Decimoséptimo

1

Tony Mortimer prefirió ir a recogerlo en persona. Podía habérselo enviado Roger vía email, pero un material tan “sensible” tenía muchas posibilidades de ser detectado por la red troyana de la CIA o cualquier otro servicio secreto de la web.

Voló desde Alicante a Londres y, desde aquí, en coche alquilado, hasta la académica Oxford, donde se había citado con Roger Wilson en la puerta del Magdalen College, en High Street, a las tres de la tarde.

Wilson, sesenta y cuatro años, uno ochenta, grueso, cabello albino, rostro mofletudo y ojos apacibles, parecía un venerable pastor anglicano por la solemnidad y exquisitez de sus modales, así como por la perfecta modulación de sus palabras. Era doctor en lenguas clásicas y especialista en filosofía cartesiana pero, en realidad, durante veintiún años ejerció de espía británico para el MI5 en Europa del Este. A raíz de la caída del Muro de Berlín, regresó a Inglaterra y se dedicó a un trabajo más lucrativo y menos peligroso: el espionaje industrial. Finalmente, hacía once años que trabajaba como mero intermediario entre quienes querían vender secretos técnicos y quienes deseaban comprarlos. Es lo que acababa de hacer para Mortimer: adquirir en el mercado negro todo el “genoma” del A-375, el avión en el que el Papa viajaría a Tel Aviv en febrero.

Wilson se acercó al Magdalen College paseando desde Rose Lane, donde vivía con Marjorie, su esposa, y con su hija Diana, separada y con tres criaturas de entre cinco y once años. De su cuello colgaba la funda de una cámara de vídeo Panasonic y portaba en la mano un ejemplar de The Times.

Mortimer se retrasó casi quince minutos por culpa del aparcamiento, misión casi imposible para un turista en Oxford. Llegó con una bolsa de Calvin Klein en la mano, se abrazaron y, mientras recordaban el tiempo que hacía que no se veían, ambos se aseguraron de que nadie les había seguido. Luego penetraron en el Mary Magdalen, fundado en 1458 por William of Waynflete, obispo de Winchester y Lord Canciller de Inglaterra.

Paseando por el Patio del Capellán, dejaron a la derecha la famosa Gran Torre, auténtico emblema de Oxford, momento en el que volvieron a confirmar que nadie les espiaba. Ya en el corredor, frente a unas placas conmemorativas de los alumnos del colegio que perdieron la vida en la Segunda Guerra Mundial, Mortimer le pasó a Wilson la bolsa de Calvin Klein con cuarenta y cinco mil euros camuflados en tres cajas de perfume de la citada marca. El segundo le entregó la funda de la cámara de vídeo Panasonic que pendía sobre su pecho, la cual contenía un disco duro de datos portátil.

Continuaron hablando de cómo le iban los negocios a cada uno mientras paseaban con absoluta parsimonia por el Cloister Quadrangle para, algún tiempo después, desembocar en los espectaculares jardines que cruza el río Cherwell. Allí se detuvieron varios minutos a contemplar las manadas de orgullosos ciervos que pastaban en la alfombra esmeralda de la finca situada a espaldas del college.

A las cinco se despidieron en la puerta de la capilla, donde Wilson entró, no para asistir al oficio religioso que se estaba celebrando, sino para deleitarse con los himnos polifónicos que entonaba un coro de alumnos revestidos de sotana rosa y roquete blanco. Un auténtico relax para su exquisito espíritu.

A las nueve y media de la noche, Mortimer aterrizaba en Alicante, subía al Lexus y, en vez de dirigirse a su chalé en la urbanización Villamartín de Orihuela Costa, tomó la A-7 en dirección a Valencia, abandonándola por la salida Xeraco-Xeresa-Gandía. Nueve minutos después estacionaba en el aparcamiento del hotel Tano, ubicado en la carretera que une la N-332 con Gandía Playa.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la cafetería, recibió una llamada de Kapinsky. El helicóptero le recogería, como otras veces, en la finca de Martxuquera a las doce y media. Tenía tiempo de sobra para pasarse por la oficina del banco Santander Central Hispano, en el paseo de las Germanías de Gandía ciudad, donde le tenían preparados doscientos cincuenta mil euros en billetes de quinientos, cantidad que Mortimer transfirió a tres bolsas de los supermercados Mercadona que llevaba para tal efecto.

A la una y cuarto, el Eurocopter “Ardilla” aterrizaba en el “Yago”, el espectacular yate de Kapinsky. Tras los saludos iniciales, Mortimer le entregó las bolsas con el dinero y el disco duro con los datos del Airbus 375, así como la marca y el modelo de antena del helicóptero por el que se había interesado en Tel Aviv, datos que el traficante de armas entregó a un ingeniero aeronáutico para que configurara con ellos una A11B12C.

