1
La estalagmita de humo, indecisa al principio en su evolución y, sobre todo, en su color, generó el mismo silencio expectante de los días anteriores. Poco a poco, la fumata empezó a subir en vertical y el tono gris inició un proceso de metamorfosis a blanquecino, al tiempo que se incubaba un contenido clamor en las, aproximadamente, sesenta mil gargantas que se encontraban esa mañana en la plaza de San Pedro. Un clamor que estallaba al emerger un gran borbotón blanco bajo el pequeño paraguas de la chimenea más conocida del mundo.
No existía ninguna duda, la fumata era blanca. ¡Por fin había Papa tras diez interminables días de cónclave!
Los periodistas se lanzaron a toda prisa sobre sus móviles y dispararon la noticia a sus respectivos medios informativos. Las cadenas de radio y televisión abrían con rapidez cámaras y micrófonos, se cortaban programas en plena emisión y la totalidad del universo mediático conectaba con la plaza elíptica del Vaticano, incluida la emisora árabe Al Jazeera.
Los centenares de campanas de las iglesias de Roma comenzaron a repicar de alegría transmitiendo el gozo a sus colegas de todos los templos católicos del orbe, desde los sobrecogedores bronces de las gigantescas catedrales hasta las humildes espadañas de las ermitas campestres.
La Cristiandad dejaba de estar huérfana y tenía ya un nuevo padre y pastor.
A las 13:26, el clamor se recrudecía al abrirse la logia central de la basílica de San Pedro, engalanada previamente con un espectacular tapiz que exhibía el escudo de la Santa Sede.
Poco después aparecía monseñor Pier Paolo Stefano, el cardenal protodiácono, quien se aproximó al micrófono y esperó a que bajara el griterío jubiloso de las ya casi ochenta mil personas que ocupaban el perímetro de la columnata de Bernini.
—¡Carissimi fratelli e sorelle…! (¡Queridísimos hermanos y hermanas…!) ¡Annuntio vobis gaudium magnum! (¡Os comunico una gran alegría!) ¡Habemus… Papam! (¡Tenemos… Papa!).
Ahora el griterío adquiría un volumen ensordecedor y poco después se transmutaba en un enardecido aplauso que duró casi dos minutos, cortado al fin por la solemne voz del protodiácono.
—¡Eminentissimum ac reverendissimun Dominum…! (¡El eminentísimo y reverendísimo señor…!)
—¡Dominum Jorge Darío…! (¡Señor Jorge Darío…!)
—¡Sanctae Romanae Eclesiae Cardinalem… Mendoza…! (¡Cardenal de la Santa Iglesia Romana… Mendoza…!).
Se redobló el aplauso al tiempo que los locutores de radio se lanzaban frenéticos sobre las escasas notas en su haber relativas al purpurado argentino. Al no encontrarse entre los papables, sólo poseían de él la breve ficha facilitada por la oficina de prensa del Vaticano en la que se reseñaba la edad, cincuenta y cinco años, el sucesor de Pedro más joven de los últimos tiempos, que era arzobispo de Buenos Aires, había estudiado en Salamanca y Roma, trabajado en la curia del Vaticano y sido nuncio de Su Santidad en varios países africanos.
—Qui sibi nomen imposuit… ¡Adrianus septimus! (Que ha adoptado como nombre… ¡Adriano VII!).
A los comentaristas televisivos les pasaba exactamente lo mismo que a los radiofónicos, pero aquéllos se consumían de impaciencia esperando que sus realizadores pusieran en pantalla cuanto antes la foto del nuevo Vicario de Cristo. Una foto que no llegaba porque era pequeña, había que capturarla del dossier vaticano y, en muchas cadenas, no resultaba tarea fácil llegar con rapidez desde la redacción al control de realización.
Mientras tanto, los equipos de documentación buscaban más datos del cardenal Mendoza, los redactores intentaban entrar en contacto con medios informativos de Buenos Aires, los internautas asaltaban la página web de la Conferencia Episcopal Argentina y los corresponsales en la capital porteña volaban en sus automóviles hacia el palacio arzobispal.
