LA VÍCTIMA DEL ESPACIO[1]

The Victim from Space, 1957

Hadwell contempló el planeta que tenía debajo. Un temblor emocionado le recorrió, pues era un mundo maravilloso de verdes llanuras y rojas montañas e inquietos mares gris azulados. Los instrumentos de su nave transmitieron rápidamente información indicando que el planeta era muy adecuado para la vida humana, Hadwell inició una órbita de desaceleración y abrió su cuaderno de notas.

Hadwell era escritor, había escrito Las sombras blancas del cinturón asteroidal, La saga del espacio profundo, Andanzas de un vagabundo interplanetario y Terira, el planeta del misterio.

Escribió en su cuaderno de notas:

Se abre ante mí un nuevo planeta, atractivo y misterioso, un desafío para la imaginación. ¿Qué encontraré aquí, yo, el vagabundo de más allá de las estrellas? ¿Qué extraños misterios se ocultan bajo la capa de verdor? ¿Me esperará en él el peligro? ¿El amor? ¿La plenitud? ¿Será un lugar de reposo para un vagabundo cansado?

Richard Hadwell era un joven alto, delgado y pelirrojo. Había heredado una respetable fortuna de su madre y la había invertido en una nave espacial tipo CC. En este aparato anticuado había estado viajando durante los últimos seis años y había escrito maravillosos libros sobre los lugares que había visto. Pero casi todo lo maravilloso era falso, pues los planetas alienígenas eran lugares decepcionantes.

Los alienígenas, según había descubierto Hadwell, eran seres notablemente estúpidos y asombrosamente feos. Su comida era intragable y sus costumbres deplorables. Sin embargo, Hadwell escribió romances y esperaba vivir uno algún día.

El planeta que tenía debajo carecía de ciudades; era un hermoso mundo tropical. La nave se encaminaba hacia una pequeña aldea de cabañas.

—Quizás aquí lo encuentre —se dijo Hadwell mientras la nave espacial empezaba a frenar.

A primera hora de aquella mañana, Kataga y su hija Mele cruzaron el puente de enredaderas hacia el Monte Mellado, a recoger brotes de frag. En ninguna zona de Igathi se daba el frag tan abundantemente como en Monte Mellado. Y así debía ser, pues el monte era sagrado para Thangookari, el dios risueño.

Más tarde se les unió Brog, un joven de rostro adusto y sin la menor importancia, salvo posiblemente para sí mismo.

Mele tenía la sensación de que estaba a punto de suceder algo muy importante. Era una chica alta y ágil, y trabajaba como en un trance, moviéndose lenta y soñadoramente, su largo pelo negro agitado por el viento. Los objetos familiares parecían imbuidos de una claridad y una significación insólitas. Contempló la aldea, un pequeño racimo de cabañas al otro lado del río, y miró con asombro hacia atrás, hacia el Pináculo, donde se realizaban todos los matrimonios igathianos, y más allá, hacia el mar, delicadamente coloreado.

Era la chica más guapa de Igathi; hasta el viejo sacerdote lo admitía. Anhelaba un papel dramático y espectacular en la vida. Pero iban pasando los días monótonamente en la aldea, y allí seguía ella recogiendo brotes de frag bajo dos cálidos soles. Parecía una injusticia.

Su padre se incorporó enérgicamente al trabajo, tarareando mientras trabajaba. Sabía que los brotes fermentarían muy pronto en la tina de la aldea. Lag, el sacerdote, pronunciaría las palabras adecuadas sobre el brebaje, y se haría una libación ante la imagen de Thangookari. Concluidas estas formalidades toda la aldea, perros incluidos, se entregaría a una espléndida borrachera.

Estos pensamientos aceleraban el trabajo. Además, Katanga había ideado un plan sutil y peligroso para aumentar su prestigio. Este plan le permitía agradables especulaciones.

Brog se enderezó, se enjugó la cara con el extremo de su capa, y miró hacia el cielo buscando indicios de lluvia.

—¡Eh! —gritó.

Kataga y Mele alzaron la vista.

—¡Allí! —chilló Brog—. ¡Allí, allá arriba!

Arriba descendía lentamente un punto plateado rodeado de llamas rojas y verdes, que iba creciendo poco a poco y que acabó convirtiéndose en una resplandeciente esfera.

—¡La profecía! —murmuró respetuosamente Kataga—. Al fin… ¡Después de tantos siglos de espera!

—¡Vamos a decirlo en la aldea! —gritó Mele.

—Un momento —dijo Brog; hundió un pie en la tierra y se puso rojo—. Yo lo vi primero, ¿está claro?

—Por supuesto —dijo Mele, impaciente.

—Y puesto que yo lo vi primero —continuó Brog—, presto así un importante servicio a la aldea, ¿no creéis…? ¿No os parece adecuado…?

Brog quería lo que deseaba todo igathiano, lo que les hacía trabajar a todos, lo que todos pedían en sus oraciones, y por lo que los hombres inteligentes como Kataga elaboraban sutiles planes. Pero era impropio llamar a aquello que tanto se deseaba por su nombre. Sin embargo, Mele y su padre comprendieron.

