1
Lo que durante la tarde había sido una lluvia fina, al cerrar la noche y despertarse el viento se convirtió en un aguacero. Don Luca lo veía desde la ventana, pero su mente, enredada en el pensamiento único que le tenía atrapado desde el día anterior, no tomaba conciencia de que el temporal iba en aumento, y comenzaban a formarse pequeños arroyos en el adoquinado.
Tenía setenta y tres años, alto y delgado como una caña, demacrado, afilado y huesudo como un “donquijote” de Gustavo Doré. Sus ojos, saltones como los de un sapo, parecían estar siempre a punto de zafarse de las órbitas y todo su cuerpo andaba apresado por un nerviosismo crónico patentizado en la colección de muecas que exhibía su rostro.
Miró el reloj, casi las nueve de la noche, y lanzó un fuerte resoplido al tiempo que se santiguaba con ademanes resolutivos. A continuación se dirigió a la puerta de la calle y, tras cerrarla, subió al viejo Ford Mondeo que tenía aparcado a pocos metros. Cruzó el pueblo, casi desierto a esas horas por la desapacible climatología, y arribó a la gasolinera ubicada a la entrada del casco urbano, junto a un depauperado cartel que indicaba “San Cristaliano”.
Aparcó el vehículo al lado del surtidor y detuvo el motor, apeándose de inmediato para desenroscar el tapón del carburante. Tras asegurarse de coger la manguera correspondiente a la gasolina súper, introdujo el cañón plomizo en la garganta del depósito y apretó el gatillo hasta que se llenó por completo. Mientras Vittorio, el encargado de la gasolinera, seguía como hipnotizado los goles de la última jornada en el pequeño televisor que tenía en su garita, don Luca abrió el portaequipajes del Mondeo y llenó también de combustible tres recipientes de plástico, de diez litros cada uno, que había en su interior.
—¿Cuánto te debo, Vittorio?
—Hola, páter… Cincuenta y ocho con treinta.
Abonó el importe y subió al vehículo cruzando de nuevo el pueblo hasta la plaza. Aparcó frente a la iglesia parroquial, a tres metros escasos de la pequeña puerta que daba acceso a la sacristía. La abrió con una pesada llave y, tras cerciorarse de que no había nadie en la plaza ni en las empañadas ventanas de los bares, descargó del portaequipajes los tres tanques de plástico repletos de gasolina. Los introdujo en la sacristía y los ocultó en un vetusto armario situado a la derecha de la pesada y leprosa cajonera de madera donde se guardaba el vestuario litúrgico.
Seguidamente, don Luca regresó al automóvil y se dirigió a su casa, estacionándolo en el mismo lugar donde lo había cogido tres cuartos de hora antes.
Faltaban escasos minutos para las diez de la noche.
2
A la misma hora que don Luca comenzaba a cenar en total soledad en su casa de San Cristaliano, un pueblo de la región de Campania en la provincia italiana de Nápoles, tres automóviles, desde distintos puntos de Roma, se ponían en movimiento con dirección al mismo lugar: la Piazza della Pilotta.
Uno de los vehículos, un taxi Mercedes C-220, partía de las proximidades del Vaticano, concretamente de Borgo Angelico, al que acababan de subir, vestidos con sendos clérimans negros, el primado español monseñor Moncada y el purpurado alemán Franz Merkel, quienes seguían hospedados en la residencia Santa Marta tras el cónclave. El segundo automóvil, un Audi A6 verde oscuro, conducido por Alessandro Perosi, el secretario de Estado del Vaticano, también de clériman, lo hacía desde su domicilio particular en Via del Gesù, muy cerca de la famosa iglesia de los jesuitas del mismo nombre. Un tercer vehículo, un Fiat Tempra, tenía al volante al arzobispo Nicola Leone, el sustituto de la Secretaría de Estado.
La cita tenía lugar en el domicilio particular de Valerio Fontana, el cardenal camarlengo, y todos sospechaban para qué habían sido convocados. Por este motivo, el anfitrión no perdió mucho tiempo en los preámbulos.
—Bueno, ¿qué hacemos para que el desastre que se nos viene encima no se convierta en cataclismo? —preguntó a sangre fría.
Siguió un afilado silencio en el que las miradas de todos, huidizas, reflexivas, interrogativas, se encontraron varias veces mientras cada uno amasaba sus ideas de cara a una inevitable toma de postura.
—Lo primero, creo, ralentizar la curia para que se empantane lo más posible todo el proceso de redacción de las nefastas prop… Bueno, de las propuestas papales —rompió el hielo Leone—. Yo me encargo de ello.
—Eso está bien —intervino Perosi—, pero lo único que ganaremos será un poco de tiempo hasta que Mendo… hasta que Su Santidad…
—Lo de “Su Santidad” me suena bastante a sarcasmo. —No pudo dejar de interrumpirle Fontana—. Perdona, Alessandro. Sigue.
—El que la curia opere todavía con más lentitud, va a ser difícil —ironizó el secretario de Estado—. Sólo nos haría ganar un poco de tiempo, lo cual es importante, pero como no es tonto se dará cuenta enseguida y empezarán a rodar cabezas. Él, lógicamente, sabe que con la mayoría de los prefectos actuales de las congregaciones no va a ninguna parte. En un mes seguro que cambia por completo el organigrama, y el primero que caerá seré yo —vaticinó Perosi.
La conversación se desarrollaba en el gran salón del suntuoso piso que el cardenal Fontana había heredado de sus antepasados, una dinastía de pedigrí aristocrático oriunda de Calabria que había dado nombres ilustres tanto a la Iglesia como al reino y más tarde a la república italiana. La vivienda ocupaba toda la segunda planta de lo que en el pasado había sido un palacete de cinco alturas, reconvertido ahora en otros tantos pisos de unos cuatrocientos metros cuadrados cada uno. El salón cubría las paredes con grandes tapices de motivos campestres y descomunales lienzos donde se mezclaban los retratos de los Fontana más egregios con temas de la mitología grecorromana. Una abigarrada ornamentación alumbrada por dos laberínticas arañas de Murano que colgaban del artesonado del techo, con el apoyo a su vez, desde distintos y estratégicos puntos, de focos indirectos que resaltaban la belleza decorativa de la estancia.
