1
A las doce y diez de la noche se abrió la puerta de la finca donde vivía Claudia y apareció ésta con un abrigo oscuro, zapatos negros, bolso de piel labrada y un pañuelo rosa en el cuello. Lloviznaba; desplegó un paraguas gris, consultó su reloj y, tras levantarse el cuello del abrigo, encaminó sus pasos hacia la iglesia de Santa María della Scala, situada a unos doscientos metros de su casa.
Al llegar al pórtico vio un Citroën C4 con las luces de posición encendidas y se dirigió hacia él, no sin antes detenerse para observar en derredor suyo que no le seguía nadie.
—Buenas noches —saludó al acomodarse en el puesto del copiloto, situando el paraguas en el lateral derecho de su asiento.
—Hola. Soy Palmer, Steven Palmer —se presentó el conductor al tiempo que le tendía la mano acompañada de una cálida sonrisa.
—Encantada.
El vicesecretario de Estado del Vaticano vestía un jersey de lana marrón de cuello alto vuelto y una cazadora de piel del mismo color.
El automóvil bajó por Garibaldi, luego tomó por San Pancracio para, finalmente, subir por Via della Fornaci hasta la iglesia de Santa María del mismo nombre. Tras aparcar en las proximidades, el exagente de la CIA y Claudia se apearon. El primero inspeccionó sin disimulo los alrededores y, al no detectar nada sospechoso, se acercaron a una puerta lateral del templo. Steven extrajo del bolsillo una especie de pequeña petaca de cuero que contenía tres llaves, abriendo con una de ellas la citada puerta. El chasquido hirió el húmedo silencio de la noche y luego lo rajó con el hiriente chirrido de sus oxidados goznes.
Entraron deprisa y se encontraron en la antigua sacristía del templo, una estancia de techo alto con decrépitas y descomunales cajoneras de madera donde, presumiblemente, se guardaban los ornamentos sagrados. Justo en la pared frontera había un armario empotrado con puerta de doble hoja que, al abrirlo Palmer, mostró una profundidad de unos dos metros. Servía de almacén para cruces, ciriales, incensarios, una percha con sotanas, otra con roquetes, un grueso cirio pascual y otros útiles relativos al culto.
El lateral izquierdo del citado almacén se hallaba cubierto por una ajada cortina de terciopelo azul oscuro. Steven la descorrió de un manotazo, apareciendo una puerta de hierro que abrió con la segunda llave que portaba en la petaca. Pulsó un interruptor eléctrico y, al encenderse la luz, invitó a pasar a su acompañante.
Ante los ojos atónitos de Claudia se desplegaba una galería de unos dos metros y medio de alto por uno y medio de ancho, iluminada cada cincuenta metros por bombillas amortajadas por el polvo. Palmer encajó tras de sí la puerta del armario y después cerró con llave la que daba acceso a la galería.
—Vamos, tenemos un pequeño paseo por delante. Estamos en uno de los lugares más secretos del Vaticano —le informó el vicesecretario de Estado con una leve sonrisa, al tiempo que comenzaba a caminar delante de ella a buen ritmo, mirando de vez en cuando para atrás por si se retrasaba.
Durante el trayecto, Claudia estuvo tentada de preguntarle si el entonces cardenal Mendoza había utilizado aquella galería para salir del cónclave la noche que fue a visitarla. Como desconocía el grado de información que tenía su guía, optó por no satisfacer su curiosidad.
Unos quince minutos más tarde, la galería se bifurcaba en dos. Un ramal se dirigía hasta la Casina de Pío IV, situada en los jardines del Vaticano, y el otro, por el que tomaron, desembocaba cien metros más adelante en una escalera de caracol que ascendía directamente a los aposentos papales del tercer piso.
Cuando iniciaron la subida de los escalones, las piernas de Claudia comenzaron a temblarle y su corazón, bien controlado hasta entonces, se desbocó con un alocado y gozoso trote por su pecho. La misma desazón alborozada que sintió ante la primera cita con su primer amor adolescente.
Palmer utilizó la tercera llave y pasaron a un salón tras descorrer un doble cortinaje. Lo cruzaron para acceder a la secretaría y el monseñor del Opus Dei golpeó con los nudillos en la puerta del estudio privado de Su Santidad, la abrió e invitó a pasar a su acompañante.
—Gracias —expresó ella con apenas un hilo de voz por la sequedad que el nerviosismo había alojado en su garganta.
Steven cerró la puerta y se dispuso a esperar tomando asiento en la mesa de trabajo que ocupaba habitualmente don Diego Riquelme. Al mismo tiempo, Adriano VII, que ya se había levantado de su mesa de trabajo, avanzó con una sonrisa transida por el nerviosismo hacia la mujer que, por más que lo había intentado, no conseguía desalojar de su mente y, menos, de su corazón.
Unieron sus dos manos y se contemplaron mutuamente, las miradas intensas, la respiración intermitente, la lengua agostada, durante casi un minuto de éxtasis emocional.
—Estás… —se detuvo el Pontífice mientras se empurpuraban sus mejillas a causa del choque entre su corazón y sus sentimientos.
—Un piropo papal me halagaría muchísimo como mujer, aunque no pudiera presumir de él ante nadie —le tentó Claudia con la voz modulada por un inocente timbre de seducción.
—Estás, y no es un piropo, sino una realidad… estás guapísima.
—Gracias, mi am… —ahora fue ella la que se cortó al sentir la flama del rubor en las mejillas.
—Dilo, no te reprimas. A un Papa le gusta oír también ciertas cosas, aunque tampoco pueda alardear de ellas ante nadie —le devolvió la frase mientras una dulce sonrisa retozaba en sus labios y bruñía su mirada.
—Gracias…, mi amor…
Ambos soltaron una pequeña carcajada, todavía con las manos enlazadas, y luego Adriano VII la invitó a sentarse en un sofá de dos plazas próximo al sillón donde lo hizo él, en la zona frontera a la mesa de despacho.
—Ahora después me cuentas eso tan importante que te ha traído aquí. Pero antes, ¿cómo estás…? Ya me entiendes…
—Si te digo que bien, sé que no me vas a creer. Así que imagínatelo… Mal… Hace mes y medio que nos vimos y… —abortó un sollozo mordiéndose los labios hasta hacer huir de ellos la pigmentación sanguínea.
