Undécimo

1

Ocho días después de su coronación papal, Adriano VII se levantó, como hacía normalmente, a las siete de la mañana. Tras media hora de aseo personal, se dirigió a su capilla privada situada en el mismo apartamento pontificio. Quince minutos de oración ante el sagrario, sobre el que pendía un gran crucifijo, y a continuación se revestía para celebrar la santa misa.

Asistían a la eucaristía el sacerdote don Diego Riquelme, cuarenta años, su secretario personal que ya ejercía como tal en Buenos Aires. Cuatro monjas seglares italianas, pertenecientes a la Filiación Cristomariana, que se ocupaban de todas las labores domésticas y administrativas. Graciela Mendoza, sesenta y dos años, hermana soltera del Pontífice, quien también gobernaba a nivel doméstico el palacio episcopal bonaerense. Y por último, don Gianfranco Testa, el secretario personal del difunto León XIV, a quien Su Santidad le había rogado que continuara en su puesto durante tres meses más.

Una vez terminada la misa, el Santo Padre, don Diego y Graciela pasaron al refectorio para desayunar. Era el “momento argentino” del día, donde tomaban mate con facturas, unas masas de harina rellenas de dulce de leche, y comentaban las últimas noticias de su tierra, un país por el que sentían una caudalosa nostalgia y, al mismo tiempo, una gran tristeza por no desarrollar sus grandes virtualidades económicas, sociales y culturales.

A las nueve de la mañana, finalizado el desayuno, Adriano VII tomó asiento en su amplia mesa de trabajo, situada muy cerca de la ventana que daba a la plaza de San Pedro, mundialmente conocida por las apariciones papales de los domingos para el rezo del ángelus y la bendición de los peregrinos. Repasó las portadas de los diarios más influyentes del mundo y leyó algunos editoriales, accediendo luego a internet para echar un vistazo a algunos de los periódicos digitales más visitados.

A las nueve y media apagó el HP y abrió el bloc donde estaba redactando el discurso que pronunciaría, cuarenta y ocho horas más tarde, ante el cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede. Releyó lo que llevaba ya escrito y continuó con la tarea durante bastante tiempo hasta que unos golpes en la puerta daban entrada a su fiel secretario con un abultado dossier de prensa encuadernado. Contenía comentarios, reportajes, artículos y editoriales relativos a los cambios propuestos por Su Santidad en la memorable homilía de su primera misa pontifical.

—¿Algo nuevo…? —indagó el Pontífice al tiempo que don Diego dejaba el dossier al alcance de su mano.

—Nuevo, nuevo, no. Se repite la tónica de los días anteriores. Alabanzas en los medios poco afines a la Iglesia, división de opiniones en los neutrales y reticencias y prudencia en la prensa conservadora —le informó su colaborador al tiempo que le alargaba, además, tres DVD en sus fundas correspondientes.

—¿Y en la televisión?

—Debates y más debates entre conservadores y progresistas, guirigáis ininteligibles y la fama que está adquiriendo don Luca, el exaltado párroco de San Cristaliano. Por lo visto, todos los días le llegan ofertas para salir en programas de televisión, especialmente de Italia y España.

—Lo que no entiendo es por qué a su edad no está ya jubilado.

—Según el obispo de Nápoles, por falta de sacerdotes para cubrir todas las parroquias. Ahora, supongo, lo jubilará ipso facto.

—Entonces, nada diferente a los días anteriores —concluyó el Santo Padre.

—Todo sigue igual, salvo que me reafirmo en la idea que ya hemos comentado otras veces. El principal escollo lo va a tener Su Santidad…

—Por favor, Diego, te repito que me tutees, ¡que llevamos juntos media vida, hombre!

—Perdona… se me olvida… Pues eso, que el éxito de las reformas va a depender de si se desactiva el núcleo duro de la curia, por una parte, y las organizaciones integristas y neoconservadoras por otra.

—Recemos para que sea así.

Una vez que se marchó el secretario, Su Santidad continuó redactando el discurso para el cuerpo diplomático hasta la una de la tarde, en que recibió a tres cardenales: el alemán Merkel, el español Moncada y el arzobispo de Milán, monseñor Pertini, quienes se habían convertido de hecho en su consejo asesor desde que fue elegido.

La reunión con los tres purpurados, almuerzo incluido servido en la vajilla con el escudo pontificio, tenía por objeto comunicarles que iba a nombrar a Steven Palmer vicesecretario de Estado, lo que antes se denominaba “sustituto de la Secretaría de Estado”. Y además, recabar su opinión sobre otros cuatro nombramientos de capital importancia, los prefectos de las tres congregaciones claves de la curia —Doctrina de la Fe, Obispos y Clero—, así como el cargo de secretario de Estado, el responsable exterior de la política de la Santa Sede y número dos de la Iglesia.

Para la Doctrina de la Fe había pensado en el primado alemán, Helmunt Müller, teólogo progresista, discípulo de Schillebeeckx y Küng. Para la Congregación de los Obispos creía que el hombre adecuado podría ser el patriarca de Venecia, monseñor Rialto, y para el Clero el hindú Tagore, el candidato preferido de los purpurados del Tercer Mundo durante el pasado cónclave.

Los tres asesores estuvieron de acuerdo con el Santo Padre en los citados nombramientos. Sin embargo, discreparon sobre la persona que debía ocupar la Secretaría de Estado. El Pontífice tenía in mente que continuara Perosi, ya que a su juicio lo había hecho bien durante el papado anterior. Moneada y Merkel disentían de él porque lo veían muy proamericano. Preferirían a alguien menos marcado por la política internacional. Por su parte, el arzobispo de Milán abogaba también por poner la diplomacia vaticana en manos de un europeo, ya que la vicesecretaría iba a estar en poder de un estadounidense.