—¿Qué es lo que piensas? —preguntó Kataga.

—Supongo que se merece algo —dijo Mele.

Brog se frotó las manos.

—¿De veras, Mele? ¿Lo harías tú?

—Sin embargo —dijo Mele—, quien tiene que decidir es el sacerdote.

—¡Por favor! —gritó Brog—. Lag quizás crea que no estoy preparado. ¡Por favor, Kataga! ¡Hazlo tú mismo!

Kataga estudió la expresión inflexible de su hija y dijo, con un suspiro:

—Lo siento, Brog. Si fuese una cosa sólo entre nosotros… pero Mele es escrupulosamente ortodoxa. Dejemos que decida el sacerdote.

Brog asintió, completamente derrotado. La esfera resplandeciente continuaba descendiendo hacia la lisa llanura próxima a la aldea. Los tres igathianos recogieron sus sacos de brotes de frag e iniciaron el regreso.

Llegaron al puente de enredaderas que se extendía sobre un impetuoso río. Kataga envió primero a Brog y luego a Mele. Luego les siguió, sacando un pequeño cuchillo que llevaba oculto bajo su lona.

Como esperaba, Mele y Brog no miraron atrás. Iban tan ocupados guardando el equilibrio sobre aquella balanceante y frágil estructura… Kataga, cuando llegó al centro del puente, metió sus dedos debajo de la enredadera de apoyo principal. En un momento localizó el punto gastado que había encontrado días antes. Rápidamente serró con su cuchillo y tanteó las fibras cortadas. Otro tajo o dos y la enredadera se partiría bajo el peso de un hombre. Pero aquello era suficiente por ahora. Satisfecho consigo mismo, Kataga metió de nuevo el cuchillo entre su ropa y siguió a Brog y a Mele.

La aldea cobró vida ante la noticia del visitante. Hombres y mujeres no hablaban más que del gran acontecimiento, y se inició una danza improvisada frente al Templo del Instrumento. Pero se interrumpió cuando salió el sacerdote del templo de Thangookari.

Lag, el sacerdote, era un viejo alto y flaco. Después de años de servicios, su cara había acabado pareciéndose a la cara benévola y risueña del dios al que adoraba. Llevaba sobre su cabeza calva la corona de plumas de la casta sacerdotal, y se apoyaba en una maza sagrada negra.

La gente se arremolinó frente a él. Brog estaba junto al sacerdote, frotándose las manos ilusionado, pero temeroso de exigir su recompensa.

—Pueblo mío —dijo Lag—, la antigua profecía de Igathi va a cumplirse ahora. Una gran esfera resplandeciente ha caído de los cielos, tal como predijeron las viejas leyendas. Dentro de la esfera habrá un ser como nosotros, y sera un emisario de Thangookari.

Todos asentían, extasiados.

—El emisario realizará grandes hazañas. Efectuará buenas acciones superiores a cuanto los hombres han visto hasta ahora. Y cuando haya completado su obra y pida descanso, esperará su recompensa.

La voz de Lag fue convirtiéndose en un impresionante susurro.

—Esta recompensa es lo que desea todo igathiano, lo que sueña, lo que pide en sus oraciones. Es el don definitivo que Thangookari otorga a los que le sirven y a los que sirven a la aldea.

El sacerdote se volvió a Brog.

—Tú, Brog —dijo—, has sido el primer testigo de la llegada del emisario. Has servido bien al pueblo. —El sacerdote alzó los brazos—. ¡Amigos! ¿Creéis que Brog debe recibir la recompensa que anhela?

La mayoría creían que sí. Pero Vassi, un rico comerciante, se adelantó, ceñudo.

—Es injusto —dijo—. Todos los demás llevamos años trabajando por esto y entregando costosos regalos al templo. Brog no ha hecho lo suficiente para merecer ni siquiera la recompensa más elemental. Además, es de origen humilde.

—Tienes cierta razón —admitó el sacerdote, y Brog lanzó un gruñido audible—. Pero —continuó—, la misericordia de Thangookari no sólo alcanza a los de origen encumbrado. Hasta los ciudadanos más humildes pueden aspirar a ella. Si Brog no recibiese la recompensa adecuada, ¿verdad que los demás perderían la esperanza?

Se elevó entre la multitud un grito afirmativo, y los ojos de Brog se humedecieron de agradecimiento.

—Arrodíllate, Brog —dijo el sacerdote, y su rostro parecía irradiar bondad y amor.

Brog se arrodilló. Los aldeanos contuvieron el aliento.

Lag alzó su pesada maza y la bajó con todas sus fuerzas sobre el cráneo de Brog. Fue un buen golpe, certero y preciso. Brog se derrumbó, tuvo un estertor y expiró. En su rostro había una maravillosa expresión de gozo.

—Fue maravilloso —murmuró con envidia Kataga.

Mele apretó su brazo.

—No te preocupes, padre. Algún día tú tendrás también tu recompensa.