—Perdona, no te lo debía haber preguntado…
—¿Y tú…? —indagó ella con dificultad a consecuencia de la bola de llanto que trepaba por su garganta.
—Si te digo que bien, sé que no me vas a creer. Así que imagínatelo —le repitió literalmente, de nuevo, sus mismas palabras.
Claudia cerró con premura los párpados, pero ya era demasiado tarde para taponar la riada de lágrimas que comenzó a desplomarse por sus empolvadas mejillas, abriendo un cauce en su maquillaje que se apresuró a secar con un pañuelo extraído de su bolso.
El Santo Padre se levantó, llenó un vaso de agua y se lo ofreció al tiempo que tomaba asiento a su lado en el sofá.
—Bebe, te ayudará a relajarte… y respira hondo…
—Gracias.
—Claudia… Dios nos ha pedido un sacrificio muy duro a los dos y seguro que ha sido por algo… por algo importante… Nada ocurre en la vida de los hombres por casualidad… Todo lo que nos ha sucedido debe tener algún sentido… A veces pienso que… que nuestro sacrificio va a servir para que la Iglesia sea mejor… No puede resultar inútil tanto sufrimiento personal…
—Ojalá lleves razón… Pero para mí, Jorge, no tiene sentido nada. No tiene sentido que me haya enamorado de ti y te haya perdido de una forma… de una forma tan… tan absurda. ¿Por qué Dios, si te tenía destinado al Papado…, ha permitido que nos conozcamos y nos enamoremos…? ¿Sólo para sufrir…? ¿Por qué le dais en la Iglesia tanto valor al sufrimiento…, a algo que es absolutamente negativo…?
—Se me viene a la cabeza… —le cogió la mano para intentar, aunque en vano, serenarla—. Se me viene a la cabeza una frase… Dios escribe…
—¡No hace falta que la digas, la conozco a la perfección! ¡Dios escribe derecho con renglones torcidos! Eso es lo que decís los curas cuando no podéis explicar una situación difícil. ¡Así os quedáis tan tranquilos! ¡Pues no, no acepto que pudiendo escribir derecho se escriba torcido! —se indignó y le sirvió de válvula de escape para relajar su elevada combustión interior.
Jorge Darío cerró los ojos mientras exhalaba una claudicación sonora, consciente de que intentaba restañar una herida que estaba tan abierta y sangrante como la noche de su elección papal.
—Lo siento, no he querido hacerte daño.
Claudia reunió las mustias fuerzas diseminadas por su ánimo y logró sobreponerse, a duras penas, al naufragio de toda la entereza con la que se había preparado para la cita.
—Perdóname tú a mí, no he debido comportarme como una adolescente. Bastantes problemas debes tener tú para cargar con los míos.
Adriano VII le volvió a coger las manos y se aferró a sus ojos.
—Con los nuestros, con nuestros problemas… Y ahora vamos a olvidarlos. A ver… sonríe… Sonríe, por favor… Te lo pide el Papa… el Sumo Pontífice… Adriano VII… el sucesor de San Pedro… el Obispo de Roma… el Vicario de Cristo en la Tierra… el Jefe de Estado del Vaticano…
A medida que iba enumerando sus títulos, adornándolos con teatralidad inequívocamente porteña, Claudia no pudo evitar que el humor de Jorge Darío desactivara la angustia que se había enrocado en su ánimo. La mueca del llanto se transformó en sonrisa y ésta engordó hasta convertirse en una pequeña pero relajante carcajada. Fue como si todas las constelaciones volvieran a encenderse en el hermoso firmamento de su rostro.
—Eso está mejor…
—Eres… Eres único…
—Sí, porque si fuéramos dos, tendríamos un cisma —ironizó Su Santidad—. Bien, y ahora, ¿quieres hablarme de eso tan importante que tenías que contarme?
Claudia se había olvidado por completo del motivo de su visita y, al recordarlo, el miedo dinamitó las ya muy debilitadas esclusas de sus ojos. Rompió a llorar de nuevo y se aferró a Jorge Darío con la angustia y desesperación de un náufrago a su tabla de salvación bamboleada por olas turbulentas.
2
Tony Mortimer aterrizó en Leonardo da Vinci a las cuatro de la tarde y se hospedó en el hotel Cicerone, en la calle del mismo nombre, a unos metros de la Piazza del Popolo.
Al día siguiente, durante la mañana, buscó una imprenta exprés y falsificó unas tarjetas de visita simulando pertenecer al staff de la revista National Geographic. Más tarde, tras cinco intentos telefónicos, logró concertar una entrevista con la jefa de prensa y relaciones públicas de Alitalia para la mañana siguiente, a las once.
Tenía la tarde libre y la aprovechó para realizar algunas compras en Via Veneto. Luego se trasladó en taxi al Gianicolo, la verde colina con epicentro en la Piazza Garibaldi, desde donde ver anochecer sobre Roma ofrecía uno de los espectáculos más gratificantes que puede existir para los ojos de un humano.
La lluvia, tanto del día anterior como de aquella misma mañana, había limpiado la atmósfera y las sábanas nubosas iniciaban su retirada de manera desordenada, permitiendo que un sol crepuscular, un pan de oro llameante, se asomara troceado a la Ciudad Eterna para encender los reflejos azules y rosas de sus edificios. Mortimer se deleitó con esta visión durante unos minutos y luego panoramizó con la mirada hasta que divisó, a su izquierda, la cúpula de San Pedro, a cuyo egregio inquilino tenía el encargo de enviar al otro mundo.
Aunque no era creyente, sabía que el Papa significaba mucho para una gran parte de la población mundial. También conocía que los pontífices poseían enemigos y Adriano VII no iba a ser el primero que sufriera un atentado. Cuando lo contrataban para eliminar a alguien, jamás preguntaba el porqué. Un asesine profesional no se debe permitir ningún tipo de elucubración moral que pueda generarle cualquier escrúpulo. Sería fatal. Además, tenía una hoja de ruta muy clara: “A la élite sólo se llega, o se mantiene uno en ella, concibiendo un buen plan, eligiendo el arma adecuada y ejecutándolo con absoluta frialdad”.
Y con el jefe del Estado Vaticano seguiría al pie de la letra dicho protocolo.
