Duodécimo

1

—Excelencias… Señoras y señores…

»Es para mí un honor compartir este encuentro con ustedes, apenas veinte días después de mi comienzo pastoral como sucesor del apóstol Pedro. Deseo empezar agradeciendo las hermosas y emotivas palabras que me ha dirigido el profesor Oliveri, en calidad de decano del cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. A todos los presentes, a vuestros colaboradores y a las naciones que representáis, os quiero expresar mi reconocimiento por el gran respeto y deferencia que sentís hacia la Iglesia católica. Y por último, quiero saludar, igualmente, a aquellos estados que no tienen representación diplomática en el Vaticano. Les invito desde aquí a establecer dicha relación, ya que sólo nos puede traer beneficios a ambas partes.

El recibimiento al cuerpo diplomático es un acto institucional que celebran los pontífices a los pocos días de ser elegidos. Adriano VII cumplía con esta tradición, pero no deseaba que se convirtiera en un encuentro protocolario hueco y formalista. Tenía frente a sí a los representantes de centenares de naciones y no iba a desaprovechar una ocasión como aquélla para exponer sus ideas sobre el mundo actual.

La CNN, intuyendo que el discurso podría no ser precisamente “diplomático”, había pedido la señal al CTV, el Centro Vaticano de Televisión. Una intuición que comenzó a hacerse realidad cuando a los corresponsales y enviados especiales no se les facilitó previamente la traducción del discurso de las palabras del Santo Padre.

—En la homilía de mi primera misa pontifical planteé una serie de reformas que, creo, se deben introducir en la Iglesia católica. Hoy quiero exponer algunas reflexiones que pueden ayudar a eliminar o reducir una serie de problemas que aquejan a la sociedad del siglo XXI. En concreto, quiero referirme al terrorismo, al conflicto Occidente-Oriente, a la inmigración procedente del Tercer Mundo y a la necesidad de crear un gran árbitro internacional para resolver los conflictos de las naciones. Por último, plantaré la postura del catolicismo en relación a cuatro cuestiones de actualidad que atañen tanto a creyentes como a agnósticos y ateos.

Este exordio despertó el interés de los centenares de personas que llenaban la amplia y moderna sala de audiencias, el Aula Pablo VI. Al mismo tiempo, en Atlanta empezaban a frotarse las manos por el acierto al decidir la transmisión en directo para la que habían enviado a Peter King, su mejor comentarista de política internacional.

—El terrorismo es siempre y en todo lugar un crimen execrable, un acto ilícito por completo desde un punto de vista moral, ético y social. Lo ejerza un grupo étnico, un movimiento religioso, un particular o un estado. Matar a personas inocentes no está justificado en ningún caso, ni siquiera cuando se trata de una respuesta a una situación evidente de injusticia criminal. El asesinato del tirano sí puede estar justificado en determinadas circunstancias, pero la violencia contra la población civil es absolutamente inadmisible. El terrorismo no tiene ningún tipo de excepciones: ni por sus causas, ni por su autoría, ni por su ideología, ni por el lugar, ni por las circunstancias. Se trata de un crimen contra la Humanidad y, como tal, debe ser perseguido y condenado. Y para ello resulta necesario promulgar cuanto antes una ley inequívoca contra la matanza de inocentes como política de presión.

Bebió un sorbo de agua de un vaso que tenía al alcance de la mano y prosiguió con el segundo tema de su discurso.

—Existe una gran tensión entre Oriente y Occidente, entre la cultura europea y la islámica, entre las democracias euroamericanas y los regímenes teocráticos-dictatoriales… En definitiva, entre la civilización inspirada en el Cristianismo y la inspirada por el Islamismo…

»No pretendo ser polémico y está fuera de mi ánimo herir los sentimientos religiosos de nadie. Pero, dicho esto, tengo que dejar bien claro que ninguna religión, la cristiana la primera, puede imponer por la fuerza las creencias personales.

»Soy consciente de que se nos puede argumentar que la Iglesia inspiró o participó en el pasado en implantar las creencias cristianas a sangre y fuego, como ocurrió con las Cruzadas y con la mal llamada “Santa” Inquisición.

»Precisamente porque somos conscientes del error que cometimos, queremos hoy alertar a una gran parte del universo islámico que está cayendo en la misma aberración que nosotros. La teocracia es una concepción medieval de la sociedad que hoy está superada por completo y que, si además se fanatiza, conculca de manera muy grave los derechos humanos.

