Era el Día de la Carrera del Acre: un día de jactanciosa esperanza y tragedia implacable, un día que ejemplificaba el desdichado siglo veintiuno. Steve Baxter había intentado llegar a primera hora a la línea de salida, como los otros participantes, pero había calculado mal el tiempo necesario. Ahora tenía problemas. Su Distintivo de Participante le había permitido atravesar la línea exterior, la exomultitud, sin incidentes. Pero ni la enseña ni la fuerza de sus músculos eran suficientes para transportar a un hombre a través del tupido núcleo interno de humanidad que formaba la endomultitud.
Baxter calculó la densidad de esta masa interna en un 8,7 (próxima al nivel pandémico). Podría alcanzarse un nivel de explosión en cualquier momento, pese a que las autoridades acababan de aerosolar a la endomultitud con tranquilizantes. Con tiempo suficiente cabía la posibilidad de bordear la masa humana; pero Baxter sólo disponía de los seis minutos que faltaban para que empezara la carrera.
Pese al riesgo, se lanzó directamente entre la gente, con una firme sonrisa, absolutamente esencial para abordar una concentración humana de elevada densidad. Podía ver ya la línea de salida, un pabellón elevado del Glebe Park de Jersey City. Los otros participantes estaban ya allí. Otros veinte metros, pensó Steve; ¡ojalá estos animales no organicen una estampida!
Pero aún le quedaba atravesar, al fondo de la nucleomultitud la última masa nuclear. Estaba compuesta por hombres corpulentos de gruesas mandíbulas y ojos extraviados… histerofilíacos aglutinantes, en la jerga de los pandemiólogos. Agrupados como sardinas, reaccionaban como un solo organismo, y eran incapaces de lo que no fuese resistencia ciega y furia irracional hacia lo que pretendiese atravesar sus filas.
Steve vaciló un momento. La nucleomultitud, más peligrosa que los famosos búfalos de la antigüedad, le miraba furiosa, las aletas de las narices dilatadas, los pesados pies arañando la tierra amenazadoramente.
Sin concederse ni un instante para pensar, Baxter se lanzó en medio de ellos. Sintió golpes en la espalda y en los hombros y oyó el urr de la endomultitud enloquecida. Cuerpos informes se lanzaron contra él, asfixiándole, presionando implacables más y más.
Entonces, providencialmente, las autoridades pusieron el Muzak. Esta música antigua y misteriosa, que durante una centuria había pacificado a los vesánicos más incontrolables, no falló. La endomultitud fue decibeliada hasta una inmovilidad temporal, y Steve Baxter logró abrirse camino hasta la línea de salida.
El juez principal había comenzado ya a leer el Prospecto. Todos los participantes y la mayoría de los espectadores conocían perfectamente el documento. Sin embargo la ley exigía que se leyese.
—Caballeros —leía el juez— estamos reunidos aquí para participar en una carrera para la adquisición de tierras del dominio público. Ustedes, cincuenta hombres afortunados, han sido elegidos por sorteo público entre cincuenta millones de inscritos de la región de Westchester Sur. El recorrido será desde este punto a la línea de inscripción del Registro de la Propiedad de Times Square, Nueva York, una distancia media aproximada de nueve kilómetros. Se permitirá a los participantes seguir cualquier ruta; viajar por la superficie, por encima de ella o por debajo. La única exigencia es que se termine la carrera personalmente: no se admiten sustitutos. Los diez primeros…
La multitud se mantenía en absoluto silencio.
—… recibirán un acre de tierra libre con casa e implementos agrícolas. ¡Estos finalistas dispondrán también de transporte gratuito proporcionado por el gobierno hasta su propiedad, para ellos y para su familia inmediata. Y este mencionado acre será suyo, para utilizarlo a su gusto, libre y sin trabas, y perpetuamente inalienable, mientras el sol brille y el agua corra, para él y sus herederos, hasta la tercera generación!
La multitud lanzó un gran suspiro al oír esto. Ninguno de ellos había visto nunca un acre libre, y menos aún había soñado con poseerlo. Un acre de tierra sólo para uno y su familia, un acre que no hubiese que compartir con nadie… En fin, era algo que simplemente superaba las más locas fantasías.
—Téngase en cuenta asimismo —continuó el juez— que el gobierno no acepta responsabilidad alguna por las muertes que puedan producirse durante esta carrera. Tengo la obligación de señalar que la media de mortalidad en las Carreras de este género es de aproximadamente un 68,9 por ciento. Todo participante que lo desee puede retirarse en este momento sin ningún perjuicio.
El juez esperó, y por un instante Steve Baxter consideró la posibilidad de abandonar aquella idea totalmente suicida. No había duda de que tanto él como Adele y los niños y la tía Fio y el tío George podían continuar en su acogedor apartamento de una habitación del Grupo de Viviendas de Categoría Media Fred Alien de Larchmont. Después de todo, él no era un hombre de acción, no era un valentón musculoso ni un fanfarrón de pelo en pecho. Era un consultor de «deformación de sistemas», muy bueno por cierto. Y también un ectomorfo de suaves maneras, fibrosos músculos y no demasiado fuelle. ¿Por qué, en nombre de Dios, se había lanzado a los peligros de la sombría Nueva York, la más famosa de las Ciudades Selvas?
