1
Desde el 22 de diciembre tenían clavada la espina. Donald Bronson y sus cuatro cerebros no habían conseguido hilvanar una hipótesis coherente sobre la reunión que los mandatarios de Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua habían celebrado en una mansión a orillas del Orinoco. Una extraña reunión de madrugada para ver la televisión.
Donald sacaba el tema todas las semanas en las reuniones de trabajo y no había manera de encontrar una explicación mínimamente satisfactoria. Habían descartado que fuera la onomástica o el cumpleaños de alguno de los mandatarios, así como algún tipo de orgía sexual ya que no estuvieron presentes sus respectivas esposas. Pero lo que más les intrigaba era que esa noche, a nivel oficial, cada uno de los reunidos se encontraba en su país durmiendo en su residencia habitual.
Tan sensibilizado estaba el equipo “PI” con su fracaso imaginativo que habían pactado entre ellos premiar a quien descifrara el enigma. Un viaje de una semana para dos personas a Bali con todos los gastos pagados por el bolsillo de los cuatro miembros restantes del equipo. Un premio nada despreciable, aunque su mayor incentivo radicaba en la posibilidad de apuntarse el tanto profesional frente a los compañeros. Dos estímulos que les llevaban a todos a retomar el enigma una y otra vez, incluso en sus domicilios particulares y al margen del horario de oficina.
El 16 de enero, en la sesión habitual de los lunes por la mañana, al volver a tratar el asunto nadie había aportado una idea susceptible de ser desarrollada. Esa noche, a las cuatro de la madrugada, el hijo del novelista Rock Randall, un bebé de nueve meses, se puso a llorar y entre él y su esposa Katie tardaron casi una hora en conseguir que el pequeño volviera a dormirse. Su mujer se acostó de nuevo pero Rock, desvelado, decidió ponerse a trabajar. Introdujo un disco en el DVD y buscó las imágenes de la famosa reunión venezolana, las cuales se encontraban a continuación de las de Elsa Stone en Roma. Una vez que las tuvo en pantalla, las ralentizó y observó, por enésima vez, la actitud de los cuatro presidentes sudamericanos: muy contentos antes de ver la televisión y muy enfadados después de verla.
Veinte minutos de elucubraciones, de tomar notas y de utilizar el zoom, le hicieron desistir de seguir intentándolo. Continuaba sin sueño y decidió ponerse a trabajar en un relato policíaco para una revista en la que colaboraba bajo el seudónimo de “Rick Dalton”. La historia llevaba su sello personal ya que se basaba en una idea auténticamente rocambolesca: una serie de asesinatos que tenían lugar a la misma hora en diversas partes del mundo, los cuales parecían cometidos por la misma persona ya que poseían un modus operandi idéntico. Tenía ya claro el planteamiento, el nudo y el desenlace y decidió comenzar a escribir las veinticinco páginas que debía enviar a la revista.
Encendió el ordenador y, antes de abrir el tratamiento de textos, entró en Google para desplegar las diversas zonas horarias del planeta con el fin de decidir dónde ubicaba los asesinatos. Todos iban a ocurrir en países del hemisferio norte y, al estudiar las diferencias horarias entre unos y otros países, saltó la chispa que prendió su cerebro e incendió su sistema nervioso. A toda prisa, introdujo de nuevo en el DVD el disco con la reunión de Venezuela y cuatro minutos más tarde exclamó enardecido:
—¡¡¡Por fin!!!
El grito despertó a su hijo que comenzó a llorar de nuevo, y también a su esposa que se levantó dispuesta a echarle la bronca por haber sobresaltado al niño de esa forma.
—¡Perdóname, cariño, pero no he podido contenerme! ¡Te voy a dar una alegría! ¡Prepara las maletas, que nos vamos a Bali una semana a gastos pagados!
Katie no entendía nada y menos cuando Rock telefoneó a su jefe para verse cuanto antes en la oficina. El reloj marcaba las seis y media de la mañana y, cincuenta minutos después, Donald Bronson y Randall se hallaban sentados frente a un televisor en el despacho del primero, visionando por enésima las imágenes captadas por satélite de la extraña reunión celebrada por los dirigentes del eje bolivariano.
—Fíjate en el reloj del ángulo inferior izquierdo de la pantalla —le indicó Rock al tiempo que se lo leía en voz alta—. Las siete de la mañana… Una hora en la que deberían estar durmiendo como “angelitos”. ¿Lo ves claro…?
—Sigue.
—Bien, a las siete de la mañana de Venezuela, ¿en Europa son…? —examinó a su jefe.
—Hay entre cinco y siete horas más de diferencia… Depende del país —respondió Bronson.
—¿En Italia y en horario de invierno…? —puntualizó Randall.
—¿Cinco…? —aventuró Bronson.
—Exacto, cinco horas… Eso quiere decir que en Roma eran las doce del medio día, hora del ángelus… —explicó Rock—. Piensa un poco, jefe… 21 de diciembre… domingo… —El novelista señaló la sobreimpresión de la fecha en el vídeo mientras todo el cuerpo de Donald comenzaba a estremecerse—, es decir, ¡el día y la hora del fallido atentado contra el Papa en la plaza de San Pedro!
—¡El Eje del Mal está detrás de “la Tigresa”! —proclamó Bronson preso de una extrema excitación al tiempo que desenfundaba su móvil.
—¡Justo! —confirmó Randall—. La habían contratado y estaban reunidos para ver por televisión cómo Elsa Stone mataba a la persona que tantos problemas les podía traer en el futuro. Y naturalmente, su enfado se produce cuando observan que el cura loco echa por tierra su plan con el alboroto que desencadena en la plaza de San Pedro.
