Décimo cuarto

1

Elsa Stone, seguida por Dan Foster, se dirigió hacia la esquina del Borgo Santo Spirito con la Piazza Pio XII, desde la que había una diagonal perfecta hasta la ventana donde el Papa bendecía cada domingo a los turistas y peregrinos que se congregaban a la hora del ángelus.

Conocida como “la Tigresa”, era la única mujer que había entrado en el ranking mundial de los mejores asesinos a sueldo, una siniestra lista que sólo corría por los círculos más impenetrables de los grandes poderes de la Tierra: narcotraficantes, servicios secretos, mafias, organizaciones parapoliciales, bandas terroristas, multinacionales y otros estamentos similares, a los que prestaban servicios inconfesables.

Su sobrenombre le venía de ser la viuda de Jack Isaías Silver, alias “el Tigre”, un norteamericano de origen venezolano que había ocupado hasta su muerte la cima del citado ranking. Muerte ocurrida en un extraño accidente de automóvil al cruzársele en la autopista un todoterreno sin conductor cuando circulaba a ciento cuarenta millas por hora cerca de Key West, en el oeste de Florida.

A raíz de su fallecimiento, Elsa había recogido el testigo de la carrera criminal de su marido, a quien había ayudado en gran manera a alcanzar su infausto prestigio. Mujer inteligente, audaz y ambiciosa, se había propuesto sustituirle en la cumbre de los criminales a sueldo, puesto para el que ya tenía acumulados algunos méritos en solitario.

El encargo de matar al Vicario de Cristo en la Tierra se le presentaba como la ocasión ideal para dar el gran salto a ese codiciado número uno. Y además, obtener ochocientos mil dólares, de los cuales casi doscientos cincuenta mil habían ido a parar a las manos de Vladimir Kapinsky, importe de la “cámara fotográfica” que colgaba de su hombro y el dispositivo adicional que la complementaba.

Llegó hasta un Renault Mégane descapotable que tenía aparcado al comienzo del Borgo Santo Spirito. Dejó la cámara en el asiento del copiloto y arrancó dirigiéndose hacia el puente de Sant’Angelo, seguida por Foster en un taxi que había detenido en medio de la calle. Tomó por la avenida Vittorio Enmanuelle y, ya en la Piazza Venezia, enfiló hacia la Via dei Fori Imperiali. Tras dejar a la derecha el Coliseo, circuló tranquila hacia la basílica de San Juan de Letrán por la calle del mismo nombre, hasta Ludovico di Savoia donde desapareció por la rampa de entrada al garaje de un edificio de apartamentos en alquiler.

Dan abonó el taxi en el que había seguido a “la Tigresa” y esperó unos minutos a que saliera, circunstancia que no ocurrió. Apuntó en su bloc de notas la calle y el número y, a continuación, telefoneó a Lola.

—¿Está enamorada o no está enamorada? —le interrogó la editora con una cierta sorna al descolgar—. ¿”Habemus” culebrón o no “habemus” culebrón?

—Dile a Nuria, tu secretaria, que me reserve un pasaje para el primer avión que salga esta tarde para Barcelona.

—Oiga, joven, aquí, como se dice en las películas, las órdenes las doy yo. Y yo le he hecho una pregunta.

—Sí, está enamorada. Pero eso no es lo más importante en estos momentos.

—¿¡Cómo…!? ¿¡Se puede saber a qué estás jugando, Dan!? ¡Hasta ahora lo más importante, lo único que te faltaba para ponerte a trabajar de una puta vez en el libro, era saber si había rollo o no había rollo entre el nuevo Papa y esa tal Claudia! ¡Resulta que lo hay, según me has dicho! ¡Y ahora me saltas con que hay otra cosa mucho más importante…! ¡Me tienes de los nervios, cabrón!

—¡Es cierto y lo siento! Pero es que he descubierto algo que complica mucho más aún toda la historia.

—¿¡Joder, más!? ¡No es posible! ¡Espera! ¡Espera y no digas ni una sola palabra hasta que me tome tres “lexatines” y tres tilas dobles! ¡No sé si podré resistir lo que me vas a contar!

A pesar de la responsabilidad que embargaba el ánimo de Dan por una parte, y por otra la excitación profesional que hervía en su cerebro, no pudo evitar un esbozo de sonrisa ante la corrosiva ironía de la editora.

—¡Venga, suéltalo ya! ¡No, no, espera, que te lo adivino: ella está embarazada! —continuó Lola pisando ya el umbral del sarcasmo—. ¡De mellizos!

—Lola, se trata de algo muy serio…

—No lo dudo, Danielito…

—Alguien quiere matar al Papa.

—¿¿¡¡Quééééé!!?? —gritó incrédula la editora—. ¡Ya! Y el asesino te lo ha contado a ti personalmente al oído mientras te mordía una orejita. ¿Me equivoco en algo…?

—Lola, nunca bromearía sobre un asunto como el que te he contado. Tengo las pruebas, pero necesito ir a Barcelona. ¿Puedo contar con la gestión de Nuria?

—¿Hablas en serio…? —se interesó ahora la editora desactivando el tono burlón que había adoptado hasta entonces.

—Muy en serio. Necesito regresar a casa de mi madre cuanto antes.

—¿Y por qué a casa de tu madre? ¿A qué pruebas te refieres?

—¿Recuerdas que te hablé de una investigación periodística sobre un traficante de armas…?

—Sí, algo me contaste…

—Es un individuo que vende armas muy sofisticadas desde un yate en aguas internacionales, y se las vende sólo a asesinos a sueldo.