—Mejor sería que lo dejaras, Steve —dijo una voz, haciéndose eco de sus pensamientos.
Baxter se volvió y vio a Edward Freihoff St. John, su opulento y desagradable vecino de Larchmont. St. John, alto y elegante, de firmes músculos, consecuencia de sus muchos días en los frontones. St. John, con su suave y elegante apostura, cuyos picaros ojos se fijaban con excesiva frecuencia en los rubios encantos de Adele.
—Nunca lo conseguirás, muchacho —dijo St. John.
—Es posible —contestó quedamente Baxter—. Y tú sí, claro.
St. John pestañeó y se pasó el dedo índice por la nariz en un gesto muy suyo. Durante semanas había estado estudiando la información especial que le había vendido un controlador al que había sobornado. Esta información aumentaría notablemente su posibilidades de atravesar Manhattan, la concentración urbana más densa y peligrosa del mundo.
—Stevie, muchacho, hazme caso y déjalo —insistió St. John con áspera voz—. Déjalo, será mejor para ti. Vamos, muchacho…
Baxter movió la cabeza negativamente. No se consideraba valiente; pero prefería morir a aceptar un consejo de St. John. Y en cualquier caso, no podría seguir como antes. De acuerdo con el Suplemento de la Ley Ampliada de Domicilio Familiar, Steve estaba ahora legalmente obligado a admitir a tres primos solteros y a una tía viuda, cuyo apartamento, un sótano de una habitación del polígono industrial de Lago Plácido, había sido derribado para construir el nuevo túnel Albany-Montreal.
Incluso con inyecciones antishock, diez personas en una habitación era demasiado. ¡No tenía más remedio que ganar aquel trozo de tierra!
—Me quedo —afirmó tranquilamente Baxter.
—Allá tú —dijo St. John, y el ceño descompuso su sardónica y torva expresión—. Pero recuerda que te avisé.
—¡Caballeros, a sus puestos! —gritó el juez principal.
Los participantes guardaron silencio. Se situaron en la línea de partida con los ojos entrecerrados, apretados los labios.
—¡Preparados!
Un centenar de musculosas piernas vibraron cuando cincuenta hombres decididos se inclinaron hacia adelante.
—¡Ya!
¡Y empezó la carrera!
Una descarga supersónica paralizó temporalmente a la multitud de alrededor. Los participantes recorrieron sus inmóviles filas y cruzaron a toda marcha entre las largas hileras de automóviles. Luego se desparramaron en abanico, pero siguiendo en general la dirección este, hacia el Hudson y la ciudad que se extendía en la lejana orilla opuesta, medio oculta por su cenicienta capa de hidrocarburos no quemados.
Sólo Steve Baxter no se dirigió hacia el este.
Fue el único de los participantes que se lanzó hacia el norte, hacia el puente de George Washington y Bear Mountain City. Con la boca apretada, avanzaba como un hombre en un sueño.
En la lejana Larchmont, Adele Baxter seguía la carrera por televisión. Involuntariamente, lanzó un grito. Su hijo Tommy, de ocho años, chilló:
—¡Mamá, mamá, va hacia el norte, hacia el puente! Pero este mes está cerrado. ¡Por ese lado no puede pasar!
—No te preocupes, querido —dijo Adele—. Tu padre sabe lo que hace.
Hablaba con una seguridad que no sentía. Y mientras la imagen de su marido se perdía entre la multitud, se dispuso a esperar… y a rezar. ¿Sabía Steve lo que estaba haciendo? ¿O le había hecho enloquecer de pánico la tensión?
Las semillas del problema se habían sembrado en el siglo veinte; pero la terrible cosecha se recogía cien años después. Tras incontables milenios de lento incremento, la población del mundo se disparó bruscamente, se duplicó una, varias veces. Controladas las enfermedades y asegurado el suministro de alimentos, el porcentaje de mortalidad continuó descendiendo mientras el de natalidad subía. Atrapadas en una progresión geométrica de pesadilla, las filas de la humanidad se hincharon como cánceres incontrolables.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis, los viejos policías, no podían ya mantener el orden. La peste y el hambre habían sido declaradas fuera de la ley y la guerra era un lujo excesivo para aquella era de subsistencia. Sólo la muerte persistía… muy alicaída, ya sólo una sombra de lo que había sido.
La ciencia, con espléndida irracionalidad, continuaba trabajando insensatamente hacia el objetivo de más vida para más gente.
Y la gente seguía creciendo cada vez más, atestando la tierra con su número, envenenando el aire, emponzoñando el agua, devorando sus algas preparadas entre rebanadas de pan de harina de pescado, esperando sombríamente una catástrofe que diezmase sus inmensas filas, y esperando en vano.
El aumento cuantitativo producía cambios cualitativos en la realidad humana. En tiempos más inocentes, la aventura y el peligro eran patrimonio de los lugares deshabitados: las altas montañas, los áridos desiertos, las selvas sofocantes. Pero en el siglo veintiuno la mayoría de estos lugares estaban utilizándose, en aquella búsqueda acelerada de espacio vital. La aventura y el peligro florecían ahora en las ingobernables y monstruosas ciudades.