»Rescatar del medievo religioso a una parte del Islam es tarea de todos. Los creyentes musulmanes moderados no deben guardar silencio cómplice cuando sus hermanos de raza y religión cometen actos terroristas en el nombre de Alá. La izquierda europea no puede mirar para otro lado cuando algunos estados islámicos pisotean derechos en los que dicha izquierda basa sus principios progresistas, como la represión de la homosexualidad, la humillación de la mujer y la negación de las libertades individuales. Las potencias occidentales no pueden invadir un país árabe saltándose la legalidad internacional y, sobre todo, sin la certeza de que lo van a mejorar y no empeorar, como desgraciadamente ocurrió en Irak. Y, por último, el Cristianismo debe reconocer que la religión islámica posee elementos muy positivos y no debe descalificar en bloque los preceptos del Corán. Ni la doctrina cristiana ni la coránica son inmutables y hay que ir adaptándolas a los nuevos tiempos a la luz de los derechos humanos y las ciencias sociales.

»Bienvenida sea la coexistencia pacífica en Occidente del Cristianismo y el Islamismo, siempre y cuando éste respete los derechos humanos y las reglas democráticas. En caso contrario, los poderes públicos deben aplicar la ley con contundencia para preservar los principios que inspiran a las naciones libres. Toda negligencia o contemporización en el terreno de los principios, se pagará caro, muy caro, no en el futuro, sino en el presente que estamos viviendo hoy.

Mientras el Vicario de Cristo desgranaba ante los embajadores, pausada pero convincentemente, las reflexiones anteriores, todas las cancillerías europeas y americanas se habían enganchado a la transmisión de la CNN. Igual ocurría en las redacciones de la inmensa mayoría de los medios informativos occidentales y de gran parte de Asia y norte de África. El discurso se estaba convirtiendo en una bomba informativa y había que abrir con ella los noticiarios del mediodía, al igual que ocurrió con la misa que inauguró su Papado.

»La emigración proveniente de los países pobres es un fenómeno sociológico imparable, y cada día será más conflictivo si no se erradica o reduce el problema que lo origina.

»Occidente necesita cubrir puestos de trabajo debido al brutal descenso de la natalidad en las últimas décadas. Pero este flujo migratorio tiene que ser ordenado para que salgan beneficiados tanto las naciones de acogida como los inmigrantes que llegan a ellas. Si no se regula, los países occidentales verán —ya está ocurriendo— cómo sus grandes ciudades comienzan a generar guetos con bolsas de parados que, antes o después, estallarán en revueltas sociales como las ocurridas en Francia durante octubre y noviembre del 2005.

»A Occidente tienen que venir los inmigrantes que necesite Occidente. Ahora bien, si no se lleva a cabo una promoción eficaz del Tercer Mundo que genere unas condiciones mínimas de vida y bienestar en los países subdesarrollados, la llegada de inmigrantes se convertirá en una invasión inevitable e incontenible. En otras palabras, el llamado Primer Mundo necesita dedicar parte de sus recursos a los desheredados de la Tierra. En caso contrario, éstos acabarán con su actual estado de bienestar. Y no valdrá entonces que se usen contra ellos las armas más sofisticadas que se tengan. No podrán nada contra la mayor bomba que hoy existe: el hambre.

»Hace unos días anuncié que la Iglesia iba a poner en venta sus riquezas superfluas para crear puestos de trabajo, levantar hospitales y abrir escuelas en las regiones de extrema pobreza. Este esfuerzo por nuestra parte necesita ser secundado por la comunidad internacional; si no, servirá para muy poco.

»Las ayudas para la Cooperación al Desarrollo son una iniciativa loable, pero resultan insuficientes y, sobre todo, son saqueadas por el camino y no llegan en su integridad a los objetivos concretos. Hay que buscar otras soluciones. Hay que apelar a la imaginación para promocionar los países subdesarrollados. Por ejemplo, al igual que hay muchas personas, creyentes o no, que apadrinan a un niño del Tercer Mundo, los estados más ricos podrían apadrinar a una o varias naciones pobres. Este padrinazgo no consistiría en dar dinero a los dirigentes de esas naciones, sino en hacer llegar personalmente a sus pueblos todos los excedentes de producción y todos los enseres desechados en buen uso de la nación rica. Y de manera especial, pagando el sueldo de los profesionales que deseen pasar un tiempo en la nación apadrinada cooperando a mejorar los servicios sociales, desde la medicina a la cultura, pasando por enseñar a los nativos a aprovechar al máximo sus recursos naturales. Por supuesto, sin que ninguno de esos recursos redunde en beneficio alguno para la nación rica que ejerce el padrinazgo.

