Cuarto

1

Dan Foster, medio en broma medio en serio, como buen jugador de mus, le lanzó un órdago perfectamente calculado.

—Soy capaz de hacerlo… si el día que yo ponga en tu mano el libro, tú pones en la mía ciento cincuenta mil euros… ¡Ah! Eso sí, cincuenta mil por adelantado.

Lola, tras reflexionar algunos segundos, como excelente jugadora de póquer, le subió el envite remarcando cada una de sus palabras y, por supuesto, incluyendo el correspondiente taco entre ellas, una de sus señas de identidad más característica.

—Tú no me conoces a mí… Prepárate… Si cuando lea tu libro no me gusta, no te daré ni un euro. Pero si decido publicarlo, pedazo de cabrón… no te soltaré ciento cincuenta mil, sino trescientos mil euros… Y vale, cincuenta mil por adelantado. ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo?

Dan, ante la expectante mirada de su madre y de la dueña de la editorial Diamante, cerró los ojos con fuerza y atrapó con sonoridad todo el aire próximo a sus aspiradores nasales.

Se encontraban en la terraza del espectacular piso que Lola Portal habitaba en el elitista barrio de Pedralbes. Una juguetona brisa abrileña hacía cabecear los sauces del parque que había enfrente, las primeras sombras de la noche comenzaban a enredarse en las anclas de las palmeras, los pájaros iban eligiendo rama para pasar la noche y algún grillo ensayaba el timbre de su garganta de cara a la temporada de primavera.

En este estado de relajamiento, sentados los tres en sendos sillones de mimbre con mullidos cojines de loneta color marfil, Foster afrontaba la perspectiva de dar un paso decisivo en su trayectoria profesional. De periodista de investigación podía pasar a ser “escritor de investigación”. Un tránsito que no se habría planteado nunca si su pareja no le hubiera sido infiel con su mejor amigo y si éste, además, no le hubiese traicionado profesionalmente, traición que fue el detonante de su salida del periódico.

Y tampoco habría tenido que afrontar la citada decisión si no hubiera conocido, a través de su madre, a Lola Portal, la propietaria y directora general de la editorial Diamante.

Montse Claramunt, tras su separación cinco años atrás de John Foster, el padre de Dan, se puso a trabajar como traductora en la citada editorial. Inició así una intensa relación profesional con su dueña que pronto se convirtió en amistad, a pesar de la diferencia de edad, y también en cobijo y bálsamo de sus respectivas soledades. Montse sabía que no volvería a casarse y Lola estaba convencida de que no existía en el mundo un hombre dispuesto a aceptar su carácter, ni siquiera a cambio de su desahogada posición económica y de su indudable atractivo sexual.

Lola vivía, comía y dormía pensando en la editorial. Al trabajo, su auténtico marido, le dedicaba todo su dinero, todo su tiempo, todo su descanso. Cuando no andaba negociando contratos, leyendo originales o devorando éxitos ajenos, imaginaba colecciones nuevas, libros de éxito, ideas comerciales audaces, estrategias de marketing originales, títulos llamativos, portadas atractivas…

Sólo había dos amantes con los que podía serle infiel a la editorial. Uno, el Barca. No se perdía ningún partido del Fútbol Club Barcelona en el Camp Nou, o por televisión cuando jugaba fuera de casa. Cada encuentro se convertía para ella en una auténtica catarsis emocional: chillaba, insultaba, aplaudía, se levantaba, se desesperaba, se tiraba de los pelos, a veces rompía los objetos que tenía a mano tirándolos contra el suelo, en vez de fumar mordía los cigarrillos… Una auténtica hooligan.

El segundo amante, el póquer. Si no hubiera sido editora, se habría convertido en jugadora profesional. Habría estado siempre viajando de campeonato en campeonato, de casino en casino, de garito en garito. Para ella el póquer no sólo era un juego, sino un triple reto: a la inteligencia, a la intuición y al control gestual. No existían emociones más excitantes que las de “ser postre”, tener cuatro ases en la mano y que los jugadores precedentes hubieran “entrado”. Pero si además de esto, los compañeros de tapete verde pertenecían al género masculino, entonces el placer de ganarles rozaba los estremecimientos orgásmicos.