En las ciudades podía uno encontrar el equivalente moderno de las tribus salvajes, bestias aterradoras y temibles enfermedades. Una expedición al interior de Nueva York o de Chicago exigía más recursos, más voluntad, más ingenio, que las expediciones victorianas al Everest o a las fuentes del Nilo.
En este mundo olla a presión, la tierra era el más precioso de los bienes. El gobierno la parcelaba cuando era asequible, a través de loterías regionales que culminaban con las Carreras del Acre. Estas pruebas imitaban, en cierto modo, las que se dieron en la década de 1890, cuando se abrieron el Territorio de Oklahoma y la Región Cherokee.
La Carrera se consideraba equitativa e interesante, alegre y deportiva. Millones de personas la seguían, y el efecto tranquilizador de la emoción vicaria sobre las masas era apreciable y estimado. Esto, por sí sólo, justificaba sobradamente las carreras.
Además, el elevado índice de mortalidad que se daba entre los participantes debía considerarse una ventaja supletoria. No significaba mucho en cifras absolutas, pero un mundo atestado agradecía hasta aquel pequeño alivio.
Habían transcurrido ya tres horas de carrera. Steve Baxter encendió su pequeño transistor y escuchó las últimas noticias. Supo que el primer grupo de participantes había llegado al Túnel Holland y que policías armados les habían hecho retroceder. Otros, más astutos, habían seguido la larga ruta del sur hasta Staten Island y se aproximaban ya a los alrededores del Puente de Verrazzano. Freihoff St. John, enarbolando una placa de concejal, había logrado atravesar las barricadas del Túnel de Lincoln.
Pero había llegado el momento de que Steve Baxter jugase su baza. Ceñudo, lleno de tranquilo coraje, penetró en el tristemente célebre Puerto Libre de Hoboken.
Anochecía cuando llegó a la ribera de Hoboken. Ante él, se alineaban los barcos rápidos de la flota de contrabando de Hoboken, todos con sus brillantes distintivos de Guardacostas. Algunos ya tenían la carga en la bodega: paquetes de cigarrillos de Carolina del Norte, licor de Kentucky, naranjas de Florida, marihuana de California, armas de Tejas. Todas las cajas llevaban el sello oficial: «CONTRABANDO-TASAS PAGADAS». En aquellos tristes años, el gobierno, duramente presionado, se veía en la necesidad de gravar incluso a las empresas ilegales, dándoles así un estatus semilegal.
Eligiendo cuidadosamente el momento, Baxter saltó a bordo de un barco contrabandista cargado de marihuana y se acuclilló entre los aromáticos fardos. Todo estaba dispuesto para una salida inminente; si pudiese ocultarse al menos durante el corto período del cruce del río…
—¡Vaya! ¿Qué demonios tenemos aquí?
Un maquinista borracho surgió inesperadamente y cazó a Baxter desprevenido. Respondiendo a su grito, el resto de la tripulación se concentró en la cubierta. Eran gentes crueles temidas por sus hábitos criminales. Eran de la misma calaña que los descreídos que habían saqueado Weehawken unos años antes, incendiado Fuerte Lee y asolado y saqueado todo el territorio hasta las puertas de Englewood. Steve Baxter sabía que no podía esperar piedad de ellos.
Sin embargo, dijo con admirable frialdad:
—Caballeros, necesito transporte hasta la otra orilla del Hudson.
El capitán del barco, un colosal mestizo con varias cicatrices en la cara y poderosos músculos, se echó hacia atrás y bramó entre risas:
—¿Quieres pasaje, verdad? —hablaba con tosco acento hobokenés—. ¿Acaso te crees que somos el transbordador de la calle Christopher?
—En absoluto, señor. Pero había supuesto…
—¡Al cementerio con tus suposiciones!
La tripulación rio sonoramente el chiste.
—Estoy dispuesto a pagar el pasaje —dijo Steve con tranquila dignidad.
—¿Pagarlo? —bramó el capitán—. Vaya, nosotros a veces vendemos pasajes… hasta el centro del río y de allí directamente al fondo.
La multitud redobló sus carcajadas.
—Si ha de ser así, sea —dijo Steve Baxter—. Lo único que pido es que me permitáis enviar una postal a mi mujer y a mis hijos.
—¿Mujer e hijos? —exclamó el capitán—. ¡Por qué no lo mencionaste! Yo también tuve hace tiempo, pero los merodeadores acabaron con ellos.
—Lo siento mucho —dijo Steve con evidente sinceridad.
—Sí, amigo mío —la expresión feroz del capitán se suavizó—. Aún los recuerdo muchas veces, a los chiquitines…
—Debiste de ser muy feliz —dijo Steve.
—Lo fui, lo fui —admitió quejumbroso el capitán.
Un marinero de piernas arqueadas se adelantó.
—Vamos, capitán, acabemos con él antes de que esos malditos polis lleguen aquí.
—¡Quién eres tú para dar órdenes, zambo maldito! —chilló el capitán—. ¡No saldremos hasta que yo lo diga! En cuanto a él… —se volvió a Baxter y dijo—: Te llevaremos, camarada, y sin pagar nada.
Así, por azar del destino, Steve Baxter había conseguido tocar el punto débil de los recuerdos del capitán ganándose su respeto. Los traficantes zarparon, surcando las olas verdegrises del Hudson.