—Sí. ¿Y…?

—Una de esas armas, camuflada en una cámara fotográfica, la he visto esta mañana en manos de una mujer en la plaza de San Pedro durante el ángelus.

—¡Ah, muy bien! —regresó Lola al tono sarcástico, tan apreciado y utilizado por ella—. ¡Ahora las cámaras fotográficas son rifles de precisión! ¡Cojonudo! ¿Y para quién trabaja…? ¿Para los chinos, para los árabes, para los chechenos…? ¿Para un novio anterior de tu amiguita la galerista…?

—Seguimos hablando en Barcelona —le cortó Dan tremendamente molesto por la incredulidad de la editora—. Que me llame Nuria en cuanto reserve el pasaje.

—Conque te llame Nuria, ¿eh? Hoy, aquí, en Barcelona, es domingo y no se trabaja. Ahí en Roma, no sé.

Foster cayó en la cuenta del día de la semana en que vivía. Tenía que resolver el viaje por su cuenta, por lo que tomó de nuevo un taxi hasta su apartamento en Il Glicine-Trastevere para recoger el equipaje y luego se dirigió al aeropuerto. Mientras esperaba la salida del avión, aprovechó el tiempo para imprimir en una tienda de fotografía la instantánea de “la Tigresa” tomada en San Pedro.

A las cuatro y media aterrizaba en el Prat de Barcelona. Sin perder un minuto, se trasladó a la casa de su madre en la calle Roger de Flor, donde Montse le esperaba con una suculenta merienda tras avisarle que llegaba sin comer.

Al abrir la puerta su progenitora, le dio un apretado beso al tiempo que la levantaba en brazos, como hacía siempre que llegaba a casa después de una ausencia prolongada.

—¡Pero qué guapa está mi mami, y cuánto la echo de menos…! —exclamó socarrón—. ¡Traigo un hambre…! Pero antes, perdóname un segundo…

Se encaminó deprisa al despacho y abrió una de las puertas bajas de la biblioteca. Retiró varios libros y extrajo el attaché que Kapinsky le había entregado en su yate, allá por abril, tras haberle mostrado las últimas novedades en armas para asesinos profesionales.

Lo abrió con dedos nerviosos y cogió una carpeta anillada. La colocó sobre la mesa y fue pasando los diversos folletos que contenía hasta toparse con uno donde se veía la cámara fotográfica que portaba la mujer de los ojos verdes en la plaza de San Pedro.

—¡Aquí está! ¡Hubiera querido equivocarme…! —se lamentó en voz alta—. ¿Quién puede querer asesinar al Papa? —se preguntó remarcando cada palabra.

—¿¡Quééééé!? —se alarmó su madre que le había seguido hasta el despacho.

Mientras Dan engullía un bocadillo de jamón serrano, untado con Carbonell —un excelente aceite de oliva virgen extra andaluz—, le relató a su madre, a grandes rasgos, las vicisitudes de su trabajo en Roma. Sus contactos con Claudia Marcela, el disfraz de pintor que la hizo partirse de risa, las estratagemas para descubrir si existía algún vínculo personal entre el Pontífice y la galerista y, sobre todo, la fundada sospecha de que querían matar a Adriano VII.

Montse siempre había sido su confidente y Dan la tenía al corriente, tanto de sus investigaciones profesionales como de sus vicisitudes sentimentales. Esta estrecha amistad con su hijo le había ayudado en gran manera a sobrellevar la cruel soledad en que la dejó sumida la separación de su marido.

Tras el bocadillo, Foster se comió un gigantesco pincho de tortilla española y luego saboreó con fruición un aromático chocolate con churros, la gran debilidad gastronómica del periodista reconvertido ahora en escritor.

—Dani… —Siempre le llamaba por el diminutivo—. No he querido preguntártelo nunca por teléfono, y la última vez que estuviste aquí no encontré el momento de hacerlo…

—Mamá… —se adelantó él con una sonrisa, adivinando la pregunta que se disponía a hacerle—. Eva ya no es una herida en mi vida. Ahora es una cicatriz, todavía muy visible, pero cada día que pasa me duele menos. ¿Es eso lo que querías preguntarme…?

—Sí, cariño.

—Por cierto, no te he dado todavía las gracias por haberme presentado a Lola. La excitante aventura en la que me ha metido es, desde luego, la mejor terapia que podía haber seguido. Si no llega a ser por su encargo, no creo que hubiera salido de la depresión.

—Me alegro, hijo.

Acabada la opípara merienda, Foster cogió el attaché y, después de abrazar y besar de nuevo a su madre, se trasladó en taxi al piso de Lola, la directora de la editorial Diamante, en el barrio de Pedralbes.

La editora no estaba precisamente de buen humor. El Barça, una de sus escasas debilidades, acababa de empatar a uno en el Camp Nou con el Espanyol, su eterno rival. Y lo peor era que el Real Madrid había ganado en Valencia y subía al segundo puesto de la clasificación, a un punto de los azulgranas.

Tras dejar que se desahogara vomitando barbaridades contra el árbitro, Dan le mostró la foto de la mujer obtenida en la plaza de San Pedro. Luego, le alargó el folleto explicativo con la imagen de la sofisticada arma que se ocultaba tras la inocente cámara fotográfica.

—¡Dios mío, Dan…! A mí me da esto un poco de miedo… ¿A ti no? —confesó tras casi un minuto y medio de observación, desapareciendo por completo de su voz el tono burlón y acerado que le resultaba tan característico.

—Sí, pero no puedo evitar que me excite desde un punto de vista profesional. Lola, tenemos entre las manos el bombazo del año, ¡qué digo del año, del siglo! —pregonó enardecido.