Los cuatro purpurados y el arzobispo Leone se encontraban sentados en un entorno en forma de “U”, delimitado por tres sofás forrados de terciopelo color beige que, a su vez, rodeaban una mesa de centro de palisandro sobre la que descansaban platos de fina porcelana, copas de cristal de Bohemia, cubiertos de plata y unas bandejas de comida fría y bebidas no alcohólicas, salvo una botella de vino tinto de Sicilia.
—Atascar el engranaje de la curia, como dice Alessandro, no es la solución —empuñó la palabra el camarlengo—. El problema hay que afrontarlo en su origen… Hay que tirar por elevación…
—¿Qué quieres decir exactamente, Valerio…? —intervino por vez primera el cardenal Merkel, cuya seriedad habitual se había acentuado desde el inicio de la reunión.
—Pues está muy claro. Al Papa hay que plantearle sin tapujos que se olvide de las barbaridades que dijo ayer por la mañana. ¡De todas!
—Creo que es difícil que se retracte ni siquiera de una de ellas. Lo que expuso en la homilía lo tenía muy meditado y, en pura lógica, había previsto la mayoría de las reacciones que iba a suscitar —opinó el purpurado alemán para terminar ironizando—, incluida esta reunión y cuanto se pueda tramar en ella.
El silencio del primado español Luis Moncada comenzó a hacerse clamoroso. Tanto Perosi como Leone y Fontana no dejaban de lanzarle miradas, pero el arzobispo de Toledo parecía más interesado en el tinto siciliano que tenía en la mano, que en la conversación que mantenían sus colegas.
—Luis… ¿no tienes nada que decir? —le espetó Fontana con un inequívoco tono de reproche.
Moncada elevó la oronda copa donde temblaba el néctar de Baco para observar sus reflejos granates a la luz de las lámparas. Luego olió el preciado líquido y, por fin, como si fuera un consumado sumiller, dictaminó.
—¡Lástima! ¡Lo han sacado de la barrica un año antes de tiempo!
El comentario estuvo a punto de arrancar una sonrisa del pétreo semblante de Merkel. Lo que sí consiguió plenamente fue molestar tanto a Perosi como a Leone, y enojar con virulencia a Fontana, quien por unos segundos se olvidó de la hospitalidad que le correspondía como anfitrión.
—¡Si no estás a gusto, te puedo llamar un taxi! —le espetó con tono acerado.
—Por favor, Valerio…, tranquilo… Los españoles, a veces, tienen un sentido del humor muy extraño —intentó Perosi suavizar la situación.
—Monseñor… —Leone clavó sus ojos en Moncada—. Todos sabemos que la víspera de la famosa homilía, Adriano VII tuvo una larga reunión con usted… Según mis noticias, de unas dos horas… de cuatro a seis de la tarde… ¿Estoy en lo cierto? —le interrogó el sustituto exhibiendo su poder de “ministro del interior” del Vaticano.
—Felicita, Nicola, a tus agentes… Son muy buenos.
—¿Y…? —le animó Perosi a proseguir tras volver a guardar silencio el purpurado español.
—¿¡Sabías lo que tenía tramado y no nos dijiste nada!? —estalló Fontana con el enojo enfoscando su garganta.
—Valerio, tranquilo —le pidió Perosi de nuevo.
—¡Si nos lo hubiera dicho, habríamos evitado este desastre! —le recriminó también Leone con la voz ensalivada por la ira.
Moncada aspiró una amplia bocanada de aire al tiempo que cerraba los ojos y luego lo expulsaba con sonoridad, a manera de preámbulo, antes de decidirse a hablar.
—El sábado por la tarde, Su Santidad me llamó a su despacho y me pidió que leyera la homilía que tenía escrita a mano en un bloc, pidiéndome previamente que le prometiera no decir nada a nadie del contenido de la misma.
—¡Aun así, tenías que haber…!
—¡Valerio, por favor! —le detuvo Perosi con un gesto perentorio—. Sigue, Luis.
—Al terminar de leer el manuscrito le expuse con sinceridad lo que pensaba… lo que le habría dicho cualquiera de vosotros. Que eran muchas decisiones de golpe y muy graves, que había que estudiarlas a fondo y aprobarlas de manera colegial… Y sobre todo, que la homilía inaugural de su pontificado no era el momento adecuado para exponerlas.
—Y como es muy inteligente te contestó que, si no lo hacía así, si los llevaba por la vía ordinaria, los cambios que proponía encontrarían mucha oposición —se adelantó Perosi.
—Literalmente me dijo que… “no tendrían la más mínima posibilidad de éxito”.
Entre los cinco eclesiásticos se abrió un breve paréntesis de reflexión que rompió el frío, calculador y práctico Leone para cerrar el periodo de reproches.
—No sirve de nada lamentarse de que se pudo haber evitado. Ha pasado y hay que afrontar las consecuencias —resumió.
—¿Alguna… idea? —dejó flotando en el aire Fontana.
—Se me ocurre que alguien… tiene que hablar con él. Hablar… en serio —propuso el secretario de Estado.
—¿Qué significa… “en serio”? —indagó Leone.
—Plantearle con toda claridad que, si no se olvida de sus descabelladas ideas…, tendrá que vérselas con todo el colegio cardenalicio y con la inmensa mayoría del episcopado.
—¿Estáis seguros de que existe esa unanimidad? —preguntó el primado español y luego hurgó con la mirada en el semblante de cada uno de sus interlocutores.
—Yo también me he hecho la misma pregunta —confesó Merkel tras un dubitativo silencio.
Fontana, Perosi y Leone cruzaron primero entre ellos una mirada con los ojos descabalados por el desconcierto. Luego, sus pupilas entraron en ignición cuasicolérica y, por fin, el camarlengo materializó en palabras una pregunta que, por el tono trémulo en el que fue pronunciada, encerraba una innegable amenaza.