Pero el alivio de Steve Baxter no duró mucho. En medio del río, poco después de entrar en aguas federales, rasgó la oscuridad del anochecer la luz de un poderoso foco y una voz les ordenó detenerse. La mala suerte les había atravesado en la ruta de un destructor de la patrulla del Hudson.
—¡Malditos sean! —bramaba el capitán—. ¡Cobrar impuestos y matar, eso es lo único que saben! ¡Pero les daremos una lección! ¡A las armas, mis valientes!
Rápidamente la tripulación retiró las lonas de las ametralladoras de calibre cincuenta y los Diesel gemelos del barco bramaron desafiantes. En zigzag, el barco contrabandista se lanzó hacia la protección de la costa neoyorquina. Pero el destrutor, más rápido, le seguía, y las ametralladoras de nada valían frente a un cañón de diez centímetros. Impactos directos atravesaron los puentes, estallaron en la cabina principal, y barrieron la cubierta del buque.
No había, al parecer, más opción que rendirse o morir. Pero a pesar de todo, el capitán olisqueó el aire.
—¡Aguantemos, amigos! —chilló—. ¡Hay un Wester cerca!
Llovían a su alrededor los proyectiles, pero rodó hacia ellos del oeste un inmenso e impenetrable banco de niebla, cubriéndolo todo con sus oscuros tentáculos. El destrozado buque eludió así el combate, y la tripulación, poniéndose filtros respiradores, dio las gracias a la niebla providencial, mientras el capitán comentaba que no hay mal viento que por bien no venga.
Media hora después llegaban al muelle de la calle Setenta y Nueve. El capitán abrazó cordialmente a Steve y le deseó buena suerte. Y Steve Baxter continuó su camino.
Detrás quedaba el ancho Hudson. Delante unas treinta manzanas del centro de la ciudad y menos de una docena de manzanas intermedias. Según el último informe radiofónico iba muy por delante de los otros participantes, por delante incluso de Freihoff St. John, que aún no había salido del laberinto de la zona próxima al Túnel de Lincoln. En conjunto, la carrera parecía ir a las mil maravillas para Baxter.
Pero su optimismo era prematuro. No se conquistaba Nueva York tan fácilmente. Aunque él no lo supiese, aún le quedaba por recorrer la parte más peligrosa de su viaje.
Tras dormir unas horas en la parte trasera de un coche abandonado, Steve siguió en dirección sur por la Avenida del West End. Pronto amanecería: una hora mágica en la ciudad, cuando sólo había unos centenares de madrugadores en los cruces. Arriba se veían las altas torres de Manhattan; sobre ellas el bosque de antenas de televisión tejía un fantástico tapiz contra un cielo ocre. Contemplando la escena, Baxter pensó en lo que habría sido Nueva York cien años antes, en los plácidos y líennosos días anteriores a la explosión demográfica.
Pero súbitamente despertó de su ensueño. Un grupo de hombres armados, que parecieron surgir de la nada, le cerraban el paso. Llevaban máscaras. Su aspecto era a la vez siniestro y pintoresco.
Uno de ellos, evidentemente el jefe, se adelantó. Era un viejo calvo de cara arrugada, grueso bigote negro y melancólicos ojos enrojecidos.
—Forastero —dijo—, enseña tu pase.
—Creo que no tengo —dijo Baxter.
—Claro que no —dijo el viejo—. Yo soy Pablo Steinmetz, el que da los pases aquí, y no recuerdo haberte visto nunca.
—Soy forastero —dijo Baxter—. Voy de paso.
Los hombres de sombrero negro sonrieron burlonamente, mirándose entre sí. Pablo Steinmetz se rascó la mejilla sin afeitar y dijo:
—Bueno, hijito, da la casualidad de que pretendes pasar por un camino privado sin permiso del propietario, que casualmente soy yo; y eso significa una invasión ilegal.
—Pero ¿cómo puede tener alguien un camino privado en el centro de la ciudad de Nueva York? —objetó Baxter.
—Es mío porque yo digo que es mío y basta —dijo Pablo Steinmetz, acariciando su Winchester 78—. Así son las cosas, forastero. En fin paga o juega.
Baxter buscó su cartera y descubrió que la había perdido. Evidentemente el capitán del barco contrabandista, al despedirse, cediendo a sus bajos instintos, se la había quitado.
—No tengo dinero —dijo Baxter; se le escapó una risilla nerviosa—. Lo mejor será que dé la vuelta.
Steinmetz meneó la cabeza.
—Dar la vuelta sería lo mismo que seguir adelante. Hay que pagar por ambas cosas. Es lo mismo: o pagas o juegas.
—Entonces creo que tendré que jugar —dijo Baxter—. ¿Qué hay que hacer?
—Tú corres —dijo el viejo Pablo— y nosotros vamos disparando por turnos, apuntando sólo a la parte superior de tu cabeza. El primero que te acierte se gana un pavo.
—¡Eso es una infamia! —gritó Baxter.
—Es un poco duro para ti —admitió con voz suave Steinmetz—. Pero así anda el mundo. La ley es ley, hasta en una anarquía. Así que si tienes valor suficiente para correr y ganar la libertad…
Los bandidos sonreían, se daban codazos, apoyaban la mano en las pistolas, se echaban hacia atrás los negros sombreros de alas anchas. Baxter se preparó para aquella carrera mortal…
Y en aquel momento se oyó una voz:
—¡Alto!
