1
Viendo frente a él al cardenal Fontana y al arzobispo Leone, con su actitud beligerante, sus intenciones torcidas, sus preguntas inquisitoriales, monseñor Palmer recordó una frase de Donald Bronson, su jefe en la CIA, el día que le impartió la primera clase:
—Y no olvidéis nunca en este oficio que siempre hay que estar alerta. Porque tiburones hay en todos sitios, incluso en la Capilla Sixtina.
En efecto, se hallaba ante dos auténticos escualos con tirilla roja.
—Lo recuerdo perfectamente. La noche que fue elegido, antes de aceptar el papado, salió del Vaticano. Permaneció fuera sobre unas tres horas, pero como ya le dije entonces a Su Eminencia, no sé dónde estuvo.
La respuesta de Palmer, mirando con fijeza a los ojos del camarlengo, fue tensa pero firme y segura.
—¿Cómo salió? —preguntó Nicola Leone, el todavía sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano.
—Por la galería subterránea que une los aposentos pontificios y la Casina de Pío IV con la iglesia de Santa María alle Fornaci.
—Eso ya lo sabemos. Me refiero a quién le abrió la puerta. Sólo hay tres llaves. Una la tenía Su Eminencia. —Leone hizo un gesto indicativo hacia Fontana—, otra la tenía yo y la tercera el jefe de la guardia vaticana.
—Desconozco ese dato.
El interrogatorio tenía lugar en el salón renacentista del monumental piso del cardenal calabrés en la Piazza della Pilotta, convertido de hecho en una especie de “centro conspiratorio” contra el Pontífice argentino.
—El jefe de la guardia vaticana ha jurado que él no le abrió la puerta y, lógicamente, ni Leone ni yo lo hicimos —afirmó el camarlengo.
—Pues entonces, la conclusión es evidente. Existe una cuarta llave… o alguien miente —resumió con aplastante lógica el exagente de la CIA.
—¡Aquí el único que miente eres tú! ¡Igual que me mentiste cuando me dijiste que no sabías por dónde había regresado al Vaticano, que no lo había hecho por donde salió!
La tensa conversación se alargó durante media hora más, hasta que los dos inquisidores se convencieron de que Palmer no estaba dispuesto a cooperar en el esclarecimiento del misterio que rodeaba la salida del cónclave de monseñor Mendoza. Una salida a la que aquéllos se agarraban con la esperanza de descubrir algo turbio para obligar al Papa a que se retractara de sus revolucionarios propósitos.
Una vez que el monseñor norteamericano abandonó el piso, sus interlocutores constataron que tenían casi una hora por delante antes de la siguiente cita. Decidieron aprovecharla para almorzar en un comedor contiguo al salón, donde el matrimonio que tenía el cardenal a su servicio había preparado un bufet frío.
Mientras comían unos espárragos morcillones con mahonesa, un plato de jamón de york con ensalada rusa y una pieza de fruta, comentaron el discurso de Su Santidad al cuerpo diplomático. Los dos coincidían en que había sido tan desafortunado como su ya celebérrima homilía. Había un desafío nada encubierto al Islam, se había atrevido a resucitar la Teología de la Liberación, simplificaba un problema complejo y en la práctica insoluble como era la inmigración y, para más inri, en el colmo de su delirio mesianista, quería que las Naciones Unidas se hicieran el haraquiri.
Si a partir de la desgraciada homilía ambos tenían claro que había que parar los pies al nuevo Vicario de Cristo, después del discurso al cuerpo diplomático debían forzar su renuncia sin dilación aun a costa, si fuera necesario, de un escándalo.
A las cuatro de la tarde llegó el primado español, cardenal Moneada, amigo personal y mentor desde hacía muchos años del actual Papa. Tras servirle un café, Fontana no se anduvo con rodeos y circunloquios para plantearle el objeto de su convocatoria.
—Mira, Luis, sabemos que eres muy amigo de Su Santidad; no en vano fuiste quien lanzaste su candidatura cuando nos hallábamos estancados entre Tagore y Peyton. Estamos convencidos de que lo hiciste de buena voluntad y pensando que era lo mejor para la Iglesia… Sabemos también que comulgas, en todo o en parte, con sus ideas…
El camarlengo abrió un breve exordio de silencio para subrayar la importancia de lo que iba a decir a continuación. Cruzó una mirada con Leone y luego aferró sus ojos a los del purpurado español, quien se encontraba en actitud claramente defensiva.
—Luis… hay que pararle como sea, hay que reconducir los colosales disparates que ha dicho en sus dos intervenciones públicas… Está en peligro… está en peligro la Iglesia. Luis, no estoy exagerando. La Iglesia católica puede desaparecer. Y la culpa será de él, por supuesto, pero también de quienes pudimos evitarlo y no lo hicimos.
—Cristo le dijo a San Pedro, recuérdalo, que las puertas del infierno no prevalecerían contra su Iglesia. —Moneada intentó frenar con una cita evangélica la ofensiva catastrofista del camarlengo.
—¡De acuerdo! —saltó indignado Leone—. ¡Las puertas del infierno, no! ¡Pero jamás dijo Cristo que la Iglesia podría sobrevivir a su autodestrucción, que es lo que está haciendo Adriano VII!
—Nicola, tranquilízate… Vamos a ver… —remansó el primado toledano la conversación intentando razonar—. Es cierto que Su Santidad goza de mis simpatías y que estoy de acuerdo con muchas de sus propuestas, no con todas. Ahora bien, creo que vosotros os habéis posicionado en contra sin deteneros a analizar, una por una, las reformas que ha sugerido. Reformas que, no lo olvidéis, sólo entrarán en vigor si las aprueba el Pueblo de Dios.
—¡Las normas morales, como los impuestos, jamás pueden ser sometidas a votación popular! —contraatacó Leone con premura.
—No puede compararse… —inició Moneada la defensa de su argumento pero fue cortado con brusquedad por su anfitrión.
—Luis, vamos a dejarnos de disquisiciones superfluas. Tenemos que frenar la locura de este hombre y, como parece ser que no valen los argumentos que le expusimos cuando nos reunimos con él, hay que darle otros… Y tú tienes el argumento que necesitamos —le planteó Fontana.