—¿No crees que deberíamos ponerlo en conocimiento de la policía…? —sugirió la editora, sobrepasada un poco por la situación en la que se encontraban.

—En el momento en que se entere la poli, ¡adiós exclusiva!

—Depende de cómo se negocie con la policía… ¡y de negociar sé yo un poco!

—¿Me permites que en esta ocasión negocie yo, y no con la policía precisamente?

—¡Me das pánico, cabrón! A ver, ¿con quién quieres negociar…?

—Con Claudia.

—¿Con Claudia…? —arrugó Lola la frente.

—Justo. Con la amiga del Papa… A cambio de poner en sus manos la información que tenemos sobre el complot contra Adriano VII, ella deberá poner en las nuestras la exclusiva de su relación con el Pontífice, la que haya tenido o siga teniendo.

—A eso se le llama chantaje emocional… Creía que, aquí, la única hija de puta era yo.

—¡Pero qué lista eres! —le alabó Dan en tono sarcástico—. En este mundo en el que vivimos, querida, nadie suelta nada a cambio de nada. Y la información que nosotros vamos a facilitarle, vale infinitamente más que el precio que vamos a pedirle. Ella lo sabe muy bien y no se negará. Estoy completamente seguro.

La directora de la editorial, nerviosa por la encrucijada en la que se hallaban, se preparó un “jackdaniel’s” doble con hielo y le puso otro al escritor.

—Desde que te conocí, todo han sido sobresaltos, cambios de programa, retrasos, regateos… ¡Joder, Dan, estoy al filo del infarto…! —Sorbió un generoso trago de la bebida que acababa de servirse—. ¿Te das cuenta de que esto nos vuelve a plantear el tema de la fecha en que se publicará el libro… que ahora ya no podrá titularse Yo me infiltré en el cónclave…? ¡Me tienes loca! ¡Todos mis planes se están yendo al carajo! ¡Y sabes que no estoy acostumbrada a que nadie piense por mí!

—Lola, hazme caso, olvídate por favor de la fecha de la publicación del libro y de su título… Tranquila. Escúchame bien… En estos momentos no tengo la intuición, sino la certeza, de que estamos ante un best seller de interés mundial. Borra de tu mente y de tu agenda que eres una editora que tenía un plan de marketing para editar un libro. Olvídate de que hicimos un pacto, más bien un reto, en cuestión de dinero…

La editora había tomado asiento en la “chesslonge” de piel, apretando entre sus dos manos el vaso de whisky, empañado por el frío sudor del copioso hielo que le había puesto. Bebió un nuevo trago, lo paladeó y siguió con gran atención el planteamiento de Foster.

—Ahora, lo importante, lo más beneficioso para nosotros, es participar desde dentro en detener la conspiración que, seguro, hay en marcha para matar al Santo Padre. El libro que saldrá de ahí, no tengas la menor duda, será muchísimo más importante que la historia de un “okupa” del cónclave. Y sobre todo, mucho más trascendente. No será un título de “usar y tirar” como tú pretendías, ¿comprendes?

El escritor aprovechó el término de su alegato en favor de que la editora cambiara su chip mental para saborear también el gélido fuego del “jackdaniel’s”. Lola tardó en contestar algunos segundos tras sumergirse en un reflexivo mutismo.

—No es tan fácil para mí olvidarme del libro que tantos calentamientos de cabeza me ha traído. Pero… de acuerdo, Dan. Tú marcas ahora el timing.

La catalana volvió a beber, degustó con fruición el whisky y su curiosidad femenina le llevó a cambiar de conversación.

—¿Es… tan guapa…?

—¿Quién…? ¿Claudia…?

Lola asintió con un gesto inclinatorio de cabeza, subrayado por un sonido gutural y una brizna de sonrisa indecisa entre los labios.

—Sí, es muy guapa… mucho. Pero la palabra que la define es… fascinante. Es bella de cara, atractiva de cuerpo, agradable de carácter, elegante, culta, delicada, superfemenina… Todo esto, en conjunto, se llama fascinación —evocó con la mirada fija en Lola, pero con la mente en un ático del Trastevere romano.

—Oye, Dan…, una cosa… —Comenzó a desgranar con afectada parsimonia la editora—. Que digo yo…, que las que no tenemos todas esas cosas… las que no somos fascinantes… ¿qué tenemos que hacer para echar un… un buen polvo?

2

Tres días después de que Elsa Stone, “la Tigresa”, visitara la plaza de San Pedro, Su Santidad Adriano VII, tras la oración, misa, desayuno y lectura del dossier de prensa diario, se dirigió al antiguo Palacio del Santo Oficio en compañía de don Diego, su secretario personal. En el citado edificio se había habilitado toda una planta para el trabajo de las comisiones encargadas de elaborar los documentos de las reformas que Su Santidad había anunciado, aunque sólo sucintamente, en la misa inaugural de su pontificado.

Bajo la presidencia de Hans Suenens, decano de la Facultad de Teología de la universidad belga de Lovaina, se habían creado cuatro grupos de trabajo multidisciplinares de siete miembros cada uno, entre los que se hallaban tanto eclesiásticos como seglares. Uno de estos miembros, el más emérito desde un punto de vista académico, actuaba como primus inter pares a efectos de que su voto de calidad rompiera el empate, en caso de que se produjera, en las votaciones que se iban sucediendo durante la redacción de los diversos documentos.