Era una mujer. Baxter se volvió y vio que una chica alta y pelirroja se abría paso entre los bandidos. Vestía pantalones de torero, zuecos de plástico y blusa hawaiana. Estas prendas exóticas realzaban su exuberante belleza. Llevaba un papel en el pelo, y un collar de perlas cultivadas en su grácil cuello. Baxter jamás había visto belleza tan deslumbradora.
Pablo Steinmetz frunció el ceño y se retorció el bigote.
—¡Llama! —bramó—. ¿Qué demonios haces tú aquí?
—He venido a parar tu jueguecito, padre —dijo fríamente la chica—. Quiero que me dejes hablar con este tipo.
—Esto es asunto de hombres —dijo Steinmetz—. ¡Venga, forastero, a correr!
—¡No muevas un músculo, forastero! —gritó Llama, y una mortífera Derringer apareció en su mano.
Padre e hija se miraron fijamente. El viejo Pablo fue el primero en ceder.
—Maldita sea. Llama, no puedes hacer esto —dijo—. La ley es la ley; hasta para ti. Este transeúnte ilegal no puede pagar, así que tiene que jugar.
—Eso no es problema —dijo Llama; hurgó en su blusa y extrajo una brillante águila doble de plata—. ¡Toma! —dijo, arrojándola a los pies de Pablo—. Yo he pagado y puede que haga el juego, también. Vamos, forastero.
Cogió a Baxter de la mano y le sacó de allí. Los bandidos sonreían malévolamente y se daban codazos observándoles, hasta que Steinmetz les miró ceñudo. El viejo Pablo meneó la cabeza, se rascó una oreja, resopló y dijo:
—¡Maldita chica!
Las palabras eran duras, pero el tono era inconfundiblemente tierno.
Cayó la noche sobre la ciudad, y los bandidos acamparon en la esquina de la Calle Sesenta y Nueve y la Avenida del West End. Los hombres de sombrero negro se relajaban ante un crepitante fuego. Un jugoso trozo de buey iba asándose en un espetón mientras se cocían verduras congeladas en un gran caldero negro. El viejo Pablo Steinmetz, calmando el imaginario dolor de su pata de palo, bebía ávidamente en una lata vieja martinis preparados. En la oscuridad, más allá de la fogata, se oía el aullido de un perro solitario que llamaba a su compañera.
Steve y Llama se sentaron lejos de los otros. La noche, cuyo silencio sólo rompía el estruendo lejano de los camiones de basura, volcaba sobre ellos su magia. Sus dedos se encontraron, se acariciaron, se apretaron.
—Steve —dijo al fin Llama—, te gusto… ¿verdad?
—Claro, por supuesto que me gustas —contestó Baxter, y rodeó sus hombros con un gesto fraternal no exento de mala interpretación.
—Bueno, pensaba —dijo la muchacha bandido—, pensé… —se detuvo, súbitamente tímida, y luego continuó—: Oh, Steve, ¿por qué no renuncias a esta carrera suicida? ¡Por qué no te quedas aquí conmigo! Yo tengo tierra, Steve, tierra auténtica… ¡cien metros cuadrados en el Patio de Maniobras de la Estación Central de Nueva York! ¡Tú y yo, Steve, podríamos cultivarlo juntos!
Baxter se sintió tentado… ¿qué hombre no se habría sentido? No le habían pasado inadvertidos los sentimientos que albergaba hacia él la hermosa bandolera, y no era totalmente indiferente a ello. La cautivadora belleza y el carácter altivo de Llama Steinmetz, incluso sin el atractivo suplementario de la tierra, podrían haber ganado el corazón de cualquier hombre. Durante unos instantes vaciló, su brazo apretó con fuerza los gráciles hombros de la muchacha.
Pero luego, otras lealtades básicas se reafirmaron. Llama era la esencia de lo romántico, el relampagueo del éxtasis con que un hombre sueña toda su vida. Pero Adele era la novia de su niñez, su mujer, la madre de sus hijos, la paciente compañera de muchos años de vida en común. Para un hombre del carácter de Steve Baxter, no había elección posible.
La imperiosa muchacha no estaba habituada a que la rechazasen. Enfurecida como un puma escaldado, amenazó con arrancarle a Baxter el corazón con sus propias uñas, rebozarlo con harina y freírlo a fuego lento. Sus grandes ojos llameantes y sus temblorosos pechos mostraban que no se trataba de una simple imagen.
Pese a esto, tranquilo e implacable, Steve Baxter se mantuvo fiel a sus convicciones. Y Llama comprendió con tristeza que nunca habría amado a aquel hombre si no se hubiese mantenido fiel a aquellos mismos altos principios que hacían inalcanzables sus anhelos.
Así pues, por la mañana, no ofreció ninguna resistencia cuando el tranquilo forastero insistió en marcharse. Silenció incluso a su airado padre, para el que Steve era un idiota irresponsable al que deberían detener por su propio bien.
—Es inútil, papá… ¿es que no te das cuenta? —dijo ella—. Debe ser fiel a su destino, aunque signifique la muerte.