A las once en punto de la mañana siguiente, impecablemente trajeado y encorbatado, un genuino “dandi británico”, Tony accedía a la presencia de Ornella Berti, la directora de relaciones públicas de Alitalia, treinta años, estatura media, frondosa cabellera morena y rostro redondo con ojos de azabache.
Tras estrecharse la mano con una cálida sonrisa, Mortimer puso sobre su mesa de roble y metacrilato su tarjeta profesional como redactor jefe de la sección “viajes” de National Geographic.
—Como le expliqué por teléfono, me han encargado una serie de reportajes sobre las diez líneas aéreas más importantes del mundo. El próximo mes de enero se publicará el primero, en concreto sobre British Airways. Y en febrero quiero que salga el del consorcio al que pertenece Alitalia. Me interesa saber: punto uno, qué ofrece Alitalia al viajero que no le ofrezcan otras líneas aéreas. Punto dos, quiero convencer a los lectores que viajar con ustedes es una garantía de seguridad. Y en tercer lugar, cuando un pasajero tiene un problema, sea el que sea, qué tiene que hacer y cómo responde la compañía.
Ornella Berti se mostró halagada porque el segundo reportaje fuera sobre Alitalia. En cuanto a los puntos que le había expuesto, le parecían muy interesantes para la promoción de la línea aérea italiana en medio de la vorágine de fusiones y alianzas que vivía el sector aeronáutico en Europa.
—Bien, pues vamos con el primer punto.
—Perdón… Me gustaría grabar la entrevista. ¿Puedo…?
—Por supuesto.
Mortimer extrajo del bolsillo de su chaqueta un MP3 plateado, activó el “on” y lo puso en modo de grabación, situándolo en medio de la mesa para que pudiera captar con claridad las voces de ambos.
—Cuando quiera…
Una hora y media después, el falso periodista se despedía de Ornella Berti y tomaba un taxi en dirección al aeropuerto Leonardo da Vinci, donde le esperaban los jefes de seguridad y mantenimiento de la compañía. Una cita concertada por la propia Ornella para que le demostraran que viajar con Alitalia resultaba cómodo y totalmente seguro, tanto a nivel técnico como personal.
Paolo Rinaldi y Franco Stéfano pasearon al inglés por las diversas instalaciones de la compañía, mientras éste tomaba numerosas notas y fotografías. Luego le invitaron a comer en la sala vips donde, a los postres, Mortimer abordó el tema que le interesaba.
—El que Su Santidad el Papa viaje siempre con Alitalia, es una excelente publicidad para ustedes… ¿no?
—¡Por supuesto! ¡Es el mejor aval de la seguridad de nuestra compañía! —confirmó ufano Rinaldi, un individuo de rostro alargado, orejas ratoniles y con un ligero tic en los párpados.
—¿Se hace una revisión especial a los aviones donde vuela el Sumo Pontífice? —indagó el falso reportero.
—No, especial, no. Nuestras revisiones son siempre exhaustivas en todas las aeronaves. No se hace ninguna excepción con la de Su Santidad. Eso sí, la elegida para un viaje del Santo Padre no vuela durante los quince días anteriores, en previsión de que alguien pueda introducir algún tipo de explosivo —intervino Stéfano, el jefe de mantenimiento, un cincuentón fornido y con pinta de guardaespaldas de discoteca ascendido a jefe.
—¿Suele viajar siempre en el mismo avión…?
—No. Pero sí tenemos una norma: el avión en el que vuela no tiene nunca menos de tres mil horas de vuelo ni más de ocho mil. En estos momentos, este requisito lo cumplen cuatro naves en la compañía que, además, son todos del mismo modelo: el Airbus 375.
En pocos minutos, los encargados de mantenimiento y seguridad de Alitalia le habían facilitado la información que Mortimer iba buscando. Adriano VII volaría a Israel en un Airbus 375 a primeros de febrero.
Faltaban dos meses escasos y le quedaba todavía mucho trabajo por delante para conseguir que Su Santidad subiera al cielo desde la misma tierra que lo hizo Jesucristo.
3
Dan Foster llegó puntualmente a la reunión. Cuando subió al ático de Claudia ya se encontraba allí Palmer, quien le fue presentado por la anfitriona, incluyendo el dato de que había sido agente de la CIA. Tomaron asiento en los sofás gemelos de la chimenea y el escritor español le contó a Steven lo que éste ya había oído de labios de la galerista la noche anterior en presencia del Papa, aunque ahora con muchos más detalles.
Terminado el relato, el escritor español le aportó toda la documentación que tenía. El vicesecretario del Vaticano examinó la foto de la presunta asesina en la plaza de San Pedro y leyó con detenimiento el folleto sobre el arma de Kapinsky, arma que coincidía con la cámara fotográfica que exhibía “la Tigresa” en sus manos.
Mientras monseñor estudiaba las pruebas aportadas por Dan, sonó el móvil de Claudia, vio en la pantalla quién era y rechazó la llamada.
—¿Así que dice usted que es norteamericana y que esta foto la tomó el domingo pasado…?
Más que preguntarle a Foster, fue una reflexión de Palmer en voz alta para comenzar a ensamblar las piezas del rompecabezas que tenía entre las manos.
—Exacto.
—¿Sabe si el domingo llevaba consigo lo que el folleto describe como dispositivo B?
—Me inclino a pensar que no. Ese día sólo debió ir a hacer una primera toma de contacto con el terreno. Llevarlo hubiera supuesto correr un peligro absurdo. Pero lo que sí sospecho es que el Mégane que ella conducía lo va a utilizar para transportar ese dispositivo. Por eso es descapotable.
—¡Ah, es un descapotable…! Entonces no hay duda. —Steven volvió a tomar la foto y la estudió detenidamente para concluir—. Claudia, ¿tiene escáner en casa…?
Quince minutos más tarde, el monseñor americano había escaneado la foto y redactado un email de dos páginas, remitiéndolos de inmediato a la central de la CIA en Langley, Virginia. El envío tenía como destino la dirección personal de Donald Bronson, su mejor amigo cuando pertenecía a la agencia y ahora director general de un departamento especial conocido con las siglas “IP”.