—¿¡Estáis queriendo decir los dos… que apoyáis las propuestas del argentino!?
El silencio que siguió al interrogante anterior fue paladinamente definitorio de que Moncada y Merkel no estaban por la labor de oponerse a las reformas de Adriano VII. Al menos, frontalmente.
Media hora después, los cuatro visitantes del camarlengo abandonaron su casa. Merkel y Moncada subieron a un radio-taxi para regresar a la residencia Santa Marta. Perosi y Leone lo hicieron en sus automóviles encaminándose hacia sus respectivos domicilios. Cuando estos dos llevaban recorridos unos centenares de metros, tanto el secretario de Estado como el sustituto recibieron en sus móviles sendas llamadas de Fontana. Les pedía que volvieran a su casa. La reunión no había terminado para ellos.
3
A las tres en punto de la madrugada, las campanas de la parroquia de San Cristaliano comenzaron a repicar a rebato, un tipo de toque, ya prácticamente olvidado, que en el pasado convocaba a los vecinos para apagar los fuegos.
Los habitantes del pueblo napolitano empezaron a despertarse y a asomarse a las ventanas, desconcertados y temerosos. Algunos salían a las puertas de sus casas y se preguntaban a voces qué pasaba, mientras se resguardaban de la lluvia bajo los dinteles de piedra de granito de la mayoría de las viviendas.
Cinco minutos después de iniciarse el epiléptico repique de campanas, éstas enmudecieron y comenzó a oírse la enardecida voz de don Luca, el párroco, a través de la megafonía instalada en la torre mediante cuatro altavoces orientados hacia los puntos cardinales.
—¡Hermanos, la Iglesia, la Santa Iglesia de Cristo, va a desaparecer! ¡Satanás se ha sentado en el Trono de San Pedro con el nombre de Adrianus Impius! ¡El pecado, como una gangrena imparable, ha comenzado a devorar a los hijos de Dios! ¡Todo aquello por lo que hemos luchado durante más de veinte siglos, todo aquello por lo que nos hemos sacrificado, todo aquello en lo que hemos creído, no sirve ahora para nada!
La apocalíptica voz del sacerdote comenzó a atraer vecinos hacia la plaza quienes, al desembocar en ella, descubrían atónitos que la puerta de la iglesia, abierta de par en par, dejaba escapar un espeso y negro humo al tiempo que, a través de las policromadas vidrieras, se intuían los espectros rojos de las llamas.
—¡Ya nada es pecado! ¡El fantasma del libertinaje, el quinto jinete del Apocalipsis, galopa a sus anchas por los sagrados mandamientos de la Ley de Dios! ¡Con su alfanje cercena el cuello del sagrado matrimonio! ¡Sus cascos golpean sobre la cabeza del sacrosanto celibato! ¡Y su lanza se ha clavado en la inmarchitable virtud de la pureza, propiciando que la pantera de la lujuria y el latigazo de la concupiscencia instalen su reino de inmundicia donde antes florecía el inmaculado jardín de la castidad…!
Al entrar en el templo, el espectáculo resultaba sobrecogedor. Don Luca, desde el barroco púlpito preconciliar que siempre se negó a quitar, revestido con alba, cíngulo y estola, encarnaba la viva imagen del terrible ángel exterminador. Gritaba como un poseso, movía los brazos como fulgentes espadas justicieras y la ira crepitaba en sus desorbitados ojos. El retablo, situado bajo el ábside, ardía por los cuatro costados y el altar mayor, sobre el que el párroco había situado misales, corporales, cálices y reliquias, se había convertido en una auténtica pira funeraria.
—¡Ya nada tiene sentido! ¡Dios ha muerto! ¡El reino de Lucifer ha llegado y tenemos que purificar todos los objetos sagrados para que sus esbirros no los mancillen y pisoteen! ¡Bendito fuego, santo fuego, purifica esta iglesia para que las huestes del Averno no la profanen!
Las llamas también habían prendido en las dos capillas laterales y galopaban vorazmente a lomos de la gasolina que el desquiciado párroco había vertido por altares, retablos, confesionarios y bancos. Los cristalianos, tras tomar conciencia de que don Luca había enloquecido, y sobre todo con la llegada del alcalde, intentaron sofocar las llamas. Comenzaron a traer cubos de agua de las casas y bares cercanos mientras llegaban los bomberos, al tiempo que dos carabinieri subían al púlpito para reducir al cada vez más congestionado orador.
—¡In te, Domine, speravi, non confundar in aeternum!
4
El 12 de noviembre, Dan Foster aterrizó en el aeropuerto Leonardo da Vinci pasadas las trece horas y se trasladó en taxi al mismo alojamiento donde se había hospedado en abril. El tráfico, un pantano de ruidos y gases, le hizo tardar más de una hora en arribar a Il Glicine-Trastevere, tiempo en el que se enteró, por la radio del vehículo, de la noticia con la que abrían todos los informativos italianos.
Un cura de un pueblo de Nápoles, trastornado mentalmente por los cambios que el nuevo Papa quería introducir en la Iglesia, le había prendido fuego a su parroquia porque no quería que la profanara “Adrianus Impius”, como había bautizado al Santo Padre en su proclama integrista.
El caso del iracundo don Luca, un ejemplo exagerado pero paradigmático, reflejaba el sentir de una Iglesia conservadora de la moral predicada y practicada durante siglos. Un catolicismo ultramontano que, en vez de analizar con serenidad las propuestas del representante de Dios en la Tierra, se había comenzado a posicionar con rapidez en contra de ellas, espoleado con inaudita presteza por los estamentos religiosos de ideología preconciliar. Estos movimientos, agrupados en una asociación conocida como CTC (“Conferencia de Tradiciones Católicas”), habían convocado una reunión de urgencia en el pueblo suizo de Econe, célebre en el pasado por la presencia en él de monseñor Lefebvre, fundador de la “Fraternidad Sacerdotal de San Pío X” y excomulgado por Juan Pablo II en julio de 1988.
