Quinto

1

—¿Un… intruso? —repitieron al unísono, más desconcertados que preocupados, el camarlengo y el sustituto de la Secretaría de Estado.

Monseñor Palmer, el exagente de la CIA encargado de todo el dispositivo de seguridad del cónclave, convulso física y anímicamente por el peligro que corría el citado dispositivo, asintió con los ojos, con la cabeza y con un sonido gutural indefinible.

—¿Qué… qué quieres decir… con la palabra… “in-tru-so”? —inquirió Valerio Fontana, masticando con cierta violencia cada una de las sílabas.

—A ver, Palmer, ¿te estás refiriendo a algún elector… a un elector intruso… a un falso cardenal…? —concretó monseñor Leone.

—¡No, no…! ¡Bueno, en principio, no! ¡Quiero decir que…! Lo mismo la palabra “intruso” no es la adecuada… Tal vez sería mejor, espía… Llamémosle, de momento, espía —balbuceó el joven monseñor con la voz averiada por el nerviosismo.

—¿Un espía…? ¡Lo que faltaba! —estalló el iracundo Fontana.

El miembro numerario del Opus Dei, atropellando a veces las palabras y confundiendo en algún momento el orden temporal de los hechos, expuso las razones que le habían decidido a dar la voz de alarma. Al término de su narración, Fontana y Leone se sostuvieron la mirada durante quince segundos, como si se estuvieran transmitiendo telepáticamente información de ida y vuelta.

—El asunto puede ser grave —opinó el sustituto de la Secretaría de Estado.

—Grave, no. ¡Gravísimo! —certificó el camarlengo al tiempo que se incorporaba y comenzaba a dar pasos nerviosos y desorientados por la habitación—. ¡En este eterno cónclave va a pasar de todo!

—Hay que hacer algo… y pronto —propuso monseñor Leone.

—Palmer, ¿qué sugieres? —le espetó Fontana deteniéndose frente a él.

—Los técnicos de Pall Mall son partidarios de rastrear a fondo toda la residencia, entre las diez y las diez y media. A esa hora es cuando lo han detectado aquí, en Santa Marta.

El camarlengo consultó su reloj. Eran las nueve y cuarto.

—¡Adelante! Si se puede hacer con discreción, bien. Y si no, pues sin disimulo. ¡Hay que encontrarlo! ¡Ya! —ordenó con su gran vozarrón el cardenal calabrés desde la altura de su cimbreante cuerpo.

A las diez en punto, los dos técnicos estadounidenses, disfrazados de monjes franciscanos, cada uno con un escáner manual dotado de una potentísima antena ECR-21-WP, comenzaron a recorrer los pasillos de la residencia, deteniéndose algunos segundos en cada una de las puertas de las habitaciones. Cuando se cruzaban con algún purpurado, escondían el escáner tras la delantera del hábito que colgaba de la baberola y, seguidamente, continuaban su labor de rastreo.

A las diez y veintiún minutos, el “padre” Delano se encontraba en la cuarta planta y el “padre” Preston en la tercera. En ese momento, los dos escáneres comenzaron a emitir una vibración persistente acompañada del encendido intermitente de un piloto rojo. Tanto la vibración como el parpadeo se presentaban bastante débiles, lo cual indicaba que se hallaban lejos del punto que generaba la alarma. De inmediato, activaron el sensor de orientación y los dos vieron que les señalaba “bajada”. Rápidamente, ambos técnicos se dirigieron a la segunda planta y, nada más desembocar en ella, la vibración de la empuñadura se acentuó y la luz del piloto intensificó su rojez.

Tres minutos más tarde tenían localizada la habitación donde se encontraba el artilugio que tantos quebraderos de cabeza les estaba dando desde que se inició el cónclave. Primero llegó Delano y veinte segundos más tarde lo hacía Preston, confirmando el escáner de éste lo que ya había detectado su compañero.

No había duda. El intruso, el espía o lo que fuera, se alojaba en la habitación 214.

2

Tras más de una hora de oración en la capilla, Jorge Darío Mendoza pasó al refectorio y, en soledad, tomó una frugal cena consistente en una sopa de pescado con fideos, una rodaja de merluza hervida y un yogur. Luego subió a su habitación y, sentándose en la cama, se sumió en una profunda reflexión azotada por el nerviosismo.

Se habían acabado los rezos y ahora debía comenzar a tomar decisiones. Una de ellas tenía prioridad absoluta.