—Foster, tomaría usted la matrícula del Mégane…
—Por supuesto —confirmó mientras extraía del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño bloc de notas—. Uno, cuatro, cuatro, siete, ce, be, equis, color rojo… ¿Lo apunta…?
—No hace falta, tengo buena memoria.
Palmer sacó el móvil y buscó la agenda telefónica. Pulsó la letra “c”, avanzó tres direcciones hasta que encontró “Caroli”, apretó la tecla verde y, tras cuatro repiques, contestó una voz vibrante que pudieron oír también sus dos acompañantes.
—¡Monseñor, ante todo, felicidades por su nombramiento! ¿Qué me va a pedir esta vez…?
—Gracias, Vittorio —sonrió Steven a pesar de la tensa situación en la que se encontraba—. Toma nota —repitió de memoria—: uno, cuatro, cuatro, siete, ce, be, equis. Es un Mégane color rojo, descapotable. No creo que esté aparcado en la calle, pero no lo descartéis. Necesito localizarlo cuanto antes. Hora límite, las once de la mañana del domingo. Te debo otra.
—Con ésta suman siete… creo recordar —ironizó su interlocutor.
—Dios te lo pagará —le devolvió Steven la ironía.
—Sí, en la otra vida. Pero en ésta no estaría de más que Su Eminencia…
—No, aún no soy Eminencia —le cortó—. De momento, sólo monseñor.
—¡Bueno, lo que sea! Decía que no estaría de más que usted me adelantara algo en esta vida…
—Caroli, sabes que te quiero, a pesar de ser de la Roma.
—¡No me la nombre! ¡Menudo disgusto el domingo pasado! ¡Y el miércoles viene el Real Madrid en la Champions! ¡Lo que nos faltaba!
El numerario del Opus Dei no le colgó, pero dejó el teléfono sobre la mesa de centro para que el jefe de la policía de Roma diera rienda suelta a su pasión por el fútbol que tantos disgustos le daba. Algunos segundos después, lo despidió.
—¡Caroli, ciao!
Tras cerrar el móvil, Palmer, echando los hombros para atrás al tiempo que respiraba en profundidad, planteó claramente la situación en la que se hallaban.
—Bien, si la CIA tiene en su archivo a la presunta asesina y, sobre todo, si localizamos su coche, no tendremos que jugárnosla el próximo domingo, o el siguiente, en San Pedro.
—El domingo no es necesario jugarse nada. Su Santidad no reza el ángelus y punto —sentenció Claudia.
—Sería lo más sensato, pero eso supondría dar una nota de prensa diciendo que el Papa está enfermo, lo cual desataría mil especulaciones. Además, tendría que querer Su Santidad y, conociéndolo, me temo que no aceptaría faltar a la cita de las doce.
—Si tuviéramos que jugárnosla el domingo… —retomó Foster.
—Correríamos riesgo, pero sólo relativo. En todos los ángelus hay una vigilancia “discreta” en la plaza de San Pedro. El próximo domingo, como podéis suponer, esa vigilancia se triplicará y, además, habrá veinte agentes de paisano más que tendrán memorizado el rostro de esa mujer.
Volvió a sonar el móvil de la dueña de la casa, comprobó quién le telefoneaba y rechazó de nuevo la llamada.
—A partir de este momento, yo asumo toda la responsabilidad de la operación —anunció con firmeza Steven—. Lógicamente, usted, Foster, tiene la libertad de movimientos que quiera y derecho a mucha información, no a toda, para el libro que está escribiendo. Aunque, como debe comprender, parte de esa información sólo podrá obtenerla cuando se resuelva el problema que nos reúne. ¿De acuerdo…?
—Monseñor, no me deje en una actitud pasiva porque va en contra de mi naturaleza física y mental. Usted ha sido agente de la CIA, pero yo soy periodista de investigación que, a fin de cuentas, es casi lo mismo. Puedo serle muy útil.
Palmer lo miró con fijeza, sonrió y, asintiendo con la cabeza, se disculpó.
—No he pretendido menospreciarle, perdone. De acuerdo, desde este momento está usted en el gabinete de crisis. —Luego, se dirigió a la galerista—. Y usted, Claudia…
—No me diga que me quede en casa esperando acontecimientos porque no me voy a quedar. Yo seré una agente más el domingo en la plaza de San Pedro.
—Comprendo… —El monseñor izó todo su cuerpo de chicarrón alto de universidad americana—. Bien, nos vemos mañana a las doce en mi despacho de Vaticano. Tendrán en la puerta de Santa Ana sendos pases para poder entrar. Ah, y a partir de este momento, tuteémonos, nos esperan muchas horas juntos.
Cuando Palmer y Dan se marcharon, sobre las doce, Claudia telefoneó a su madre, quien la había llamado dos veces durante la reunión.
—Mamá, dime, ¿qué querías…?
—¡Desahogarme contigo, hija! ¡Tengo un disgusto…!
—¿Qué te ha pasado? —preguntó no demasiado alarmada, ya que su madre, como buena napolitana, tenía a veces una tendencia innata a desmesurar las situaciones.
—¡Pues que se ha confirmado! ¡No me puedo jubilar en diciembre!
—¡Qué me dices!
—¡Hasta el día 31 de enero, a trabajar por culpa no sé si del gestor que me lleva el papeleo, de la administración de la clínica o de la Seguridad Social!
—Bueno, mamá, un mes no es tanto tiempo. Además, te encanta tu profesión… Míralo por la parte positiva…
—¡Es verdad que la voy a echar de menos, pero cuando una se ha hecho ya a la idea de jubilarse…! ¡Hoy me han dado el día!
—Mamá, es un fastidio, sí, pero no te lo tomes como una tragedia.
—¿Que no…? ¡Pero si ya tengo pagado el viaje a Egipto en enero para celebrar la jubilación! ¿A ver qué hago ahora?
—Cambiarlo de fecha.
—Sí, hija, tú tienes salida para todo.
—Para casi todo, mamá… ¿Alguna cosa más…?
—No, nada. ¡Bueno, sí! El otro día estuvo aquí el Santo Padre haciéndose un chequeo. ¿No te lo ha contado él?
—Mamá, ya te he dicho varias veces que yo no hablo con el Papa —se puso un poco seria.
—Pues estuvo aquí, y la verdad es que es más guapo que en la tele. Hija, esta vez sí que has tenido buen ojo.