Il Glicine-Trastevere es un conjunto de tres apartamentos en la Piazza Tavani Arquati, a pocos metros del puente Garibaldi y la isla Tiberina, ubicados en un edificio del siglo XV. El escritor español se instaló en el tercer piso, un espacio de cuarenta metros cuadrados, dividido en dos habitaciones: dormitorio y sala de estar-despacho-cocina, donde pasó cinco días cuando viajó a Roma para documentarse sobre el Vaticano antes de volar a Camerún.
Tras dejar el equipaje en la habitación y asearse un poco, bajó a un restaurante de la plaza a almorzar. Mientras esperaba unos spaguettis alla carbonara y degustaba un tinto napolitano, comenzó a hojear la prensa italiana e internacional de la que se había aprovisionado en el aeropuerto. Ningún diario recogía el incidente ocurrido en San Cristaliano por haber ocurrido de madrugada, pero todos dedicaban páginas enteras a la revolución eclesial que promovía Su Santidad Adriano VII.
Frente a las enardecidas protestas y la resistencia furibunda de los sectores inmovilistas, las vanguardias eclesiales habían saludado con alborozo la renovación de la moral que propugnaba el Pontífice argentino y, especialmente, su deseo de introducir la democracia en la Iglesia. Pero lo más importante y llamativo radicaba en que, al parecer, los católicos moderados habían apostado por él.
Uno de los colectivos que había saltado primero a la palestra para aplaudir los nuevos aires vaticanos fue el de los homosexuales de prácticamente todo el mundo, tanto creyentes como agnósticos y ateos. El que la Iglesia les liberara de la mancha del pecado y de una presunta patología, no sólo les reconfortaba a ellos, también suponía un bálsamo para sus familiares que, a nivel social y en muchos países, todavía sobrellevaban el lacerante peso de un estigma milenario.
Tras degustar el postre, un triángulo de pastel de manzana y un café regado con unas gotas de JB, Dan Foster recogió la prensa que aún no había podido leer, Le Fígaro y el Post, y se dirigió caminando a la Piazza di Santa María in Trastevere, donde tomó asiento en los escalones de la bohemia fuente octagonal.
Fijó sus ojos en la terraza donde había visto asomarse al entonces cardenal Mendoza y comenzó a plantearse cómo averiguar quién vivía en el ático al que pertenecía. ¿Una familia, un hombre, una mujer…? Y en cualquier caso, ¿qué relación le unía con el actual sucesor de San Pedro?
5
Jeff Bergman, el presidente de la multinacional farmacéutica Colens, terminó de leer un extenso dossier que tenía sobre la mesa. Se quitó las gafas con la mirada perdida en un remoto punto de atención y reclinó la espalda sobre el sillón basculante. Bajó los párpados y se sumergió en una larga reflexión con la piel del semblante patinada por una evidente preocupación.
Se encontraba en su despacho de las oficinas centrales de Colens en Davos, ciudad suiza famosa por su estación de esquí y, sobre todo, por ser el centro de reuniones del G-7 y de multitud de manifestaciones antiglobalización. Un despacho monumental, faraónico, no sólo por su extensión —ciento veinte metros cuadrados— sino también por los numerosos y valiosos cuadros que colgaban de las paredes recubiertas de caoba.
Pasados unos diez minutos, se incorporó y pulsó el interfono.
—Erika, localice al señor Pulings. Que venga urgentemente.
—Enseguida, señor Bergman.
El presidente, muy nervioso, se levantó y comenzó a pasear a lo largo y ancho del despacho. Cuando entró Olivier Pulings, el vicepresidente ejecutivo y eminencia gris del espectacular despliegue de la compañía, Bergman contemplaba las montañas nevadas desde un gran ventanal.
—¿Has terminado de leer el informe?
—Sí —respondió Jeff sin volverse.
—Alarmante, ¿no?
—Catastrófico —certificó el presidente al tiempo que se volvía hacia Pulings, quien se hallaba de pie al lado de la imponente mesa de despacho de madera tallada sostenida por cuatro columnas torneadas—. ¿Has comprobado personalmente los datos…?
—Sí. Por desgracia son correctos.
—¿Margen de error…?
—En torno a un dos por ciento.
Bergman frunció los labios y se encaminó despacio hacia su sillón, al tiempo que hacía un gesto a Pulings para que se sentara.
—El problema no es ganar más o menos, cumplir o incumplir nuestras previsiones de crecimiento… Olivier, estamos hablando de la supervivencia de Colens, o lo que es lo mismo, de nuestro futuro personal.
—Lo sé, Jeff… Pero hay variables en la economía de una empresa que no se pueden ni prever ni controlar. Por eso no es una ciencia exacta.
Situados frente a frente, visiblemente preocupados, se miraron con intensidad hasta que el presidente rompió el largo silencio atomizado entre ellos.
—Siempre te has vanagloriado de tener varias soluciones para cada problema. ¿Cuántas tienes ahora para evitar el desplome de Colens? —le retó con una expresión dura y fría, como tallada en mármol.
Olivier forzó un amago de sonrisa y, tras reflexionar algunos segundos con los ojos clavados en el informe que había motivado aquella reunión, levantó la mirada hacia su superior y clavó en él sus ojos como dos estiletes.
—Una sola… La única posible… Pero tengo que contar con tu aprobación…
—¿Cuál…?
—Es una solución arriesgada… Si sale mal, yo asumiré las consecuencias inevitables que se producirían —continuó Pulings como si no hubiera oído la pregunta del presidente.
—¿Cuál es esa solución? —insistió Bergman.
—En un principio, sé que no te va a gustar, pero tómate veinticuatro horas para aprobarla o rechazarla.
—Olivier… ¿cuál?
6
El edificio, de principios del siglo XVI, había sido rehabilitado por fuera en el 2004. Foster se acercó a la puerta y, por la placa del vídeo-portero, descubrió que sólo había dos pisos en cada una de las cuatro plantas. La puerta, de hierro forjado con barrotes torneados y un grueso cristal tras ellos, dejaba ver un amplio hall con suelo de mármol travertino. Un espacio rectangular adornado con cuadros en las paredes, alfombras en el suelo y amueblado con un sofá de piel marrón bajo un espejo enmarcado en color oro viejo. Al fondo, junto al ascensor, una pequeña garita para el portero con una mesa.