Disponían de cinco horas, más o menos, hasta que el equipo técnico llevara a cabo su trabajo. Un tiempo que Mortimer y Kapinsky aprovecharon para pescar con caña mientras degustaban un martini, almorzar opíparamente y charlar frente a un café y una copa con un buen habano entre los dedos.

A las ocho y media, Mortimer regresaba a tierra firme y tomaba la dirección de Alicante con una caja rectangular en el asiento del copiloto. En la parte superior se veían las fotos de una especie de pantalla de GPS y de los mandos de una consola de videojuegos similar a la PlayStation 3.

Dichos elementos, en apariencia inocentes, encerraban un sofisticado y mortífero ingenio que Tony Mortimer había aprendido a manejar en apenas cuarenta minutos.

2

Claudia Patricia terminó de hablar por teléfono en su dormitorio con Dan Foster, quien se hallaba en Barcelona, y regresó al salón donde su madre le estaba contando al vicesecretario del Vaticano lo que había descubierto en el policlínico Goretti.

Monseñor Palmer, al finalizar su relato Marcela de Angelis, cerró los ojos y permaneció en actitud reflexiva durante más de un minuto. Se encontraba sentado en uno de los dos sofás que flanqueaban la chimenea. En el frontero, la doctora y su hija, nerviosa, pálida, agobiada.

—Bien… —cerró su paréntesis de silencio el vicesecretario de Estado del Vaticano—. La única explicación a la repentina y grave enfermedad de Su Santidad, en base a lo que usted cuenta, es que alguien quiere acabar con su vida.

—Yo no he ido tan lejos y desearía matizar mis palabras. Yo he dicho que la única explicación científica que encuentro a lo que le ocurre al Santo Padre es que se le ha podido inocular un preparado leucémico experimental que yo guardaba en el frigorífico del laboratorio.

—De acuerdo, entiendo la matización… Ha dicho que el frigorífico está cerrado con llave. ¿Correcto…? —Asentimiento de cabeza de la doctora—. Usted posee una. ¿Cuántas llaves más hay y quiénes las tienen…?

—Otras tres. Una, el responsable del departamento, el doctor Morandi. Otra, la jefa de enfermería. Y la tercera, el director general del policlínico, Fabio di Bari.

—¿Alguno de ellos participó directamente en las pruebas que se le hicieron al Papa durante el chequeo?

—No lo sé en estos momentos, pero será fácil averiguarlo.

—¡Dios mío, cómo es posible todo esto…! —se lamentó Claudia, más para sí que esperando una respuesta.

Steven se sumió en un nuevo periodo de reflexión para empezar a concretar, cuanto antes, una línea de actuación. Algún tiempo más tarde cogió su teléfono, buscó en la agenda “Caroli” y pulsó la llamada.

—Vittorio, soy Palmer. Necesito verte esta misma tarde… Pues anúlala, por favor. Estamos ante otro posible intento de asesinato de Su Santidad… No, ojalá fuera una broma… En una hora estoy ahí… Gracias, te debo… ¡Hombre, tantas, no…! Hasta ahora.

Al cortar la comunicación con el director general de la policía, Steven observó con intensidad a madre e hija.

—De averiguar quién ha sido la mano ejecutora y la inductora, me encargo yo. Usted, doctora, preocúpese de salvarlo… Y a ti, Claudia…, no te digo nada…

—Como te puedes imaginar, estaré pegada a ti y estaré pegada a mi madre.

—Habrá que hospitalizarlo, supongo… —se dirigió Steven a la oncóloga, quien le respondió afirmativamente con la cabeza—. Bien, tengo que ir al Vaticano a hablar con el cardenal Perosi. Es el primero que debe saberlo.

—¿Se lo vas a contar al Santo Padre y a su hermana? —indagó Claudia.

—Sí, claro, hay que decírselo. Pero supongo que lo hará el doctor Pantani. —El exagente de la CIA se puso en pie—. Luego me acercaré al policlínico con la policía. ¿A qué hora y en dónde podemos vernos…?

—¿Le parece bien a las ocho, en el despacho del director? —sugirió la doctora.

Tras despedir a Palmer, Claudia regresó al salón y se dejó caer a plomo en el sofá, al lado de su madre. Poco a poco fue arrojando sobre ella toda la amargura acumulada desde que, tres horas antes, le había revelado la criminal enfermedad del Papa.

—Niña…, no llores… ¡Hija, por una causa o por otra, qué mala suerte has tenido en la vida con los hombres…!

—Mamá… —la miró con fijeza a los ojos a través de las cataratas de su llanto—. ¿Se va a morir…?

—Es pronto para predecir qué puede pasar. Lo que tiene es grave, ya te lo he dicho, pero mientras no me entreguen los resultados de la triple biopsia que se está analizando ahora, no puedo aventurar nada.

—¿Qué es lo que ha hecho, mamá, para que quieran matarlo? ¡Todo lo que intenta reformar es para bien de la Humanidad, es bueno para católicos y no católicos!

