1
Cuatro días después de que Lola Portal le encargara el libro sobre San Malaquías, el profesor Crespo viajó en el AVE hasta Sevilla y desde la capital hispalense voló a París, donde alquiló un Ford Mondeo. Dos horas más tarde cubría los ciento setenta y un kilómetros que separan la capital francesa de Troyes —subprefectura del departamento de Champagne—, una preciosa ciudad con un hermoso casco antiguo repleto de artísticas casas de madera, donde se hospedó en el hotel Ibis Troye Centre.
El objetivo fundamental del viaje radicaba en autentificar el documento encontrado en el Císter de Córdoba. Si no lo conseguía, probablemente no habría libro sobre San Malaquías, o bien quedaría condicionado a una hipótesis más o menos creíble, lo cual lo devaluaría bastante.
La elección de Troyes como centro de operaciones venía motivada porque la mayor parte de la biblioteca del monasterio de Clairvaux se encontraba en la citada ciudad desde los tiempos de la Revolución Francesa. La antigua abadía fundada por San Bernardo había pasado por varios usos, entre ellos una cárcel, y diversas etapas arquitectónicas. En la actualidad, los edificios históricos habían sido traspasados desde el ministerio galo de Justicia al de Cultura, dando éste inicio a la reconstrucción artística de la llamada “casa de los conversos”, del gran claustro primitivo y de los muros y arcos románicos.
Sus primeros pasos en la ciudad se orientaron a localizar la institución donde se hallaban depositados los manuscritos que se trajeron de Clairvaux cuando el monasterio pasó a ser utilizado como cárcel. Entre ellos, obras tan valiosas como la “Biblia de San Bernardo” y, sobre todo, la “Gran Biblia de Claraval”.
En el Hotel de Ville, un bello edificio estilo Luis XII, situado en la plaza Alexandre Israel, una empleada del departamento de cultura le indicó a dónde debía dirigirse. Se trataba de “La Mediathèque”, una espectacular biblioteca de diez mil metros cuadrados donde se hallaban clasificados más de medio millón de volúmenes, entre ellos casi dos mil manuscritos de los siglos VII al XIV y más de setecientos incunables.
Tras inscribirse como socio eventual, Martín Crespo encontró pronto algunos manuscritos de San Malaquías y de San Bernardo gracias al excelente sistema informático. Acceder a ellos le resultó más difícil ya que eran obras únicas y sobreprotegidas. Debido a que exhibió fotocopias del pergamino existente en el monasterio cordobés, tanto de la oración escrita por el anverso como de la supuesta profecía existente en el reverso, aceleró bastante los trámites burocráticos de cara a su autentificación.
Tuvo suerte. A los dos días de comenzar la investigación consiguió la prueba de que el pergamino hallado en la sacristía de Córdoba lo había escrito realmente San Malaquías de su puño y letra. Y además, logró reforzar la prueba verificando también la letra de San Bernardo, quien había consignado una nota debajo de la oración afirmando ser obra del santo irlandés. La autentificación oficial llegó veinticuatro horas más tarde, avalada por monsieur Paul Mauriac de Lamartine, perito grafólogo de la audiencia judicial de Troyes.
Logrado el primer objetivo, debía resolver —o intentar resolver— varias incógnitas más. ¿Por qué San Bernardo no hizo ninguna alusión a las profecías en la biografía que escribió sobre San Malaquías? ¿Dónde se encontraba el manuscrito original de las 111 primeras profecías? ¿Eran sólo lemas o cada una tenía su terceto explicativo correspondiente? ¿Por qué no aparecieron hasta el siglo XVI, cuatrocientos años después de haber sido escritas? ¿Se podía considerar auténtica la atribuida a “Petras Romanus” que hacía alusión al fin del mundo y al Juicio Final? ¿Hubo alguna relación entre San Malaquías y Nostradamus? ¿Dónde se escondía la profecía 112? ¿Existían más a partir de la 113? ¿Cómo llegó esta última al monasterio del Císter de Córdoba…?
