1
Tras muchas reflexiones y nuevos análisis, hacia las cinco de la mañana la doctora De Angelis llegó a una conclusión clara: si el primer cambio de sangre no había servido para reducir los “blastos”, el segundo tampoco serviría para nada. Y lo que era peor, muy pronto la enfermedad afectaría a la médula ósea. Reunió con urgencia de nuevo a todo el equipo de oncólogos y hematólogos para comunicarles la delicada situación y oír sus opiniones. De manera especial, les consultó la posibilidad de aplicar al paciente el “Caballo de Troya”, nombre doméstico del método contra el cáncer que estaban investigando en coordinación con dos instituciones españolas: la Universidad de Navarra y el INA, el Instituto de Novociencia de Aragón.
Marcela de Angelis dirigía en el Goretti, desde hacía tres años, los ensayos de laboratorio de un tratamiento nano-magnético creado por un equipo multidisciplinar de las citadas instituciones. Se trataba de una terapia no invasiva que consistía, básicamente, en cargar células dendríticas con microscópicas partículas de óxido de hierro. Las citadas células se hacían llegar hasta las malignas, con las que intercambiaban moléculas. Una vez que el óxido de hierro se hallaba en su interior, como si fuera un “caballo de Troya”, se activaba desde el exterior un campo magnético que calentaba el citado óxido. Este proceso, denominado “hipertermia”, elevaba la temperatura y destruía las células malignas sin afectar a las sanas que pudieran estar cerca.
El citado método nano-magnético estaba concebido para ser aplicado a cualquier tipo de cáncer. Ellos, en Italia, tenían la misión de experimentarlo en enfermos de leucemia, al igual que en España estudiaban su virtualidad con los carcinomas de pulmón y próstata. Francia se ocupaba del de mama y vejiga. Y Alemania, del de piel y estómago.
El equipo médico intercambió pareceres durante bastante tiempo. Todos andaban de acuerdo en que los estudios en laboratorio habían resultado positivos. Las pruebas con ratones, alentadoras. Los ensayos parciales iniciados con pacientes voluntarios se hallaban en una fase embrionaria y, por tanto, no poseían aún datos fiables. La duda radicaba en que nunca se había aplicado, de forma global, a ningún enfermo de leucemia, desconociéndose posibles efectos colaterales.
—Bien… —La doctora De Angelis adoptó postura, expresión y tono trascendentes—. Llegados a este punto, quiero que respondáis personalmente a la pregunta del millón… Si vuestro padre estuviera en la situación de Su Santidad, a punto de ver dañada su médula ósea que le llevaría a un trasplante de dudoso resultado… ¿qué haríais? ¿Alberto…? ¿Benedetto…? ¿Luciana…?
Hubo división de opiniones. Antes de tomar la decisión final, Marcela de Angelis llamó a Aragón y despertó al máximo responsable de la investigación con el “Caballo” de Troya”, a quien le explicó el dilema en el que se encontraban. Una vez conocida la situación del paciente, así como los resultados de los últimos análisis, el doctor español concluyó:
—Yo, en las circunstancias que me has expuesto, se lo aplicaría a mi padre.
Tras recibir la aprobación de su hermana Graciela por parte de la familia, y la del cardenal Perosi por la Iglesia, la doctora De Angelis procedió a practicar la terapia nano-magnética al Santo Padre.
El tratamiento específico en el caso de la leucemia se componía de dos fases. En la primera se inoculaban en la sangre células dendríticas con moléculas de monóxido de hierro. En la segunda, que comenzaba veinticuatro horas después, se activaba el campo magnético tres veces al día para ir eliminando las células cancerosas en las que se hubiera introducido ya el “Caballo de Troya” del monóxido de hierro.
Finalizada la primera fase, Marcela regresó a su despacho para descansar y contarle a su hija la operación que se había practicado a Su Santidad, llevándose la sorpresa de que Claudia había desaparecido de él. Esperó unos minutos creyendo que estaría en el aseo pero, como no regresaba, la llamó al móvil.
—¿¡Cómo está!? —le apremió al descolgar.
—En estos momentos, tranquilo. Hemos decidido arriesgarnos y le hemos aplicado la terapia del “Caballo de Troya”. Ahora hay que esperar unas horas para ver si, Dios lo quiera, resulta efectiva.