Dedujo con rapidez que los ocho vecinos de la casa gozaban de una posición económica muy elevada. Además de la suntuosa entrada, lo evidenciaba la dimensión de cada vivienda, la ubicación de la finca en el centro neurálgico de la bohemia romana de alto standing, así como los sistemas de seguridad instalados en todas las terrazas.
Tras comprobar que el portero no se encontraba en su puesto de vigilancia —dada la hora probablemente estaría comiendo—, pulsó la tecla del 4o A. Siguieron unos segundos de espera en los que Dan experimentó un cierto nerviosismo, adobado con unas gotas de expectación. No contestó nadie. Llamó otras dos veces pero el resultado fue el mismo. Luego apretó la letra B.
—¡Sí…! —le llegó la voz de un hombre, con timbre de ancianidad, mezclada con los desagradables ladridos de un perro—. ¡Calla, “Leo”…! Sí, ¿quién es…?
—Perdone… —Dan se acercó al telefonillo para que su desconocido interlocutor le oyera bien—. ¿Está el señor Jorge Darío…?
—¿Quién…? —los desaforados ladridos del perro se incrementaron—. ¡Leo, vete de aquí, vete que no me entero! Perdone, ¿por quién pregunta?
—Por Jorge… ¡Jorge Darío!
—¿Por Jorge? No… Aquí no vive nadie con ese nombre.
—Entonces debe ser en el A, pero he llamado y no hay nadie. Vive en el A, ¿no?
—¿Quién? —El animal ladraba ahora más lejos, pero seguía dificultando la comunicación.
—El señor Jorge Darío.
—¿En el piso de enfrente? No… Que yo sepa ahí no vive nadie con ese nombre.
Su comunicante cerró el telefonillo malhumorado por la insolencia del perro. Tras unos instantes de reflexión, Dan decidió intentarlo con el portero esperando en una cafetería cercana hasta que llegaran las cuatro de la tarde. Mientras se tomaba un capuccino coronado de espuma rizada, hojeó la prensa que tenía pendiente.
Le Figaro destinaba dos páginas enteras a resumir los titulares y editoriales que los diarios más influyentes del mundo dedicaban a Adriano VII. Todos comentaban el espectacular giro que podía sufrir la Iglesia si se ponían en práctica las directrices esbozadas en su ya legendaria homilía. Por su parte, la prensa radical de izquierdas se alegraba de que el catolicismo abandonara por fin el oscurantismo en el que había vivido y desde el que había esclavizado durante siglos los actos y las conciencias de sus fieles. Los periódicos autodenominados “progresistas”, más que la liberación de las conciencias, destacaban que la ideología papal coincidía en muchos aspectos con lo que los partidos socialistas occidentales venían propugnando desde hacía muchos años en sus programas electorales. Por su parte, los grandes diarios conservadores subrayaban la “proverbial” capacidad de adaptación de la Iglesia a los nuevos tiempos. Finalmente, los económicos comenzaban a hacer cábalas sobre lo que podría valer el patrimonio de la Iglesia, quién lo compraría y cómo habría que administrarlo en los países pobres.
A las cuatro y diez, tras observar que el portero estaba sentado en su “puente de mando”, Foster pulsó el timbre de su telefonillo.
—¿Qué desea? —preguntó con un cierto fastidio al tiempo que le escrutaba tanto por el monitor que tenía en la garita como mirando hacia la puerta de entrada.
—Hola, ¿podría hablar unos segundos con usted…?
El conserje, un sesentón de buen ver, de hombros cuadrados y con un cierto aire a Mastroianni, dudó unos instantes pero terminó por levantarse y caminar hasta la puerta. La entreabrió quedando él por dentro.
—Dígame.
—Verá, soy un periodista español —le enseñó su antiguo carné—, y estoy interesado en hablar con la familia del 4o A. He llamado antes pero no me ha contestado nadie.
—¿Qué es lo que quiere? —indagó con un apunte de desconfianza su distante interlocutor.
—Bueno, es un tema que… que no es éste el momento de hablarlo, ¿no cree…? —Se dio cuenta, ante la frialdad del empleado, que tenía que arriesgarse—. Bueno, tampoco es ningún secreto… Quiero alquilarle la terraza para grabar desde ella una boda que se va a celebrar el mes que viene en la iglesia —señaló con un gesto la fachada de Santa Maria in Trastevere—. Una boda de una española, muy famosa en mi país, con un empresario italiano, ¿comprende?
—No creo que…
—Les daré dinero —atacó Dan ante el poco entusiasmo del conserje.
—Bien, pero ahora no hay nadie…
—Por favor, —insistió Foster al tiempo que le entregaba una tarjeta suya en compañía de un billete de veinte euros—, ¿les puede dar mi tarjeta? Dígales que les molestaré poco y que les pagaré bien.
El portero cogió la tarjeta y el dinero, pero ni aun así cambió su sombría expresión de cancerbero aleccionado ante visitas extrañas.
—Se lo diré… Pero la persona que vive en ese piso no creo que necesite mucho el dinero —sentenció al tiempo que comenzaba a cerrar la cancela de hierro.
7
Mortimer, Tony Mortimer, escuchó el pitido del mensaje en el momento que se disponía a embocar desde seis metros para birdie en el hoyo 7 del “Club de Golf Villamartín”, una cosmopolita urbanización próxima a la turística ciudad de Torrevieja, en la provincia de Alicante, centro neurálgico de la soleada Costa Blanca española.
Mortimer, uno de los muchos ingleses que viven en el litoral levantino, había nacido en Wolverhampton hacía cincuenta y un años. Poseía una media melena rubia, la piel tostada por el sol mediterráneo, un marcado hoyuelo en la barbilla y, en conjunto, un cierto aire de playboy decadente. Tras estudiar en Cambridge, se mudó a Londres en el 83 donde trabajó como jefe de seguridad de una empresa, hasta que decidió establecerse por su cuenta en una profesión más excitante y, sobre todo, más lucrativa.