—¡Mamá…!
Le colgó enojada, pero su enfado se diluyó pronto como un azucarillo en agua caliente al evocar, con una sonrisa nostálgica, el convencimiento de su madre de que el Sumo Pontífice y ella eran, más o menos, novios.
Le vino de nuevo a la cabeza el posible atentado y, con él, otra vez la angustia. Intentó relajarse recostándose en el sofá, cerrando los ojos y procurando respirar lenta y profundamente. Fue inútil. La ansiedad tenía clavadas sus asfixiantes púas en el pecho y se vio obligada a tomar un “lexatín” con un vaso de leche templada.
Quince minutos después, algo más tranquila, pero no menos preocupada, telefoneó a Córdoba a su amigo el catedrático.
—¡Me alegra oírte, Claudia! —exclamó el profesor tras identificar su voz—. ¿Cómo estás?
—Bien… Bueno, un poco preocupada…
—¿Qué te pasa? —se alarmó Crespo.
—Pues… sería muy largo de contar. Verás… te puede parecer una tontería pero, desde que leí tu libro, me tiene intrigada la profecía esa de San Malaquías que has descubierto… Y sobre todo el capítulo nuevo para la segunda edición que me enviaste por email…
—¿Y…? —le animó a seguir Crespo al callarse su amiga.
—¿Has averiguado ya qué significan, o qué pueden significar esas cinco palabras…?
—No. Y la verdad es que me tienen loco.
—¿Podrían… podrían encerrar la clave de la muerte del… del papa Adriano VII…?
Más que la pregunta, a Martín Crespo le llamó la atención el timbre de miedo que destilaban sus palabras.
—Podría… sí, podría encerrar esa clave, pero… ¿por qué muestras tanto interés sobre este asunto…? Recuerdo que me dijiste que no creías en las profecías. Luego me pediste el nuevo capítulo… Además, te encuentro como angustiada…
Siguió un silencio por parte de Claudia que no hizo sino acrecentar el desconcierto del catedrático cordobés por el súbito interés de su amiga en el tema de las profecías.
—Martín… Te voy a confesar algo que no debe saber nadie más que tú… y luego te voy a pedir un gran favor… —El profesor contrajo el entrecejo ante la trascendencia que iba adquiriendo por momentos la conversación con la galerista italiana—. Martín… Hay una conspiración en marcha para matar al Papa.
—¿¡Qué me dices…!?
—No me preguntes cómo me he enterado, pero te aseguro que es una realidad…
—De acuerdo… ¿Qué favor necesitas que te haga…?
—Que dediques todo el tiempo que puedas a intentar averiguar qué quieren decir las cinco palabras esas, ya sabes… Cualquier cosa que creas que puedan significar, llámame, por favor, sea la hora que sea… ¿Me lo prometes…?
—Cuenta con ello, Claudia. Me he quedado muy impresionado con lo que me has dicho y, aunque he gastado muchas horas en el tema y no he conseguido nada, continuaré insistiendo.
—Gracias, Martín. Un beso. Te lo agradezco muchísimo.
—Otro para ti.
Finalizada la conversación, Martín se levantó del despacho y paseó pensativo hasta la terraza de su piso desde donde contempló la sierra, centrando su atención en el complejo religioso de “Las Ermitas” y el monumento al Sagrado Corazón de Jesús. Un vientecillo norteño oreaba la tarde cordobesa y refrescaba su rostro. Mientras, en su cerebro no dejaban de resonar las palabras de San Malaquías:
Obnuntio… multitudo… crucifixio… luces… quartadecima…
4
A los tres días de estar en Holanda y no haber conseguido ninguno de sus objetivos, Mortimer comenzó a ponerse nervioso.
Setenta y dos horas dando vueltas por Schiphol Rijk, y más en concreto por el Carré Beechavenne 130-132, sede del consorcio europeo EADS, la empresa del sector aerospacial que fabrica el Airbus, no le habían servido de nada.
Haciéndose pasar de nuevo por periodista de la sección de viajes de la revista National Geographic había conseguido hablar con jefes de relaciones públicas, pilotos, diseñadores e ingenieros aeronáuticos… Pero ni atisbo de por dónde husmear lo que necesitaba: el “genoma” del A-375, es decir, su diseño técnico.
Hospedado en el lujoso Hotel de l’Europe, en Nieuwe Doelenstraat, Ámsterdam, en cuyo restaurante desayunaba el 15 de diciembre por la mañana, Mortimer decidió cambiar de estrategia. Le iba a costar dinero —no sabía cuánto, probablemente bastante—, pero no podía perder más el tiempo.
Dentro del sector de los asesinos profesionales de élite y de sus clientes, Tony Mortimer se había granjeado una excelente reputación como experto en realizar trabajos bajo la apariencia de accidentes. Siempre surgían especulaciones cuando se trataba de víctimas famosas, como en las muertes del hijo de un mítico presidente norteamericano o de una princesa inglesa divorciada, pero no pasaban de elucubraciones periodísticas para vender más diarios y revistas. El sello personal de Mortimer consistía en no dejar ni una sola pista que pudiera dar pie a una prueba fehaciente de que, detrás de los citados siniestros, se ocultaban en realidad asesinatos por encargo.
Precisamente porque sus trabajos eran perfectos, le habían encargado la eliminación de Su Santidad Adriano VII con la condición de que pareciera un desgraciado accidente. Y para que esto fuera así, necesitaba tener en sus manos cuanto antes el “genoma” del Airbus 375.
—¿Roger…? Soy Mortimer, ¿tienes activado el protector de llamadas?
—Sí, dime.
—¿Por dónde andas?
—Ahora mismo, entrando con mis nietos en el castillo de Warwick —le contestó su interlocutor.
—¿Cuándo vuelves a Oxford?
—Esta misma tarde.
—Te llamo para pedirte un favor. ¿Recuerdas que en el 99 me conseguiste el esquema técnico de una “Piper” Saratoga que salió del Essex Country Airport, en New Jersey, y no llegó nunca a Martha’s Vineyard…?
—Lo recuerdo a la perfección.
—Pues necesito algo parecido, pero mucho más completo, del Airbus 375. En concreto, todo el diseño del motor, de la cabina y, de manera especial, los circuitos electrónicos del piloto automático y del sistema de comunicaciones. A ver si me lo sacas baratito.
