Décimo sexto

1

—¡Carissimi sorelle e fratelli…!

En el momento de iniciar Su Santidad Adriano VII su alocución con el saludo habitual fue interrumpido por una voz megafónica, rajada, molesta y chillona debido a una saturación de decibelios.

—¡¡¡Satanás, hereje, blasfemo!!!

Desconcierto inicial entre los fieles congregados en la gran plaza.

—¡¡¡Impío Adriano, que caiga sobre ti el fuego del averno!!!

Todos comenzaron a buscar con la mirada el origen de la estentórea voz que increpaba al Santo Padre.

—¡¡¡El demonio, hermanos, se ha sentado en la Silla de San Pedro!!! ¡¡¡Muerte al antipapa!!!

Don Luca, el extremista párroco de San Cristaliano, se encontraba justo en el centro de la multitud empuñando un potente megáfono rojo, desde el que se dirigía tanto a los miles de peregrinos como a la ventana donde se hallaba el Sumo Pontífice.

—¡¡¡Ésta no es mi Iglesia, ésta no es la Iglesia de Cristo, ésta es la Iglesia del Anticristo!!!

Cuantos le rodeaban, todos ellos asustados, se apartaron con presteza del sacerdote, quedándose éste aislado junto a un recipiente de plástico que tenía a su lado en el suelo.

—¡¡¡Os aviso: los que sigáis a ese impostor os condenaréis eternamente!!! —Don Luca levantó los ojos y abrió los brazos hacia el cielo clamando—: ¡¡¡Dios mío, Dios mío, no lo perdones, porque él sí sabe lo que hace!!!

De inmediato cogió el depósito de plástico y se roció con el líquido inflamable que contenía. A continuación encendió una cerilla, la acercó a su cuerpo y las llamas se apoderaron con gran celeridad de su sotana.

Los peregrinos situados a corta distancia de la antorcha humana retrocedieron aterrorizados, generando un movimiento centrífugo de la multitud. Simultáneamente, los agentes secretos infiltrados entre el público, así como las fuerzas de seguridad que custodiaban las entradas y salidas de la plaza, recibieron orden de reducir al individuo que, megáfono en mano, había interrumpido la alocución papal. Los policías que corrían en busca de don Luca produjeron a su vez un movimiento contrario al anterior, lo cual originó una estampida en todas direcciones de la muchedumbre congregada en la plaza de San Pedro.

Empujones, caídas, gritos. El Pontífice, por indicación de monseñor Palmer, se retiró de la ventana. Al mismo tiempo, los primeros agentes que llegaron hasta donde ardía don Luca se quitaron los anoraks y cazadoras para echárselas encima a fin de apagar el fuego en el que se hallaba envuelto todo su cuerpo.

Dan y Claudia, convertidos en dos detectives más en busca del rostro de la asesina, se vieron atrapados en el tremendo tumulto generado por el enloquecido párroco napolitano. Tras controlar su propia estabilidad, comenzaron a auxiliar a las personas que habían caído al suelo por la avalancha, ayudándoles también a recuperar bolsos, cámaras y otros objetos perdidos.

—¡Dan, Dan, ven, corre! —gritó Claudia muy excitada.

Foster, que acababa de levantar a una anciana de unos setenta años y a su marido, buscó con la mirada a la galerista y vio que se encontraba, rodilla en tierra, junto a una silla de ruedas para inválidos.

—¡Ven, por favor! —le apremió ella.

—¿Está ya bien…? —preguntó Dan a la señora que aún tenía en sus brazos.

—Sí, sí… Muchas gracias… Ha sido más el susto que otra cosa.

Las últimas palabras las oyó Dan mientras se dirigía presuroso hacia la galerista de arte.

—¿Qué pasa?

—¡¡Fíjate, fíjate!!! —la excitación crepitaba en sus palabras, al tiempo que le señalaba, temblorosa, una caja situada justo debajo del asiento de la silla de ruedas, volcada por la despavorida muchedumbre.

Foster observó la citada caja y la sospecha, en íntimo maridaje con el miedo, le dejó paralizado durante unos instantes.

—¿Será esto el…? —aventuró ella.

—¡Apártate de ahí, rápido! ¡Es el dispositivo B!

—¡Dios santo!

—¿¡Qué le ha pasado a la hermana que iba en la silla…!?

Dan y Claudia se miraron fijamente, quedando aún más desconcertados al oír aquella pregunta en boca de la mujer a la que Dan había ayudado a incorporarse.

—¿¡Cómo dice, señora!? —preguntó el escritor.

—Esa silla es de una monja inválida. Nosotros le ayudamos a llegar hasta aquí empujándola desde la Via della Conciliazione —les informó el marido al tiempo que panoramizaba en derredor suyo buscando con preocupación a la “religiosa”—. ¡La han debido arrastrar…!

—Y además de inválida, la pobrecilla es miope —añadió la mujer acompañando con la mirada a su esposo en la citada búsqueda.

Monja… Inválida… Miope… El escritor y la galerista volvieron a mirarse con la sospecha tremolando en sus semblantes. Se acercaron al matrimonio al tiempo que Dan extraía la foto de Elsa Stone del bolsillo de su cazadora y se la mostraba a ambos cónyuges.

—¿Es ésta… la hermana, la monja inválida…?

El marido cogió la foto para examinarla, arrugó el entrecejo y certificó.

—¡Sí, es… ésta!

—¿Está seguro? —insistió Foster.

—Sí… ¡Pero aquí no es miope! ¡Ni es monja!

Claudia apretó de inmediato la tecla verde de su móvil y llamó a Steven. Un solo toque y el exagente de la CIA estableció la conexión.

—¡Está disfrazada de monja y lleva gafas de miope!

Cinco segundos después, tras consultar de nuevo con Caroli, Palmer ordenaba perentoriamente a los jefes del operativo que cerraran San Pedro y buscaran entre las religiosas que se encontraban en la plaza a la mujer de la foto que habían memorizado.

La policía italiana, situada en el anillo exterior del Vaticano, obligó a retroceder hacia el interior de la columnata de Bernini a todas las personas que en esos momentos se hallaban a punto de abandonar la plaza. No eran muchas, ya que la mayoría aún permanecía en ella observando cómo se llevaban a don Luca en una ambulancia con graves quemaduras en su cuerpo y esperando a que el Pontífice volviera a aparecer en el balcón.

—¡Atención, por favor, atención! —se escuchó por la perfecta megafonía del magno recinto—. Lamentamos el penoso incidente que ha tenido lugar hace unos minutos y pedimos perdón por no haber sabido evitar. Después de lo ocurrido, el responsable de seguridad del Estado Vaticano cree conveniente suspender el rezo del ángelus. Ahora les rogamos que abandonen de manera ordenada la plaza a través de los controles de seguridad que se han establecido en las salidas, pidiéndoles de nuevo nos disculpen por estas molestias. El Santo Padre les espera el próximo domingo, como siempre, a las doce.

