Séptimo

1

Cinco cigarrillos y dos capuccinos después, Dan Foster decidió poner tierra por medio entre él y el Estado del Vaticano. Caminó hasta la Piazza Pio XII, donde termina la Via della Conciliazione, y allí tomó un taxi tras constatar que había aumentado notablemente la presencia policial.

—A la Piazza Tavani Arquati.

—En el Trastevere, ¿no?

—Sí.

—Tendremos que dar una pequeña vuelta porque hay obras en Lungara.

—De acuerdo.

El taxista, un tipo orondo de unos cincuenta años, con peluquín y bigote amostachado, tomó por Borgo Santo Spirito y comenzó a alejarse del Vaticano por Via delle Fornaci. Justo en la confluencia de esta calle con la de Domenico Silveri, se vio obligado a detenerse detrás de otro taxi que estaba recogiendo a un pasajero.

Foster se fijó en el citado pasajero y, aunque apenas le vio unos segundos, su rostro le pareció familiar.

Arrancaron ambos vehículos y, durante unos cien metros, Dan intentó situar al usuario del taxi que le precedía en un tiempo y lugar concretos, pero no conseguía identificarlo.

Al desembocar en la Via de San Pancracio, de pronto se le iluminó el rostro con un relámpago de estupefacción. Acababa de reconocer al hombre que le tenía tan intrigado.

—¡Por favor, olvídese de la dirección que le ha dado y siga a ese taxi! —ordenó con vehemencia al conductor.

El privilegiado cerebro del escritor español encendió todas sus máquinas y se puso a elaborar con celeridad una hipótesis tras otra. Necesitaba hallar una explicación coherente a la presencia en la calle de un cardenal elector que debía estar a esa hora durmiendo en la residencia Santa Marta. No tenía duda de quién se trataba. Para encontrar a un purpurado delicado de salud al que pudiera acompañar en el cónclave como enfermero, había creado una base de datos en su ordenador del colegio cardenalicio al completo, foto incluida. Por este motivo, conocía perfectamente a todos los electores y sabía que el viajero que ocupaba el taxi que le precedía era monseñor Jorge Darío Mendoza, arzobispo de Buenos Aires, con el que, además, se había cruzado varias veces en la residencia pontificia.

El vehículo donde viajaba el purpurado argentino desembocó en la Piazza di Santa María in Trastevere y se detuvo cerca de su famosa fuente, casi siempre concurrida por grupos de bohemios sentados en sus siete escalones octogonales. Ahora, ya de madrugada, quedaban sólo algunas parejas que no prestaron la más mínima atención al viajero que se bajaba del taxi. Éste, tras orientarse con la mirada y encontrar el edificio que buscaba, se encaminó con premura hacia él olvidándose de la vuelta del billete de veinte euros que había entregado al conductor.

Unos segundos después se apeaba Dan Foster y, mientras abonaba el recorrido, no dejaba de observar el portal hacia donde se dirigía Jorge Darío Mendoza.

2

—¿Qué quieres decir, exactamente, con que ha desaparecido? —preguntó monseñor Fontana masticando cada vocablo cuando el exagente de la CIA entró en su habitación.

—Pues… —Palmer dudó si le preguntaba en realidad a él o si era una interrogación retórica—. Pues eso… que ha desaparecido… Que no sabemos dónde está.

—¿Pero no había ido a rezar a la tumba de San Pío X?

—Eso le dijo a una pareja de guardias suizos, pero debió cambiar de idea.

—¿Por qué dices que debió cambiar de idea?

—Porque el guardia de entrada a la basílica no lo ha visto aparecer por allí.

—¿Entonces…?

—Lo hemos buscado y, salvo que esté jugando con nosotros y se haya escondido entre los arbustos…, yo juraría que…

El purpurado calabrés se levantó como impulsado por un resorte. Percibía con claridad que el numerario del Opus Dei le quería transmitir algo que no se atrevía a exponer abiertamente.

—¿Qué… estás insinuando…?

Los ojos negros de Fontana parecían brillar como los de una pantera bengalí. Palmer logró atemperar el nerviosismo que descontrolaba sus extremidades inferiores, pero no pudo evitar que sus pies retrocedieran unos centímetros temiendo el ataque de su superior.

—¿Estás queriendo decir…, o lo piensas…, que no se encuentra en el Vaticano? ¿Que ha salido…? ¿Que ha roto el enclaustramiento…? —sondeó con evidente temor a una respuesta afirmativa.

—Es una hipótesis… En realidad, es la hipótesis que considero en estos momentos… La única lógica.

—¿¡La única!? ¿Por qué?

La enfurecida actitud del camarlengo empezó de pronto a metamorfosearse en una extraña tranquilidad. Seguía mirando con fijeza a Palmer, pero en realidad no lo veía. Su mente andaba enredada en elucubraciones muy lejos de allí, en un remoto centro de atención del que tardó en volver casi un minuto.

—En el Vaticano, tanto en los palacios como en los museos… como en los jardines… hay mil rincones para esconderse —bajó Fontana la voz a un tono confidencial.

—Eminencia… la mayoría de esos rincones están controlados… o los hemos inspeccionado… Pero, ¿para qué iba a estar jugando monseñor Mendoza al escondite…?

—¡Buena pregunta! ¡Excelente pregunta!

Fontana encendió un nuevo habano y se asomó a la ventana de su habitación. Desde allí vio cómo pasaban dos guardias suizos en estado de inspección y cómo, a unos cien metros, otros policías vaticanos patrullaban en similar actitud de búsqueda.