—Eso espero —dijo Kataga—. ¿Pero cómo puedo estar seguro? Piensa en Rii. El individuo más honrado y más piadoso que he conocido. El pobre viejo trabajó toda su vida y rezó sin cesar por una muerte violenta. ¡Cualquier tipo de muerte violenta! ¿Y qué sucedió? ¡Murió mientras dormía! ¿Qué clase de muerte es esa para un hombre?

—Siempre hay excepciones.

—Podría citarte docenas más —dijo Kataga.

—Procura no preocuparte por eso, padre —dijo Mele—. Sé que tendrás una muerte hermosa, como Brog.

—Sí, sí… pero si lo piensas, Brog tuvo un final tan simple —sus ojos se iluminaron—. Me gustaría algo realmente grande, algo doloroso, complicado y maravilloso, como tendrá el emisario.

Mele apartó la vista.

—Eso es pretender algo que está por encima de tu condición, padre.

—Cierto, cierto —dijo Kataga—. Bueno, algún día…

Sonrió para sí. ¡Realmente algún día! Un hombre inteligente y valeroso actúa por su cuenta y prepara su propia muerte violenta, en vez de esperar tristemente a que el sacerdote se decida. Fuese herejía, o fuese lo que fuese, algo decía a Kataga en lo más profundo de su yo que un hombre tenía derecho a morir todo lo dolorosa y violentamente que desease… si podía conseguirlo.

El pensamiento de la enredadera medio cortada le llenó de satisfacción. ¡Qué suerte que no hubiese aprendido a nadar!

—Vamos —dijo Mele—. Hay que dar la bienvenida al emisario.

Siguieron al resto de los aldeanos a la lisa llanura donde había aterrizado la esfera.

Richard Hadwell se retrepó en su almohadillada silla de piloto y se enjugó el sudor de la frente. Los últimos nativos acababan de dejar su nave, y les oía cantar y reír de regreso hacia su aldea a la media luz del crepúsculo. El compartimento del piloto olía a flores, miel y vino, y los sonoros tambores parecían repiquetear aún en las grises paredes de metal.

Sonrió evocadoramente y cogió su cuaderno de notas. Eligió una pluma y escribió:

Igathi es un lugar hermoso, con montañas impresionantes e impetuosos ríos, playas de arena negra, exuberante vegetación en las selvas, grandes árboles floridos en los bosques.

No está mal, se dijo Hadwell. Frunció los labios y continuó.

Esta gente pertenece a una hermosa raza humanoide, de piel levemente tostada y de agradable aspecto. Me recibieron con flores y danzas, y con muchos signos de alegría y afecto. No tuve ningún problema para hipnocaptar su lengua, y pronto me sentí como en casa. Son un pueblo alegre y jovial, amable y cortés, que vive serenamente en un estado casi natural. ¡Qué lección para el Hombre Civilizado!

Uno se siente inclinado a estimarles, y también a Thangookari, su benévola deidad. Ojalá no llegue aquí el Hombre Civilizado con su capacidad de destrucción y su alocada conducta y altere el estado de gozosa serenidad en que vive esta gente.

Hadwell seleccionó una pluma de punta más fina y escribió:

Hay una chica llamada Mele que…

Tachó la línea y escribió:

Una chica de pelo negro llamada Mele, incomparablemente bella, se acercó a mí y me dedicó una profunda mirada…

Tachó esto, también.

Frunciendo el ceño, intentó varias frases posibles:

Sus límpidos ojos castaños eran una promesa de goces más allá…

Su boquita roja temblaba levemente cuando yo…

Aunque su manita descansó en mi brazo sólo un instante…

Arrancó la hoja. Cinco meses de celibato forzoso en el espacio producían sus efectos, decidió. Sería mejor que volviese al tema principal y dejase a Mele para luego.

Escribió:

Un observador comprensivo podría ayudar a estas gentes de muchos modos. Pero uno siente la firme tentación de no hacer absolutamente nada, por miedo a alterar su cultura.

Hadwell cerró el cuaderno de notas, miró por una escotilla hacia la aldea distante, iluminada ahora por antorchas. Luego abrió otra vez el cuaderno de notas.

Aunque su cultura parece sólida y flexible. Y únicamente ciertos tipos de ayuda pueden serles de provecho. Y se los prestaré sin pedir nada a cambio.

Cerró de golpe el cuaderno de notas y guardó sus plumas.

Al día siguiente Hadwell inició sus buenas obras. Encontró a varios igathianos que padecían enfermedades transmitidas por mosquitos. Con una prudente selección de antibióticos logró resolver todos los casos salvo los más graves. Luego dirigió equipos de trabajo para drenar las lagunas de agua estancada donde vivían los mosquitos.

En todas estas operaciones le acompañaba Mele. La hermosa igathiana aprendió enseguida los rudimentos de la asistencia sanitaria, y Hadwell encontró en ella una ayuda inestimable.

Pronto desaparecieron de la aldea todas las enfermedades importantes. Hadwell se dedicó entonces a haraganear en un soleado bosquecillo próximo a Igathi, donde descansaba y trabajaba en su libro.

Lag convocó inmediatamente una asamblea para discutir el significado de esto.

