Epílogo (Viernes Santo)

1

El viaje de Su Santidad Adriano VII a Oriente Medio supuso un punto de inflexión en su pontificado. No sólo porque logró un alto el fuego entre palestinos e israelíes, el enésimo en la larga historia bélica de estos dos países, sino también porque consiguió que ambos pueblos aceptaran una fuerza multinacional europea de paz en la frontera que dividía sus territorios. Y además obtuvo de Estados Unidos que se implicara a fondo en la nueva situación reduciendo en gran manera su habitual parcialidad en favor de Israel.

El alto el fuego llevaba aparejadas dos consecuencias. La primera, que los palestinos no se atreverían a enfrentarse a los países de los que recibían generosas subvenciones en euros a fondo perdido. Y en segundo lugar, la presidenta Miller, a instancias del Papa, advirtió al lobby judío norteamericano que había llegado el momento de la tolerancia cero con los excesos israelíes en la represión contra los palestinos.

Este apaciguamiento de Oriente Medio, mucho más sólido que en ocasiones anteriores, reafirmó al sucesor de San Pedro como un gran líder mundial. Un liderazgo que se vio refrendado con la invitación de las Naciones Unidas a que pronunciara el discurso de apertura en la asamblea plenaria que se celebraría a primeros de junio, y con las adhesiones de varias naciones ricas a su idea de apadrinar a países subdesarrollados.

Por otra parte, tras el revuelo de sus polémicas propuestas de renovación moral y eclesial, las aguas parecían volver a su cauce.

Las reformas, elaboradas y argumentadas por las comisiones correspondientes, habían sido ya enviadas a través de las conferencias episcopales y diócesis a todas las parroquias del orbe católico para que los sacerdotes las expusieran a la lectura y debate de los fieles. No faltaron obispos, abades y curas que torpedearon, o intentaron entorpecer, su estudio y discusión en los consejos parroquiales, cofradías, hermandades, comunidades religiosas y otras asociaciones eclesiásticas. Pero, en la práctica, fueron muchos menos de los que se esperaban y las reacciones adversas, poco virulentas para lo que se temía.

La consulta universal del Papa a la comunidad eclesial, prevista para la festividad de la Inmaculada Concepción, equivalía a un referéndum en toda regla. Estos aires democráticos tuvieron la virtualidad de relanzar el catolicismo entre numerosos sectores de la población que habían abandonado la práctica religiosa por no comulgar con muchas actitudes y postulados dogmáticos emanados de la jerarquía vaticana.

Católicos divorciados, sacerdotes secularizados, matrimonios traumatizados por la penalización de sus métodos anticonceptivos, parejas anatematizadas por sus relaciones sexuales, fieles con conciencia social escandalizados por las riquezas de la Iglesia, marxistas desengañados por el fracaso del socialismo real, anticlericales furibundos, agnósticos… y, de manera especial, hombres y mujeres de buena voluntad de todas las latitudes, de todos los credos, de todas las ideologías, comenzaron a volver sus ojos, esperanzados, hacia Roma.

Muy pocos se atrevían a expresarlo de forma clara en los medios de comunicación occidentales, especialmente entre los denominados progresistas, pero si se cerraban los ojos y se abría el corazón, podía escucharse el cálido latido de lo que podía ser una nueva era religiosa a nivel mundial fundamentada en los principios del humanismo cristiano.

2

El 10 de abril, martes santo, tras desfilar como cofrade en Sevilla con la Pontificia y Patriarcal Hermandad y Cofradía de Nazarenos del Santo Cristo de la Buena Muerte y María Santísima de la Angustia, popularmente conocida como “Cofradía de los Estudiantes”, el profesor Crespo llegó al bar Tiberio, donde le estaban esperando su esposa Ángela y sus cuñados, Antonio y Laura. Tomaron unas cañas de cerveza, picaron un surtido de “pescaíto” frito y luego los dos matrimonios subieron a un Hyundai Tucson poniendo rumbo a la autovía que unía la capital hispalense con Huelva.

Una hora y cuarto más tarde entraban en la urbanización “Vistamar” de El Portil, una zona residencial de la provincia onubense situada en el término municipal de Cartaya, en la costa atlántica andaluza.

El miércoles y jueves santo ambos matrimonios se dedicaron a descansar paseando por la mañana entre los pinos, leyendo y tomando el sol en la playa por la tarde y jugando a las cartas por la noche en la amplia terraza del apartamento.