Adriano VII, al que algunos medios informativos habían calificado con desprecio como “Papa por accidente”, comenzaba a dimensionar una talla de líder que iba mucho más allá de lo religioso. Así lo atestiguaba la expectación con la que se seguían sus palabras tanto en el Aula Pablo VI como por televisión.

—Por último, quiero referirme a la creación de un gran árbitro internacional para resolver los conflictos entre los estados… Las Naciones Unidas han prestado un buen servicio a la Humanidad, pero también se han mostrado ineficaces en la resolución de muchos problemas internacionales.

»Creo que ha llegado el momento de una refundación del citado organismo y me gustaría, si las naciones miembros me lo permiten, explicar con mayor amplitud esta idea en una próxima asamblea de la ONU. Una idea que se apoya en cinco premisas básicas:

A medida que hablaba el Santo Padre, los diplomáticos presentes en la sala de audiencias, así como los analistas políticos y religiosos que lo seguían por la CNN, se iban quedando descolocados ante el pensamiento del Pontífice. Si sus propuestas morales y eclesiásticas habían desatado un seísmo en el seno del catolicismo, su análisis socio-político de la actualidad internacional iba a generar, sin duda alguna, una gran controversia mediática. Sobre todo porque rompía los esquemas mentales estructurados en los binomios izquierda-derecha, conservador-progresista, Primer Mundo-Tercer Mundo.

—No quiero terminar sin comentar cuatro cuestiones que considero importantes y que afectan al catolicismo en su relación con el mundo actual:

»La Iglesia no puede estar en contra de los avances científicos, incluidos los genéticos, que sirvan para mejorar la calidad de vida del ser humano. Siempre y cuando, claro está, no denigren la dignidad ni conculquen la libertad de las personas.

»En segundo lugar, creemos que la Iglesia debe abrir un proceso de diálogo con la ciencia, sin prejuicios de ningún tipo, para ratificar o rectificar su actual postura en un tema tan delicado como es la eutanasia. El dolor en el cristianismo tiene un valor redentor, pero no se puede exigir a nadie un martirio antes de morir.

»Nos preocupa seriamente el fenómeno populista-revolucionario que se está extendiendo por algunos países sudamericanos. Una nación no es demócrata porque los gobernantes lleguen al poder mediante las urnas. Una nación es demócrata cuando sus dirigentes legislan con arreglo a las leyes de la democracia. Y lo mismo que la Iglesia luchó en el pasado contra las tiranías militares, hoy tiene la obligación de hacerlo contra las tiranías de facto marxistas que no respetan los derechos democráticos, especialmente la libertad de expresión, reunión y manifestación. Tiranías que, además, están resucitando los mitos indígenas que retrotraen al pueblo a prácticas religiosas idólatras y alienantes de la dignidad humana.

»Y por último, quiero hacer un llamamiento a los países occidentales y, de manera especial, a la llamada Vieja Europa. Como sociedad evolucionada a nivel político, social, científico y cultural, es lógico que el hecho religioso retroceda al ámbito de lo privado. Pero es negativo, muy negativo, a consecuencia del laicismo progresista y de la desidia y los complejos de los conservadores, que la actual sociedad europea esté sumida en un estado nihilista, autodestructivo y carente de valores. Europa ha perdido la fe. Y no me refiero sólo a la fe en Dios, sino a la fe en la civilización occidental que no es, ni más ni menos, que el humanismo cristiano. Y si no recupera esa fe, carecerá de fuerza para oponerse a quienes quieran implantar en sus tierras otras civilizaciones.

»De mis palabras podéis deducir claramente que la Iglesia, como institución religiosa, tiene su ámbito privado de actuación. Pero como institución pública, está al servicio de la justicia y la paz en todo el mundo. Y prueba de ello es que, a primeros de febrero, viajaré a Palestina e Israel para intentar establecer un alto el fuego permanente en el conflicto secular que aqueja a estas dos naciones.

»Excelencias… señoras… señores… La Iglesia es la organización social más antigua de la Tierra. Tiene más de dos mil años de vida. A lo largo de su historia ha cometido muchos errores. Pero nadie puede negarle, incluso los que no crean en su origen divino, que es la depositaría del código de valores éticos y humanos más perfecto que existe: el Evangelio de Cristo. Un código de conducta con un mensaje que fue revolucionario en su tiempo y ahora lo es más: todos los seres humanos son hijos de Dios y, en consecuencia, hermanos, sin distinción de sexo, raza o religión.