—No será fácil. El mercado del espionaje industrial está cada vez más alto. Me has dicho el Airbus 375, ¿no…?
—Exacto. ¿Cuánto tiempo te puede llevar?
—No lo sé. Dame dos semanas.
—Una —le acortó Mortimer.
—Lo intentaré.
—¿Cuántos nietos tienes ya…?
—Cinco. Y tú, ¿sigues soltero…? —se interesó su interlocutor.
—En mi profesión, casarse es peligroso.
—En todas, Tony, en todas las profesiones es peligroso casarse. Te llamo.
Ambos rieron al tiempo que cortaban la comunicación.
5
El viernes por la tarde, finalizada su jornada laboral, la doctora De Angelis se pasó a ver al director general del policlínico Goretti para comunicarle que no se jubilaría hasta el 31 de enero.
El despacho de Fabio di Bari, de unos treinta metros de superficie, tenía forma rectangular. En una de las zonas laterales se ubicaba su bufete de trabajo, acompañado por un cómodo y lujoso sillón de cuero negro y otros dos más simples para las visitas. En la pared trasera de la mesa colgaba un retrato de Santa María Goretti, mártir de la pureza, que daba nombre a la institución sanitaria. En la zona contraria, una mesa de reuniones, circular, rodeada por seis sillones. Sobre las paredes, varios archivadores y algunos lienzos de marinas y paisajes boscosos.
—¿¡Quééé…!?
El impacto de la noticia en su semblante y el agrio tono de voz de Fabio di Bari desconcertaron por completo a Marcela.
—¿¡Cómo que no te jubilas hasta enero…!?
El desconcierto de la oncóloga se agigantó con el timbre de esta segunda pregunta en la que latía una extraña aleación de reproche, miedo y desagrado.
—Pues… pues que ha habido un error en el papeleo… Hasta el mes que viene no cumplo el tiempo de cotización necesario para obtener la pensión máxima —le explicó Marcela, aunque era consciente de que su jefe tenía la cabeza ocupada por un remolino de pensamientos ajenos a su problema burocrático.
—¡Bueno, no pasa nada! —Se recompuso el director del evidente shock que había sufrido—. Tú dejas de venir el 31 de diciembre, como tenías previsto, y la clínica te da de baja a finales de enero sin ningún problema. Un mes de vacaciones pagadas te vendrá muy bien, y además te las mereces por el tiempo extra que le has dedicado a “Caballo de Troya”.
Marcela no terminaba de entender la situación y menos ahora con el acto de generosidad que acababa de tener Fabio con ella.
—Del “Caballo de Troya” quería precisamente hablarte… Te agradezco el regalo de las vacaciones, pero voy a seguir trabajando todo enero. Me acaba de decir el equipo que las pruebas en ratones son muy satisfactorias y, en consecuencia, nos han pedido de España que pasemos a la experimentación parcial con pacientes. Y la verdad, me gustaría dejar planificada toda la fase final de la investigación.
—¡No puede ser! —exclamó el director.
—¿Cómo…? —De nuevo Marcela se quedaba boquiabierta ante la virulencia de su jefe—. ¿Cómo que no puede ser…? No entiendo nada, Fabio… ¿Te pasa algo…?
—¿¡Pasarme!? ¿Qué me va a pasar…? —se encrespó aún más.
—Pues, la verdad, te encuentro muy raro.
—¡Bueno, vale! ¡Pues vienes a trabajar en enero! ¡No esperaba que fueras tan desagradecida!
—Fabio, te he dicho que te agradezco tu generosidad, pero estoy muy interesada en…
—¡Está bien, está bien! —le cortó con la furia erizando todas sus terminales nerviosas.
Poco después, la doctora abandonaba el despacho de Fabio di Bari con una desagradable sensación en todo su ánimo. Sabía que el director tenía un carácter extraño. Sospechaba, además, que padecía algún trauma. Lo delataba un semblante patinado siempre por la seriedad y unos ojos como turbios, huidizos y carentes de brillo. Pero nunca le había visto tan descortés, y menos con ella.
6
Hacia las siete de la tarde del sábado, la policía italiana localizaba el Renault Mégane descapotable que Elsa Stone, “la Tigresa”, había utilizado el domingo anterior para trasladarse a la plaza de San Pedro. Se encontraba estacionado en un garaje público próximo a la Piazza Cavour, cerca del castillo de Sant’Angelo, y montó una discreta vigilancia en torno a él.
La noticia, conocida algunos minutos después por monseñor Palmer, Foster y Claudia, reunidos en el despacho del primero en el Palacio Apostólico, les tranquilizó bastante. Sin embargo, no modificó en nada el dispositivo que Steven había montado a lo largo del viernes. Por otra parte, la confirmación por parte de la CIA de que la mujer de la foto, aunque con el look cambiado, pertenecía a la viuda de un asesino profesional apodado “el Tigre”, y que ella podría haber seguido los pasos de su difunto marido, no hizo sino acrecentar las medidas de seguridad.
El domingo 21 de diciembre, desde las nueve de la mañana, las calles aledañas al Vaticano se hallaban controladas por agentes italianos que habían memorizado previamente tanto el rostro de la asesina como su “cámara fotográfica” y la caja del dispositivo B, según venían fotografiadas en el folleto aportado por el escritor español.
Treinta policías del propio Vaticano, también con dichos datos memorizados, vigilaban todas las entradas a la plaza de San Pedro, tanto desde la Via della Conciliazione como desde el Borgo Santo Spirito, Via Corridori y Sant’Uffizio.
A su vez, quince agentes de la policía secreta italiana, más otros cinco de la CIA, amigos personales de Palmer, se movían con discreción por la plaza disfrazados de sacerdotes, monjas y turistas pintorescos de diversas latitudes.
Este despliegue policial no era frecuente, pero tampoco inusual. De vez en cuando, en momentos de crisis internacionales, se habían montado dispositivos similares, aunque algo menos aparatosos que el empleado ahora en torno al rezo del ángelus por parte de Adriano VII.