A los postres del almuerzo, surgió el nombre del arzobispo de París, el cardenal Petit, Jean Petit, un políglota con una gran experiencia en nunciaturas tan importantes como Washington, Brasilia y Berlín. Y, sobre todo, con excelentes relaciones entre judíos y palestinos, ya que fue el alto comisionado de Benedicto XVI en la guerra del Líbano de 2006. No parecía una mala opción, pero al Papa no le convencía demasiado.

—Esta tarde vienen a verme Fontana, Leone y Perosi —les reveló el Santo Padre mientras tomaban café.

—¡Menudo trío! —exclamó el primado español.

—Prepárate porque traerán las escopetas cargadas —ironizó Merkel.

—No seáis crueles… Es lógico. No todos tienen vuestro espíritu abierto… Recordad lo que os ha costado a vosotros plantearos ciertas cosas.

—Nos ha costado… y nos cuesta —intervino Pertini—. Yo, hay noches que no duermo.

—Yo… no duermo ninguna noche —les confesó Su Santidad con una brizna de sonrisa entre los labios.

2

El taxi se detuvo en la esquina de Via Margutta con Babuino, cerca de la Piazza di Spagna. Tras abonar el recorrido, Dan Foster se bajó en compañía de una gran carpeta de cartón negro y una cartera de piel granate, comenzando a caminar por la primera calle en busca de la galería “Pasolini”.

Su aspecto, transformado notablemente, había adquirido un marcado look bohemio gracias a unas gafitas “johnlennonianas”, el pelo erizado por laca amarilla, un chaleco de raso moteado de perlitas sobre una camisa azul de seda persa, unos anchos pantalones verde-milicia y unas botas tachonadas de relucientes clavos.

Tras diez minutos de espera en una pequeña antesala fue recibido por la directora. Tardó algunos segundos en comenzar a hablar, extasiado ante la belleza y atractivo de la mujer que tenía frente a sí. Superaba con creces la entusiástica descripción del dueño del perro.

—Ante todo, le agradezco que me haya recibido… Como le dije por teléfono, soy español y vivo en Roma desde hace tres años. Me gano la vida dibujando cómics y el tiempo libre lo dedico a pintar, que es lo que de verdad me gusta. He terminado hace poco una colección de dieciséis cuadros y me gustaría darlos a conocer, exponer… Ya sé que no es fácil pero me han hablado de usted, de que busca talentos nuevos y… pienso que a lo mejor puede ver… —Sonrió ante la broma—, el genio que mi madre y mi abuela ven en mí —alargó la sonrisa pero ahora barnizada de tristeza—. Y que también veía en mí la que, hasta hace unas semanas, era mi novia…

Claudia le devolvió la sonrisa, tintada a su vez de una cierta ternura por la confesión del hombre que se hallaba frente a ella.

—Bien, lo primero, vamos a tutearnos, ¿te parece…? —Mohín afirmativo de Foster—, y gracias por confiar en mi galería. Y lo segundo, te digo lo que le digo a todos cuantos se sientan en esa silla… Si a mí no me gustara tu obra, no significa, en absoluto, que no seas un buen pintor. Yo he tenido grandes aciertos en el descubrimiento de artistas y clamorosos fracasos. Y bueno, dicho esto, a ver qué traes…

Dan sacó de la carpeta negra un lienzo de 45 x 35 titulado “Ojos”. Un piélago azul oscuro, con claridades malvas en el horizonte, donde destacaban unos ojos femeninos, grises, bajo unas pestañas policromadas. Se lo alargó y Claudia lo observó con detenimiento. Luego se levantó para situarlo sobre un caballete, delante del cual, a una cierta distancia, había cuatro focos. Los fue encendiendo de uno en uno ante la curiosa mirada de Dan y, al finalizar, la galerista comentó:

—Desconozco por ahora si es bueno… pero lo que sí sé es que a primera vista resulta curioso, interesante… Decías que tenías una colección…

El “pintor” extrajo de la cartera un book con fotos de otros cuadros y se lo alargó al tiempo que comenzaba a explicarle:

—Se trata de una obra titulada “Todos somos yo” compuesta, como ya te conté por teléfono, de dieciséis lienzos donde en cada uno de ellos aparece una parte de un cuerpo humano. Vistos en conjunto, sería como un puzle de una persona completa. Un puzle donde físicamente no se pueden unir los trozos, pero sí mentalmente… No sé si me explico bien… Mejor échale un vistazo…

En efecto, cada una de las fotos correspondía a un cuadro donde, sobre fondo oscuro, turbio, indefinido, destacaba un elemento del cuerpo humano: nariz, orejas, hombros, manos, tórax, sexo…

—Te repito, me parece interesante… Interesante significa que voy a estudiar la obra, se la pasaré a mis asesores y, si decidimos apostar por ti, buscaremos fecha para la exposición.

—¡Pues no sabes lo que me alegro… lo que supone para mí en estos momentos lo que acabas de decirme! Gracias… de verdad, muchas gracias… —teatralizó Foster con absoluta perfección.

La dueña de “Pasolini” se puso en pie al tiempo que le alargaba la mano y una cálida sonrisa.