—¿Sabes… sabes lo que ha ocurrido esta tarde en el cónclave…? —Significativo silencio de Palmer—. Está claro. Lo sabes —se autorrespondió Fontana—. Pues bien…

Guardó silencio mientras catapultaba desde su boca hacia el techo una espiral de humo y rumiaba una ida en su cerebro hasta configurarla a su gusto. Luego se volvió hacia el exagente de la CIA que, en posición casi marcial, esperaba órdenes de su superior absoluto en esos momentos.

—Acepto tu hipótesis de que el cardenal Mendoza… de que el posible futuro Papa, está en estos momentos fuera del Vaticano. Es decir, quebrantando una de las normas más sagradas del cónclave.

—Eminencia, no tengo la certeza… Ya le he dicho que es una hipótesis… mi hipótesis.

—Sí, sí, ya lo sé. Lo que quiero… es que confirmes esa hipótesis.

—No…, no termino de entender lo que desea Su Eminencia.

En el ánimo de Palmer sonó una especie de redoble de alerta. Fontana avanzó con marcada lentitud hacia el responsable de seguridad hasta quedar apenas a medio metro de él.

—Está muy claro, Steven… Si ha salido del Vaticano, antes o después, volverá. Volverá… esta misma noche. ¿O no?

—Supongo que sí…

—Muy bien. Pues si es verdad que está fuera, quiero tener la prueba de que ha quebrantado la clausura del cónclave. Entiendes ahora lo que quiero decirte, ¿verdad…?

—Más… o menos —balbuceó Palmer.

—Te lo digo más claro… —fijó en él los dos estiletes de sus ojos—. Encuentra por dónde ha salido y espéralo en ese sitio hasta que vuelva… con una cámara de vídeo…

—Supongo que… no debo preguntarle para qué necesita esa prueba —reflexionó en voz alta tras un significativo silencio.

—Sí, Palmer, me lo puedes preguntar, pero yo no te voy a responder. Entre otras cosas, porque eres lo suficientemente inteligente como para deducirlo… Anda —sonrió con cinismo Su Eminencia—, dedúcelo… Juguemos un poquito…

Palmer forzó una mueca, halagado pero temeroso a la vez de la elucubración a la que le invitaba en esos momentos el máximo responsable de la Santa Madre Iglesia.

—¡Adelante, Palmer! —tentó su capacidad deductiva.

—No conviene elegir Papa a alguien… —Steven se detuvo para seleccionar con cuidado las palabras.

—¡Sigue, sigue! ¡Vas perfectamente!

—A alguien… —repitió, pero volvió a guardar silencio.

Ante la indecisión del monseñor americano, concluyó la reflexión el propio camarlengo.

—No conviene elegir Papa… a alguien sobre el que recae la sospecha de que pueda tener algo turbio en su vida… Y debe tenerlo porque sale como un furtivo del cónclave… en buena lógica, a ocultarlo… ¿Correcto, Palmer?

—Sí, Eminencia.

3

Había tenido tiempo de sobra para preparar el encuentro. Sonaría el telefonillo y él diría desde abajo: “Hola, soy Pablo”. Ella le contestaría: “Hola, te abro”. Luego él entraría en el amplio y ornamentado portal y cogería el ascensor. Cuarenta y cinco segundos después pulsaría el cadencioso gong del timbre de su apartamento. Ella abriría. Él diría: “Hola, ¿puedo pasar…?”. Y ella: “Pasa”. Él le preguntaría: “¿Cómo estás?”. Y ella, “Bien, ¿y tú?”. Él bajaría los ojos y, con toda probabilidad, le confesaría: “Vengo a pedirte perdón por lo que ocurrió”. Ella le miraría fijamente y le tranquilizaría con frialdad: “No te preocupes, eso ya pasó”. Luego, casi seguro, habría un silencio que rompería ella para interesarse por qué hacía en Roma. Él le diría, más o menos, que había venido en un viaje profesional…

Claudia tenía guionizado a la perfección en su cabeza cómo se desarrollaría el encuentro: sus gestos, sus poses, sus frases, sus tonos de voz. Lo había enfocado con la asepsia de una entrevista mercantil. Iba a ser como darle carpetazo a un negocio que, apenas iniciado, había sufrido un parón, una demora sine díe, y que ahora había llegado el momento de cerrar para siempre.

Al repicar el telefonillo de la entrada, algo empezó a ir mal porque su corazón, atenazado hasta entonces por el férreo guante de su mente despechada, comenzó de pronto a bambolearse en su pecho y a chocar una y otra vez contra las paredes torácicas.

—Hola, soy… Pablo.

—Hola, te abro.

Y fue aún peor cuando sonó el timbre de la puerta. La abrió de inmediato y se encontró frente al hombre que, aunque desaparecido inexplicablemente de su vida hacía seis meses, había estado siempre omnipresente, mañana, tarde y noche, en lo más profundo de su ser.

Todo el guión preparado con minuciosidad por Claudia Patricia descarriló de las pautas marcadas cuando, nada más verlo, se lanzó a su cuello impulsada por los mecanismos inexplicables que mueven las frenéticas poleas de las locuras de amor.

Empezó a llorar con desesperación, a humedecerle el cuello con sus besos y con sus lágrimas, aferrada a su cuerpo como el marinero al oscilante mástil de su barca en medio de un mar embravecido.

Él, paralizado durante unos segundos por los turbulentos pensamientos y emociones que emergían del pasado, no pudo aguantar más y se abrazó también a ella, rompiendo igualmente a llorar. Muy pronto fundieron sus sollozos y luego unieron sus labios, anhelantes, compulsivos, sedientos.

4

Si ya la “Marcha turca” de Mozart es, de por sí, molto vivace, más acelerada aún e interpretada digitalmente por la miniaturizada orquesta de un Nokia alcanza un ritmo auténticamente infernal. Un ritmo que, además de anunciarte una llamada, te mete en el cuerpo, en vena pura, un colocón de estrés. Y si encima son las dos de la madrugada y estás durmiendo, te hace brincar en la cama y arrojarte como un réprobo sobre el móvil.