La gran novedad radicaba en que Adriano VII ostentaba el honor de ser el primer Pontífice americano, pero recalcando los comentaristas el dato “del Sur”. América del Norte y América del Sur componen geográficamente un mismo continente, pero constituyen dos mundos muy distintos y de ahí el matiz que subrayaban los medios hispanoparlantes.
Dieciocho minutos después del anuncio oficial llevado a cabo por monseñor Stéfano, y a los acordes del himno pontificio difundido por la nítida megafonía de la plaza de San Pedro, aparecía en la logia central la cruz procesional portada por un clérigo joven. Le seguían los primeros cardenales de cada una de las órdenes de los purpurados, Obispos, Presbíteros y Diáconos, y a continuación Su Santidad Adriano VII, con sotana blanca, capelo rojoburdeos, cruz pectoral y, sobre su cuello, la gran estola pontifical. De inmediato fue recibido con una monumental ovación, con los disparos de decenas de miles de flashes y con los planos cortos de las cámaras del CTV (el Centro Televisivo Vaticano), que servían la señal oficial a todo el mundo.
La primera imagen del nuevo Papa se grabó con rapidez en la retina de los centenares de millones de telespectadores que a esa hora se habían situado ya frente al televisor: joven, muy bien parecido y, especialmente, al abrir los brazos para saludar a la multitud exhibió una sonrisa carismática, cálida y cautivadora, muy difícil de olvidar.
Tras varios minutos de aplausos y vítores de los enfervorizados católicos apostados en torno al obelisco, el sucesor 269 del apóstol San Pedro logró por fin pronunciar sus primeras palabras. Y lo hizo en tres idiomas diferentes.
En italiano:
—Queridos hermanas y hermanos, la decisión de los señores cardenales ha puesto sobre mis hombros la enorme responsabilidad de aceptar la voluntad de Dios para regir los destinos de su Santa Iglesia. No me siento capacitado para tan elevada misión, pero confío en que el Altísimo guíe mis pasos y mis decisiones bajo la intercesión de Santa María la Virgen.
Prosiguió en castellano con unas palabras teñidas de un cierto tono enigmático:
—La Iglesia de Cristo, hermanas y hermanos, no son los templos ni las catedrales, tampoco los ritos y la jerarquía eclesiástica. La Iglesia de Cristo son las bienaventuranzas que Jesús nos dejó en el Sermón de la Montaña. Es decir, la Iglesia no son las normas, sino los sentimientos cristianos que habitan en nuestros corazones.
Y finalmente, concluyó en inglés con una proclama bastante llamativa:
—Hermanas y hermanos del mundo entero, la Iglesia católica no tiene la exclusiva de la Verdad Divina, ni el monopolio de la Bondad. Pero sí posee el mensaje más realista y humano que existe para reducir nuestra infelicidad en este mundo y levantar la bandera de la esperanza en una vida mejor después de la muerte donde nos espera el Amor Perfecto. Es decir, Dios. Gracias. Muchas gracias.
Los aplausos, el griterío y el flamear de bastantes banderas volvieron a sacudir los cimientos de la milenaria plaza de la Cristiandad.
Al mismo tiempo, un evidente desconcierto se apoderaba de los comentaristas radiofónicos y televisivos ante las crípticas palabras del nuevo Papa. Palabras que comenzaron a ser examinadas enseguida con lupa por los expertos en temas eclesiásticos de los diversos medios de comunicación.
Al bajar las aclamaciones de los más de ochenta mil espectadores que se encontraban frente a la logia central, el maestro de ceremonias abrió el libro de rituales por la fórmula de la bendición “urbi et orbi”, y puso el texto al alcance de los ojos de Adriano VII, quien tosió brevemente y entonó en semirrecitado:
—Sancti apostoli Petrus et Paulus, de quorum potestate et auctoritate confidimus, ipsi intercedan pro nobis ad Dominum.
—¡Amen!