—Amigos —dijo el anciano sacerdote—, nuestro amigo Hadwell ha hecho cosas maravillosas por la aldea. Ha curado a nuestros enfermos, para que puedan vivir también y disfrutar del don de Thangookari. Ahora Hadwell está cansado y reposa al sol. Ahora Hadwell espera la recompensa por la que vino aquí.

—Es justo —dijo Vassi, el comerciante— que el emisario reciba su recompensa. Propongo que el sacerdote coja su maza y vaya…

—¿Por qué algo tan mísero? —preguntó Juele, novicio de sacerdote—. ¿Es que un mensajero de Thangookari no merece una muerte mejor? ¡Hadwell merece más que la maza! ¡Mucho más!

—Tienes razón —admitió Vassi—. Entonces propongo que le metamos púas venenosas de legemberri en las uñas.

—Eso quizás fuese bastante para un mercader —dijo Tagara, el picapedrero—, pero no para Hadwell. ¡Él se merece una muerte de jefe! Propongo que le atemos y hagamos un pequeño fuego debajo de sus pies y gradualmente…

—Un momento —dijo Lag—. El emisario se ha ganado la Muerte de un Adepto. En consecuencia, lo mejor es que le cojamos, tierna y firmemente, y le llevemos al hormiguero gigante más próximo y le enterremos allí hasta el cuello.

Hubo gritos de aprobación.

—Y mientras grite —dijo Tagara—, sonarán los viejos tambores ceremoniales.

—Y habrá danzas en su honor —dijo Vassi.

—Y una espléndida borrachera —dijo Kataga.

Todo el mundo admitió que sería una hermosa muerte.

Así que se decidieron los detalles finales y se estableció una fecha. La aldea palpitaba de éxtasis religioso. Todas las cabañas estaban adornadas con flores, salvo el Templo del Instrumento, que debía permanecer desnudo. Las mujeres reían y cantaban mientras preparaban la fiesta de la muerte. Sólo Mele, por alguna razón desconocida, parecía afligida. Con la cabeza baja cruzó la aldea y subió por las colinas que había tras ella hacia donde estaba Hadwell.

Hadwell, desnudo hasta la cintura, tomaba los dos soles.

—Hola, Mele —dijo—. Oí los tambores. ¿Se prepara algo?

—Habrá una fiesta —dijo Mele, sentándose a su lado.

—Qué bien. ¿Asistiré yo?

Mele le miró fijamente y asintió. Su corazón se derretía ante aquel valor. El emisario estaba mostrando una auténtica observación de la antigua etiqueta, según la cual un hombre debía fingir que su propia fiesta de la muerte era algo que en realidad no le preocupaba. Los hombres de aquel tiempo no eran capaces de mantener el aplomo necesario. Pero claro, era lógico que un emisario de Thangookari siguiese las reglas mejor que nadie.

—¿Y cuándo empezará?

—Dentro de una hora —dijo Mele. Hasta entonces había sido franca y espontánea con él. Ahora sentía un gran peso en su corazón. No sabía por qué. Tímidamente contempló las extrañas y brillantes ropas de Hadwell, su pelo rojizo.

—Debe ser una bonita fiesta —dijo Hadwell—. Sí, debe serlo… —Su voz fue apagándose. Con los ojos entrecerrados contempló a la hermosa igathiana, observó el limpio perfil del cuello y el hombro, su pelo negro y liso, y sintió, más que olió, su leve perfume. Nervioso, arrancó una brizna de hierba.

—Mele —dijo— yo…

Las palabras murieron en sus labios. De pronto, ella estaba en sus brazos.

—¡Oh, Mele!

—¡Hadwell! —gritó ella, apretándose contra él. Súbitamente se apartó y le miró afligida.

—¿Qué pasa, querida? —preguntó Hadwell.

—Hadwell, ¿podrías hacer algo más por la aldea? Cualquier cosa… Mi pueblo te lo agradecería.

—Claro, por supuesto —dijo Hadwell—. Pero querría descansar un poco antes, hacer las cosas con calma.

—¡No! ¡Por favor! —suplicó ella—. ¿Recuerdas los canales de irrigación de que hablaste? ¿Podrías empezarlos ya?

—Si quieres que lo haga —dijo Hadwell—. Pero…

—¡Oh, querido! —se levantó de un salto. Hadwell intentó retenerla pero ella retrocedió.

—¡No hay tiempo que perder! ¡Tengo que ir a decirlo en la aldea!

Y se fue corriendo. Y Hadwell se quedó allí meditando sobre la extraña conducta de los alienígenas, y especialmente de las alienígenas.

Mele volvió corriendo a la aldea y encontró al sacerdote en el templo, pidiendo al dios sabiduría e inspiración. Rápidamente le habló de los nuevos planes que tenía el emisario para ayudar a la aldea.

El viejo sacerdote asintió lentamente.

—Entonces habrá que aplazar la ceremonia. Pero, dime, hija mía, ¿por qué te tomas tanto interés en esto?

Mele se ruborizó y no fue capaz de contestar.

El anciano sacerdote sonrió. Pero luego su expresión se endureció.

—Comprendo. Pero escúchame, hija, no permitas que el amor te aparte de la ley de Thangookari y de la observancia de las antiguas costumbres de nuestro pueblo.