La anulación del rezo del ángelus generó un murmullo de decepción entre la muchedumbre, de manera especial entre los grupos de turistas que habían viajado a Roma con el único deseo de ver a Su Santidad Adriano VII. Poco a poco, la multitud comenzó a adherirse, aunque de forma bastante perezosa, a las filas que se iban formando ante los controles de las diversas salidas.

Elsa Stone, “la Tigresa”, se integró en la que se dirigía a la zona de Porta Angelica, todavía desconcertada por lo ocurrido y, sobre todo, tremendamente furiosa y frustrada por no haber podido llevar a cabo el trabajo que le habían encargado.

Cuando se disponía a pulsar el disparador que lanzaría el misil contra el Papa, los gritos megafónicos de un demente situado apenas a tres metros de ella le hicieron perder instintivamente la concentración. Y al inmolarse aquel loco a lo bonzo, la avalancha de quienes huían del fuego la arrastró a ella con violencia y tumbó al mismo tiempo la silla donde tenía instalado el dispositivo B. Intentó recuperarlo, pero la entrada en tromba de las fuerzas de seguridad generó una desbandada general que la alejó casi veinte metros del citado dispositivo.

Tras zafarse de la tenaza de la despavorida muchedumbre, dislocada aún más por la irrupción de dos ambulancias a toda velocidad en alas de sus ululantes sirenas, buscó con frenesí la silla de inválido. Cuando la encontró, un escalofrío erizó de golpe todas sus alarmas: se encontraba caída de costado y un hombre y una mujer de mediana edad se hallaban inspeccionando la caja que encerraba el dispositivo B encastrado bajo el asiento.

El escalofrío se transformó en miedo —un sabor que “la Tigresa” había experimentado muy pocas veces en su vida— al observar cómo el matrimonio que le había ayudado a llegar a San Pedro hablaba con la pareja citada. El hombre le enseñaba una foto y ambos cónyuges asentían. Y cuando dos policías montaron guardia en torno a la silla, no le quedó la menor duda de que la habían descubierto.

A pesar de lo caro que le había costado el dispositivo B, desestimó la idea de recuperarlo y se sumó a la desordenada fila que se encaminaba hacia Porta Angelica. Su cerebro, muy combustionado, intentaba a toda prisa averiguar cómo habían podido descubrir su plan y, de manera prioritaria, le preocupaba encontrar la manera de salvar el control que tenía cinco metros delante de ella.

Dos motos Honda de gran cilindrada, aparcadas en paralelo, obligaban a pasar entre ellas en fila de a uno a todas las personas que abandonaban la plaza. Cuatro policías las iban examinando y, cuando se trataba de una religiosa, la paraban y consultaban una foto que tenían en la mano. Elsa Stone comprendió que estaba perdida si no se le ocurría algo.

Al llegar a la altura del sillín de las motos, observó que tenían puestas las llaves. Sin dudarlo un segundo, se levantó apresuradamente el hábito y se encaramó en una de ellas. Arrancó y, cuando los policías tomaron conciencia de lo que ocurría, “la Tigresa” apretaba ya el acelerador y se marchaba a todo gas por Porta Angelica en dirección a la Piazza Risorgimento.

Uno de los agentes subió a la otra Honda y partió tras ella mientras sus compañeros daban la voz de alarma. Enseguida, varios coches y motos de las fuerzas de orden público salían en persecución de la fugitiva. Caza a la que se unía poco después un helicóptero que, tras merodear por el cielo antes del ángelus, se había alejado un poco para no molestar la ceremonia con el ruido del motor.

“La Tigresa” tomó por la amplia avenida de Cola di Rienzo, saltándose semáforos y culebreando entre los automóviles que le precedían, sin dejar de observar por el retrovisor a sus perseguidores. Cruzó el Tíber por el puente Regina Margherite, dobló a la izquierda derrapando con un agudo chillido de frenos y neumáticos y, luego, giró a la derecha para adentrarse por Luisa di Savoia en el espectacular parque de Villa Borghese.

Perfectamente controlada por el helicóptero de la policía, que en todo momento suministraba la posición exacta de la fugitiva, todas las unidades motorizadas que patrullaban en ese momento por las zonas aledañas a Villa Borghese, como Via Veneto y la Piazza di Spagna, penetraron con celeridad en el parque por Porta Pinciana. De inmediato comenzaron a rodear la zona de Galoppatoio tomando posiciones entre los laureles centenarios y las umbrosas pinedas.

Elsa Stone logró eludir el cerco antes de que se cerrara y, roturando con las ruedas de la moto el césped y la maleza, atravesando con audacia algún seto poco frondoso, logró alcanzar el paseo del Museo Borghese, muy concurrido a aquella hora por quienes se acercaban a admirar en él obras tan excelsas como la estatua de Paulina Bonaparte, el Rapto de Proserpina de Bernini, o el San Jerónimo de Caravaggio.

Pronto vio que le cerraba el paso un coche policial frente a la entrada al museo y giró a la derecha por Cavalli Marini para desembocar en Via Ponciana y salir por la puerta del mismo nombre de Villa Borghese. Derrapó de nuevo para cambiar bruscamente de dirección y no tuvo más remedio que cruzar los jardines vecinos a la muralla del parque en dirección al templo de Trinità dei Monti, buscando un camino de huida que no estuviera controlado por sus numerosos perseguidores.

Tras dos vueltas al obelisco Salustiano, situado frente a la famosa iglesia de los campaniles gemelos, se vio obligada a lanzarse a tumba abierta por la escalinata barroca que desciende en zigzag hasta la Piazza di Spagna. En esta alocada bajada, repleta de saltos y giros, arrolló a un peatón y esto le hizo perder el control de la moto saliendo catapultada por el aire. Al caer al suelo, rodó escaleras abajo rebotando su cabeza varias veces en los escalones hasta que, finalmente, quedó inmóvil.

Poco después, su masa encefálica mezclada con sangre, desprendiendo un ligero vaho, comenzó a deslizarse por su frente hasta taponar la terrible, pavorosa y espeluznante mirada de unos ojos desencajados que ya no podían ver nada.

2

El día después de la muerte de Elsa Stone, Dan Foster se levantó a las siete y media de la mañana. Después de desayunar, leyó los periódicos e, inmediatamente, se sentó frente al ordenador y comenzó a narrar cuanto había ocurrido a raíz de revelar a Claudia la existencia de una conspiración contra Adriano VII. Así mismo, amplió en el portátil las notas que había ido grabando en el MP3 de su teléfono móvil y copió en la carpeta de imágenes tanto las fotos tomadas con su cámara Sony como las captadas con el propio móvil.