»Queridos amigos, las puertas de la Iglesia están abiertas para cuantos dignifiquen al ser humano. Y estarán cerradas para todos cuantos lo esclavicen o denigren. Y en esta lucha por la dignidad humana nadie nos callará.

»Que Dios esté con vosotros.

2

Claudia Patricia permaneció con la mirada adherida a la pantalla del televisor, hipnotizada, nostálgica, transida, a pesar de que la imagen de Su Santidad había sido sustituida ya por una presentadora de informativos de la CNN.

Cuarenta segundos después volvió a la realidad con un mohín de cabeza. Se encontraba en su despacho de la galería “Pasolini”, sentada en la mesa de trabajo, y sus ojos se toparon con el libro del profesor Crespo sobre las profecías de San Malaquías.

—Donatella, intenta localizar en internet una editorial española llamada Diamante. Y…

—Espera, por favor —le detuvo su secretaria a través del interfono—. ¿Cómo has dicho que se llama la editorial…?

—Diamante —confirmó la galerista leyendo la ficha técnica—. Está en Barcelona… Lo que necesito es el teléfono o el email del autor del libro titulado Las nuevas profecías de San Malaquías. Se llama Martín Crespo. Si te proporcionan el teléfono, mejor. Tengo un número suyo, pero se ha debido cambiar de casa porque lo he marcado y me da el mensaje de que no existe.

—¿Te corre mucha prisa? Porque estoy con…

—Pues mucha, no, pero… ¡Sí, me corre prisa!

—De acuerdo, me pongo a ello.

Mientras Donatella efectuaba la citada gestión, la galerista comenzó a leer el primero de los tres informes encargados a sus asesores sobre la colección titulada “Todos somos uno”, la obra del pintor español con el que se había entrevistado unos días antes en aquel mismo despacho.

El análisis no resultaba muy favorable. Detectaba “deficiencias en la conjunción de los colores”, “inmadurez en la composición de los cuadros” y “falta de una técnica personal”. Sin embargo, su “audacia conceptual” podría ser interesante “cuando solidificara en un estilo propio”.

—El señor Crespo al teléfono… —la eficacia de Donatella sólo era comparable con su gran volumen corporal, especialmente en sus fellinianos pechos asomando, tanto en invierno como en verano, por un escote descomunal.

—¿Martín?

—¿Sí…? ¿Quién es? —gracias al timbre italiano de su voz sólo le llevó un segundo reconocer a su amiga romana—. ¡Claudia! ¡Qué alegría oírte!

¡Mi caro amico…! ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatro…, cinco años…?

—Yo diría que más… ¿Bueno, cómo estás? ¿Sigues con la galería…?

—Sí, sí, ya sabes que es mi pasión, y además me va muy bien con ella. ¿Y tú…?

—Pues, jubilado…

—Jubilado y escribiendo libros de éxito que se traducen a otros idiomas.

—¿No me digas que has visto en Roma el de San Malaquías? —exclamó entusiasmado el profesor cordobés.

—Lo he visto, lo he comprado y lo he leído. De un tirón, anoche.

—¿Te interesa el tema de las profecías?

—No especialmente… No creo en ellas… Pero como lo había escrito mi buen amigo Martín…

—Pues muchas gracias. Y qué pasa, ¿te casaste o sigues soltera…? —cambió de tema su interlocutor.

—Soltera y sin compromiso, como decís ahí en España. Oye, Martín… Una curiosidad… ¿Tú crees en las profecías esas de San Malaquías…?

—Pues… no y sí… —tardó algunos segundos en responder.

—A ver, explícamelo… No me cruces los cables, como decís también por ahí.

—Verás… Yo las he estudiado a fondo y en la mayoría hay tantas vaguedades que puedes pensar y escribir lo que quieras sobre ellas. A veces hay relaciones sorprendentes, pero en general, no. Sin embargo…

—¿Qué ibas a decir? —le animó su amiga tras enmudecer el profesor cordobés.

—Con la profecía sobre el nuevo Papa estoy, digamos, alucinando.

—¿Alucinando…? ¿Qué es “alucinando”? ¿A qué te refieres? —le apremió Claudia muy interesada.

—Pues a que he encontrado una serie de coincidencias realmente extraordinarias entre la profecía y la vida de Adriano VII. Pero lo más fascinante son las cinco palabras que San Malaquías escribió debajo de ella. ¿Sabes a qué palabras me refiero…?

