inquieto y enojado. La incomprensión lingüística le fastidiaba mucho, por muy comprensible que pudiese ser. Tendría que haber sido capaz de imaginar, de algún modo, lo que significaba elikatar mushkies forsicamente.

No importa, se dijo. Te pondrás a trabajar esta noche, Jackson, muchacho, y volverás allí mañana y rellenarás el impreso a toda marcha. Así que no te preocupes, hombre.

Lo conseguiría. Tenía que conseguirlo, pues tenía que hacerse con una propiedad.

Esa era la segunda parte de su trabajo.

La Tierra había recorrido un largo trecho desde los tristes días de la guerra descarada y agresiva. Según los libros de historia, un gobernante de los antiguos tiempos podía sencillamente enviar sus tropas para apoderarse de lo que desease. Y si alguno de sus súbditos cometía la temeridad de preguntarle por qué quería aquello, el gobernante podía decapitarle o encerrarle en una mazmorra o meterle en un saco y tirarlo al mar. Y ni siquiera se sentiría culpable por eso, porque creía invariablemente que él tenía razón y los demás no.

Esta política, llamada técnicamente el derecho de señorío, fue uno de los rasgos más notables del capitalismo del laissez faire que conocieron los antiguos.

Pero, con el lento paso de los siglos, el proceso cultural fue evolucionando inexorablemente. Se impuso en el mundo una nueva ética; y con lentitud pero con firmeza, un sentido del juego limpio y de la justicia se integró en la raza humana. Los gobernantes pasaron a elegirse por votaciones y pasaron a ser ejecutores de los deseos de los electores. Las ideas de justicia, piedad y compasión se asentaron firmemente en el pensamiento del hombre, superándose así la antigua ley del tallón y concluyendo la salvaje barbarie de los antiguos tiempos.

Sí, estos tiempos habían quedado atrás para siempre. Ahora, ningún gobernante podía simplemente tomar; los electores no le apoyarían.

Ahora tenía que tener una excusa para tomar.

Como por ejemplo un ciudadano terrestre que tuviese una propiedad legalmente adquirida en un planeta extraño, y que necesitase urgentemente ayuda y pidiese protección militar a la Tierra para proteger su persona, sus bienes y su legítimo medio de vida…

Pero primero tenía que adquirir esa propiedad. Tenía que ser legalmente propietario, para protegerse de los plañideros congresistas y de los periodistas que se enternecían con los alienígenas y que se lanzaban a una investigación siempre que la Tierra se hacía cargo de otro planeta.

Había que proporcionar una base legal a la conquista: yj para eso estaban los emisarios.

—Jackson —se dijo—, mañana tendrás la propiedad de esa fabriquita de bromicaine. Sin trabas ni obstáculos legales. ¿Me oyes, muchacho? Te lo digo de veras.

Por la mañana, poco después de las doce, Jackson estaba otra vez en la ciudad. Tras varias horas de intenso estudio y tras una prolongada consulta a su profesor, consiguió descubrir lo suficiente para saber dónde se había equivocado.

Era bastante simple. Se había precipitado un poco al suponer que el uso que el idioma hon hacía de las raíces era una técnica extrema y aislada. Había supuesto, basándose en sus estudios anteriores, que el significado de la palabra y el orden de esta eran los únicos factores significativos para la comprensión del idioma. Pero no era así. Tras un examen más minucioso, Jackson descubrió que el idioma hon disponía de ciertos recursos insospechados: la edición de afijos, por ejemplo, y una forma elemental de reduplicación. El día anterior no había estado preparado siquiera para contradicciones morfológicas; al producirse, se había encontrado con dificultades semánticas.

Las nuevas formas eran bastante fáciles de aprender. El problema era que parecían totalmente ilógicas y contrarias a todo el espíritu del idioma hon.

Una palabra que produjese un sonido y que comportase un significado: esa era la regla que había deducido anteriormente. Pero ahora descubría dieciocho excepciones importantes, compuestos creados por una lista de sufijos modificadores. A Jackson esto le resultaba tan insólito como tropezarse con un bosque de cocoteros en la Antártida.

Aprendió dieciocho excepciones, y pensó en el artículo que escribiría cuando volviese por fin a la Tierra.

Y al día siguiente, más sabio y más cansado, Jackson volvió a la ciudad.