—No te puedo prometer nada, salvo lo que te he dicho: estudiaremos a fondo tu colección. En cuanto sepa algo, te llamo, no te quepa la menor duda. Ya he visto tu tarjeta en el book y que vives en el Trastevere, como tantos artistas. Yo también vivo allí.

—¿Ah, sí?

—Yo suelo decir que el cuerpo de Roma se encuentra en sus magníficos monumentos… y el alma en el Trastevere.

Mientras le acompañaba hasta la salida de la galería, se interesó por su estancia en Roma.

—¿Y por qué te viniste a Italia, siendo de una tierra tan maravillosa…?

—Pues… por una italiana… maravillosa… —Sonrió con una cierta nostalgia—. ¿Conoces España?

—Bastante… He estado tres veces… Cuando estudiaba arte en la Universidad de Florencia viajé con mis padres por Andalucía. La recorrimos durante un mes… Nos fascinó la mezquita-catedral y el barrio de la judería de Córdoba. Y también Granada. En efecto, como dijo el presidente Clinton cuando visitó esta ciudad, resulta inenarrable contemplar un atardecer desde el balcón de San Nicolás teniendo como fondo La Alhambra. Una auténtica maravilla. Luego, cuando me licencié, permanecí en Madrid una semana prácticamente encerrada en el Museo del Prado. Con permiso de todos los demás, el mejor museo del mundo… Y hace unos meses estuve en el norte, en un balneario. Me encontraba muy estresada por el trabajo y… y me vino muy bien… Y bueno, luego he ido varias veces a Madrid a ferias de arte como ARCO y a exposiciones puntuales en el Prado y en el Reina Sofía.

Habían llegado al hall y la galerista le tendió de nuevo la mano.

—Encantada de haberte conocido, Daniel. Lo dicho, te llamo en cuanto sepa algo…

—Gracias, Claudia. Has sido muy amable.

Con las manos enlazadas se sostuvieron la mirada y la sonrisa durante unos instantes. Foster, fascinado ante la elegancia y belleza de la directora de “Pasolini”. Claudia, tratando de esclarecer la enigmática personalidad de aquel artista, tan extraña como la colección de cuadros que le había traído.

Al abandonar la galería, el escritor caminó hasta la Piazza di Spagna donde tomó asiento en la espectacular escalinata barroca que asciende hasta el templo de Trinità dei Monti. Y una vez más se reprochó a sí mismo haber elegido la carrera de periodismo y no la de actor. La dueña de “Pasolini” se había creído todo cuanto él había interpretado: que se trataba de un pintor vanguardista, que se llamaba Daniel Molla y que acababa de romperse la relación amorosa que le trajo a Italia.

De entrada, pensaba, le había caído bien a la galerista y esperaba cultivar una buena amistad con ella, si no por el lado artístico, tal vez por el sentimental… O por ambos a la vez. Después de conocerla, comprendía perfectamente que pudiera existir, o haber existido, una relación entre el cardenal Mendoza y ella.

Claudia era guapa, atractiva, sensual, culta, elegante, rica… Parecía tenerlo todo… todo…

Por vez primera desde que lo abandonó Eva, su compañera sentimental, Dan se sorprendió a sí mismo pensando en otra mujer… Soñando despierto con ella…

3

Tras la comida con sus consejeros Merkel, Moneada y Pertini, el Pontífice se retiró a su dormitorio donde, en una cómoda butaca, cerró los ojos durante quince minutos para que la relajación se apoderara de su mente y el descanso de su cuerpo.

A las cuatro, tras orar unos minutos en la capilla pidiendo a Dios que lo iluminara para la reunión que le esperaba, recibió en la biblioteca del segundo piso a los cardenales Fontana, Perosi y al arzobispo Leone, quienes tomaron asiento en un amplio sofá frente al sillón que ocupaba Adriano VII.

El Papa, con un bolígrafo y un cuaderno en las manos, fue tomando nota de todo cuanto le expusieron los tres representantes de una buena parte del colegio cardenalicio y del episcopado, así como de numerosos colectivos religiosos que les habían hecho llegar con celeridad sus quejas en forma de escritos avalados por miles de firmas.

Básicamente, los argumentos de los purpurados y del pensamiento que representaban fueron los siguientes:

Al finalizar la exposición dialéctica de los tres dignatarios eclesiásticos, el Santo Padre les dio las gracias por haber sido francos con él y haber manifestado sus argumentos contrarios a las reformas. Tenía claro que con Fontana y Leone no había nada que hacer. Su pensamiento rayaba en lo monolítico y su postura personal en la enemistad. Perosi, por el contrario, había sido menos drástico en sus afirmaciones y en algunos planteamientos había discrepado de sus dos colegas.

Su Santidad dejó el bolígrafo sobre el bloc y, después de una breve reflexión, les sorprendió con una, en apariencia, insólita pregunta.

—¿Creéis… creéis que Dios existe y que es infinitamente bueno?

Sus interlocutores cruzaron una estólida mirada entre sí ante una interrogante tan absurda como fuera de lugar. Pensando que podía tener trampa, apenas balbucearon un “sí” acompañado de un gesto manual de obviedad.

—Bien… En efecto, Dios existe y es infinitamente bueno. ¿Y pensáis que puede estar en contra de que los hombres sean felices…?

—¡No, por supuesto que no! —respondió con rotundidad Perosi.