—Sí.

—Creo que encierran un enigma. Un enigma… nada favorable para el Pontífice actual.

—¿A qué te refieres… con exactitud? —insistió la galerista con una preocupación mal disimulada.

—A que parecen anunciar, al menos así lo creo yo, un final trágico para este Papa… Naturalmente, siempre que sea una verdadera profecía y, además, que se cumpla, claro.

Un escalofrío, ramificándose a gran velocidad por todas sus cañerías nerviosas, paralizó por completo el cuerpo de la galerista, parálisis que se tradujo en un largo silencio.

—Claudia… ¡Claudia! Vaya, se ha cortado la línea… ¿Me oyes?

—Sí, perdona… Decías algo de un final trágico… —le recordó con la garganta lastrada por el miedo que se había estacionado en su ánimo.

—Sí, es como si San Malaquías hubiera dejado cifrado un aviso mortal, o algo así, sobre este Papa. Precisamente estoy terminando de escribir ahora un nuevo capítulo para la segunda edición del libro, donde explico las extraordinarias coincidencias entre la profecía que yo descubrí en el monasterio del Císter de Córdoba y la personalidad del nuevo Pontífice.

—¿Y… tratas también… ese posible anuncio… trágico?

—Sí, he elaborado algunas hipótesis, pero ninguna de ellas me convence. La verdad es que esas cinco palabras finales, “Obnuntio, Multitudo, Crucifixio, Luces, Quartadecima”, me tienen loco porque no logro averiguar su significado en conjunto. Y menos, el porqué las cuatro “oes” tienen un tamaño diferente.

—Martín…, ¿me puedes enviar por email ese capítulo cuando lo tengas terminado? Es muy importante para mí… —le pidió la galerista tras una nueva pausa en la conversación.

—¿Pero no decías que no te interesaba el tema? —Le recordó con fina ironía el autor cordobés—. ¿Que no crees en las profecías…?

—Y es cierto, pero… Bueno, ya te contaré.

—Cuéntamelo ahora.

—Ahora no puedo, créeme. ¿Cuándo me podrás enviar ese capítulo…?

—Pues no sé… Más o menos, en una semana. Dame tu email.

—Ce, pe, eme, todo en minúscula, arroba, yahoo, punto com.

—Lo tengo. Te lo mandaré en cuanto lo termine. Serás la primera en leerlo, te lo prometo.

—Gracias, Martín… Me alegra mucho haber hablado contigo después de tanto tiempo.

—Lo mismo te digo. Y a ver si ahora, con el email, tenemos más comunicación.

—No te quepa duda de que vamos a seguir hablando.

Un beso.

—Otro para ti.

Tras colgar el teléfono, Claudia Patricia se quedó pensativa con la mirada posada en la pared de enfrente, pero con la mente muy lejos de allí. El frío de la angustia comenzó a arremolinarse en su pecho. Y por más que se decía a sí misma que las profecías pertenecían al género de la ciencia ficción, a la fantasía ancestral de los mitos, no podía apartar de su ánimo el miedo, aunque fuera infundado, de que le pudiera pasar algo a Jorge Darío.

3

—Un millón de euros… Cincuenta por ciento por adelantado… La otra mitad a las cuarenta y ocho horas de terminar el encargo.

—Dentro de cuarenta minutos tienes el dinero en la cuenta… ¿Cuánto tiempo crees que necesitarás para llevar a cabo el trabajo?

—Tengo que estudiar a fondo el asunto. Espero saberlo, más o menos, en quince días. En cuanto decida la fecha, te llamaré.

—Okay.

Mortimer se encontraba en el despacho de su casa española en la urbanización Villamartín, en Alicante, y acababa de cerrar la operación iniciada en el barco-restaurante de Stratford. No quiso aceptar el cheque en blanco que tan teatralmente le había tendido Hermann durante la cena por el río Avon. Prefirió meditar con detenimiento el trabajo que le ofrecía y, en el caso de aceptarlo, prever los gastos y establecer con cuidado sus honorarios para no pasarse ni tampoco quedarse corto.

Transcurridos tres días, después de un minucioso análisis de los pros y los contras, había decidido aceptar el encargo por dos razones. La primera y principal: podía pedir una elevada cantidad de dinero. Y la segunda: la misión, por ser muy difícil y notoria, le colocaría en el número uno de su ranking profesional si la culminaba con éxito.