Hacía una media hora que Lola se había acostado tras una intensa partida de póquer en un club privado. Observó la pantalla, pero la gelatinosa niebla del sueño desparramada por su cabeza, con incidencia directa en sus ojos, le impidió ver qué desalmado le despertaba a esas horas. Por este motivo, optó por apretar la tecla verde y casi gritar.

—¿¡Quién es!?

—¡Lola, soy yo! —exclamó Dan al otro lado de la línea con una excitación incontrolable.

—¿¡Quién…!?

—¡Foster, quién va a ser! —le reprochó el periodista—. ¿Estás dormida?

—¡Pues claro que estoy dormida, hijo de puta! —estalló la editora—. ¿¡Tú sabes las horas que son!?

—¿Y tú, “cabronceta” —le devolvió el insulto, aunque en tono cariñoso—, sabes por qué te llamo a estas horas?

—¡Pues claro que no lo sé! ¡Pero procura que sea algo muy importante, porque si no, te rebajaré cincuenta mil euros del contrato por el susto que me acabas de dar!

—¡Para la jaca! ¡De quitarme cincuenta mil, ni lo pienses! ¡Es más, si no me subes cien mil más ahora mismo, no te digo lo que está ocurriendo en estos momentos!

—¿¡Me despiertas a medianoche para pedirme cien mil euros más, pedazo de “güevón”!?

—¡Te despierto para pedirte cien mil euros por algo que vale un millón! —contraatacó Foster.

—¡A ver, vamos a dejarnos de mamoneos! ¿Qué coño vale cien mil euros?

—Primero. ¿Estás ya despierta?

—¡No!

—Pues date una ducha y te llamo dentro de un cuarto de hora.

Dan cortó con rapidez la comunicación y, gracias a ello, no escuchó el bramido imprecatorio que le dedicó Lola, grito que, sin duda alguna, debió despertar a los vecinos del piso de al lado.

—¡¡Mamonazooooo!!

5

La primera expresión que apareció en el rostro de Claudia Patricia fue de un estupor absoluto, hasta tal punto que desactivó sus mecanismos de fonación durante bastantes segundos.

—¿¡Cómo… dices!?

La segunda sensación, un descomunal desconcierto ribeteado por un proliferante nerviosismo.

—Es… una broma… ¿verdad?

La tercera conmoción derivó en un miedo progresivo que le hacía castañetear los dientes y tensaba sus músculos faciales hasta el límite del dolor físico.

—¡Por favor, dime que es una broma! —suplicó al borde del colapso emocional.

Y la última, la claudicación ante la realidad, quedó patentizada en un cerramiento de ojos para, a continuación, empezar a asentir una y otra vez con movimientos bruscos de cabeza.

—Eso lo explica todo… todo… absolutamente todo —concluyó al tiempo que se dejaba caer, abatida, sobre el mullido sofá de chinilla color marfil, estampado en suaves tonos y sembrado de cojines del mismo tejido.

Jorge Darío Mendoza Tagliavini, arzobispo de Buenos Aires, tomó asiento a su lado y dejó que Claudia, inclinada sobre sí misma y con el rostro cubierto por las manos, ordenara en lo posible el avispero de su mente. Esperó en silencio a que se ralentizaran las ondas del seísmo anímico que acababa de sufrir.

—Lo siento…, lo siento muchísimo…

Pasaron varios minutos, cuatro o cinco, hasta que la galerista de arte consiguió asumir la situación. Dejó de frotarse las mejillas, de resoplar como una válvula de escape y se incorporó para acomodar la espalda contra los cojines. Miró a Jorge y esbozó una tímida sonrisa que intentaba, entre otras cosas, disolver la coalición de lágrimas que hinchaban sus globos oculares.

—Así que me enamoré de… de… Y me… me acost…

—Dilo, no tengas miedo… —le animó con un pícaro mohín—. Y te acostaste con…

—Con un cardenal… ¡Si se entera mi madre, con lo católica y apostólica que es…!

El comentario anterior destilaba un innegable humor y sirvió para que Jorge soltara una pequeña carcajada y Claudia comenzara a relajarse.

—Lo que no me pase a mí… De los brazos de un maltratador… a los de… ¡Madre mía! ¡No puedo creerlo!

—Perdóname por la forma en que desaparecí, pero estaba aterrado… Fue una noche… maravillosa, una noche preciosa… Me sentí el hombre más feliz del mundo… Pero luego me entró una mezcla de ataque de pánico y de escrúpulos y… Debí decirte entonces lo que te he contado ahora… Soy un impresentable… Lo reconozco —confesó con sinceridad el purpurado argentino.

—No te preocupes, cariño… ¡Perdón…! —rectificó apresuradamente con el carmín de la vergüenza en sus mejillas—. Lo que no entiendo… lo que no entiendo es por qué me hiciste luz de gas… por qué montaste la comedia de que no te hospedabas, ni nunca habías estado en el balneario…

Una pequeña sonrisa, de niño juguetón, se asomó a los labios de monseñor Mendoza.

—¿Cómo lo hiciste…? —insistió Claudia aguijoneada por la curiosidad.

—No me fue difícil. Yo me encontraba en el balneario invitado por uno de los dueños, un compañero de estudios en Salamanca que luego abandonó el sacerdocio. Lo llamé y le dije que necesitaba borrar el rastro de mi estancia allí. La verdad es que le di la noche al director del hotel, a quien sacó de la cama mi amigo para montar toda la comedia.