Demasiadas incógnitas y muy poco tiempo para entregar el libro a la editorial Diamante. La mayoría de ellas, lo tenía muy claro, no las resolvería de manera satisfactoria, pero lo importante radicaba en la trascendental aportación que efectuaría su libro: San Malaquías era en realidad el autor de las profecías que se le atribuían. Y lo más llamativo para los lectores y los medios de comunicación: proporcionaría datos cifrados sobre el próximo Pontífice mediante el terceto latino:
Nullus est et promptus multum erit.
Amatus maxime amatus, odiatus maxime odiatus.
Sanguines suae in una sola intuerit.
Y para alimentar más la especulación, las cinco enigmáticas palabras que el santo irlandés había añadido debajo:
obnuntio… multitudo… crucifixio… luces… quartadecima…
Enigmáticas no sólo por su significado, sino también por su caligrafía.
2
Las ramas del sauce milenario, desmayadas alrededor en un círculo casi perfecto, formaban una especie de campana aislante en torno al propio tronco. Un espacio protegido del jardín que, al filtrar caprichosamente la luz solar, creaba un escenario íntimo, aromático y cargado de romanticismo en una tibia tarde de una primavera aún adolescente.
Al sentir aplastarse sobre su pecho los senos de Claudia, duros, enhiestos, excitantes, quedó paralizado por un colapso emocional. Ella, al ver que no reaccionaba, se apretó aún más ofreciéndole sus palpitantes labios y le miró a los ojos. Pablo tenía los suyos cerrados, tensos los venosos párpados y un cierto rictus de sufrimiento en toda la geografía de su rostro.
—Perdona… no he querido molestarte —le confesó Claudia, herida en lo más profundo de su amor propio por el rechazo.
La mente de Pablo se mostraba incapaz de organizar el caos anímico en el que se hallaba atenazado. Tuvo que ser su instinto más primario quien tomara la iniciativa para desbloquear la confusa situación de encontrarse inerte entre los brazos de la atractiva y seductora mujer que, desde hacía tres días, había desestructurado todo su sistema de valores y su sentido de la vida.
Al levantar los párpados se topó con los mendicantes labios de Claudia, con sus ojos humedecidos por la súplica y sintió dentro de sí cómo estallaba la brida del remordimiento. Se abrazó a ella compulsivamente y adhirió los labios a su boca como una ventosa febril, al tiempo que empujaba y apretaba su cuerpo contra el tronco del sauce cuya cúpula arbórea protegía de miradas indiscretas su amor furtivo.
Fue un beso eterno, infinito, inenarrable. Un beso que pasó desde la turbulencia inicial a la delicada tranquilidad de la caricia aterciopelada, desde las miradas ansiosas donde flameaba el deseo a la contemplación transfigurada, donde en algunos momentos ambos enamorados llegaron a acariciar la inasible esencia de la felicidad absoluta.
Claudia y Pablo, sentados en el suelo, apoyando la espalda contra el tronco del sauce, no dejaban de besarse saboreando un néctar diferente en cada encuentro de sus labios. Fueron dos horas que les parecieron dos minutos, o tal vez dos segundos. El amor es el único sentimiento que paraliza el tiempo cuando nace y lo alarga dolorosamente cuando desaparece.
Al atardecer, la frondosa cabellera del sauce comenzó a ser rizada por un tenue viento que, tras refrescarse en el mar Cantábrico, entraba en tierra firme por Suances, sobrevolaba Torrelavega y hacía su primera parada en Puente Viesgo antes de dirigirse a Castilla, vía Reinosa. Mientras tanto, el sol abrileño comenzaba a despedirse ya de las copas de los pinos, ensangrentaba las ventanas del balneario y huía de la guadaña de sombras que se confabulaban contra él en las estribaciones de los Picos de Europa.
