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Nueve días después de la elección de Jorge Darío Mendoza como Adriano VII, el espectacular escenario de la plaza de San Pedro se hallaba preparado para la solemne misa de la inauguración de su pontificado. Era domingo y el sol había decidido colaborar con una luz exultante que elevaba de forma notable la temperatura otoñal. El buen clima, inesperado en noviembre, junto con el gran acontecimiento que se iba a celebrar, animó a decenas de miles de ciudadanos romanos, y prácticamente a todos los turistas de paso por la Ciudad Eterna, a acercarse al escenario más emblemático del orbe católico.
A las once y cuarto, bajo los jubilosos acordes del monumental órgano del templo, la procesión pontifical se puso en marcha dentro de la basílica, presidida por una gran cruz de guía y dos incensarios portados por sendos acólitos. Detrás de la cruz, en fila de dos, caminaba el colegio cardenalicio en pleno con los purpurados revestidos de sotana roja y casulla blanca. Y cerrando la comitiva, el Santo Padre con estola y casulla doradas empuñando en su mano izquierda la cruz papal, flanqueado por el maestro de ceremonias y por un diácono que sostenía en sus manos los Santos Evangelios.
La comitiva llegó al altar mayor y rodeó el espectacular baldaquino de Bernini sostenido por sus famosas cuatro columnas salomónicas. Seguidamente, la cabeza de la procesión se encaminó hacia la salida, deteniéndose algunos minutos después a la señal de una pequeña campana de plata repicada por un ayudante del maestro de ceremonias.
Durante la parada, el Pontífice descendió las escaleras de la cripta situada bajo el altar, conocida como la “Confesión de San Pedro”, donde se encuentra la tumba del apóstol. Delante de ella había dos bandejas. Una con un pequeño cofre abierto conteniendo el “anillo del pescador”, alianza que a partir de ese día llevaría el nuevo inquilino del Vaticano en el dedo anular de su mano derecha. Sobre la otra descansaba el “palio petrino”, una gran estola confeccionada con lana de oveja, símbolo de la labor pastoral del Pontífice.
Tras bendecir e incensar ambos símbolos el Santo Padre, dos diáconos con dalmáticas damasquinadas tomaron las citadas bandejas y regresaron al altar mayor seguidos de Su Santidad y del maestro de ceremonias. En ese momento, el coro de hombres del Vaticano comenzó a entonar el “Exaudí Christe” con toda la letanía de los santos, momento en el que la procesión se puso de nuevo en marcha hacia la puerta central de la basílica.
El altar se había levantado a unos veinte metros de la escalinata del templo y en su costado derecho, desde el punto de vista de los fieles, se izaba un gran crucifijo. A pocos pasos de éste, la tribuna de autoridades civiles repleta de reyes, presidentes y jefes de gobierno de, prácticamente, todas las naciones de Occidente. Enfrente de las autoridades, justo a la izquierda del altar, unos dos centenares de obispos católicos y altos dignatarios, tanto de la Iglesia ortodoxa y protestante como de otras religiones.
Los cardenales concelebrantes, respondiendo con el coro a las invocaciones de los santos que salmodiaban los solistas, cruzaban el atrio y bajaban las escaleras de dos en dos. Al llegar al altar, besaban el ara y luego regresaban hasta colocarse encima de la escalinata, uno a cada lado del estrado donde estaba situado el sillón papal para la primera parte de la Santa Misa.
En el momento de aparecer Adriano VII en la puerta central del templo mayor de la Cristiandad, el casi medio millón de personas concentradas entre la columnata de Bernini, la Via della Conciliazione y otras calles aledañas, prorrumpió en un atronador aplauso. Tremolaron banderas de numerosas naciones, destacando las albicelestes de Argentina, y se izó un cañaveral de pancartas con textos de encomio y adhesión en una gran cantidad de idiomas.