—Os voy a contar algo… Mis padres eran católicos… fervientes católicos, pero se tuvieron que separar después de quince años de convivencia por incompatibilidad de caracteres, y aunque cada uno rehízo su vida con otra persona, siempre pesó sobre sus conciencias el sentimiento de culpabilidad de vivir en pecado… No les volví a ver sonreír… Murieron, estoy convencido, sin poder ser felices, estigmatizados por vivir fuera de la ortodoxia de la Iglesia. Fallecieron creyendo que iban al infierno. ¿Sabéis lo terrible que es eso…?

Adriano VII cerró los ojos con fuerza y se tensó su semblante, patentizando el sufrimiento de hurgar en el baúl de su pasado. Cuando los abrió, miró desafiante a sus interlocutores.

—Respecto a la sexualidad… ¿os imagináis que la Iglesia reprimiera el instinto primario de comer cuando se tiene hambre, o de beber cuando se tiene sed…? Ya sé que no es exactamente lo mismo, pero son ejemplos elocuentes de que la naturaleza humana tiene unas exigencias que necesitan ser satisfechas y, si no lo son, se convierten en fuerzas destructivas para el hombre… El sexo es uno de los motores del ser humano, de la Historia, y la Iglesia, nosotros, lo hemos convertido en símbolo del pecado, lo hemos rechazado y lo hemos denigrado, permitiéndolo sólo en el matrimonio y únicamente como método de procreación… ¿Sois conscientes del monumental error histórico que hemos cometido? ¿Por qué en vez de prohibirlo no fomentamos su uso ordenado y racional? ¿Por qué no lo descargamos de sus connotaciones pecaminosas y fomentamos sus aspectos positivos…? ¿Por qué no educamos en vez de condenar…?

Poco a poco, sus tres visitantes empezaron a tomar conciencia de que no se encontraban ante un loco, ni ante un iluminado, ni ante un inconsciente. Se podía disentir de él. Sus argumentos en forma de preguntas resultaban muy difíciles de rebatir porque su dialéctica se enraizaba por completo en el sentido común.

—En cuanto a los métodos anticonceptivos… Que decidan las parejas cuántos hijos quieren tener. En caso contrario, ¿se los vamos a cuidar nosotros…? Y respecto a nuestra estúpida guerra contra los preservativos… ¿sabéis cuántos millones de personas se han infectado de sida en el mundo por nuestra culpa…? ¡Sí, por nuestra culpa! —proclamó categóricamente ante un gesto de incredulidad de Leone.

Se levantó y comenzó a pasear de un lado a otro de la biblioteca mientras continuaba hablando. Lo hacía como olvidado de sus tres interlocutores, quienes le seguían con la mirada eludiendo la del Pontífice cuando sus ojos se encontraban en alguno de los giros.

—He visto cómo abandonaban el sacerdocio personas extraordinarias, entre ellas algunos íntimos amigos míos, por ser incapaces de vivir en castidad. Otras caían en graves aberraciones por culpa de desequilibrios psicológicos debido a una sexualidad enfermiza, fruto de reprimir durante años sus instintos más fuertes… ¿Por qué tenemos que obligar a cargar con el celibato a los sacerdotes que no pueden con él? ¿Por qué no les dejamos que elijan según su carisma…? ¿Por qué en la Iglesia tenemos tanto miedo a la libertad…?

De pronto, su semblante se entristeció como una acuarela veneciana azotado por dolores pretéritos, al tiempo que su voz se descomponía en tonos trémulos.

—Tuve un amigo en la infancia… prácticamente un hermano para mí… Se suicidó a los veintiún años… Era homosexual… Vivía bajo la angustia de creerse un ser anormal, se sentía pecador y despreciado por sus compañeros de clase, y lo que resultaba más terrible… por sus propios padres… Lo encontraron… lo encontré colgado de una viga de su habitación… No necesitó dejar ninguna carta explicando su terrible decisión…

Perosi, Fontana y Leone comenzaron a sentirse incómodos ante las historias que manaban de los labios de Su Santidad, historias que encerraban trozos de vida sangrante ante las que palidecían los argumentos teóricos que ellos habían expuesto.

—Y respecto a la igualdad de la mujer en la Iglesia… ¿quiénes somos nosotros para continuar manteniéndola en segundo plano? ¿Cómo podemos ir en contra de los signos de los tiempos, como pregonaba el bueno de Juan XXIII…? Condenamos su marginación en el Islam y nosotros, ¿qué hacemos nosotros? Las tenemos limpiando y adornando las parroquias, de catequistas, cantando en el coro, para hacer las lecturas litúrgicas, para cuidar enfermos… En definitiva, sirviendo de alguna forma a los párrocos en las labores más humildes, las más secundarias, mientras ellos y nosotros continuamos ejerciendo las tareas de más responsabilidad… Como si las mujeres no nos dieran lecciones en, precisamente, responsabilidad y en otras muchas cosas.

Parecía dirigirse de nuevo a un auditorio muy alejado de sus tres visitantes, hasta tal punto que habló bastante tiempo de espaldas a ellos.

—Mientras la sociedad está incorporando a la mujer a los cargos directivos de las empresas y organismos públicos, nosotros nos empeñamos en mantenerla en los estamentos más bajos de la Iglesia. No parece que hayamos entrado en el siglo XXI. Estamos despreciando todo el potencial que tiene lo femenino de sensibilidad, de intuición y de comprensión hacia las flaquezas humanas… Desaprovechamos su imaginación, su entrega total, su inteligencia, su practicidad y valentía moral… —Se volvió hacia los tres eclesiásticos y les planteó—: ¿Preferís que continuemos instalados para siempre en el machismo que impregna aún el catolicismo? ¿Que sigamos con la negación del sacerdocio a la mujer? ¿Es que son seres humanos de segunda ante Dios? Ellas también tienen derecho a ser sacerdotes. Por otra parte, si lo miramos desde una visión “egoísta”, solucionaría el gran déficit de vocaciones sacerdotales que tiene la Iglesia… —Avanzó unos pasos hacia ellos y les retó sin contemplaciones—. ¿Preferís que muchas parroquias sigan sin pastores de almas? ¿Que las mujeres continúen en la Iglesia encarceladas en el burka de su inferioridad humana?