La última frase introdujo el desconcierto en los mecanismos racionales del purpurado español y erizó en su ánimo la ampolla de una oscura intuición.
—No sé… a qué te refieres…
—¡Lo sabes perfectamente! —le contradijo con celeridad Leone.
—El día que elegimos a Mendoza salió por la noche del recinto del cónclave, ¿verdad…? —prosiguió el camarlengo.
La negra intuición de Moneada se convirtió en una bola de angustia que comenzó a hincharse y pesarle en el estómago.
—No sé de qué me estás hablando —remarcó con lentitud cada una de sus palabras. Quería afianzarlas para que no le traicionara la zozobra que pugnaba por alcanzar los extremos de sus ramificaciones nerviosas.
—¡Estás mintiendo! —insistió Nicola Leone.
—¡Necesitamos conocer a dónde fue, con quién estuvo y de qué hablaron! —le exigió Fontana de modo imperativo, casi tiránico, desde su cátedra de soberbia y altivez.
El purpurado español enmudeció durante unos segundos, mordisqueó sus labios y, después, se levantó encaminándose sin despedirse hacia la puerta del salón.
—Te dejas esto —le avisó Fontana.
Moneada se volvió ligeramente perplejo y vio cómo el camarlengo se dirigía a él con una carpeta de plástico negra en la mano. Se la alargó al tiempo que por las comisuras de sus labios le chorreaba una sonrisa sardónica. Luis la cogió con dedos trémulos. La abrió y, al leer el título de su contenido, su rostro se descompuso como si hubiera recibido un disparo de postas a bocajarro. Miró a Fontana, miró a Leone y sentenció:
—¡Sois… unos canallas!
2
Desde Ford Myers Sur, un aeropuerto cercano a Cape Coral, voló con American Airlines a Miami, y Miami-Madrid lo realizó en un vuelo regular de Iberia. Se hospedó en el hotel Villamagna y, a la mañana siguiente, se acercó a la central del BBVA en el paseo de la Castellana para recoger un maletín negro con ciento setenta y cinco mil euros gestionados desde Florida. Luego, Madrid-Valencia en Air Europa. En el aeropuerto de Manises alquiló un Seat León rojo y circuló unos kilómetros por la A-3 hasta tomar la autopista del Mediterráneo en dirección a Alicante.
Media hora después se apartaba por la salida Xeraco-Xeresa-Gandía y se dirigía por la N-332 hasta esta última ciudad, donde inició el ascenso por una vía local al pueblo de Barx, situado a espaldas del Montdúber, una montaña con impresionantes vistas al mar.
A mitad de la subida, hacia el kilómetro cinco, tomó el desvío a los naranjales de Martxuquera y, por un camino de asfalto descarnado, llegó a la parcela número tres. Penetró con el Seat León y lo estacionó en las proximidades de la vivienda de dos plantas que se levantaba en el centro de la finca.
Permaneció en el vehículo hasta que, cuatro minutos antes de la hora prevista, comenzó a oír el ruido del Eurocopter, el mismo helicóptero que vino a recogerla la primera vez que visitó el yate de Kapinsky. Bajó del automóvil con el maletín y se posicionó en un punto próximo al descampado sobre el que comenzó a descender el “Ardilla”, aunque suficientemente alejada de la ventolera de polvo que levantaba su poderosa hélice.
Elsa Stone vestía un elegante traje de chaqueta negro —su color preferido—, una camisa blanca abierta en un carnoso escote y unos zapatos de salón de medio tacón, también negros. Como contraste, lucía un precioso fular rosa de seda natural desmayado sobre sus hombros. Tras detenerse el motor, se acercó al helicóptero del que bajó el piloto para saludarla y ayudarle a subir a la carlinga.
Cincuenta minutos más tarde, tras sobrevolar la verdosa manta del Mare Nostrum rizada de espuma, los dos viajeros del Eurocopter avistaron el “Yago”, un Astandoa A150-GLZ de sesenta metros de eslora. Un yate superaerodinámico, mucho más grande que todos los que habían sobrevolado hasta entonces y, al llegar a su vertical, descendieron hasta detenerse en el helipuerto situado justo encima de la cabina de mando.
—¿Qué tal el viaje de la más preciosa de las norteamericanas? —le galanteó su anfitrión.
Quien le estaba tendiendo la mano a la misma puerta del helicóptero era Kapinsky en persona, un hombre de negocios con pinta de playboy, de edad indefinida entre los cincuenta y sesenta años, con el cabello blanco recogido en cola de caballo, la piel dorada por el Mediterráneo y unos ojos intensamente grises. Vestía un traje blanco de Versace y camisa azul oscura, desabotonada para dejar al aire parte de su tatuado pecho.
—Gracias. Pues muy bien. Mientras no haya ráfagas de viento, el viaje en helicóptero siempre es un agradable paseo —le contestó Elsa al tiempo que le estrechaba la mano.
Kapinsky, Vladimir Kapinsky, veinticuatro meses atrás pasaba por ser Richard Dalton, antes fue Aris Kazantzakis, y antes… Cada dos años, más o menos, adoptaba una identidad diferente. Una de las varias medidas de seguridad que tomaba regularmente para eludir tanto a la CIA y a la Europol, así como a media docena de servicios secretos que hacía tiempo andaban detrás de él.
—Bajemos al comedor. Se habla mucho mejor con el estómago lleno.
La mesa se encontraba ya preparada para dos comensales: mantelería de lino bordada a mano, vajilla Luis XIV, cristalería de Sèvres —cinco piezas por comensal— y cubertería de plata con incrustaciones de oro en las empuñaduras. Y en el medio, un centro de flores naturales y dos velas aromáticas encendidas.
Una regia plataforma para recibir una sopa de caviar con trufa, lomos de bogavante a la plancha con mermelada de frambuesa, un solomillo al cabrales y, de postre, tarta de manzana rellena de turrón de yema “1800”. Para regar tan regia comida, un Milmanda de bodegas Torres para el pescado y un Valbuena del 96, de Vega Sicilia, para la carne.