—¿Y si no…?
—Si no…, ya veremos. Piensa… pensemos en positivo. ¿Dónde estás?
—En la capilla… rezando por él.
—Es el mejor sitio que podías haber elegido para ayudarle…
Se encontraba de rodillas, en el primer banco, a tres metros escasos del sagrario, iluminado por numerosas y pequeñas velas que encendían los familiares de los enfermos.
Seguía sin recordar alguna de las oraciones que su madre le enseñó cuando era pequeña. Pero sí rememoraba una historia que le contó referente a San Juan Bosco. Un día, un alumno de su clase sufría dolores muy fuertes que le hacían enloquecer. El santo le pidió a Dios que se los traspasara a él… y así ocurrió.
Claudia le suplicaba a Dios, en su desesperación, que le traspasara la enfermedad de Jorge. Si alguien tenía que morir, prefería ser ella.
2
Fabio di Bari vivía en Via di Parioni, cerca de la Piazza Navona, en una aristocrática zona repleta de palacios renacentistas y tiendas de muebles y objetos antiguos. El piso, de unos doscientos metros cuadrados útiles, poseía techos altos, varios balcones y estaba amueblado con gusto de anticuario: las paredes recargadas de cuadros y el salón y las habitaciones, de muebles más ornamentales que prácticos.
La familia del doctor habitaba en él desde hacía varias generaciones. Ahora sólo lo ocupaban el matrimonio y una hija soltera, quien desde que se conoció la noticia del accidente no se separaba ni un minuto del lado de su madre. Mientras, sus dos hermanos mayores se encontraban en el Instituto Anatómico Forense, a donde había sido trasladado el cadáver de su padre para practicarle la autopsia.
Cuando llegó el director general de la policía, la chica de servicio, una peruana de estatura baja, piel atezada y ojos desmesurados, le hizo pasar a donde esperaba ya el inspector Totti: una sala adornada con pesados cortinajes y amueblada con un tresillo barroco, una mesa con patas arabescas y una consola a juego.
—Enseguida aviso a la señora —les comunicó al tiempo que hacía un remedo de reverencia, desapareciendo a continuación hacia el interior de la casa.
—¿A qué hora te han llamado? —preguntó Caroli.
—Un poco antes de las nueve.
—¿Te han dicho qué quieren exactamente…?
—No. Han preferido esperar a que llegara usted.
Poco después entraba en la sala Sofía, la hija del finado, una elegante mujer de unos treinta y cinco años con los ojos enrojecidos por el llanto y la zarpa del dolor clavada en todo su bronceado semblante.
—Lo siento —expresó Caroli al tiempo que le tendía la mano.
—Gracias. Disculpen a mi madre… En estos momentos la tenemos sedada…
—No se preocupe…
—Por favor… —les invitó a sentarse.
Sofía se aposentó en un sillón, mientras los policías lo hacían en el sofá.
—Les hemos llamado porque deben conocer algo… Mi padre, antes de… morir, llamó a este móvil de mi madre… —La joven traía en su mano un Siemens y, tras localizar el buzón y activar el altavoz, lo colocó encima de la mesa de centro—. El teléfono se hallaba apagado y le dejó este mensaje…
Pulsó una tecla y, tras oírse durante tres segundos el ruido urbano de una concurrida calle, se escuchó la voz, temblorosa, dramática, apagada, del doctor Fabio di Bari, fracturada por largos silencios entre las palabras.
“… Cariño… Lo que voy a hacer… te va… te va a causar, a ti y a nuestros hijos, un gran dolor… Pero si no lo hago, un dolor… un dolor mucho más grande destrozaría vuestras vidas… No os voy a contar nada… pero sí debe saberlo la policía…Caja de seguridad 277, banco Nazionale di Lavoro en la sucursal de la Via Corsini. Te quiero mucho, Silvana… Os quiero mucho, hijos… Rezad por mí…”.
Se cortó el mensaje y, durante bastantes segundos, los tres oyentes permanecieron con los ojos adheridos al móvil.
—¿Podemos oírlo otra vez…? —pidió Vittorio.