—Precibus et meritis Beatae Mariae semper Virginis…
El silencio y el recogimiento se habían apoderado de la hasta entonces entusiasmada y ruidosa multitud que tenía el privilegio de vivir de manera presencial uno de los mayores acontecimientos del catolicismo. Tras la invocación a la Virgen, el Santo Padre procedió a la bendición “para la ciudad y para el mundo”.
—Et benedictio Dei omnipotentis, Patris et Filii et Spiritus Sancti descendat super vos et maneat semper.
Al terminar de santiguarse ante la bendición por triplicado de Su Santidad, se renovó el orgiástico entusiasmo por el Pontífice argentino con redoblados aplausos y gritos. Poco después, y de nuevo a los marciales sones del himno pontificio, interpretado ahora por la banda de música vaticana bajo la logia central, Adriano VII desplegaba una vez más su atractiva sonrisa y sus brazos sobre la multitud que se apiñaba en el magno escenario que tenía frente a él. Luego, desapareció tras las cortinas de terciopelo rojo que colgaban a sus espaldas precedido de nuevo por la cruz pontifical.
Los ciudadanos romanos y turistas que se habían concentrado en el recinto empezaron a abandonar San Pedro, tanto por la Via della Conciliazione, como por Porta Angelica, el Borgo Santo Spirito y Porta Cavalleggeri. Media hora después, en la plaza apenas quedaban unas dos mil personas.
Una de esas personas permanecía aún con los ojos clavados en la logia central de la basílica. Se trataba de una mujer de aproximadamente metro setenta de estatura y unos cuarenta y pocos años. Vestía un discreto pero elegante traje de chaqueta color gris, con bolso y zapatos conjuntados. Su rostro exhibía una gran belleza devenida de la excelente proporción de sus facciones. Si alguien se hubiera fijado con detenimiento en ella, habría detectado que estaba triste ya que sus ojos se habían inundado de lágrimas, no una sino varias veces, desde que se anunció la elección papal del cardenal Mendoza.
La mujer, convertida en estatua de dolor, se llamaba Claudia Patricia Montini de Angelis.
2
Al día siguiente de la elección papal, viernes, Dan Foster aterrizó en Barcelona al mediodía en un vuelo regular de Alitalia. Recogió su equipaje, una gran maleta verde con ruedas, una voluminosa bolsa de mano más una mochila que llevaba a la espalda, y se dirigió rápidamente a la salida donde le esperaba Lola Portal. Cruzaron dos besos en las mejillas y se encaminaron hacia el aparcamiento donde la editora tenía estacionado su Honda Accord color moca.
—Vamos por orden —planteó Lola tras introducir en la ranura del parking la tarjeta que izaba la barrera—. ¿Cuánto tiempo necesitas para transcribir todas las grabaciones?
—La mayoría de las cintas del cónclave son repetitivas. No aportan apenas nada. En tres o cuatro días podría tenerlas en el ordenador.
—¿Y tus notas?
—De mi estancia en Douala las tengo bastante claras. Vamos, para ponerme a escribir mañana mismo. Las del Vaticano son pocas y, además, muy desordenadas por motivos de seguridad. Lo primero que haré será completarlas antes de que se me olviden las cosas.
—En definitiva, ¿cuándo puedes tener listo el libro…?
—De eso quería hablarte… He venido pensando todo el viaje y deberíamos estudiar la conveniencia o no de sacarlo a corto plazo.
—¿Qué? ¿¡Qué coño me estás queriendo decir!? —saltó Lola alarmada y desconcertada.
Debido al intenso tráfico generado por la proximidad de la hora de la comida y del comienzo del fin de semana, el Honda avanzaba con desesperante pereza por Ronda del Litoral. Foster tenía la mente muy lejos del centro de atención de sus ojos y Lola, cosa rara en ella, esperó con paciencia a que hablara mientras culebreaba con el coche de carril en carril.
—Verás… Un libro-reportaje sobre un periodista que consigue infiltrarse por vez primera en un cónclave tiene, indudablemente, un gran interés, y se vendería bien… Al menos, en el mercado occidental…
—Continúa —le animó la editora al detenerse Dan en su reflexión.