Un excelente menú servido por dos camareras mulatas con uniforme negro, muy ceñido, y senos tan llamativos y apetitosos como los manjares que traían en sus manos. Una versallesca puesta en escena con la que Kapinsky obsequiaba a sus clientes que decidían comprar alguno de sus productos. Una costosa parafernalia que iba incluida en el precio, ya que ninguna de sus ventas bajaba de los ciento cincuenta mil euros.
El almuerzo duró hora y media y los dos comensales charlaron de gastronomía, de política internacional, de arte, de cine, de inversiones, de conocidos comunes, especialmente del difunto marido de Elsa y de su trágica muerte. No hablaron del asunto que les había reunido hasta que comenzaron a tomar café, en un juego de porcelana Ming, acomodados en sendos sillones frente a un gigantesco ojo de buey por el que entraba el sol tras rebotar, como en un espejo, en la planicie azulada del Mediterráneo.
—Bien, así que estás interesada en la A42B39C…
—Después de haberlo estudiado, creo que es lo mejor para el trabajo que me han encomendado. Aquí tienes el dinero del que hablamos; en euros, como me pediste —le indicó al tiempo que le alargaba el maletín.
—Puedes estar satisfecha con la compra. ¡Una excelente herramienta! ¡Una de mis preferidas! El índice de fallos es uno sobre cinco mil. Si se siguen las instrucciones al pie de la letra, tiene una fiabilidad total y, sobre todo, la marca de la casa: no la puede detectar ningún sistema de seguridad. Y, además, su manejo es muy fácil, como vas a poder comprobar enseguida —le explicó Kapinsky.
Pulsó un timbre que tenía sobre la mesa donde descansaba el juego de porcelana china y, segundos después, entraron dos hombres jóvenes en torno a los treinta y cinco años, vestidos con vaqueros y suéter negro, uno de ellos brasileño y otro con rasgos eslavos.
—Joao, encárgate de este maletín. Mijail, explícale a la señora…, a la señorita Stone cómo funciona la A42B39C.
—¿Me acompaña? —le invitó el eslavo, pelo corto, ojos claros y tez pálida a pesar de vivir expuesto al sol meridional.
Elsa Stone abandonó el comedor en compañía de Mijail, al tiempo que el joven brasileño salía también con el maletín del dinero. Kapinsky, con rostro de indudable satisfacción, se levantó del sillón, abrió una habanera y extrajo un “cohíba” Behike. Tras olerlo con delectación, picó la cúpula con un cortapuros y acercó al extremo contrario la llama azulada de un Dupont de oro, iniciando así el pausado ritual de tostarlo. Continuó girando ceremoniosamente el cohíba bajo la llama hasta que la punta quedó enrojecida por la combustión. Luego se lo llevó a la boca, aspiró con plena fruición la primera bocanada y comenzó a expulsar el humo, con suavidad, controlándolo, al tiempo que se recostaba en el sillón buscando la postura más relajada posible. Su mirada complacida se perdía en el infinito. El negocio funcionaba de maravilla. La de Elsa Stone marcaba la tercera venta en el mes y tenía apalabradas otras dos más. Aproximadamente, un millón de euros brutos. Ganancias netas, en torno a los seiscientos mil.
Kapinsky representaba un claro ejemplo de que el negocio de las armas generaba unas plusvalías extraordinarias. De manera especial si se trataba de creaciones tan sofisticadas, elitistas y fiables como las suyas. Él lo decía a sus clientes con una frase muy gráfica: “Tú puedes fallar. El azar puede fallar. Mis armas no fallan nunca”.
3
Dado que la galerista no lo llamaba y Lola no dejaba de apremiarle desde Barcelona, Dan Foster decidió forzar un encuentro con la italiana. Disfrazado de nuevo como “pintor”, controló su salida de “Pasolini” desde un Renault Clio alquilado. A las ocho y diez de la tarde, Claudia asomaba por la puerta vestida con un elegante traje de chaqueta y falda entubada de color verde pistacho, cruzaba la calle y subía a un Maserati Grand Sport azul, aparcado en la acera de enfrente. El escritor la siguió hasta Via Veneto, donde se detuvo unos minutos para recoger una bolsa en una boutique, continuando luego por Tritone y el Corso hasta doblar a la derecha por Plebiscito. Al llegar a este punto, a Foster no le quedó duda de que se dirigía a su casa del Trastevere. Rápidamente, pisó el acelerador del Clio y, callejeando gracias al GPS por la zona del Gesù, cruzó el Tíber por el puente Garibaldi consiguiendo llegar a la Piazza di Santa María in Trastevere antes de que lo hiciera ella.
Cuatro minutos más tarde, el automóvil de Claudia Marcela se detenía frente a la puerta hidráulica de su garaje y pulsaba el mando a distancia. Mientras esperaba que se levantara, Foster aprovechó para pasar por delante. Miró “distraídamente” hacia el parabrisas y, simulando un encuentro casual, la saludó con calculada sorpresa.
La galerista tardó unos segundos en ubicar su cara, pero en cuanto reconoció al “pintor español” bajó la ventanilla para corresponder a su saludo, momento en el que Dan se le acercó. En el CD, Pino Donaggio confesaba con su enamorada y susurrante voz Io che non vivo senza te.
—¡Hola…! Ahora recuerdo que vivías en el Trastevere —le alargó la mano que él se apresuró a estrechar—. ¿Cómo estás?
—Bien… Dando un paseo…
—Todavía no he podido tomar una decisión sobre tu colección… Estoy esperando el último informe.
—Bueno, no corre prisa… ¿Te puedo sobornar con una cena…? Iba para “Al Fontanone”, donde ponen las mejores ensaladas de pasta con apio y gambas de Roma.
—Te lo agradezco —sonrió Claudia—, pero me encuentro muy cansada y estoy deseando darme un baño y meterme en la cama.
—Rectifico, no ponen las mejores ensaladas de pasta con apio y gambas de Roma. Lo que ponen son las mejores ensaladas de pasta con apio y gambas de Italia…
—De verdad, te lo agradezco… Otro día…
—Las mejores de Europa… del mundo —insistió Dan exhibiendo la mejor de sus sonrisas, una expresión entre infantil y seductora que desarmó a su interlocutora.