Al finalizar la segunda audición, Sofía levantó los ojos, entre miedosos e implorantes, hacia el director de la policía.
Caroli frunció los labios en varias posturas y buscó cuidadosamente las palabras que pronunció a continuación. Encerraban una pura obviedad, pero no podía decir otra cosa en aquellas circunstancias.
—Su padre les ha dicho… lo que quería decirles…
—¿Qué hay… qué puede haber en esa caja…? —Las palabras salían de la boca de Sofía como si fueran cuchillas de afeitar rasgando su reseca garganta.
—No lo sé… Pero tengo la impresión, sólo la impresión, de que su padre ha podido ser víctima de un chantaje al que, por lo que sea, no supo o no pudo escapar…
—¿Un chantaje…? ¿Pero por qué…? ¿Y de quién…? —indagó Sofía entre sorprendida y alarmada.
—En estos momentos sólo es una hipótesis…
—Señor Caroli, por muy duro que sea, le ruego… le suplico que nos tenga informados a mis hermanos y a mí sobre lo que vayan descubriendo. Por supuesto, no le diremos nada a mi madre…
Caroli respiró en profundidad al tiempo que aguantaba la mirada fija de Sofía.
—Comprendo… Les mantendremos informados…
Se puso en pie, siendo imitado por Totti y luego, con más lentitud, por su apesadumbrada interlocutora.
—Bien… tenemos que dejarla. Ahora, lo importante es que usted y sus hermanos cuiden de su madre.
Aquella misma mañana, diez minutos antes de cerrar las puertas, Caroli y su ayudante entraban en la sucursal del Banco Nazionale di Lavoro en Via Corsini. Tras identificarse y explicar al director el objeto de su visita, no fue necesaria una orden judicial para abrir la caja de seguridad número 277. Existía una autorización firmada por Di Bari para que pudiera abrirla cualquier alto mando policial que se identificara como tal.
Bajaron al sótano y el responsable de la oficina utilizó dos llaves para franquear una pesada verja de hierro con anclajes de acero que daba acceso a una estancia de unos treinta metros cuadrados. Las paredes se encontraban llenas de pequeñas puertas de metal rectangulares y había una mesa circular de madera de haya en el centro. El director se dirigió a la marcada con el número 277, la abrió con otras dos llaves más pequeñas y extrajo de su interior una caja que depositó sobre la mencionada mesa.
Encima de varias escrituras de compra-venta de inmuebles, Vittorio Caroli encontró un bloc escolar con dieciséis hojas manuscritas.
3
Dan Foster se despertó avanzada la mañana en una habitación del Madison Hotel, en Via Marsala, y llamó a Lola Portal para contarle, por orden cronológico, las novedades de la noche anterior.
—¿¡Quééééé!? ¡Vamos a ver…! ¿Qué es lo que has dicho…? ¡¡Anda, repítemelo, que no lo he oído bien!!
—Pues… eso… —El escritor tragó saliva para armarse de paciencia ante la tormenta que, como había previsto, se desencadenaría inevitablemente—. He pactado con Claudia no tocar su relación sentimental con el cardenal Mendoza…
—¡¡Y un jamón!! —tronó la editora.
—Tranquila, Lola, no te dispares.
—¡No! ¡No y no! ¡Por ahí no paso!
—Déjame que te explique, por favor, y no te pongas histérica.
—¡No estoy histérica! ¡¡Estoy superhistérica, requetesuperhistérica!! ¡Sólo a una imbécil como yo se le ocurre meterse en negocios con un descerebrado como tú!
—Lola, ¿quieres hacer el favor de oírme hasta el final?
_¡No!
—¡Si no me dejas hablar, te voy a colgar! —se encrespó también el escritor.
—¡Si me cuelgas, te cuelgo yo a ti, pero no el teléfono, sino los cojones!
Dan le colgó y, además, apagó el móvil. Tras desayunar, tomó un taxi para el policlínico Goretti, subiendo sin demora al despacho de la doctora De Angelis, donde Claudia continuaba sola, a la espera de noticias sobre la evolución del Pontífice. La encontró tan nerviosa como la noche anterior e intentó tranquilizarla con escaso éxito, ni siquiera con la ayuda de una nueva taza de tila. Había dormido apenas una hora y físicamente se hallaba tan destrozada como su maltratado ánimo.