El arma que “la Tigresa” le había comprado a Vladimir Kapinsky específicamente para atentar contra el Papa, como todas las que aquél vendía, encerraba una gran sofisticación. Constaba de dos elementos. El A parecía una cámara fotográfica tradicional, en apariencia tipo Canon Power Shot S3, dotada de un potente teleobjetivo y con una discreta antena y una pequeña rueda en su parte superior. El B consistía en un cubo de sesenta centímetros que contenía un pequeño misil, de cincuenta de largo por quince de diámetro en su círculo más ancho, situado sobre una diminuta plataforma de lanzamiento.
El mecanismo de funcionamiento resultaba bastante simple. Sencillez tras las que se ocultaba un alarde de tecnología punta, unida a la imaginación de los ingenieros que trabajaban para Kapinsky. A través del visor de la cámara, y gracias a su potente teleobjetivo, se localizaba y encuadraba el blanco girando la citada rueda. Luego, sólo había que desactivar el seguro y pulsar el disparador como si se estuviera tomando una foto.
El disparador transmitía una orden bluetooth al dispositivo B, siempre que éste se encontrara en un radio menor de quinientos metros. Dicha orden, recibida por una antena integrada en las paredes del mencionado dispositivo, accionaba un mecanismo interior que abría en dos hojas la cara superior del cubo. Esta acción dejaba libre el camino para que el pequeño misil se izara en vertical cinco metros y luego, mediante su “cabeza inteligente”, localizaba el objetivo y volaba hacia él a razón de 1,0123 kilómetros por segundo, siempre que el citado objetivo no estuviera a más de mil quinientos metros de distancia. En total, tres segundos y once centésimas desde que se apretaba el disparador hasta que el misil impactaba en el objetivo a eliminar.
Una auténtica obra del arte de matar.
A partir de las once y cuarto de la mañana el nerviosismo comenzó a proliferar por el despacho de Palmer, sede del comité de crisis. El Mégane descapotable continuaba en el aparcamiento, lo cual significaba que “la Tigresa” había desistido del atentado posponiéndolo para otro domingo, o bien, y esto era lo más preocupante, que la asesina se había trasladado a San Pedro en otro vehículo.
A las once y media se incorporó a la reunión Vittorio Caroli, el director general de la policía italiana, un cincuentón de buen ver, cabeza de perfiles equinos y con el cabello borracho de brillantina. Dotado de una excelente inteligencia deductiva, poseía una cualidad aún muy superior a la mencionada: no se ponía nervioso en ninguna encrucijada difícil. Su temple era su mejor arma contra el delito, virtud que sólo perdía cuando no ganaba la Roma, el equipo de sus amores.
A las doce menos veinte, tras consultar con Caroli, Steven Palmer ordenó desde su móvil a los jefes de los diversos dispositivos montados en torno a San Pedro:
—¡Prioridad absoluta! ¡Peinar completamente un kilómetro cuadrado en torno al obelisco en busca del dispositivo B! ¡Repito: prioridad absoluta!
A las doce menos cuarto, Claudia y Dan Foster abandonaron el despacho del vicesecretario de Estado y bajaron a la plaza, convirtiéndose en dos agentes más que se movían entre las miles de personas que se agolpaban ya frente a los aposentos del Pontífice.
Como todos los domingos, por San Pedro pululaban peregrinos de numerosas nacionalidades. Muchos de ellos desarrollaban manifestaciones folclóricas para amenizar la espera mientras se abría la famosa ventana del tercer piso. Aquel domingo había un coro irlandés, una agrupación de bailes populares portugueses, una banda de música polaca, un grupo de ciclistas haciendo equilibrios sobre sus bicicletas inmóviles, un desfile circense, un grupo de magos que sacaban, una tras otra, palomas amaestradas de una jaula, un equipo de esquiadores suizos desplazándose sobre unos originales esquís con ruedas…
Este gran show internacional se ofrecía en directo por numerosas cadenas católicas del mundo gracias a la retransmisión que efectuaba desde las once y media el Centro de Televisión Vaticano. Un espectáculo que alcanzaba su cénit con las palabras del Santo Padre previas al rezo del ángelus y su broche de oro con la bendición apostólica.
A las doce menos un minuto, comenzó a sonar el himno pontificio por la megafonía, cesando automáticamente todas las actividades lúdico-folclóricas. Las casi cuarenta mil personas que se congregaban en la plaza dirigieron sus ojos hacia la ventana del Papa, de la que colgaba un gigantesco tapiz de terciopelo rojo con el escudo vaticano en dorado, y esperaron ansiosas ver su blanca figura.
Muchas de esas personas enfocaron sus cámaras fotográficas para captar la aparición de Adriano VII.
Entre ellas, Elsa Stone, “la Tigresa”.
7
Elsa Stone se levantó a las ocho y media, bajó a desayunar en la cafetería “Capri” y, mientras tomaba café con un croissant, comprobó que la furgoneta continuaba en el mismo lugar donde la había dejado aparcada veinticuatro horas antes.
Tras la visita al Vaticano el domingo anterior, había decidido modificar su plan inicial. El apartamento donde se hospedó a su llegada a Roma, en Ludovico di Savoia, se encontraba demasiado lejos. Temía que le cogiera algún atasco y le impidiera llegar a tiempo a la plaza de San Pedro para preparar el atentado. Por otra parte, la primitiva idea de situar el dispositivo B en el Mégane descapotable entrañaba el riesgo de que algún ladronzuelo, al ver la caja en el asiento de atrás, se la llevara. Si, por el contrario, no lo dejaba descapotado, ella se tendría que situar cerca del vehículo para retirar el techo mediante el mando a distancia. Esta circunstancia le alejaba bastante del objetivo y, además, no tenía garantías de que fuera a encontrar un buen lugar para aparcarlo en el Borgo Santo Spirito, la mejor diagonal hacia la ventana del Papa.
En consecuencia, decidió diseñar un plan más seguro y a ello había dedicado toda la semana.
En primer lugar, el martes 16 se instaló en un apartamento cercano al Vaticano, concretamente en Via Famagusta, apenas a un kilómetro de la plaza de San Pedro. Abandonó el Mégane en un aparcamiento público próximo a la Piazza Cavour y alquiló una furgoneta Fiat. Luego visitó una sastrería religiosa en las proximidades de Il Gesù y más tarde, en una tienda de elementos ortopédicos, adquirió una silla de ruedas para inválidos, la más grande que encontró con tracción manual. Por último, en una ferretería compró una caja de herramientas y un taladro con batería.