—Pero si yo cuento en el libro que el cardenal electo abandonó el Vaticano la noche previa a su nombramiento papal y no digo por dónde salió y qué estuvo haciendo durante tres horas en un ático del Trastevere…, el lector se sentirá defraudado y se cagará en mi padre con toda la razón del mundo.
—Puedes estar seguro que yo tengo tanto interés como tú en saber a qué demonios fue allí el Papa. Pero Daniel, hazme caso, no podemos retrasar más la publicación.
—Y como no lo sabemos, lo primero que tengo que hacer es investigar el misterio de esa salida y luego escribir el libro —continuó Dan con su pensamiento, obviando las palabras de la editora.
—¡Qué cabezón eres…! ¿Y esa hoja de ruta cuánto tiempo te podría llevar…?
El periodista adelantó con gestos manuales, ampulosos, vagos, la inevitable dificultad de responder a la pregunta de Lola.
—Imposible concretarlo. Puede ser, con mucha suerte, una semana… o un mes, dos…
La editora torció el gesto en señal de desaprobación. La clave del éxito de Yo me infiltré en el cónclave radicaba en la inmediatez de su publicación. En dos meses, como máximo, debería estar a la venta en las librerías. En caso contrario, el tema del cónclave y el nuevo Santo Padre habrían desaparecido de la retina y de los oídos de los lectores. Ya no tendría venta masiva, sino restringida a un público especializado. El planteamiento de Dan cambiaba radicalmente sus planes editoriales.
Se acercaba la hora de comer y, tras aparcar en el garaje de la editorial, en Consell de Cent, cerca del Museo Diocesano, se dirigieron al restaurante “La Flauta” situado en la calle Aribau, un local sencillo, informal y muy concurrido. Tras varios meses de menús variopintos, a Foster le apetecía comer sano y pidieron verdura y carne a la brasa, acompañados ambos con un Viña Ardanza, su rioja preferido.
Una hora y media más tarde, a los postres, un tocino de cielo para Dan y un carajillo de coñac Torres diez años para Lola, aún no habían llegado a un acuerdo respecto a qué tipo de libro iban a lanzar al mercado.
—Hazme caso, Daniel. Tú lo escribes en dos meses y lo publicamos. Luego te pones a investigar qué coño hizo el cardenal Mendoza la noche que salió del Vaticano. Que es interesante lo que descubres, escribes otro que podríamos titular La noche antes de ser Papa, y te lo publico también. Eso sí, sin adelanto. Que Mendoza esa noche fue a visitar a su dentista o a su tía monja, o a su psicólogo, pues te jodes y te pones a buscar un nuevo tema, que los hay muy interesantes. Por ejemplo, ese de los traficantes de armas sofisticadas que me contaste.
El escritor se quedó mirándola con penetrante fijeza mientras su lengua se regodeaba con el exquisito bocado de tocino de cielo que paladeaba, degustando con parsimonia el caramelo líquido con el que estaba regado. Tenía que llegar a un compromiso con Lola porque su instinto de zorro reportero le decía que el libro estaría inacabado si no resolvía la incógnita de la salida nocturna del cardenal argentino. Nada de escribir luego otro.
—Lola, dame quince o veinte días para investigar. Si a finales de mes no he encontrado nada interesante, el día 1 de diciembre me siento frente al ordenador y no me levanto de él cada día basta tener diez páginas escritas. En un mes, o menos, tendrías el libro en tus manos y a mediados de enero a la venta.
—Pero vamos a ver, Dan, no me hagas soltar tacos aquí… Pensándolo bien, ¿qué interés puede tener esa salida de Mendoza? Te acepto que es extraña, insólita pero… casi seguro que fue para consultar si aceptaba o no el Papado.
—Sí, sí. Si en eso estoy de acuerdo, pero ¿a quién fue a consultarle? —le espetó su interlocutor—. ¡Ése es el tema!
—Pues a algún familiar, a algún amigo… A lo mejor a su director espiritual, si es que se lleva eso todavía…
De pronto, una chispa brilló en los ojos del periodista y puso en ignición toda su cabeza. Reflexionó unos segundos y después paseó la lengua por sus labios para humedecerlos a fin de entronizar en ellos una sonrisa tintada de misterio.