La primera comisión debía estructurar la doctrina eclesiástica sobre la reforma del matrimonio cristiano en dos puntos de suma importancia: la introducción del divorcio católico y el acceso al matrimonio canónico de las parejas homosexuales.

La segunda tenía por misión concretar la despenalización moral de la práctica sexual en personas adultas, tanto heterosexuales como del mismo sexo, siempre y cuando no se generara un daño físico, moral o psicológico a otra persona, presente o ausente en la citada relación. Una despenalización que llevaba aparejada, de manera inevitable, el uso lícito de cualquier método anticonceptivo libremente admitido por la pareja.

El tercer equipo, formado igualmente por siete especialistas, se encargaba como primer cometido de facilitar el acceso de la mujer a los diversos puestos de responsabilidad en la Iglesia, incluido al papado. Y en segundo lugar, arbitrar la praxis que generaría la supresión del celibato como condición sine qua non para poder acceder al orden sacerdotal.

Y la cuarta comisión, integrada por expertos en temas patrimoniales y artísticos, debía dictaminar qué se podía considerar bienes superfluos de la Iglesia, así como tasar el valor de los mismos y establecer un protocolo para una hipotética venta o alquiler.

El Sumo Pontífice estuvo charlando más de media hora con los siete miembros de cada grupo de trabajo en compañía de Hans Suenens y, luego, les reunió a todos para explicarles los tres pilares sobre los que debían fundamentarse las reglas que estaban confeccionando.

—Primero, la norma tiene que ser beneficiosa para el ser humano. En segundo lugar, no puede contradecir el espíritu del Evangelio de Cristo. Y por último, hay que analizarla desde la objetividad y el sentido común. Es decir, hay que razonarla tanto con argumentos a favor como en contra.

»Sé que estáis trabajando con plena dedicación y os lo agradezco de corazón. Sé que los documentos que saldrán de vuestras manos resultarán polémicos, pero eso no debe importaros. Lo que la Iglesia os pide en estos momentos es que seáis conscientes de la trascendencia de vuestro trabajo, que apliquéis a ello vuestra sólida formación académica y, sobre todo, vuestra imparcialidad y honestidad personal.

»Lo que ocurra con las propuestas, insisto, no debe preocuparos porque será el Pueblo de Dios quien decida si entran o no en vigor. Y os aseguro que Dios le iluminará para aceptar o rechazar lo que sea mejor para la Santa Madre Iglesia.

A mediodía, Su Santidad almorzó en el comedor de los aposentos papales con el cardenal Perosi. Después de meditarlo con detenimiento, y en contra del criterio de Moneada, Pertini y Merkel, decidió finalmente ratificar a Perosi en su puesto de secretario de Estado, el equivalente a ministro de Asuntos Exteriores en los estados laicos. Le habían movido a ello dos razones poderosas: su excelente relación con el gobierno norteamericano de la presidenta Miller y el efecto disuasorio que la ratificación tendría sobre el ala dura de la curia contraria a sus reformas morales y eclesiales. Ni Fontana ni Leone poseían carisma para liderar una rebelión dentro del lobby romano. Perosi sí podía hacerlo, ya que sabía manejar los intelectos y las voluntades y, además, gozaba de gran prestigio entre las cancillerías y las conferencias episcopales más importantes de Occidente.

Fue una comida pausada, seguida de una sobremesa aún más larga, donde el Pontífice argentino le expuso una a una las razones de la gran reforma que pretendía efectuar en la Iglesia. Debatieron todos los temas, uno por uno, y Su Santidad tomó nota en un cuaderno de bastantes sugerencias de Perosi.

—¿Sabes, Alessandro, lo que más guerra nos va a dar…? Roma… Roma aparece unida indisolublemente al Papado y yo quiero que el Papado sea propiedad de la Iglesia universal… No deseo ser un rey que saluda a sus súbditos desde el balcón de un palacio… El Vicario de Cristo es el servus servorum Dei, el siervo de los siervos de Dios, pero tiene que serlo de verdad.

—Va a costar, Santidad… Va a costar mucho disociar el Papado de Roma y de Italia.

—Las revoluciones se pueden hacer de dos formas: rápidas o lentas. En las rápidas prevalece la audacia y no puedes prever el resultado. En las lentas predomina la inteligencia y sí puedes controlar el objetivo. ¿Qué obispo o cardenal, con buenas relaciones con el Estado italiano, podría pilotar este cambio de mentalidad?

—No sé… En este momento no se me ocurre un nombre, pero tiene que haberlo…

—Bien, pues piénsalo y dímelo. Otra cosa. Vamos a ir, poco a poco, eliminando los gastos suntuosos del Papa. Por ejemplo…

En ese momento sonó el interfono.

—Dime, Graciela.

—Dentro de diez minutos tenemos que salir para el policlínico —le recordó su hermana desde la secretaría.

—¡Ah, sí! Se me había olvidado… Ahora voy. —Continuó con el secretario de Estado—. Pues mira, hablando de gastos suntuosos, en vez de hacerme un chequeo en la mejor clínica de Roma, me lo podría hacer en la sanidad pública, ¿no te parece…?

Poco después concluía la primera entrevista oficial entre el Santo Padre y Perosi. Había existido una buena sintonía personal, bastantes coincidencias en la visión de las relaciones internacionales y muchas discrepancias en cuanto a las reformas morales y eclesiásticas. No parecía un mal principio y Adriano VII se alegró de haberle ratificado en el cargo. No quería corderitos a su lado sino colaboradores sinceros, aunque fueran críticos.