—Hija, intenta revitalizar el mensaje del Evangelio… y eso, hoy, a casi nadie le interesa, empezando por el propio Vaticano…

Nació un largo silencio en el que Claudia se recostó en el pecho de su progenitora. Las lágrimas se descolgaban con suavidad por sus mejillas, poniendo en sus labios un sabor de sal marina al tiempo que la doctora le acariciaba y besaba la cabeza.

—Mamá… Me gustaría ser creyente… para rezar por él… He intentado recordar las oraciones que me enseñaste de pequeña y… no me acuerdo de ninguna… —le confesó después de recuperarse un poco.

—No hace falta ser creyente, hija, ni saber oraciones para rezar… Sólo… hablar con Dios como si fuera un amigo, contándole aquello que nos agobia… Pídele que ayude a Su Santidad… Lo va a necesitar…

—Si se muere… —buscó apoyo de nuevo en su madre con ojos famélicos y con el semblante triturado por el dolor—. Si se muere…

Marcela impidió que siguiera hablando. La abrazó con fuerza y dejó que continuara llorando mansamente sobre su pecho, acariciándola con ternura como cuando era pequeña.

3

Cuando Palmer terminó de contarle al director general de la policía la más que verosímil hipótesis de la doctora De Angelis, Caroli lo miró intensamente durante un breve silencio y terminó diagnosticando:

—Tiene toda la pinta de un asesinato, o intento de asesinato, mafioso… Toda la pinta…

—¿La mafia italiana…? ¿Por qué?

—La mafia italiana no es sólo la siciliana y la calabresa. Hay mafia en los servicios secretos, en las finanzas, en las multinacionales… y hasta en el Vaticano… ¿Me equivoco, monseñor?

—En absoluto.

—Urdir un crimen así necesita organización, dinero, influencias… Y sobre todo, información, mucha y oscura información. Son las señas de identidad de cualquier mafia —certificó el policía.

—¿Por dónde empezamos…?

—Si no llega a estar la doctora De Angelis por medio, habría sido un crimen perfecto… El Papa asesinado por sus propios médicos… ¡Genial! —Caroli continuaba dándole vueltas, fascinado, a la historia que le había contado Palmer.

—¿Por dónde empezamos? —volvió a plantear monseñor.

—Lo primero, los nombres de cuantos tienen llave del congelador donde se guardan esos tubos de ensayo y el puesto que ocupan, incluida la doctora que ha hecho la denuncia.

Tras encargar a sus hombres la investigación de la vida personal y profesional del director del policlínico, así como de los jefes de laboratorio, enfermería y oncología, Caroli y Palmer se dirigieron al Goretti en el automóvil del primero, seguido de otro en el que viajaban Flavio Salerno y Alvaro Totti, dos inspectores jefes.

Durante el trayecto intercambiaron información sobre la mujer que el domingo anterior a la Navidad había intentado asesinar a Adriano VII en la plaza de San Pedro. Habían reconstruido todos sus pasos desde que salió de Florida, pero desconocían quién o quiénes se hallaban detrás de ella. Al haber muerto, sólo les quedaba el lento y difícil rastreo de sus llamadas telefónicas, una labor que en aquellos momentos estaba por completo en manos de la CIA y el FBI.

A su llegada a la clínica, Palmer y Caroli se dirigieron al despacho del director general en compañía de los dos inspectores. Ya se había marchado a su casa pero, tras identificarse el segundo como policía ante la secretaria, pudo hablar por teléfono con él.

—Hola, doctor Di Bari, soy Vittorio Caroli, director general de la policía. Me encuentro ahora mismo en su despacho y necesito hablar con usted.

—¿En mi despacho? ¿Pasa algo?

—Convendría que estuviera usted aquí.

—¡Dígame qué ocurre, por favor! —insistió con la voz claramente alterada por el nerviosismo.

—Es muy largo de contar y prefiero hacerlo en persona. ¿Podría venirse para acá ahora mismo?

—Sí, claro… Pero, ¿no me puede adelantar nada…? —insistió el director con el pánico gripando su garganta.

—Tenemos la sospecha de que alguien ha podido, digamos…, envenenar a una alta personalidad de la Iglesia… Alguien que hace un mes estuvo haciéndose un chequeo aquí…

Brotó un frío silencio que fue engordando hasta que lo rompió el doctor Di Bari.

—Salgo enseguida para la clínica… Estoy ahí antes de veinte minutos.

Mientras esperaban su llegada, Caroli aprovechó para hablar con Marcela de Angelis.

—Doctora, póngase en la piel de quien, supuestamente, ha hecho lo que usted sospecha… En pura lógica, esa persona ha tenido que pensar en algún momento que podrían descubrirle… que alguien detectaría la manipulación de un tubo de ensayo en el congelador. Y además que, por los síntomas del enfermo, usted deduciría antes o después que ese preparado leucémico había ido a parar a la sangre del Papa.