Hacia las diez tuvo una larga conversación con Lola, relatándole con todo detalle lo que la televisión no había transmitido referente al descubrimiento, persecución y muerte de la mujer que había intentado asesinar al soberano Pontífice.

—¿Quién crees que puede estar detrás del atentado…? —indagó la editora, tendida sobre el sofá de su despacho en Barcelona, alternando sorbos del enésimo café con caladas del enésimo cigarrillo.

—Ni idea… Ahora mismo, como se dice en estos casos, todas las hipótesis están abiertas… Lo primero que se me viene a la cabeza es un grupo fundamentalista árabe, pero no parece probable, al menos en principio, porque el modus operandi no se corresponde en nada con Al Qaeda u otros grupos extremistas islámicos.

—¿Alguien de la curia, como se elucubró cuando la repentina muerte de Juan Pablo I? —planteó Lola.

—Es posible… Más verosímil desde luego que pensar en los servicios secretos de los países del Este, que fueron los que atentaron contra Juan Pablo II. Hoy el KGB mantiene buenas relaciones con el Vaticano.

—¿Sabremos pronto algo…?

—Ni idea. Ya te digo que, en estos momentos, todas las posibilidades están abiertas… Es un tema que, lógicamente, tendrá gran importancia en el libro, pero ahora hay que dejar que avancen las investigaciones.

—Bueno, ¿cuándo te vienes para acá…? —se interesó la editora.

—El miércoles por la tarde o el jueves por la mañana. Depende de cuándo me pueda reunir con monseñor Palmer. Espero que cumpla el pacto que hicimos y me cuente todo lo que sepa por la policía italiana. Lo que sí te adelanto es que la fecha límite será la mañana del día de Nochebuena.

—Por cierto, ¿cómo está el cura loco ése…?

—Parece ser que las quemaduras no son demasiado graves y se encuentra fuera de peligro. Hace falta estar como un cencerro para… Bueno, hablamos. Ciao, cara

—¡Espera, no me cuelgues, Dan!

—¡Dime!

—¿No me dices nada…?

—¿Nada… de qué? —se sorprendió el escritor.

—A ver, piensa un poco… Llevamos bastantes minutos hablando. ¿Y…?

—¿Y… qué? No sé qué quieres decirme…

—Pues que con todo el tiempo que llevamos hablando, ¡hijodelagranputa-cabrón-pinchahuevos, no he soltado ni un puto taco en toda la jodida conversación!

Y colgó.

Dan soltó una larga y estentórea carcajada. A punto de desencajársele la mandíbula, sonó su móvil. Era Claudia Patricia. Había dormido muy mal y se acababa de levantar. Quería saber la repercusión que habían tenido en la prensa los sucesos del día anterior en la plaza de San Pedro.

El escritor le explicó que la escena del cura en llamas había ocultado por completo la muerte de la mujer que había intentado asesinar a Adriano VII. Además, y esto era lo más importante, la citada muerte no se relacionaba en ninguna parte con un atentado contra el Sumo Pontífice.

—Perfecto. Así, la prensa no molestará a Su Santidad —concluyó la galerista.

—Ni a la policía, y podrá investigar con tranquilidad lo que haya detrás de la asesina.

—Dan…, muchas gracias por todo… Sabes lo mucho que ha significado para mí. ¿Cuándo regresas a España?

—Depende de una entrevista que tengo concertada con monseñor Palmer para mañana o pasado mañana.

—Recuerda que me prometiste tratar en tu libro “cierto asunto” con toda delicadeza…

—Cuenta con esa delicadeza.

—¿Podría leer esa parte antes de que el original llegue a la imprenta, antes incluso de que lo entregues a la editorial?

—Lo leerás.

—¿Lo leeré antes…? —insistió Claudia—. ¿Me lo prometes…?

—Un escritor nunca debe prometer nada… Pero sí, te lo prometo. No te preocupes.

—Gracias.

Dan pudo conversar con el vicesecretario del Vaticano justo la víspera de Nochebuena. No le aportó nada importante respecto a la trama que existía, sin duda alguna, tras “la Tigresa”. Obviamente habían pasado muy pocos días. Pero sí le fue útil para conocer datos de la espectacular investigación desplegada para descubrir dicha trama. Investigación en la que estaban implicados la policía italiana, la Europol, el FBI y la CIA.

—Te tendré informado de todo. Soy plenamente consciente de que Su Santidad te debe la vida. Más aún, cuando pasen las Navidades te conseguiré una entrevista con él —le prometió el vicesecretario de Estado del Vaticano—. Seguro que te vendrá bien para el libro.

Aquella misma tarde, Dan Foster volaba a Barcelona y le juraba a su madre que no se movería de casa en todas las Navidades. Y a Lola Portal que trabajaría diez horas diarias en el libro que ahora, de momento, tenía como título provisional Adriano VII.

3

Donald Bronson, cincuenta y seis años, cabello rubio, escaso y cortado al uno, ojos azulones y piel pecosa, vivía en Washington, en el barrio de Georgetown, a un tiro de piedra del río Potomac y del cementerio de Arlington. El lunes 22 de diciembre salió de casa a las ocho y media y, con tráfico favorable, a las nueve llegaba a la sede de la CIA en Langley, Virginia.

Dentro de las cuatro direcciones generales en las que se divide la famosa agencia norteamericana de espionaje exterior —Administración, Ciencia y Tecnología, Operaciones e Inteligencia—, Bronson trabajaba en esta última, al igual que otras cuatro mil personas.

La dirección de Inteligencia se dedica a procesar y analizar toda la información que llega a la central de la agencia y se divide, a su vez, en dos áreas. Una se encarga de recopilar informaciones por zonas geográficas: Sudamérica, Pacífico, Oriente Medio, etc. Y la otra por materias: crimen, narcotráfico y armas, principalmente.

Además de las dos áreas citadas, en Inteligencia existe una serie de pequeños departamentos auxiliares, entre ellos el “PI” (The Power of Imagination), un equipo de cinco personas dedicadas con exclusividad a elaborar hipótesis imaginativas partiendo de unos determinados datos. Hipótesis que, una vez “cribadas” por Bronson, el jefe del citado departamento, pasaban luego a la dirección de Operaciones para su desarrollo y verificación. El “PI” es una especie de brainstorming de guardia, una “tormenta de ideas” permanente, que entra en acción cuando los centenares de analistas se dan por vencidos a la hora de interpretar unos datos o una situación. Aunque a veces, en casos urgentes, se ponen a elaborar hipótesis mucho antes de recibir los mencionados datos.