El silencio se atrincheró durante bastantes segundos entre Adriano VII y sus interlocutores. Un silencio desafiante por parte del Pontífice que ninguno se atrevió a quebrar, mientras él recolectaba sus miradas para intentar conocer su opinión. Sólo encontró ojos desviados, huidizos, casi avergonzados.

—Y respecto a las riquezas superfluas de la Iglesia… Yo no sé si es un disparate jurídico, como habéis dicho, y si pertenecen a los fieles o son propiedad de los estados… Cuando estuve de nuncio en Etiopía, un día oficié un funeral por un chico de quince años… Lo había matado su hermano mayor para robarle una rata y comérsela… Cuando levanté la mano para bendecir el cadáver, vi el anillo de oro que llevaba en mi dedo y, os juro, me sentí el ser más despreciable de la Tierra… Ese día decidí cambiar la Iglesia o abandonarla… Y os confieso que tenía pensado hacer esto último después del cónclave… Mi elección papal, en apariencia, fue el fruto de una solución de compromiso entre dos tendencias contrapuestas. Para mí, no tengo la menor duda, se trató de un mensaje claro de Dios para que intente transformar su Iglesia…

Un asfixiante mutismo, férreo como un grillete de presidiario, tenía atenazados por completo a los dos cardenales y al arzobispo. Finalmente, el Santo Padre concluyó:

—La homilía de la misa pontifical no la preparé el día anterior. La había ido escribiendo dentro de mí a lo largo de toda mi vida. Creo con toda honradez que la Iglesia necesita las reformas que he propuesto. Ahora es el Pueblo de Dios quien tiene que decidir si las acepta o no. La infalibilidad pontificia es un dogma, lo sé, pero la auténtica infalibilidad sólo la tiene Dios y Él se manifiesta a través de los creyentes, de todos los creyentes, en comunión con el Papa. Estáis en vuestro derecho de rechazar las reformas… pero no os opongáis a que voten los fieles… Si se lo impedís, no os quepa la menor duda, os estaréis negando a oír la voz de Dios.

4

—¡Y tú te has enamorado también de ella! —concluyó Lola en evidente tono de reproche—. ¡Y mientras tanto, yo esperando aquí ese maldito libro que cada día que pasa va perdiendo actualidad y, en consecuencia, interés! ¡Es decir, estoy palmando pasta! ¿Te enteras?

Lola paseaba nerviosa por su amplio y luminoso despacho de la editorial con el móvil pegado al oído como una ventosa. Detrás de su mesa de trabajo, un lienzo de Tàpies, y en el resto de las paredes una biblioteca con todos los libros publicados por Diamante, tanto en versión española como los traducidos a otras lenguas.

—Sólo te he dicho que es guapa. Bueno, muy guapa —le puntualizó Dan tendido sobre la cama del apartamento romano donde se alojaba y desde el que charlaba telefónicamente con la editora.

—¡No, perdona! ¡Me has dicho, cabrón, que la tal Claudia es de campeonato! ¡Y cuando un hombre califica así a una mujer, seguro que está deseando tirársela! ¡Y lo que me faltaba a mí, ahora, es que tú te líes con la amiguita, o lo que sea, del Papa!

Dan no pudo menos que sonreír al constatar el calentamiento histérico que había sufrido la editora al comentarle que la amiga de Adriano VII era muy guapa. Ni que estuviera enamorada de él y se hubiera encelado al alabar la belleza de la galerista romana.

—Lola, por favor, siendo tan inteligente como eres, no te pega que te pongas como te has puesto. Hazme caso. Tranquilízate. Sírvete un whisky, enciende un cigarrillo y brinda por el bombazo que voy a poner en tus manos.

—¿¡Cuándo!? —volvió a la carga Lola.

—No lo sé. Me pondré a escribirlo en cuanto confirme la relación que hay entre ella y el Papa.

—¡Pero qué relación tienes que confirmar! ¡Ya está confirmada! ¡Punto!

—Perdona, Lola. No es lo mismo que sean familiares, amigos o, Dios lo quiera para el bombazo total, que sean o hayan sido amantes.

—¡Total, no me quedan más ovarios que esperar! —concluyó Lola resoplando con tal fuerza sobre el micro del móvil que retumbó en el oído de Dan como un huracán.

—Dice un proverbio chino que “la paciencia es la madre de la ciencia y la abuela de todos los éxitos” —intentó templar la situación el escritor.

—¡Sí, pero con la excepción del mundo editorial, donde el que no corre no se come un colín! ¡Así que a volar, y no como los simpáticos pajaritos, sino como si fueras un misil supersónico!

—¡Hala, qué exagerada…!

—¡No olvides que el tiempo juega en nuestra contra…! Bueno, dime cuál es el paso siguiente. ¿Vas a esperar con los brazos cruzados a que te llame tu admirada Claudia…? —Se recochineo la editora—. Por cierto, me pica la curiosidad… ¿dónde conseguiste ese extraño cuadro y el book?