Para finiquitar su retrato de vicios, fumaba sin parar, en cada frase soltaba un taco y se quedaba tan a gusto, y antes de acostarse nunca se negaba el placer de tomarse un “jackdaniel’s” con mucho hielo.

Tanto esfuerzo en favor del sello Diamante había dado sus frutos, convirtiéndola en una profesional muy respetada dentro del mundillo editorial de la Ciudad Condal. Cada colección nueva que sacaba al mercado suponía un éxito, trayectoria que rió quería romper con “IM-IN”, un proyecto que acariciaba desde hacía casi un año.

“Impacto-Internacional” acogería libros de investigación sobre temas actuales. Temas polémicos con repercusión mundial en los que se involucrarían, de forma absoluta, sus autores. Necesitaba escritores que investigaran un gran asunto y que contaran en un libro, en primera persona, la preparación, el desarrollo y el resultado de su investigación.

Lola tenía muy claro el primer volumen de “IM-IN”. La Iglesia católica era un tema que “funcionaba” en la mayoría de los libros que se publicaban sobre ella y, más en concreto, todo lo relacionado con los papas y el Vaticano. Por este motivo, y teniendo noticias fidedignas de que León XIV padecía un cáncer incurable, soñaba con la idea de publicar un libro sobre la elección de su sucesor escrito por alguien que se infiltrara físicamente en el cónclave. Un sueño que sólo podía convertir en realidad un profesional de la investigación periodística, loco y con suerte. Con mucha suerte.

El profesional se encontraba frente a ella y sabía, por su madre, que necesitaba embarcarse en alguna locura para olvidar sus recientes problemas sentimentales y laborales.

—¿Qué opinas, Daniel…? —volvió a preguntarle la editora—. ¿Aceptas mi reto…?

A Foster comenzó a dolerle el aire en los pulmones y no tuvo más remedio que soltarlo con lentitud, como embridado, para no errar en la respuesta que esperaba la dueña de la editorial Diamante.

—Trato hecho.

Montse, su madre, respiró aliviada porque aquella decisión sería el mejor psicólogo para cauterizar las numerosas heridas de su ánimo.

Lola se alegró por haber encontrado al profesional y al loco en una misma persona.

Ahora había que confiar en la suerte, pero ésta no aparecería si no la buscaban. El calendario marcaba 14 de abril y el tiempo comenzaba a apremiar porque al Papa, según las noticias que Lola tenía de su amigo Fabio di Bari, fallecería previsiblemente a principios del otoño.

2

Tres días después de que el secretario de Estado del Vaticano les visitara en la Casa Blanca, Susan Miller y George Hamilton se reunieron para abordar en profundidad el tema de un posible Papa norteamericano.

—¿Hasta qué punto podemos influir en la elección? —planteó la primera mandataria norteamericana.

—Tenemos buenos amigos entre los purpurados, y también amigos que son muy amigos de muchos purpurados.

—Déjate de jeroglíficos dialécticos y dime cuántos votarían a un hipotético Pontífice norteamericano.

Susan y George desayunaban en el despacho oval, sentados en sendos sillones frente a una mesita sobre la que descansaban dos bandejas con zumo de naranja, café, cereales y fruta.

—Hay ciento veintisiete cardenales menores de ochenta años, que son los únicos que tienen derecho a voto. Para ser elegido sucesor de San Pedro se necesitan dos tercios de ellos, es decir, ochenta y cinco votos. Según Perosi, él puede conseguir unos cincuenta y nosotros tenemos que encargarnos de los otros treinta y cinco… Son bastantes y nos va a llevar tiempo… Y aunque no va a ser fácil —terminó opinando Hamilton—, debemos intentarlo.

—Por supuesto —le apoyó la presidenta—. La fuerza de la Iglesia católica a nivel social es importantísima, como se demostró en la caída del bloque soviético, donde Su Santidad Juan Pablo II fue decisivo. Las relaciones actuales con Roma son buenas pero tenemos que incrementarlas. En Europa, salvo los gobiernos de Alemania, Inglaterra, Francia y el Vaticano, tenemos pocos amigos. Por eso, si el próximo Pontífice fuera norteamericano, crecería nuestra influencia entre la población católica.