—Y mientras yo dormía plácidamente, te dedicaste a borrar tu número de mi móvil y las fotos de la cámara, las fotos que nos habíamos hecho en los jardines del balneario y en las cuevas de Puente Viesgo…

—Fui, te lo reconozco, un auténtico imbécil…

Tras una pausa con la mirada alargada hasta el infinito, ella le confesó con voz entrecortada por el dolor:

—Yo habría sido incapaz de hacer una cosa así contigo. ¿Sabes el grado de crueldad que encierra lo que hiciste…?

Nuevo silencio en el que Jorge apretó los párpados con fuerza mientras todo su ser se encharcaba con el mal del alma que desde entonces no le había dejado vivir.

—Cometí dos grandes errores. Uno haberme enamorado de ti… Y otro, mucho peor, infinitamente peor…, intentar olvidarte…

Sus ojos, dos miradas hambrientas de cariño, se encontraron. Esbozaron a la vez una sonrisa de comprensión y esto pareció reconfortarles un poco a los dos.

—¡Creo… creo que ambos necesitamos una copa! —exclamó Claudia al tiempo que se levantaba—. ¿Whisky o gin-tonic?

Whisky, pero que sea doble.

Claudia se detuvo en seco cuando iba a abrir un mueble-bar de diseño, inspirado en el colorismo pop de Karim Rashid.

—¿Doble? —La extrañeza roturó de arrugas su frente.

—Sí, doble… Y tú, póntelo doble también. Lo vas a necesitar.

—¿Qué quieres decir con… “lo vas a necesitar”? —La alarma volvió a enfoscar su voz.

—Pues… que tenemos mucho de qué hablar… Me temo que la noche va a ser larga, muy larga… Aún no he terminado…

Claudia tenía ya dos vasos aflautados en la palma de la misma mano y comenzaron a tintinear por el nerviosismo que volvió a apoderarse de ella.

—¿Que aún no…? ¿Te quieres explicar ya? ¡Por favor, Pablo… o Jorge… o Eminencia, qué lío, Dios mío! ¡No más secretos y misterios! ¡Ya no más, por favor! —protestó con los nervios desmadejados y en estado de extremo desconcierto.

—Precisamente a eso me estoy refiriendo, cari… No más misterios… Esta tarde… —enmudeció de nuevo.

—¿¡Qué!? ¡Habla ya! —casi bramó ella.

—Esta tarde, en el cónclave, me han elegido Papa —soltó de sopetón.

Los vasos que sostenía en sus manos estallaron al unísono sobre el mármol del suelo. Claudia no corrió la misma suerte, porque el todavía cardenal Mendoza llegó a tiempo de sostenerla cuando se desplomaba.

6

Cuando volvió a sonar la estresante “Marcha turca digital” del Nokia de Lola, ya no le produjo ningún sobresalto. Se hallaba perfectamente lúcida y ansiosa por conocer el importante asunto por el que Dan la había sacado de la cama a medianoche.

—¡Así que vale un millón y me lo vendes por cien mil euros! —le espetó al descolgar.

—Un precio de amigo —sonrió Foster desde los escalones de la fuente de Santa María in Trastevere.

—Espero que sea de amigo, y no de primo. ¡Venga! ¡Suelta ya!

—Lola… Lo que te voy a contar te va a parecer ciencia ficción, pero créeme que te estoy diciendo la verdad. Yo puedo ser un loco en mi vida personal, pero no soy un descerebrado en el trabajo, y menos con quien me paga.

El tono serio del escritor avivó la expectación de la editora mientras encendía un cigarrillo con dedos trémulos presintiendo una gran revelación.

—Lola… —Dan volvió a guardar un silencio calculado para realzar la importancia de lo que iba a decirle—, me encuentro sentado en la fuente de la plaza central del barrio del Trastevere… y desde aquí estoy viendo al futuro Papa en la terraza de un ático que tengo frente a mí.

—¡Dan, déjate de leches y dime para qué me has llamado!

—Te lo estoy diciendo: estoy viendo al futuro Papa asomado a una terraza del Trastevere.

—¿¡Me quieres volver loca…!? ¡A ver, repítemelo porque no entiendo nada!

—Te lo repito por tercera vez. Estoy sentado en la fuente de la plaza central del barrio del Trastevere… y desde aquí estoy viendo al nuevo Santo Padre en la terraza de un ático.

—¡Venga, no me jodas!

—¿De verdad piensas que te voy a despertar a estas horas de la madrugada para gastarte una broma…? Aunque parezca extraño lo que acabo de contarte, es una realidad como un templo de grande. Te lo explico… Como te dije antes, he tenido que salir del cónclave porque me han descubierto. Cada día, antes de que monseñor Kumbo se fuera a la Capilla Sixtina, yo le introducía en su cruz pectoral una diminuta grabadora cilíndrica, con un micrófono multidireccional situado frente a un pequeño orificio de la cruz. Esta grabadora es la leche. Entre otras cosas, tiene una función extraordinaria. Se apaga cuando empieza a andar la persona que la lleva encima y se enciende cuando se detiene. De esta forma, monseñor Kumbo pasaba por los detectores electrónicos que hay a la entrada de la Capilla Sixtina cuando el grabador estaba apagado. Se encendía dentro, al sentarse en su mesa, y se volvía a apagar cuando salía del recinto de las votaciones… ¿Me sigues…?

—¡Venga, joder, continúa!

—Bien. Todas las noches yo descargaba las grabaciones en mi MP3… Probablemente, aquí ha radicado el error por el que me han pillado. En esa operación de descarga diaria, aunque duraba muy poco tiempo, debieron detectar que alguien manejaba dispositivos electrónicos prohibidos en la residencia Santa Marta. Luego, para oír las grabaciones, al día siguiente yo me alejaba de la zona y…

—¡Joder, Dan, me tienes en ascuas! ¡Dime de una puñetera vez qué es eso de que estás viendo en el Trastevere y a estas horas al futuro Papa! —le apremió Lola devorada por el interés.