Pablo Steinmetz desistió entre gruñidos, y Steve Baxter se lanzó de nuevo a proseguir su desesperada odisea.
Se adentró por el centro de la ciudad, repleta y atestada hasta la histeria, cegado por el relampagueo de neón contra cromo, ensordecido por los ruidos incesantes de la ciudad. Llegó por fin a una región en que proliferaban los letreros:
UNA SOLA DIRECCIÓN
PROHIBIDO EL PASO
APÁRTENSE DEL CENTRO
CERRADO DOMINGOS Y FESTIVOS
CERRADO LOS DÍAS LABORABLES
¡CARRIL IZQUIERDO DEBE GIRAR A LA IZQUIERDA!
Siguiendo a través de aquel laberinto de órdenes contradictorias, fue a dar accidentalmente con la vasta extensión de miseria conocida como Central Park. Ante él, en todo lo que la vista podía abarcar, no había metro cuadrado de tierra que no estuviese ocupado por escuálidas tiendas de campaña, inseguras barracas y miserables chabolas. Su súbita aparición entre los embrutecidos habitantes del parque provocó vivos comentarios, ninguno de ellos favorable. Pensaban unos que se trataba de un inspector de sanidad que venía a cerrar sus pozos plagados de malaria, sacrificar sus cerdos triquinosos y vacunar a sus escandalosos hijos. Alrededor de él se formó una multitud que agitaba los puños y gritaba amenazas.
Afortunadamente, un tostador averiado de Central Ontario provocó un súbito apagón. En el pánico subsiguiente, Steve consiguió escapar.
Pero se encontró entonces en una zona donde los letreros habían sido destrozados hacía mucho para despistar a los funcionarios fiscales. El sol quedaba oculto tras una relumbrante capa blanca. Ni siquiera podría utilizar la brújula por la proximidad de grandes cantidades de chatarra… era lo que quedaba del legendario metro de la ciudad.
Steve Baxter comprendió que estaba total e irremisiblemente perdido.
Sin embargo perseveró, con un valor que sólo su ignorancia superaba. Vagó durante incontables días por calles indescriptibles, pasó ante interminables hileras de casas de color pardo rojizo, montones de cristales y automóviles y cosas parecidas. Los supersticiosos habitantes se negaban a contestar a sus preguntas, temiendo que pudiese ser un agente del FBI. Vagó por allí sin poder obtener alimentos ni bebidas, sin poder siquiera descansar por miedo a que las multitudes le pisotearan.
Un amable asistente social le paró cuando se disponía a beber en una fuente hepatítica. Aquel anciano, sabio y canoso, le llevó a su propia casa, una cabaña construida enteramente con periódicos enrollados junto a las ruinas cubiertas de musgo de Lincoln Centre. Le aconsejó además renunciar a su arriesgada empresa y dedicar su vida a auxiliar a las vanas, míseras y embrutecidas masas que pululaban por doquier.
Era un noble ideal y a punto estuvo Steve de ceder: pero quiso el destino que oyese los últimos resultados de la carrera en la radio del venerable anciano asistente social.
Varios de los participantes habían sucumbido a su suerte en formas típicas de la ciudad. Freihoff St. John había sido encarcelado por el delito de arrojar basuras. Y el grupo que había logrado cruzar el Puente de Verrazzano había desaparecido súbitamente en la fortaleza coronada de nieve de Brooklyn Heights, sin que volviera a saberse de él.
Baxter comprendió que aún seguía en la carrera.
Con ánimos considerablemente estimulados inició otra vez la marcha. Pero incurrió entonces en un exceso de confianza más peligroso que la más profunda depresión. Avanzando rápidamente hacia el sur, aprovechó un atasco de tráfico para penetrar en una desviación ferroviaria. Hizo esto descuidadamente, con precipitación, sin examinar adecuadamente las consecuencias.
Irrevocablemente comprometido, se encontró ante su horror que estaba en una ruta de una sola dirección en la que no se permitía dar la vuelta. Aquella desviación, pudo ver entonces, llevaba sin detención posible a la terra incognita de Jones Beach, Fire Island, Patchogue y East Hampton.
La situación exigía una acción inmediata. A su izquierda corría una lisa pared de hormigón. A su derecha, un muro que se alzaba hasta la cintura, en el que decía: «NO SE PERMITE SALTAR ENTRE LAS DOCE DEL MEDIODÍA Y LAS DOCE DE LA NOCHE, MARTES, VIERNES Y SÁBADOS».
Era martes por la tarde… obraba la prohibición. Sin embargo, sin vacilar, Steve saltó la barrera.
La respuesta fue rápida y terrible. Un coche de la policía camuflado surgió de una de las famosas trampas urbanas. Se lanzó hacia él, disparando frenéticamente contra la multitud. (En aquella desdichada era, la policía debía disparar frenéticamente contra la multitud cuando perseguía un sospechoso).
Baxter se refugió en una tienda de caramelos próxima. Allí, reconociendo lo inevitable, intentó entregarse. Pero esto no era posible porque las prisiones del estado estaban atestadas. Una ráfaga le obligó a agacharse mientras los imperturbables policías disponían sus morteros y sus lanzallamas portátiles.