—En Campo di Fiori. Un mercadillo donde hay de todo, con pintores que ofrecen sus obras a partir de veinte euros. ¡Mira que si hago famoso al turco que le compré el lienzo y le alquilé el book…! Pues, pensándolo bien…

—¡Al grano, tío…! Te preguntaba cuál es el siguiente paso que piensas dar respecto al libro.

—¡Por favor, Lola, no me dejas ni imaginar…! Venga, va. Si en tres o cuatro días, como mucho una semana, no me ha llamado la dueña de “Pasolini”, le telefonearé yo con el pretexto de que en otra galería se han interesado por la colección. Mientras tanto, te daré gusto y empezaré a escribir el libro. Te recuerdo que tengo aquí el portátil.

—¡A ver si es verdad que empiezas de una vez! Venga, cuídate y llama a tu madre de vez en cuando, que se queja de que no te acuerdas de ella.

—Vale, hermanita.

—¿Hermanita…? ¡Los cojones!

5

Tras la reunión con el Pontífice argentino, Perosi, Leone y Fontana se trasladaron a la casa de este último en el Fiat-Tempra del hasta entonces sustituto de la Secretaría de Estado, quien en esos momentos desconocía que iba a ser cesado para que ocupara su puesto el norteamericano Steven Palmer.

El trayecto hasta la Piazza della Pilotta lo efectuaron en silencio, rumiando cada uno la entrevista con Adriano VII. Resultaba evidente que no se retractaría de sus revolucionarias propuestas. Primero, porque creía firmemente en ellas y, en segundo lugar, porque no tenía sólo un convencimiento racional. Se hallaban enraizadas en experiencias personales muy traumáticas y profundas, y esto le proporcionaba una enorme fuerza moral para seguir adelante con ellas.

Una vez en el señorial salón de su casa, Valerio Fontana volvió a ser muy directo.

—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? De momento, hemos perdido el tiempo, que es lo que les va a pasar a todas las iniciativas que lleguen al Vaticano de obispos y asociaciones religiosas contrarias a sus descabelladas reformas… Yo, la verdad, no sé por dónde podemos tirar. ¿Se os ocurre algo a vosotros…?

—Rezar para que le dé un infarto…, un providencial infarto como le ocurrió a Juan Pablo I. Pero no creo que tengamos esa suerte con el argentino —ironizó Leone.

—La Providencia, por desgracia, no siempre está donde tiene que estar —sentenció Fontana.

Perosi permanecía en silencio recostado en el sofá y con la mirada posada sobre la araña de Murano que pendía majestuosa del techo. Sin embargo, sus pensamientos culebreaban por las laberínticas galerías de la indecisión.

—Alessandro… ¡Alessandro! —le trajo Fontana a la realidad—. ¿Qué piensas tú…?

—Todo… lo pienso todo…

—¿Qué quieres decir…? —inquirió Leone tras un rápido contacto visual con el camarlengo.

—Las propuestas de… del argentino, como tú lo llamas, son hoy por hoy un auténtica… aberración. Algunas de ellas, lo mismo a mediados de siglo… Pero luego pienso que a lo mejor… —divagó el todavía secretario de Estado con voz perezosa, renqueante, dubitativa.

—¿¡Te quieres explicar!? —le apremió el camarlengo aguijoneado por la impaciencia.

—Pues pienso que a lo mejor, quién sabe, es un enviado de Dios para darle un vuelco a la Iglesia y convertirla en locomotora de la sociedad del siglo XXI.

—¡Por favor, Alessandro! ¡No me digas que te ha convencido con su melodramático relato! ¡Es argentino y, ya sabes, Argentina es cuna de excelentes actores! —se desahogó Leone con una desabrida mueca estacionada en la comisura de sus labios.

—Nicola, no me ha convencido. Pero no me ha parecido que sea un loco… No sé, no sé… ¿Por qué en vez de oponernos de manera frontal a él… no intentamos reconducir la situación en lo que buenamente podamos…?

Sus dos interlocutores cruzaron una nueva mirada coincidiendo, por ósmosis mental, en que continuar aquella conversación no les llevaría a ninguna parte. Perosi no estaba por la labor de rebelarse y, menos, de secundar cualquier iniciativa heterodoxa.

Cuando Leone, media hora después, dejaba a Alessandro en su casa de Via del Gesù, abrió el móvil apagado desde que entraron a la reunión con Adriano VII. Tenía once llamadas perdidas. Tres de ellas las había efectuado una misma persona: un individuo que en el pasado había pertenecido al servicio secreto italiano y con el que tuvo algunos contactos hacía algunos años.

Entonces se apodaba “Hurón”.

6

Una vez cerrada la galería a las ocho, Claudia caminó por Monti di Fiori hasta Via Condotti, donde había quedado a cenar con su madre, Marcela de Angelis, jefa de oncología en el policlínico Goretti, para celebrar el cumpleaños de ésta.

Llegó con unos minutos de antelación y aprovechó para entrar en una librería a comprarle la última obra de Paulo Coelho, el autor preferido de su progenitora. Ya de paso, se entretuvo viendo las novedades editoriales, llamándole la atención un volumen titulado Las nuevas profecías de San Malaquías. Y más cuando leyó el nombre de su autor, Martín Crespo, nombre de un profesor de arte que conoció en Córdoba hacía más de veinte años. Al coger el libro vio en la contraportada la fotografía del citado autor que, con menos pelo y más arrugas, coincidía con el recuerdo que tenía del profesor español.