—¡Tiene toda la lógica del mundo que quisieran asesinarle! —aseveró Bronson—. La Iglesia es la única fuerza que puede hacer fracasar la revolución marxista y totalitaria de la Alternativa Bolivariana de las Américas. El Pontífice ha dejado claro que luchará contra cualquier régimen que conculque las libertades individuales, sea de izquierdas o de derechas… Y además ha condenado sin paliativos el indigenismo, la vuelta a los mitos religiosos precolombinos que sustentan la ideología bolivariana. ¡Está clarísimo…! ¡Me jode no haberme dado cuenta antes! ¡Felicidades, Rock!
Donald Bronson, dos minutos más tarde, lograba contactar con Hamilton y le informaba del descubrimiento. El todopoderoso secretario de Estado, cincuenta segundos después, se lo comunicaba a la presidenta y ésta pedía ver de inmediato las imágenes que probaban la responsabilidad de los líderes revolucionarios en el fallido atentado contra el Santo Padre.
Si Susan Miller abrigaba algunas dudas sobre la colaboración del Vaticano con Estados Unidos en contra del marxismo sudamericano, una vez vistas las citadas imágenes desaparecieron por completo.
2
La guerra duró una semana y hubo pequeñas escaramuzas, batallas en toda regla, firmas de paz boicoteadas, traiciones, varios chantajes y alguna lágrima.
El casus belli radicaba en la inclusión o no en el libro de la historia de amor entre el Papa y la galerista de arte romana.
Dan defendía el “no” porque le había prometido a Claudia Patricia no contar su relación con el entonces cardenal Mendoza. Aducía que él poseía pocos escrúpulos profesionales y personales, pero cuando daba su palabra, ésta era sagrada.
La editora, por su parte, argumentaba que todo el proceso del libro le había costado ya mucho dinero, que la historia del cónclave y las dos conspiraciones contra el Pontífice le parecían muy bien, pero que si a ellas se le añadía el relato de amor, el libro sería un bombazo editorial a nivel mundial. Y lo machacaba una y otra vez con la idea de que un escritor no llegaría a ninguna parte si no se sentía capaz de…
—¡¡¡… Traicionar a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a su amante y a sí mismo por una buena historia!!! —le sermoneó Lola con su carga hiperbólica habitual.
A Foster, al verla gesticular ampulosamente como Katherine Herpbum en La fiera de mi niña o Liz Taylor en La mujer indomable, le costó reprimir la risa. Si se hubiera reído, la habría enfurecido aún más y seguro que hubiese volado hacia su cabeza el grueso cenicero de Murano cobalto que Lola tenía al alcance de su mano.
—¡Mi palabra…!
—¡Tus cojones! —le cortó de manera fulminante Lola—. ¡Ése es el problema! ¡Tus cojones! ¡Seguro que te has acostado con ella y, claro, no vas a airear por el mundo entero la anterior vida amorosa de tu amante! ¡Ahora lo entiendo todo! ¡Cherchez la femme! ¡Pero qué gilipollas soy, cómo no me había dado cuenta antes…!
Dan, sentado en el sofá de piel negra del despacho de Lola, intentaba controlar la situación apelando a todas sus reservas de serenidad. Sin embargo, el “descubrimiento” por parte de la editora de su “relación amorosa” con la señorita Montini le hizo cerrar los ojos, entreabrir los labios con una sonrisa forzada y girar la cabeza de izquierda a derecha en señal de resignación.
—Lola… no me he acostado con esa mujer. Mi pacto con ella no tiene nada que ver con el sexo, ya te lo he explicado. Admito que pude equivocarme al aceptar el pacto, pero te juro que no hubo por medio ningún tema de cama.
—¿Qué crees, que me chupo el dedo?
—¡No insistas! ¡No me he acostado con ella!
—¡Pero lo has deseado! ¿A que sí? —le espetó Lola dando un nuevo giro a su acusación.
—Pues… —titubeó desconcertado Dan—, sí…, me hubiera gustado acostarme con ella… Es muy… atractiva. Mucho.
—¿¡Ves!? ¿¡Ves cómo llevo razón!? —estalló de nuevo la editora.
—¡No! ¡No llevas razón! —Ahora Dan se puso en pie elevando la voz para enfrentarse abiertamente—. ¡El desear acostarme con ella no quiere decir absolutamente nada! ¡También me gustaría acostarme contigo y no pasa nada!
—¡Pues mira lo que te digo: o hay historia de amor o no edito el…!
Corte brusco de la voz de Lola y marcha atrás en su moviola mental para revisar las últimas palabras captadas por sus oídos.
—¿Qué-has-di-cho? —indagó la editora arrastrando cada una de las sílabas por la mucosa de su garganta hasta casi hacerse daño.
—¿Cómo que qué he dicho…? —preguntó Dan, desconcertado por el cambio copernicano en el tono de voz de su excitada interlocutora.
—Sí, sí, ¿qué has dicho? ¡Tus últimas palabras…! —La editora avanzaba con insinuante lentitud hacia él como una pantera tensando los músculos para saltar sobre su presa.
—Pues… pues… eso… —El escritor, instintivamente, retrocedió unos centímetros—, que… que el desear acostarme con Claudia… no significa… absolutamente nada.
—¡No, ésas no han sido las últimas…! ¡Quiero oír de nuevo tus últimas palabras…!
—Pues, la verdad, no recuerdo… —Dan continuaba obnubilado y retrocediendo hasta que su espalda topó con la pared.