A las cinco de la tarde, Su Santidad subía a un Audi A6 de cristales opacos con matrícula SCV (Stato Città di Vaticano). Le acompañaban Eugenio Pantani, su médico personal, su hermana y don Diego. El automóvil se dirigió a Via Merulana, muy próxima a la basílica de San Juan de Letrán, donde se encontraba el policlínico Santa María Goretti, un hospital privado inaugurado a principios del 2007.

La visita tenía por objeto someterse a una exhaustiva revisión médica, costumbre que se había instaurado entre los nuevos papas tras la prematura muerte de Albino Luciani. Hasta Juan Pablo II, la salud de los inquilinos del Vaticano había corrido a cargo del policlínico Gemelli, pero a partir de su sucesor, León XIV, por influencia del arzobispo Leone, familiar de uno de los accionistas del Goretti, este centro se había encargado de ello, lo cual le reportaba una gran publicidad y prestigio en toda Italia.

El Pontífice llegó a las cinco y media y, durante tres horas y veinte minutos, se sometió a una larga y pesada batería de pruebas diagnósticas: análisis completos de sangre y orina, radiografías de todos los órganos vitales, electrocardiograma, ecocardiograma, colonoscopia, urografía… Un chequeo completo en el que participó un reducido pero cualificado equipo de internistas bajo la supervisión personal del hematólogo doctor Fabio di Bari, director general de la clínica.

3

Foster regresó a Roma el martes 16 de diciembre por la mañana. Mientras esperaba el desfile de equipajes por la cinta transportadora, encendió el móvil y segundos después el Nokia pitó tres mensajes de voz. Uno de ellos era de la secretaria de Claudia Patricia comunicándole que se pasara por la galería de arte cuando pudiera.

Dos horas más tarde, disfrazado nuevamente de pintor bohemio, entraba en “Pasolini”.

—Hola, Donatella. Me has dejado un mensaje…

—Sí… —le cortó con frialdad la secretaria al tiempo que se levantaba de su mesa y sacaba de un armario la carpeta con el cuadro y el book que le dejó a la galerista—. La señorita Montini me ha pedido que le agradezca su oferta y le diga que sus asesores han desestimado la exposición.

Dan quedó paralizado, con el rostro barnizado por una estúpida semisonrisa, no porque le hubieran negado “su exposición”, sino por la hostilidad que subyacía en la actitud de la secretaria.

—¿Está… ella? —se interesó al tiempo que recogía de manera mecánica la carpeta y el book.

—¿Quién?

El tono antipático de Donatella dejaba muy claro que perdía el tiempo, aunque le contestó por la propia inercia de la conversación.

—Claudia…

—Se encuentra reunida y luego tiene una comida de trabajo.

Durante diez minutos estuvo sentado en el Clio, sin arrancar el motor. Por más vueltas que le daba al diálogo, y sobre todo a la actitud de la secretaria, no encontraba una explicación coherente. Indudablemente, había pasado algo para que Claudia hubiera delegado en ella el áspero cierre de su relación.

Buscó una trattoria para almorzar y, mientras la estalactita de un cigarrillo se deshilachaba frente a sus ojos, intentó diseñar una estrategia para averiguar lo ocurrido o, en su defecto, la manera de hacerle saber a la galerista que tenía que hablar con ella.

—¿Qué va a tomar, señor? —se le acercó un camarero pasados unos minutos.

—Una pizza cuatro quesos y una… ¿puede ser una Coronita?

—Sí, señor.

Como tenía por hábito cada vez que comía, y en caso contrario parecía que no saboreaba a fondo los alimentos ya que entonces los devoraba a toda velocidad, comenzó a hojear despacio los periódicos del día. Sin embargo, mentalmente volvía de vez en cuando a pensar en la grosera actitud de la galerista.

La izquierda populista había triunfado, aunque por poco, en Méjico y con toda probabilidad se uniría al eje bolivariano Cuba-Venezuela-Bolivia-Nicaragua, la gran pesadilla de los norteamericanos. Corea del Norte volvía a desafiar a la ONU con su programa nuclear y, como réplica, China, Japón y Corea del Sur rompían relaciones comerciales con el régimen de Pyongyang. Se confirmaba que Su Santidad Adriano VII realizaría su primer viaje oficial a Israel y Palestina con la intención de mediar en el eterno conflicto de Oriente Medio. La nueva Constitución Europea no sería votada nación por nación, sino de forma global y al mismo tiempo, por todos los países de la UE…

Al finalizar la comida seguía sin tener claro cómo actuar ante el rechazo de la galerista y decidió trasladarse a Ludovico di Savoia, al bloque de apartamentos donde se alojaba la mujer que, presuntamente, pensaba atentar contra la vida del Papa. Le enseñó al portero de la finca la foto tomada en la plaza de San Pedro, acompañándola de un billete de cincuenta euros para “activarle” la memoria.

—Se ha ido esta mañana.

—¿Cómo…? ¿Quiere decir que no está ahora, o que…? —balbuceó Foster desconcertado por la rápida contestación del conserje en cuanto empuñó el dinero.

—Ya no se aloja aquí. Se marchó sobre las doce con el equipaje. Había pagado por adelantado los cinco días que ha estado hospedada.

—¿Italiana…?

—No. Tiene acento inglés. Debe ser norteamericana.

—¿Recuerda su nombre? —indagó Dan a sabiendas de que sería falso.

—Obama… Hilary Obama.

—Está claro, norteamericana. Gracias —se despidió con una mueca de sonrisa ante el humor que destilaba la identidad con la que se había inscrito la mujer a la que seguía el rastro.