Claudia se sentía feliz, muy feliz. Sin embargo, tenía la sensación de que le faltaba algo para que esa felicidad fuera completa. No conocía nada del pasado de Pablo, del que le había hablado muy poco y, además, con calculadas vaguedades. Pero lo que más le preocupaba era una especie de miedo que llevaba enquistado en su ánimo, una epidermis de tristeza que le rodeaba como un aura evanescente.
Durante la cena, sopa de verduras, pescado a la plancha regado con un “Diamante” de bodegas Torres, y fruta variada, intercambiaron dos lecciones magistrales.
Ella embobó a Pablo contándole historias ocultas de La Tempestad, una obra de Giorgio da Castelfranco Giorgione, óleo sobre lienzo que se encuentra en la Galería de la Academia de Venecia. Sobre todo, se extendió en el misterio que encerraba la mujer desnuda descubierta en el ángulo inferior izquierdo mediante un análisis del lienzo con rayos X.
Pablo, por su parte, le demostró una vez más su entusiasmo por la polifonía clásica. Le pasó un reproductor MP3 para que oyera durante unos minutos el “Miserere”, de Gregorio Allegri, y luego le contó su singular historia.
Se trataba de una obra cumbre de la música religiosa, un salmo compuesto para el coro del pontífice Urbano VIII. Sólo existían de él tres partituras y había una orden papal expresa, bajo pena de severas sanciones, de que nadie las viera y, por supuesto, de que no se editaran. Este arcano lo rompió Mozart a los catorce años tras oírlo cantar en la basílica de San Pedro. La memorizó y, al llegar a su casa, plasmó en papel pautado todas sus notas, tanto las de los cuatro solistas como las del coro, y a partir de entonces pasó a ser de dominio universal.
—¿Tomamos una copa en el bar? —propuso Pablo para cerrar la larga y gozosa sobremesa.
—De acuerdo. Pero… ¿por qué en el bar…? Podemos tomarla en la habitación… en mi habitación… —susurró Claudia.
La insinuación de su sonrisa esperanzada resultaba muy superior a la intencionalidad de sus palabras, pero al detectar el súbito nerviosismo de Pablo, se arrepintió de haber sido tan directa.
—Si no te apetece…, la tomamos en el bar —le facilitó la salida a su indecisión.
3
Jeff Bergman, sesenta y tres años, y Olivier Pulings, cuarenta y siete, en compañía de Greta y Selina, sus respectivas esposas, ellos de riguroso smoking y las mujeres con lujosos y escotados vestidos de fiesta, decidieron acabar la velada tomando una copa en el minibar de la suite del primero, en el espléndido hotel de cinco estrellas Moeven Pick Casino, de Ginebra. Había sido un largo día, muy apretado en actos profesionales y acontecimientos sociales, que había finalizado con un baile de gala para la mayoría de los asistentes a la convención, seguido para muchos de ellos de una sesión de juego en la ruleta del casino.
Jeff y Olivier, presidente y vicepresidente ejecutivo de la farmacéutica Colens, llevaban muchos años de lucha por entrar en el selecto club donde se hallaban Glaxo, Novartis, Pfizer y otras multinacionales. Lo habían conseguido justo esa mañana, cuando Bergman pronunció el discurso de apertura en la convención que había reunido al consejo de administración, la junta de accionistas, los directores generales de Colens en cada país, la prensa especializada y los delegados de los bancos que habían financiado el proyecto estrella de la empresa:
«En base a todo lo anterior, tras catorce años de investigación en laboratorio, cinco de ensayos clínicos y mil trescientos millones de euros invertidos, tengo la satisfacción de anunciar que hemos obtenido el medicamento que cura el VIH, siempre que el enfermo inicie el tratamiento antes de que se cumpla un año de haber contraído la enfermedad. Es decir, antes de que se vuelva crónica. Lo hemos bautizado como “Liten 5” y va a solucionar, a medio plazo, uno de los problemas sanitarios más importantes que tiene planteados hoy el mundo: el sida.