Sacó su móvil de la maleta y memorizó en él dos de los tres teléfonos de urgencia consignados en una tarjeta situada sobre la mesita de noche: el del camarlengo y el de monseñor Palmer, el responsable de seguridad. El tercer número correspondía al médico de la residencia Santa Marta. Luego apagó el teléfono, guardándoselo en un bolsillo de la sotana ribeteada en púrpura.

Abandonó la habitación sobre las diez y cuarto, esperando no encontrarse con muchos cardenales en su recorrido. Tuvo suerte. Con la única persona que se cruzó fue con un padre franciscano cubierto con la capucha, probablemente, pensó, uno de los confesores que se alojaban en Santa Marta durante el tiempo del cónclave. Bajó en el ascensor y abandonó la residencia, saludando con un mohín de cabeza a la religiosa que ocupaba en ese momento la recepción.

Al alcanzar los jardines y recibir la caricia de la brisa otoñal, respiró con profundidad y todo su armazón anímico se oxigenó al tiempo que lo hacían sus congestionados pulmones. Miró hacia el cielo encontrándolo difuminado por una neblina transparente, como si se tratara del tul de un dosel cósmico donde se insinuaban la luna y algunas estrellas. Habría deseado que fuera una noche cerrada a fin de pasar desapercibido para la gendarmería que estaría patrullando por el interior del Vaticano y, de manera especial, por el perímetro de lo que se consideraba “zona conclavista”: Santa Marta, la Capilla Sixtina y el camino que unía ambos recintos.

Se perdió entre los setos, estatuas, fuentes y parterres, deteniéndose bajo una farola circundada por un halo de luz lechosa. Extrajo el móvil del bolsillo y, tras apretar la tecla de encendido, marcó la clave personal para dejar expedito su funcionamiento. Observó temeroso el terminal telefónico durante algunos segundos y accedió al listín, pulsando seguidamente la letra “C”. Cuando apareció el primer número, avanzó cuatro más hasta que tuvo en pantalla el que buscaba.

El móvil comenzó a temblar en su manó como si fuera la de un enfermo avanzado de párkinson. Tragó saliva con dificultad. La garganta se le había resecado hasta tal punto que sentía la desagradable sensación de que su mucosa se había transformado en una áspera superficie.

Necesitó tres nuevas y profundas inspiraciones para liberarse del nerviosismo y adquirir fuerza para pulsar la tecla verde de conexión.

No pudo efectuar la llamada. La zona donde se hallaba carecía de cobertura debido al sistema electrónico de inhibición de frecuencias que protegía el cónclave.

3

Palmer golpeó tres veces con los nudillos en la puerta de la habitación del camarlengo y entró sin esperar a recibir el plácet desde el interior.

—¡El espía es monseñor Kumbo! —soltó a bocajarro.

Fontana y Leone arquearon de forma súbita y al compás sus cejas, tardando algunos segundos en digerir mentalmente la información.

—¿Kumbo? —repitió con escepticismo y estupefacción el camarlengo—. ¿El cardenal Samuel Kumbo… un espía en el cónclave? ¿Un hombre de Dios entregado en cuerpo y alma a luchar contra la pobreza y las enfermedades en Camerún… violando el secreto del cónclave…?

Nicola Leone, igual de escéptico, negaba con la cabeza de forma automática a cada interrogante que efectuaba el purpurado calabrés.

Las citadas preguntas, tremendamente demoledoras para la veracidad de la noticia de Palmer, sólo introdujeron un momento de indecisión en el exagente de la CIA y argumentó con rapidez.

—Tal vez me he precipitado al calificar de espía a Su Eminencia el cardenal camerunés… Pero no tengo la menor duda de que tiene un dispositivo electrónico prohibido en el cónclave y lo introduce todos los días en la Capilla Sixtina.

—Tienes la certeza, pero ¿cómo podemos conseguir la evidencia… las pruebas…? —inquirió Nicola Leone.

Fontana, tras el desconcierto inicial, empuñó el mando de la situación como máximo responsable de cuanto ocurría en torno a la elección papal. Se levantó decidido y enfiló a grandes zancadas en dirección a la salida.

—¡Voy a hablar con Kumbo!

—Tal vez deberíamos hacerlo antes con su enfermero. Se llama Christian —apuntó Steven Palmer.

La citada sugerencia ralentizó los pasos de Fontana hasta detenerse con el picaporte ya en la mano.

—¡Ah, tiene enfermero…! ¿Y no puede ser el tal Christian el hombre que buscamos…? —planteó Leone.

—El enfermero no entra en la Sixtina —recordó el exagente de la CIA.