—¡Te voy yo a refrescar la memoria…! ¡Has dicho…! —Sus erizados y bamboleantes senos, sin la mordaza del sujetador, se encontraba ya a unos veinte centímetros de él—. Has dicho… —Mutación a tono intimista—, lo recuerdo literalmente… “también me gustaría acostarme contigo y… no pasa nada”.
—¿Eso… he… dicho? —balbuceó Dan con una sonrisa transida de nerviosismo.
—Sí, lo has dicho… ¿Deseas… rectificar?
—Rectificar es de sabios… excepto en la cama —balbuceó el escritor al tiempo que comenzaban a desperezarse sus genitales por la presión del cuerpo de Lola.
No sólo se resuelven en la cama las discusiones matrimoniales. También algunas literarias.
3
La Europol clasificó como prioridad “Rojo”, es decir, urgente, el hecho de que alguien hubiera comprado en el mercado negro del espionaje industrial todo el diseño técnico del A-375. Rápidamente se puso en contacto con la sede central de EADS en Ámsterdam, el consorcio europeo de aviación civil fabricante del citado modelo.
El director de seguridad de la compañía envió una circular a los jefes de cada sección preguntando si en los últimos tres meses alguien, de dentro o de fuera de EADS, se había interesado por el A-375 desde un punto de vista técnico. Todas las respuestas fueron negativas, a excepción del departamento de comunicación. Alguien recordaba a un periodista de una revista de viajes, quien había mostrado bastante curiosidad por conocer las características del motor del citado modelo.
Este dato, dada la extrema sensibilidad que existía en toda Europa con respecto a la seguridad de la navegación aérea, resultó suficiente para que EADS cursara una circular a las compañías que contaban en su flota con unidades del A-375.
En Alitalia se recibió el 28 de enero a las 10:10 en la secretaría de la dirección general. Al final de la mañana se comunicaba al departamento de seguridad y Paolo Rinaldi, el máximo responsable, nada más leer el comunicado, se dirigió al despacho del jefe de mantenimiento y se lo puso ante los ojos.
—A ver si te recuerda esto algo…
—No… —le contestó Franco Stéfano tras echarle un vistazo a la hoja que le había tendido su colega.
—¿Recuerdas a un tipo, un periodista que nos envió Ornella, con el que estuvimos comiendo…?
—Ah, sí… ¿Uno que quería hacer un reportaje sobre la compañía… para National Geographic?
—¡Bingo! ¿Y no recuerdas de qué hablamos en la comida…?
—Pues eso, de la compañía.
—¡Bingo otra vez! ¡Y nosotros, tan boludos, como dicen los argentinos, le contamos que el Papa iba a viajar en un A-375 a Oriente Medio!.
A Franco Stéfano, el responsable de mantenimiento, comenzó a abrírsele la boca por el fórceps del estupor hasta que pasados unos segundos reaccionó.
—¡La madre que lo parió!
—¡No, la madre que nos parió a nosotros! ¡Ahora mismo vamos a hablar con Ornella y con el director general! ¡Levanta el culo, venga!
Veinte minutos más tarde, el director de Alitalia, previa consulta al presidente del consorcio al que pertenecía la compañía, trasladaba a la policía italiana los datos que poseían en relación a un posible affaire con el A-375 en el que viajaría el Sumo Pontífice a Oriente Medio.
A media tarde, Caroli y sus hombres localizaban al individuo en cuestión gracias a las grabaciones de las cámaras de seguridad del aeropuerto romano. Simultáneamente, comprobaban que en ningún momento había trabajado, ni siquiera como colaborador, en la sección de viajes de National Geographic, como indicaba la tarjeta que guardaba Ornella Berti, la directora de comunicación de la compañía.
Veinticuatro horas más tarde, todos los datos apuntaban a que el citado individuo había estado “demasiado” interesado en conocer el avión en el que Su Santidad Adriano VII volaría a Israel y Palestina, el lunes 2 de febrero. Ese interés, conociendo acontecimientos recientes, despertaba de manera inevitable la sospecha de que alguien, uno más, el tercero en dos meses, podría estar interesado en asesinar al Vicario de Cristo.
Caroli, sin dudar un segundo, marcó el número de Steven Palmer.
—¿Monseñor…?
—¿Alguna noticia sobre los “padrinos” de “Hurón”…? —preguntó el exagente de la CIA antes de saludarle.
—Ninguna, pero tal vez sepa usted algo de quién es el enemigo que Su Santidad debe tener no ya en el infierno, sino en el mismísimo cielo.
—¿Qué…? ¿Qué quieres decir…?
—¿Se puede venir ahora mismo para mi despacho? Y cuando digo ahora mismo, quiero decir ¡ya!
Faltaban tres días escasos para que un A-375 despegara del aeropuerto Leonardo da Vinci en dirección a Tel Aviv con Su Santidad a bordo.
4
La paz la firmaron tras un memorable polvo en el sofá del despacho, con el morbo añadido de que pudiera entrar la secretaria y pillarlos “in follanti”, lo cual significaba que toda la empresa, vía boca a boca, se enteraría y poco después el mundillo editorial barcelonés al completo.
Naturalmente, sellaron un acuerdo profesional.
El pacto, para que Foster no traicionara a Claudia Patricia, consistió en que no contaría su historia de amor con el Papa. Pero sí narraría que el cardenal Mendoza abandonó el cónclave la noche en que su elección se encontraba en suspenso. Salida sobre la que Dan elaboraría tres hipótesis verosímiles que dieran sentido a la misma, siendo una de ellas la posible visita a una mujer con la que podía tener, o haber tenido en el pasado, una relación algo más que de amistad. Un perfecto ejemplo de ambigüedad calculada.