—Yo también me lo he preguntado y no he encontrado una respuesta convincente. Lo único cierto es que ha sido alguien que conoce con detalle la investigación sobre el cáncer que estamos llevando a cabo en la clínica.

—Está claro que tenemos que buscar —intervino Palmer— una persona que sabía los efectos que generaría el preparado leucémico en la sangre del Pontífice, que tuviera llave del congelador y acceso a poder inoculárselo durante el chequeo… Lo cual reduce bastante el campo de investigación…

—No descartemos la hipótesis de que hayan intervenido dos personas… Una pudo coger el tubo y la otra inyectarle su contenido… —reflexionó el director de la policía—. ¿Qué pensáis vosotros…? —Caroli se dirigió a los dos inspectores que hasta entonces, sentados en sillas de la mesa de reuniones, se habían limitado a tomar notas de cuanto se decía en sendos blocs de bolsillo.

—Si la enfermera jefe tiene llave del congelador y participó en el chequeo… yo empezaría por ella. Entre otras razones, porque nos puede dar los nombres de todos los profesionales que tuvieron relación directa con el Santo Padre.

—Es una buena idea —alabó Caroli—, pero vamos a esperar a que llegue el director.

En ese momento, sonó el móvil de la oncóloga.

—Sí… —La alarma tensó su semblante hasta hacer huir de su piel toda la pigmentación de los glóbulos rojos—. ¿Un desvanecimiento…? ¡Hay que ingresarlo ahora mismo! Yo me encargo de preparar la habitación. ¿Tienen ahí una ambulancia o se la envío desde aquí…? ¡Pues para acá ya, no podemos perder ni un minuto!

Cerró el móvil, se quedó pensativa mordiéndose los labios y, cuando tomó conciencia de que los tres policías y Palmer tenían clavados sus ojos en ella, les informó.

—El Papa ha empeorado… Ha sufrido un síncope… —Se levantó—. Lo siento, tengo que irme. Lo vamos a hospitalizar y quiero ver si están ya los resultados de la segunda biopsia.

Marcela de Angelis abandonó deprisa el despacho del director y, en el silencio subsiguiente, Caroli consultó su reloj, acto que, por ósmosis, imitó Palmer. Eran las ocho y veinte de la tarde.

A esa misma hora, un lujoso automóvil, un Jaguar, se encontraba detenido en la Piazza Venezia frente al palacio del mismo nombre. Su conductor se llevó el teléfono al oído y estuvo hablando por él dos minutos y once segundos. Luego quedó pensativo, inmóvil, tenso, mirando al frente durante, aproximadamente, un minuto más. A continuación arrancó el motor y, avanzando con lentitud, comenzó a circular por la Via dei Fori Imperiali.

A la altura del templo de Rómulo, comenzó a elevar la velocidad, más, más, cada vez más. Pasó el límite de lo permitido y subió a ciento veinte… ciento cincuenta… ciento ochenta… casi doscientos por hora… Tras cruzar dos semáforos en rojo, desembocó en la plaza del Coliseo, giró a la derecha saliéndose de la calzada y, sin oírse ningún chirriar de frenos, impactó brutalmente contra la pared del imponente circo construido por la dinastía Flavia.

El conductor, que no llevaba puesto el cinturón de seguridad, sufrió politraumatismo de tórax y de las extremidades inferiores, así como una severa fractura cráneo-encefálica con abundante pérdida de masa cerebral y hundimiento y rotura del globo ocular derecho.

Tardó apenas un minuto en morir.

El cadáver pertenecía a Fabio di Bari, sesenta y un años, hasta entonces director general del prestigioso policlínico romano de Santa María Goretti.

4

A la misma hora que moría el director del Goretti, Dan Foster aterrizaba en Leonardo da Vinci procedente de Barcelona. Un precipitado viaje debido a una llamada urgente de la galerista de arte italiana, quien no le quiso revelar el motivo exacto por el que necesitaba verle. La cita era para cenar en “Il Cardinale”, en Via delle Carceri, a las nueve de la noche.

El escritor español llegó con diez minutos de adelanto y cuando lo hizo Claudia Patricia, a pesar de que se había acicalado cuidadosamente, Dan detectó con rapidez que le ocurría algo grave. El maquillaje no lograba borrar la oscuridad de sus ojeras ni el carmín la tensión de sus labios.

Pidieron un antipasto para picar los dos a base de albahaca fresca, anchoas en conserva, pulpitos, pimientos asados y corazones de alcachofa. Para el segundo, Dan eligió coda a la vaccinara, mientras que Claudia pasó de comer más. Paladeando la primera copa de vino, un blanco siciliano, la galerista abordó sin rodeos el tema por el que le había hecho venir desde Barcelona.

—Bueno, Dan, te recuerdo nuestro pacto. Tú me ayudabas a evitar que mataran al Papa y, a cambio, yo me comprometía a contarte, y te autorizaba a publicar, la relación que me había unido en el pasado al entonces cardenal Mendoza… ¿Es correcto?