Aparte de felicitarnos por tan humanitario descubrimiento, también debemos felicitarnos profesionalmente porque hemos ganado la carrera por conseguir la ansiada vacuna contra el sida en la que, como sabemos, han participado las empresas más importantes del sector farmacéutico.
Por último, y esto hará felices a nuestros accionistas, bancos acreedores y socios de referencia, la amortización de la inversión está asegurada en el plazo de dos años y con ganancias de, aproximadamente, el ciento cincuenta por ciento anual de media en los ocho ejercicios siguientes.
Estas excelentes perspectivas económicas no están basadas en previsiones de ventas del “Liten 5”, sino en el contrato que mañana firmará Colens en esta misma ciudad con la Organización Mundial de la Salud. Un contrato por el que nos encargarán todas las dosis de “Liten 5” necesarias para erradicar el VIH de los tres millones y medio de personas que lo contraen cada año. El importe de estas dosis nos será abonado con cargo a un fondo especial creado al efecto por las Naciones Unidas.
La ONU pagará a Colens diez euros por cada dosis de “Liten 5”, de los cuales tres euros con sesenta céntimos corresponden a gastos de producción y seis cuarenta a beneficios. En consecuencia, si multiplicamos tres millones y medio de enfermos por sesenta dosis que necesita cada uno para su curación, tendremos que producir doscientas diez millones de dosis cada año. Y si esta cantidad la multiplicamos a su vez por seis euros cuarenta, el beneficio neto de cada dosis, Colens ganará cada año cerca de mil cuatrocientos millones de euros antes de impuestos.
Esto quiere decir que en apenas dos años tendremos amortizada la inversión inicial y en los ocho siguientes Colens obtendrá once mil millones de euros.
En resumidas cuentas, prestaremos un servicio inestimable a la Humanidad, lo haremos a un coste bajo, impensable hasta ahora y perfectamente asumible por la Organización Mundial de la Salud. Y además, será una excelente inversión para nuestros accionistas.
Nada más por mi parte. Como tienen en el programa, la mañana la vamos a dedicar a conocer a fondo el “Liten 5”.
Nos contarán en primer lugar la historia de su descubrimiento y los hitos de la investigación, basada sobre todo en la virtualidad inmunológica de las células conocidas como “linfocitos T”. A continuación, el desarrollo de los ensayos de laboratorio y clínicos. Y por último, el plan de producción y el plan de seguimiento de la gigantesca campaña que tiene preparada la Organización Mundial de la Salud.
A la una y media comeremos y, después, sugiero un descanso hasta las cinco de la tarde. A dicha hora volveremos a reunimos en este salón para seguir en directo la cotización de Colens al cierre de las bolsas europeas y su evolución en la apertura de Wall Street.
A las seis tendremos una visita guiada por la ciudad que terminará con un crucero nocturno por el lago, donde se servirá una cena de gala.
Por último, hacia las once, regresaremos al hotel donde nos espera una noche de baile con orquesta en directo. Y para rematar la velada, quienes lo deseen podrán jugar en el casino del hotel.
Nada más. Les agradezco a todos ustedes su presencia y que disfruten del espléndido futuro de Colens, del éxito de su producto estrella, el “Liten 5”, y del día y la noche tan magníficos que tenemos por delante».
En efecto, había sido un día memorable para el sueco Jeff Bergman y para el belga Olivier Pulings, los dos máximos directivos de la multinacional farmacéutica radicada en Suiza, con capital mayoritariamente sueco, belga y danés. La cotización de la compañía había cerrado en Europa con una revalorización del veintitrés por ciento sin apenas altibajos a lo largo de la sesión y en Wall Street había ascendido a un once por ciento.
El paseo por el lago Ginebra había resultado de ensueño con un grupo folclórico del Tirol amenizando la fastuosa comida, el baile en el hotel muy concurrido y, finalmente, hacia la una y media de la madrugada, los aficionados al juego entraban al casino ubicado en el mismo hotel mientras los demás subían a descansar en sus suntuosas habitaciones.