Aquello parecía el fin, no sólo de las esperanzas de Steve Baxter sino de su propia vida. Tendido en el suelo entre los esparcidos caramelos, encomendó su alma a Dios y se dispuso a enfrentar con dignidad la muerte.
Pero su desesperación era tan prematura como lo había sido su anterior optimismo. Oyó un alboroto y, alzando la cabeza, vio que un grupo de hombres armados había atacado por la retaguardia al coche de la policía. Volviéndose para enfrentar aquel ataque, los hombres de azul fueron atacados por el flanco y barridos hasta el último hombre.
Baxter salió a dar las gracias a sus salvadores y se encontró con que a la cabeza de ellos iba Llama O’Rourke Steinmetz. La bellísima chica bandido no había podido olvidar a aquel forastero de suaves maneras. Pese a las objeciones de su borracho padre, había seguido los movimientos de Steve y había acudido en su ayuda.
Los hombres de sombrero negro saquearon la zona con ruidoso abandono. Llama y Steve se retiraron a la sombreada soledad de un restaurante abandonado. Allí, bajo los raídos cortinajes color naranja de tiempos más tranquilos y galanes, se desarrolló entre ellos una tierna escena de amor. No fue más que un breve y agridulce intermedio, sin embargo. Steve Baxter pronto se lanzaría una vez más al enloquecido turbión de la ciudad.
Avanzando implacable, los ojos semicerrados por la tormenta de humos de los tubos de escape y la boca una ceñuda línea blanca en el tercio inferior de la cara, Baxter cruzó la Calle Cuarenta y nueve y la Octava Avenida. Allí, en un instante, cambiaron las condiciones con esa desastrosa brusquedad típica de una Ciudad Selva.
Cuando cruzaba la calle, Baxter oyó un estruendo profundo y amenazador. Comprendió que el semáforo había cambiado. Los conductores enloquecidos por días y días de espera, indiferentes a pequeños obstáculos, habían pisado a fondo simultáneamente sus aceleradores. Steve Baxter estaba directamente en la ruta de una estampida automovilística.
Avanzar o retroceder por el ancho bulevar era evidentemente imposible. Pensando rápidamente. Baxter abrió una tapa de alcantarilla y se lanzó al interior. Se salvó por no más de una décima de segundo. Oyó arriba el rechinar de torturado metal y el sonoro impacto de vehículos chocando.
Continuó su camino por las alcantarillas. La red de túneles estaba densamente poblada, pero era algo más segura que las rutas de superficie. Steve sólo tuvo un problema, cuando un rufián le atacó junto a un depósito de sedimentos.
Endurecido por sus experiencias, Baxter logró dominar a su enemigo y se apoderó de su canoa… absolutamente necesaria en algunos de los pasajes inferiores. Y así continuó remando por toda la calle Cuarenta y dos y la Octava Avenida hasta que una súbita inundación le sacó a la superficie.
Ahora su objetivo tan deseado estaba realmente al alcance de su mano. Sólo le quedaba una manzana; ¡una manzana y estaría ante el registro de Times Square! Pero en aquel momento se encontró con el último y aterrador obstáculo, que puso fin a todos sus sueños.
En medio de la calle Cuarenta y dos, extendiéndose sin límite visible al norte y al sur, había un muro. Era una estructura ciclópea, y se había elevado de la noche a la mañana de aquel modo casi humano con que se desarrollaba la arquitectura neoyorquina. Aquello, según Baxter pudo descubrir, era uno de los lados de un gigantesco proyecto de viviendas para personas de ingresos medios-altos. Durante su construcción, todo el tráfico de Times Square corría a través del túnel Queens-Battery y el Shunpike de la calle Treinta y siete este.
Steve calculó que la nueva ruta le llevaría por lo menos tres semanas a través del distrito Garment, del que no existían planos. Su carrera, comprendió, había terminado.
El valor, la tenacidad y la honradez habían fracasado; y, no siendo hombre religioso, Steve Baxter podría haber considerado el suicidio. Con manifiesta amargura, encendió su pequeño transistor y escuchó los últimos informes.
Cuatro participantes habían llegado ya al registro. Otros cinco estaban a unos quinientos metros del objetivo, y avanzaban por las rutas del sur, despejadas. Y, para completar la desdicha de Steve, oyó que Freihoff St. John, tras recibir el perdón del gobernador, avanzaba de nuevo, aproximándose a Times Square por el este.
En aquel instante, el más lúgubre de toda su vida, Steve sintió que una mano se posaba en su hombro. Se volvió y vio que Llama le había seguido de nuevo. Aunque la animosa joven había jurado que no se mezclaría más en su vida, no había sido capaz de cumplir su promesa. Aquel hombre tranquilo y suave significaba para ella más que el orgullo; más, quizás, que la propia vida.
¿Qué hacer con aquel muro? ¡Un problema muy simple para la hija de un capitán de bandidos! ¡Si uno no podía rodearlo, atravesarlo, ni pasar por debajo de él, había que pasar por encima! Y para este fin había traído sogas, botas, martillos, hachas, pitones, garfios para trepar… un equipo completo. Estaba decidida a que Baxter tuviese una oportunidad de cumplir el deseo de su corazón… ¡Y Llama O’Rourke Steinmetz le acompañaría, sin aceptar nada a cambio!