Claudia se encontraba visitando la mezquita-catedral en compañía de sus padres cuando pasaron junto a un grupo de jóvenes que rodeaban a un cicerone de unos cuarenta y cinco años, estatura mediana, nariz achatada, frente despejada y gafas de montura oscura. En ese momento explicaba a los chicos cómo se ensambló la catedral en el corazón de la mezquita árabe que, a su vez, había sido levantada sobre la base de una iglesia cristiana preexistente.

La familia Montini le pidió permiso para unirse al grupo y pasaron dos horas deliciosas escuchando las extensas y detalladas explicaciones del profesor Crespo. En ellas se mezclaba el rigor académico con la amenidad de un nutrido anecdotario en relación con una de las joyas arquitectónicas más importantes del mundo.

Al finalizar la visita, sus padres le invitaron en agradecimiento a comer en “El Caballo Rojo”, un restaurante situado frente a la imponente torre de entrada al Patio de los Naranjos. Degustaron un apetitoso rabo de toro, la especialidad de la casa, mientras el profesor cordobés les hacía reír con su desternillante repertorio de chistes. En aquella comida se fraguó una buena amistad que luego quedaría reducida a enviarse postales de felicitación por Navidad, y a un breve encuentro en Roma durante una visita turística que hizo Martín formando parte del coro mozárabe de Córdoba.

Cuando Claudia entró en el restaurante de Via Condotti, la calle de las tiendas más caras y exclusivas de Roma, su madre ya la esperaba sentada en una mesa ubicada en un rincón del comedor.

—¡Felicidades, mamá! ¿Cuántos? ¿Uno menos que el año pasado?

—Este año, dos menos —sonrió Marcela de Angelis al tiempo que se besaban con gran cariño.

—Toma —le alargó el libro de Coelho envuelto en un acharolado papel de regalo turquesa con un lazo color oro viejo.

Marcela cumplía, exactamente, sesenta y cinco años y había dado a luz a Claudia a los veintidós. La muerte de su marido, fallecido hacía seis años por un ataque cardíaco fulminante, había acercado de manera extraordinaria a madre e hija, a las que en la actualidad no sólo unía la afinidad de sangre sino también la amistad y la confidencia.

—¿Alguna novedad sobre la jubilación…? —indagó la galerista mientras paladeaba un “campari” en espera de que le sirvieran los fetuccini que ambas habían pedido.

—Quizás tenga que retrasarla un mes. Luego hablamos de eso. Venga, cuéntame esas novedades sobre tu ligue del balneario… ¡Me tienes en ascuas desde que hablamos por teléfono!

Claudia sonrió, entre feliz y triste, al tiempo que el rubor asomaba ligeramente a su frente y carminaba las colinas de sus tersas mejillas.

—¡No irás a decirme que ha aparecido!

Su hija asintió suavemente con la cabeza mientras cerraba los ojos tratando de encontrar las palabras exactas para que su madre, en vez de sufrir un previsible infarto, se quedara sólo en un pequeño soponcio.

—¿¡Y dónde está!? —se excitó Marcela ante la perspectiva de que su hija pudiera volver a ser feliz—. ¿Me lo vas a presentar?

—No, no es necesario… Ya lo conoces… Creo…

—¿Que lo conozco…? —indagó desconcertada la doctora tratando de resolver el enigma que le acababa de plantear Claudia—. ¿De qué…?

—De la tele.

—¡Un presentador!

La galerista negó con la cabeza.

—¡Un actor! ¡Un cantante! —enumeró la doctora como si fuera una concursante televisiva acuciada por el cronómetro-retro.

—Mamá, lo has visto en la tele, pero no trabaja en ella… Trabaja en el… Vaticano.

—¿En el Vati…? ¡Ya lo tengo! ¡Un guardia suizo! ¡Me lo estoy imaginando…! ¡Treinta y cinco años! ¡Uno noventa de alto! ¡Y de lo otro, la repera! —De pronto se detuvo en su verborrea y se preguntó—. Pero… ¿en qué programa salen guardias suizos…?

Empezó a arrepentirse de haberle revelado a su madre que tenía novedades sobre el extraño romance vivido en el balneario español. Pero necesitaba contárselo a alguien, y ese alguien no podía ser más que ella, su mejor amiga.

—No es… un guardia suizo —le informó bajando el tono de voz, al tiempo que con el pulgar le hacía un gesto de que era alguien “más alto”.

—¿¡No será un… monseñor…!?

El entusiasmo de Marcela comenzó a transformarse en desconcierto y luego en estupor cuando su hija negó con la cabeza y volvió a repetirle el gesto de que “más arriba aún”.

—Obispo… ¿¡Un obispo!? ¡Pero hija, por Dios…! —le reprochó al tiempo que comenzaba a abanicarse con la servilleta.

—¡Por favor, mamá, baja la voz…! —le suplicó mientras espiaba a los ocupantes de las mesas vecinas.

En ese momento pasaba el maître y Claudia le hizo un gesto de que se acercara.

—¿Señora…?

—Una tila doble, por favor.

—Enseguida, señora.

Su madre la observaba totalmente alucinada, con una extraña aleación de miedo y fascinación emboscada en sus ojos.

—¿Un… car… de… nal…? —punteó cada sílaba con apenas un hilito de voz.

—Sí, mamá, un cardenal… pero ya no es cardenal…

Al oír esta noticia, el alivio oxigenó el pecho de la doctora donde empezaba a aletear la mareante sombra del desmayo.