—Bien… Intente traer aquí a ese individuo sin que se entere Su Eminencia —ordenó el purpurado calabrés al tiempo que regresaba al sillón que ocupaba con anterioridad.

A las once, una vez dormido el cardenal de Douala, su acompañante por motivos de salud se encontraba sentado frente al camarlengo, teniendo éste a Palmer y a Leone a sus espaldas. Se trataba de un hombre de unos cuarenta y pocos años, alto y bien parecido. Su piel blanca delataba a las claras que no era africano y, evidentemente, se mostraba muy nervioso. Ser citado en pleno cónclave, a una hora tan intempestiva, y ante el mismísimo camarlengo, en buena lógica hacía temblar las piernas más firmes.

—Christian… ¿qué le pasa con exactitud a monseñor Kumbo?

La pregunta pareció relajar un poco su nerviosismo y respondió con aplomo tras unos balbuceos iniciales.

—Le pasa…, le pasan varias… varias cosas. Es diabético y necesita un control estricto de insulina. Padece de asma y cada día requiere una dosis exacta de aerosol. Además sufre una extraña hipertensión que le obliga a tomar una medicación determinada en función de la media de las tres veces que se la compruebo a lo largo del día.

—Y usted tiene la misión de que el señor cardenal tome la medicación adecuada para cada cosa y a la hora indicada… —apuntó Leone.

—Así es… Ah, también padece de escoliosis aguda y todos los días tengo que darle masajes en la espalda para aliviarle de intensos dolores.

—Usted, Christian…, no es camerunés… ni africano… —intervino monseñor Leone.

—No, no. Soy español, pero llevo cuatro años en Camerún como cooperante de una ONG llamada “Médicos sin Fronteras”. Comencé a trabajar en Evolowa, un pueblo del Sur, colaborando como ayudante de un doctor español y con la práctica me hice enfermero… Fui para seis meses y ya ve, cuatro años ya…

—¿Cómo conoció a Su Eminencia…? —indagó Fontana.

—Hará dos años, o dos años y pico, entré a trabajar en el hospital de Douala, donde pasaba consulta el médico personal de monseñor. A veces, yo le acompañaba a la casa arzobispal cuando iba a visitar al cardenal Kumbo. Luego fui solo en muchas ocasiones para controlarle la diabetes, tomarle la tensión, etc. Así nació una relación de una cierta amistad y cuando me pidió que le acompañara al cónclave, no lo dudé… Una experiencia como ésta sólo ocurre una vez en la vida… —apostilló la conclusión con una leve sonrisa.

Monseñor Fontana mordisqueó levemente sus labios como paso previo a abordar el tema que le preocupaba.

—Seguro que se está preguntando por qué le he hecho llamar… —Christian asintió dos veces con la cabeza—. Lamento no poder decírselo, pero sí tengo que pedirle algo… Monseñor Kumbo… estará ya descansando… ¿no?

—Acababa de acostarse justo antes de que me avisaran que quería verme Su Eminencia. Sí, debe estar ya dormido.

—Supongo que no sabe que está usted aquí…

—No. Ya me lo advirtió monseñor Palmer.

—Bien… Lo que quiero que haga usted es lo siguiente… Entre en su habitación, procure que no se despierte y coja toda la ropa con la que ha estado vestido hoy y tráigala aquí.

—¿La ropa de hoy…? Está toda colgada en el armario…

—Pues vaya a por ella e intente no hacer ruido. Coja también la cruz pectoral —intervino Palmer.

—El anillo lo tiene puesto… —apuntó el cooperante español.

—¿El anillo…? Si se lo intentamos quitar, se despertaría —reflexionó Leone—. De momento, el anillo, no.

—¡Venga! ¡Vaya a por la ropa! —le apremió Fontana—. Y ya sabe, Su Eminencia no debe despertarse.

Al salir el enfermero, los tres eclesiásticos se miraron. En sus ojos había más escepticismo que esperanza de resolver el affaire.

4

El teléfono, con un agradable timbre de xilofón, sonó por vez primera a las 22:29 en un apartamento situado en la mismísima Piazza di Santa María in Trastevere, justo frente a la famosa fuente octagonal ubicada en el centro de la misma, diseñada y construida en 1692 por Cario Fontana.

Se trataba de un lujoso ático con una superficie de unos ciento cincuenta metros cuadrados útiles, de los cuales sesenta configuraban un espectacular salón en forma de rectángulo. Esta estancia encerraba un pequeño museo en cuyas paredes colgaban cuadros que ensamblaban estilos tan dispares como el Renacimiento manierista, el Barroco español y las Vanguardias de la primera mitad del siglo XX. Una armónica conjunción que abarcaba autores sideralmente tan distintos como Giotto, Turner, Zurbarán y óleos vanguardistas de pintores jóvenes.