—Está bien, pero pago yo. Es bastante… ¿carillo, decís en España?
—¡Bueeee… no! Por una vez, pase. Pero no te acostumbres, ¿eh? —bromeó el “artista” español.
—Subo a ponerme algo informal y bajo en diez minutos. Espérame en la plaza.
La galerista apretó el acelerador y la oscura boca de la rampa del garaje se tragó el automóvil, cuyos pilotos rojos se perdieron al girar hacia la izquierda. Mientras tanto, Foster, que no era nada religioso, elevó sus ojos al cielo y, respirando aliviado, le dio mentalmente las gracias.
Veinticinco minutos más tarde, Claudia y Dan comían frente a frente en una pequeña mesa de “Al Fontanone”, teniendo por medio un grueso cirio rojo encendido, circundado por ocho rosas blancas.
Además de la ensalada de pasta con apio y gambas, pidieron una bresaola al pesto recomendada por el chef, un diminuto personaje estrangulado por una pajarita roja y con el rostro infectado de muecas —parecía el hermano gemelo de Roberto Benigni—, quien también les sugirió para beber un “Chianti Classico Fonterutoli 2001”.
Toda la cena giró, lógicamente, en torno al arte y, de manera especial, sobre las últimas vanguardias artísticas centroeuropeas y latinas. Para poder llevar a cabo con dignidad intelectual una conversación de este tipo, Foster había realizado “un curso intensivo” de tres horas en internet. Reconocía sus inmensas lagunas, pero tuvo la habilidad de adoptar la posición del alumno frente a la profesora, consiguiendo llegar airoso a los postres, una tarta de queso con mermelada de arándanos que era una auténtica “killer” de dietas.
Durante la comida, Claudia comentó en dos ocasiones que poseía una pequeña pinacoteca particular. Agarrándose a este dato, Dan diseñó en su mente una estrategia con el fin de acceder a su piso para ver la colección de cuadros. En realidad, su verdadera intención consistía en detectar si en la vivienda había algún indicio sobre su hipotética relación con el Pontífice.
La frase la tenía estudiada a la perfección y se la soltó de corrido cuando se estaban despidiendo en la puerta de la finca, hacia las once de la noche.
—Bueno, pues a ver si un día me enseñas tu minimuseo. Prefiero morir de envidia antes que de hambre, que es lo que me espera si no logro vender mis cuadros…
—¿Quieres verlo ahora…? —le invitó la galerista tras sonreír por la última frase del “joven pintor”.
—Déjalo, otro día. Ya debe ser muy tarde para ti… Además, dijiste que venías muy cansada…
—La verdad es que todo el cansancio que traía esta tarde se me ha ido con la cena, ha sido muy amena. Y no es tarde, yo no me duermo nunca antes de la una… ¡Sube y tomamos la última copa!
Sosteniendo en su mano un delicioso cóctel de champán y licor de fresa, Claudia le fue comentando cada uno de los cuadros que colgaban del salón, deteniéndose de manera especial ante el Chagall ubicado encima de la chimenea.
Luego le explicó la función de la enorme pantalla de plasma adosada a una de las paredes donde, exactamente cada cinco minutos, aparecía un cuadro famoso con un fondo musical de la época o bien del país donde fue pintado.
—¿Un canal temático…?
—No, un disco duro de quinientos “gigas” con decenas de miles de cuadros.
—O sea, toda la Historia del Arte en tu casa.
—Algo así… Es como visitar los principales museos del mundo desde tu sofá.
—Una auténtica pasada.
Dan, sin dejar de fingir interés por todas las explicaciones artísticas de Claudia, aprovechaba cualquier instante para inspeccionar el salón en busca de algún dato que confirmara su sospecha de la existencia de algún vínculo entre aquella mujer y el Papa. Nada. Ni un recorte de prensa, ni una revista católica, ni un recuerdo del Vaticano. Su única esperanza se concentró en el dormitorio, en una posible foto de él enmarcada en la mesita de noche, pero no se atrevió a forzar la entrada en el mismo.
Ya en el hall, tras un beso convencional de despedida, Foster quemó el penúltimo cartucho.
—¡Ah, se me olvidaba! —teatralizó cuando traspasaba el dintel de la pesada puerta de seguridad que guardaba la vivienda y el minimuseo—. ¿Vas a ir el domingo al Congreso de Pintores Vanguardistas en las Termas de Caracalla?
—¿Un congreso de vanguardistas… en las Termas…? —Claudia contrajo el entrecejo por la extrañeza—. Qué raro, no he oído ni leído nada…
—Sí, es un congreso… un poco… entre alternativo y contracultural, pero merece la pena. Yo estuve el año pasado y la verdad es que, como decimos en España, fue muy “chulo”.
—¿Chulo?
—Guapo… Bueno, que estuvo muy bien.
—¿A qué hora es?
—A las doce.
—¿A las doce…? —repitió la galerista con la voz desmayada por un cierto desencanto.
—Sí, te recojo abajo a las once y media. ¿De acuerdo?
—No, no puedo… A las doce no puedo. Tengo un compromiso. Lo siento.
La esperanza de encontrar algún dato positivo sobre la relación de Claudia y el recién nombrado Adriano VII volvió a renacer en el ánimo de Foster. Y más cuando insistió de nuevo y ella le argumentó que no podía cambiar la cita que tenía prevista.
Faltaban treinta y ocho horas para salir de dudas. Treinta y ocho horas para comenzar a redactar un libro más o menos interesante, o para escribir un posible best seller a nivel mundial.
4
En las últimas frases se derrumbó y las pronunció con la voz tartajosa por el llanto. Su Santidad le pasó la mano por el hombro e intentó tranquilizarle.
—Luis, no van a hacer nada. No creo que pasen de la amenaza. Y si lo intentan, se las tendrán que ver conmigo. ¿Entendido…?