Estaba justificado que Jeff y Olivier levantaran sus copas junto a sus esposas porque Colens había iniciado una ascensión imparable hacia la cima del sector farmacéutico y ellos, gracias a su paquete de acciones, a sus magníficos sueldos y a sus stocks options, entrarían muy pronto en el ranking de grandes fortunas de la revista Forbes.
—¡Por Colens! —brindó Jeff.
—¡Por Colens y por nosotros! —apuntó su esposa Greta.
—¡Por Colens, por nosotros y por nuestros hijos! —añadió Selina, la mujer de Pulings.
El brindis lo remató el “cerebro” comercial de la empresa, un mago del marketing que había tenido el acierto de fichar a un excelente equipo de investigadores jóvenes. Los había trasladado a Uganda con un buen sueldo, donde habían trabajado, ensayado y probado el “Liten 5” justo en uno de los mayores centros mundiales de proliferación del sida. Un éxito que los acercaba, inevitablemente, al premio nobel de Medicina.
Olivier Pulings, alto, rubio, ojos azules, guapo, triunfador y futuro multimillonario, cerró el brindis con un chiste de su cosecha.
—¡Porque nuestras mujeres tarden cien años en quedarse viudas!
4
Había preparado la escena con la imaginación y el buen gusto que exhibía cuando inauguraba una exposición en su galería de Roma. La habitación sólo estaba iluminada por la luz indirecta de una lámpara apantallada color violeta. Había perfumado las sábanas con unas gotas de esencia de manzana y ungido su cuello, mejillas y pechos con Noa Perle, de Cacharel, mientras su MP4 reproducía, en unos diminutos altavoces, su canción de amor preferida: “The power of love”, en la poderosa, insinuante y mórbida voz de Jennifer Rush.
Cuando él salió del cuarto de baño, Claudia Patricia se encontraba ya en la cama, desnuda y cubierta por una sábana azulada. Pablo avanzó hacia ella con una tímida sonrisa en los labios y, al tiempo que se sentaba en el colchón, se deshizo de la toalla de baño color miel que le cubría de cintura para abajo.
A pesar de los cincuenta y cinco años, su cuerpo resultaba todavía muy atractivo para cualquier mujer. Sus proporciones armónicas se veían complementadas por un vientre casi plano, unos brazos y unas piernas musculados, y un tórax marcado por pectorales que aún conservaban la estructura cincelada por muchas horas de gimnasio en su juventud.
Permaneció de espaldas a Claudia durante unos segundos, tiempo que aprovechó ésta para retirar la sábana hasta situar el borde de la misma sobre su frondoso pubis, quedando al descubierto la esplendidez de sus cuarenta y tres años. Poseía unos abultados, duros y nacarinos senos que reducían al mínimo su caída, con unos enrojecidos y prominentes pezones que parecían en estado de lactancia.
Un minuto más tarde, él continuaba sentado de espaldas, en silencio…
—Pablo…
—Sí —apenas un susurro.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—¿Te puedo dar yo la respuesta antes de que me la hagas?
—Inténtalo…
Siguió un silencio signado por la expectación que rompió Pablo con una forzada sonrisa por la que, evidentemente, serpenteaba el nerviosismo.
—Si… Es la primera vez… Debía habértelo avisado… A mis cincuenta y cinco años… es la primera vez… Perdona mi nerviosismo y mi inexperiencia… Me temo que… que va a salir mal… Tal vez sea mejor que lo dejemos…
Fue un difícil pero sincero soliloquio de Pablo, fracturado por dolorosas pausas, en el que la vergüenza secó su garganta succionando de ella cualquier atisbo de humedad hasta casi quebrarle la voz.
—No te preocupes, mi amor… Déjame a mí…
Lo abrazó por la espalda y le guió en el giro del cuerpo hasta tenderlo en la cama. Luego se echó sobre él y comenzó a besarlo con suavidad en el cuello, en la mejilla, en la frente, hasta enredar los labios en los suyos y ensalivar su lengua para devolverle la humedad perdida.