Dos sofás, muy amplios, flanqueaban una chimenea de mármol veteado en cuya parte superior brillaba la geometría de un Chagall. De una de las paredes laterales colgaba una espectacular pantalla LCD de 50 pulgadas por la que iban desfilando, cada cinco minutos, las obras maestras del arte de todos los tiempos. Era como tener en casa, de manera virtual, las obras de los grandes genios.

Había mucho dinero colgado en las paredes del magnífico apartamento pero no sólo debido a los cuadros. La vivienda respiraba amor al arte en todas sus facetas. Desde el suelo marmóreo de Carrara a los frescos del techo, marinas y nubes del siglo XIX, restaurados en los años sesenta por R. Millar para el matrimonio Colonna que habitaba entonces el lujoso ático.

El teléfono volvió a sonar a las 22:37. Tenía incrustaciones de nácar en la empuñadura del auricular y bronce avejentado en el soporte, diseño de Oliver Primatesta. Un elemento más de los mil detalles de exquisito gusto que adornaban el salón. Como la estantería de madera de iroco, la mesa comedor de Philippe Starck o la lámpara de Charles Williams.

El timbre repicó por tercera vez a las 22:49.

Y luego a las 22:57.

Y también a las 23:06.

Y a las 23:21.

Y a las 23:27

5

Christian, el enfermero-acompañante del cardenal camerunés Samuel Kumbo, apareció diez minutos después con toda la ropa que el purpurado había vestido a lo largo de aquel día: solideo, sotana, mitra, birrete de seda, pantalones, calcetines, sotana de lana negra con orla escarlata, fajín de muaré rojo, roquete de encaje blanco, así como los zapatos negros y la cruz pectoral con cordones dorados para sostenerla.

En la suite del camarlengo, además de éste, Leone y Palmer, también se encontraban ahora los dos técnicos de Pall Mall Electronic empuñando los escáneres que habían señalado la habitación de monseñor Kumbo como sospechosa de encerrar el artilugio electrónico que buscaban.

—Retírese. Cuando terminemos, le avisaremos —le despidió Fontana.

—Y por supuesto, ni una palabra de todo esto a monseñor Kumbo —ordenó Leone.

—Como usted mande, Eminencia —balbuceó Christian.

En el momento que se cerraba la puerta tras el enfermero, Preston y Delano comenzaron a pasar los escáneres, previa inspección ocular de cada una de las prendas cardenalicias.

Mientras se desarrollaba la operación anterior bajo la atenta mirada de los tres eclesiásticos, sonó el teléfono fijo situado sobre la mesa de despacho en la que se hallaba sentado el purpurado calabrés.

—Diga… Sí, soy yo… Pásemela… —Escuchó durante varios segundos y luego ordenó—: ¡Pues despierte al nuncio ahora mismo…! ¡Sí, ahora mismo! ¡Soy el cardenal Fontana, el camarlengo del cónclave! ¡Le estoy llamando desde Roma y necesito hablar urgentemente con monseñor Rivière! —Estaba a punto de encresparse—. ¡No voy a colgar! ¡Y dese prisa!

6

Al cardenal Mendoza le había costado encontrarlo, pero lo había conseguido. El único lugar donde las ondas de los teléfonos móviles no se encontraban inhibidas se hallaba en las proximidades del helipuerto, en el ángulo noroeste del Vaticano. Era lógico. El helicóptero que hacía guardia durante todo el cónclave necesitaba libre el espacio radioeléctrico por si tenía que avisar a las autoridades aéreas de Roma de cualquier vuelo urgente.

Pero ahora el problema radicaba en que no obtenía respuesta a sus múltiples y sucesivas llamadas. El número de móvil que comenzó marcando estaba desconectado y el fijo no lo descolgaba nadie.

Pasadas las once y media empezó a perder la esperanza de lograr la ansiada comunicación. Se sentó frente a la Madonna de Guadalupe, un grupo escultórico formado por una virgen ataviada con la capa típica mejicana, y rezó tres avemarías. Luego volvió a sumirse en las apesadumbradas cavilaciones que roturaban su ánimo desde que el colegio cardenalicio le había elegido para desempeñar la mayor responsabilidad religiosa del orbe.