El cardenal Moneada asintió con la cabeza a duras penas mientras se limpiaba las lágrimas con un impoluto pañuelo de batista. Adriano VII se levantó y le sirvió un vaso de agua de una jarra situada en una mesa auxiliar cercana a la entrada del despacho. Después caminó en actitud ensimismada hacia la ventana que daba a la plaza de San Pedro y desde allí contempló Roma a través de los cristales.
—Ya sabía por Steven Palmer que andaban intentando averiguar a dónde fui y qué hice la noche de mi elección. Pero lo que desconocía es que estuvieran usando métodos tan sucios como el chantaje.
Mientras su mente diseñaba la estrategia para contrarrestar la campaña encabezada por Fontana y Leone, tras los que se aglutinaba el lobby más inmovilista de la curia, sus ojos, como otras veces, por un acto reflejo viraron con nostalgia hacia el Trastevere.
Algunos segundos más tarde, el Pontífice se dirigió hacia su mesa, cogió un dossier abierto sobre ella, lo cerró y lo puso entre los acerados dientes del destructor de documentos. Pulsó el “start” y doce segundos después quedó reducido a diminutas virutas de papel y plástico.
El informe en cuestión se refería a una falsa acusación de pederastia contra monseñor Moneada por parte de unos vecinos de un pueblo de la provincia española de Vizcaya. Dos hombres de unos treinta y cinco años, al señuelo de las suculentas cifras que obtenían algunos ciudadanos americanos denunciando abusos sexuales de obispos y sacerdotes, habían intentado obtener doscientos mil euros de monseñor Moneada poco tiempo después de ser nombrado cardenal.
Veinticinco años atrás, siendo párroco en Baracaldo, Luis organizó una excursión a los Picos de Europa con las catequistas y los niños que se preparaban para la primera comunión. Viajaron hasta Cantabria y se hospedaron en un hotel de Cangas de Onís situado en la carretera de Cardes, justo en la zona donde se inicia la subida al santuario de Nuestra Señora de Covadonga. Al día siguiente, tras ascender por una carretera estrecha y peligrosa con unos escalofriantes precipicios, costeando macizos pétreos repletos de una belleza sobrecogedora, el autobús alcanzó una cima donde se podía disfrutar de unas vistas maravillosas.
La excursión parroquial había partido por la mañana con el cielo despejado. Sin embargo, al mediodía, un brusco cambio climático propició que las nubes se desplomaran sobre las cumbres, valles y gargantas, aconsejando la prudencia no bajar al hotel en aquellas circunstancias y, más aún, cuando se inició una copiosa nevada azotada por vientos huracanados.
Como la oscuridad se echó encima y la meteorología no mejoraba, el sacerdote Moneada decidió pasar la noche en un refugio cercano, donde todos los viajeros se acomodaron como pudieron, teniendo él mismo que compartir cama con dos de los chicos. Los mismos que, veinticinco años más tarde, contrataron a un abogado sin escrúpulos para chantajear al recién nombrado arzobispo de Toledo y primado de España, alegando que aquella noche les obligó a masturbarle y que él hizo lo mismo con ellos.
Luis recordaba perfectamente que tuvo que acostarse con los dos chicos por falta de camas, pero no ocurrió nada en absoluto de lo que contaron, ya adultos, en el escrito de acusación. Aquella noche la tenía grabada con claridad en su memoria porque no pudo dormir ni un solo minuto, pensando en la angustia que embargaría en aquellas horas a los padres de los niños al no tener noticias de éstos.
Rechazada tanto la delirante acusación y petición monetaria del abogado, así como la subsiguiente amenaza de llevarle a juicio, el letrado de los dos querellantes le chantajeó con filtrar la historia a la prensa izquierdista y planear visitas de las dos “víctimas” a los platós de los programas de telebasura.
A punto de estallar el escándalo, se desactivó gracias a la amistad que unía a Moneada con monseñor Herrasti, el entonces obispo de Bilbao. En aquel tiempo se llevaba a cabo un proceso de negociación con la banda terrorista ETA por parte del gobierno español, donde el citado prelado desarrollaba una participación muy activa. Gracias a sus contactos con los dirigentes etarras, uno de éstos le hizo el “favor” de visitar al abogado querellante, “convenciéndole” de que “convenciera” a sus clientes de que se olvidaran del asunto para siempre.
Lo que desconocía el primado toledano era cómo había llegado el dossier a la Secretaría de Estado del Vaticano, y en concreto a las manos del todopoderoso y maquiavélico Leone.
—Qué más da, Luis… No te atormentes, no merece la pena. Con toda probabilidad, el abogado ese terminaría pasándoselo a un periodista amigo, éste a un político amigo, lógicamente ambos de izquierdas, y el partido del político lo utilizaría ante el nuncio para presionar a la Iglesia en los muchos conflictos que hubo en aquel tiempo. Y del nuncio a Leone sólo había un paso… Lo importante es que esa acusación es falsa y punto.
—Te lo agradezco, Jorge. Te aseguro que no hay nada más doloroso y destructivo que la calumnia. No puedes imaginar el calvario que resultó para mí ese asunto, y que ahora he vuelto a revivir desde que Fontana me puso el dossier en las manos.
—Olvídate del tema, yo me encargo de resolverlo —le tranquilizó de nuevo el Santo Padre mientras marcaba un número de tres cifras en el teléfono fijo—. Diego, localízame a monseñor Palmer. Lo necesito en mi despacho…
Mientras llegaba Steven, Adriano VII pidió a Luis Moneada que planificara pasar en Roma las próximas fiestas navideñas. Para esas fechas, la “Comisión para la Reforma Moral y Eclesial” tendría terminado el borrador del proyecto que se enviaría a todos los obispados y parroquias, y deseaba revisarlo a fondo con Merkel, con Pertini y con él.
—El día 15 de diciembre te quiero aquí —le insistió mientras caminaban hacia la puerta—. Y te repito: olvídate del asunto que te ha traído hoy. ¿Me lo prometes…?
—Lo intentaré… Gracias, Jorge.
—Gracias a ti. Me ha venido de maravilla porque no sabía cómo deshacerme de Fontana y Leone —le comentó al tiempo que le guiñaba pícaramente un ojo.