Luego, bajo el porche artesonado de maderas antiguas, Asun, la cocinera-limpiadora, le sirvió el desayuno: huevos estrellados con patatas fritas, bacón, café exprés y un zumo de pomelo. Mientras tanto, Antonio, el marido de Asun y jardinero de la casa, se afanaba en podar algunas de las muchas plantas que crecían en el jardín. Al terminar el desayuno, como todos los días, dio un largo paseo por Villamartín con su perra Duna.

Una hora después, Mortimer se encerró en su despacho y encendió el ordenador portátil, confirmando que su cuenta del EFG Prívate Bank de Zúrich había engordado en quinientos mil euros. Seguidamente abrió el attaché de los tres círculos rojos en forma de triángulo y extrajo de su interior la carpeta de anillas que contenía el muestrario, así como el extraño teléfono móvil sin teclas numéricas.

Buscó un determinado folleto y lo liberó de la bolsa plastificada, dejándolo sobre la mesa al alcance de su vista. Mostraba en su portada dos fotografías. Una de ellas pertenecía a una especie de navegador GPS, tipo “Tom Tom”. La otra, a los mandos de una consola de videojuegos que se asemejaba al de la PlayStation 3. Debajo de ambas fotos, un número de referencia: A11B12C.

Tomó el teléfono y pulsó el botón verde. De inmediato, la pantalla se iluminó con el mensaje “Welcome, Mr. Mortimer”. Se oyeron tres repiques y luego una potente voz de tenor que delataba, por su marcado timbre gutural, a alguien perteneciente a los países del Este.

—Hola, señor Mortimer. ¿Qué tal el tiempo en Alicante?

—Excelente, querido amigo. ¿Y la mar, por ahí?

—Tenemos algo de marejada, pero la temperatura es bastante buena. Un día maravilloso para pescar.

—Y aquí para jugar al golf.

—Mucho tiempo sin hablarnos. ¿Qué desea?

—La A11B12C.

—¡Extraordinaria elección! ¡La principal joya de mi colección! Como siempre, sabe usted elegir lo mejor.

—Pero tiene que hacerme una rebaja sobre el precio del catálogo. Doscientos cincuenta mil euros me parece un precio excesivo.

—¿Excesivo…? ¡Pero si es una auténtica ganga! —proclamó su interlocutor revelando unas excelentes dotes para la venta—. No olvide, querido Mortimer, que nos ha llevado tres años de trabajo y eso, como usted sabe, es muy costoso. Además, hemos conseguido un producto que parece de ciencia ficción, una auténtica maravilla de la tecnología. Sólo puedo regalarle la sesión de aprendizaje… e invitarle a comer. Una comida, eso sí, auténticamente principesca, se lo prometo.

—Está bien. Tendré que llevarle el diseño técnico, ¿no?

—Sí, sí, claro, eso a lo que los ingenieros aeronáuticos llaman el “genoma”. De otra forma, mi extraordinario invento no serviría para nada.

—De acuerdo. Volveremos a hablar cuando consiga ese “genoma”.

—¿Un buen negocio a la vista, señor Mortimer?

—Digamos que… no está mal…

—¿Qué tal el golf? ¿Se le sigue resistiendo el par del campo?

—Sí, pero por poco tiempo —sonrió un tanto sorprendido de la excelente memoria que poseía su interlocutor.

—Estoy seguro de que lo conseguirá —rió abiertamente—. ¡Bien, espero su llamada!

Tras colgar, Mortimer se quedó mirando las dos fotos del folleto: el supuesto GPS y los aparentes mandos de la consola. En realidad, ambos elementos conformaban un invento prodigioso. Merecían el elevado precio que costaban.

4

Foster, tras leer las primeras páginas de los periódicos y los portales informativos de internet, dedujo que era difícil sintetizar en un titular todo el cuerpo del discurso papal ante el cuerpo diplomático acreditado en el Vaticano. Adriano VII, al igual que ocurrió en la solemne misa con la que estrenó su mandato eclesial, decía numerosas cosas en pocas palabras e insinuaba aún muchas más. Necesitó casi una hora de lectura para hacerse una idea, aunque sólo aproximada, de la enorme repercusión mediática provocada por su concepción del mundo actual.

En primer lugar, había una crítica valiente y sin sordina al fundamentalismo islámico. El Pontífice argentino asumía que la Iglesia había cometido en el pasado errores similares a los del Islam en el presente, pero eso no le restaba autoridad para condenar la teocracia dictatorial de muchos países musulmanes. La crítica se extendía también a la izquierda europea que, salvo excepciones, guardaba un silencio culpable ante la conculcación permanente de los derechos humanos en los países árabes integristas.