Algún tiempo después llegó la doctora.
—Hola, Dan.
—¿Alguna novedad…? —se interesó Claudia enseguida.
—Sigue durmiendo muy tranquilo y no tiene fiebre, lo cual es un buen síntoma.
Tras permanecer unos minutos más en el despacho, Foster optó por retirarse y dejar solas a madre e hija. Localizó a Palmer y conversó con él durante algún tiempo mientras tomaban un café de máquina en el pasillo de la planta baja.
—Caroli tiene muchas dudas de que lleguemos a descubrir algún día quién se encuentra en realidad detrás del nuevo intento de asesinar a Su Santidad. Dice que tiene toda la pinta de ser un crimen mafioso.
—La verdad es que los inductores de los dos atentados pueden ser muchos. Las ideas de Su Santidad suponen una auténtica revolución, y no sólo eclesial… Hay mucha gente a la que no le gustan los revolucionarios —opinó el escritor.
—Ahora empiezo a comprender por qué me nombró vicesecretario de Estado —le confesó Steven con una sonrisa forzada—. Sabía que intentarían matarlo y le vendría muy bien mi experiencia en la CIA.
—¿Me contarás qué hay en esa caja de seguridad…? —le preguntó Foster quebrando el estado reflexivo en el que se había sumido Steven.
—Te contaré lo que me cuenten —sonrió monseñor—. Soy hombre de palabra, Dan. Sabrás todo lo que yo sepa.
De regreso al hotel, el escritor español continuó trabajando en la recopilación de cuanto había ocurrido el día anterior. A la hora de la comida abrió el móvil.
Tenía once llamadas de Lola.
Lo volvió a apagar.
4
Caroli cerró el bloc del doctor Di Bari y, después de bastantes segundos de concentración mental, llamó a monseñor Palmer para que leyera la confesión póstuma del director de la clínica Goretti. El miembro numerario del Opus Dei llegó una hora más tarde y le puso el cuaderno en la mano.
—Mafia pura. ¡Purísima, caro amico!
Dos meses atrás, Fabio di Bari había sido contactado por teléfono por un hombre apodado “Hurón”. Lo citó para una entrevista en un despacho situado en un sótano cercano a la Fontana di Trevi, encontrándose con un individuo de unos cuarenta y cinco años que ocultaba sus ojos tras unas gafas oscuras, haciendo juego con su traje, corbata y camisa también negros. No tenía rasgo distintivo alguno, salvo un bigotillo de reminiscencias fascistas y una pequeña cicatriz en la sien derecha casi cubierta por el cabello.
Tras una larga introducción en la que el citado individuo le habló de que a veces en la sociedad había que realizar de manera inevitable trabajos sucios, y de que alguien tenía que encargarse de ellos, terminó solicitando su ayuda para liberar a Roma de alguien que estaba resultando extremadamente negativo para la ciudad. Un personaje que, de seguir vivo, enviaría a la ruina a miles de familias. Ese ser nefasto, ese peligro público, era el papa Adriano VII.
Di Bari se quedó estupefacto pero “Hurón” le argumentó que la idea del Pontífice argentino de democratizar la Iglesia, de vender los bienes superfluos del Vaticano y de que algún día el Papado pudiera trasladar su sede al Tercer Mundo para estar más cerca de los desheredados de la Tierra… hundiría económica, social e históricamente a la Ciudad Eterna. Y no sólo resultaba un peligro para Roma, también para la propia Iglesia. Sus planteamientos reformistas encerraban una carga de profundidad contra los cimientos de toda la tradición católica.
El médico, tras reponerse del planteamiento de su interlocutor, argumentó que su idea, aparte de discutible, resultaba inaceptable desde un punto de vista moral y, además, no entendía por qué había acudido a él. La respuesta no se hizo esperar: la muerte del sucesor de San Pedro tenía que ser “natural”. Es decir, debería ser un crimen perfecto para no poner en pie de guerra contra Roma a todo el Occidente cristiano. Ese “trabajo” lo podía hacer él perfectamente ya que el Papa se sometería a un chequeo general en el policlínico que dirigía, momento ideal para que Su Santidad contrajera una “desgraciada e incurable enfermedad” que lo llevara al otro mundo con “Dios nuestro Señor”.