—Tranquila, voy enseguida. Esta noche, tras huir del Vaticano, estuve tomando café en un after hours y luego cogí un taxi para el apartamento donde me alojé en el barrio del Trastevere cuando vine en mayo a documentarme sobre el Vaticano. Pues bien, yendo en el coche, vi cómo un hombre, cuya cara me resultaba muy conocida, subía a otro taxi. Pronto caí en la cuenta de que se trataba de monseñor Mendoza, el arzobispo de Buenos Aires, que en teoría a esa hora debería estar durmiendo en la residencia Santa Marta. Así que, picado por la curiosidad, le dije al taxista que lo siguiera.

—¿Y ese cardenal Mendoza es el futuro Papa…? —se adelantó Lola a preguntar.

—En estos momentos, creo que sí.

—¿¡Cómo que en estos momentos!? —preguntó la editora con la voz atiborrada de desconcierto—. ¡Déjate de jeroglíficos, coño! ¡Para juegos mentales estoy yo ahora!

—Espera, ten un poco de paciencia… Todo a su tiempo. Déjame explicarte, porque si no… —le protestó Foster ante la presión de la editora.

—Venga, sigue.

Mientras hablaba con Lola, Dan no dejaba de observar la terraza del ático que tenía enfrente, aproximadamente a treinta y cinco metros en línea recta. Desde allí veía al purpurado argentino que, de vez en cuando, se volvía a hablar con alguien que se encontraba en el interior. Alguien a quien el escritor no alcanzaba a ver.

—No sé por dónde iba…

—Tu taxi iba siguiendo al del cardenal Mendoza y llegasteis al Trastevere…

—¡Ah, sí! Bien… él se bajó del suyo y se dirigió a la casa donde se encuentra en estos momentos. Yo también dejé el mío y me senté en la fuente, de donde no me he movido desde hace casi dos horas… Durante esta espera, he escuchado la grabación de lo que ha ocurrido en la votación de esta tarde en la Capilla Sixtina y…

—¡Y han elegido Papa al cardenal argentino! —se adelantó de nuevo Lola, azuzada por el ansia—. ¿Y por qué no lo han anunciado esta tarde? ¿Y qué coño hace ahora en una terraza de un barrio de Roma? —su mente viajaba a mayor velocidad que el discurso narrativo de Dan Foster.

—Tranquila, Lola… Para la primera pregunta tengo respuesta. Tras ser elegido, pidió aplazar su decisión de si aceptaba o no el Papado hasta mañana por la mañana.

—¡Y lo está decidiendo ahora en esa casa!

—¡Bingo!

—¿Y con quién está?

—¡Buena pregunta! Cuando tenga la respuesta… te recuerdo que el libro te costará cien mil euros más.

—¡Qué cabrón!

—Un precio de amigo. Otro, en mi lugar, te soplaría un millón.

—¡Qué “hijoputa” eres!

¡Ciao, ragazza!

7

—¿Me estás… me estás pidiendo… que decida yo… si aceptas o no el Papado?

Nunca una pregunta encerró tantos matices: dramatismo, ternura, estupefacción, dolor de alma, reproche, compasión…

—¡No te lo pido, te lo suplico! —le respondió Jorge con la voz averiada por la pesadumbre.

—Desapareces de mi vida en el momento de mi mayor felicidad, me hundo de nuevo en una depresión aterradora y ahora apareces… y echas sobre mis espaldas… Pablo… Perdón, Jorge… ¿eres capaz de imaginar el pellizco que tengo cogido ahora mismo en el estómago…?

Jorge se volvió hacia el balcón para no ver el rostro desestructurado de Claudia, donde su mirada, untada de angustia, anunciaba la inminencia del llanto. Dio unos pasos y salió a la terraza intentando aliviar la combustión de sus pulmones con el aire de la madrugada refrescado por el vecino Tíber. Abajo, en las escaleras de la fuente de Carlo Fontana, una pareja de adolescentes se besaba, dos jóvenes fumaban y un cuarentón hablaba, excitado, por el móvil.

Transcurrido un minuto, dos, tal vez tres, se giró para entrar de nuevo en el magnífico salón-museo, donde Giotto, Turner y Chagall se codeaban con firmas vanguardistas todavía poco conocidas. Sin embargo, el escenario pictórico no le decía nada a Jorge en aquellos momentos.

Claudia se encontraba tendida sobre uno de los sofás con los ojos cerrados, hundida. Escenificaba la viva imagen del ser que no puede soportar ya más emociones. Si se hubiera podido ver a sí misma, se habría identificado con cualquier “dolorosa” de Juan de Astorga.

Jorge tomó asiento a su lado y le cogió su desfallecida mano. La tenía muy fría y comenzó a frotársela tratando de avivar en ella el calor que había huido de su suave y rosada piel.

—He sido un estúpido al venir a verte… Perdóname una vez más. Tan estúpido y cobarde como cuando desaparecí del balneario… Pero hay algo que debes saber… —guardó un silencio dubitativo—. Bueno, olvídalo. Lo mejor es que me vaya. Bastantes problemas te he traído ya…

Un leve apretón de la mano por parte de Claudia, sin abrir los ojos, le transmitió que no se marchara.

—Fui al balneario, más que por problemas físicos, para pasar unos días de meditación… Lo había intentado antes en un monasterio en Chile, pero no me sirvió de mucho. Necesitaba reflexionar sobre una grave crisis de fe que padecía en aquellos momentos. Había dejado de creer en la Iglesia a la que representaba porque su carácter evangélico era… es una mera caricatura… Si Cristo bajara hoy a la Tierra, estoy seguro que no la reconocería…

—Sigue, por favor —le animó ella a continuar con un cristalino hilo de voz.