4

En la oficina de Erum llenó sin ningún problema los impresos del gobierno. A la primera pregunta («¿Ha elikatado mushkies forsicamente en la actualidad o en el pasado?)». Podía responder ahora con un honesto no. El plural «mushkies» en su sentido primario, indicaba en aquel contexto el singular «mujer». (El singular utilizado de forma similar denotaría un estado de feminidad incorpóreo).

Elikación era, claro está, el papel de determinación sexual, a menos que uno emplease el modificador «forsicamente». Si uno lo hacía, este simple término adquiría un significado en este contexto particular de advocación polisexual edematosa.

Así que Jackson pudo escribir honradamente que, como no era un naiano, nunca había tenido esta urgencia particular.

Así de simple. Jackson se sentía irritado por no haber sido capaz de descubrirlo antes por sí sólo.

Rellenó el resto del impreso sin dificultad, entregándoselo a Erum.

—Esto es realmente muy skoe —dijo Erum—. Ahora solo nos quedan unos cuántos trámites de lo más simples. Podemos pasar inmediatamente al primero. Después, organizaré una breve ceremonia oficial de acuerdo con la Ley de Cambio de Propiedad, y luego cumplimentaré otros detalles sin importancia. Todo eso no llevará más de un día, según creo, y entonces la propiedad será suya.

—De acuerdo, estupendo —dijo Jackson. No le molestaba la dilación. Por el contrario, había supuesto que llevaría mucho más tiempo adquirir la propiedad. En la mayoría de los planetas se daban cuenta enseguida del asunto. No se necesitaba gran capacidad de raciocinio para imaginar que la Tierra quería lo que quería, pero lo quería además de forma legal.

En cuanto a por qué lo quería de aquel modo… tampoco era difícil imaginarlo. Una gran mayoría de los terrestres eran idealistas, y creían fervorosamente en ideas como verdad, justicia, compasión, etcétera. Y no sólo las creían sino que además estas nobles ideas guiaban sus acciones… salvo cuando resultaba inconveniente o poco provechoso. Cuando pasaba esto, actuaban con rapidez, aunque siguiesen hablando de moral. Esto significaba que eran «hipócritas», concepto para el que existe un término en todas las razas.

Los terrestres querían lo que querían, pero querían también que lo que querían pareciese justo. Esto era mucho querer a veces, sobre todo cuando lo que querían era apoderarse de un planeta ajeno. Pero, de una forma u otra, solían conseguirlo.

La mayoría de las razas alienígenas comprendían que la resistencia directa era imposible y recurrían a diversas tácticas dilatorias.

A veces se negaban a vender, o exigían una serie interminable de condiciones o la aprobación de determinados funcionarios que nunca estaban. Pero el emisario tenía siempre una contramedida para estas medidas alienígenas.

¿Qué se negaban a vender una propiedad por motivos raciales? Las leyes de la Tierra prohibían concretamente tales prácticas, y la Declaración de los Derechos de los Seres Inteligentes garantizaba la libertad de todos ellos para vivir y trabajar donde quisiesen. Era una libertad por la que la Tierra estaba dispuesta a luchar, si alguien la obligaba a ello.

¿Qué daban largas al asunto? La Doctrina Terrestre de la Propiedad Temporal no lo permitiría.

¿Qué estaba ausente el funcionario? El Código Terrestre Contra el Embargo Implícito en Actos de Omisión prohibía expresamente tal práctica. Y así sucesivamente. Era un juego que siempre ganaba la Tierra, pues normalmente el más fuerte es el más listo.

Pero los naianos no intentaban oponerse. Jackson consideraba esto sencillamente despreciable.

Se realizó el cambio de moneda naiana por platino terrestre y Jackson recibió cincuenta arrugados billetes Vrso. Erum, resplandeciente de satisfacción, dijo:

—Ahora, señor Jackson, podremos completar este negocio si usted amablemente trombramcthulanchiarir según lo habitual.

Jackson se volvió, achicó los ojos, frunció la boca hasta convertirla en una pálida línea inclinada hacia abajo.

—¿Qué ha dicho usted?

—Sólo le pedía que…

—¡Sé lo que me pidió! Pero ¿qué significa eso?

—Bueno, significa… significa… —Erum soltó una débil risilla—. Significa exactamente lo que significa. Es decir… etabólicamente hablando…

—Deme un sinónimo —pidió Jackson con voz sorda y amenazadora.

—No hay ningún sinónimo —dijo Erum.