Fabio se levantó decidido a marcharse, momento en el que “Hurón” le entregó una carpeta… Un dossier muy bien documentado de sus relaciones homosexuales con travestís en un club privado de Civitavecchia. Fotos e imágenes de orgías salvajes que serían colgadas en internet y enviadas a sus familiares, a sus amigos, al personal del policlínico…
Le dio veinticuatro horas para que lo pensara. Durante este tiempo de apesadumbradas reflexiones, el miedo al escándalo social y familiar propició que Fabio di Bari comenzara a metabolizar en su ánimo los argumentos que “Hurón” le había dado: si este Pontífice no desaparecía, Roma se arruinaría… Adriano VII era un peligro para la propia Iglesia católica… Había resultado un error histórico su elección… Muchos cardenales y obispos verían con buenos ojos su eliminación…
Poco a poco comenzó a concebir el asesinato. Primero de forma inconsciente y, luego, apremiado por el cumplimiento del plazo que “Hurón” le había dado, de forma totalmente voluntaria.
El plan que ideó parecía perfecto: inocular al Papa un cáncer sanguíneo aprovechando los preparados leucémicos con los que ensayaban en el Goretti los oncólogos que investigaban un tratamiento conocido como “Caballo de Troya”. Unos veinte días de incubación y seis o siete de síntomas genéricos con otras enfermedades. Cuando lo ingresaran en el policlínico, ya se habría extendido, o estaría a punto de extenderse, al bazo y otros órganos vitales. Quimioterapia de sostenimiento y, unos meses después, la muerte… Una muerte “natural”. Un crimen perfecto.
La única persona que podía descubrir sus planes se llamaba Marcela de Angelis, jefa de oncología y del proyecto “Caballo de Troya” en Italia, pero ya no trabajaría en la clínica porque se habría jubilado el día 31 de diciembre.
La confesión manuscrita de Di Bari terminaba anunciando que se suicidaría si se descubría su crimen. Y también, que la policía sabría lo ocurrido para que intentara castigar a quienes le habían empujado al asesinato del Pontífice.
—¿Tienes alguna idea de quién pueda estar detrás del tal “Hurón”? —indagó Palmer cuando finalizó la lectura del testamento manuscrito del desgraciado doctor.
—En concreto, no lo sé. Pero si tuviera que apuntar genéricamente a algún culpable…, apuntaría a… a Roma… El texto del doctor lo expresa con meridiana claridad. Hay mucha gente en Roma que mataría ante la perspectiva de perder el honor, la influencia, el turismo y muchas otras cosas que aporta el Papado a esta ciudad… ¿Quién, en concreto…? Pues no lo sé… Alguien del Estado italiano, del ayuntamiento, del consorcio de comercio, de la asociación de hoteles, de los guías turísticos, de los tenderos de la Via della Conciliazione… Tal vez alguna “púrpura negra” de la curia, la propia guardia suiza… En definitiva, lo que le he dicho, Roma… Roma, amigo mío, es muy celosa de sí misma… Y muy poderosa…
—El discurso que me has soltado sobre la culpa colectiva está muy bien. Pero, ¿quiere decir eso que no vas a investigar quién está realmente detrás de Di Bari…? —preguntó un enojado Palmer.
—Por supuesto que investigaremos. Pero debemos hacernos a la idea de que resultará muy difícil localizar al autor intelectual. Esto es como una cadena de la que conocemos sólo un eslabón. A lo mejor llegamos al siguiente, pero en un asunto como éste sospecho que avanzaremos muy poco. El futuro de esta historia, me temo, será como el asesinato de Kennedy… Mil teorías y ninguna certeza.
Palmer permaneció en estado meditativo durante algún tiempo en el que asintió para sí varias veces con la cabeza y después preguntó:
—¿Alguna novedad en relación al atentado de la plaza de San Pedro…?
—Ninguna. ¿Y tus amigos de la CIA…? —indagó Caroli.
—Con la enfermedad de Su Santidad, no he tenido tiempo de hablar con ellos. A ver si les puedo llamar esta tarde.