A partir de aquel momento, Foster se dedicó full time a pergeñar la estructura del libro que antes se llamó Cómo infiltrarse en el cónclave, luego Adriano VII, y ahora pasaba a denominarse ¿Cuándo será asesinado Adriano VII? Este título encerraba no sólo los intentos de eliminarle a nivel físico sino también moral. De esta manera, la obra adquiría una dimensión que iba más allá del libro-reportaje en clave de thriller para relatar, además, la conmoción y polémica mundiales, a nivel religioso e ideológico, que había supuesto la ascensión de monseñor Mendoza al Trono de San Pedro.
Cuando Lola leyó la escaleta, se convenció de que el libro merecía la pena dedicarle todo el tiempo que necesitara y abandonar la urgencia de colocarlo en las librerías en una fecha determinada. Podía suponer, estaba prácticamente segura, la punta de lanza para colocar a Diamante en los primeros puestos del ranking editorial.
Dan escribía con rapidez; había tomado muchas notas de cuanto había vivido y, además, las tenía muy bien ordenadas. De todas formas, Lola le asignó una documentalista para que le facilitara toda la información adicional que necesitara. Comenzó a desarrollar jornadas de doce y catorce horas en casa de su madre, en las que sólo dejaba el ordenador para sentarse a comer con ella a la hora de los noticiarios televisivos.
Al tercer día de estas agotadoras pero fructíferas jornadas, Foster ya había cogido la velocidad de crucero: una media de ocho páginas diarias que, vía email, enviaba a un corrector de estilo de la editorial, quien las pulía con minuciosidad y se las devolvía al día siguiente para que el autor las revisara a nivel de contenido.
Para cumplir el plan previsto, no tenía más remedio que cerrar el móvil durante todo el día y sólo lo abría por la noche para leer y oír mensajes, devolviendo sólo las llamadas que juzgaba estrictamente necesarias.
La noche del 1 de febrero, Dan se encontraba tan cansado que, al poco de terminar de cenar, se quedó dormido en un sillón frente a la pantalla de plasma que presidía el gran salón de la calle Roger de Flor. Se despertó hacia las dos de la madrugada, descubriendo que su madre se había acostado ya. Apagó el televisor y, medio sonámbulo, se dirigió al dormitorio. No tenía ganas de limpiarse los dientes y se metió sin dilación en la vetusta cama de hierro heredada de sus abuelos paternos. Le pesaban tanto los párpados que se sintió incapaz de abrir el móvil para examinar las llamadas y mensajes del día, depositándolo sobre la mesita de noche al lado de una lámpara apantallada en marfil con pie de madera.
A la mañana siguiente se despertó minutos antes de las diez, levantándose zombi perdido, como de costumbre. Le dio los buenos días a su madre con voz cavernosa y, tras tomar el primer café del día, encendió el Nokia y pulsó la audición continua del buzón de voz.
Los dos primeros mensajes carecían de interés. Pertenecían a alguien que no conocía, quien le anunciaba que volvería a llamarle. El tercero sí le interesó y había entrado en el buzón a las veintitrés horas cuarenta y dos minutos del día anterior.
—“Hola, Dan. Soy Palmer, Steven Palmer. Llámame cuando escuches este mensaje. Un saludo”.
El quinto también lo había dejado el vicesecretario del Vaticano.
—“Dan, vuelvo a ser yo, Palmer. No dejes de llamarme en cuanto oigas el mensaje”.
Las dos llamadas del exagente de la CIA, ahora socio numerario del Opus Dei, propiciaron que el sueño desapareciera a toda prisa de sus laberintos cerebrales, dejándole espabilado por completo. Llamó de inmediato al máximo responsable del funcionamiento interior del Vaticano pero estaba comunicando.
El octavo mensaje, recibido a las nueve horas y treinta y tres minutos de aquella misma mañana, no dejaba lugar a dudas de que sobre el ánimo del vicesecretario de Estado pesaba una grave preocupación.
—“Dan, perdona que insista, pero necesito hablar a la mayor brevedad contigo. Por favor, llámame. Steven”.
Tres minutos después, Dan repitió su llamada con idéntico resultado. Seis más tarde volvió a suceder lo mismo. Tras un nuevo intento fallido, acuciado por una mezcla de curiosidad y oscuros presentimientos, telefoneó a Claudia Patricia, a quien sacó literalmente de la cama ya que se encontraba acostada y se había dejado el móvil en el salón, como casi siempre.
—Hola, Dan. ¿Cómo estás…? —se alegró de oírle.
Tras los saludos iniciales, Foster le explicó el motivo de la llamada.
—Pues no sé nada… Hablé con él la semana pasada para preguntarle por la salud del Papa, me dijo que andaba ya muy restablecido y desde entonces no he vuelto a hablar… La verdad es que es rara tanta insistencia… ¿Qué puede querer?
—No sé… De todas formas, dejaré el teléfono abierto y me imagino que me llamará.
—Debe estar muy ocupado porque, precisamente a esta hora, el Papa inicia un viaje a Israel y Palestina… Bueno, cuéntame… ¿Cómo va el libro…?
—Muy bien, aunque me estoy pegando una paliza de muerte… La editorial quiere verlo cuanto antes en las librerías, aunque yo prefiero esperar a ver si la policía descubre a los inductores de los atentados.
—Supongo que lo leeré antes de que lo mandes a la imprenta… —le recordó con marcada intención.
—¡No te quepa la menor duda! —se apresuró a tranquilizarla—. Serás la primera en leerlo antes, incluso, que mi editora.