Tras desayunar, Bronson visionó dos DVD con sendos informes que le habían dejado sobre la mesa de su despacho, desde cuya ventana se podía ver en el jardín a Kryptos, la famosa y emblemática escultura de bronce en forma de “ese” obra de James Sanborn. Ordenó el trabajo y a las once en punto entraba con varias carpetas en la sala de reuniones exclusiva del “PI”, donde ya se encontraban los cuatro cerebros que formaban su elitista equipo.

Bronson vestía un traje gris marengo, camisa celeste y corbata rosa pálido rayada de finas listas diagonales de color gris. Antes de sentarse, se despojó de la chaqueta y la colgó del respaldo del sillón al igual que había hecho previamente el resto de los presentes.

—Buenos días, señores, ¿qué tal el fin de semana…? —saludó de manera rutinaria mientras se sentaba y cogía una de las carpetas—. Supongo que bien, ya que ninguno de ustedes se digna contestarme… —ironizó mientras se colocaba unas medias gafas con montura de carey—. Vamos, que hay mucho trabajo por delante. ¡Encended los ordenadores!

Sus cuatro subordinados, cada uno con un bolígrafo y un bloc, prestaron atención a la pantalla LCD individual que tenían delante, sobre la mesa donde se reunían con bastante frecuencia. Apareció en todas ellas, conectadas en red, la foto de Elsa Stone, las imágenes del CTV del escándalo provocado por don Luca en San Pedro y, luego, varias instantáneas del cadáver de la asesina en la escalinata de la Piazza di Spagna, así como encima de una marmórea mesa de autopsias.

—Ésta es la mujer que ayer intentó matar a Su Santidad el Papa durante el rezo del ángelus. Sabemos ya por el fichero morfológico, al cien por cien, que se trata de Elsa Stone, alias “la Tigresa”, esposa de “el Tigre”, un asesino profesional que apareció muerto en circunstancias muy extrañas en el 2005 en una carretera de Florida.

Continuaron luego viendo un breve reportaje con imágenes tanto de la falsa cámara fotográfica como de la caja en cuyo interior se alojaba el pequeño misil, los dos elementos mortíferos que “la Tigresa” había intentado utilizar en Roma.

—Parece una simple cámara fotográfica digital… salvo por la antena y la pequeña rueda que tiene en la parte superior izquierda… Pero en realidad es como el visor de un fusil que centra el objetivo y, pulsando el disparador, acciona a distancia el misil. Un artilugio perfecto para asesinar a cualquiera sin ningún riesgo para el homicida.

—¿Y por qué no tenemos nosotros ya armas como ésas…? —indagó Peter Scott, un joven de treinta y dos años de pelo alborotado y gafitas con cristales de color amarillo, que parecía más un disc-jockey de una macrodiscoteca ibicenca que un reputado creador de videojuegos de Maryland—. Seguro que el Mossad las tiene ya.

—Por falta de presupuesto. Ahora, nuestros queridos jefes se lo gastan en subvencionar a novelistas y cineastas para que los tipos de la CIA que protagonizan sus obras sean honestos, educados, humanitarios y demócratas. Es decir, nos están hundiendo. Porque si somos honestos, educados, humanitarios y demócratas, nos darán por el culo en todo el mundo y a todas horas.

Bronson sonrió ante el “discurso” de Rock Randall, un virginiano de cuarenta y cuatro años con pinta de playboy, reclutado por la CIA por ser un novelista especializado en relatos policíacos rocambolescos cuyos finales ensamblaba con una lógica y precisión totales.

—No os preocupéis. Tendremos esas armas, hay dinero para ello. El problema, Rock, es averiguar dónde las venden.

—Nos estamos dispersando —intervino de nuevo Scott—. ¿Qué tenemos que hacer ahora en concreto con el asunto éste del Papa?

—Mientras el FBI rastrea los últimos meses de vida de la tal Elsa Stone (teléfonos, bancos, vecinos, cartero, etc.) y, naturalmente, registran su casa, nosotros tenemos que poner a trabajar nuestras cabecitas. El viernes necesito diez o doce hipótesis verosímiles, y no las chorradas a las que me tenéis acostumbrado, de por qué alguien contrata a una asesina profesional de Florida para que se presente en Roma a largarle un sofisticado misil a Adriano VII.

—Jefe, antes de seguir, ¿puedo soltar una memez que se me ha ocurrido este fin de semana?

La pregunta salía de la boca de Demi Landon, una treintañera con cabello y vestuario punki, de estatura baja y rasgos simiescos, cerebro de algunas de las campañas publicitarias más exitosas de los últimos años en USA.

—¿Qué le parece si para acabar con el régimen cubano inundamos la isla de electrodomésticos grandes y pequeños dejándolos caer en paracaídas…? Así les abriríamos los ojos sobre el bienestar doméstico que el “sucio imperialismo americano” reporta a la sociedad.

—¿Alguna soplapollez más…? —preguntó Donald mientras todos reían y él procuraba mantenerse serio—. Bien, muchas gracias. En el campo del espionaje industrial, alguien ha comprado a través de un intermediario inglés el diseño técnico del Airbus 375… Cabe pensar que no será la competencia aeronáutica porque ese modelo lleva ya algunos años volando… Es muy raro que se pague dinero por algo que Boeing y otros fabricantes ya tienen superado tecnológicamente… A ver qué se os ocurre.

Donald Bronson esperó a que terminaran de tomar notas, momento que aprovechó para echarse a la boca un caramelo de menta y ofrecer la caja a sus subordinados. Un sustitutivo para paliar la ansiedad que afectaba a varios de ellos por la falta de tabaco.

—Continúo… Ayer domingo, de madrugada, tuvo lugar una extraña reunión en una mansión de la selva venezolana. Asistieron los máximos dirigentes de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia. Es decir, la “pandilla bolivariana” al completo.

—¿Por qué la califica de “extraña”? Se juntan muchas veces y sabemos perfectamente para qué —preguntó Tom King, el cuarto cerebro del “PI”, treinta y cinco años, piel de ébano y abultadas venas en el cuello. Por su aspecto parecía un cantante callejero de rap del Bronx, pero en realidad se había hecho rico participando en concursos televisivos de ingenio: enigmas, jeroglíficos, laberintos y todo tipo de pasatiempos encriptados.

—Sí, pero esta vez se reunieron para comer… y ver la televisión entre las seis y la siete de la mañana.

—¿Para ver la televisión…? —Scott convirtió su entrecejo en un acento circunflejo.