El interés de la presidenta Miller por estrechar vínculos de colaboración con la jerarquía católica respondía a un nuevo planteamiento de las relaciones internacionales por parte de su país. Un giro copernicano con respecto a las belicosas etapas anteriores.

Desde que pisó la Casa Blanca, Miller tenía claro que los problemas bélicos había que resolverlos utilizando la inteligencia más que la fuerza. Si existían armas de destrucción masiva en algún país, había que encontrarlas y hacerlas estallar. Si se decidía quitar del medio a un tirano, se buscaría a quien pudiera eliminarlo de forma individual. Lo que no volvería a suceder sería invadir países como Afganistán e Irak para empantanarse en guerras de años. Conflictos bélicos con finales militares inciertos, pero con derrotas seguras en los medios de comunicación occidentales, dominados en su mayoría por una izquierda ingrata y olvidadiza de los favores que le debía al “imperialismo yanqui”. Se acabaron las continuas llegadas de féretros con soldados americanos envueltos en las barras y estrellas de la bandera. Se terminaron las ayudas desinteresadas a una Europa desagradecida.

Con Miller al frente del ejecutivo, Estados Unidos continuaría su gran influencia en el mundo, tanto para defender sus intereses como para controlar a sus enemigos, pero lo haría de una forma mucho más sutil. Y en esta nueva política resultaba muy conveniente contar con la ayuda de la jerarquía católica.

—George, considero el tema tan importante que debemos darle prioridad uno, como ya te dije.

—Totalmente de acuerdo.

—Todo sería más fácil… —reflexionó la presidenta en voz alta mientras mondaba con parsimonia una manzana de brillante piel roja—, si tuviéramos algún estímulo para los cardenales…

“Tiburón” Hamilton se introdujo un gajo dé naranja en la boca e hizo estallar el agradable zumo sobre sus papilas gustativas, saboreándolo con lentitud. Cuando terminó de tragárselo, ya había encontrado la solución al deseo de la presidenta.

—Creo que sé lo que podemos ofrecerles… Algo que, sin duda alguna, nos lo agradecería toda la jerarquía eclesiástica…

—¿A qué te refieres? —preguntó la primera dama de la Casa Blanca, deteniendo un trozo de manzana a escasos centímetros de sus anacarados dientes.

—A darle carpetazo a las acusaciones de pederastia contra sacerdotes y obispos norteamericanos… Es un tema que les está sangrando moral y económicamente.

—No es fácil…

—Todo es fácil si hay inteligencia… y dinero —sonrió Hamilton.

Susan le observó agudizando la mirada para intentar succionar del cerebro de George la idea que le andaba rondando.

—No sé en qué estás pensando, pero cada día me felicito más por haberte nombrado secretario de Estado.

3

—La catedral-mezquita es el símbolo de la historia espiritual de Andalucía porque en este templo, sin igual en el mundo, se materializan tres corrientes culturales tan importantes en el devenir de la Humanidad como son la romana, la musulmana y la cristiana.

El profesor Crespo, Martín Crespo, finalizaba siempre su recorrido cultural por la catedral de Córdoba con el resumen anterior. No era un cicerone oficial del citado monumento sino un catedrático de Historia del Arte, ya jubilado, que con frecuencia enseñaba a grupos de amigos los tesoros arquitectónicos y religiosos que se cobijan bajo los centenares de arcos de herradura que sostenían sus artesonados. Igual que había hecho hasta entonces, año tras año, no sólo con sus propios alumnos, sino también con los de otras muchas aulas, así como con diversas asociaciones culturales y ciudadanas.

En esta ocasión sus explicaciones habían estado dirigidas a un grupo de vecinos de “Vistamar”, una urbanización en la zona residencial de El Portil, en la costa atlántica de Huelva, donde el profesor Crespo poseía un apartamento en el que descansaba los veranos.

Al finalizar la visita y despedirse de los citados vecinos, Martín cruzó deprisa el Patio de los Naranjos que sirve de antesala a la mezquita y abandonó el recinto por la puerta de su imponente torre. Caminando por plazas y callejuelas del casco histórico, una judería incomparable, quince minutos después arribaba al convento del Císter en la calle Carbonell y Morán.