Por encima de su humillada cabeza, la brisa otoñal hacía cabecear suavemente las copas de los árboles. La luna intentaba rasgar la gasa nubosa que envolvía la noche, pero la resistencia de la neblina frustraba su deseo de platear la Ciudad Eterna. Este dosel nocturno confería a los jardines vaticanos una atmósfera fosforescente, casi irreal, en la que los árboles, setos y plantas ornamentales parecían adquirir una entidad mágica.

A pesar del lirismo de la noche, de la paz que transmitía la madre naturaleza, el ánimo del primado argentino, bamboleado por todas las furias de la indecisión, el pánico y el desconcierto, era incapaz de serenarse. Su alma se hallaba demasiado amoratada por la angustia para poder racionalizar la encrucijada en que se encontraba.

Consultó de nuevo su reloj: casi medianoche, hora de regresar. Se levantó con decisión. Respiró una vez más en profundidad para refrescar la dolorosa combustión de sus lóbulos pulmonares y fue en ese momento cuando sonó el móvil. Al ver en la pantalla quién le llamaba, el corazón comenzó a trotar por su pecho desbocado por la emoción. Pulsó taquicárdico la tecla verde y, con un estremecido hilito de voz, saludó al establecerse la comunicación:

—Hola…

7

—Tranquilo, monseñor. No pasa nada, no le pasa nada al cardenal Kumbo. Pero necesito saber si la persona que le acompaña, un tal Christian del Pozo, es en realidad un enfermero del hospital municipal de Douala… Sí, Christian… del Pozo. Llámeme en cuanto sepa algo. Ya le explicaré el porqué de esta urgencia.

Una vez colgado el teléfono, el camarlengo le preguntó a Steven Palmer si habían detectado algo en las ropas del purpurado camerunés. La respuesta negativa le puso aún más nervioso.

A partir de la última votación del cónclave, todo lo ocurrido le parecía surrealista. Maldita la hora, se lamentaba, en la que accedieron a la petición de Mendoza de retrasar su decisión hasta el día siguiente. En los cónclaves había cardenales que tenían claro que deseaban ser papas y otros, los menos, que no lo serían por nada del mundo. Pero ningún purpurado entraba en la Capilla Sixtina con la idea de pensárselo si era elegido.

Y para más inri, estaba el tema del “intruso”, del “espía”, tras el que andaba el responsable de la seguridad conclavista. Esperaba que fuera verdad, que existiera ese “intruso”, porque, si no, el monseñor del Opus Dei volvería a Langley a predicar y confesar a sus excompañeros de la CIA.

—El último cartucho que nos queda es el anillo.

La confesión de Palmer, con un débil tono de voz amortajado por la desesperanza, se unía a la sensación de derrota que los dos técnicos norteamericanos tenían tatuada en sus rostros. La expresión facial de Leone, ya bastante agria de por sí, no se sabía si denotaba decepción por el fracaso de la búsqueda o ira por haber dado credulidad a la teoría conspiratoria del monseñor norteamericano y sus “chicos”. Y Fontana, desbordado por los acontecimientos, atacado por un enjambre de tics nerviosos, intentaba solventar cuanto antes una situación que le impedía irse a la cama, tomarse un “orfidal” y dormir hasta el día siguiente.

—¿Se os ocurre algo… algo más que podamos hacer…? —planteó con hostilidad el camarlengo.

Como no obtenía respuesta de ningún tipo, continuó con otra pregunta, pero ahora mojando la lengua en el tintero de la ironía más cruel.

—¿No se os ocurre nada para que podamos excomulgar a un santo varón como el cardenal Kumbo…?

—El… el anillo —sugirió de nuevo un aterrado Palmer tras un doloroso silencio.

—¿¡El… anillo!? ¡Los cojon…!

Fontana cercenó la palabrota, no porque fuera malsonante, sino porque sus ojos se habían clavado como puñales en un determinado punto.

—¡Un momento! —exclamó al tiempo que se levantaba, a cámara lenta, con el rostro hierático y con unos ojos que se agrandaban por segundos—. ¡Un-mo-men-to…! —repitió ralentizando las sílabas.

Se acercó como hipnotizado a la silla donde se hallaba depositada la ropa del purpurado camerunés. El objeto de su atención era la cruz pectoral que colgaba del respaldo. La cogió y la situó al lado de la suya.

—¡Esta cruz es falsa! —diagnosticó con excitación—. ¡Más falsa que Judas! —remachó.

—¿Qué… qué quiere decir? —se interesó Leone con la voz perforada por el desconcierto acercándose a él.

—¡Esta cruz es una burda copia de la que le regaló el Papa cuando fue nombrado cardenal…, cuando le impuso el birrete!