Monseñor Palmer consultó su reloj y se levantó, siendo imitado por su amigo Vittorio.
—¿Cómo está el Santo Padre…?
—No ha empeorado, lo cual, según dicen los médicos, es un síntoma bastante positivo.
—Ha sido una suerte que la doctora De Angelis se equivocara en la fecha de su jubilación.
—¿Suerte…? A eso se le llama, en cristiano, “providencia divina” —recalcó Palmer.
—¿También fue providencia divina que el periodista español viera la falsa cámara fotográfica por casualidad…?
—No lo dudes.
—Pues adviértele a la providencia divina que… que se prepare… Me temo que con este Papa va a necesitar hacer horas extras.
Palmer sonrió con la ingenuidad de un niño grandote, pero en su ánimo pesaba como una losa de angustia el hecho de que el Pontífice parecía vivir sobre un polvorín. Dos intentos de asesinato en un mes resultaban excesivos y él era el responsable de su seguridad. Jamás pensó, cuando dejó la CIA por el Opus Dei, que su “labor pastoral” consistiría en desactivar conspiraciones para asesinar al sucesor de San Pedro. Cada vez estaba más convencido de que Su Santidad se esperaba todo esto y le había nombrado vicesecretario de Estado por su experiencia en la agencia americana.
—Gracias, Vittorio, una vez más.
—Monseñor, dile a Su Santidad, si sale de ésta, que además de la providencia y la suerte, tiene de su parte a la policía italiana…
—Se lo diré.
En el momento que se estrechaban las manos para despedirse, sonó uno de los tres teléfonos fijos que Caroli tenía sobre la mesa, el de color negro.
—Sí… Dime, Flavio…
Palmer observó cómo el semblante de Caroli se ensombrecía a medida que escuchaba a su interlocutor. En un momento determinado miró hacia él y el exagente de la CIA dedujo que se trataba de alguna noticia, desde luego no positiva, en relación con el caso que les ocupaba.
—Sí, tú y Alvaro iros para allá. Si se confirma esa hipótesis, llamadme.
Colgó. Clavó sus ojos en Palmer.
—Han asesinado de tres disparos a un individuo con una cicatriz en la sien derecha… ¿Te dice algo este dato…?
A Palmer se le dilató la boca por el estupor.
—¿El chantajista del doctor Di Bari…? ¿”Hurón”…?
—El mismo.
—Ahora será más difícil…
—Me reafirmo en mi hipótesis. Nunca sabremos quién está exactamente detrás de… Roma.
—Mafia pura.
—¡Purísima! —recalcó Caroli.
5
El 15 de enero, jueves, setenta y dos horas después de comenzar a aplicársele el tratamiento nano-magnético, Su Santidad Adriano VII experimentó una acelerada mejoría. Además, según el estudio hematológico realizado aquella mañana, las células sanguíneas se habían normalizado casi al cien por cien. Por su parte, el resultado de la nueva biopsia de la médula ósea revelaba una ausencia casi total de células malignas.
—Demos gracias a Dios, hija. El Papa está fuera de peligro.
La noticia impulsó a Claudia a los brazos de su progenitora. La tensión almacenada en los tres días anteriores había agotado su caudal de lágrimas y no lloró, pero sí permaneció bastante tiempo abrazada a ella temblando de alegría.
—Vete a casa a descansar… Lo necesitas. Anda.
Claudia asintió con la cabeza mientras se separaba a duras penas de ella.
—¿Quieres verlo antes de irte…?
El fulgor de la ilusión brilló durante un segundo en sus ojos, pero luego se apagó. Negó con la cabeza antes de expresarlo con la voz infectada de tristeza nostálgica.
—Es lo que más deseo en estos momentos… Pero no sería bueno… ni para él ni para mí… Gracias, mamá.
Ahora fue Marcela, muy emocionada, quien la abrazó con toda la ternura que sólo una madre es capaz de mostrar.
Nada más marcharse su hija, la doctora De Angelis se dirigió a la habitación del augusto enfermo, a donde lo habían devuelto tras pasar sesenta y ocho horas en cuidados intensivos. Su hermana y su secretario le hacían compañía destrozados por el insomnio, pero relajados por la evidente recuperación del enfermo.