—Esa crisis de fe se agudizó del todo al enamorarme locamente de ti. Las dos cosas unidas me llevaron al borde de la locura hasta que, con la ayuda de un buen psiquiatra y de fármacos, logré equilibrar mi vida y tomar una decisión… Renunciar al cardenalato, abandonar el sacerdocio… y buscarte para proponerte unir nuestras vidas.

Con los ojos enrojecidos e inflamados de contener las lágrimas, a Claudia pareció animársele el rostro con la pálida felicidad que le habían transmitido las últimas palabras de Jorge.

—Justo en los días que tomé la decisión, me enteré de que al Papa le quedaban pocas semanas de vida. Decidí entonces esperar a que terminara el cónclave que elegiría a su sucesor, así el escándalo que iba a suponer mi salida de la jerarquía eclesiástica tendría menos repercusión…

—Mi amor, ¿por qué no me dijiste en ese momento que me seguías queriendo, que te ibas a secularizar por mí…? Mi sufrimiento habría sido mucho menor… Habríamos compartido juntos el problema y hubiera sido más llevadero —le reprochó ella con toda la dulzura del mundo pero rebozada de un dolor infinito.

—Quería estar seguro… Lo pensé mil veces… Muchos días tuve el teléfono en las manos… Pero no podía volver a fallarte. Ojalá lo hubiera hecho. Ahora no me encontraría… no nos encontraríamos en este horrible dilema…

Claudia volvió a bajar el enrojecido telón de sus párpados en un vano intento de no ver la sima por cuyo borde caminaba… por cuyo borde caminaban…

—¿Qué hago, mi amor? Estoy totalmente desorientado… Nada ocurre por casualidad en la vida, y menos en la vida de la Iglesia… ¿Qué hago…?

La súplica de Jorge, angustiosa pero enamorada, fue como un puñalito de esmeraldas que dividió el corazón de Claudia en dos hemisferios irreconciliables.

—¿Qué hacemos? Dime qué debemos hacer… —pluralizó ahora Jorge con la mirada aferrada al cielo azul de sus ojos arcangélicos, en aquellos momentos enturbiados por la acerada pátina del sufrimiento.

8

A las tres de la madrugada, Palmer tenía ya la confirmación absoluta de que el cardenal Mendoza no sólo se encontraba “extra-cónclave”, es decir, fuera del recinto acotado para los purpurados electores, sino también fuera del Vaticano. Había averiguado por dónde había salido pero desconocía lo más importante: a dónde había ido y a qué.

Su abandono del Estado Pontificio había tenido lugar por una galería subterránea que unía la Casina de Pío IV y los aposentos papales con la iglesia romana de Santa María alle Fornaci.

El citado edificio, una antigua residencia veraniega para los sucesores de San Pedro, obra de Pirro Ligorio, se levanta en los jardines vaticanos frente al vértice del ángulo recto que forman los museos y el flanco superior derecho de la basílica de San Pedro. Desde Juan Pablo II alberga la sede de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales, una institución dedicada al estudio de la economía, la política y las leyes a la luz de la doctrina social de la Iglesia.

La iglesia de Santa María alle Fornaci se levanta en la calle Domenico Silveri, a unos ochocientos metros en línea recta al sur de la plaza de San Pedro. Toma su nombre de un antiguo templo construido cerca de unas fábricas de cocer ladrillos, y su configuración actual se debe a una restauración llevada a cabo durante el pontificado de Clemente XI.

La galería que une el Vaticano con la citada iglesia no tiene nada de lóbrega, como transmiten las leyendas que han existido y siguen circulando entre los aficionados a los misterios vaticanos. En realidad, se trata de un corredor con luces cada veinticinco metros y con rejillas de respiración cada cien de ellos conectadas con las alcantarillas del subsuelo, tanto del Estado Pontificio como del barrio romano de Aurelio.

La galería fue excavada durante la Segunda Guerra Mundial en sustitución de otra que conducía hasta el Castel Sant’Angelo, demasiado conocida y en muy mal estado debido a varios derrumbes a lo largo de su recorrido. Su construcción tuvo por objeto facilitar la huida del Papa si el ejército nazi decidía invadir el Vaticano y tomar al Pontífice como rehén.

Palmer tenía una vaga noticia de que existía este subterráneo, pero desconocía desde dónde partía y a dónde llegaba. El sustituto de la Secretaría de Estado le confirmó su existencia y le remitió a Piero Ruini, el superintendente de la policía vaticana, quien le condujo a la Casina de Pío IV.

Una somera inspección ocular resultó suficiente para obtener la certeza de que alguien había utilizado recientemente aquella salida. Lo delataban varias huellas en el polvo que cubría el pomo de la pesada puerta que daba acceso a la galería, camuflada tras un armario empotrado de una sala de lectura.

La verificación de que ese alguien era el purpurado argentino vino de una pareja de guardias suizos que le habían visto entrar en la Casina sobre la una de la madrugada, justo cinco minutos después de que a otros compañeros suyos les hubiese dicho que iba a rezar a la tumba de San Pío X.

De la salida secreta sólo existían tres llaves. Una de ellas se encontraba en poder del secretario personal del Papa, quien tenía orden de entregársela al camarlengo a la muerte del Vicario de Cristo. Es decir, en aquellos momentos la guardaba el cardenal Fontana. Otra la controlaba el sustituto de la Secretaría de Estado, a la sazón Nicola Leone. Y la tercera se hallaba custodiada por el jefe de la policía del Vaticano. ¿Cuál de los tres había ayudado a salir a monseñor Mendoza…? Una difícil pregunta a la que Palmer intentaría responder más tarde. Ahora debía montar el dispositivo para “cazar”, a su regreso, al purpurado argentino.