—¡Ah, ya! Eso es otra cosa. Ya no es cardenal… porque se ha salido… Ha colgado la sotana… por ti…

—Mamá… —Claudia miró hacia la puerta de la cocina con la esperanza de que apareciera la tila—. Mamá… ya no es cardenal… porque ahora es… ahora es… —Seguía apuntando hacia arriba con el pulgar.

—¿¡¡¡Me estás queriendo decir que es…!!!?

El gesto afirmativo de su hija, casi imperceptible, desencadenó todo el protocolo de la lipotimia. Se le abrió la boca, se le desencajaron los ojos, se le nubló la vista y todo su cuerpo perdió rigidez. No cayó al suelo porque su hija había previsto esta eventualidad y saltó de la silla para evitarlo.

7

La reunión con Perosi, Fontana y Leone había durado casi tres horas. Adriano VII sintió la imperiosa necesidad de dar un paseo para aflojar la tensión sedimentada en su semblante y apiñada en su ánimo. Bajó a los jardines vaticanos y el viento otoñal que mecía las ramas de los cedros del Líbano y de los abetos rojos de Afganistán le alivió notablemente. En las proximidades del helipuerto se detuvo ante la mejicana imagen de la Virgen de Guadalupe, sacó el rosario del bolsillo y rezando avemarías consiguió relajarse del todo.

A las ocho y media, en compañía de su hermana Graciela y de don Diego, cenó un consomé de carne con un huevo escalfado y un yogur natural. Finalizada la frugal comida, repasó con el secretario la agenda del día siguiente y luego ambos se trasladaron a la sala de televisión. Se trataba de una estancia de unos treinta metros cuadrados con dos ambientes: uno con un televisor LCD de cuarenta pulgadas frente al que había tres sillones tapizados en verde, y el segundo con un tresillo, también verde, rodeando una marmórea mesa de centro. Siguieron las noticias a través de la RAI-1 y de la CNN norteamericana, y cuando se incorporó Graciela a la velada se apoderó del mando y comenzó un slalom por las cadenas argentinas vía satélite.

Hacia las diez, el Santo Padre se encerró en su estudio privado, colocó un CD en la minicadena y pulsó el “play” para deleitarse con “Great is the Lord”, de Edward Elgar, en las voces del coro de la catedral de Westminster bajo la dirección de James O’Donnell.

Tomó asiento en un sillón y comenzó a leer, por enésima vez en su vida, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, mientras continuaba escuchando de fondo fragmentos corales de Britten, Palestrina, Messiaen, Guerrero, Holst y otros en las voces del celestial coro que subían y bajaban con delicadeza por laberínticos toboganes de fusas, semifusas y corcheas.

Cuando la primera cabezada le avisó de que debía retirarse a dormir, se levantó y se asomó a la ventana.

Algunas personas, pocas, paseaban por la plaza de San Pedro bajo la lechosa luz de las farolas. El fulgor de la Roma nocturna ponía una especie de solideo luminoso a la Ciudad Eterna. El ruido del tráfico quedaba amalgamado y tamizado por la distancia. Desde algún lugar cercano, tal vez desde la puerta de un bar, una ventana, o una plaza, subía el nostálgico lamento de una mandolina.

Tras recrearse en el grandioso espectáculo del skyline nocturno, caracterizado por un espeso cañaveral de torres y campaniles, sus ojos, inconscientemente, viraron hacia la derecha en dirección al barrio del Trastevere.

Estaba tan cerca.

Estaba tan lejos…

8

—¿Quién… exactamente? —preguntó Leone al exagente del servicio secreto italiano mientras paseaban por unos solitarios jardines, muy próximos a las termas de Caracaila.

—Yo nunca revelo el nombre de mis contactos. Me puede ir la vida en ello.

—Comprendo… Siga.

—Bien, el mensaje que me han pedido que le transmita es muy escueto… —“Hurón”, unos cuarenta y cinco años, robusto, con bigote y cabello ensortijado como un gitano, marcado por una cicatriz en la sien derecha, se detuvo en medio de una placita circundada y protegida por un gran seto. Una vez comprobado que no había nadie por los alrededores, le explicó—: Vender los tesoros vaticanos es inadmisible y, todavía más, insinuar que el Papa pueda trasladar un día su residencia fuera de Roma… Si el Pontífice persiste en esa locura, hay que pararlo… llegando hasta las últimas consecuencias si fuera necesario.

Leone tenía frente a él a un personaje enigmático con el que había tratado en diversas ocasiones durante su cargo como sustituto de la Secretaría de Estado, siempre para resolver asuntos turbios del personal que trabajaba en el Vaticano: monseñores, guardia suiza y algún obispo. En todas las ocasiones le había ayudado a resolverlos con eficacia y discreción, aunque a veces por medios poco ortodoxos. Ya no pertenecía directamente al servicio secreto italiano. Trabajaba en un departamento de “asuntos especiales”, algo parecido a un servicio secreto paralelo.

—Esta tarde he estado con él y veo muy difícil, por no decir imposible, que rectifique —sentenció Leone.

—Pues entonces, amigo mío, tenemos que pensar en algo de peso para convencerlo… —susurró “Hurón”—. Algo eficaz y discreto, por supuesto.

—¿Tenemos…?

—Sí, todos tenemos un problema… Ustedes y mis clientes… ¿O no?

—Tiene razón… Nosotros más que sus clientes —confesó Leone tras un significativo silencio—. Y estamos viendo la manera de solucionarlo. Déjeme un tiempo.

—No deberíamos retrasarlo mucho. Hay gente que está muy nerviosa.

—Comprendo… Le llamo lo antes posible.

—Le llamaré yo.