—¿Qué tal está, Santidad…?
—Mejor, mucho mejor.
—Eso dicen las pruebas que le hemos hecho esta mañana. Pero nos ha dado un susto, un buen susto.
—¿Qué es lo que me ha pasado exactamente? —se interesó el Santo Padre.
—Pues…, pues es bastante complicado de explicar… Ha sido una especie de infección en la sangre… Una infección parecida a una leucemia… Pero ya está todo normalizado. Ha tenido mucha suerte. Debe protegerle un buen ángel de la guarda, o varios porque yo conozco a uno de ellos…
—¿Que usted conoce a uno…? —preguntó risueño el Pontífice arrugando el entrecejo.
—Sí, una persona que no cree en Dios, pero que en estos días no ha dejado de rezar por Su Santidad. —Marcela se dio cuenta de que se había ido de la lengua y cambió con presteza de conversación—. Esta tarde es conveniente que se levante durante, aproximadamente, una hora y que dé algún paseo. ¿De acuerdo?
—¿Cuándo podré volver al Vaticano?
—Si no hay ninguna complicación, dentro de tres días. Pero la próxima semana tendrá que volver para un control sanguíneo completo.
—¿Podré rezar el ángelus del domingo?
—En principio, no debería haber ningún problema.
Algún periódico digital, tras husmear en torno al Goretti, había publicado el rumor sin confirmar de un internamiento del Vicario de Cristo en el centro sanitario. Después de recibirse varias llamadas en la portavocía del Vaticano, ésta distribuyó por los canales ordinarios una nota de prensa en la que informaba que…
Su Santidad Adriano VII ha sido ingresado en el policlínico Goretti para serle extirpado el apéndice debido a una súbita inflamación del mismo. La intervención se ha desarrollado con absoluta normalidad y el Santo Padre regresará en las próximas horas a su actividad cotidiana, manteniendo su agenda de la próxima semana. Igualmente, la operación mencionada no altera sus planes de viajar a Palestina e Israel a primeros de febrero.
Aquella tarde Perosi y Palmer pudieron tener una reunión con el Santo Padre en su habitación para tratar los asuntos más urgentes, tanto de la Iglesia en general como del propio Vaticano. Durante ella elaboraron el calendario para la consulta a los fieles de las reformas morales y eclesiales.
Los documentos de trabajo redactados por las cuatro comisiones estaban terminados y listos para ser remitidos a las Conferencias Episcopales de cada país, que los distribuirían a los obispados y éstos, a su vez, a todas las parroquias. Este envío tendría lugar antes del 31 de enero. Desde febrero a mayo, los citados documentos serían leídos, estudiados y debatidos por las asociaciones católicas que lo desearan, pudiendo aportar cuantas enmiendas creyeran oportunas. Con posterioridad, una comisión diocesana resumiría en un informe las principales propuestas de las asociaciones parroquiales para su remisión a la respectiva Conferencia Episcopal. Otro grupo de trabajo, éste a nivel nacional, sintetizaría las enmiendas de las comisiones diocesanas y elevaría a Roma el memorándum final de cada país.
Entre septiembre y octubre, los cuatro equipos de Hans Suenens recogerían las sugerencias de las diversas comisiones episcopales y elaborarían los documentos definitivos. Por último, el 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada Concepción, todos los fieles católicos votarían si aprobaban o no, una por una, las reformas propuestas por Su Santidad Adriano VII en una consulta democrática sin precedentes en la Historia de la Iglesia.
Finalizado el despacho de los asuntos eclesiales, Alessandro Perosi reveló al Santo Padre que su enfermedad en realidad había sido un nuevo intento de asesinato. Adriano VII quedó muy impresionado, despertándose en su ánimo la inquietud de una oscura predestinación. El fallido atentado en la plaza de San Pedro le había afectado, pero no le generó miedo. Ahora sí. Ahora, tras la revelación de Perosi, tomó conciencia de que vivía sobre una santabárbara.
—El autor material ha sido el doctor Di Bari, el director de la clínica. Le introdujo en la sangre un preparado leucémico durante el chequeo. Anoche se suicidó al saber que iba a ser descubierto —le informó Steven.