Fontana la examinaba con dedos nerviosos, levantándola y observándola desde todos los ángulos, al tiempo que Palmer y los dos americanos avanzaban también unos pasos para verla de cerca.

—La hemos escaneado… y no hemos detectado nada anormal…

—¡Comparadla con la mía! —ordenó Su Eminencia al tiempo que se desprendía del lujoso crucifijo y se lo entregaba a Tony Preston.

El examen de ambas cruces arrojó enseguida una diferencia evidente. La del cardenal africano mostraba un pequeño agujero circular que no tenía la del camarlengo. Rápidamente, Palmer tiró de la parte superior del cilindro vertical y ésta se separó del resto de la cruz a la altura del cilindro horizontal. Todo el crucifijo se hallaba hueco y era de alpaca de baja calidad.

La cruz de Valerio Fontana, de plata dorada, no poseía el citado agujero, y los cilindros vertical y transversal no se podían separar por estar soldados.

—¿Este agujero… podría servir para colocar en él un micrófono miniaturizado…? —preguntó Palmer a los dos técnicos rastreando cada palabra para remarcar la importancia de la respuesta.

—Sí… —asintieron al unísono los empleados de Pall Mall, tras unificar criterios con una rápida consulta ocular.

Fontana se sentía desconcertado ante la trascendencia que podía encerrar aquel descubrimiento. El exagente de la CIA, Preston y Delano, satisfechos por no haber errado en sus sospechas. Leone, calibrando lo que podía ocurrir a partir de entonces. Esta tensa situación quedó fracturada por el agudo repique del teléfono, sobre el que se abalanzó de inmediato el camarlengo.

—¡Dígame…!

Al otro lado de la línea telefónica, en Yaoundé, la capital de Camerún, se encontraba monseñor Rivière, el nuncio de Su Santidad en la citada república.

—Eminencia, he logrado localizar al vicario general de la archidiócesis de Douala. Me ha dicho que el tal Christian del Pozo es un enfermero enviado por el Vaticano para que monseñor Kumbo pudiera asistir al cónclave, dada su delicada salud.

—¿¡Cómo que enviado por el Vaticano!? —casi bramó Fontana intentando encajar la información.

—Lo que el vicario sabe es lo que le he dicho. Que es un enfermero enviado por Roma. Por lo visto conocía los problemas de salud que padece Su Eminencia y…

El camarlengo no le dejó terminar. Dijo “gracias”, colgó de un golpe seco y salió de la habitación al tiempo que ordenaba a Palmer.

—¡Avise al cuerpo de guardia! ¡Que venga el superintendente con cuatro hombres! ¿¡Cuál es la habitación del cardenal Kumbo!?

—La 214 —le informó Palmer mientras sacaba su móvil con la misma técnica y rapidez con la que desenfundaba la pistola cuando servía en la CIA.

8

El problema, ahora, radicaba en cómo salir del Vaticano. En aquellos momentos, los 0,44 kilómetros cuadrados del Estado Pontificio eran uno de los lugares mejor custodiados del planeta. El interior, por la guardia suiza y el cuerpo de vigilancia. El exterior, a lo largo de todo el perímetro del recinto estatal, por la policía italiana con algunos retenes del ejército en los puntos estratégicos.

Si salía por alguna de las dos puertas operativas, Arco de las Campanas y Santa Ana, un minuto después lo sabría el arzobispo Leone y tres más tarde lo conocería Fontana. Y lo que sería peor aún, tendría que dar una explicación que resultara convincente. Dicha explicación no existía y la auténtica verdad no podía revelarla. Un círculo cerrado, vicioso, asfixiante. Tenía las manos atrapadas en un cepo, pero no disponía de tiempo para lamentarse de ello.

Salir en el interior de un automóvil, volvió a elucubrar, necesitaba de alguien que le proporcionara el vehículo y traspasara la barrera de seguridad con él. La utilización del helicóptero requería la autorización expresa, por escrito, del camarlengo. Disfrazarse podría ser una solución, pero carecía de los útiles necesarios para ello.

Todas las posibilidades de abandonar el Estado Pontificio desembocaban en que, antes o después, se enterarían sus hermanos en el cardenalato y sus inevitables preguntas le pondrían en una situación no ya delicada, sino insostenible. Tenía claro que solo no podía solucionar el problema. Necesitaba ayuda y únicamente existía una persona en quien podía confiar de manera absoluta.

Regresó deprisa a la residencia Santa Marta cuyas ventanas, apagadas en su inmensa mayoría, delataban que los conclavistas se habían echado a dormir. Al llegar a la entrada, ralentizó sus pasos para dar la sensación ante la hermana recepcionista de que venía de dar un plácido paseo y, luego, aceleró la marcha en dirección al ascensor.