—¿Y si…?
—¡Vamos, dime! ¿¡Qué te está rondando por el coco!? —le requirió Lola ante la efervescencia que se había instalado en el rostro del escritor.
—¿Y si…?
—¡Suéltalo ya, cabrón! —le espetó impaciente.
—¿Y si la cita hubiera sido con una mujer…? —imaginó Dan subrayando cada una de las palabras.
La editora cerró los ojos para no disparar a bocajarro y, suavizando el tono de voz todo lo que pudo, le amonestó al tiempo que ladeaba la cabeza.
—Te recuerdo que te he contratado como escritor de investigación, no como novelista.
El reproche de Lola no redujo en nada el frenesí que se acababa de apoderar del semblante de Foster, al mismo tiempo que su cerebro y su imaginación embragaban la quinta marcha.
—Lola, por favor, tómate un minuto para pensarlo. Un minuto son, te lo recuerdo, sesenta segundos… ¿Y si la cita hubiera sido con una mujer?
A los treinta segundos, Lola había calibrado la importancia que supondría para el libro que el Papa se hubiera reunido aquella noche con una mujer. No tuvo más remedio que claudicar y lo hizo a su manera.
—¡Qué “hijoputa” eres!
3
La elección del cardenal Mendoza había llenado de alegría a la nación argentina, tan orgullosa de sus valores individuales, pero tan maltratada casi siempre por sus gobernantes. En su firmamento, donde brillaban las estrellas del dios fútbol, la psiquiatría, algunos actores cómicos, el tango, Cortázar y Jorge Luis Borges, ahora se había instalado también el papa Adriano VII.
En la Casa Blanca, el nuevo Sumo Pontífice tenía desconcertados tanto a Susan Miller, la presidenta estadounidense, como a George Hamilton, su secretario de Estado. Habían intentado hablar con monseñor Perosi para recibir información sobre el cardenal elegido, pero ni ellos ni monseñor Grant, el nuncio de Su Santidad en Washington, lo habían conseguido. Su móvil se hallaba apagado y las llamadas al despacho no habían logrado que se pusiera al teléfono ni que las devolviera.
El hecho de ser sudamericano hacía albergar esperanzas de que les ayudara a contrarrestar la influencia en la zona de los regímenes “populizquierdistas” del eje bolivariano Cuba-Venezuela-Bolivia-Nicaragua. La Iglesia católica gozaba de un gran predicamento entre los ciudadanos que habitaban desde Méjico hasta el Cono Sur y, por este motivo, encargaron a su embajador en Buenos Aires un informe urgente sobre la ideología del nuevo Santo Padre. Necesitaban diseñar una estrategia de cara a una reunión a medio plazo, mejor si fuera a corto, entre la presidenta estadounidense y el nuevo mandatario del Vaticano.
En Europa, el nombramiento de un Papa argentino no había despertado demasiado entusiasmo, pero tampoco había supuesto una decepción. En Italia, el hecho de que tuviera ascendencia transalpina por su apellido Tagliavini había sido acogido con simpatía. Igual ocurría en España. Haber vivido durante la infancia en Hinojosa del Duque y estudiado filosofía en la Universidad Pontificia de Salamanca, le convertía para numerosos ciudadanos en una especie de “cuasipontífice” español.
Las Iglesias africanas, por su parte, se habían sentido bastante decepcionadas. Creían que había llegado el momento de un Vicario de Cristo de raza negra para impulsar con fuerza el cristianismo, actualmente en periodo de declive tras la pujanza religiosa de los años 70 y 80 del pasado siglo.
Asia alimentaba la esperanza de que monseñor Tagore, el arzobispo de Bombay, se calzara las Sandalias del Pescador. En China no fue ni siquiera noticia de primera plana. En Manila, por el contrario, se recibió con enorme júbilo por ser castellanoparlante y, sobre todo, por el acendrado catolicismo, a veces mezclado con supersticiones ancestrales, que profesaba el pueblo filipino.