Se despidieron con un abrazo, ya con la puerta abierta, mientras Palmer paseaba bastante nervioso por la antesala, delante de las mesas de trabajo ocupadas por Graciela, la hermana del Pontífice, y por Diego Riquelme, su secretario personal.
—Pasa, Steven.
Después de un breve preámbulo, Adriano VII le comunicó su deseo de nombrarle vicesecretario de la Santa Sede, lo que antes se conocía como sustituto de la Secretaría de Estado. El máximo responsable de cuanto ocurría en el interior del Vaticano, la tercera autoridad de la Iglesia después del Papa y del secretario de Estado.
Palmer, tremendamente sorprendido, le expresó su agradecimiento pero también, con balbuceos, su temor a no estar preparado por su juventud para tan alto cargo. Y sobre todo, le confesó que deshacía su sueño de realizar una labor pastoral a la que no había podido dedicarse en ningún momento desde que fuera ordenado sacerdote.
—Eres muy joven y tienes mucho tiempo para ser párroco.
—Santidad, le recuerdo que pertenezco al Opus Dei y ciertos sectores ven con recelo que un Papa tenga cerca de él a alguien de esta prelatura… Acuérdese de la campaña contra Juan Pablo II… y de El código da Vinci.
Su Santidad sonrió con la alusión a la obra de Dan Brown e ironizó:
—Silas es un personaje de cómic. Me reí mucho con él cuando leí la novela… No te preocupes, Steven. Conozco bien el Opus y sé cuáles son sus virtudes, sus grandes virtudes, y también sus defectos, sus pequeños defectos. Lo importante es que seas un buen vicesecretario, y yo estoy convencido de ello.
El resto de la conversación lo pasaron hablando de reformar la curia vaticana para hacerla más ágil y de cómo reforzar la seguridad del Vaticano y de los eclesiásticos en naciones hostiles al catolicismo.
Al finalizar la entrevista, a punto de abrir la puerta, Adriano VII le tendió la mano. Palmer se apresuró a besársela pero Su Santidad se lo impidió.
—Steven, quiero que se te quede clara una cosa. El cargo de vicesecretario no lo tienes por el favor que me hiciste el día que me eligieron Papa y salí del Vaticano por la noche. —Palmer temió que su nerviosismo al recordar este hecho se materializara en temblores de su voz y esperó unos segundos a que Su Santidad continuara hablando—. Algún día te contaré cuál es el verdadero motivo de este nombramiento… —Adriano VII esbozó una sonrisa de complicidad para rematar la despedida—. Y algún día también te contaré dónde estuve las horas que me ausenté del recinto del cónclave. No te morirás sin satisfacer tu curiosidad. Pero sólo te lo diré a ti, ¿eh?
—De acuerdo, Santidad. Pero, ¿puedo saber ahora cómo consiguió salir por el túnel de la Casina de Pío IV, si sólo había tres llaves y estaban controladas?
El Santo Padre asintió con una nueva sonrisa, ahora más amplia.
—Hay tres llaves en el Vaticano… y una en la iglesia de Santa María alle Fornaci… Vinieron por el túnel hasta la Casina de Pío IV para abrirme desde dentro, gracias a que el cardenal Moneada conoce al párroco y lo levantó aquella noche de la cama. ¿Aclarado el enigma?
Una vez que Palmer abandonó el estudio del Pontífice, éste pulsó el interfono que le unía a la secretaría y le pidió a Graciela que le pusiera con Valerio Fontana y luego con Nicola Leone.
La reforma de la Iglesia, para que fuera efectiva, había que comenzarla reestructurando a fondo la curia romana. Sabía que no iba a ser fácil. Ni gratis.
5
Valerio Fontana recibió la llamada del Papa mientras se encontraba en su despacho del Palacio Apostólico. Su Santidad fue breve y, sobre todo, glacial en su timbre de voz.
—Monseñor, mañana daré a conocer el nombre del nuevo camarlengo y quiero agradecerle su trabajo en el tiempo que lleva ejerciendo este cargo. De manera especial, durante la Sede Vacante que se produjo tras la muerte del llorado León XIV. Le ruego tenga preparado el traspaso de funciones y poderes para el próximo jueves. Dios le bendiga. Por cierto, Eminencia… si tiene mucho interés en saber dónde estuve la noche del cónclave, pásese por mi despacho y yo mismo se lo contaré.
Al cortarse la comunicación, Fontana quedó estupefacto, no por la destitución del cargo sino por el método: por teléfono, una voz lacónica, una contundencia que no admitía la menor réplica y un desafío que encerraba un contraataque evidente.
Cuando algunos segundos después pudo reaccionar, llamó al móvil de Leone pero comunicaba. El todavía sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano hablaba en esos momentos con el Santo Padre.
—El nombramiento lo haré oficial mañana por la mañana, y el traspaso de poderes quiero que se lleve a cabo a última hora de la tarde, a las ocho. Supongo que lo tendrá todo en orden y que no será necesario retrasar el acto.
—No se retrasará, Santidad —le replicó Leone con la frialdad solidificada en gelidez, convencido de que el cese fulminante no admitía ninguna objeción.
—Muy bien. Ah, y como le he dicho también al cardenal Fontana, si tiene mucho interés en conocer mi salida del Vaticano la noche del cónclave, pásese por mi despacho. Para saberlo no es necesario airear ninguno de esos dossieres que guarda con tanto celo. Por cierto, si todos ellos tienen la veracidad del de monseñor Moneada, lléveselos con usted o rómpalos, ya que no sirven para nada. No deje ninguno en el archivo. Dios le bendiga…
Monseñor Leone, finalizada la llamada, permaneció casi cuarenta segundos con el móvil adherido a su enrojecida oreja. Le sacó de la abstracción un nuevo repique del teléfono. Miró la pantalla. Le llamaba Fontana.
—Supongo que te acaba de cesar, como a mí —le soltó de sopetón el ya excamarlengo antes de que él pronunciara una sola palabra.
—¡Sí, pero este boludo, ¿no se dice así en Argentina?, no sabe lo que acaba de hacer! —estalló Leone.