Por otra parte, el Papa avisaba claramente que si Occidente no cedía parte de su bienestar al Tercer Mundo, éste, empujado por el hambre y las enfermedades, terminaría con la opulencia occidental a través de inmigraciones masivas. Y no sólo avisaba, aportaba una solución imaginativa para prevenir este problema: el apadrinamiento particular de las naciones ricas a los países necesitados sin caer en ningún tipo de colonización.

Una de las ideas que más interesó al escritor español fue la de refundar la ONU. Muy debatida, muy criticada y muy aplaudida tanto en editoriales como en artículos de fondo. Sobre todo, había hecho correr ríos de tinta su propuesta de crear un ejército internacional, tanto para defender a los países democráticos como para intervenir en estados regidos por tiranías y perseguir a los terroristas y criminales de guerra en todo el mundo.

Este pensamiento resultaba “muy norteamericano” pero él lo salvaba sometiéndolo a una ley internacional, sustrayéndolo así a la voluntad personal del presidente yanqui de turno.

También había despertado una encendida polémica que no hubiera cerrado las puertas a la eutanasia. Y destacaba su contundente condena del laicismo que invadía Europa, sumiendo a los ciudadanos del Viejo Continente en una sociedad psicológicamente enferma, desesperanzada, sin ética social y carente de un horizonte vital trascendente.

Al finalizar su periplo por los medios informativos, Dan tenía claro que el desconcierto entre los políticos, periodistas y ciudadanos era absoluto. Acostumbrados a la bipolaridad ideológica, el pensamiento ecléctico de Adriano VII, audaz en cuanto a costumbres y conservador en lo político, les había descolocado totalmente. En consecuencia, ni los moderados ni los progresistas podían apropiárselo sin dejar flancos abiertos a sus contrarios ideológicos.

Todos los comentaristas coincidían en que había efectuado una defensa clara de la civilización occidental, a la que ponía, a pesar de sus errores, como modelo para el resto del mundo. Nadie tenía duda, y él estaba de acuerdo, que había nacido un líder mundial. Alguien capaz de galvanizar a la decrépita Europa contra la proliferación del integrismo islámico, y de apoyar sin complejos a Estados Unidos en su cruzada contra el terrorismo internacional y las dictaduras encubiertas del populismo izquierdista en Sudamérica. Pero también capaz de condenar sin tapujos los desmanes de la Casa Blanca si volvían a repetirse errores como el de Irak y situaciones tan inaceptables como las de Guantánamo y Abu Ghraib.

A las once, Foster reanudaba la escritura del libro redactando el segundo capítulo de Yo me infiltré en el cónclave, título provisional en espera de que fructificara su investigación sobre la galerista de Via Margutta.

Al final de la mañana, como cada día, Lola le llamó para saber si había alguna novedad en el tema de la relación Papa-Claudia Patricia.

—Nada. No llama y me tiene desesperado. De todas formas, llevo escritas casi veinte páginas. No creas que estoy perdiendo el tiempo.

—¡Daniel, no podemos seguir con esta incertidumbre! Vamos a marcarnos un plazo. Por ejemplo, una semana más, y si no consigues averiguar nada, se acabó. Se acabó del todo. Por ganar cien, podemos perder cincuenta.

—¿No prefieres doscientos contra cincuenta? —intentó envidarle.

—No. Yo sé que tú eres un buen jugador de mus. Pero yo lo soy de póquer y la mejor jugada, a veces, es una retirada de la mesa.

—Bien, si en una semana no avanzo significativamente en la investigación, regreso a Barcelona y me encierro en casa de mi madre a pan y agua hasta que termine el libro. ¿Contenta…?

—Veo que empiezas a razonar… Un beso, Daniel —se despidió en tono cálido.

—Oye, Lola… ¿Te encuentras bien? Ayer te encontré un poco rara y hoy también… ¿Te pasa algo? ¿Estás enferma…? —teatralizó Foster.

—No, no me pasa nada… ¿De dónde sacas todas esas elucubraciones? —se interesó, extrañada, la editora.

—¡Pues que ni ayer ni hoy has soltado un solo taco!

—¡Eres un cabronazo hijo de la gran puta! —Una furia impostada crepitó en su garganta como una erupción volcánica.

—¡Ésta es mi Lola! ¡Un besazo!

5

Como todos los miércoles por la mañana, lo primero que hizo Elsa Stone tras levantarse fue salir al jardín, elegir quince rosas, cortar sus tallos y formar con ellas un hermoso ramo que luego introdujo en un florero de cristal tallado.