—Estupendo. Llámame si hablas con monseñor Palmer. Un beso.
Finalizada la conversación, la galerista de arte se quedó preocupada, preocupación que se transformó en sospecha, sospecha que, untada de nerviosismo, se extendió a toda velocidad por su debilitado estado de ánimo convirtiéndose en miedo.
A las once menos cinco, después de haber estado llamando cada tres o cuatro minutos, la galerista logró contactar con el vicesecretario del Vaticano.
—¡Hola, Claudia!
—¡Por fin, Steven! Dime, ¿¡qué es lo que ocurre!? —le preguntó angustiada.
—¿Cómo que qué ocurre…? —Un cierto desconcierto en el vicesecretario ante la virulencia del tono empleado por la galerista.
—¡Pues tú sabrás! ¡Has dejado cuatro mensajes a Dan Foster para hablar urgentemente con él! ¡Cuando él te ha llamado, tú comunicabas sin parar! ¡Y yo también estoy marcando tu número desde hace casi una hora y siempre da ocupado! ¿¡Qué pasa!? ¿Le sucede algo al Santo Padre? ¡Por favor, dímelo! —soltó de un tirón sin detenerse a respirar una fracción de segundo.
—Bueno… No quería que te preocuparas… Además, lo más seguro es que… que no haya motivo para alarmarse —la intentó tranquilizar Palmer.
—¡Steven, me preocuparé mucho más si no me cuentas lo que pasa! —Ahora tenía la certeza de que ocurría algo.
—Tranquilízate, Claudia. La policía está investigando a un individuo que, parece ser, se ha interesado en las últimas semanas por un avión idéntico al que en estos momentos lleva a Su Santidad a Israel. No hay nada más. Pero, primero, y para que te tranquilices, ese avión no vuela desde hace quince días y ha estado perfectamente revisado y controlado. Y segundo, el aeropuerto de Tel Aviv es el más seguro del mundo. Así que no hay motivo para que estés nerviosa. De verdad, créeme, todo está bajo control.
—¿Y para qué querías hablar con Dan Foster con tanta urgencia?
—Ya para nada importante… —Se hizo un breve silencio en la línea durante el que ella escuchó con nitidez el timbre de un teléfono a través del móvil de Palmer—. Perdona, Claudia, tengo que atender una llamada. En cuanto termine me pongo en contacto con Foster.
5
Tony Mortimer consultó su reloj: las diez, hora de Tel Aviv. Faltaban casi cuatro horas para que el A-375 de Alitalia tomara tierra en el aeropuerto Ben Gurión de la capital de Israel.
10:15.
Salió del Carlton Hotel con una mochila a la espalda y arrastrando con la mano derecha el trolley color plata. Subió a un taxi sherut compartido con otras personas que, una vez lleno, partió hacia la Terminal 3 del aeropuerto que lleva el nombre del mítico personaje que en 1948 proclamó el Estado de Israel.
Tenía alquilado un helicóptero de Leví Airlines preparado para despegar a las 13:20 con rumbo a El Cairo, un A-159 Koala por el que ya se había interesado en su primer viaje. Dicha compañía, participada por Virgin, se dedicaba a cubrir viajes de ejecutivos y políticos en la región mediante aeronaves con capacidades de entre dos y diez pasajeros.
El ser usurario de un transporte aéreo privado no eximía a Mortimer de padecer el calvario que suponía subir o bajar de un avión en Ben Gurión. Las tres horas de trámites que marcaban y avisaban las autoridades aeroportuarias y agencias de viaje eran auténticamente reales.
10:41.
El taxi llegó a la puerta principal de la Terminal 3 y Mortimer ya no le prestó atención a su espectacular arquitectura que convertía el interior del aeropuerto en un monumento faraónico a la luminosidad.
Se dirigió a la oficina de Leví Airlines y canjeó la reserva por una tarjeta con acceso al área restringida de vuelos privados. A continuación, se puso en la fila de la sala de embarque número 1 y setenta y dos minutos después afrontaba la inevitable prueba de pasar el primer control de seguridad. Al cruzar el “arco de metales”, éste se activó acústica y luminosamente. De inmediato, el agente que controlaba el escáner que había fisgado en las entrañas del trolley y de la mochila le indicó que cogiera su equipaje y pasara a una especie de aprisco cerrado por vallas metálicas.
En el trolley portaba algo de ropa personal en total desorden, una bolsa de aseo, un ordenador y un DVD portátiles, una pequeña bomba de oxígeno con una mascarilla, una cámara de fotos y otra de vídeo, así como la caja con el falso GPS y los mandos de la supuesta consola de videojuegos. Le requisaron una navaja multiusos y un frasco de crema hidratante que superaba las medidas establecidas para envases líquidos. Tras husmear de nuevo con un escáner de mano en todos los objetos anteriores, le ordenaron abrir la mochila. Contenía un móvil, un PDA, un MP3, dos libros sobre arqueología en inglés, una caja de bombones Lindt a la que faltaban cuatro unidades y un álbum con fotos de ruinas antiguas.
12:12.
Mortimer se dirigió de prisa hacia el ramal norte, cruzando por delante del espectacular cilindro de agua y luz solar, rodeado de jardineras interiores, que preside la principal zona de descanso del aeropuerto.