El Vicario de Cristo, tras besar el ara igual que el resto de los concelebrantes, incensó el altar por los cuatro costados y luego el Crucificado que presidía la ceremonia. Por último, regresó hacia la tarima ubicada sobre la planicie que corona las escaleras de acceso a la basílica, a cuyos lados se encontraban ya los purpurados concelebrantes. Una tribuna custodiada por dos guardias suizos con su uniforme de gala: calzas y jubones en azul y amarillo, gorguera y guantes blancos, yelmo con penacho rosado y alabarda en la mano.
Cuando el coro dio por terminada la letanía gregoriana, un ayudante le acercó el micrófono a Su Santidad, quien se santiguó para dar comienzo a la Eucaristía, siendo imitado en dicho signo por la gran muchedumbre de fieles que tenía frente a él.
—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…
—Amén —respondió la multitud al unísono.
Al iniciarse el canto del “Kirie”, Su Santidad Adriano VII sufrió el estremecimiento de una agradable sorpresa y miró complacido hacia su izquierda, detrás de los dignatarios civiles, donde se encontraba el coro. No cantaba la Capilla Musical Pontificia, habitual en las ceremonias papales, sino la “Camerata Exaudi”, una agrupación sinfónico-coral de la Universidad Católica Argentina. Nacida en los difíciles años del “corralito”, se había ofrecido al Vaticano para interpretar la obra polifónica preferida del cardenal Mendoza: la excelsa, memorable, conmovedora, Misa de la coronación creada por W. A. Mozart en los primeros meses de 1779.
La celebración eucarística se transmitía a todo el mundo de manera impecable, como siempre, por el CTV (Centro de Televisión del Vaticano), que desde hacía treinta años daba señal a cuantas cadenas solicitaban las imágenes de los actos religiosos. Unas retransmisiones que no tenían nada que envidiar, a nivel creativo, a las míticas celebraciones dirigidas y realizadas por Franco Zeffirelli para la RAI en los años sesenta del pasado siglo.
Tras el “Gloria” y las lecturas de las epístolas y del Evangelio, el Santo Padre tomó asiento y el maestro de ceremonias le alargó una carpeta anillada donde Adriano VII tenía la homilía. Gracias a un primerísimo plano de la cámara, los espectadores pudieron ver que las hojas se hallaban escritas a mano. Este dato enseguida llamó la atención de los comentaristas religiosos, ya que explicaba el que no hubieran recibido el texto de la homilía por adelantado, como era la costumbre.
—Carissimi sorelle e fratelli…
Tras saludar en italiano, inglés, español, francés y alemán, prosiguió en el idioma de Dante y Petrarca:
—Hace veintiún siglos que Cristo fundó su Iglesia en la persona del apóstol San Pedro. Desde entonces, unas veces mejor y otras peor, ha ido cumpliendo su misión de extender el mensaje del Salvador por el mundo, y de guiar la vida de sus fieles hacia el encuentro con Dios Padre en el Cielo.
Tosió levemente y guardó durante breves segundos un silencio retórico, al tiempo que fruncía los labios y se los humedecía con la punta de la lengua.
—Veintiún siglos, más de dos mil años, es mucho tiempo y tal vez ha llegado el momento de plantearse una serena reflexión sobre algunos aspectos de la Iglesia que, en nuestra humilde opinión, no están en consonancia directa, o derivada, con las enseñanzas evangélicas.
Esta insinuación de posibles cambios eclesiales despertó, de inmediato, un gran interés en cuantos entendían el italiano y seguían in situ la homilía en la emblemática plaza del catolicismo, o bien a través de la radio, la televisión e internet. Pero, sobre todo, puso en estado de alerta a la totalidad de los estamentos eclesiásticos: cardenales, obispos, sacerdotes diocesanos y órdenes religiosas, tanto masculinas como femeninas. Y de manera especial, erizó una inquietante sospecha en algunos dignatarios de la curia romana que participaban en la ceremonia.
—Los aspectos que, pensamos, se deben corregir voy a concretarlos, hermanos, en siete puntos que ofrezco a vuestra consideración. Necesariamente será una exposición esquemática que, por supuesto, se ampliará y matizará en su día en los documentos correspondientes.