—Amigo, será mejor que invente uno —dijo Jackson, apretando el cuello de Erum.

—¡Un momento! ¡Espere! —gritó Erum—. Señor Jackson, por favor. ¿Cómo puede haber un sinónimo cuando hay un único término, sólo uno para expresar esa cosa?

—¡Está tomándome el pelo! —aulló Jackson—. Y será mejor que deje de hacerlo, pues tenemos leyes contra la obstrucción maliciosa, la superinposición implícita y todo lo demás que usted está haciendo. ¿Me oye?

—Le oigo. —Erum temblaba.

—Entonces escuche esto: ¡Deje de aglutinar, maldito! Ustedes tienen un lenguaje analítico perfectamente normal y común, que se distingue sólo por su gran tendencia aisladora. Y cuando se tiene un lenguaje así, amigo mío, no se puede sencillamente aglutinar un montón de compuestos. ¿Entendido?

—Sí, sí —gritó Erum—. Pero créame, yo no estoy pretendiendo numniscatarle ni mucho menos! ¡Debe usted realmente debruchili esto!

Jackson enarboló el puño, pero se controló a tiempo. Era una imprudencia pegar a los alienígenas si había alguna posibilidad de que dijesen la verdad. A la gente de la Tierra no le gustaba. Le rebajarían el sueldo; y si, por alguna desdichada casualidad, mataba a Erum, podía encontrarse con una condena de seis meses de prisión.

Pero aun así…

—¡Descubriré si está usted mintiendo o no! —bramó Jackson, y salió furioso de la oficina.

Estuvo caminando cerca de una hora, mezclado con la multitud en los barrios bajos de Grath-Eth, bajo el gris y maloliente Ungperdis. Nadie se fijaba en él. Su apariencia exterior era la de un naiano, lo mismo que la de cualquier naiano habría sido la de un terrestre en la Tierra.

Jackson localizó un bar en la esquina de las calles Niis y Da y entró.

El interior era tranquilo y masculina. Jackson pidió lina variedad local de cerveza. Cuando se la sirvieron, dijo al camarero:

—Curioso lo que me pasó el otro día.

—¿Sí? —dijo el camarero.

—Sí, de veras —dijo Jackson—. Tenía un magnífico negocio entre manos y en el último minuto me pidieron que trombramcthulanchierera según lo habitual.

Observó cuidadosamente la expresión del camarero. Sus estólidos rasgos se vieron alterados por una sombra de desconcierto.

—¿Y por qué no lo hizo? —preguntó el camarero.

—¿Quiere decir que usted lo hubiese hecho?

—Claro. Demonios, es el cathanpraiptiaia, normal, ¿no?

—Claro, claro —dijo uno de los clientes—. Al menos, por supuesto, que sospechase usted que intentaban numniscatarle.

—No, no creo que pretendiesen nada de eso —dijo Jackson con voz átona y mortecina. Pagó su consumición y se dispuso a marcharse.

—Oiga —le dijo el camarero—, ¿está usted seguro de que no estaban noniskakekakiando?

—Uno nunca sabe —contestó Jackson, saliendo a la calle apesadumbrado.

Jackson confiaba en sus instintos, tanto con los idiomas como con la gente. Sus instintos le decían que los naianos eran sinceros y que no pretendían engañarle. Erum no se había inventado aquellas palabras para confundirle maliciosamente. Hablaba en realidad el idioma hon tal como lo conocía.

Pero si aquello era cierto, Na tenía un extraño idioma. En realidad, un idioma totalmente insólito. Y sus implicaciones no eran sólo curiosas. Eran desastrosas.

5

Aquella noche Jackson volvió a trabajar. Descubrió un género más de excepciones que ni había descubierto ni sospechado siquiera hasta entonces. Se trataba de un grupo de veintinueve potenciadores multivalentes. Estas palabras, sin significado por sí mismas, servían para crear una complicada y discordante serie de matices en otras palabras. Su tipo especial de potenciación variaba de acuerdo con la posición que tuviesen en la frase.

Así, cuando Erum le había pedido «tronbramcthulanchierir según lo habitual», pretendía sólo que Jackson realizase un sometimiento ritual obligatorio. Consistía este en unir las manos detrás del cuello y dar una vuelta sobre los talones. Esta acción había de realizarse con una expresión de clara, aunque moderada, satisfacción, de acuerdo con el conjunto de la situación, y también de acuerdo con el estado de su estómago y sus nervios, su religión y su código moral, y sin olvidar pequeñas diferencias temperamentales fruto de fluctuaciones de calor y humedad, ni las virtudes de la paciencia, la semejanza y el perdón.