Minutos más tarde golpeaba discretamente en la puerta de la habitación 303. Al no recibir respuesta a la segunda llamada, empuñó el picaporte y entró con decisión. Lo sentía mucho, pero no tenía más remedio que despertar a su amigo y mentor, el cardenal Moncada, a pesar de que, con toda probabilidad, llevaría durmiendo ya más de una hora.

9

Al mismo tiempo que Mendoza despertaba al primado español, Palmer irrumpía en la habitación del cardenal Kumbo seguido de monseñor Leone y, más atrás, del camarlengo. Tardaron cinco segundos en tomar conciencia de que el “pájaro” había volado. El purpurado camerunés dormía beatífica y profundamente en la cama, pero la ventana entreabierta delataba que el presunto enfermero había huido por ella, saltando los cinco metros de desnivel hasta el suelo.

—¡Piero! ¡Alarma general controlada! —ordenó Palmer por teléfono al superintendente de la policía vaticana que en ese momento se dirigía ya hacia la residencia Santa Marta—. ¡Hay un intruso en el cónclave! ¡Un individuo que se ha hecho pasar por enfermero de monseñor Kumbo! ¡En estos momentos debe estar por los jardines! ¡Un metro setenta y cinco de estatura, cuarenta y pocos años, moreno, pelo cortado a cepillo, viste pantalón vaquero azul y un suéter gris con una camisa blanca!

Dos minutos más tarde, todo el sistema de vigilancia interior y exterior del Vaticano entraba en estado de máxima alerta. Al mismo tiempo, cinco patrullas, formadas cada una por un cabo y cuatro guardias, comenzaban a inspeccionar con minuciosidad cada rincón de los jardines, así como cualquier lugar donde alguien pudiera ocultarse, como la gruta de Lourdes, la Casina de Pío IV, la Fuente del Águila, la estación ferroviaria y, por supuesto, los palacios y museos vaticanos.

Mientras tanto, Fontana, Leone y Palmer se dirigieron a la sala donde se encontraba el control de seguridad electrónico instalado por Preston y Delano en la planta baja. Los tres eclesiásticos improvisaron un rápido comité de crisis con la esperanza de que se detuviera pronto al intruso y la noticia no trascendiera de aquellas paredes. Un comité pendiente de las novedades qué iban transmitiendo por walkie-talkie tanto las cinco patrullas como los puestos de vigilancia de la puerta de Santa Ana y del Arco de las Campanas, para lo que los técnicos de Pall Mall Electronic levantaron la “burbuja” inhibidora de frecuencias radioeléctricas que había estado operativa desde el inicio del cónclave.

Pasaba el tiempo y todos los informes, tanto de las patrullas como de los controles de las puertas, resultaban negativos. Leone y Palmer seguían sin descanso el operativo e iban dando órdenes frente a un plano del Estado del Vaticano colgado de la pared. Fontana, dominando a duras penas los nervios, seguía atentamente tanto las comunicaciones que se oían a través de los walkie-talkies como las indicaciones que daban sus subordinados.

—Me parece… me parece que este cónclave ha pillado al Espíritu Santo de vacaciones. —Se lamentó entre dientes el purpurado calabrés tras chasquear la lengua, gesto que le ayudó a ensalivar sus resecos labios. Luego elevó el tono y sentenció—: ¡Está gafado desde el principio!

—Nada ocurre, Eminencia, por casualidad, y menos en la Santa Madre Iglesia —le recordó Leone—. Ya sabe que Dios…

—¡No me digas que “Dios escribe recto con renglones torcidos”! ¡Es la frase que más odio, aunque yo también la utilice cuando no sé explicar una situación! —semibramó el purpurado calabrés.

Cuarenta minutos después de que Christian del Pozo huyera de Santa Marta y de iniciarse su infructuosa búsqueda, el camarlengo intentaba imaginar las razones que podía tener un español para introducirse en el cónclave, montando la increíble comedia de que el Vaticano le enviaba a Camerún para que el cardenal Kumbo pudiera asistir a la elección papal. ¡Demencial, todo era un puro disparate! Por más vueltas que le daba, no le cuadraba nada. Y cuando no le encajaban los hechos, sentía la imperiosa necesidad de una droga para recuperar la capacidad analítica. Esa droga tenía un nombre: tabaco. Ansiaba un cigarrillo y, como lo tenía en su habitación, se levantó para ir a por él. Justo cuando empuñaba el picaporte, se oyó una voz en el walkie-talkie de Palmer.