—¿Quieres que nos veamos… o no es necesario…? —indagó Fontana con marcada intención.
Un largo silencio en la comunicación telefónica.
—No es necesario…
—Bien, hablamos.
—Hasta luego.
Nicola Leone continuó durante un tiempo con los ojos fijos en los cristales de la ventana, desde donde se podía degustar la arabesca belleza de los jardines vaticanos. Pero su mente, en esos momentos, sólo se ocupaba de contener la cólera que crepitaba en sus entrañas. Necesitaba serenarse para, a partir de entonces, no dar ningún paso en falso.
Observó el teléfono que todavía empuñaba en su mano, abrió la agenda y buscó la letra “H”.
En la pantalla apareció el apodo de “Hurón”.
Pulsó la tecla verde.
Comenzó a oírse el aviso de llamada al otro lado de la línea.
Al tercer tono, alguien descolgó.
6
A las 23:45 del 5 de diciembre, viernes, en un sótano de Via Minghetti, muy próximo al Palacio del Quirinal, sede de la presidencia de la república italiana, y de la famosa Fontana di Trevi, se desarrollaba una conversación protegida por sofisticadas medidas de seguridad.
—A ver cómo se lo explico… Mi misión en este departamento consiste en interpretar… en captar los pensamientos y deseos que tienen los responsables políticos para llevarlos a la práctica, ¿comprende…?
“Hurón”, a pesar de ser de noche, llevaba gafas oscuras y vestía un traje gris marengo con jersey negro de cuello alto. La expresión de su interlocutor, el arzobispo Leone, un estiramiento de cejas apenas perceptible, le dio a entender que no había comprendido nada.
—Verá… En los regímenes dictatoriales existen departamentos, llamados parapoliciales, que se encargan de los trabajos sucios que les ordenan sus jefes… ¿verdad?
Ahora el silencio afirmativo del eclesiástico le dio a entender que podía continuar.
—Pues bien, en las democracias existen también esos servicios que se encargan de resolver problemas al margen, y a veces en contra, de la ley… La diferencia es que, en el primer caso, en las dictaduras, las órdenes las da directamente el tirano o su entorno más cercano… Y en nuestro caso, nadie de arriba nos dice lo que hay que hacer… Nosotros, como le decía antes, tenemos que captar sus pensamientos, sus deseos y, a veces, interpretar sus palabras con un sentido contrario al que significan…
—Empiezo a entender…
—De esta forma, ellos, los dirigentes, salvan sus responsabilidades políticas y personales y, lo más importante, no sufren perturbaciones morales ni éticas en sus conciencias… Somos, lo definió muy bien un expresidente español, somos… las cloacas del Estado… Si no existieran las cloacas en una ciudad, olerían mal todas las calles, ¿verdad…? Las cloacas son absolutamente necesarias. —Encendió con parsimonia un cigarrillo y expiró la primera bocanada—. ¿Comprende el gran servicio que prestamos a la sociedad… a la misma sociedad que nos despreciaría y condenaría si nos conociera…? Es muy duro vivir en las cloacas y, para más inri, no estamos bien pagados.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Tal vez porque, aunque en mi oficio hay que poseer una mente de hielo y una piel de acero…, tenemos, como cualquier persona, nuestra conciencia y nuestra autoestima… Bien, vamos a lo nuestro… Imagino que no han conseguido ustedes enderezar los pasos del Papa…
—Por desgracia, no —confesó Nicola con la voz aguijoneada por un cierto remordimiento.
—Pues ha llegado el momento de que lo intentemos nosotros. Roma dejaría de ser Roma si el Vaticano vendiera sus museos y tesoros. Y sobre todo, si renunciara a ser el centro neurálgico de la Iglesia católica, como ha dado a entender el nuevo Papa.
—Hombre, Roma no es exactamente el Vaticano…
—Lo es. Le voy a dar un dato. El Papado, es decir, el Sumo Pontífice y el Vaticano, le suponen a la economía italiana, entre ingresos directos e indirectos, casi cinco mil millones de euros anuales… Comprenderá que la sola posibilidad de que alguien pusiera en peligro ese negocio… sería suficiente para hacerlo desaparecer de su cargo… Voy a ir al grano… Roma necesita que Adriano VII salga ¡ya! vivo o muerto del Vaticano.
—Es una visión demasiado económica del problema…
—Hay otras muchas visiones… Usted, el cardenal Fontana y otros muchos purpurados están convencidos de que fue un error su elección. Y también el numeroso grupo de obispos que se reunieron la semana pasada en Francia, en una casa de espiritualidad próxima al monte Saint-Michel, donde alguien propuso implorar a Dios para que se lo llevara cuanto antes a su seno, ¿me equivoco en algo…? ¿Y qué me dice del movimiento nacido en Econe, con el apoyo de cuarenta y tres asociaciones religiosas contrarias a las reformas papales…?
Monseñor Leone se quedó admirado de la precisa información que poseía “Hurón”, el sobrenombre bajo el que se ocultaba una persona cuya identidad resultaba absolutamente desconocida, incluso para su propia familia.
—Bien, yo he cumplido con decirle que nosotros no podemos hacer nada.
—Y se lo agradezco… Pero sí podría hacer algo —ironizó Hurón—. Podría rezar un poco, como hicieron sus colegas reunidos en el monte Saint-Michel.
—¿Me está pidiendo que colabore a que el Santo Padre… se vaya cuanto antes con Dios nuestro Señor?
—¡No, por favor…! Su Santidad Adriano VII se debe ir con Dios nuestro Señor cuando Dios nuestro Señor tenga a bien enviarle alguna enfermedad, como nos ocurrirá, antes o después, a usted y a mí…
7
El domingo por la mañana, a las once, sin el disfraz de pintor y parapetado tras unas gafas de sol “man in black”, Dan Foster montaba guardia en la Piazza di Santa María in Trastevere. Desde el interior del Renault Clio aparcado en la esquina de la finca, cubría con la mirada tanto el portal como el garaje de la galerista. Transcurridos veinte minutos, no había salido por ninguna de las dos puertas y las elucubraciones negativas comenzaron a roer su ánimo. Por una parte, temía que pudiera haber dormido fuera la noche del sábado y, por otra, que tuviera una cita a las doce pero no en el lugar que él deseaba.