Todo resultaba perfectamente claro. Y también absolutamente contradictorio con lo que Jackson había aprendido hasta entonces sobre el idioma hon.

Más que contradictorio; era inimaginable, imposible y totalmente absurdo. Era como si, después de haber descubierto cocoteros en la frígida Antártica, hubiese descubierto además que el fruto de estos árboles no eran cocos sino racimos de moscatel.

No podía ser… pero era.

Jackson hizo lo que se le pedía. Después de tronbramcthu-lancherir según lo habitual, no tenía más que someterse a la ceremonia oficial y a otros pequeños detalles que la seguían.

Erum le aseguró que todo era muy simple, pero Jackson sospechaba que podría haber más dificultades.

Así que, en previsión, dedicó tres días de intenso trabajo a adquirir un verdadero control de los veintinueve potenciadores especiales, junto con sus posiciones más comunes y su efecto potenciador en cada una de estas posiciones. Acabó molido y con su índice de irritabilidad elevado a 97,3620 en la escala Grafheimer. Un observador imparcial podría haber advertido un brillo amenazador en sus ojos azul porcelana.

Jackson estaba harto. Le asqueaba el idioma hon y todas las cosas naianas. Le asaltaba el vertiginoso sentimiento de que cuanto más aprendiera menos sabría. Era algo claramente malévolo.

—Muy bien —dijo Jackson, para sí mismo y para el universo entero—. He aprendido el idioma naiano y he aprendido una serie de excepciones totalmente inexplicables, y he aprendido también otra serie aún más contradictoria de excepciones a las excepciones.

Jackson hizo una pausa y con voz muy queda añadió:

—He aprendido un número excepcional de excepciones. No hay duda de que un observador imparcial podría concluir que este idioma está compuesto sólo de excepciones.

»Pero eso —continuó— es absolutamente imposible, increíble e inaceptable. Todo idioma es por definición y por necesidad sistemático, lo cual significa que tiene que seguir obligatoriamente determinadas reglas. De otro modo la gente no podría entenderse. Así son las cosas y así tienen que ser. Y si alguien se cree que va a burlarse lingüísticamente de Fred C. Jackson…

Jackson hizo otra pausa y sacó el atomizador de su funda. Comprobó la carga, accionó el seguro y volvió a colocarlo en su sitio.

—Será mejor que nadie se atreva a intentar engañar al viejo Jackson —murmuró el viejo Jackson—. Porque el próximo alienígena que lo intente se ganará un círculo de diez centímetros en sus sucias entrañas.

Dicho esto, Jackson regresó a la ciudad. Se sentía seguro y satisfecho. Su trabajo era robar aquel planeta a sus habitantes de un modo legal, y para eso tenía que controlar su idioma. Tenía que haber algún modo de controlarlo. Si no, habría irremisiblemente algunos cadáveres.

A este respecto, no le importaba mucho cuáles.

Erum estaba en su oficina, esperándole. Estaban con él el alcalde, el presidente del consejo de la ciudad, el presidente del barrio, dos concejales y el director de Departamento de Valoración. Todos ellos sonreían, afables pero nerviosos. En un aparador había bebidas alcohólicas, y en la habitación se respiraba un cierto aire de camaradería.

En conjunto, daba la sensación de que querían dar la bienvenida a Jackson como nuevo y respetadísimo propietario. Los alienígenas enfocaban las cosas así a veces: intentaban sacar el mayor provecho posible de un mal negocio procurando congraciarse con el Inevitable Terrícola.

Mum —dijo Erum, estrechándole la mano con entusiasmo.

—Igualmente, amigo —dijo Jackson. No tenía la menor idea de lo que significase la palabra. Tampoco le importaba. Disponía de muchas otras palabras naianas entre las que escoger, y estaba decidido a acabar de una vez con aquel asunto.

¡Mum! —dijo el alcalde.

—Gracias, gracias —dijo Jackson.

¡Mum! —dijeron los otros funcionarios.

—Me alegro mucho de que piensen así —dijo Jackson; se volvió a Erum—. Bueno, ¿acabamos de una vez con esto?

Mum-mum-mum —contestó él.