Golpeó la pelota con suavidad y al mismo tiempo con precisión, alcanzando el punto exacto de una pequeña cima desde donde rodó, por su propio impulso, hasta introducirse en el agujero del que previamente su ayudante había extraído la bandera.
—¡Okay! —se felicitó a sí mismo.
—¡Genial! —le elogió Juanito, un adolescente de quince años que se sacaba unos euros como caddie tres tardes a la semana, más algunos bonos para jugar gratis en el citado club de golf.
Al leer el mensaje en su Ericsson, esbozó un gesto complaciente de aprobación y frunció los labios, pensativo, durante unos diez segundos.
—Recoge. Hemos terminado por hoy —ordenó al chico.
Diez minutos más tarde, al volante de su Lexus LS 460, Tony arribaba al jardín de su chalé donde de inmediato salió a su encuentro, con alegres ladridos, una cócker rojiza llamada “Duna”. Ladridos que no cesaron hasta que bajó del automóvil y le hizo algunas carantoñas entre los saltos alborozados y cariñosos de la perrita.
Entró en la vivienda, una casa de dos plantas, por una puerta trasera que comunicaba con el garaje. Caminando por un amplio pasillo, llegó a un despacho ubicado en la puerta frontera al salón. Cogió de su mesa de caoba un portátil Inves Duna 3810 y, tras sentarse en un cómodo sillón de orejas tapizado en cuero de buey, colocó el ordenador sobre sus rodillas. Frente al sillón se abría un gran ventanal desde donde podía contemplar el magnífico porche artesonado, la relajante y tupida alfombra de césped que rodeaba la casa, así como una preciosa piscina elíptica sobre la que caía agua de una cascada formada por piedras calizas estéticamente ensambladas.
Mientras se cargaba el ordenador, Mortimer recordó que no había activado la alarma perimetral que protegía la villa y lo hizo a través del mando a distancia que portaba en el llavero del coche.
Pulsó con el ratón un acceso directo con el nombre de “Guillermo Tell” y se desplegó en la pantalla la web del EFG Private Bank, de Zúrich. Picó en “Clientes Particulares” y, al aparecer la página correspondiente, tecleó su nombre de usuario y contraseña. Diez segundos después tenía ante sus ojos los cinco últimos movimientos de su cuenta, pudiendo comprobar que, media hora antes, le habían efectuado un ingreso de veinticinco mil euros. La “minuta” profesional que tenía establecida para moverse, sólo para moverse, a escuchar alguna oferta de trabajo.
Salió de la web y entró en vueling.com, donde adquirió mediante su tarjeta de crédito el pasaje de un viaje Alicante-Birminghan, ida y vuelta, para tres días más tarde. Luego reservó, también por internet, una habitación para una noche en Parkfiel, en el 3 de Broad Walk, en Stratford-upon-Avon, la cuna de Shakespeare, un discreto hotelito donde se había hospedado ya en otras ocasiones.
Concluidos los trámites anteriores, se quedó pensativo durante unos segundos mientras acariciaba la cabeza de “Duna”. Finalmente se levantó y dio unos pasos hasta la pared lateral derecha del despacho donde, en una bella estantería, a juego con la mesa de caoba, descansaban todos los tomos de la Enciclopedia Británica. Sin titubear, retiró siete volúmenes a partir de la letra “M” y cogió de detrás un maletín, un attaché PL-802 de color negro.
Tomó asiento de nuevo en el sillón de orejas y abrió el mencionado maletín, sacando en primer lugar un pequeño estuche de alpaca plateada que contenía una especie de teléfono móvil con sólo dos teclas, una verde y otra roja. A continuación extrajo una voluminosa carpeta de anillas, cuya portada, lomo y contraportada estaban forrados en polipiel. Se trataba de un muestrario con diez folletos, cada uno dentro de una bolsa de plástico, profusamente ilustrados con fotos, texto y dibujos. Tras ponerse unas gafas con montura dorada de Pierre Cardin, rodeándose el cuello con el cordón de sujeción, desanilló el primer folleto y comenzó a leerlo con detenimiento.
El maletín exhibía en su exterior un triángulo equilátero configurado en sus vértices por tres círculos rojos ribeteados en blanco. El mismo anagrama que poseía el attaché que empuñaba Dan Foster cuando el 1 de abril éste y Mortimer bajaron de un helicóptero en Martxuquera, una zona naranjera próxima al pueblo valenciano de Gandía.
8
Foster pensaba que había perdido el tiempo y el dinero con el portero. O tal vez no, porque todavía le resonaban en los oídos sus últimas palabras: “La persona que vive ahí, no creo que necesite mucho el dinero”. “La persona”, singular. Es decir, no pertenecía a una familia, sino a una única persona. ¿Hombre? ¿Mujer? Este dilema es el que debía resolver.
Si era hombre, la visita del cardenal Mendoza la noche de su elección tenía una importancia relativa. Si por el contrario habitaba una mujer y, sobre todo, si no existía una relación familiar con el purpurado argentino, tendría en la punta de los dedos un scoop de Pulitzer, como le gustaba decir al periodista español reconvertido ahora en escritor de libros de investigación.
A partir de las ocho de la noche, tras cenar en una trattoria del Vicolo del Cedro y, a pesar de la fresca temperatura otoñal que se había afincado ya en Roma, Dan comenzó a hacer guardia sentado en la fuente de la plaza. Andaba pendiente de si se encendía la luz del salón que daba a la terraza y, cada quince minutos, se acercaba al telefonillo y lo pulsaba pero no obtenía respuesta. Y así una hora tras otra. A las dos de la madrugada, muerto de sueño y atenazado por el frío, decidió regresar al apartamento que ocupaba en Il Glicine-Trastevere de la Piazza Tavani Arquati.
A la mañana siguiente, la visita al registro de la propiedad inmobiliaria no le aclaró nada porque el piso se encontraba escriturado a nombre de una sociedad. Regresó a la plaza y se pasó toda la jornada practicando la misma táctica de la noche anterior: pulsar en vano el telefonillo cada quince o veinte minutos.