El Viernes Santo amaneció cargado de nubes tumefactas y al mediodía se puso a llover. Sobre las cinco de la tarde escampó, se izó el arco iris sobre el mar y se desplegó un sol anaranjado, deslumbrante, lamerón, animando a la naturaleza a estallar en flores para hacer los honores a la primavera todavía adolescente.

Hacia las seis, Martín Crespo, su esposa Ángela y sus cuñados salieron a pasear por la zona de tiendas. Merendaron chocolate con churros en el bar “La Carabela de Plata” y luego recalaron en un concurrido mercadillo medieval, hecho que le puso al profesor los nervios como escarpias. Era superior a sus fuerzas. Entrar en una aglomeración de gente suponía para él pisar “territorio comanche”. Se despertaba su mal humor, se le encabritaba la agresividad y —lo confesaba él mismo— emergían del arcano de los instintos primarios “sus genes más asesinos”. Hasta tal punto que su fisiología se alteraba y sentía la imperiosa necesidad de ir al lavabo.

—Cuñado, me voy al apartamento. ¿Te quedas tú por si compran algo pesado las mujeres, que lo comprarán…?

—Vale, pero esta noche friegas tú los platos.

—Siempre chantajeando…

El profesor Crespo entró en el apartamento y, como era una costumbre ancestral en él, se fue derecho al televisor, lo encendió y luego se dirigió al baño. Desde éste tomó conciencia de que la televisión transmitía en esos momentos el Vía Crucis que, cada Viernes Santo, el Papa presidía en el Coliseo de Roma.

Cuando regresó al salón cogió el diario ABC, el periódico que facilitaba más información en aquellos días sobre la Semana Santa sevillana. Tras echarle un vistazo a la pequeña pantalla —iban por la cuarta estación—, se enfrascó en la lectura de un artículo del brillante costumbrista Antonio Burgos sobre personajes anónimos, pero indispensables, de las cofradías.

—¡Quinta estación! Simón el Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz… Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi —proclamó con voz solemne el cardenal vicario de Roma que dirigía la ceremonia.

Quia per sanctam crucem tuam redimisti mundum —respondió la fervorosa multitud que se había congregado en torno al Coliseo.

Poco a poco, Crespo se olvidó del artículo de Antonio Burgos y quedó magnetizado por la brillante puesta en escena que suponía un Vía Crucis en el magno escenario levantado por la dinastía Flavia. Espectacular, sobre todo, cuando el realizador “pinchaba” el plano cenital del Coliseo que le enviaba un helicóptero desde unos ochenta metros de altura.

De pronto, un súbito relámpago iluminó por completo el cerebro del profesor de Historia y especialista en las profecías de San Malaquías, seguido de un seísmo que desestructuró su mente e introdujo la zozobra en todas las cañerías de su sistema nervioso.

¡Estaba claro! ¡No había duda alguna! El misterio que le apasionaba desde hacía meses, el rompecabezas que le volvía loco, se lo acababan de resolver las imágenes que La 2 de TVE emitía desde la Ciudad Eterna.

Obnuntio”… Anuncio malas noticias.

Crucifixio”… El “Vía Crucis” simbolizaba el recordatorio de la muerte y crucifixión de Cristo.

Multitudo”… Una multitud de casi cincuenta mil personas en el Coliseo y sus alrededores.

Luces”… La mayoría de los asistentes portaban antorchas, faroles o velas. La traducción literal de lux, lucis es “antorcha”.

Quartadecima”… La última estación del Vía Crucis, la décimo cuarta.

Y el misterio de las cuatro “oes” trazadas por la agónica mano de San Malaquías, cada una con un diámetro diferente, de menor a mayor, se resolvió cuando el realizador “pinchó” de nuevo el plano cenital del Coliseo: las gradas del espectacular monumento forman círculos concéntricos de menor a mayor.

—¡Dios Santo! —exclamó el profesor tremendamente excitado y nervioso al tiempo que se abalanzaba sobre el móvil situado en la mesita de centro.

3

El teléfono sonó siete veces en algún lugar del interior del amplio apartamento pero Claudia Patricia, absorta ante el televisor de plasma, no le prestó ninguna atención. La galerista, temiendo no encontrar un buen sitio en el Coliseo, había optado por seguir el Vía Crucis a través de la retransmisión que efectuaba la RAI.