Jackson le miró durante varios segundos. Luego dijo con voz sorda y controlada.

—Erum, amigo mío, ¿qué intenta usted decirme exactamente?

Mum, mum, mum —dijo con firmeza Erum—. Mum, mum mum mum. Mum mum. —Hizo una pausa y con tono algo nervioso preguntó al alcalde—. ¿Mum, mum?

Mum… mum mum —contestó el alcalde con firmeza, y los otros funcionarios asintieron. Todos se volvieron a Jackson.

¿Mum, mum-mum? —le preguntó Erum, tembloroso, pero digno.

Jackson se había quedado mudo y aturdido. Se puso rojo y una gran vena azul empezó a palpitar en su cuello. Pero consiguió hablar lenta y pausadamente, con un tono de infinita amenaza.

—Exactamente —dijo—, ¿qué es lo que estáis diciendo, ratas asquerosas?

¿Mum-mum? —preguntó el alcalde a Erum.

Mum-mum, mum-mum-mum —contestó rápidamente Erum haciendo un gesto de incomprensión.

—Será mejor que dejéis de decir sandeces —advirtió Jackson. Aún hablaba con voz queda, pero la vena de su cuello se tensaba como una manguera bajo presión.

—¡Mum! —dijo precipitadamente uno de los concejales al jefe de distrito.

¿Mum mum-mum-mum? —preguntó el jefe de distrito lastimeramente, quebrándose su voz en la última palabra.

—Así que no estáis dispuestos a decir algo que tenga sentido, ¿eh?

¡Mum! ¡Mum-mum! —gritó el alcalde, pálido de miedo. Los otros miraron y vieron que la mano de Jackson sacaba un atomizador y apuntaba al pecho de él.

—¡Basta de bromas! —ordenó Jackson. La vena de su cuello palpitaba como una pitón.

¡Mum-mum-mum! —suplicó Erum, cayendo de rodillas.

¡Mum-mum-mum! —gimió el alcalde poniendo los ojos en blanco y desmayándose.

—¿Lo entiendes ya? —preguntó Jackson a Erum. Su dedo se tensó en el gatillo.

Erum, castañeando los dientes, logró balbucir un crispado: «¿Mum-mum, mum?», pero luego sus nervios cedieron y se quedó esperando la muerte con la mandíbula inferior caída y los ojos desenfocados.

Jackson se dispuso a apretar el gatillo. De pronto lo pensó mejor y metió otra vez el atomizador en la funda.

¡Mum, mum! —logró decir Erum.

—Al diablo —masculló Jackson. Retrocedió y miró furioso a los aterrados funcionarios.

Le hubiese encantado liquidarlos a todos. Pero no podía. Jackson tuvo que reconocer al fin una realidad inadmisible.

Su impecable oído de lingüista había escuchado y su cerebro de políglota había analizado. Con tristeza había comprendido que los naianos no intentaban tomarle el pelo. No decían disparates, sino que manejaban un verdadero idioma.

Aquel idioma se componía ahora del único sonido «Mum». Este sonido podía expresar un amplio repertorio de significados mediante variaciones en el tono y el ritmo, cambios en la intensidad, repeticiones y gestos supletorios y expresiones faciales.

¡Un idioma que consistía en variaciones infinitas de una sola palabra! Jackson no quería creerlo, pero era demasiado buen lingüista para dudar de lo que le indicaban sus propios sentidos bien adiestrados.

Por supuesto, podía aprender aquel idioma.

Pero cuando lo hubiese aprendido, ¿qué cambios se habrían producido en él? Jackson suspiró y se enjugó la frente abatido. En cierto modo era inevitable. Todos los idiomas cambian. Pero en la Tierra y en las varias docenas de mundos con los que la Tierra había entrado en contacto, los idiomas cambiaban con relativa lentitud.

En Na el índice de cambio era más rápido. Bastante más rápido.

El idioma en Na cambiaba como las modas en la Tierra, sólo que más deprisa. Cambiaba como cambian los precios o como cambia el tiempo. Cambiaba interminable e incesantemente, según reglas desconocidas y principios invisibles. Cambiaba de forma lo mismo que cambia de forma una avalancha. Comparado con él, el inglés era como un glaciar.

El idioma de Na era, auténtica y monstruosamente, un simulacro del río de Heráclito. Heráclito decía que nadie podía bañarse dos veces en el mismo río; las aguas fluyen constantemente.