Tenía cuarenta y un años, medía uno setenta, melena rubia leonada, cuello de alabastro, ojos verdes y un rostro angulado y agradable a excepción de unas marcadas mandíbulas, el único dato que delataba su carácter firme y decidido.

Vivía en Cape Coral, condado de Lee, sudoeste de Florida, en una casa de dos plantas con tres salones, seis habitaciones y un gimnasio. En torno a la vivienda, un jardín de unos dos mil metros cuadrados con embarcadero propio en un canal que desembocaba directamente en el océano Atlántico.

Tras desayunar, pasó al gimnasio, donde sometió su cuerpo a una hora de aparatos de musculación y estiramiento. Después de la ducha, se vistió con un pantalón vaquero, una camisa asalmonada, un fular del mismo color y una cazadora de cuero. Cogió el florero y, tras guardarlo en una bolsa, subió a una Harley Davidson Sporter, su pasión favorita, dirigiéndose a toda velocidad hacia el cementerio de la ciudad.

Diez minutos más tarde se hallaba frente a la tumba de su marido, una lápida donde se podía leer “Jack Isaías Silver (1964-2007)” y una enigmática inscripción: “Fue el mejor”. Colocado el florero al lado derecho de la lápida, previa recogida de otro que había con rosas marchitas, Elsa permaneció unos segundos contemplando la foto de un hombre joven, pelirrojo y sonriente. Cerró los ojos y, como cada semana, su hemisferio cerebral comenzó a poblarse con recuerdos de la apasionante vida que había compartido con Jack a lo largo de once años.

E igualmente, como cada miércoles, tras unos minutos de intensa nostalgia, sus ojos se bañaron con las mansas olas de las lágrimas. Sólo que en esta ocasión no llegaron a resbalar por sus mejillas ya que fueron abortadas por el tono de su móvil.

—¿La señora Elsa…? ¿Elsa Stone? —una recia voz con marcado acento hispanoamericano.

—Sí, ¿quiénes…?

—Le habla Rodríguez, Hugo Rómulo Rodríguez… Nos conocimos en el restaurante “Americana”, del Ritz Carlton. En South Beach de Miami, allá por noviembre de 2004. Comimos su difunto esposo, usted y yo… ¿Me recuerda?

—Por supuesto. ¿Cómo está, señor Rodríguez?

Lo recordaba a la perfección. Era un tipo robusto, superbronceado, totalmente calvo, con un amuleto maya de oro colgado de su cuello por un grueso cordón también de oro. Vestía una camisa roja, abierta casi por completo para mostrar tanto el amuleto como su pecho poblado de un tupido vello ensortijado. Fue en una cena de negocios, donde el citado Rodríguez pidió precio a su marido por un trabajo que, a la postre, no se llevó a cabo.

—Bien, bien… Le quería hacer una pregunta… Me han llegado noticias de que usted ha decidido seguir los pasos profesionales de su esposo. ¿Es okay?

La expresión facial de Elsa, hasta entonces neutra, se animó con nerviosa viveza y comenzó a caminar por la alfombra verde del cementerio, olvidándose de la lápida de su marido y concentrada por completo en la conversación telefónica.

—Le han informado bien.

—Okay. ¿Podríamos vernos… podríamos cenar mañana para hablar de un negocio?

—Sí, claro, no hay ningún problema. ¿Dónde está usted?

—Ahorita mismo en Maracaibo, pero podría volar mañana a Miami. Sé que usted vive en Florida, ¿podría acercarse a Miami…?

—No tengo problema. ¿Dónde quiere que cenemos?

—¿Le parece bien en donde nos conocimos…, en el “Americana”…?

—Me traería recuerdos de mi marido… Preferiría otro restaurante…

—Okay… ¿Conoce “Emeril’s”?

—No…

—Ponen un pastel de langosta que está riquísimo y un atún asado con cebollas caramelizadas auténticamente delicioso.

—Estupendo. ¿Cuál es la dirección?

—El…, espere que lo mire…, Okay… El 1.601 de Collins Avenue, en el hotel Loews Miami Beach.

—¿A las nueve, por ejemplo? —propuso Elsa.

—Okay, señora.

Tras colgar, la excitación se había apoderado de toda su red nerviosa. Si su marido llegó a ser “el mejor”, el número uno, ¿por qué ella no podía alcanzar ese mismo puesto? Sería el mejor homenaje que podría rendirle al gran amor de su vida.