El miércoles se trasladó a las afueras de Roma y dedicó todo el día a ensamblar el dispositivo B en la silla de ruedas, desmontando previamente el asiento de la misma. El jueves efectuó un ensayo general completo del tiempo que tardaría en disfrazarse y en trasladar el cubo con el misil hasta la furgoneta. A mediodía dio por concluido el trabajo y esa tarde, así como el viernes y el sábado, los dedicó a practicar turismo por la Ciudad Eterna.
Al finalizar el desayuno, “la Tigresa” regresó al apartamento y diez minutos después bajó tirando de un gran trolley, encaminándose con celeridad hacia la furgoneta en cuya zona de carga tenía guardada la silla para inválidos. Recorrió la calle con la mirada y, tras constatar que no le observaba nadie, se introdujo en el vehículo y cerró por dentro. Iluminándose con la luz de una linterna, desmontó el asiento de la silla de ruedas y, gracias al trabajo de acondicionamiento del habitáculo llevado a cabo los días anteriores, encastró a la perfección en él la caja del dispositivo B, cubriendo después la parte superior con un delgado cojín de gomaespuma.
Un cuarto de hora más tarde salía de la furgoneta y cerraba la puerta de carga, al tiempo que volvía a observar los alrededores sin detectar a nadie que pudiera estar espiándola.
Regresó al apartamento y, a las once y cuarto, bajaba de nuevo, pero ahora vestida de monja con el hábito marrón oscuro de las Hermanas de la Caridad y San Vicente de Paúl. A este disfraz había añadido unas gafas de cristales gruesos, imitación a miope, y un apósito de silicona entre el labio superior y la encía que modificaba sustancialmente la expresión de su rostro. En actitud recatada, pero sin dejar de examinar el entorno con miradas furtivas, se dirigió de nuevo a la furgoneta poniéndola en marcha tras eructar tres veces el motor.
Desde Famagusta desembocó en Via Leone IV y desde ésta tomó Giulio Cesare hasta Caio Mario por donde bajó, cruzando la Piazza dell’Unità, hasta coger Via Properzio. Justo en la esquina de ésta con Alberico II, encontró un hueco y aparcó el vehículo.
Consultó su reloj. Las 11:32. Abrió el portón trasero y, una vez en el suelo la silla, comenzó a caminar empujándola por Via degli Ombrellari. Entre los palacios Vertendi y Torlonia, aprovechando un momento que nadie estaba pendiente de ella, tomó asiento en la silla de inválido y, girando dificultosamente las ruedas con sus manos, desembocó treinta metros más adelante en la grandiosa Via della Conciliazione.
Una heterogénea riada de personas apresuraba el paso en dirección a la plaza de San Pedro, ya que se acercaba la hora del ángelus dominical. Pocos minutos después, un matrimonio de unos setenta años, viendo el penoso esfuerzo de la “monja inválida” para hacer avanzar su silla, se le acercó.
—¿Me permite, hermana, que le ayude…? —le preguntó el marido bajo la complaciente mirada de su esposa.
—No se moleste, señor…
—¡Molestia, ninguna! ¡Todo lo contrario, hermana! ¡Es un honor!
Durante el trayecto hacia San Pedro, Elsa Stone pudo comprobar la gran presencia policial que existía ese día, y más al llegar a la Piazza di Pío XII, antesala del Vaticano. Además de los habituales arcos detectores de metales, había una docena de agentes con escáneres móviles que acercaban a bolsos, mochilas y otros objetos susceptibles de poder esconder armas.
“La Tigresa” sabía que el misil situado debajo de ella poseía un inhibidor de detectores de explosivos. Pero lo conocía sólo por el folleto y porque se lo había dicho Kapinsky. Por un momento, al acercarse a los guardias, sintió el frío hormigueo de un sentimiento próximo al miedo. Se le pasó rápidamente ya que el policía más cercano, al ver a una monja inválida y miope, empujada por un matrimonio beatífico, no se molestó en acercar el escáner a la silla.
—Gracias. Déjenme aquí —les indicó al llegar a las proximidades de la fuente situada a la derecha del obelisco—. Dios se lo pague, hermanos.
Faltaban nueve minutos para las doce y el timing de los acontecimientos, según lo había establecido Elsa, sería el siguiente:
A las 11:59 sonaría el himno papal y se abriría la ventana del estudio privado del Pontífice. En ese momento, aprovechando que todos los presentes en la plaza de San Pedro estarían mirando hacia la citada ventana, tras extraer la cámara de fotos de debajo del hábito se levantaría de la silla y se apartaría unos metros de ella. Seguidamente, encuadraría al Papa en el visor durante los aplausos que despertaría su aparición. En el momento que comenzara a hablar, desactivaría el seguro de la falsa cámara fotográfica y accionaría el disparador. Cincuenta y dos centésimas de segundo después, el asiento de la silla de ruedas se abriría en dos hojas, desplazando sin dificultad el delgado cojín que lo cubría. De inmediato, el misil se izaría cinco metros en vertical y luego, programado electrónicamente, volaría hacia el Pontífice impactando y explosionando en su pecho. En total, tres segundos y once centésimas para realizar toda la operación.
Como estaba previsto, un minuto antes de las doce, sonaron las solemnes trompetas del himno papal y todos los presentes se dispusieron a contemplar la aparición del Santo Padre. “La Tigresa” se levantó de la silla con la cámara y se escoró con rapidez unos cinco metros a la izquierda del dispositivo B hasta encontrar un hueco entre el gentío que la rodeaba.
Su Santidad Adriano VII apareció en la ventana, siendo recibido por un griterío jubiloso que convirtió la gran plaza de la Cristiandad en un enardecido clamor que duró más de dos minutos.
“La Tigresa” lo encuadró a la perfección gracias al potente teleobjetivo, pudiendo observar su espléndida sonrisa mientras abría los brazos para saludar a los peregrinos.
Giró la rueda hasta situar un visor en forma de cruz exactamente sobre su pecho.
Quitó el seguro de la cámara.
Colocó con lentitud el dedo índice de la mano derecha encima del disparador…
Era, nunca mejor dicho, un blanco perfecto…