—Sí…

—No me negarás que, en el fondo, aquel “pacto” fue un chantaje en toda regla… Tú sabías que yo no podía negarme, que tenía que evitar la muerte de Su Santidad fuera como fuera… —le recriminó aunque sin acritud.

—Te ofrecía mucho a cambio de muy poco… Un negocio redondo, entre comillas, para ti —le recordó Dan con una suavizante sonrisa sazonada de ironía.

—Fue un chantaje perfectamente calculado, reconócelo. Bien… Un día me dijiste que eras un campeón de no sé qué juego, un juego de envite con un nombre muy raro…

—Mus.

—Eso, mus, y que ganabas muchas veces con malas cartas, que ibas de… de…

—Farol… Pero a lo mejor lo que te conté también fue un farol… —le insinuó él con picardía.

—Es posible… Te recuerdo todo esto porque te voy a plantear un envite… Un envite que tienes que jugártelo sin cartas en la mano… O más bien, con sólo dos cartas… la de tu ambición y la de tu olfato.

Foster se había quedado inmóvil con la copa a la altura de sus ojos, observando a través del noble líquido a su interlocutora. Aunque la transparencia del vino deformaba su cara, seguía siendo hermosa, bella como una aurora veneciana a pesar de que ahora parecía una sirena varada en la desierta playa de la tristeza.

—Envida… —le alentó Dan con una cierta prevención lastrando el tono de su voz.

—Envido… Tú te olvidas de mi relación con… Jorge Darío Mendoza… y yo te cuento una historia…

—¿Una historia…? —arqueó las cejas—. ¡Pues ya tiene que ser buena esa historia!

—Ése es tu farol… apostar por mi oferta… sin conocer cuál es… cuál es mi carta.

—¿Cambiarte tu historia…, una maravillosa historia de amor con un cardenal que poco después es elegido Papa…? ¿Hay alguna historia que pueda valer más que ésta?

—¿Y por qué no…? —le planteó ella mirándole con taladrante fijeza al interior de su cerebro.

Pocas cosas estimulaban más la adrenalina de Foster que los retos, profesionales o lúdicos. Pero, en este caso, dudaba, y mucho, porque la historia de amor de Claudia con el entonces cardenal Mendoza contenía una jugada ganadora en cualquier tapete verde del mundo. Un difícil dilema, incluso para él que estaba acostumbrado a tomar decisiones rápidas.

Le sacó de sus aceleradas elucubraciones el sonido del móvil de su interlocutora, quien se apresuró a sacarlo del bolso que tenía sobre una silla vacía. Al ver quién llamaba, se le encenizó la mirada y exclamó con ansiedad.

—¡Dime, mamá!

A medida que escuchaba, la angustia brotaba por cada poro de su semblante y el miedo estrujaba sus ojos en busca de alguna lágrima.

—¡Salgo ahora mismo para allá! —exclamó con la voz lisiada por la congoja.

—¿Qué ocurre? —se alarmó el escritor.

—Lo siento, Dan, tengo que irme inmediatamente. Si no aceptas mi envite, lamento haberte hecho viajar desde Barcelona… Si lo aceptas, deberías venirte ahora mismo conmigo… —le replanteó el reto al tiempo que recogía el bolso donde guardaba de nuevo el móvil y se disponía a levantarse—. Si quieres, quédate a pensarlo…

—Temo que pueda ser… la peor jugada de mi vida, pero… acepto —concluyó el escritor al tiempo que le ofrecía la mano para sellar el nuevo pacto.

—El Papa está muy grave… Puede morir en las próximas horas… Una leucemia galopante introducida en su sangre por una mano criminal.

El impacto en Foster desparramó de inmediato la alarma por su petrificado y boquiabierto semblante, al tiempo que entraban en ignición su cerebro y su instinto profesional.

—¡Vamos al policlínico Goretti! ¡Lo acaban de ingresar!

Desde “Il Cardinale”, en la zona de Campo di Fiori, el Maserati de la galerista volaba casi literalmente sobre las calzadas romanas en dirección a Via Merulana, al tiempo que le contaba a Dan todos los detalles conocidos del nuevo intento de asesinar a Adriano VII.

—Claudia…, perdona la pregunta. Sé que tiene una respuesta obvia, pero me gustaría oírla… —¿A qué te refieres?

—¿Lo quieres mucho, verdad…?

Ella le contestó sólo con la mirada. En la tristeza sideral de sus ojos brillaba el solitario lucero de un amor inmarchitable que parecía iluminar la mismísima eternidad.

5

Ante la tardanza del director general del policlínico, Vittorio Caroli volvió a llamar a su domicilio particular donde le informaron que había salido hacía una hora. Diez minutos más tarde, telefoneaban desde el citado domicilio comunicándole que el doctor había sufrido un grave accidente. Una llamada al servicio municipal de urgencias confirmaba su muerte y el lugar donde había sucedido.