»Es muy importante que la Iglesia del siglo XXI facilite el sacramento del matrimonio a todos los católicos sin distinción alguna. Hasta ahora nuestra institución siempre ha definido al matrimonio como la unidad de amor entre un hombre y una mujer. Sin embargo, la medicina y la psicología nos dicen hoy que la praxis homosexual no es una enfermedad ni una desviación psicopatológica. En consecuencia, y ante la aceptación social de los homosexuales, pensamos que el concepto matrimonial deberíamos ampliarlo a la unión de dos personas adultas, sean del sexo contrario o del mismo sexo. Esto quiere decir que la Iglesia no sólo no debe condenar el amor entre dos hombres o dos mujeres, sino que debe bendecirlo si deciden unirse en matrimonio.
El anuncio papal, a sangre fría, de que la Iglesia debería aceptar los matrimonios homosexuales confirió de pronto un interés inusitado a la homilía del Santo Padre. Lo que en principio iba a ser, como en ocasiones similares, una declaración de principios protocolaria en términos generales, tanto teológicos como pastorales y doctrinales, de pronto se convertía en una auténtica revolución moral.
—El segundo punto que ponemos a la consideración del Pueblo de Dios es la sexualidad, un tema que siempre ha sido tabú para la Santa Madre Iglesia. Se le ha tenido siempre miedo, hemos visto en ella una fuente inagotable de pecado y, en base a esta concepción negativa, en lugar de aprovechar su potencialidad positiva, hemos intentado reprimirla. Esta represión nos ha llevado a situaciones auténticamente ridículas, a veces delirantes, y lo que es peor: con frecuencia ha causado graves trastornos psicológicos a numerosas personas que les han llevado a la práctica de lo que se conoce como aberraciones sexuales.
»Creo, hermanos, que no debemos culpabilizar el uso racional de la sexualidad en parejas jóvenes y adultas, siempre y cuando se ejerza con libertad por ambas partes. Sólo debemos considerar pecado la violación física, y también la psicológica, de quien consigue favores sexuales por la violencia o por la presión de cualquier tipo de poder, así como la pedofilia por el daño irreparable que se les causa a los niños. No podemos olvidar que el deseo sexual forma parte de nuestro ser. Es Dios quien lo ha puesto en nuestros cuerpos y mentes para que lo usemos, por supuesto con responsabilidad, de la misma manera que, por ejemplo, ha puesto el apetito hacia los buenos alimentos.
»Sí debe considerarse pecado el practicar sexo con una persona cuando se está comprometido con otra, bien por matrimonio o por compromiso. Pero no por el acto sexual en sí mismo, sino porque supone una traición, una falta de lealtad hacia esa otra persona.
»Todo esto presupone que la sexualidad no tiene como función principal la procreación, como hemos venido predicando hasta ahora, sino el reforzamiento del amor por el placer y, derivado de esto, una paternidad responsable. En consecuencia, creemos lícito el uso de cualquier método anticonceptivo siempre y cuando no dañe la salud física o psicológica de quien lo utilice, sea hombre o mujer. En concreto, y desde este mismo momento, no sólo autorizamos sino ordenamos en nombre de Jesucristo el uso del preservativo en todas aquellas relaciones de riesgo donde un hombre o una mujer pueda transmitir, a su compañero o compañera, cualquier enfermedad sexual y, de manera especial, el sida.
Al escuchar lo anterior, los cardenales, obispos y sacerdotes del Tercer Mundo, sobre todo los africanos, respiraron aliviados ante el giro copernicano de la doctrina eclesial. La prohibición del preservativo por la moral católica había resultado muy nefasta para las comunidades cristianas en el continente negro, donde la incidencia del sida resultaba pavorosa a la vista de las estadísticas anuales facilitadas por la Organización Mundial de la Salud.
—En tercer lugar, queremos referirnos al espinoso problema del aborto… Obviamente, el ejercicio libre de la sexualidad, a pesar de estar permitidos los métodos anticonceptivos, producirá embarazos no deseados que llevarán a muchas parejas a recurrir al aborto. La Iglesia, hoy por hoy, considera ser humano con todos sus derechos a cualquier embrión y, en consecuencia, la eliminación del mismo tiene para ella la calificación moral de pecado grave ya que equivale a un asesinato.