¿Se habría mudado a otro alojamiento por razones de seguridad? ¿Lo habría hecho por sentirse vigilada…? ¿O tal vez había abandonado la idea del atentado tras examinar el escenario del mismo…?

Esta espiral de elucubraciones sobre el comportamiento de la hipotética asesina revoloteaban por el palomar de la mente de Dan mientras cruzaba Roma. La tarde se había vuelto lluviosa, con el cielo blindado por una coalición de turbias nubes dispuestas a no marchase de las colinas sin descargar toda su artillería acuática. Una Roma festiva con las principales arterias ornamentadas ya para las fiestas navideñas y con música de villancicos animando las tiendas y centros comerciales.

Al cruzar el puente Garibaldi, antes de dirigirse a su apartamento, telefoneó a Claudia. Albergaba pocas esperanzas de que atendiera la llamada, pero tenía que intentarlo.

Un tono… dos… tres… cuatro y se cortó.

La llamada había sido rechazada.

Insistió, pero ahora el resultado fue “apagado o fuera de cobertura”.

El tiempo, desde la perspectiva de Foster, comenzaba a correr en contra de la vida del papa Adriano VII.

4

A la misma hora que Dan Foster cruzaba Roma bajo la mansedumbre de una lluvia preinvernal, Adriano VII se entrevistaba en la biblioteca del Palacio Apostólico con la presidenta norteamericana, Susan Miller, en presencia de sus respectivos secretarios de Estado, George Hamilton y el recién confirmado en su puesto cardenal Alessandro Perosi.

—Su Santidad tiene toda la razón —refrendó la presidenta—. Lo de Irak fue un despropósito mayor que el de la guerra de Vietnam. Un cúmulo de errores que todavía estamos pagando. Resultó una sangría de vidas injustificable, un despilfarro económico y un desprestigio político y militar para nuestra nación a nivel mundial.

—Reconocer los errores ayuda a no volverlos a cometer —sentenció el Pontífice.

—El problema, Santidad —tomó ahora la palabra Hamilton—, es que el terrorismo islámico está creciendo y nadie está dispuesto a detenerlo salvo nosotros. Los musulmanes moderados no se atreven a enfrentarse a los fundamentalistas, la progresía europea mira para otro lado y los conservadores, llenos de complejos, no se atreven a una confrontación abierta… En definitiva, quedamos nosotros, y nosotros no estamos dispuestos a más guerras en territorio enemigo. El día que Irán tenga misiles nucleares, estos podrán caer sobre París, Roma o Madrid. A nosotros no nos alcanzarán. En otras palabras: Europa, antes o después, tendrá que sacar los tanques, si es que le da tiempo. Y cuando nos llamen, no vamos a venir.

—Comprendo —asintió el Papa verbalmente, tras haberlo hecho antes con la cabeza.

A nivel oficial, la presidenta estadounidense se hallaba en Roma en viaje privado para visitar a una íntima amiga suya, la esposa del embajador norteamericano, que se había sometido a una delicada operación quirúrgica. Por este motivo, la reunión tenía carácter secreto. El encuentro había comenzado con una efusiva felicitación de la presidenta a Su Santidad por su elección, por ser el primer pontífice del continente americano, por su valentía en las reformas que propugnaba para la Iglesia y, sobre todo, por sus certeras ideas sobre la situación internacional expuestas en el discurso al cuerpo diplomático.

—Santidad… —tomó la palabra de nuevo la presidenta—, estamos, lógicamente, preocupados por la galopante islamización de Europa. Pero mucho más, por el peligroso eje marxista de Sudamérica, al que se unirá con seguridad Méjico tras el triunfo en las urnas de la coalición populista-izquierdista. Esa zona se está convirtiendo en un auténtico polvorín… y la tenemos muy cerca.

—Yo también ando intranquilo con ese tema —certificó el Papa—. Hasta tal punto que mi segundo viaje, después del que realizaré a Palestina e Israel en febrero, será a Venezuela, en concreto a Maracaibo, para asistir a la sexta reunión de la Conferencia Episcopal Latinoamericana, lo que se conoce como el CELAM. En esa reunión dejaré muy claro que la Iglesia no puede ser una aliada del capitalismo, pero tampoco del marxismo. El capitalismo le quita el dinero a los pobres y el marxismo le roba el alma. No sé cuál de las dos cosas es peor.

—Hay que echarle valor, Santidad. Ir a Maracaibo en estos momentos es como meterse en la boca del lobo. ¿Cuándo será esa reunión? —se interesó mucho Hamilton.

—En la primera quincena de mayo… En ese mismo viaje canonizaré en San Salvador a monseñor Romero, primer mártir de la Teología de la Liberación, asesinado por su defensa de los pobres. Hay que resucitar este famoso y denostado movimiento de la Iglesia sudamericana, pero ahora a la inversa. Si en los años sesenta y setenta parte de la Iglesia luchó para liberar al pueblo de las tiranías oligárquicas y militares, ahora hay que salvarlo de las tiranías marxistas, de unos regímenes mesiánicos propiciados por las urnas en procesos electorales tan tormentosos como los de Venezuela, Nicaragua, Bolivia y, ahora, Méjico.

—Sin olvidar Cuba, que es la gran inspiradora de todo ese movimiento —apuntó la presidenta.

—En esa lucha nos van a tener plenamente a su lado —aseveró Hamilton—. Estados Unidos no puede permitir una revitalización del marxismo revolucionario a las puertas de su propia casa.

—Nos alegra coincidir en la visión sobre Centroamérica, pero, por favor, que no se le ocurra a nadie invadir ningún país. Existen otros métodos para resolver esos problemas —sugirió Perosi participando por primera vez en la conversación.