—¡Claro que no! —dijo Mele—. Simplemente creo que Hadwell se merece algo más que una muerte de Adepto. ¡Merece mucho más! ¡Merece… el Máximo!

—Ningún hombre ha sido merecedor del Máximo en seiscientos años —dijo Lag—. Desde que el héroe y semidiós V’ktat salvó a laj raza igathiana de los terribles huelvas.

—Pero Hadwell es de la misma raza que los héroes —clamó Mele—. ¡Démosle tiempo! ¡Demostrará sus méritos!

—Quizás sí —musitó el sacerdote—. Sería una gran cosa para la aldea… ¡Pero piensa, Mele, que Hadwell podría tardar toda una vida en demostrarlo!

—¿Y no merecería la pena esperar? —preguntó ella.

El anciano sacerdote acarició su maza, y su frente se frunció pensativa.

—Quizás tengas razón —dijo lentamente—. Sí, puede que tengas razón. —De pronto se irguió y la miró receloso.

—Pero dime la verdad, Mele. ¿Estás intentando realmente preservarle para la Muerte Máxima? ¿O quieres tan sólo conservarlo?

—Debe tener la muerte que merece —dijo serena Mele. Pero fue incapaz de aguantar la mirada del sacerdote.

—Me pregunto —dijo el anciano—, me pregunto qué hay en tu corazón. Creo que estás peligrosamente próxima a la herejía, Mele. Tú, que figurabas entre los más ortodoxos.

Cuando Mele iba a contestar irrumpió en el templo Vassi, el mercader.

—¡Rápido! —gritó—. ¡Se trata de Iglai, el labrador! ¡Ha evadido el tabú!

El gordo y jovial labriego había tenido una muerte horrible. Hacía su ruta habitual de su cabaña al centro de la aldea y cuando pasaba bajo un viejo espino, el árbol, sin previo aviso, se derrumbó sobre él. Las espinas le habían atravesado por todas partes. Testigos oculares decían que el labriego había estado gimiendo durante una hora antes de expirar.

Pero había muerto con una sonrisa.

El sacerdote observó a la multitud que rodeaba el cuerpo de Iglai. Varios de los aldeanos se tapaban la boca ocultando sonrisas. Lag se acercó al árbol y lo examinó. Había leves marcas de una sierra, disimuladas y ocultas con barro. El sacerdote se volvió a la multitud.

—¿Solía estar Iglai cerca del árbol? —preguntó.

—Desde luego —dijo otro labriego—. Almorzaba siempre debajo de ese árbol.

Ahora la multitud reía abiertamente, orgullosa de la hazaña de Iglai. Comenzaron a oírse comentarios.

—Yo siempre me preguntaba por qué comía ahí.

—No quería nunca compañía. Decía que le gustaba comer solo.

—¡Ja, ja!

—Debía dedicarse a serrar todos los días.

—Durante meses, probablemente. Es una madera dura.

—Qué listo fue Iglai.

—¡Desde luego! Era sólo un labriego, y nadie podría pensar que fuese muy religioso. Pero consiguió una muerte magnífica.

—¡Escuchad, buenas gentes! —gritó Lag—. ¡Iglai cometió un sacrilegio! ¡Sólo un sacerdote puede administrar la muerte violenta!

—Lo que los sacerdotes no ven no puede hacerles daño —murmuró alguien.

—Sería un sacrilego —dijo otro hombre—, pero vaya muerte que consiguió. Eso es lo importante.

El anciano sacerdote se alejó lleno de tristeza. No podía hacer nada. Si hubiese descubierto a Iglai a tiempo, le habría aplicado severas sanciones. Iglai jamás se habría atrevido a preparar otra muerte y probablemente hubiese muerto tranquilo y triste en su lecho, en la vejez, cuando le llegase su hora. Pero ya era demasiado tarde. El labriego había conseguido su muerte y en sus alas había volado ya a Rookachangi. Pedir al dios que castigase a Iglai en la otra vida era inútil, pues el labriego estaría ya allí, ante él, defendiendo su caso.

—¿No le vio ninguno serrar ese árbol? —preguntó Lag.

Si alguien le había visto, no lo diría. Se protegían, Lag lo sabía muy bien. Pese a la formación religiosa que les había inculcado desde su más temprana infancia, seguían intentando burlar a los sacerdotes.

Cuándo entenderían que una muerte ilegal nunca sería tan satisfactoria como una muerte ganada, merecida, ejecutada con todos los requisitos ceremoniales…

Suspiró. A veces la vida era una carga.

Una semana más tarde, Hadwell escribía en su diario:

Creo que nunca ha existido raza como esta de los igathianos. He vivido entre ellos, he comido y bebido con ellos y he observado sus ceremonias. Les conozco y les comprendo. Y resultan sorprendentes, y digo poco. ¡El hecho es que los igathianos no entienden qué pueda ser la guerra! ¡Considera esto, Hombre Civilizado! En toda su historial oral y escrita no han tenido ni una sola. Simplemente no la conciben. Daré el siguiente ejemplo:

Intenté explicarle a Kataga, padre de la incomparable Mele, lo que es la guerra. Kataga se rascó la cabeza y preguntó:

—¿O sea que muchos matan a muchos? ¿Eso es guerra?