La situación comenzaba a triturarle el amor propio. Había logrado infiltrarse en el cónclave y ahora se mostraba incapaz de averiguar quién vivía en el ático de una finca de ocho vecinos. Y para colmo, Lola llamando sin cesar desde Barcelona para preguntarle quién demonios era el misterioso vecino o vecina del ático. Y lo que resultaba más insufrible, trepanándole los oídos con sus abrasivos sarcasmos.
Habían pasado ya veinticuatro horas desde que Dan iniciara las pesquisas y comenzaba a perder la paciencia, aunque no quería acceder al piso por métodos poco ortodoxos de los que luego tuviera que arrepentirse. Finalmente, ante el quinto capuccino que se “inyectaba en vena”, decidió esperar a que el portero cumpliera su jornada laboral y se marchara. Luego, llamaría a los timbres de cada vecino para explicar “traigo un ramo de flores para la señora del 4o A, pero no le funciona el telefonillo. ¿Sería tan amable de abrirme usted?”. Y a ver si “picaba” alguno y le abría, o bien le facilitaba una pista para identificar al inquilino o inquilina del ático.
A las seis de la tarde, tras una nueva llamada de la exasperada e irónica editora, pasó por enésima vez delante de la puerta de la finca. El conserje continuaba en su sitio, leyendo impertérrito una revista como si no tuviera otra cosa que hacer todo el día. La desesperación le movió a dar un paseo para intentar tranquilizarse y, cuando se dirigía hacia San Cosimato, oyó unos ladridos de perro que le sonaron familiares. Se volvió para observar al can y pudo ver, en el portal que ya se había convertido para él en una pesadilla, a un señor mayor tratando de acallar los ladridos de un gran danés.
Dedujo que se trataba del vecino del 4o B con el que había hablado el día anterior a través del telefonillo. Volvió sobre sus pasos con presteza y comenzó a seguir al anciano y a su mascota que se dirigían hacia un jardín cercano, en Via della Paglia, donde soltó al animal para que retozara a sus anchas sobre el césped.
—Perdón, señor… Estoy buscando esta dirección… El dueño del perro, un octogenario de mediana estatura, regordete, con cara de bonachón, se colocó las gafas que le colgaban del cuello y, al leer el trozo de papel, sus pequeños ojos grises se agrandaron por la sorpresa.
—¡Pero si ésta es mi casa…! ¡Y éste… éste es mi piso! ¡No, mi piso no, el de la señorita de enfrente!
“Señorita”. ¡Aleluya! El cielo se abrió para Dan y el entusiasmo tensó todas sus neuronas pero se contuvo y continuó su indagación.
—¡Qué casualidad! ¿Y me puede indicar dónde está, por favor?
El señor, muy amable, le señaló con gestos ampulosos de brazos y manos el camino de su casa. Foster le dio efusivamente las gracias y empezó a alejarse de él en la dirección que le había señalado. Sin embargo, a unos tres metros regresó hacia donde se hallaba su amable informador.
—Oiga… Perdón… ¿cómo se llama usted…?
—Vicenzo…
—¡Encantado, Vicenzo! Verá… yo soy español y me llamo Pepe. Le quería hacer una pregunta… entre hombres… —Adoptó una postura y voz intimista—. Su vecina, la del cuarto B… ¿es guapa?
—¿Guapa? ¿Guapa dice…? —Los ojos y el rostro del anciano se transfiguraron como si en ese momento estuvieran contemplando una visión celestial—. Usted no se acordará bien porque entonces sería un niño, pero habrá visto sus películas… La Loren, la Lollo y la Cardinale en sus mejores tiempos… imagíneselas a las tres juntas con veinticinco años… ¡Pues Claudia Patricia, más guapa todavía…! ¡Bella, molto bella, bellissima!
—¿O sea, que… está buena…? —le tiró aún más de la lengua.
Ahora, la visión celestial del octogenario se transformó en remembranza lasciva al lamerse los labios con la lengua y brillarle el casi imposible deseo en sus diminutas pupilas.
—¡Buena, dices…! Si me llega a pillar a mí ésa con treinta años menos…
Quince minutos más tarde, Dan almacenaba una exhaustiva información sobre la persona que le había traído a Roma de nuevo. Y lo más importante, su aventura profesional de infiltrarse en el cónclave, una auténtica gesta periodística, empezaba a palidecer ante la apasionante historia que podía existir entre el entonces cardenal Mendoza, hoy Adriano VII, y la galerista de arte Claudia Patricia Montini.
—Oiga, joven, ¿y usted… quién es?
—¿Yo…? —Le echó el brazo por el hombro y le confesó al oído en tono de complicidad—. No se lo diga a nadie, ¿eh?
—¡Por favor, yo no soy ningún…! ¡Cuente, cuente!
—Me la he ligado por internet y… ya se puede imaginar a lo que vengo…
—¡Mamma mia! —rugió Vicenzo con una desmesurada expresión de asombro y envidia al mismo tiempo.
Dan Foster se despidió del anciano con un fuerte apretón de manos, al tiempo que le daba efusivamente las gracias por su información. De inmediato, marcó el móvil de su editora.
—¡Dan, por Dios, ya era hora! ¿Lo tienes?
—Sí.
—¡Pues suéltalo ya, joder!
—Sé quién es la persona que vive en el ático, pero no te lo voy a decir. Además, voy a colgarte y a desconectar el teléfono.
Antes de pulsar la tecla roja, al escritor le dio tiempo a escuchar:
—¡Hijo de la gran putaaaaaa…!
9
Cinco segundos después de pasar por el sensor de la puerta de su chalé, ésta comenzó a cerrarse, tiempo que Mortimer aprovechó para examinar los escasos automóviles que se encontraban aparcados en la pequeña calle. Había dos cuya matrícula no le resultaba conocida, pero no observó a nadie en su interior.