—Tenemos imágenes vía satélite bastante buenas —informó Donald al tiempo que introducía un DVD en el ordenador y, tres segundos después, aparecía en todas las pantallas.

El satélite espía había captado una gigantesca casa de dos plantas con una ovalada piscina y un gran jardín de césped con árboles tropicales. Era de noche pero, gracias a los rayos infrarrojos, pudieron observar que por el citado jardín se movían varias personas. Al accionar Bronson el zoom, reconocieron a los presidentes de las cuatro repúblicas mencionadas. Los gobernantes se servían bebidas y comían de un bufet frío situado sobre una mesa cercana a la piscina, mientras charlaban y bromeaban entre ellos. No parecían encontrarse en una reunión política, sino más bien celebrando algún acontecimiento. Todo el ambiente destilaba normalidad, salvo el reloj digital sobreimpreso en la imagen que marcaba las seis cincuenta de la mañana.

En un determinado momento, dos sirvientes salieron de la casa con un gran televisor de pantalla plana y lo colocaron encima de la mesa donde se encontraban la comida y la bebida. Poco a poco, los cuatro mandatarios se fueron situando frente a la citada pantalla, a la que comenzaron a prestar una gran atención.

—Podrían estar viendo un partido de fútbol —aventuró Rock Randall.

—Negativo —le contradijo el jefe—. A ninguno de ellos le gusta el fútbol y, además, a esa hora no había ningún partido internacional importante en toda Sudamérica. En Europa era por la mañana y los encuentros de fútbol se celebran por la tarde.

Algunos minutos después, los presidentes debieron ver algo que no les gustó nada a juzgar por los desmesurados aspavientos de desagrado que realizaron los cuatro mandatarios. Y, sobre todo, por el monumental enfado que, segundos después, uno de ellos exhibía mientras hablaba por teléfono. Evidentemente, andaba echándole una bronca a alguien porque gesticulaba como un energúmeno.

—Sólo tenemos estas imágenes y espero que me lleguen informes complementarios. Pero podemos empezar ya a darle vueltas al “coco”.

—¡Está clarísimo! —intervino Peter Scott, el excreativo de videojuegos, exhibiendo una expresión más seria que la de Buster Keaton en el entierro de su madre, dato que concitó por completo la atención de los reunidos—. Parece mentira que no os hayáis dado cuenta.

—¿De qué? —le apremió Tom King.

—¿Qué hay en las televisiones a altas horas de la madrugada, además de las teletiendas? —retó Scott a sus compañeros.

—¡Venga, suéltalo ya, que tenemos mucha tarea por delante! —le ordenó Bronson.

—¿Os dais por vencidos…? —Su seriedad impostada se transmutó en una amplia sonrisa—. ¡Películas porno! ¿Para qué se va a reunir a esas horas la Alternativa Bolivariana, si no es para ver porno duro?

Su jefe le “asesinó” con la mirada, mientras a Scott se le saltaban las lágrimas por la risa.

Donald Bronson, de formación militarista, muy rígido y serio, soportaba con resignada benevolencia las “chorradas”, “soplapolleces” y bromas de sus cuatro “cerebritos”. Provenían todos de profesiones liberales y bastante bohemias y resultaba difícil, por no decir imposible, inculcarles una seriedad y disciplina propias de la institución para la que trabajaban. Pero estaba seguro de que en la reunión del viernes Peter, Rock, Demi y Tom le aportarían una serie de hipótesis muy útiles para que entraran en acción los station chief de las zonas geográficas correspondientes a los diversos temas.

4

Veinticuatro horas después de frustrarse el atentado contra Adriano VII, Steven Palmer salía del Vaticano conduciendo el Citroën C4 de cristales tintados con el que se movía por Roma cuando viajaba de incógnito, como ahora que se dirigía a una reunión convocada por su amigo Vittorio Caroli, el director general de la policía.

Desde las nueve y media que llegó a su despacho había estado leyendo el dossier de prensa preparado por su secretario, así como visionando un DVD con grabaciones televisivas y oyendo un CD con noticiarios radiofónicos.

La foto de don Luca ardiendo en la plaza de San Pedro llenaba las portadas de la mayoría de los diarios occidentales y las imágenes de su intento de suicidio abrieron los informativos de todas las cadenas de televisión. Por el contrario, la muerte de “la Tigresa” había pasado prácticamente inadvertida, ocupando apenas un breve párrafo en las páginas de sucesos de los periódicos romanos, y no en todos.

—Mejor así —razonó Palmer—. Si se hubieran enterado del atentado, no nos habrían dejado en paz durante meses.

La reunión con Caroli y dos subsecretarios de Interior tenía por objeto coordinar la investigación para esclarecer quiénes habían encargado el asesinato del Pontífice a la mujer muerta la mañana del domingo en la escalinata de Trinità dei Monti. Se le habían tomado fotos y pruebas de ADN, y ya se habían enviado tanto a la Europol como al FBI.

Mientras tanto, la élite de los artificieros italianos “destripaba” el arma con la que se había intentado el magnicidio. No necesitaron demasiado tiempo para concluir que la sofisticación tecnológica que encerraba sólo se encontraba al alcance de los contactos y, sobre todo, del dinero de un asesino profesional de primera línea.

La reunión duró cerca de dos horas y luego Palmer y Caroli la continuaron en el despacho de éste. A mediodía se les unió el director general de la seguridad del Estado, recién llegado esa misma mañana de Bruselas donde acompañaba al ministro del Interior en una cumbre de seguridad de la UE.

El resultado de ambas reuniones cristalizó en la creación de un grupo de cinco agentes de alta cualificación, dirigidos por un inspector jefe, que se dedicarían full time a la investigación del intento de magnicidio. Dicho inspector estaría en contacto directo con el responsable del servicio secreto italiano, con el propio Palmer y, lógicamente, con Caroli. Se celebraría una reunión semanal para el intercambio de información —salvo que aconteciera algún hecho de especial relevancia— y se evitaría a toda costa que el tema saltara a los medios de comunicación.

De regreso al Vaticano, tras haber comido con Caroli en una trattoria próxima al Palacio del Quirinal, el vicesecretario de Estado telefoneó a su amigo Donald Bronson, en Langley, para confirmar que la CIA se había puesto a investigar el fallido atentado contra el Santo Padre. La verdad era que ni Steven ni la policía italiana ni la agencia norteamericana tenían idea de quién podría encontrarse detrás de “la Tigresa” y, menos, de los motivos que le habían podido llevar a contratar sus criminales servicios.