Donde se le prestó un gran interés, algo desconocido hasta entonces, e impensable en otras elecciones pontificias, fue en el mundo islámico. La cadena de televisión Al Jazeera había cubierto el evento con un despliegue de medios bastante llamativo, un dato que no había pasado desapercibido para los corresponsales occidentales en Oriente Próximo y en los países del Magreb.
A los católicos de a pie, en general, les había parecido bien la elección. Veían en Adriano VII a un hombre de imagen agradable, “guapo, muy guapo” para muchas mujeres, con una cálida sonrisa que inspiraba confianza a primera vista. Para los medios de comunicación, el Pontífice argentino gozaba de un gran carisma, indudablemente le “querían” las cámaras. Su primer plano televiso era realmente espléndido.
Por el contrario, el nuevo sucesor de Pedro había sembrado bastante inquietud en los círculos eclesiales y políticos. El cardenal Mendoza no formaba parte de ninguna quiniela de elegibles, no pertenecía a la tendencia conservadora ni tampoco se le conocían veleidades progresistas. Apuntaba con claridad a una solución de compromiso y, en consecuencia, aparecía a todos los ojos como una incógnita.
La citada incógnita había aumentado de tamaño al analizar las misteriosas palabras pronunciadas antes de impartir su primera bendición urbi et orbi. ¿Qué había querido decir exactamente con “la Iglesia no son las normas, sino los sentimientos cristianos que habitan en nuestros corazones”? ¿Y qué interpretación había que darle a que “la Iglesia católica no tiene la exclusiva de la Verdad Divina ni el monopolio de la Bondad”?
Las dos frases anteriores habían hecho correr torrentes de tinta y cascadas de palabras entre los comentaristas religiosos y “vaticanólogos”. ¿Era la primera un ataque a la Iglesia como institución? ¿Y la segunda, una apuesta por dialogar en plan de igualdad con las otras religiones? ¿Un acto de humildad o una rendición?
Todas las interpretaciones parecían posibles desde el punto de vista teológico y pastoral. Pronto, muy pronto, el mundo entero iba a conocer qué había querido decir con exactitud Su Santidad Adriano VII en su primera alocución “a la ciudad y al mundo”.
4
Nada más anunciarse la elección de cardenal Mendoza como Sumo Pontífice, así como el nombre que había adoptado para regir los destinos del catolicismo, el profesor Martín Crespo comenzó a tomar nota de los datos que suministraban los corresponsales en Argentina de los diversos medios de comunicación. Luego se sentó frente al ordenador y fue recopilando la información que se colgaba en la red sobre la biografía del nuevo sucesor de Pedro.
La publicación a primeros de septiembre de Las nuevas profecías de San Malaquías había supuesto un acierto de la editorial Diamante. Llevaba vendidos en España más de veinticinco mil ejemplares, acababa de aparecer en Italia y se encontraba en proceso de traducción a otros cuatro idiomas. Evidentemente, el éxito se debía en gran parte a la publicidad indirecta que había supuesto la enfermedad de León XIV y a las quinielas sobre sus posibles sucesores que aparecían cada día, como setas otoñales, en los diversos medios de comunicación.
A las cinco de la tarde, como experto en San Malaquías y descubridor de sus últimas profecías, a Martín Crespo ya le habían encargado dos artículos. Uno para el diario El País y otro para el periódico de internet Libertad Digital. Además, tenía concertada una entrevista radiofónica para el programa “La Linterna” de la cadena COPE y sendas intervenciones en la televisión andaluza Canal Sur y en “Noticias 2” de la cadena estatal Antena-3. Le esperaba una tarde muy apretada y se olvidó de la media hora de siesta que echaba todos los días en el sofá del salón con su perrita “Chaki” acurrucada a los pies. Abrió su libro por los versos de San Malaquías, en teoría correspondientes a Adriano VII, y lo colocó sobre un atril a la izquierda de la pantalla del ordenador.
(269) “De terris extremis” (113)
Nullus est et promptus multum erit.
Amatus maxime amatus, odiatus maxime odiatus.