Al llegar a la puerta de acceso al minibús que transportaba a los viajeros de las compañías dedicadas a vuelos privados, sufrió un nuevo control. Ahora tuvo que responder a un minucioso cuestionario por parte de una pareja de agentes, grabado en vídeo, donde veinte minutos de interrogatorio se resumían en…
—Viajo a El Cairo con la compañía Leví. —Enseñó el contrato de arrendamiento del helicóptero—. Soy un escritor inglés de libros de arqueología sobre Oriente Medio. —Mostró dos volúmenes en la lengua de Shakespeare donde él aparecía como autor, con su foto en la contraportada—. No viajo en línea regular por problemas de salud. —Presentó un certificado médico—. Padezco ataques cardíacos esporádicos que necesitan ser controlados por un desfibrilador antes de media hora. Un helicóptero puede tomar tierra en cualquier descampado próximo a uno de los once hospitales que existen en la ruta desde aquí a la capital egipcia. Por eso llevo esta mascarilla y esta botella de oxígeno. —Enseñó un mapa con la ruta y, marcados, los citados hospitales, así como la mascarilla y la bombona de oxígeno—. La cámara de fotos, el DVD portátil, la cámara de vídeo y el ordenador son herramientas de trabajo, así como el GPS, que me sirve para buscar las ruinas en los que suelo trabajar. Los mandos de la PlayStation son para mi distracción personal.
12:56.
Acompañado del piloto y un técnico de mantenimiento de Leví Airlines que hacía también las veces de copiloto, Mortimer se dirigió en un pequeño bus hasta un A-159 Koala con turbina PT6B de tercera generación. Un helicóptero que se hallaba aparcado a unos seiscientos metros entre dos aviones privados, un Learjets 60 y un Challenger 604.
Los dos profesionales, parapetados tras sendas gafas de sol, tomaron posesión de sus respectivos asientos y Tony se acomodó en una de las tres plazas de atrás, situando el equipaje sobre las dos que quedaban libres.
El piloto puso en marcha el motor y se ajustó los auriculares. El copiloto se colocó también los suyos, conectó la emisora y estableció contacto con la torre de control para el protocolo habitual de despegue.
—¡Aquí vuelo LE41, previsto para las trece y veintidós! Estamos listos. Esperamos instrucciones.
—Vuelo LE41. Se mantiene el citado horario. Faltan once minutos. Treinta segundos antes os daré orden de salida si no se produce ninguna incidencia.
—¿Les apetece un bombón? —Mortimer elevó la voz para que el piloto y el copiloto le oyeran sobre el zumbido que generaba el rotor de la hélice.
Cuando ambos se volvieron, su pasajero tenía un bombón en la mano izquierda y con la derecha les ofrecía el resto de la caja. Los dos profesionales cogieron sendos dulces, se lo agradecieron con una sonrisa y un gesto de cabeza, comenzando los tres a la vez a quitar el papel de plata que envolvía los bombones. Los del piloto y copiloto encerraban una bola de chocolate cuyo interior contenía un trozo de fruta escarchada regada con unas gotas de whisky. En el de Mortimer, la bola de chocolate cubría una pequeña ampolla de cristal que el inglés dejó caer al suelo, quebrándose con un pequeño chasquido apagado por el silbido del motor.
Cuarenta segundos después, a los dos pilotos comenzó a nublársele la mente y a pesarle los párpados como si fueran de plomo. Si hubieran tenido fuerza para mirar para atrás, habrían podido descubrir que su pasajero se protegía las fosas nasales con una mascarilla de gas, conectada a la pequeña bombona de oxígeno que portaba en su equipaje.
Un minuto más tarde, ambos profesionales dormían profundamente y lo harían por espacio de, al menos, sesenta minutos más.
Mortimer se pudo a trabajar con celeridad. Tras quitarle los auriculares al copiloto, volteó su cuerpo hasta pasarlo a los asientos traseros, ocupando él su puesto. El piloto tenía la cabeza caída sobre el pecho y se la echó para atrás a fin de que no despertara sospecha alguna desde el exterior. A continuación, ensambló en una sola pieza lo que parecía un GPS y unos mandos de una consola, comenzando de inmediato la tarea de conectarla a la emisora del helicóptero. Una operación aprendida en el yate de Kapinsky y que tenía memorizada a la perfección gracias al libro de instrucciones que le habían entregado sus técnicos.
13:21:30.
—¡Atención vuelo LE41 previsto para las trece y veintidós! Podéis despegar.
—Aquí vuelo LE41. Tenemos un pequeño problema técnico. Necesitamos unos cuatro minutos para solucionarlo.
—¿Cuatro minutos?
—Más o menos.
—Lo siento. El espacio aéreo se cierra a las trece y veinte con motivo del aterrizaje del avión en el que vuela el papa Adriano VII. O despegáis en este momento, o tendréis que esperar a que vuelva a abrirse, aproximadamente a las 14:15.
—¡Joder con el Papa! —exclamó Mortimer en tono más jocoso que enojado—. ¡Paciencia, esperaremos!
—Os da tiempo a tomar una copa… sin alcohol, por supuesto. ¡Os avisaremos! ¿Okay?
—Okay.
Cuando se cortó la comunicación, Mortimer respiró en profundidad y continuó con la tarea de conectar el dispositivo adquirido a Kapinsky con la antena del helicóptero. Un prodigio técnico conseguido por sus ingenieros aeronáuticos tras dos años y medio de trabajo.
La base del invento radicaba en el ILS (Instrument Landing System), un sistema de aterrizaje instrumental que permite a los aviones ser guiados automáticamente en el momento de llegar a un aeropuerto. El ILS consiste en una serie de antenas direccionales distribuidas a lo largo de la pista, las cuales transmiten a la cabina del piloto dos informaciones complementarias: dónde está la pista y qué senda de planeo es la adecuada para aterrizar en ella. En el momento que ambas informaciones en forma de dos líneas electrónicas —una vertical y otra horizontal— se cruzan en el CDI —una pantalla de cristal líquido situada en el panel de mandos—, el piloto automático se encarga ya de bajar la nave a tierra con una precisión y seguridad absolutas. El ILS empezó siendo un excelente instrumento para aterrizar en aeropuertos con problemas de visibilidad, pero en la actualidad se empleaba de manera rutinaria por todas las aeronaves con una antigüedad inferior a cinco años.