—Descuide, monseñor, no volverá a ocurrir. Ya se lo dije antes. Vietnam, Irak e, incluso, Afganistán, son errores en los que no volveremos a caer. Pero tampoco vamos a cruzarnos de brazos ante las continuas provocaciones de los neomarxistas —afirmó Susan.

—Señora presidenta —intervino el Sumo Pontífice—, hay un tema que me ha inquietado siempre, y más ahora. Me estoy refiriendo al doloroso escándalo de la pederastia entre algunos eclesiásticos estadounidenses. No quiero que se tapen las culpabilidades, pero una cosa es la ley, y otra el abuso de la ley que se está produciendo en muchos casos.

—¿Abuso de la ley…? —indagó la señora Miller.

Ahora, quien tomó la palabra fue Alessandro Perosi.

—Sí, abuso de la ley. Existen numerosas acusaciones falsas y otras que se apoyan en menudencias que los denunciantes, con la ayuda de sus abogados, convierten en un suculento negocio. Por desgracia, la jerarquía americana, para evitar escándalos, está abonando indemnizaciones que, en muchos casos, no deberían hacerse. Es cierto que hay un determinado número de sacerdotes, y algún obispo, que por sus delitos de pederastia deben estar en la cárcel. Pero tampoco es menos cierto que determinadas… llamémosle “víctimas”, y también sus abogados, tendrían que estarlo igualmente por difamación, extorsión y chantaje.

—Estamos de acuerdo —intervino Hamilton—. Quiero que sepan que, desde hace seis meses, el fiscal general del Estado tiene dada la orden de investigar los abusos a los que se ha referido Su Eminencia. Más aún, me consta que, muy pronto, va a presentar una querella criminal contra un famoso bufete de abogados. Al parecer, este despacho se dedica a fabricar acusaciones falsas y, en concreto, se le acusa de haber inventado un caso de abusos sexuales contra un obispo de Boston, en la actualidad confinado en una residencia sacerdotal por orden judicial. Creo que muy pronto se le rehabilitará y el bufete de abogados será sancionado.

La conversación de Adriano VII con la presidenta y los respectivos secretarios de Estado se alargó casi tres horas. En ella quedó patente que la Iglesia católica y Estados Unidos coincidían en muchos objetivos, pero no siempre estaban de acuerdo en los métodos para lograrlos. Por último, acordaron establecer una reunión semestral entre Perosi y Hamilton, y otra anual entre el Santo Padre y la presidenta.

Ya de pie, en la puerta del despacho papal, y tras besar la mano de Adriano VII, la presidenta expresó al Pontífice su deseo de leer la propuesta de reforma para la ONU anunciada durante su discurso al cuerpo diplomático.

—¿Para apoyarla, o para hundirla? —le planteó Su Santidad entre sonriente y malévolo.

5

Transcurridos dos días sin poder contactar con Claudia, tanto por teléfono como personándose en la galería de arte y llamando al telefonillo de su casa, Foster comenzó a ponerse nervioso ante la posibilidad de que el domingo siguiente fuera el día elegido por la asesina para atentar contra el Santo Padre.

Si no conseguía hablar con ella, se vería en la obligación, muy a su pesar, de poner en conocimiento de la policía lo que sabía. Esto significaba, con seguridad, alejarse del control de la investigación y, en consecuencia, perder muchas informaciones para el libro en el que trabajaba. No podía emplear más tiempo en rodeos y le mandó un mensaje al móvil con el texto siguiente:

No soy pintor, sino periodista. Investigo una conspiración contra el Papa. Podrían asesinarlo el domingo por la mañana. Necesito tu ayuda para evitarlo. Sé que para ti sería muy, muy, muy doloroso que muriera.

La última frase llevaba implícita una gran carga de intencionalidad que revelaba claramente a la destinataria que Dan conocía, en todo o en parte, su relación con Adriano VII.

La respuesta tardó en llegar apenas cuatro minutos, también por SMS.

A las siete. En mi casa.

A las siete y cinco, en su salón-pinacoteca, Claudia Patricia le confesaba que no había querido hablar con él tras sentirse engañada al descubrir que no era pintor. Por pura casualidad, había conocido en el rastrillo de Campo di Fiori al verdadero autor de la colección que Dan le había presentado como suya para exponerla en “Pasolini”. Tras la citada confesión, le formuló las dos preguntas que le quemaban las entrañas desde que recibió su mensaje.

—¿Por qué crees que sería muy doloroso para mí que mataran al Santo Padre?

Dan le fue sincero y, en pocos minutos, le relató su aventura en el cónclave. Sobre todo, cómo la noche en que fue elegido Papa el entonces cardenal Mendoza se topó con él por casualidad y le siguió hasta el piso donde se encontraban en aquellos momentos. Claudia se dio cuenta de que no serviría de nada fingir con él y pasó a la segunda pregunta:

—¿Por qué sabes que quieren matarlo?

El escritor le enseñó la instantánea de “la Tigresa” con la falsa cámara fotográfica. A continuación, le mostró el folleto-catálogo con la imagen de la citada cámara donde se describía el poder mortífero que tenía.

—La foto la tomé el domingo pasado en San Pedro, durante el rezo del ángelus. Estaba junto a ti, a tu izquierda, como puedes ver. Y además, me consta taxativamente que es una asesina a sueldo. Lo sé porque, para escribir un reportaje, logré infiltrarme en una especie de feria de armas sofisticadas que tuvo lugar el pasado abril en un yate del Mediterráneo. Nos llevaban de dos en dos en helicóptero y, cuando a mí me devolvieron a tierra, subió ella para el siguiente turno.