Tres días después de los sucesos ocurridos en la plaza de San Pedro, la gran basílica se llenaba para la misa de Nochebuena. Se celebraba el primero de los numerosos actos públicos, litúrgicos y sociales, que iba a presidir el papa Adriano VII durante las fiestas de Navidad. Actos en los que comenzó a sentirse arropado por grandes multitudes que acudían al templo vaticano, que se agolpaban cuando visitaba una parroquia, un nacimiento viviente o si asistía a algún concierto de villancicos.

Aparte de los actos públicos, el Soberano Pontífice aprovechó los días navideños, con la disminución de audiencias y entrevistas, para entregarse de lleno al estudio de los documentos relativos a las reformas morales y eclesiásticas. Una tarea en la que le asesoraba la tríada de cardenales formada por su amigo Luis Moneada, primado de España, el alemán Merkel y Pertini, el arzobispo de Milán.

Las cuatro comisiones, bajo la dirección del teólogo Hans Suenens, habían realizado una gran labor y, además, en poco tiempo. Los documentos, de más de cincuenta páginas cada uno, desarrollaban todos seis puntos: planteamiento de la reforma, argumentario pastoral a favor, argumentarlo pastoral en contra, justificación teológica, escollos teológicos y corolario final con notas particulares de los expertos que los habían elaborado.

En conjunto resultaba un trabajo sincero donde, en todo momento, los redactores del texto habían hecho gala, aparte de sus conocimientos, de una objetividad e imparcialidad exquisitas. Conscientes de la trascendencia de su trabajo, no querían interferir para nada en la decisión que tomarían los fieles cuando llegara la hora de votar.

A primeros de año, concretamente el día 7 de enero, el Papa y sus asesores se reunieron con Hans Suenens y, en jornadas de mañana y tarde, le transmitieron, documento por documento, una serie de observaciones para que fueran recogidas en la redacción final de los textos.

Esa misma noche, nada más cenar, Su Santidad decidió acostarse. Tenía algunas décimas de fiebre y se sentía muy cansado. Su hermana le preparó un vaso de leche templada con un antitérmico y le extendió una manta sobre el edredón de la cama ya que sentía mucho frío.

Los cuatro días siguientes, a pesar de persistir la fiebre, sentirse fatigado y de hallarse cada vez más demacrado, continuó haciendo vida normal, salvo que tras la cena se retiraba enseguida a dormir en vez de ver la televisión o entregarse a la lectura, como era su costumbre.

La noche del 11 de enero, el estado febril del Pontífice se agudizó. Le subió la fiebre y hacia las dos y media llamó a Graciela quien le puso un termómetro y, al verificar la elevada temperatura, le suministró un nuevo antitérmico. Además, le había sangrado un poco la nariz, la tercera vez en los últimos días.

—Tenés treinta y ocho con cuatro, ché. Es demasiado. Ahora mismo aviso al doctor Pantani —le informó su hermana, quien conservaba a la perfección el característico acento argentino.

—No hace falta. Ahora me bajará con la pastilla. Anda, acuéstate… Acuéstate o me levanto yo —la amenazó cariñosamente.

—De acuerdo, pero me llamas si vos os sentís peor, ¿eh?, que os conozco y sos capaz de morite por no molestar…

—Bueeeno… Pero échate a dormir, por favor. Esto es una gripe un poco fuerte, nada más. Me tenía que haber metido en la cama el primer día y ahora estaría bien.

Graciela le limpió el sudor de la frente y se la besó tres veces.

—Mami decía que los besos de las mamás curaban más que las medicinas, ¿ta acordás…?

—Y era verdad… —sonrió Su Santidad—. Venga, vete a la cama que es muy tarde —le amonestó.

—Os lleno este vaso y me voy, gruñón…

Graciela vertió agua de una jarra en un vaso y lo colocó sobre la mesita de noche, a una distancia cómoda para que su hermano pudiera cogerlo sin levantarse si necesitaba beber durante la noche. Luego le apagó la luz y salió del dormitorio. Antes de entrar en su habitación, se pasó por la capilla y estuvo unos minutos rezando por él. Su preocupación no sólo se limitaba a los días que llevaba con fiebre. Le alarmaba más la palidez de su rostro y la falta de apetito que tenía desde hacía casi una semana, lo cual se había traducido en una pérdida de peso, no excesiva, pero sí significativa.

A la mañana siguiente, el Pontífice se levantó a su hora habitual pero se encontraba muy decaído y Graciela, desobedeciéndole, llamó al doctor Eugenio Pantani. Tras auscultarle con el fonendoscopio y tomarle la tensión, el médico no encontró nada anormal. Sin embargo, a la vista de su estado general visiblemente deteriorado, él mismo le hizo una extracción de sangre y la llevó en persona al laboratorio del policlínico Goretti que dirigía su amigo el doctor Morandi.

—Me gustaría tener los resultados esta tarde, Pietro —le apremió, preocupado, el médico de Su Santidad.

—Haremos lo posible. Si no todos, al menos podremos tener un avance.

—Sospecho que se trata de una fuerte anemia, pero quiero estar seguro —opinó Pantani.

—Te llamo en cuanto lo tenga.

—Ni que decir tiene que…

—Eugenio, me ofende que, cada vez que vienes, me recuerdes lo mismo —le amonestó cariñosamente Morandi—. Sean del Papa o del barrendero de mi calle, los resultados de un análisis tienen confidencialidad absoluta.

—Perdona, pero ya sabes todo lo que se mueve en torno al Santo Padre… Y más éste…

—Sí. Menuda la ha liado en el poco tiempo que lleva.

A última hora de la tarde, a la vista del resultado de los análisis, Pietro Morandi llamó al doctor Pantani recomendándole que, a la mayor brevedad, se le hiciera al Pontífice una aspiración de médula ósea.

5

La tarde del 12 de enero, Claudia tuvo mucho trabajo en la galería negociando el lanzamiento en Italia de un joven pintor tunecino apadrinado por un alto político italiano. Por la noche, una cena con los asesores de la galería y, para rematar la jornada, se pasó por “Tebaldi”, un local de dolce vita que una amiga suya inauguraba como socia y relaciones públicas.

Cuando se emparedó entre las sábanas, cerca de las tres de la madrugada, se sentía rota por completo. Por eso, al sonar el despertador a las diez de la mañana, lo silenció de un manotazo y continuó durmiendo hasta cerca de las doce, levantándose con los párpados plomizos por el fuerte somnífero que tuvo que tomarse. Medio sonámbula, penetró en el marmóreo y espacioso cuarto de baño y abrió a tope el agua caliente de la bañera, sobre la que esparció varios puñados de sus sales preferidas.

Se acercó al espectacular espejo ovalado, enmarcado en alpaca dorada, donde pudo observar los estragos que el insomnio había roturado en torno a sus ojos. Tras despojarse de un camisón de seda color marfil, contempló su espléndida desnudez donde los senos se resistían con bravura a ceder ante la inexorable ley de la gravedad.