Pisó levemente el acelerador y el Lexus LS 460 negro-azabache-metalizado llegó al stop previo a tomar la avenida de las Brisas, en la urbanización Villamartín de Orihuela Costa. Durante los segundos que se detuvo, inspeccionó también si había algún automóvil con conductor estacionado en las proximidades. No detectó ninguno y giró a la izquierda para alcanzar la rotonda que da acceso al centro comercial Les Dolses. La sobrepasó y poco después llegaba a otra rotonda que le ofrecía ir a la playa de La Zenia, dirigirse a Cartagena o hacia el norte por la Nacional 332. Mortimer tomó esta dirección y apretó el acelerador hasta aumentar la velocidad a ochenta kilómetros por hora.
Miró de nuevo por el retrovisor y, aunque ninguno de los automóviles que venían detrás parecía seguirle, decidió cruzar Torrevieja en vez de dejarla atrás por la autovía. De esta manera se aseguraba que, si alguien andaba siguiendo sus pasos, lo perdería de vista en el interior de una de las ciudades más conocidas de la costa española junto a Marbella y Benidorm.
El final del otoño seguía siendo cálido en la Costa Blanca y todavía se podían observar viandantes en pantalón corto por el casco urbano, en espera de que comenzara a llegar el turismo de invierno. Mortimer, enfrascado en sus pensamientos, apenas era consciente de ello. Su cerebro sólo andaba atento a que no le volviera a suceder lo que le ocurrió cinco años atrás en Estambul cuando, por un exceso de confianza, no sólo perdió un excelente trabajo sino que estuvo a punto de echar por tierra todo su prestigio profesional.
Diez minutos más tarde regresaba a la N-332 y ya no se preocupó de mirar por el espejo. Aplastó el acelerador hasta los ciento treinta kilómetros por hora y fue dejando atrás Guardamar del Segura, Santa Pola y, finalmente, poco antes de llegar a Alicante, El Altet, donde se desvió en dirección al aeropuerto.
Estacionado el automóvil en el parking, obtuvo la tarjeta de embarque aportando su pasaporte y el número de reserva que había recibido vía email. Faltaba hora y diez minutos para la salida de su vuelo a Birmingham y aprovechó para comer una ensalada y un lenguado a la plancha.
A las 12:42, con doce minutos de retraso, el vuelo 3241 de British Airways, un Boeing 747-8, levantaba sus alas del aeropuerto alicantino y ponía rumbo a Inglaterra.
Hacía casi tres años de su último trabajo en Beirut y, aunque en este tiempo había recibido varias propuestas, no había aceptado ninguna. Unas veces por no llegar a un acuerdo económico y otras por el peligro que entrañaban los encargos. Se consideraba audaz e imaginativo, pero no un insensato. Ahora le hormigueaba la impaciencia por conocer la nueva oferta, entre otras razones porque comenzaba a sentirse fuera del mercado y esto, antes o después, podía repercutir en su caché y, sobre todo, en su prestigio.
Tres horas escasas después aterrizaba en Birmingham y alquilaba un Audi A3 con el que enfiló por Coventry Road. Se conocía muy bien el camino de otras citas anteriores y tomó la M-42 en dirección a Londres hasta la salida 15 donde, antes de entrar en Warwick, famosa turísticamente por su espectacular castillo medieval, enfiló por la A-46 hasta Stratford-upon-Avon.
Una vez alojado en el pequeño hotel Parkfield, en Broad Walk, regentado por un encantador matrimonio, donde se había inscrito por correo electrónico con el nombre de Brian West, se duchó y se puso un elegante traje oscuro con camisa azulada y corbata del mismo color moteada de gris perla. A las siete y media comenzaba a caminar en dirección al embarcadero de Countess of Evesham, portando una cartera de piel granate en su mano izquierda.
Mortimer tenía un punto de supersticioso y había fijado la cita en Stratford porque las dos veces que había emprendido un negocio allí todo había salido perfecto.
El lugar elegido era realmente maravilloso: un pequeño y bonito barco-restaurante flotando sobre el Avon rodeado de cisnes imperiales que se deslizaban por el agua copando la atención de los innumerables turistas que los fotografiaban, así como de centenarios, sauces que dejaban caer sus fláccidas ramas sobre las mansas y verdosas aguas. Frente al embarcadero, al otro lado del río, resaltaba la espectacular sede oficial del Royal Shakespeare Theatre, la Holy Trinity Church, el templo donde se encuentra enterrado el gran autor dramático William Shakespeare junto a su esposa Anne, y el Bancroft Gardens, poblado de numerosos paseantes que disfrutaban de una hermosa sinfonía de césped, árboles y agua.
A las ocho en punto el maître recibía a Mortimer a la puerta del comedor flotante y le invitaba a pasar al interior, donde le esperaba ya la persona con la que se había citado. Se llamaba Alain Hermann, sesenta y cinco años perfectamente bien llevados, pelo encanecido, gafas de montura dorada y un traje hecho a medida en alguna sastrería elitista de Lugano, ciudad donde vivía la mayor parte de año, excepto en invierno que se trasladaba a su mansión de las Islas Fidji.
Mientras les servían la cena, charlaron del tiempo que hacía que no se veían, de algunos conocidos comunes y del excelente vino que estaban degustando, un Pinot Noir Hugel Jubileé, que el barman les había servido en unas gigantescas esferas de cristal de bohemia. Al comenzar el primer plato, una exquisita sopa de verduras con arroz, hierbas aromáticas y unos trocitos de jamón de Jabugo que le daban un toque muy ibérico, Mortimer afrontó el motivo de la velada.
—Bien, Alain… ¿De qué se trata?
—Es un asunto muy importante… El más importante desde que nos conocemos…
—Venga, suéltalo.
Su compañero de mesa extrajo del bolsillo interior de su chaqueta una foto y la colocó al lado del plato de Mortimer. Éste, al verla, se quedó petrificado, boquiabierto, con la cuchara de sopa detenida a escasos centímetros de la boca.
—Es una broma… ¿verdad?
Hermann volvió a introducir su mano en el mismo bolsillo, sacó un cheque en blanco, ya firmado, y lo situó sobre la fotografía. A continuación, depositó sobre el talón bancario una fulgente pluma de oro descapuchada.