—¡Dios mío…!

La noticia del posible atentado contra Jorge Darío introdujo el miedo en los pliegues más recónditos de su alma. Cerró los ojos, pero no pudo evitar que dos lágrimas se enredaran en sus rizadas pestañas. Nerviosa, desconcertada, desamparada, tomó conciencia de que no podía dejarse abatir y decidió afrontar la cruel realidad.

—Tengo que creerte en todo lo que me has contado… No dispongo de otra opción en estos momentos… ¿Cuál es el precio?

La pregunta fue tan directa y tan timbrada de resignación que impactó de lleno en la línea de flotación profesional-mercantilista de Foster.

—Te he preguntado por el precio —le insistió Claudia pasados unos segundos, durante los cuales el escritor había quedado atrapado por la indecisión con miradas discontinuas hacia su interlocutora—. Quieres saber qué hay entre Adriano VII y yo, ¿verdad…? —le planteó directamente.

—Más o menos… Pero tal vez éste no sea el momento… —balbuceó sorprendido del carácter resolutivo de su interlocutora.

—Por supuesto que lo es —dictaminó la galerista y guardó un breve silencio para añadir con la mirada transfigurada—. Entre el Papa y yo… Mejor dicho… entre Jorge y yo hay un recuerdo maravilloso… Tal vez… la historia de amor más triste y hermosa jamás contada…

Cuando Claudia Patricia Montini de Angelis finalizó su relato, Dan Foster se sintió pequeño, diminuto, casi despreciable, al lado de la dimensión humana de la persona que tenía frente a él. Si su hermosura corporal resultaba deslumbrante, su belleza interior la sobrepasaba con amplitud. Helena de Troya justificó una guerra. Aquella mujer bien podría valer un papado.

—Desde que fue elegido Sumo Pontífice, no hemos vuelto a vernos, ni a hablar por teléfono ni a mantener correspondencia por email. Le voy a enviar un mensaje por el móvil y, si no contesta en veinticuatro horas, nos tendremos que presentar en el Vaticano.

El mensaje en pantalla cuando la galerista pulsó la tecla de envío rezaba así:

Necesito hablar contigo. Sabes que, si no fuera muy importante, no te lo pediría. Claudia.

6

Al abandonar el chiringuito del campo de golf Villamartín, dudó si dirigirse a Orihuela o a Torrevieja. Finalmente, se decidió por esta última y, un cuarto de hora más tarde, se encontraba sentado en una oficina de “Viajes Halcón” frente a una empleada rellenita, media melena, unas gafas que se le caían a cada instante de su nariz gatuna y pechos amelonados a punto de estallar el escote. Tras rastrear varios mayoristas en la red, siete minutos después le informó.

—Lo más rápido es Alicante-Madrid, Madrid-Frankfurt, Frankfurt-Tel Aviv… Saldría de Alicante a las 12:10 y llegaría al destino final sobre las ocho de la tarde, hora local.

Mortimer torció el gesto durante un instante. No parecía un viaje cómodo pero tenía que hacerlo cuanto antes.

—Emita los billetes. El de ida para pasado mañana. Reserve una noche en un hotel cercano al aeropuerto y mire a ver si la vuelta puede ser al día siguiente directamente a Madrid.

—¿Turista?

Bussines.

—¿De cuántas estrellas el hotel?

—De cuatro y, le insisto, que esté cerca del aeropuerto. Si se puede ir andando desde el hotel, mejor.

El enlace de Frankfurt fue desastroso y Mortimer aterrizó en el aeropuerto Ben Gurión de Tel Aviv pasadas las diez de la noche. Tomó un autobús de United Tom que lo dejó en el hotel Deborah, en el 87 de Ben Yehuda Street. No se hallaba para nada cerca del aeropuerto, como había pedido a la empleada de la agencia, pero el cansancio que acumulaba en el cuerpo le impedía dar importancia a este dato.

A la mañana siguiente, vestido de manera informal como un turista tópico, incluido un gorro con los colores de la bandera inglesa, Tony desayunó en el comedor del hotel al tiempo que leía las portadas de la prensa internacional. Después tomó un taxi para el aeropuerto con una videocámara Sony colgada del hombro y una cámara de fotos de la misma marca pendiendo de su cuello.

Durante casi tres horas paseó por las diversas dependencias del aeropuerto tomando fotos e imágenes en plan extranjero despistado. De manera especial, prestó atención a la zona de las pistas, a las que pudo acceder soltando algunos dólares con el pretexto de ser un director de cine inglés que andaba localizando exteriores para rodar su próxima película.

El paseo por las pistas fue decisivo porque descubrió, al fondo de ellas, unos grandes depósitos de queroseno. Unos almacenes provisionales debido a que estaban ampliando y remozando los que se encontraban bajo tierra, como establece la ley internacional de aeropuertos. También resultó muy fructífera la visita a la zona de vuelos privados, donde se hallaban estacionados varios jets, así como un buen número de avionetas y helicópteros. De estos últimos se interesó especialmente por un modelo, el A-159 Koala con turbina PT6B, y de manera especial por el tipo de antena con el que lo habían equipado, una GSBC-06-A31.

Cuando se sentó a almorzar, Tony Mortimer había alcanzado el convencimiento de que el escenario del Ben Gurión reunía todas las condiciones para que su plan fuera un éxito.

Ahora sólo faltaba, y no era poco, conocer el avión de Alitalia en el que a primeros de febrero volaría Adriano VII desde Roma a Tel Aviv.