Veinte minutos más tarde tenía resuelto el tema y sólo cabía esperar a que se volviera a abrir la puerta de la galería secreta en la antigua residencia estival de los papas. En ese momento, una cámara se activaría de manera automática mediante rayos infrarrojos al detectar una presencia humana y Palmer tendría la prueba fehaciente que le había pedido el camarlengo sobre la infracción cometida por el arzobispo bonaerense.

El exagente de la CIA, apostado tras un seto en la proximidad de la Casina, consultó el reloj. Sus manecillas marcaban las tres y media de la madrugada y, en el reflexivo silencio de la espera, se preguntó si lo que estaba haciendo era lo que Dios le pedía en ese momento.

“En la Iglesia, siempre que obedezcas a un superior, nunca te equivocarás”, rezaba una de las máximas que había oído con frecuencia desde su entrada en el Opus Dei. Sin embargo, en aquellos momentos le parecía una frase cuyo valor práctico y ético resultaba más que dudoso.

Mientras el húmedo relente del otoño enfriaba su frente, el jefe de seguridad del cónclave tuvo tiempo de meditar sobre muchas cosas. Entre ellas, sobre quién habría facilitado la salida al cardenal Mendoza. Descartado Fontana, sólo quedaban Leone y Piero Ruini, el responsable de la policía vaticana. También se preguntó cómo se había enterado de que existía aquella salida secreta. Y por encima de todo: a dónde había ido y a qué el Pontífice teóricamente electo. Una situación insólita en la historia de los cónclaves.

9

—¿Qué hacemos, amor mío…? —volvió a suplicarle Jorge, arrodillado ahora frente a Claudia, que continuaba recostada en el sofá.

Una pausa ungida por la trascendencia.

—Antes has dicho que nada ocurre por casualidad y menos en la Iglesia… —comenzó ella a desgranar su pensamiento mirándole con fijeza a los ojos, al tiempo que se incorporaba hasta quedar sentada.

—Es una frase que he oído muchas veces en estos últimos días…

—Pues entonces, está claro que si te han elegido Papa es porque Dios lo ha querido o, al menos, lo ha permitido… Aunque parezca que has salido de rebote, según me has contado, no ha sido así…

—Sigue, por favor… —le apretó las manos para animarla a que avanzara en su razonamiento.

—Bien, a ver si logro concretar lo que tengo en la cabeza… Si pensabas abandonar la Iglesia porque no te gusta cómo es… porque se ha apartado mucho del Evangelio… ahora tienes la posibilidad de cambiarla… de acercarla al auténtico mensaje de Cristo… Acepta el Papado y cambia la Iglesia… Parece evidente que Dios ha permitido tu elección precisamente para eso.

La claridad del raciocinio y, sobre todo, la serenidad con la que lo había expresado, inoculó en el ánimo del monseñor Mendoza una dosis de paz. Una serenidad balsámica contra la angustia que perforaba su ser desde que abandonó la Capilla Sixtina a las seis de la tarde.

—¿Y tú…?

—¿Yo…?

—¿Qué harás tú… si acepto… si acepto el Papado?

Claudia desvió la mirada hacia el lienzo de Chagall que colgaba sobre la chimenea iluminado por una bombilla con forma de tulipa. Tenía los ojos posados sobre sus colores geometrizados, pero su mente derrapaba por las oscuras y lacerantes simas del mal de amores.

—Yo… yo tendría dos alternativas. Una… estar pendiente todos los días de la televisión y de ir a verte a San Pedro durante el ángelus de los domingos, las audiencias de los miércoles y las misas de las grandes celebraciones…

—¿Y la otra…?

—Desaparecer de Roma… Para siempre.

—¿Serías capaz…? —indagó Jorge apretando las sensuales manos de Claudia, perfectamente manicurizadas con las uñas pintadas en color fucsia—. ¿Serías capaz de marcharte… para siempre?

—No lo dudes. ¿Te imaginas el martirio de vivir pendiente de verte sólo unos minutos a la semana… recortado en una ventana a doscientos o trescientos metros de distancia…? —le planteó con la voz amoratada por la desesperanza.

—Comprendo…

—¿Tú qué harías en mi lugar…?

—Me iría lejos, muy lejos… Pero…

—¿Pero… qué?

—Volvería… No tengo la menor duda… Volvería para verte, aunque fuera a mil metros de distancia y sólo una vez al año… —le confesó él con absoluta sinceridad.

—¡Anda que me lo pones fácil…! —resopló ella levantándose al tiempo que se desprendía de las manos de Jorge—. Necesito beber algo. ¿Otro whisky para ti…?

—No, gracias. Tengo… tengo que irme ya… —anunció con desolación tras una rápida mirada al reloj.

Claudia ralentizó sus movimientos en el mueble-bar al caer en la cuenta de que aquella conversación, dolorosa por su contenido, pero gozosa por la presencia del ser amado, tocaba a su fin.

—¿Tan… pronto? —se lamentó.

—Van a ser las cuatro y media, y en el Vaticano más de uno estará sin dormir preguntándose dónde me encuentro… ¿Llamas a un taxi…?

—¡Quédate un poco más… hasta que amanezca! ¡Por favor…! —el dolor agujereaba su garganta.

—¡Claudia, qué más quisiera yo…!

—No te vayas… —insistía ella en la súplica.

—No me lo pongas más difícil, por favor… Por los dos… es mejor que me vaya…

Tras efectuar una llamada al servicio de tele-taxi, la galerista se sirvió, en una abombada copa, un “amarettodisaronno” con mucho hielo.

—¿Cuánto tardará…?