Sanguines suae in una sola intuerit
obnuntio… multitudo… crucifixio… luces… quartadecima…
(269) “De tierras lejanas” (113)
No es nadie y pronto será mucho.
Amado, muy amado, odiado, muy odiado.
Sus sangres se unirán en una sola.
anuncio… multitud… crucifixión… antorchas… decimocuarta.
El lema, a simple vista, resultaba fácilmente identificable. De terris extremis, “de tierras lejanas”, inducía con rapidez a pensar en que Argentina, su país natal, aparecía como una tierra muy alejada de Roma. Pero no parecía demasiado clarificador, ya que cualquier pastor de la Iglesia no italiano se podría interpretar como “de tierras lejanas” a la Ciudad Eterna. Sin embargo, al buscar en “Google” su ciudad de nacimiento, Bariloche, vio que estaba situada justo al sur, en la Patagonia. Este dato sí podía considerarse un lugar lejano y justificaba el uso del adjetivo “extremis” utilizado por el profeta irlandés.
El descubrimiento anterior tranquilizó bastante al profesor cordobés porque ya tenía algo a donde agarrarse, tanto para los dos artículos que debía escribir, como para las intervenciones radiofónicas y televisivas concertadas.
A continuación se centró en la primera frase del texto: “No es nadie y pronto será mucho”. La primera deducción devenía de una lógica aplastante: antes de ser Papa el cardenal Mendoza “no era nadie” y ahora, tras la elección, “era mucho”. Esta interpretación, razonablemente, no poseía ningún valor profético porque se podía aplicar a cualquier candidato.
Tras diez minutos de elucubraciones, Martín detectó dos nuevos matices que apuntó de inmediato en su bloc de notas: “no es nadie” podía significar que Mendoza no entraba en ninguno de los pronósticos sobre los candidatos al Trono de San Pedro. “Y pronto será mucho” parecía invitar a ir más allá de la obviedad de que el hecho de ser nombrado Pontífice “era mucho”. Invitaba a pensar en un futuro inmediato, “pronto será”, donde Adriano VII alcanzaría una gran relevancia.
Este último detalle parecía corroborarlo la frase siguiente: “amado, muy amado, odiado, muy odiado”, un juego de palabras que señalaba, casi de forma inequívoca, a que sería un personaje controvertido… Tampoco esto significaba algo demasiado relevante. Todos los Papas, al menos los del siglo XX, exceptuando a Juan XXIII, habían sido “amados y odiados”, según la adscripción ideológica y religiosa de quien hablaba o escribía sobre ellos. Sin embargo, le llamaba mucho la atención los dos “muy”: “muy amado” y “muy odiado”. Un superlativo que le resultaba extraordinariamente enigmático, ya que en vez de utilizar el término latino “amatíssimus”, había recurrido a “maxime amatus”.
A la frase “sus sangres se unirán”, plural, “en una sola”, singular, le dedicó bastante tiempo intentando encontrarle una interpretación satisfactoria para salir airoso de los trabajos que tenía por delante. No lo consiguió. El uso del plural en la palabra “sangre” podría aludir a que su padre poseía nacionalidad argentina y su madre italiana, dos sangres, pero “se unirán en una sola” no resistía ningún análisis lógico porque dichas sangres “no se unirán”, ya se encontraban unidas en la suya.
Y cuando se enfrentó a las cinco palabras añadidas debajo del texto latino (obnuntio… multitudo… crucifixio… luces… quartadecima…), con las cuatro “oes” subrayadas de diferentes tamaños de menor a mayor, se topó por enésima vez con el impenetrable misterio de su significado.
El profesor Crespo miró su reloj. Marcaba las seis de la tarde y tenía que ponerse ya a redactar los dos artículos y preparar las intervenciones en radio y televisión.
Comenzó con el del diario El País y, al consultar en el diccionario del jesuita padre Múgica el significado exacto del verbo latino “obnuntiare”, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Una de las varias acepciones que tenía matizaba dramáticamente la traducción que él le había dado, tal vez un poco a la ligera, en su libro. No sólo significaba “anunciar”, sino “anunciar desgracias”, “anunciar malos auspicios”…