Dan Foster sí lo oyó pero prefirió no comentarle nada al verla tan concentrada en la pantalla.

El escritor español había llegado a Roma la tarde anterior, hacia las ocho, con tiempo suficiente de instalarse en el hotel Majestic antes de acudir a una cena con Steven Palmer en “San Benedetto”, un restaurante próximo a Via Veneto. En la citada cena, el vicesecretario de Estado del Vaticano le entregaría documentos relativos a los autores e inductores de los tres intentos de asesinar al Papa. Durante la comida pactarían qué parte de dichos documentos podría utilizar y, aunque no iba a ser una conversación fácil, confiaba en llegar a un buen acuerdo con el monseñor del Opus Dei.

Justo al bajar del avión, mientras esperaba el trolley con su exiguo equipaje, encendió el móvil y algunos segundos después le pitó un mensaje de voz. Palmer le comunicaba que había muerto su madre y a las ocho y media tomaba un avión para Nueva York. Este contratiempo retrasaba sus planes de entregar el original a la imprenta a finales de abril. Sólo le faltaba el último capítulo, las páginas donde narraría quiénes se encontraban detrás de “la Tigresa”, las sospechas sobre los inductores del doctor Di Bari y las conjeturas sobre los individuos que habían podido contratar a Tony Mortimer.

Cuando volvió a sonar el móvil, Claudia esbozó un leve gesto de fastidio y siguió atenta a la espectacular pantalla Sony de cincuenta pulgadas. Esperaba ansiosa los primeros planos del Pontífice que el realizador seleccionaba de vez en cuando, mientras la cruz, portada por fieles de diversas razas y países del mundo, avanzaba una estación tras otra.

Aprovechando la cita que iba a tener con el vicesecretario del Vaticano, Dan concertó otra con Claudia Patricia para que leyera, como le había prometido, el capítulo del libro en el que se desarrollaba la “hipótesis” de que el cardenal Mendoza se desenclaustró del cónclave para visitar a una mujer con la que mantenía, o había mantenido, una relación sentimental. Intentó que la cita fuera el viernes por la mañana, pero la galerista se encontraba de viaje con su madre y no regresaría a Roma hasta media tarde, quedando en reunirse a las siete y media en el piso de ella.

Al terminar de leer el capítulo, Claudia le había dado las gracias por la delicadeza con la que lo había tratado, aunque le pidió que efectuara tres breves correcciones y suprimiera una alusión demasiado directa a una posible relación íntima.

Cuando el móvil tocó por tercera vez, la dueña de la casa fue al dormitorio y lo localizó encima de la mesita de noche. Al ver quién le llamaba, el corazón comenzó a trotar en su pecho a lomos de un inquietante presentimiento.

—¡Dime, Martín…!

—¡Claudia, creo que he descifrado la profecía!

—¿¡¡Sí…!!? —exclamó sacudida por una punzante conmoción.

—¡¡Según San Malaquías, al Papa podría ocurrirle algo malo en la última estación del Vía Crucis!! —soltó Crespo de un tirón, acuciado por la premura de ir ya contrarreloj.

—¡Dios mío! ¡Explícamelo, rápido!

Ocho minutos después, el Maserati salía del garaje volando literalmente, como si lo condujera un especialista de Hollywood en una carrera por las calles de San Francisco. Giró a la izquierda, siguió a toda velocidad por Via Lungaretta y, en apenas seis minutos, varios semáforos en ámbar y tres en rojo, cruzaba el Tíber por el puente Palatino.

Tras la llamada del profesor cordobés, Claudia había intentado contactar con monseñor Palmer pero Dan le informó que había viajado a Estados Unidos por el fallecimiento de su madre. Este dato la puso aún más nerviosa porque pensaba que el Papa se encontraría más desprotegido que si hubiera estado el exagente de la CIA. Foster, escéptico total sobre la historia de la profecía, intentó disuadirla inútilmente de ir al Vía Crucis pero, ante su obstinación, decidió acompañarla.

Durante el peligroso viaje hacia el Coliseo, la conductora aprovechaba los inevitables parones para buscar en el dial de su autorradio una emisora que estuviera retransmitiendo el acto litúrgico que se estaba celebrando en él. La encontró, por fin, en Radio María, en FM.

—Novena estación: Jesús cae por tercera vez… Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.

—Quia per sanctam crucem tuam redimisti mundum.