En el momento que examinaba la temperatura del agua con los dedos del pie derecho, las uñas pintadas en fucsia, sonó el móvil sobre la mesita de noche. Dudó si introducirse en el baño o ir al dormitorio para ver quién llamaba. Finalmente, tras envolverse en un níveo albornoz, decidió lo segundo.

—Dime, mamá…

—¿Qué haces…?

La seriedad y el tono bajo de la voz de su madre, más la hora de la llamada, inhabitual en ella, despertó un punto de inquietud indefinida en el ánimo de Claudia.

—Pues en el momento que has llamado tenía un pie en la bañera… ¿Por qué?

—Báñate y vente para acá.

—¿Irme…? ¿A dónde? ¿Y para qué?

—Al policlínico. Te espero para comer enfrente, ya sabes, donde siempre. Tengo que contarte algo.

—¿Qué te ocurre, mamá…?

—A mí, nada. Pero quiero que vengas.

—Mamá, déjate de enigmas. ¿Qué ocurre y a quién…?

—¡No puedo contártelo por teléfono!

—¡Mamá…!

—Hija, ¿¡quieres dejar de hacer preguntas y venirte lo antes posible!?

El tono imperativo, algo irritado, casi violento, convirtió el punto de inquietud inicial de Claudia en una preocupación manifiesta.

—De acuerdo. A las dos estoy ahí.

Cortó la comunicación y, cuando se introdujo en la bañera, sin saber exactamente por qué, todo su cuerpo temblaba como si fuera una masa gelatinosa y su corazón comenzaba a crujir retorcido por un negro presentimiento.

6

Una hora antes de que Marcela de Angelis telefoneara a su hija, el doctor Eugenio Pantani llegaba al policlínico Goretti y bajaba con celeridad al departamento de Análisis Clínicos y Anatomía Patológica. Cruzó deprisa la gran sala donde unos veinte profesionales trabajaban frente a sofisticados microscopios de última generación, unos conectados a ordenadores y otros directamente a impresoras. Entró en el despacho de Pietro Morandi y, nada más verle el semblante, dedujo que el problema era mucho más grave de lo que le había adelantado por teléfono.

—Aparece un elevado número de leucocitos inmaduros —le comentó su amigo tras tomar asiento Eugenio en una de las dos sillas situadas frente a la mesa de trabajo.

—Concreta. ¿Tiene leucemia? —preguntó sin rodeos tras interpretar el dato del patólogo.

—Me temo que sí, aunque de momento en estado incipiente… Pero hay algo…

—¿Algo, qué? —le apremió el médico del Papa.

—Algo raro… El proceso de multiplicación celular es extraño. Además, curiosamente, está muy acelerado. En toda mi historia profesional no recuerdo haber visto nada parecido.

—Dime qué piensas con exactitud —casi le suplicó Pantani con el pánico percutiendo en su semblante.

—Hay que actuar con la mayor rapidez posible. No sé si estamos a tiempo porque yo no soy oncólogo, pero sí creo que lo que haya que hacerle, hoy mejor que mañana.

Eugenio Pantani se mordió los labios para atemperar sus nervios e impedir que éstos le hicieran dar algún paso en falso.

—¿Estás… seguro? ¿Completamente… seguro?

—Yo, sí. Pero tiene que ver los análisis la doctora De Angelis, la jefa del departamento de oncología. No he querido pasárselos hasta hablar contigo.

—Llámala ahora mismo.

Seis minutos más tarde, Marcela de Angelis entraba en el despacho del jefe de Análisis Clínicos y Anatomía Patológica.

—El doctor Pantani… —le presentó.

—Hola… Creo que nos hemos visto en alguna parte —comentó la oncóloga al tiempo que se estrechaban las manos.

—Sí, yo también te recuerdo. Encantado.

Tras sentarse los tres doctores en torno a la mesa de despacho, Pietro Morandi tomó la palabra.

—Te cuento, Marcela… Paciente con pérdida anormal de peso y del apetito, palidez, fiebre, sangrado de nariz… El análisis, un conteo sanguíneo completo, da un nivel muy bajo de glóbulos rojos y plaquetas, a la vez que aparece un elevadísimo número de glóbulos blancos, la mayoría de ellos “blastos”. Anoche se le practicó una aspiración en la médula ósea y arroja estos resultados —concluyó al tiempo que le entregaba un informe de tres hojas.

La doctora De Angelis, con semblante serio, se colocó unas elegantes gafas de media luna que llevaba colgadas sobre el pecho y comenzó a examinar los datos que aportaba el informe. El gesto negativo, instintivo, frunciendo al mismo tiempo los labios y la frente, confirmó a Pantani el preocupante diagnóstico que Morandi le había adelantado.

—Mieloma agudo en estado incipiente, pero con un proceso acelerativo… —La jefa de oncología volvió a arrugar el entrecejo, pero ahora con más fuerza—. ¡Qué raro…!

—¿Qué es… raro? —inquirió el doctor Pantani.

—La velocidad de multiplicación leucémica es… excesiva… No lo entiendo…

—¿Qué se puede hacer? —apremió el médico papal a la doctora tras un nuevo silencio de ésta, en el que se había quedado como alucinada con los ojos aferrados a los datos del informe.

—Marcela —Morandi pidió permiso con la mirada a Pantani, quien se lo otorgó con un cierre de párpados y un cabeceo—, esa biopsia es… de Su Santidad Adriano VII.

—¡¿¡Cómo!?! —exclamó aterrorizada al tiempo que se le desorbitaban los ojos.

Ambos médicos cruzaron una mirada de desconcierto. Esperaban que se sorprendiera, pero no tanto. Ni que se hubiera tratado de un familiar muy cercano. Dicha mirada la volvieron a repetir cuando ella les preguntó rastreando violentamente las sílabas.

—¿¡Es-táis se-gu-ros!?

—Sí… Soy el médico personal de Su Santidad… ¿Qué debemos hacer, doctora…?

La jefa de oncología se quedó como ausente. Su cerebro, a toda máquina, procesaba al mismo tiempo varios datos: resultaba anormal que en el tiempo transcurrido desde el chequeo del Santo Padre hubiera incubado un mieloma agudo y era insólito que la replicación leucémica se desarrollara de forma tan rápida. Y también, de manera inevitable, en el vendaval de ideas que centrifugaba su mente aparecían los sentimientos de su hija Claudia hacia Adriano VII.

—Marcela… Marcela, ¿te encuentras bien…? —se interesó el jefe del laboratorio.