Pronto percibió que Pablo comenzaba a excitarse y, abrazándolo por el cuello, le obligó a girar sobre el eje de sus cuerpos hasta que él quedó sobre ella. Siguió besándolo y besándolo mientras ansiaba la respuesta de sus labios. Los besos de Pablo comenzaron siendo tímidos, luego tiernos y más tarde azuzados por una incontrolable pasión. Entonces, Claudia abrió sus piernas y propició la penetración hasta que ambos cuerpos se acoplaron perfectamente e iniciaron, a cámara lenta, una cabalgada por las rojas praderas del placer.
A partir de ese momento, se sintieron transportados a colinas supraterrenales donde, libres, salvajes, exultantes, gozaron de un edén que ella siempre había soñado y que Pablo nunca había imaginado que pudiera existir. Fue como entrar en el paraíso, donde todas las luces se encendieron para recibirles.
Después de trotar por valles y montañas, tras detenerse para reparar fuerzas y volver a emprender un nuevo galope, los dos amantes terminaron jadeantes y sudorosos mirando al techo de la habitación. Un techo donde no veían escayola sino estrellas, cientos de estrellas, miles, millones de estrellas, de todos los colores, de todos los tamaños, de todas las intensidades…
—Gracias, Claudia… Ha sido… más que maravilloso.
—Me alegro mucho, amor mío…
Y luego, tras un relajado y relajante silencio…
—Pablo… me falta… no sé exactamente qué, para ser feliz del todo… Hay algo en ti… algo que todavía no es mío… Desearía luchar por conseguir que ese algo me pertenezca algún día.
Él tardó en contestar. Lo hizo tras apretar los párpados, como era su costumbre cuando quería que sus palabras transmitieran con exactitud lo que su mente quería decir.
—Ese “algo”, como tú lo llamas, ya es tuyo… aunque quizás tardes todavía algún tiempo en saber qué es…
Unieron sus manos, luego sus miradas arrobadas y, por último, una vez más, sus labios.
—Eres… lo más importante que me ha pasado en la vida —le confesó Pablo.
Claudia no le respondió. El amor crepitaba en sus pupilas con tal fuerza que, cualquier frase, cualquier palabra, hubiera deslucido el fulgor policromado del éxtasis que la embargaba.
Pasadas las tres de la madrugada, ambos amantes, abrazados, exhaustos, relajados, se quedaron dormidos… profundamente dormidos…
A la mañana siguiente, cuando Claudia Patricia Montini de Angelis se despertó, el sol primaveral tendía sobre la cama una cálida gasa de luz. Poco a poco fue tomando conciencia de la apasionada noche vivida con Pablo y lo buscó a tientas. Palpó la sábana con los dedos desorientados, pero no encontró el deseado cuerpo que con tanta vehemencia la había poseído unas horas antes. Se incorporó dejando al descubierto los voluptuosos y maduros fresones de sus areolas mamarias y descubrió que se hallaba sola en la cama.
—Pablo… ¡Pablo…! —dirigió su mirada y su voz hacia la entreabierta puerta del cuarto de baño—. ¡Pablo…!
Tomó asiento al borde del colchón y marcó el número de su habitación, la 311. El timbre repicó cinco veces y, al no recibir respuesta, opto por colgar. Cogió el móvil que había dormido sobre la mesita de noche y buscó en la agenda el número memorizado de Pablo, pero no lo localizó. Lo buscó otra vez, y otra, y otra… en vano.
Desconcertada, se levantó y, caminando por la habitación con los andares imprecisos de un ciego, terminó recalando en la ducha. Abrió a tope la ametralladora acuática de la alcachofa y, aún desorientada, comenzó un frenético enjabonamiento por toda la geografía de su piel.
¿Qué le habría pasado? ¿Por qué se habría ido? ¿Por qué no estaba en su habitación? Y, sobre todo, ¿por qué el número del móvil había desaparecido de su agenda, un número al que ella había llamado en varias ocasiones durante los días que llevaban juntos?