—¡Acabamos de cruzarnos con el cardenal Mendoza! —Al escuchar el nombre del posible papa, el camarlengo se detuvo en seco—. Nos ha dicho que va a orar a la cripta, creo que a la tumba de San Pío X.

—¿¡A orar a la tumba de San Pío X…!? —Fontana consultó su reloj—. ¿¡A la una de la mañana!?

Más que una pregunta fue un grito, masticando cada una de las palabras como si temiera que alguna de ellas se le atravesara en la garganta y le asfixiara. Ahora, ya no le bastaba con un cigarrillo. Necesita un buen habano y un café bien cargado porque, se temía, la noche iba a ser larga. Muy larga.

Y no se equivocaba.

10

Daniel Foster, Dani para su familia, Dan para sus amigos, Dan Foster en el mundo de la prensa española, Christian del Pozo para el arzobispo de Douala y para el Vaticano, tardó exactamente siete minutos en salir del Estado Pontificio tras abandonar Santa Marta saltando por la ventana de la habitación asignada al cardenal Kumbo.

Vestido con una impecable sotana, un portafolios en la mano derecha y un pase oficial a nombre de uno de los numerosos colaboradores de L’Observatore Romano, el diario oficial del Vaticano, Dan cruzó con tranquilidad la puerta de Santa Ana. Luego caminó deprisa bajo la columnata de Bernini, mirando temeroso de vez en cuando para atrás. La alerta se habría dado ya en el recinto del cónclave y pronto se extendería a la plaza de San Pedro.

Sin detener el paso, sacó un móvil del bolsillo de la sotana, lo encendió y pulsó un número de la agenda. Al tercer repique, escuchó una voz, casi un grito, con inequívoco acento catalán.

—¡Daniel!

—¡Hola, Lola! ¿Qué tal?

—¡Qué tal, tú! ¡Cuenta!

—Pues… siento decirte que… me han descubierto.

—¡No me jodas! ¿Te han detenido? —preguntó la editora con más curiosidad que miedo.

—No. En estos momentos deben estar como locos buscándome por los jardines del Vaticano. Pero yo ya estoy fuera de allí.

—¿Que estás fuera? ¡Coño, no me jodas! ¡Total, que la hemos cagado! —se desahogó Lola, malhumorada por la decepción.

—¡No, no! ¡Para nada! ¡En todo este tiempo he recopilado material muy interesante! ¡Y aunque todavía no he podido oír lo que ha pasado en la votación de esta tarde, intuyo que ha debido ocurrir algo muy importante!

—¿¡A qué te refieres!?

En ese momento, una sirena policial asesinó a sangre fría el silencio de la noche entrando a toda velocidad por la Via della Conciliazione.

—¡Te dejo, Lola! —Dan bajó la voz—. Esto empieza a llenarse de carabinieri. Ya hablaremos. Y ten confianza en mí. No “habemus papam”, pero sí “habemus librum”.

Foster apretó el paso y desde la Piazza di Pio XII, por Mascherino, y doblando a la derecha por Borgo Angélico, desembocó en Amerigo Capón, en cuyas proximidades encontró un after hours y se sentó en un rincón. Pidió un café e intentó inútilmente ordenar sus ideas, a pesar de ayudarse con un cigarrillo entre sus trémulos dedos, el primero tras cuatro años de haber dejado de fumar.

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Valerio Fontana sabía que le perjudicaba la nicotina, por el asma y por el deterioro de todo su sistema vascular. Pero los estresantes acontecimientos de aquella tarde noche, metabolizados en un creciente nerviosismo, le había despertado un irrefrenable deseo de llevarse un puro habano a los labios. Un “cohíba” que guardaba arropado por una cápsula cilíndrica en el interior de su bolsa de aseo.

En el momento de soltar la primera bocanada, tan placentera o más que una satisfacción concupiscente, repicó el teléfono situado sobre la mesa del despacho en la antesala de su dormitorio.

Era Palmer.

—¿¡Qué…!? —preguntó con un vozarrón que, seguro, despertó a todos los electores que dormían en las habitaciones contiguas a la suya—. ¿¡Es-tás-se-gu-ro!? —martilleó cada una de sus sílabas para que el exagente de la CIA se lo pensara bien antes de contestar.

—Completamente, Eminencia.

El arzobispo de Buenos Aires, el primado argentino, el cardenal sobre cuya cabeza se había situado aquella tarde la paloma del Espíritu Santo, y sobre la que seguía posada porque aún tenía pendiente aceptar el Trono de San Pedro…, había desaparecido.