—Pobre hombre —se condolió Adriano VII a pesar de continuar aún en estado de shock.
—Al parecer —continuó Perosi el relato de los hechos—, había sido objeto de un chantaje contra su vida privada, bastante licenciosa. En estos momentos no sabemos quién es la persona o personas que están detrás de él y hay pocas esperanzas de que algún día se descubra, según dice la policía. Entre otras razones, porque el hombre que chantajeó personalmente a Di Bari ha aparecido muerto.
—¡Qué horror, Dios mío! —exclamó consternado Su Santidad ante las terribles noticias que estaba recibiendo.
—Según un documento que ha dejado escrito el doctor, el móvil radica en la posibilidad de que algún día el Papado se aleje de Roma… —terminó de informar Palmer.
—Tiene su lógica… —opinó el Pontífice tras algunos segundos de ensimismamiento y angustia por las funestas consecuencias originadas por su deseo de reformar la Iglesia—. Está claro que el Vaticano es un excelente negocio para esta ciudad… —Luego posó sus ojos en Palmer con una leve sonrisa—. ¿Has adivinado ya por qué te nombré vicesecretario de Estado…?
El exagente de la CIA asintió varias veces con la cabeza, para luego comentar:
—Esperemos que éste sea el último…
—Tranquilo. Me moriré, o me matarán, cuando Dios quiera.
—No. No puedo estar tranquilo, Santidad. Estoy estudiando la forma de intensificar su seguridad lo más posible. Y no confíe tanto en Dios —le amonestó con una suave ironía—. A veces, como dicen los españoles, Dios se echa su “siestecita” en la que no está para nada ni para nadie, ¿comprende…? No se puede bajar la guardia en ningún momento.
El secretario de Estado tenía una reunión con el embajador francés y se despidió hasta el día siguiente.
—Steven, ¿sabe… sabe Claudia Patricia lo que me ha ocurrido?
—Sí. Desde que ingresó Su Santidad no se ha movido de la clínica… Lo ha pasado muy mal…
—Me lo imagino… —susurró el Pontífice con la mirada perdida, tierna, soñadora—. No deberías habérselo dicho.
—No se lo he dicho yo. Ha sido su madre.
—¿Su madre…? —arrugó la frente por el desconcierto.
—Es hija de Marcela de Angelis, la oncóloga que le está tratando y quien descubrió de dónde provenían las células malignas.
—¿No me digas que la doctora es la mamá de Claudia…? —se sorprendió agradablemente el Santo Padre.
—Qué pequeño es el mundo, ¿verdad, Santidad?
—Lo hace pequeño la providencia divina… —sentenció al tiempo que en su mente florecían los recuerdos—. Hazme un favor, llámala y dale las gracias por haber estado cerca de mí… Y por haber rezado a pesar de no creer en Dios.
—¿Por qué… por qué no la llama Su Santidad…? —le sugirió Steven.
—Es lo que más deseo en este momento… Pero no sería bueno para ella… Ni para mí.
6
Tony Mortimer, como tenía por costumbre en todos y cada uno de sus trabajos, quince días antes de la fecha señalada se trasladó al centro de operaciones.
El 19 de enero, lunes, preparó el equipaje en un voluminoso baúl de cuatro ruedas y el “material de trabajo” en un trolley color plata. Dentro de éste iba la caja donde, bajo la inocente apariencia de un GPS y unos mandos de una consola de videojuegos, se ocultaba la obra maestra de la factoría de Vladimir Kapinsky, la sofisticada arma con la que asesinaría al Papa de Roma y, desgraciadamente, también a quienes viajaran con él en el avión.
Desde Alicante voló a Madrid y desde la capital de España, vía Frankfurt, a Tel Aviv.
Cuando aterrizó en el aeropuerto Ben Gurión de la capital israelí, el más seguro del mundo, faltaban con exactitud catorce días, diecinueve horas y veinte minutos para que lo hiciera el A-375 de Alitalia en el que Su Santidad Adriano VII volaría a Israel y Palestina para intentar un acuerdo de paz entre ambos pueblos.
En ese momento del aterrizaje, si se cumplía el plan de Mortimer, el aeropuerto Ben Gurión dejaría de ser el más seguro del mundo.