Al desembocar en Via dei Cerchi divisó una larga ristra de semáforos en verde y, pisando el acelerador por encima de lo permitido, poniendo en peligro tanto su integridad física como la de su acompañante y demás conductores, comenzó a zigzaguear entre los vehículos mientras chirriaban una y otra vez sus frenos. Apenas quince minutos después desembocaba en la plaza del Circo Massimo y tomaba por San Gregorio.

Justo al tiempo que finalizaba la duodécima estación, Claudia dejaba su automóvil en doble fila a unos doscientos metros del Coliseo y salía desbocada, seguida a duras penas por el escritor español, en dirección a la explanada que circunda el imponente monumento de la dinastía Flavia, espectacularmente iluminado para la ceremonia. A cada paso encontraban más dificultades para avanzar, ya que en dicha zona se hallaban detenidos los numerosos fieles que no habían podido acceder a las primeras filas del recorrido de la ceremonia. Un circuito que empezaba en el interior del Coliseo, continuaba por la fachada noroeste, seguía por el arco de Constantino y terminaba en el Monte Palatino.

No dudaron un segundo e iniciaron un rally para cruzar la abigarrada muchedumbre que les cerraba el camino hacia donde se encontraba el Santo Padre. Pidiendo “paso, por favor”, remando con los brazos en tan multitudinario mar, empujando con disimulo, metiendo los codos como podían, saltándose la cortesía si alguien les obstaculizaba, desoyendo a veces reproches e insultos por su actitud poco cívica, llegaron hasta una valla custodiada por carabinieri que les impedía seguir avanzando.

—¡Décimo tercera estación! ¡Cristo es bajado de la Cruz y entregado a su madre…! En estos momentos, Su Santidad el papa Adriano VII toma en sus manos la Cruz —anunció el cardenal vicario de Roma—. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.

Quia per sanctam crucem tuam redimisti mundum —rezó la muchedumbre que seguía in situ la ceremonia, bien de forma presencial o a través de pantallas gigantescas situadas en las zonas aledañas al anfiteatro Flavio.

Claudia, agarrada a la valla con las manos engarfiadas por la desesperación, sabía que disponía, aproximadamente, de unos ocho minutos hasta que el Pontífice alcanzara la décimo cuarta estación. El fatídico momento en el que podría morir si se cumplía, según la interpretación del profesor Crespo, la profecía 113 de San Malaquías referente al actual Vicario de Cristo en la Tierra.

En treinta segundos de apresuradas reflexiones, trazaron un plan A y un plan B para llegar hasta el Santo Padre. El A consistía en saltar la valla y correr hacia la colina donde finalizaría la ceremonia. El B, contarle a la policía que iban a matar al Papa. Como en este segundo plan no les creerían, y aun en el caso de que lo hicieran, no daría tiempo a que dos simples carabinieri galvanizaran todo el dispositivo de seguridad, decidieron saltar la valla en un descuido de aquellos. Cuando los agentes se percataron e hicieron amago de perseguirles, la galerista y el escritor subían ya las escaleras que daban acceso al Palatino.

Una vez arriba, localizaron con facilidad dónde se encontraba en ese momento Adriano VII y, también, la gran cruz iluminada con lenguas de fuego hacia la que se dirigiría en escasos minutos para la última estación. Usando la misma táctica y técnica anteriores —presión en los huecos, algún empujón, algún codazo, pero ahora complementados con la frase “perdone, pero tengo que hacer una lectura en la última estación”—, la galerista logró alcanzar las proximidades de la mencionada cruz. No así Foster que, a unos quince metros, fue retenido por un carabinieri con el que sostuvo un pequeño pero intenso altercado dialéctico.

Claudia jadeaba, tenía la boca seca, los pies pisoteados, moratones en los brazos, el vestido con algún trabón y descosido, pero había logrado su propósito de situarse en primera fila de la “quartadecima” estación del Vía Crucis.

En ese momento, una reflexión comenzó a proliferar en su ánimo y a taladrar su cabeza. Acababa de vivir una odisea por creer a pie juntillas en una supuesta profecía de un presunto profeta, San Malaquías, personaje del que no existía ningún dato fehaciente de que se hubiera cumplido alguna de las premoniciones que se le atribuían. Ahora tenía la sensación de ser una crédula, una inmadura, una inconsciente, una adolescente sin estabilidad mental y psicológica. Esta desazón interior le llevó a preguntarse el porqué de aquella descabellada actitud y obtuvo una respuesta rápida, inapelable, convincente: el amor. La irracionalidad del amor, una vez más, se había impuesto a la fuerza de la razón.