»Sin embargo, hermanos, creemos que sería conveniente, para despejar cualquier duda, que profesionales médicos, creyentes y no creyentes, nos ayudaran a tener claro cuándo hay que considerar ser humano al embrión. ¿Desde el momento en que se unen el óvulo y el espermatozoide? ¿Pasada una semana, pasado un mes, tres meses…? Voy a plantear el problema con un ejemplo, aun a riesgo de ser simplista. ¿Es lo mismo destruir un frondoso árbol con ramas y frutos, que destruir una pequeña semilla que, con el tiempo, se podría convertir en ese gran árbol?
»Repito, para que mis palabras no induzcan a error a nadie: yo, Adriano VII, el Papa, condeno el aborto como un crimen execrable, donde la responsabilidad no sólo atañe a quienes participan en él, sino también a los legisladores que lo amparan. Pero nos gustaría saber, con razones científicas, psicológicas y sociológicas, en qué momento y por qué el embrión se convierte en un ser humano de pleno derecho.
Si ya la aceptación del matrimonio homosexual encerraba una auténtica bomba, si la despenalización moral de la práctica sexual libre y de los anticonceptivos suponía un cambio radical en el pensamiento de la Iglesia, la duda sobre la entidad del embrión como ser humano integral terminó por desestructurar las entrañas de los católicos convencionales.
Las miradas hinchadas de estupor entre algunos dignatarios de la curia romana. —Leone, Perosi y Fontana entre ellos—, reflejaban una indignación incuestionable. E igual sucedía entre muchos de los obispos que asistían a la ya histórica ceremonia. Sus semblantes desencajados semejaban un libro abierto donde se podían leer sus consternadas elucubraciones. ¡Cómo se le ocurría plantear temas tan espinosos sin una deliberación previa en la cúpula eclesiástica! ¿Había consultado con alguien? ¿Era una iluminación divina o una posesión demoníaca? ¿Un visionario de una Nueva Iglesia o un insensato? ¿O tal vez sólo era un golpe de efecto mediático para borrar su poco brillante nombramiento y la tibieza con la que había sido acogida su elección a nivel mundial…? Y sobre todo, ¿cómo se le ocurría plantear aquellos temas en un momento y lugar tan inoportunos?
—Hermanos, nuestra cuarta propuesta afecta también a la sexualidad, pero ahora en relación con el clero… En la actualidad, el celibato es obligatorio para que un hombre pueda ser ordenado sacerdote. Esta norma ha dado excelentes resultados a lo largo de la Historia porque la liberación de las cargas familiares ha permitido a los clérigos dedicarse de forma más intensa a las labores pastorales. Sin embargo, al ser un requisito indispensable, ha generado también numerosos problemas, tanto a los sacerdotes como a la comunidad. A los sacerdotes, porque en muchas ocasiones no han podido soportar la carga del celibato y esto les ha originado graves conflictos psicológicos y morales que, en situaciones extremas, han llegado a ser tan nefastos como los casos de pederastia que desgraciadamente conocemos. Y a la comunidad, porque el celibato impide a muchos hombres consagrarse a Dios y esto repercute de manera directa en el brutal descenso de vocaciones sacerdotales que padecemos, propiciando que muchas parroquias carezcan en la actualidad del pastor que necesitan.
»En base a todo lo anterior, parece más acorde con la realidad actual y el sentido común que el celibato sacerdotal sea una opción personal y no una imposición eclesiástica, como ya ocurre en algunas Iglesias de los hermanos separados.
La anulación del celibato obligatorio, comparada con las propuestas anteriores, resultaba “pecata minuta”. Desde los años 80, y ante la crisis de vocaciones y los escándalos de pederastia aireados en Estados Unidos y otros países, no sólo los sectores progresistas del catolicismo, también los movimientos más centristas, habían cuestionado teológica y pastoralmente la virtualidad de su obligación.