Cuando el director general y los dos inspectores llegaron al Coliseo, los carabinieri que atendían el suceso tenían ya la sospecha de que el accidente del Jaguar que había chocado de manera frontal contra el histórico monumento no parecía tal. En base al exceso de velocidad, a la trayectoria del vehículo, a la ausencia de frenada y a la declaración de testigos presenciales, barajaban fehacientemente la hipótesis de que el conductor había provocado el accidente por voluntad propia.

—Si se confirma el suicidio, me parece que no necesitaremos buscar a la persona que ha intentado asesinar al Papa —comentó Caroli a sus subalternos mientras presenciaban los esfuerzos de los bomberos para extraer el cadáver, empotrado por completo en la zona del motor.

—En esa hipótesis habría que averiguar si lo hizo él en solitario, o si requirió la ayuda de alguien —opinó Alvaro Totti.

—También, si quien cooperó era consciente o no de lo que hacía —apuntó Flavio, el otro inspector.

—Y sobre todo, el porqué y quién está detrás de él —concluyó Caroli y luego, más para sí que para sus subordinados, comentó—: Si al inductor del fallido atentado de la plaza de San Pedro hay que buscarlo fuera de Italia, a quien esté detrás de Di Bari hay que encontrarlo en Roma…, tal vez dentro del mismo Vaticano…

Sonó su móvil. Era Palmer.

—¿Suicidio…?

—Noventa papeletas sobre cien. ¿Cómo está el Papa…?

—Bastante mal, pero consciente… ¿Puede estar Di Bari detrás de lo que le ocurre al Santo Padre…?

—Si se confirma que se ha suicidado, sin la menor duda.

—Es decir, está implicado —aseveró Palmer.

—Hipótesis número uno, y única en estos momentos.

—Llámame si averiguas algo más, ¿de acuerdo…? —se despidió el monseñor americano.

—Lo mismo te digo si se agravara Su Santidad… Ningún revolucionario fallece de muerte natural y este Pontífice está a punto de darle un vuelco a la Historia.

—La frase, querido Caroli, es “ningún revolucionario muere en la cama”. Y este “revolucionario”, si muere, lo haría en la cama, así que no puede morir —le corrigió con un cierto tono de humor negro en aquellos momentos.

—Monseñor, no tiente a la suerte… Hablamos.

Tras colgar, Caroli envió al inspector Flavio Salerno al policlínico para que reconstruyera todo el chequeo que le hicieron a Adriano VII, tanto de las pruebas como de las personas que intervinieron en ellas, así como el entorno profesional del director. Por otra parte, a Alvaro Totti le encomendó hablar con los familiares de la víctima para intentar recabar datos sobre su comportamiento personal en las últimas semanas.

A continuación, el director general de la policía regresó a su oficina. Sospechaba que la noche iba a ser larga. Si su olfato no le fallaba —y no le solía fallar en situaciones como aquélla—, el asunto tenía detrás una red que resultaría muy difícil de desentrañar.

Una hora más tarde, Flavio le llamó desde el Goretti confirmándole que el doctor Di Bari, en su condición de hematólogo, fue quien le extrajo personalmente al Pontífice la sangre para los diversos análisis que se le realizaron.

Parecía ya claro que el suicida había sido la mano ejecutiva. Pero, ¿quién había guiado esa mano? No parecía probable que el móvil fuera el dinero, ya que el finado debía tener una posición desahogada a tenor del cargo que ocupaba.

—¿Quién…? ¿Por qué…? —repetía Vittorio Caroli en voz alta mientras paseaba inquieto por su despacho—. ¿Quién…? ¿Por qué…?

Se le ocurrían muchas respuestas, a cual más aterradora.

6

La ambulancia que transportaba al Santo Padre, acompañado del doctor Pantani, entró en el servicio de urgencias a las ocho y veinticinco, seguida de un Audi A6 en el que viajaban la hermana, el secretario personal de Su Santidad y Su Eminencia el cardenal Perosi. Les esperaba la doctora De Angelis que, con la colaboración del jefe del citado servicio, logró que el trayecto del Papa hasta un ascensor de uso restringido sólo resultara conocido para un reducido número del personal sanitario.

Adriano VII fue instalado en una habitación del ala derecha de la última planta, una zona apartada del trasiego habitual del centro médico. Una vez monitorizado y controladas sus funciones vitales, la jefa de oncología aún tuvo que esperar media hora hasta que le entregaron los resultados de la segunda biopsia, tiempo que aprovechó para efectuarle al enfermo algunas pruebas complementarias. En cuanto recibió los citados resultados, reunió rápidamente a su equipo.

La leucemia, de tipo mielógeno, se encontraba en un estadio avanzado y, al mismo tiempo, indefinido. Avanzado porque la proliferación de leucocitos parecía desbocada, e indefinido porque las células, al no haber sido generadas por la propia médula ósea sino que provenían de una invasión externa, aún no se habían integrado por completo en la sangre.