Basándose en este sistema de aterrizaje automático, los técnicos aeronáuticos de Vladimir Kapinsky habían encontrado la manera de adueñarse del citado sistema y, en consecuencia, de dirigir a distancia el avión durante la fase de descenso a pista. Con la particularidad añadida de que el comandante de turno no podía desactivar el piloto automático desde la cabina. Una función desarrollada a raíz del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, con la finalidad de evitar que un hipotético terrorista pudiera dirigir a su antojo el avión contra algún objetivo civil o militar.
En un módulo con apariencia de GPS introducían todos los parámetros técnicos del sistema de aterrizaje del avión que deseaban controlar, así como un doble dispositivo: un descodificador del piloto automático del modelo en cuestión y un recaptador de ondas, también conocido como “ladrón de antenas”.
Una vez acoplado el citado GPS a los mandos de la consola y conectados ambos a la emisora del helicóptero, Tony Mortimer detectó enseguida la frecuencia en la que emitían las antenas que controlaban la pista donde aterrizaría el A-375 del Santo Padre. Lo hacían a 110 MHz. Por su parte, las antenas GS, las controladoras de la senda de planeo, lo hacían a 331 MHz.
Cruzó ambas frecuencias, pulsó el recaptador de ondas y la antena del helicóptero anuló las antenas situadas a pie de pista, sustituyéndolas en su función a todos los efectos. Ahora sólo le quedaba esperar que el DME —el equipo telemétrico del A-375— le avisara que la nave de Alitalia entraba en la glideslope o senda de planeo del Ben Gurión.
Llegado ese momento, Mortimer se convertiría en el piloto real del avión mediante los mandos que simulaban los de una consola de videojuegos. En consecuencia, podría hacer lo que tenía planeado: acelerar a tope los motores del Airbus cuando el tren de aterrizaje se posara sobre la pista, sacarlo de ésta mil ochocientos metros más adelante, virar veinte grados a la izquierda, cruzar un pequeño páramo y estrellar la aeronave contra los depósitos de queroseno del aeropuerto que, eventualmente, con motivo de unas obras, se encontraban sobre la superficie.
Un “desgraciado accidente” y el Papa estaría muerto. Un crimen perfecto porque la caja negra, por pura lógica, sólo registraría las voces en cabina del comandante gritando que no podía desactivar el piloto automático. En definitiva, “un fallo técnico”.
Cuarenta y ocho horas después, su cuenta corriente en el FFG Prívate Bank de Zúrich se engrosaría con el abono del segundo plazo del trabajo: quinientos mil euros.
13:41.
El A-375 de Alitalia avistó el aeropuerto de Tel Aviv y el comandante Albino Testi saludó a los controladores aéreos en nombre del Pontífice. Pidió autorización para aterrizar y la recibió junto con un saludo de bienvenida del director del aeropuerto en persona a tan ilustre pasajero, en quien estaban depositadas grandes esperanzas de paz para todo Oriente Medio.
13:43.
El avión pontificio apareció en la pantalla del GPS que Mortimer tenía ante sus ojos y, de inmediato, empuñó los mandos.
13:46:11.
La nave de la compañía italiana, a punto de tomar tierra guiada por el piloto automático, activó el protocolo de frenada.
Mortimer esperó que recorriera trescientos metros sobre la pista. Llegado ese momento, como tenía previsto, desactivaría el sistema de frenada y, al mismo tiempo, reactivaría los motores del A-375 hasta su potencia máxima para estrellarlo contra el mortífero objetivo que tenía elegido.
13:46:15.
Se escuchó un agudo silbido rajando el aire, un segundo de silencio y, de inmediato, se produjo una gran explosión.
El A-159 Koala, el helicóptero donde se encontraba el asesino inglés, estalló levantando una imponente estalagmita de fuego.
Los cuerpos de Mortimer y los dos pilotos, destrozados por completo, giraban por los aires amortajados por sucesivos borbotones de humo.
6
La secuencia cronológica de los acontecimientos, frenética, nerviosa, afortunada, había sido la siguiente:
Palmer interrumpió su conversación con Claudia para atender una llamada de su hermano desde Nueva York. Su madre había sufrido una crisis cardíaca, la segunda en tres meses, y se encontraba en estado estacionario. Lo grave era que, si se volvía a repetir, los médicos opinaban que su corazón no lo resistiría.
Un cuarto de hora después contactaba con Foster.
—Sí, te llamaba por lo siguiente… —le explicó tras el saludo inicial—. Cuando me enseñaste el folleto del arma con que “la Tigresa” intentó asesinar a Su Santidad en la plaza de San Pedro, me hablaste de que habías visto más armas… no sé dónde…
—Sí, en una especie de catálogo para asesinos profesionales.
—¿Recuerdas si hay en ese catálogo alguna para atentar contra un avión…? Te digo esto porque la policía italiana ha estado investigando a un individuo que se había interesado mucho por el Airbus 375, el avión en el que ahora está viajando el Pontífice hacia Israel…
—Quiero… quiero recordar… —le contestó tras unos segundos de reflexión—, que hay armas para atentar en varios medios de transporte. No recuerdo exactamente si en aviones, pero podría ser… Sí, sí, ahora que lo pienso, creo que sí. Hay una muy sofisticada.