Sus grandes pasiones se movían en torno al arte, a la Virgen del Rocío y a la Semana Santa de Sevilla. Su debilidad y su hobby, el mundo del misterio, tanto en la ficción policíaca como en el género esotérico. En este campo tenía publicado un libro sobre historias de endemoniados, titulado Los secretos del infierno, con un éxito más que notable que le había abierto las puertas a colaboraciones en revistas especializadas.

Desde su jubilación, Crespo dedicaba un día a la semana a visitar los conventos de la ciudad para llevar a cabo un inventario de sus tesoros artísticos. Un trabajo auspiciado por el obispo de Córdoba y subvencionado por la excelente obra cultural de Cajasur, que editaría en su momento una guía con todo el patrimonio cultural de los conventos cordobeses.

En el Císter había estado ya dos días y esperaba terminar en tres o cuatro horas la labor de campo, ya que sólo le quedaba recabar datos de la sacristía. Material que luego ordenaría y elaboraría en su casa de cara a la confección final del libro.

Tras departir unos minutos con la madre abadesa, se quedó solo en la sacristía, añosa, tenebrosa, fría, con un fúnebre olor a cera. Tenía los techos altos y las paredes alicatadas de oleosos lienzos, patinados de oscuridades por el tiempo y con la pigmentación cromática descarnada.

Comenzó el inventario por los cuadros, de autor desconocido, y continuó por los ornamentos almacenados en carcomidas cajoneras. Luego se centró en los objetos para el culto, tales como cálices, patenas, copones y custodias que se guardaban en una alacena. Finalmente, se dedicó a fotografiar los libros sagrados fuera de uso almacenados en un arcón bajo una pesada tapa, la cual crujió al abrirla por la herrumbre de los goznes y la artritis de la avejentada madera.

Encontró tres misales antiguos en latín de principios del siglo XX con cierres metálicos y herrajes en los cuatro ángulos de la portada y contraportada. También un libro de horas, varias partituras de antífonas gregorianas, algunos devocionarios pequeños y un Flos Sanctorum de mediados del siglo XVIII encuadernado en tela roja, ya raída, que dejaba ver unas pastas de cartón revestidas con piel de oveja.

Cerca de las tres de la tarde, el profesor jubilado procedió a fotografiar el último libro, el citado Flos Sanctorum, un pesado volumen que contenía la biografía del santo de cada día escrita en latín. Tomó nota de la fecha y lugar en que fue editado, así como del número de páginas. Cuando se disponía a devolverlo al fondo del arcón, le llamó la atención una hoja que sobresalía hacia la parte final del libro, en concreto el 3 de noviembre, festividad de San Malaquías.

La hoja en cuestión consistía en un pergamino que contenía una oración a la Virgen María con una anotación al final de la misma escrita por una mano diferente. Crespo tradujo mentalmente del latín la citada nota. Parecía una especie de certificado de que aquella oración había sido creada por San Malaquías de su puño y letra, en octubre de 1148, y la autentificaba Bernard de Clairvaux, es decir, San Bernardo de Claraval.

Aquel descubrimiento podía ser importante, pero a Martín Crespo le esperaba una sorpresa mayor al darle la vuelta al pergamino, donde pudo leer lo siguiente:

(269) “De tenis extremis” (113)

Nullus est et promptus multum erit.

Amatus máxime amatus, odiatus maxime odiatus.

Sanguines suae in una sola intuerit

obnuntio… multitudo… crucifixio… luces… quartadecima.».

Tras leer y releer el texto anterior, empezó a sentir una gran excitación sospechando que podía encontrarse nada menos que ante el “eslabón perdido” de las profecías de San Malaquías sobre los papas a partir de Celestino II.

El autor del texto era, sin duda alguna, el mismo que había escrito la oración del reverso, como se podía deducir de una mera comparativa caligráfica. Es decir, San Malaquías. Si esto se confirmaba como cierto, y no fruto de un hábil copista o de una falsificación, aquel pergamino daba un giro copernicano a todas las teorías y bibliografía existentes en torno al mítico santo irlandés.