La oncóloga pudo dominar el encabritado galope de su cerebro y regresó a la realidad, donde se encontró con los escrutadores ojos de sus dos colegas.

—Perdonad… Es que… Estaba… ¿Qué decías, Morandi…?

—Preguntaba el doctor Pantani qué debemos hacer…

—Pues… lo primero, una punción triple en la médula espinal: cervical, dorsal y lumbar, y además una analítica sanguinea integral cualificada.

—¿Estamos a tiempo…? —indagó el médico papal con la voz debilitada por la preocupación.

—Lo sabremos en cuanto tengamos esos resultados…

Marcela volvió a zambullirse en el torbellino de sus acelerados pensamientos, intentando ensamblar el puzle en el que se había convertido su cabeza a raíz de conocer que aquella analítica pertenecía al Santo Padre… Las piezas no encajaban… De ninguna manera…

Minutos después acordaron convocar una reunión una vez tuvieran el resultado de la nueva biopsia. Reunión en la que, además de ellos tres, debían estar presentes la familia del Pontífice, algún dignatario de la curia romana y, por supuesto, el director de la clínica, con el fin de establecer el protocolo a seguir, tanto médico como eclesial. Luego, Marcela se despidió de sus colegas y ascendió por las escaleras, abstraída, desconcertada, hipnotizada, hasta la segunda planta.

El despacho de la doctora De Angelis medía unos treinta metros cuadrados con una distribución rectangular. En una zona se ubicaba su mesa de trabajo cargada de carpetas apiladas que casi tapaban el ordenador. Muy cerca, otra más pequeña donde se asentaba un microscopio de tecnología punta. En la parte frontera se extendía, en forma de óvalo, una tercera mesa para reuniones rodeada de seis sillas. Y finalmente, completando el mobiliario, tres cuadros vanguardistas —regalo inequívoco de su hija— colgaban de las paredes libres de armarios y archivadores.

La doctora Marcela de Angelis no sólo ostentaba la jefatura del departamento de oncología del policlínico Goretti, sino también la responsabilidad de un grupo de investigación contra el cáncer en colaboración con dos equipos españoles, uno de Aragón y otro de la prestigiosa Universidad de Navarra. De esta segunda función le venía gran parte del desconcierto que desestructuraba su lógica profesional desde que había estudiado la analítica del primer mandatario de la Iglesia católica.

Tomó asiento en el sillón basculante y se recostó en él buscando una posición cómoda, reflexiva, relajada, para intentar estructurar el rompecabezas que revoloteaba por su cerebro. Cerró los ojos y, pausadamente, comenzó a ordenar los acontecimientos…

El Santo Padre se había sometido a un chequeo general el día 13 de diciembre. El departamento de Anatomía Patológica recibió muestras para biopsias del pulmón, sangre, colon y próstata. Los resultados se los pasaron a la doctora De Angelis y pudo comprobar que no existía ninguna neoplasia en dichos órganos. Treinta días después se le efectuó un CSC (un conteo sanguíneo integral), que dio unos índices muy bajos en glóbulos rojos y plaquetas, y muy altos en glóbulos blancos del tipo “blastos”. Como consecuencia de ello, se le practica una punción ósea en la que se le extrae una muestra de médula. El resultado de esta biopsia revela un elevado número de células leucémicas y preleucémicas con una velocidad de reproducción de auténtico vértigo.

En base a su experiencia personal, y a la literatura médica sobre el tema, las leucemias mielógenas no generaban tal nivel de células malignas en un espacio de tiempo tan corto. En consecuencia, o estaba equivocada la biopsia hematológica que se le efectuó durante el chequeo, o era errónea la que acababa de practicársele. El índice de multiplicación que marcaba esta última sólo se podía comparar con…

De pronto, un escalofrío centelleó por todo su ser, se le abrieron los párpados por un súbito y brusco empujón de sus ojos desorbitados y exclamó en voz alta:

—¡No puede ser!

A continuación, la frase anterior volvió a salir de sus labios, pero ahora a una velocidad muy diferente, mucho más lenta.

—No… pue… de… ser…

De inmediato, catapultada por una cruel sospecha, se levantó casi de un salto y abandonó el despacho a toda velocidad. Ya en el pasillo, frenó en seco chirriando sus zapatos sanitarios sobre el mármol del suelo. Regresó a su mesa y abrió el cajón derecho, del que cogió una llave oculta en una pequeña caja metálica, así como una carpeta situada debajo de la misma en cuya portada se leía “Inventario de tubos de ensayo”. Volvió a salir a toda velocidad y, mientras descendía en el ascensor al primer sótano donde se hallaba el servicio de laboratorio, buscó con impaciencia en la carpeta una determinada página en cuya parte inferior había una fecha: 10-XII. Y a continuación, un número: 22.

Abrió con la llave un congelador y contó los tubos de ensayo que contenía, en posición erecta, una caja situada sobre uno de los estantes en cuyo lateral se leía “Caballo de Troya”. Exactamente 22 tubos, el mismo número que existía el 10 de diciembre, tres días antes de que se le hiciera el chequeo al Papa. Gracias a Dios, su sospecha resultaba infundada. No faltaba ninguno. Había llegado a pensar que la enfermedad de Adriano VII podía deberse a la inoculación en sangre de uno de los compuestos leucémicos con los que experimentaba su equipo. Compuestos elaborados a base de células sanguíneas “infiltradas” de sustancias radioactivas cancerígenas como el polonio 210, el radón 222 y el radio 226.

Iba a devolver la caja al congelador cuando, para cerciorarse, atendiendo a un pálpito de su ánimo, decidió observar a contraluz uno por uno todos los tubos de ensayo… El número 11 presentaba un tono de color algo distinto a los otros veintiuno. Al instante, descongeló una gota y la analizó al microscopio. Un nuevo escalofrío, como un latigazo, descompuso su cuerpo y, sobre todo, su ánimo. El pequeño tubo no contenía células malignas como cabía esperar, sino una composición sanguínea totalmente normal. Esto significaba que alguien había cambiado su contenido, sustituyendo el preparado leucémico por sangre sana para que el tubo número 11 no apareciera vacío y, por tanto, no se descubriera la manipulación.

Se confirmaba su terrible sospecha: una mano criminal había introducido en las venas del Santo Padre una leucemia galopante.

Diez minutos después telefoneaba a su hija.

A las dos de la tarde, en el restaurante donde solían comer con cierta frecuencia madre e hija, el semblante de Claudia Patricia palidecía en primer lugar, luego sus desorbitados ojos parecían querer saltar sobre el rostro de su progenitora y, a continuación, el dolor levantaba sus cascos encabritados y golpeaba con sadismo, una vez más, sobre su corazón.