Un breve pero intenso escalofrío electrizó el sistema nervioso del exagente de la CIA.
—¿Estás seguro?
—Seguro del todo no, pero…
—¡Busca ese catálogo y confírmamelo! —le pidió Palmer con la tensión atenazando cada una de sus palabras.
—Lo miro y te llamo enseguida.
Cuatro minutos más tarde, Foster telefoneaba al vicesecretario del Vaticano y le leía por encima el folleto con la referencia Al1B12C. Al enterarse de que su operatividad se desarrollaba en el aterrizaje, el escalofrío anterior se convirtió en una gélida, angustiosa y paralizante sensación de miedo.
—¡Dan, envíame por fax ahora mismo esas páginas! —le apremió Steven.
—No tengo fax en casa, pero te las escaneo y te las mando por correo electrónico.
13:11.
Cuando leyó el folleto, Palmer no se detuvo a llamar a Caroli ni al jefe de seguridad del viaje que volaba en el avión papal. Telefoneó directamente a Donald Bronson, el director del departamento “PI” de la CIA, su amigo, para que le consiguiera hablar en persona con el jefe de seguridad del aeropuerto de Tel Aviv.
13:26.
Palmer terminaba de explicarle a Samuel Herzog, treinta y tres años, capitán del Mossad y responsable de la seguridad del Ben Gurión, la sospecha que motivaba su llamada.
Cuatro minutos después, el citado capitán recibía la noticia de que por la puerta de embarque número 1 había entrado un pasajero inglés con un aparato que se parecía a un GPS. Seis minutos más tarde, confirmaba que el citado pasajero era el mismo que tenía en la pantalla de su móvil, foto captada por las cámaras de vigilancia de las instalaciones de Alitalia y remitida por Palmer desde su teléfono.
13:45.
Un minuto antes de que el A-375 tomara tierra, el Mossad localizaba en el área de vuelos privados el helicóptero en el que se encontraba el sospechoso.
13:46.
Un “fotógrafo” apostado en un puesto de vigilancia cercano a la torre de control enfocaba con el teleobjetivo de su cámara el A-155 Koala y accionaba el disparador.
Cincuenta y dos centésimas de segundo después, un cubo de sesenta centímetros de lado, ubicado en el tejado de la terminal, abría su cara superior en dos hojas. Un segundo más tarde emergía de él un misil de cincuenta centímetros de longitud, se elevaba cinco metros y volaba, rajando el aire con un agudo silbido, hacia el helicóptero donde Mortimer acechaba el aterrizaje del avión de Su Santidad. Impactaba de lleno en la carlinga y la convertía en una torre de fuego, humo y restos humanos.
El aeropuerto Ben Gurión seguía siendo el más seguro del mundo.
El Mossad era cliente de Vladimir Kapinsky.
7
Una hora y media después de que Tony Mortimer saltara destrozado por los aires en el aeropuerto de Tel Aviv, sonó un teléfono con empuñadura de marfil en el suntuoso despacho que el presidente de Colens ocupaba en el ático de un edificio de siete plantas en la ciudad suiza de Davos. En ese momento, Jeff Bergman, impecablemente vestido y atildado, como siempre, se encontraba mirando con obsesiva fijeza la pantalla de su ordenador. Seguía la evolución en tiempo real del precio de las acciones de su compañía en el Dax Xetra de Frankfurt y en el Footsie londinense. Al cuarto repique del teléfono, descolgó.
—Bergman… —Un silencio al otro lado de la línea—. ¿Sí…? —El silencio continuaba y este detalle erizó levemente su interés hasta que oyó la voz de su interlocutor.
—Jeff, soy Olivier… Malas noticias… —Otro silencio, mucho más significativo que los anteriores—. Nuestro hombre en Tel Aviv ha fallado…
—¿¡Cómo que ha fallado!? —bramó Bergman apartando su mirada de la pantalla del ordenador.
—Alguien ha hecho explotar el helicóptero desde el que iba a llevar a cabo nuestro encargo.
El presidente de Colens cerró los ojos y el abatimiento más absoluto se desplomó sobre su rostro. Reprimió un latigazo de cólera mordiéndose los labios y preguntó con marcada lentitud.
—¿Sabes lo que eso significa…?
—Sí, Jeff… La quiebra, a medio plazo, de la compañía.
—¿A medio plazo, dices…? Eso es ser muy optimista. Colens desaparecerá en muy pocos meses… no te quepa la menor duda. En el momento que la autorización papal del uso del preservativo se ponga en práctica a nivel mundial y, sobre todo, en el continente africano, el contagio del sida caerá un sesenta por ciento el primer año, y se seguirá reduciendo en los siguientes hasta quedar en una tasa máxima anual de un ocho por ciento. ¿Y sabes lo que quiere decir eso…? Que las vacunas que ahora nos compra la Organización Mundial de la Salud importarán unos ochocientos millones de euros menos cada año, lo que nos hará quedarnos muy lejos de los objetivos previstos… Tardaríamos casi diez años sólo en amortizar la inversión. Es decir, hundimiento en bolsa y asedio de los bancos acreedores.
—Sí, Jeff, lo sé…
—¿¡Eso es cuanto se te ocurre decirme…!?
—No, hay algo más…
—¡Pues dímelo y pronto!
—Un momento…
Un silencio de tres segundos en la línea telefónica.
El presidente de Colens escuchó un disparo acompañado de un grito agónico. Olivier Pulings, el brillante director general de la compañía, la persona que había contratado a Tony Mortimer en Stratford a través del intermediario suizo Alain Hermann, acababa de suicidarse.