—Nuestra quinta propuesta se refiere a la situación de la mujer en la comunidad cristiana… A pesar de sus espectaculares avances sociales en el pasado siglo, en la Iglesia la mujer todavía ocupa puestos muy retrasados con respecto al hombre. En el catolicismo adquiere cotas de auténtico escándalo por más que lo dulcifiquemos apelando al papel capital que Santa María la Virgen, Madre de Dios, tiene en el cristianismo, y de manera especial en la liturgia y en el calendario religioso.
»La realidad es que la mujer está discriminada por la Iglesia desde el momento que tiene vedado el acceso a puestos de responsabilidad. Pues bien, ha llegado el momento de eliminar este veto y aceptar la igualdad total con respecto al hombre. En consecuencia, pensamos que Dios vería con buenos ojos que la mujer pudiera ser ordenada sacerdote u obispo, ser elegida cardenal y, si es voluntad del Espíritu Santo, acceder a ocupar la Cátedra de San Pedro. ¿Se atrevería alguien a sostener hoy con argumentos sólidos que la mujer debe seguir siendo la cenicienta de nuestras parroquias…?
El anuncio de la igualdad, a todos los efectos, de la mujer y el hombre en la Iglesia fue acogida con fervoroso entusiasmo por la audiencia femenina que seguía la ceremonia. De manera especial, por los sectores más cercanos a los estamentos eclesiales como eran las religiosas, tanto conventuales como seglares, así como por las asociaciones femeninas parroquiales. Y, por supuesto, suponía un gran espaldarazo moral para los movimientos feministas, tanto creyentes como agnósticos y ateos.
—Nuestra sexta propuesta, hermanos, quiere llevar la paz y la tranquilidad de conciencia a muchos cónyuges cristianos… La vida en pareja, más en concreto el matrimonio, y de manera especial el matrimonio canónico, conlleva alegrías, muchísimas alegrías, pero también… problemas. Problemas graves de convivencia que por desgracia a veces, incluso habiendo hijos, y precisamente por ellos, para que no vivan estas situaciones desagradables, aconsejan la separación matrimonial. Pero la Iglesia católica no permite que los citados cónyuges vuelvan a contraer matrimonio canónico. No parece razonable aceptar que un error, previo o devenido, marque para siempre la vida de dos seres humanos. Y si Cristo proponía perdonar no siete veces, sino setenta veces siete, ¿quiénes somos nosotros para condenar a la soledad espiritual a los miembros de los matrimonios separados? Por este motivo, parece no sólo acorde con el espíritu evangélico, sino también con el consenso social y con los dictados de la experiencia y de la razón, el permitir un nuevo matrimonio católico a quienes deseen volver a casarse.
Antes de que Adriano VII finalizara su explosiva homilía, el frenesí se había apoderado de los medios de comunicación. Los redactores telefoneaban enfebrecidos a personas relevantes de la Iglesia en busca de alguna declaración o para concertar entrevistas. Mientras, los reporteros se tiraban a la calle, cámara y micro en mano, para conseguir opiniones de ciudadanos católicos y no católicos. Todo ello con el fin de poder ofrecer, en los noticiarios del mediodía, la mayor información posible sobre el bombazo periodístico que estaba protagonizando el nuevo Papa en la misa que inauguraba su pontificado.
—Por último, quiero centrarme en la labor más importante y más urgente que desarrolla el catolicismo en el Tercer Mundo: la atención a los pobres y a los enfermos… La Santa Madre Iglesia debe la razón de su existencia al Evangelio, al mensaje de Jesús. Y la esencia de ese mensaje es la hermandad entre todos los hombres. Esto implica un compromiso solidario con ellos y, de manera especial, con los más desfavorecidos, sin mirar su credo religioso, ni el color de su piel, ni sus ideas políticas ni sus países de origen.