Finalizada la décimo tercera estación, la comitiva se encaminó hacia el lugar elegido para la última. Adriano VII, vestido con sotana blanca, portaba una sencilla cruz de madera flanqueado por dos jóvenes, un chico y una chica, empuñando sendas antorchas. Detrás, el cardenal vicario de Roma con estola, devocionario y un micrófono inalámbrico dirigiendo la ceremonia.

Tras detenerse junto a la gran cruz con las lenguas de fuego bamboleadas por la brisa, el Sumo Pontífice quedó apenas a diez metros de Claudia Patricia.

—Décimo cuarta y última estación. Jesús es sepultado. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi —proclamó el guía de la tradicional ceremonia del Viernes Santo.

Quia per sanctam crucem tuam redimisti mundum —complementó la multitud.

A continuación, el cardenal vicario comenzó a leer los versículos 59-61 del capítulo 27 del evangelio de San Mateo referentes a la sepultura de Jesucristo. Durante la citada lectura, Claudia miraba muy nerviosa al Papa con el corazón alborozado trotando por su pecho. Sentía la alegría de su proximidad y, al mismo tiempo, experimentaba el miedo cruel de que alguien de los presentes pudiera hacerle daño.

Y fue en esos momentos de observación intensa cuando sus ojos sobrepasaron el concentrado semblante del sucesor de San Pedro y se posaron en el rostro de un individuo que no le resultaba desconocido, situado justo enfrente de donde se encontraba ella. El hombre, un anciano flaco, calvo y alto, rostro enjuto y huesudo, se hallaba visiblemente alterado y sus desequilibrados ojos, como los de un réprobo, saltaban sin parar del Papa al entorno que le rodeaba y viceversa.

Claudia, inquieta por aquella presencia, intentaba recordar dónde le había visto pero no lograba fijar su rostro en un lugar y tiempo concretos.

Pater noster

Cuando Su Santidad iniciaba el rezo del padrenuestro con el que finalizaba cada estación, el anciano se desembarazó con violencia de las personas que tenía delante y se dirigió hacia Adriano VII. Justo en ese instante, a pesar de que no vestía sotana para evitar ser identificado, la galerista reconoció en él al tristemente famoso don Luca, el enloquecido párroco de San Cristaliano.

De manera instintiva, catapultada por un cruel presentimiento, impelida por la desesperación, apartó de un manotazo a unos adolescentes y corrió hacia el sacerdote, observando horrorizada cómo extraía una pistola de su bolsillo y apuntaba hacia Su Santidad.

—¡¡¡¡Nooooooooo!!!! —enronqueció por el pánico al tiempo que saltaba para interponerse entre el arma y el Pontífice.

Los dos primeros disparos, secos, a bocajarro, impactaron en el pecho de la galerista de arte provocando el brote de un cálido manantial de sangre. Los dos siguientes alcanzaron la cabeza del Santo Padre en el momento que se inclinaba para evitar que Claudia Patricia cayera al suelo. Ésta, ya moribunda, se aferró desesperada al cuello del Papa quien, herido también de muerte, con el cabello y el rostro ensangrentados, se abrazó con ansiedad a ella cayendo ambos al suelo bajo la cruz que empuñaba el Vicario de Cristo.

(“Sanguines suae in una sola intuerit”. “Sus sangres se unirán en una sola”).

Durante unos segundos inenarrables, estremecedores, trágicamente hermosos, sus miradas se encontraron y todavía tuvieron fuerzas para sonreírse…

Mientras, la coral que solemnizaba la ceremonia, sin percatarse de lo ocurrido, iniciaba el majestuoso, sublime y trascendente réquiem de Gabriel Fauré.

Enlazados sus cuerpos en el suelo con los ojos abiertos, mirándose con intensidad pero ya sin poder verse, los corazones de Adriano VII y Claudia dejaron de latir al unísono, sumergiéndose sus almas lentamente en la inmensidad de un gran océano… El impenetrable, oscuro y silencioso océano de la muerte…

Pasado un tiempo, al fondo de la eternidad, se encendió una luz…

Luego surgieron más luces…

Un poco más tarde aparecieron decenas… centenares… miles… millones de luces…

De todos los colores…

De todos los tamaños…

De todas las intensidades…

Eran… las luces del Paraíso.