—En parte —dije yo—. Miles matan a miles.

—En ese caso —dijo Kataga—, mueren muchos al mismo tiempo y del mismo modo, ¿no?

—Exactamente —dije yo.

Caviló sobre esto largo rato y luego me dijo:

—No es bueno que mueran muchos al mismo tiempo y del mismo modo. No, no lo es. Cada hombre debe tener su propia muerte individual.

Considera, Hombre Civilizado, la increíble ingenuidad de esta respuesta. Y sin embargo, piensa en la gran verdad que hay tras la ingenuidad; una verdad que todos deberíamos aprender.

Además, estas gentes no se enzarzan en disputas, no tienen pleitos de sangre, ni crímenes pasionales, ni asesinatos. La conclusión a la que llegué es esta: entre estas gentes no se conoce la muerte violenta… salvo, claro está, por accidente.

Es una lástima que haya tantos accidentes entre ellos y que sean tan a menudo fatales. Es algo que achaco al salvajismo del medio y a la naturaleza alegre y despreocupada de la gente. Y, por otra parte, ni siquiera los accidentes pasan inadvertidos. El sacerdote, con el que he hecho considerable amistad, deplora el elevado índice de accidentes, y clama constantemente contra ellos. No cesa de pedir a su pueblo que extreme las precauciones.

Es un buen hombre.

Y ahora anotaré la última noticia, la más maravillosa de todas. (Hadwell sonrió bovinamente, vaciló un instante y luego volvió a su cuaderno de notas).

¡Mele ha aceptado ser mi esposa! En cuanto termine esto empezará la ceremonia. Se han iniciado las celebraciones, está preparada ya la fiesta. Me considero el más feliz de los mortales, pues Mele es una mujer maravillosa. Y además una mujer excepcional.

Tiene gran conciencia social. Quizás demasiada. No hace más que pedirme constantemente que trabaje en beneficio de la aldea. Y la verdad es que he trabajado mucho. Terminé todo un sistema de irrigación, introduje varios cultivos de crecimiento rápido, inicié la metalurgia y muchas otras cosas, demasiadas para mencionarlas todas. Y ella quiere que haga más, mucho más.

Pero he decidido poner punto final. Tengo derecho a un descanso. Quiero una luna de miel larga y tranquila, y quiero pasarme luego un año o así tomando el sol y terminando mi libro.

Esto a Mele le resulta difícil de entender. Sigue intentando convencerme de que debo seguir trabajando. Y me habla de cierta ceremonia relacionada con el «Máximo» (si mi traducción es correcta).

Pero ya he trabajado bastante. Me negué a hacer más, al menos por un año o dos.

Esta ceremonia «Máxima» tendrá lugar inmediatamente después de nuestra boda. Supongo que debe ser algún alto honor o cualquier otra cosa que estas gentes sencillas desean otorgarme. He manifestado mi voluntad de aceptarlo. Debe ser interesante.

Toda la aldea, dirigida por el anciano sacerdote, se encaminó hacia el Pináculo, que era donde se celebraban todas las bodas igathianas, para el casamiento de Hadwell y Mele. Los hombres llevaban atuendos ceremoniales y las mujeres iban llenas de joyería de conchas y piedras iridiscentes. Cuatro fornidos aldeanos llevaban en medio de la procesión un aparato de extraño aspecto. Hadwell sólo le echó una ojeada, pero sabía que lo habían sacado, con solemne ceremonia, de una sencilla cabaña de bálago negro que parecía una especie de templo.

En fila india cruzaron el balanceante puente de lianas. Kataga, que quedó rezagado, sonrió para sí mientras serraba furtivamente la liana principal.

El Pináculo era un estrecho promontorio de roca negra que se alzaba sobre el mar. Hadwell y Mele se situaron en su extremo, frente al sacerdote. El resto de los asistentes guardó silencio cuando Lag alzó sus brazos.

—¡Oh gran Thangookari! —gritó el sacerdote—. Protege a Hadwell, emisario tuyo, que ha venido a nosotros del cielo en un vehículo resplandeciente, y que ha hecho tan grandes servicios a Igathi. Y bendice a tu hija, Mele. Enséñala a honrar la memoria de su marido… Y a mantenerse fiel a sus creencias tribales.

El sacerdote miró fijamente a Mele al decir esto, y Mele, con la cabeza erguida, aguantó su mirada.

—¡Y ahora os declaro —dijo el sacerdote— marido y mujer!

Hadwell estrechó entre sus brazos a su mujer y la besó. Se oyeron vítores. Kataga sonrió astutamente.

—Y ahora —dijo el sacerdote con su voz más cálida—, tengo una buena noticia para ti, Hadwell. ¡Una gran noticia!

—¿Sí? —dijo Hadwell, soltando a regañadientes a la novia.

—Hemos considerado tus obras —dijo Lag— y hemos llegado a la conclusión de que eres digno de… del ¡Máximo!

—Bueno, gracias… —dijo Hadwell.