»En otras palabras, si la Iglesia católica no es la Iglesia de los necesitados, Cristo no se puede reconocer en ella. Hoy, la presencia de los misioneros católicos en los países pobres es de un valor humano y un heroísmo cristiano incuestionables. Por otra parte, la ayuda eclesiástica a los desheredados que llegan del Tercer Mundo es modélica. Pero esto, hermanos, con ser mucho, no es suficiente. Tenemos que comprometernos más, mucho más. Hoy por hoy, en numerosas naciones de la Tierra, el único Evangelio que se puede predicar es la lucha contra la miseria, la enfermedad y la incultura. Y ahí, en esos centros de dolor, la Iglesia tiene que redoblar su presencia…
»Pero para que la lucha contra la miseria, la enfermedad y la incultura sea eficaz, se necesita mucho dinero, mucho más del que aportan los gobiernos en ayudas al desarrollo. Y, sobre todo, es necesario que se gestione mejor y que llegue realmente a los necesitados. Por este motivo, en nombre de Cristo, que no tenía donde reposar la cabeza, propongo que su Iglesia tampoco tenga “donde reposar la suya”.
El silencio en el inmenso óvalo de piedra era absoluto. Las casi quinientas mil personas que se apretujaban en la plaza y alrededores miraban con fijeza, como hipnotizadas, al hombre que acababa de imprimir un nuevo giro a la Historia. Por su parte, los altos dignatarios eclesiásticos, especialmente el lobby de la curia romana, cruzaban miradas aterradas por la bomba de relojería que Su Santidad Adriano VII estaba colocando, no en los cimientos sino en algunos de los muros poco edificantes sobre los que se sostenía la Iglesia desde hacía muchos siglos. En medio de esta expectación, el nuevo sucesor de Pedro prosiguió.
—La Iglesia posee innumerables tesoros artísticos en forma de cuadros, esculturas, coronas de vírgenes y cristos, crucifijos, mantos, jarrones, cálices, joyas donadas por millones de fieles y, sobre todo, numerosos edificios religiosos y no religiosos. En Occidente, la Iglesia es rica, muy rica, multimillonaria en oro, plata y en todas las modalidades de obras de arte… Me pregunto y os pregunto: si Cristo viniera hoy a la Tierra, ¿reconocería a su Iglesia, la que él fundó con Pedro y los demás apóstoles…? Si entrara en muchos de nuestros templos, ¿se sentiría como en su casa…? Estoy seguro que no. No se vería representado en esos cristos crucificados con cuatro clavos de oro y una corona de espinas también de oro… Ni tampoco identificaría a su Santa Madre viéndola arropada con esos mantos de terciopelo repujados dé piedras preciosas. Cristo se escandalizaría igualmente de que su sangre descansara en cálices de oro adornados de diamantes y que su presencia en los sagrarios esté ornamentada también con metales preciosos… ¿Creéis que Jesús, y perdonadme que vuelva a insistir, el que nació en Belén, el hijo de María, el que pregonó las bienaventuranzas, el que murió en la cruz entre dos ladrones… creéis que es el mismo Cristo al que rendimos culto en nuestras impresionantes catedrales y en nuestras espectaculares iglesias?
Tras esta larga y trascendental pregunta, una auténtica jabalina contra la conciencia de la jerarquía eclesiástica, Su Santidad lanzó otra pregunta aún de mayor calibre.
—¿No creéis, queridos hermanos, que deberíamos estudiar la manera de que todas las riquezas superfluas de la Iglesia se conviertan en medicinas y hospitales, en escuelas y en promoción de empleo para las regiones más pobres de la Tierra…? ¿Qué necesidad hay de que el Papa habite en un palacio como éste? ¿Por qué no puede vivir algún día en una favela de Brasil, en una choza africana o en una casa de barro en India?
El silencio que siguió a este insólito planteamiento duró con exactitud dieciséis segundos. Justo el tiempo que empleó Su Santidad en panoramizar con la mirada por el impresionante auditorio que tenía frente a él, empezando por el campo sembrado de solideos episcopales y finalizando por las autoridades civiles ubicadas a su izquierda.