A las once y media se abrió por tercera vez la puerta de hierro de la finca y apareció, ahora sí, Claudia Patricia. Vestía chaqueta de ante marrón, un pantalón beige de lana, una elegante camisa de seda color crema y zapatos de medio tacón, negros, a juego con el bolso. El cabello lo llevaba graciosamente recogido con una pinza, formando un semimoño, y ocultaba su rostro con unas gafas de sol de Dior. Se detuvo unos segundos para consular su reloj y luego encaminó sus pasos hacia la Via della Scala.
Foster salió con premura de su automóvil y la siguió a una prudente distancia por la acera contraria. Al continuar por Lungara, el nerviosismo, ahora positivo, dinamizó su ánimo. No había duda: la galerista se dirigía a la plaza de San Pedro. Un nerviosismo efervescente comenzó a estremecer todo su ser. Se encontraba a escasos minutos de confirmar su hipótesis de la existencia de una relación afectiva entre Su Santidad Adriano VII y la hermosa mujer a la que estaba siguiendo.
A las doce menos ocho minutos, Claudia detenía sus pasos en el lateral derecho de la plaza de San Pedro, en diagonal a los aposentos pontificios del tercer piso. Abrió su bolso y extrajo de él unos pequeños prismáticos plateados, cuya correa de sujeción se colgó del cuello.
A las doce en punto, tras sonar por la megafonía el himno papal, se abrió la ventana del estudio privado de Su Santidad. Al instante, comenzó a crepitar el clamor de las, aproximadamente, treinta mil gargantas que se habían congregado en el impresionante recinto delimitado por la pétrea columnata de Bernini.
Tres segundos después aparecía el Pontífice y saludaba con los brazos abiertos a la muchedumbre que, enardecida, le aclamaba y hacía flamear las banderas que exhibían los diversos grupos de turistas, peregrinos, fieles romanos, monjas de todos los hábitos y curiosos que se habían dado cita, como cada domingo, frente a los aposentos papales.
—¡Carissimi sorelle e fratelli…!
Foster, a escasos tres metros de Claudia, a su derecha, no perdía detalle de cada gesto de su rostro.
Al aparecer Adriano VII había aplaudido sonriendo, aunque no coreó su nombre como había hecho la mayoría de los allí presentes. Luego se quitó las gafas de sol y se llevó los prismáticos a los ojos, observando por ellos al Santo Padre durante todo el tiempo que duró la alocución previa al rezo del ángelus y a la bendición final.
A lo largo de dicha alocución, el escritor buscó un ángulo de visión frontal a la galerista de arte. Necesitaba observar su rostro completo y avanzó unos tres metros hasta encontrar la perspectiva ideal. Desde allí pudo observar cómo su semblante, hermoso como pocos en estado normal, irradiaba ahora una belleza absoluta por la felicidad nostálgica que parecían transpirar sus ojos y cada uno de sus poros faciales.
No había duda: un éxtasis así, una mirada tan transfigurada, sólo la podía generar el amor. Se puede esconder el Everest, pero es imposible ocultar la felicidad del enamorado. En aquellos momentos, Dan adquirió la certeza de que entre Claudia y el Pontífice argentino existía una historia de amor que, previsiblemente, se habría roto a raíz de su elección para el Trono de San Pedro. Y la certeza fue absoluta cuando, al santiguarse con la bendición papal, las lágrimas abrillantaron la belleza arcangélica de sus ojos.
En ese instante Foster se fijó en una persona que la galerista tenía a su lado, apenas a cincuenta centímetros de su brazo derecho.
Se trataba de una mujer de unos cuarenta años cuyo rostro no le resultaba desconocido. Poseía una elevada, delgada y atlética estatura, mandíbula prominente, unos llamativos ojos verdes y el cabello, rubio tintado, lo llevaba semioculto por un pañuelo rosa. Pronto se olvidó de su semblante porque le llamó en gran manera la atención la cámara de fotos que sostenía entre las manos. Un extraño modelo que Foster había visto en alguna parte, aunque en aquellos momentos no recordaba dónde.
La curiosidad de Dan aumentó al observar que la mujer se llevaba el visor al ojo derecho y, en lugar de disparar la foto, hacía girar una pequeña rueda que se hallaba justo al lado del disparador, a escasos centímetros de una antena pequeña de color azul cobalto.
No tenía dudas. Había visto antes tanto a aquella mujer como a su cámara fotográfica, pero por más vueltas que le daba no conseguía situar en qué lugar había sido.
Adriano VII se despidió en medio de los aplausos de sus fieles, volvió a sonar por megafonía el himno pontificio, se cerró la famosa ventana del tercer piso y la multitud comenzó a abandonar San Pedro.
Claudia, de nuevo con las gafas de sol ante los ojos, permaneció casi un minuto mirando con resignada tristeza hacia la citada ventana. Mientras, su vecina guardaba la cámara fotográfica en una funda de cuero que le colgaba del hombro, al tiempo que panoramizaba lentamente con sus felinos ojos por el espectacular óvalo de la plaza mayor de la Cristiandad. Una mirada panorámica que repitió hasta tres veces.
La galerista se dio media vuelta, bajó la mirada y comenzó a caminar despacio, ensimismada, hacia el Borgo Santo Spirito, el camino más corto para acceder a la zona del Trastevere cercana al Tíber.
El escritor español, como hipnotizado, comenzó a seguirla. Sin embargo, su cerebro trabajaba con el turbo puesto tratando de hacer memoria sobre aquella mujer y su cámara. De pronto, sus pasos comenzaron a ralentizarse. Su semblante se fue tensando y un escalofrío, naciendo en las entrañas del más puro miedo, paralizó todos sus músculos hasta convertirle en una especie de estatua viviente en medio de la inmensa explanada vaticana.
Acababa de recordar dónde había visto la cámara y a su dueña, y una terrible certeza se abatió sobre su ánimo…
Alguien quería asesinar al Vicario de Cristo en la Tierra.
A Su Santidad el papa Adriano VII.