El sacerdote avanzó. Cuatro hombres se adelantaron con el extraño aparato que Hadwell había visto antes. Pudo apreciar entonces que se trataba de una plataforma del tamaño de una cama grande, de una madera negra de aspecto antiguo. Engastadas en la estructura había púas, garfios, conchas aguzadas y agudas espinas. Había copas, que no contenían sin embargo ningún líquido. Y había otras cosas, de extrañas formas, cuyo propósito Hadwell no podía imaginar.

—El Instrumento —dijo Lag—, lleva seiscientos años sin salir del Templo del Instrumento. Desde los tiempos de V’ktat, el héroe-dios que por sí solo salvó de la destrucción al pueblo igathiano. ¡Y ahora ha salido otra vez para ti, Hadwell!

—Bueno, no me lo merezco —dijo Hadwell.

Se elevó un murmullo entre la multitud ante tanta modestia.

—Créeme —dijo Lag con vehemencia— que sí te lo mereces. ¿Aceptas el Máximo, Hadwell?

Hadwell miró a Mele. No podía entender muy bien la expresión de su bello rostro. Miró al sacerdote. Lag estaba impasible. La multitud guardaba un silencio mortal. Hadwell contempló el Instrumento. No le gustaba su aspecto. Una duda comenzó a deslizarse en su mente.

¿Habría juzgado mal a aquella gente? Aquel instrumento debía haberse utilizado para tortura en tiempos antiguos. Aquellas púas y aquellos garfios… pero ¿para qué eran las otras cosas? Pensándolo bien, Hadwell imaginó algunos de sus posibles usos y se estremeció. La multitud formaba una masa compacta frente a él. Detrás estaba el estrecho promontorio y bajo él un acantilado que caía a plomo de trescientos metros de altura. Hadwell miró de nuevo a Mele.

Era indudable que en el rostro de Mele había amor y devoción.

Miró luego a los aldeanos y advirtió en ellos interés por él. ¿De qué se preocupa ba? Jamás le harían daño, después de todo lo que había hecho por la aldea.

Indudablemente el Instrumento tenía algún uso simbólico.

—Acepto el Máximo —dijo Hadwell al sacerdote.

Los aldeanos lanzaron un grito de entusiasmo que repiqueteó entre las montañas. Se acercaron y le rodearon, sonriendo y agitando las manos.

—La ceremonia se celebrará en el acto —dijo el sacerdote—. En la aldea. Frente a la estatua de Thangookari.

Inmediatamente iniciaron el regreso, presididos por el sacerdote. Hadwell y su esposa iban ahora en el centro. Mele aún no había hablado desde la ceremonia.

Silenciosamente cruzaron el inseguro puente de lianas. Una vez cruzado, los aldeanos se apretaron más alrededor de Hadwell, dándole una leve sensación de claustrofobia. Si no estuviese convencido de su bondad esencial, se decía, podría haber sentido recelo.

Ante ellos se divisaba ya la aldea con el altar de Thangookari. El sacerdote aceleró la marcha.

De pronto, se oyó un grito. Todos se volvieron y corrieron al puente.

Mirando hacia el río, Hadwell vio lo que había pasado. Kataga, el padre de Mele, se había retrasado. Y cuando llegaba al punto central del puente la liana principal de apoyo había fallado inexplicablemente. Kataga había conseguido agarrarse a una liana secundaria, pero sólo un momento. Mientras los aldeanos observaban, sus fuerzas fueron debilitándose hasta que al fin se soltó y cayó al río.

Hawell observaba la escena inmovilizado por la sorpresa. Con una claridad como de sueño lo vio todo: Kataga cayendo, una sonrisa de majestuoso valor en su rostro, la impetuosa corriente, las afiladas rocas debajo.

Era, sin duda, una muerte terrible.

—¿Sabe nadar? —preguntó Hadwell a Mele.

—No —dijo la chica—. Se negó a aprender… ¡Oh, padre! ¡Cómo pudiste!

La impetuosa corriente aterraba a Hadwell más aún que el vacío del espacio. Pero el padre de su esposa estaba en peligro. Alguien tenía que actuar.

Se lanzó de cabeza al agua helada.

Kataga estaba casi inconsciente cuando Hadwell lo alcanzó, lo que fue una suerte pues el igathiano no ofreció resistencia cuando Hadwell lo cogió del pelo y comenzó a nadar vigorosamente hacia la orilla más próxima. Pero no pudo alcanzarla. La corriente arrastró a los dos hombres, hundiéndolos y sacándolos de nuevo a la superficie. Con un esfuerzo sobrehumano, Hadwell consiguió eludir las primeras rocas. Pero acechaban otras más allá.

Los aldeanos corrían por la orilla, gritándoles.

Sintiendo que sus fuerzas disminuían rápidamente, Hadwell luchó de nuevo intentando llegar a la orilla. Una roca sumergida arañó su costado, y estuvo a punto de soltar a Kataga. El igathiano empezaba a recuperarse y se agitaba.

—No cedas, viejo —masculló Hadwell. La orilla pasaba ante ellos rápidamente. Hadwell llegó a unos tres metros de ella, pero la corriente le arrastró de nuevo.