Respecto al lenguaje de Na, esto era sencilla y literalmente cierto.

Cosa bastante terrible. Pero aún peor era el hecho de que un observador como Jackson no pudiese albergar siquiera la esperanza de fijar o aislar un solo término de la dinámica y cambiante red de términos que componían el idioma de Na. Pues la acción del observador sería lo bastante torpe por sí misma para alterar y desequilibrar el sistema haciéndolo variar impredeciblemente. Y así, si se aislase el término, sus relaciones con los demás términos del sistema quedarían inevitablemente destruidas, y el propio término, por definición, sería falso.

Por el hecho de su cambio, el idioma eludía toda codificación y todo control. Mediante la indeterminación, la lengua de Na rechazaba cualquier tentativa de dominio. Y Jackson había pasado de Heráclito a Heisenberg sin etapa intermedia. Estaba desconcertado y aturdido, y miraba a los funcionarios con algo parecido al respecto.

—Lo habéis conseguido, amigos —les dijo—. Habéis destruido el sistema. La Tierra podría tragaros sin que os dierais cuenta siquiera; no podríais hacer nada. Pero allí la gente es partidaria del legalismo, y nuestras leyes dicen que para cualquier transacción debe existir primero comunicación.

¿Mum? —preguntó protocolariamente Erum.

—Así que no tendré más remedio que dejaros en paz —dijo Jackson—. Al menos, mientras sigan manteniendo esa ley en los libros. Pero, qué demonios, un respiro es lo mejor que uno puede desear. ¿No?

Mum mum —dijo vacilante el alcalde.

—Así que me voy —dijo Jackson—. Juego limpio… pero si descubro algún día que estuvisteis tomándome el pelo…

Dejó la frase sin terminar. Sin añadir más, se volvió, salió de allí y se dirigió a su nave.

Al cabo de media hora despegaba hacia el espacio, y quince minutos después seguía su ruta.

6

En la oficina de Erum los funcionarios contemplaban la nave espacial de Jackson, que brillaba como un cometa en el cielo oscuro de la tarde. Fue reduciéndose hasta ser una brillante cabeza de alfiler, y luego se desvaneció en la infinitud del espacio.

Los funcionarios guardaron silencio durante un momento; luego se volvieron y se miraron. Y de pronto, espontáneamente, rompieron a reír a carcajadas. Y rieron y rieron sonoramente mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

El alcalde fue el primero en controlar la histeria. Con un gran esfuerzo logró decir:

Mum, mum, mum-mum.

Esta frase tranquilizó instantáneamente a los demás. Su alegría se desvaneció. Inquietos contemplaron el cielo distante y hostil y pensaron en sus recientes aventuras.

Por fin el joven Erum preguntó:

—¿Mum-mum? ¿Mum-mum?

Varios de los funcionarios sonrieron ante la ingenuidad de la pregunta. Y sin embargo, ninguno de ellos fue capaz de contestar a aquel interrogante simple pero crucial. ¿Por qué, realmente? ¿Alguien se atrevía a hacer siquiera una sugerencia?

Era una paradoja que arrojaba dudas no sólo sobre el futuro sino también sobre el pasado. Y si uno respuesta auténtica era inimaginable, ninguna respuesta era, sin duda, admisible.

El silencio creció, y el joven Erum frunció los labios en un gesto de prematuro cinismo.

¡Mum! ¡Mum-mum! ¿Mum? —dijo con aspereza.

Sus inquietantes palabras eran sólo muestra de la imprudente crueldad de la juventud; pero aquella frase no podía quedar sin respuesta adecuada. Y el venerable concejal jefe se adelantó para intentar darle respuesta.

Mum mum, mum-mum —dijo el viejo, con terrible sencillez—. ¿Mum mum mummum? Mum mum-mum-mum. Mum mum mum; mum mum mum; mum mum. Mum, mum mum mum: mum mum mum. ¿Mum-mum? ¡Mum mum mum mum!

Esta declaración de principios franca y directa tocó el corazón de Erum. De sus ojos brotaron lágrimas. Se volvió hacia el cielo, cerró un puño y gritó:

¡Mum! ¡Mum! ¡Mum-mum!

Sonriendo serenamente, el viejo concejal murmuró.

Mum-mum-mum; mum, mum-mum.

Y esta era, irónicamente, la maravillosa e inquietante realidad de la situación. Quizás fuese justo también que los otros no le oyeran.