—Soy plenamente consciente de que las propuestas que he esbozado suponen un giro muy brusco de la Iglesia. Sé que van a ser objeto de un profundo rechazo por algunos sectores de la jerarquía, institutos religiosos y asociaciones de fieles. Voy a escucharlos a todos, pero bajo dos condiciones. La primera, que demuestren que los cambios propuestos están, en parte o en todo, en contradicción con el espíritu y la letra del Evangelio de Cristo. Y en segundo lugar, que no apelen al argumento de la tradición eclesiástica. La tradición en la Iglesia tiene un gran valor a nivel teológico y pastoral, pero nunca puede usarse para convertir el pasado en un dogma inamovible.
»Estoy seguro que se van a levantar voces autorizadas, tanto de seglares como de eclesiásticos, pidiendo un estudio más reposado de cada tema, incluso que piensen que para un cambio tan amplio debería convocarse un concilio ecuménico…
»También voy a escucharles, pero quiero que reflexionen sobre lo siguiente: un concilio ecuménico lleva muchos años de preparación y un considerable gasto para la Iglesia. Resulta más práctico crear una comisión que concrete en un documento, lo más claro y breve posible, las siete propuestas que acabo de exponer. Luego, ese documento entrará en una fase de estudio y discusión por parte de los fieles que lo deseen a través de los consejos parroquiales y otros foros. Y, finalmente, el citado documento, recogidas las sugerencias pertinentes, será sometido punto por punto a la votación de los católicos. Y lo que diga el Pueblo de Dios, seguro que será la voz de Dios.
La introducción del sistema democrático en la Iglesia, acabando con veintiún siglos de poder omnímodo de Roma, fue el bombazo final a una homilía que de “homilía” sólo tenía el nombre, ya que era un discurso programático y casi neofundacional en toda regla. Un auténtico tiro de gracia a la moral tradicional, de consecuencias imprevisibles, y un demoledor golpe de estado a la estructura piramidal de la Iglesia. Y todo en poco más de veinte minutos.
El efecto de las propuestas papales en los príncipes de la Iglesia presentes en la ceremonia quedaba patente a través de los primeros planos y “barridos” que las cámaras de televisión efectuaban por Sus Eminencias. Algunos exhibían expresiones de auténtico pavor, otros apretaban las mandíbulas por la ira y, en la mayoría, el desconcierto más absoluto se había convertido en su segunda epidermis.
—No quiero terminar sin poner bajo el manto protector de Santa María la Virgen, en su advocación de Nuestra Señora de la Libertad, los cambios que hemos apuntado. Cambios que tienen un único denominador común: liberar a mujeres y hombres de problemas innecesarios, promover la igualdad y hermandad de todos los seres humanos y potenciar el mensaje solidario de Cristo. Porque no basta con no hacer el mal: un cristiano tiene la ineludible obligación de hacer el bien.
Seguidamente se levantó con marcada solemnidad, cerró los ojos durante unos segundos, luego los abrió con una mirada transfigurada y entonó:
—¡Credo in unum Deum…!
Todos los asistentes a la eucaristía se pusieron en pie para la profesión de fe y la “Camerata Exaudí” prosiguió con el electrizante credo de la mozartiana “Misa de la Coronación”. Mientras la formación sinfónico-coral argentina desgranaba los toboganes de notas creadas por el genio de Salzburgo, el mundo católico comenzaba a sentir los efectos de un seísmo espiritual cuyo epicentro se asentaba en las palabras papales que acababan de escuchar. Efectos de consecuencias imprevisibles cuando se abrían las puertas y las ventanas de la Iglesia, de par en par, a la libertad responsable de pensamiento y de costumbres.
Aquella homilía tuvo otros efectos…
Una persona, agnóstica hasta entonces, rogó con fervor a Dios que protegiera al Santo Padre contra las furias que, de manera inevitable, iban a caer sobre él en el futuro. A cambio, le ofreció el mayor sacrificio que se le puede pedir a alguien en este mundo: el tormento de renunciar al amor de la persona amada.
Esa persona se encontraba sentada en una silla de tijera en el lateral derecho del obelisco. Vestía traje de pantalón oscuro con camisa crema y ocultaba la tristeza de sus ojos enamorados tras unas azuladas gafas de sol.
Era Claudia Patricia Montini de Angelis.