Tras unos treinta minutos de intercambio de pareceres, el equipo llegó a un protocolo de actuación en el que, salvo matices, todos los oncólogos estaban de acuerdo. En primer lugar, se le haría a Su Santidad un cambio de sangre completo y, veinticuatro horas más tarde, se le repetiría. Estas dos operaciones consecutivas podían hacer desaparecer por completo las células malignas del sistema circulatorio si éstas aún no habían “anidado” en él. Si hubieran arraigado ya, se verían obligados a un tratamiento de quimioterapia y, posiblemente, a un incierto trasplante de médula.

Poco después de las nueve y media de la noche, en un quirófano próximo a la habitación del augusto enfermo comenzaba la transfusión sanguínea integral. Bajo la supervisión personal de la doctora De Angelis, el equipo de hematología llevó a cabo la delicada intervención, lenta, paciente, minuciosa, para no dejar en el interior de las venas y arterias ni una sola gota de la sangre preexistente.

Hacia la una de la madrugada, el enfermo, de vuelta a su habitación, sedado y precomatoso, inició una noche decisiva en su vida.

Marcela de Angelis informó a monseñor Palmer, al cardenal Perosi, a la hermana y al secretario personal del Pontífice cómo había discurrido la citada operación y las perspectivas del enfermo a corto plazo. Luego, los dejó pasar unos minutos a verle y les aconsejó, inútilmente, que regresaran a descansar al Vaticano. Tanto Graciela como don Diego decidieron quedarse en la antesala de la habitación, donde había un cómodo sofá, mientras que Palmer y el secretario de Estado lo hacían en sendos sillones de una pequeña sala de estar situada en la misma planta.

Cuando la oncóloga regresó a su despacho, Claudia, que llevaba tres horas esperándole a base de tilas y algún “lexatín” para domesticar sus nervios, saltó desde el sofá hacia ella como una pantera.

—¿¡Cómo está!?

Marcela esbozó un gesto de indefinición con las manos y el rostro antes de certificar con la voz la falta de pronóstico.

—Hay que esperar… Ahora está… en manos de Dios.

La larga, desquiciante y dolorosa espera de su hija cristalizó en un entrecortado llanto, buscando consuelo de nuevo sobre el pecho de su madre.

—Venga, hija… Tienes que ser fuerte…

—¿Cuándo sabremos si ha sido efectivo el cambio de sangre…? —se interesó al tiempo que su progenitora le secaba las lágrimas con un kleenex.

—Cada dos horas se le van a efectuar análisis y éstos nos irán mostrando su evolución… Nos tenemos que armar de paciencia, hija. De mucha paciencia.

Ni una ni otra habían cenado todavía y tras sacar de una máquina unos sándwiches y sendos cafés comenzaron a comérselos con parsimonia en el despacho.

—¿Has hablado con él? —se interesó Claudia.

—Sí.

—¿Y… de qué habéis hablado…?

—Bueno, lo normal en estos casos…

—¿Qué es lo normal…?

—Pues que no se preocupara, que íbamos a hacer todo lo posible para que se recuperara cuanto antes… Eso es lo que le dije, pero me hubiera gustado decirle otra cosa…

—¿Qué cosa…? —indagó su hija arqueando ligeramente las cejas por la sorpresa.

—Pues me hubiera gustado decirle… Santidad, soy la mamá de Claudia Patricia y, si en vez de huir del balneario, te hubieras casado con ella, no te querría matar nadie. Ella no habría sufrido tanto y hoy podríais ser una pareja feliz con, a lo mejor, un bebé en camino. Yo estaría encantada con la llegada de mi nieto o nieta, y en estos momentos le estaría tejiendo unos preciosos patucos con toda la ilusión del mundo a pesar de que no tengo ni idea de hacer punto —fantaseó Marcela al tiempo que masticaba el emparedado y su propia risa.

El imaginativo parlamento de la doctora logró cauterizar durante un tiempo la angustia que roía a su hija. Consiguió, incluso, que ésta, además de sonreír durante unos segundos, soñara con el idílico cuadro de felicidad que su progenitora había descrito.

Siguió un silencio en el que Marcela, agotada, se dejó seducir durante un tiempo por un liviano sopor. Claudia, por su parte, cerró también los ojos y, una vez más, rumió en el desván de su corazón la imposibilidad de su gran amor.

A las tres y media de la madrugada la doctora De Angelis recibía en el puesto de enfermería los datos del primer control sanguíneo. No eran nada buenos. El conteo de glóbulos blancos inmaduros, las células leucémicas, aparecía muy alto. El enfermo había entrado en una crisis hemoplástica con fiebre alta, sangrado rectal e infección generalizada.

7

Desde que aceptó el envite de Claudia para “olvidarse” de su relación sentimental con el entonces cardenal Mendoza, a cambio de introducirle en la investigación del nuevo intento de asesinato del Papa, Dan Foster desarrolló una actividad frenética.