Subieron hombro con hombro por la superficie del muro lisa como cristal. Había allí incontables peligros (aves, vehículos aéreos, francotiradores, tipos aprovechados), todos los riesgos de las ciudades impredecibles. Y, desde abajo, les observaba el viejo Pablo Steinmetz, su cara como granito corrugado.
Tras una eternidad de peligros sin cuento, llegaron a la cima y comenzaron el descenso por el otro lado…
¡Y Llama resbaló!
Baxter, horrorizado, vio caer a la hermosa muchacha hacia Times Square, vio cómo moría empalada en la aguzada punta de la antena de un coche. Baxter descendió apresuradamente y se arrodilló a su lado, casi desquiciado por el dolor.
Y, al otro lado del muro, el viejo Pablo sintió que había sucedido algo irremediable. Se estremeció, se crispó su boca anticipando la desdicha, y estiró ciegamente la mano buscando una botella.
Firmes manos levantaron a Baxter. Sin comprender lo que sucedía, alzó los ojos hacia el rostro rojizo y cordial del funcionario del registro federal.
Le fue difícil comprender que había completado la carrera. Con las emociones extrañamente adormecidas, oyó que los empellones y la soberbia de St. John habían provocado un motín en el belicoso Barrio Borneano de la calle Cuarenta y dos este y que St. John se había visto obligado a refugiarse en las laberínticas ruinas de la Biblioteca Pública, refugio del que aún no había sido capaz de salir.
Pero no era propio del carácter de Steve Baxter gozar del mal ajeno, aunque fuera la única actitud razonable. Lo único que le importaba era que había ganado, que había llegado al registro a tiempo para conseguir el último acre de tierra que quedaba.
Lo único que le había costado esto había sido su esfuerzo, sus padecimientos, y la vida de una joven muchacha bandido.
El tiempo fue misericordioso; y unas semanas más tarde, Steve Baxter no pensaba ya en los trágicos sucesos de la carrera. Un reactor del gobierno le había transportado junto con su familia al pueblo de Cormorant, en las montañas de Sierra Nevada. Desde Cormorant, un helicóptero les llevó a su propiedad. Un curtido comisario del registro les recibió allí y les indicó cuál era su nueva propiedad.
Su tierra se extendía ante ellos, cerrada por una frágil valla, en una ladera casi vertical. Rodeándola había otros acres con vallas similares, que se extendían hasta el horizonte. La tierra había sido recientemente minada; existían ahora una serie de tajos gigantescos que cruzaban un terreno polvoriento color grisáceo. No había a la vista ni un árbol, ni una brizna de hierba. Había una casa, según lo prometido; más exactamente, una cabaña. Parecía que podría aguantar al menos hasta la siguiente lluvia fuerte.
Durante unos minutos, los Baxter contemplaron aquello en silencio. Luego Adele dijo:
—Oh, Steve.
—Lo sé —dijo Steve.
—Es nuestra nueva tierra —dijo Adele.
Steve asintió.
—No es que sea muy… bonita —dijo vacilante.
—¿Bonita? ¿Qué nos importa eso? —exclamó Adele—. Es nuestra, Steve, y hay un acre entero. ¡Podemos cultivar cosas aquí, Steve!
—Bueno, quizás al principio no…
—¡Ya lo sé, ya lo sé! ¡Pero en cuanto reparemos la tierra podremos sembrarla y cultivarla! ¡Viviremos aquí, Steve! ¿Verdad?
Steve Baxter contemplaba silencioso aquella tierra duramente ganada. Sus hijos (Tommy y la pequeña y rubia Amelie) jugaban con un terrón de barro. El funcionario carraspeó y dijo:
—Pueden cambiar de idea aún, saben.
—¿Qué? —preguntó Steve.
—Que pueden cambiar de idea y volver a su apartamento de la ciudad. Quiero decir, algunos piensan que esto es un poco tosco, que no es lo que suponían.
—¡Oh, Steve, no! —gimió su mujer.
—¡No, papi, no! —gritaron sus hijos.
—¿Volver? —preguntó Baxter—. Yo no pensaba en volver. Simplemente contemplaba esto, señor. ¡Nunca había visto tanta tierra junta en toda mi vida!
—Lo sé —dijo suavemente el funcionario—. Llevo veinte años aquí y esta vista aún me impresiona.
Baxter y su esposa se miraron emocionados. El funcionario se rascó la nariz y dijo:
—Bueno, ya veo que ustedes no me necesitan —y se fue sin que nadie se opusiera.
Steve y Adele contemplaron su tierra.
—¡Oh Steve, Steve! —exclamó Adele—. ¡Es toda nuestra!
¡Y tú la ganaste para nosotros… tú conseguiste esto solo, por tu propio esfuerzo!
Baxter frunció la boca. Luego dijo quedamente:
—No, querida. No lo hice yo solo. Alguien me ayudó.
—¿Quién, Steve? ¿Quién te ayudó?
—Algún día te lo contaré —dijo Baxter—, pero ahora… entremos en nuestra casa.
Cogidos de la mano entraron en la cabaña. Tras ellos, se ponía el sol entre la opaca niebla contaminada de Los Ángeles. Fue el final más feliz que podía darse en la última mitad del siglo veintiuno.