Con sus últimas fuerzas, logró agarrarse a una rama y mantenerse firme mientras la corriente azotaba su cuerpo. Momentos después, guiados por el sacerdote, los aldeanos arrastraron a los dos hombres a la seguridad de la orilla.

Los llevaron a la aldea. Cuando Hadwell logró respirar otra vez normalmente, se volvió y sonrió a Kataga.

—Estuvimos cerca, viejo —dijo.

—¡Entrometido! —dijo Kataga. Y escupiendo a Hadwell se apartó de él.

Hadwell le miró alejarse rascándose la cabeza.

—Debe haberle afectado al cerebro —dijo—. Bueno, ¿cuándo pasamos al Máximo?

Los aldeanos se arremolinaban a su alrededor, con expresiones amenazadoras.

—¡Vaya! ¡Quiere el Máximo!

—Un tipo como este.

—Después de sacar al pobre Kataga del río, hay que tener valor…

—¡Su pobre suegro y le salva la vida!

—Un hombre así —resumió Vassi, el mercader—, ¡no merece siquiera morir!

Hadwell pensó que se habían vuelto todos locos. Se levantó, un poco nervioso, y apeló al sacerdote.

—¿Qué es todo esto? —preguntó.

Lag, pálido, los ojos afligidos, los labios apretados, le miró fijamente sin contestar.

—¿Cuándo va a ser la ceremonia del Máximo? —preguntó Hadwell con tono quejumbroso.

—Tú la mereces —dijo el sacerdote—. Si algún hombre ha merecido alguna vez el Máximo, eres tú, Hadwell. Creo que, desde un punto de vista teórico de justicia, tienes derecho a ello. Pero hay algo más aquí que justicia teórica. Hay principios de misericordia y de piedad humana que son a Thangookari. De acuerdo con estos principios, Hadwell, hiciste algo terrible e inhumano al rescatar al pobre Kataga del río. Me temo que tu acción es imperdonable.

Hadwell no sabía qué decir. Al parecer había algún tabú que prohibía rescatar a los hombres que caían al río. Pero ¿cómo podían esperar que él lo supiese? ¿Cómo podían permitir que aquel hecho insignificante borrase todo lo que había hecho por ellos?

—¿No hay otra ceremonia que podáis concederme? —suplicó—. Me gusta vuestro pueblo, quiero vivir aquí. Supongo que podréis hacer algo.

Los ojos del viejo sacerdote se nublaron de compasión. Cogió su maza, empezó a levantarla.

Un rugido amenazador de la multitud le detuvo.

—No puedo hacer nada —dijo—. Vete, falso emisario. Vete y déjanos, oh Hadwell… ¡Tú no mereces morir!

—¡Está bien! —gritó Hadwell, súbitamente furioso—. Al diablo con vosotros, pandilla de sucios salvajes. No me quedaría aquí aunque me lo suplicaseis. Me voy. ¿Vienes conmigo, Mele?

La muchacha pestañeó nerviosamente, miró a Hadwell, luego al sacerdote. Hubo un largo instante de silencio. Luego el sacerdote murmuró:

—Recuerda a tu padre, Mele. Recuerda las creencias de tu pueblo.

Mele alzó orgullosa la cabeza.

—Sé cual es mi deber —dijo—. Vamos, Richard, querido.

—Magnífico —dijo Hadwell. Y se encaminó hacia la nave espacial, seguido por Mele.

El anciano sacerdote les miraba desesperado. Gritó una vez «¡Mele!», con voz quebrada. Pero Mele no volvió. La vio entrar en la nave y la escotilla se cerró.

Al cabo de unos minutos, llamas rojas y azules bañaron la esfera plateada. La esfera se elevó, ganó velocidad, fue alejándose, se convirtió en una mancha diminuta y se desvaneció.

El sacerdote miraba al cielo y las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Horas después, Hadwell decía:

—Querida, iremos a la Tierra, el planeta de donde yo procedo. Te gustará.

—Estoy segura —murmuró Mele, contemplando a través de la escotilla los puntitos brillantes de las estrellas.

Entre ellas quedaba su hogar, perdido para siempre. Sentía ya nostalgia. Pero no había elección posible. Al menos para ella. Una mujer debe ir con el hombre al que ama. Y la mujer que ama verdaderamente nunca pierde la fe en su hombre.

Mele no había perdido la fe en Hadwell.

Acarició una pequeña daga que llevaba oculta entre sus ropas. La daga estaba impregnada con un veneno de acción lenta y particularmente doloroso. Era una herencia familiar que sólo podía usarse cuando no hubiese ningún sacerdote, y sólo con aquellos a los que se amase tiernamente.

—Estoy harto de perder el tiempo —dijo Hadwell—. Con tu ayuda conseguiré grandes cosas. Estarás orgullosa de mí, querida.

Mele sabía lo que quería decir. Algún día, pensaba, Hadwell expiaría el pecado que había cometido contra su padre. Quizás en el plazo de un año. Y entonces ella le daría lo más preciado que una mujer puede dar a un hombre.

Una muerte dolorosa.