—Siete u ocho minutos…

Claudia Patricia se acercó a él y, como si fuera un cáliz, le ofreció la copa con ambas manos.

—Pruébalo… te va a gustar.

—¿Qué es?

—Amaretto di Saronno… Un licor dulce-amargo, o amargo-dulce, según se mire… Algo así como va a ser mi vida a partir de ahora…

—¿Das por hecho que voy a aceptar el Papado…?

—Sí.

—Pues sabes más que yo.

—¿Te has dado cuenta de que mi rival es Dios…? ¿Qué quieres, amor? ¿Que luche contra Él…?

10

Palmer, a punto de dormirse frente a la Casina de Pío IV, se sobresaltó al sentir junto a su pecho el nervioso vibrar del teléfono móvil. Observó la pantalla y pudo comprobar que no le llamaba ningún número de los que tenía guardados en la memoria. Pulsó la tecla verde y, en tono de susurro para no delatar su presencia a ningún paseante inoportuno, preguntó:

—¿Sí…? Sí, soy yo…

Durante unos segundos contrajo el entrecejo hasta identificar quién le llamaba. Luego desaparecieron las arrugas interrogativas de su frente y la piel se le tensó hasta la palidez. Se aceleró su ritmo cardíaco y el nerviosismo desencadenó turbulencias en sus cuatro extremidades.

—Sí… lo sé —confesó con voz trémula por el temor.

Se quedó escuchando a su interlocutor y luego respondió.

—No, no está equivocado… Ha acertado plenamente —tartamudeó con la lengua asediada por la sorpresa. Cuarenta segundos más tarde…

—Mi obligación es…

Su interlocutor le segó la frase de raíz y Palmer, el siempre fiel y disciplinado Palmer, comenzó a cabecear asintiendo a cada frase que penetraba en sus oídos.

Treinta y cuatro segundos después…

—Sí… Tiene mi palabra.

La comunicación se había cortado pero el exagente de la CIA, ahora miembro numerario del Opus Dei y monseñor de la curia romana, continuó bastante tiempo con el teléfono adherido al oído.

Cuando se irguió detrás del seto, sintió el agudo dolor del entumecimiento que mordía sus apelmazados músculos. Le llegó, en la lejanía, cual aullido de un chacal nocturno, el ronco silbido de un tren de madrugada. Miró inconscientemente hacia el cielo, huérfano total de luminarias celestiales debido a unas perezosas nubes que se habían instalado sobre las siete colinas de Roma. Caminó sin rumbo durante unos minutos por los jardines vaticanos, como un explorador sin brújula, necesitando casi media hora para adueñarse de sus pensamientos y comenzar a tomar decisiones.

La primera fue ordenar a Piero Ruini que desmontara todo el dispositivo policial que se había establecido a raíz de la desaparición del cardenal Mendoza, manteniendo sólo la búsqueda del falso enfermero de monseñor Kumbo.

La segunda decisión tenía que esperar. Para prepararla, se acercó a rezar ante la imagen que presidía la gruta de Lourdes, situada a unos doscientos metros de la Casina de Pío IV. Una plegaria donde rogó a la Virgen que acertara en su decisión de mentirle a monseñor Fontana, el camarlengo de la Santa Iglesia Católica.

11

El timbre del telefonillo, como un latigazo inesperado, rompió el silencio en el que Jorge y Claudia se habían atrincherado en los últimos tres minutos. El taxi esperaba abajo y había llegado el momento de la despedida.

Se abrazaron durante un tiempo indefinido y luego se miraron con una intensidad de dimensiones cósmicas, incapaces de articular ambos una sola palabra por la emoción que se apelotonaba en sus pechos. Tampoco resultaba necesario hablar. No había nada más elocuente que sus miradas enlazadas por el amor que emanaba de sus dolientes corazones.

—¿Cómo era… cómo era aquella frase que me dijiste paseando por el balneario…?

—¡Te dije tantas…!

—¡Una cita que habías leído en un periódico español…!

—¿Cuál? No me acuerdo…

—“Enamorarse…” —la inició ella.

—¡Ah, ya! “Enamorarse es cometer el error… el inmenso error… de creer que existe alguien en el mundo… diferente a todos los demás…”.

—Es la frase más triste del mundo —sentenció ella—, pero toda regla tiene su excepción… Tú sí eres diferente a todas las demás personas del mundo.

—No es verdad, pero es maravilloso oírtelo decir… Tú sí que eres diferente a todas las mujeres del mundo. ¡Sin la menor duda…!

La impetuosa pasión que les unió la última noche en el balneario, tamizada luego por la soledad y la distancia, esculpida ahora por la estremecedora encrucijada en que se hallaban, se había transmutado en un amor para la eternidad.

—En los últimos tiempos he leído bastante poesía. Me ha ayudado mucho a evadirme de los problemas. Y recuerdo unos versos que quiero que grabes en tu memoria.

—Ten la completa seguridad —le prometió ella— que los grabaré en mi corazón. Mi memoria puede olvidarte algún día. Mi corazón, jamás.

—“Pase lo que pase, amor mío, seguiremos siendo uno, cuando todo sea nada” —le recitó Jorge con una dicción y un tono absolutamente conmovedores.

—Repítemelo despacio, por favor —le suplicó con los ojos delicuescentes por la emoción.

—Pase lo que pase, amor mío…

—Pase lo que pase, amor mío… —musitó ella como un eco de temblores líricos.

—… seguiremos siendo uno… —se extasió Jorge.

—… seguiremos siendo uno… —se extasió Claudia.

—… cuando todo sea… nada —recitaron al unísono.

Luego se besaron. Los dos sabían que sería el último beso. Un beso tan intenso, tan hermoso, tan limpio, que hasta el mismo cielo se estremeció.