Durante el trayecto a la clínica desde el restaurante “Il Cardinale”, la galerista le contó con detalle lo que había descubierto su madre a raíz de examinar la primera biopsia del Pontífice. Al llegar al centro sanitario se lo presentó a Marcela, a quien ya le había hablado de él con motivo del frustrado atentado de “la Tigresa”. Gracias al apoyo de la doctora y de monseñor Palmer, el escritor español pudo moverse por la clínica con discreción, accediendo en algún momento a la planta donde se hallaba hospitalizado el Santo Padre.

Pasadas las diez de la noche se enteró, por boca del vicesecretario del Estado Vaticano, que había fallecido en accidente el director general del policlínico, así como de las sospechas que recaían sobre él. Se trasladó de inmediato al Coliseo, donde fotografió el vehículo siniestrado y presenció la ardua labor de los bomberos para rescatar el cadáver de su interior. Algunos testigos aseveraban una y otra vez que se trataba de un suicidio. No tenía explicación alguna la excesiva velocidad a la que circulaba, que no pisara el freno en ningún momento y, sobre todo, que girara el volante a la derecha para estrellarse frontalmente contra la pared del histórico monumento.

Hacia media noche regresó al hospital y confirmó con Palmer que la hipótesis del suicidio centraba la principal línea de investigación que seguía en aquellos momentos la policía. Y además, las sospechas sobre él habían aumentando tras conocerse que el doctor Di Bari fue quien, en persona, le realizó la extracción sanguínea al Papa, momento en el que pudo inocular las células leucémicas que habían originado su grave enfermedad.

Más tarde, permaneció reunido con Claudia en el despacho de su madre mientras tenía lugar el cambio de sangre a Su Santidad. Durante este tiempo intentó distraerla con su conversación y tranquilizarla con una taza de tila doble que consiguió en la cafetería antes de que la cerraran a la una.

La espera se alargaba y Foster tomó conciencia de que, con las prisas en salir de Barcelona y la vorágine de los acontecimientos, no había reservado alojamiento. A la una y media se despidió de la galerista y abandonó el centro sanitario. Tenía que encontrar un hotel y, aunque estaba muerto de sueño, no podía acostarse sin registrar en su grabadora todo lo acontencido desde que le llamó la galerista de arte a primera hora de la tarde.

Ya en el taxi, tomó conciencia de que el pacto que había sellado con ella no le iba a gustar nada, absolutamente nada, a su editora Lola Portal.

8

De regreso al despacho, Marcela no ocultó a su hija el agravamiento del Papa que revelaba el primer examen sanguíneo. En ese momento se encontraban en el peor escenario posible. Si en el siguiente control, dos horas más tarde, los parámetros no habían mejorado, tendrían que repetirle el cambio total de sangre. Un cambio previsto en el protocolo médico, pero no seguido sino a las veinticuatro horas del primero para eliminar del cuerpo los glóbulos blancos malignizados.

—¿Y si tampoco funciona el segundo cambio…?

—Quimioterapia y buscar una médula compatible. A no ser que… experimentemos con él…

—¿Experimentar…? —preguntó su hija intrigada.

—Aplicarle el “Caballo de Troya”, el método que estamos investigando contra el cáncer. Ya te explicaré en qué consiste si fuera necesario.

Claudia respiró en profundidad para no perder la entereza de la que se había intentado armar ante la situación en la que se hallaba.

—Mamá… me gustaría verlo… ¿Puedo…? Por favor, sólo unos minutos… Aunque sólo sea un segundo… —le suplicó con la voz encharcada por la tristeza.

Su madre frunció los labios, cerró los ojos y esbozó una leve sonrisa al tiempo que asentía con la cabeza.

—Sí, mi niña.

—Gracias, mamá…

Poco después, la doctora y su hija, enfundadas en sendas batas verdes y con los zapatos protegidos por patucos esterilizados para que la visita al enfermo fuera totalmente aséptica, cruzaron el salón donde dormitaban la hermana y el secretario del Pontífice. Entraron en la habitación y Marcela se quedó apoyada en la puerta, avanzando Claudia con lentitud hacia la cabecera del Santo Padre.

Adriano VII tenía los ojos cerrados y el semblante muy pálido pero sereno, en su frente florecían numerosas perlas de sudor debido a la fiebre y la respiración sonaba entrecortada. Ella se contagió de la paz que transmitía el paciente y durante unos minutos lo estuvo acariciando con la mirada, mientras su alma desgranaba un silencioso soliloquio cargado de ternura y cariño.

La mágica situación se quebró cuando su madre, acercándosele en silencio, le tocó con suavidad el hombro. Claudia asintió con la cabeza y la proximidad de la despedida humedeció sus ojos. Se inclinó sobre la frente del enfermo y la besó con los labios impregnados de una aleación, a partes iguales, de amor y dolor.

El Papa pareció abrir levemente los ojos. No pudo sonreír con ellos pero, tal vez, lo hizo con su corazón.