Quince minutos más tarde, el ascensor la dejaba en el hall del hotel y, con el desconcierto emboscado aún en su mente, se asomó al comedor con la esperanza de ver a Pablo desayunando… Nada. Se acercó también a la cafetería… Luego encaminó sus pasos hacia la recepción donde atendía un hombre amenazado de calvicie con un impecable traje oscuro rayado en gris.
—Buenos días. Perdone, ¿ha visto por aquí al señor Santacruz, el huésped de la habitación 311?
—¿La 311? ¿Está segura…? Esa habitación… creo que está libre… Sí, sí, claro, esa habitación no la ha ocupado nadie desde hace cuatro días.
El desasosiego que ya anidaba en el ánimo de Claudia se asomó a sus labios entreabiertos en forma de un perceptible temblor de las comisuras.
—Perdón… debe haber un error… En la habitación 311 está hospedado un señor llamado Pablo Santacruz.
—¿Santacruz? —arqueó las cejas el recepcionista al tiempo que su cabeza oscilaba negativamente sobre el pivote de un cuello estrangulado por una apretada corbata—. En el hotel no se hospeda ningún cliente con ese apellido…
—¿¡Por favor, quiere mirar en la lista!? —Una orden más que una pregunta.
—Señorita Montini, me sé de memoria los nombres de todos los huéspedes y la habitación que ocupan… pero miraré —cedió ante los ojos ahora suplicantes de Claudia—. O mejor dicho, compruébelo usted misma.
Le pasó un listado alfabético de ordenador por apellidos. En efecto, no existía ningún Santacruz.
Hasta entonces, el desconcierto y la curiosidad habían sido superiores a su preocupación. Ahora, ésta se comenzaba a transmutar en un miedo lacerante que se ramificaba por su árbol anímico. Cerró los ojos y, en escasos segundos, repasó a cámara rápida su estancia en el hotel.
Ella había llegado el lunes anterior por la tarde al aeropuerto de Sondica, en Bilbao, procedente de Roma. Tomó un taxi que le llevó al balneario cántabro donde tenía reserva para una terapia de diez días. Esa misma noche tomó asiento en una mesa donde un señor leía el periódico. Se presentaron. Él, como Pablo Santacruz, crítico musical. Ella, como directora de una galería de arte dedicada a descubrir nuevos valores de la pintura. Fue una cena muy afable y pronto se estableció entre ambos una gran afinidad intelectual por los gustos culturales que compartían. Afinidad intelectual que se convirtió de inmediato en afectiva y, desde entonces, habían estado juntos la mayor parte del tiempo compartiendo sesiones terapéuticas en las piscinas y duchas del balneario, hasta desembocar en un apasionado enamoramiento. Un enamoramiento que, finalmente, había desembocado hacía diez horas en una gran noche de amor… Y ahora, el señor que había conocido, el amigo que la había encandilado, el hombre que la había enamorado, el amante al que ella había seducido… no existía.
—Señorita, ¿le ocurre algo?
Abrió los ojos y se encontró con el rostro alarmado del recepcionista.
—¿Qué… decía…?
—Que si le ocurre algo. Tiene usted mala cara.
—Me ocurre… que no entiendo nada. Esa persona existe, he estado en su habitación y él en la mía, hemos comido juntos, paseado juntos, nos hemos bañado juntos, siempre hemos estado juntos en estos últimos días. ¡Usted nos tiene que haber visto!
—Pues… es posible, pero, no caigo… ¿Tiene alguna foto de él?
—¿Una foto…?
De pronto, el semblante de Claudia se iluminó como aureolado por un relámpago y se lanzó sobre su bolso como un náufrago sobre un salvavidas. Extrajo una diminuta Canon, la encendió y colocó en “play” el interruptor…
La cruel zarpa de la angustia desgarró sus débiles nervios, cerró el aire de sus pulmones y se clavó, finalmente, en su corazón.
En la cámara no había ninguna fotografía de Pablo.