En principio, las profecías conocidas hasta entonces serían auténticamente de San Malaquías y no sólo atribuidas a él, como sostenían muchos historiadores. En segundo lugar, existían más profecías a partir de la 111, De gloria olivae, correspondiente al papado de Benedicto XVI. Y por último, aquel descubrimiento podía significar que el santo profeta, además del título o lema de cada pontificado, en este caso “De terris extremis”, habría escrito unas líneas sobre cada uno de los pontífices anteriores. Si esto resultaba cierto, el listado de lemas publicado bajo el título de Lignum Vitae en el siglo XVI por Arnold Wion, un monje de la orden de San Benito, sería sólo un extracto del libro original de San Malaquías, del que habría tomado sólo los títulos y desechado los textos alusivos a cada papa.

El hecho de que la profecía estuviera escrita en forma de terceto no le pareció llamativo, pero sí, y mucho, las cinco palabras consignadas debajo.

obnuntio… multitudo… crucifixio… luces… quartadecima…

Y sobre todo, le hizo arrugar el entrecejo que las cuatro “oes” aparecieran remarcadas y con un diámetro diferente, de menor a mayor. Esta circunstancia no tenía nada de aleatoria, lo cual llevó al profesor cordobés a sospechar que tal particularidad podía encerrar algún tipo de mensaje cifrado.

obnuntio… multitudo… crucifixio… luces… quartadecima…

Tras casi media hora de estudiar el descubrimiento, sacó del bolsillo su móvil y comenzó a buscar el número de su editora, Lola Portal.

4

—¿Qué es esto?

—No sé… —mintió ella con una sonrisa infantil.

Pablo tenía en sus manos un sobre alargado de color crema y en su rostro un esbozo de desconcierto. Lo abrió y extrajo de su interior dos entradas para un concierto de polifonía sacra en Santander, la capital de la autonomía de Cantabria, a unos treinta kilómetros de Puente Viesgo.

La galerista de arte observaba expectante todos los movimientos faciales de Pablo, intentando desentrañar los pensamientos y emociones que los generaban. Era como una joven mamá disfrutando con la reacción de sus hijos ante los regalos de los Reyes Magos.

—Eres… sencillamente, maravillosa…

El viaje desde Puente Viesgo a la capital cántabra se convirtió en una sinfonía polícroma. Sobre la frondosa pasarela verde del paisaje con telones de pinares y eucaliptos milenarios, iba desfilando una variopinta flora de lirios engalanados de blanco virgen, azahares asediados por brisas sedientas de su aroma, madroños como bolas ornamentales y un larguísimo muestrario de la primavera recién nacida.

Pero aunque el paisaje que desfilaba por las ventanillas del taxi suponía una irresistible tentación para cualquier espíritu sensible a la belleza, Claudia y Pablo apenas prestaban atención a tan espectacular estallido de la naturaleza. Los ojos de cada uno no podían ni querían abandonar el rostro del otro. Sostenían una mirada arrobada, una silenciosa confesión de amor que hacía temblar de gozo la mismísima pulpa de sus sentimientos.

Pasados algunos minutos de fascinación mutua, Claudia posó su delicada mano sobre la de Pablo quien, tras reprimir el amago de un galope de su corazón, giró la muñeca para que ambas palmas pudieran entrelazar sus dedos. Ella apretó con fuerza al tiempo que dibujaba en sus labios una cálida sonrisa. Él le devolvió el apretón, también la sonrisa, y ambos engastaron sus almas en el anillo de compromiso de la felicidad.

El concierto comenzaba a las ocho y media de la tarde y, doce minutos antes, ya ocupaban sus asientos en la cuarta fila de la Sala Argenta, en el Palacio de Festivales de Cantabria, un espectacular edificio multidisciplinar situado frente a la majestuosa bahía santanderina.

El programa, una auténtica degustación para gourmet polifónicos. En el escenario, la orquesta filarmónica de Londres con la prodigiosa muñeca de Loriri Maazel. En el estrado del fondo, una de las mejores formaciones corales del mundo: el Orfeón Donostiarra. Y en sus acreditadas gargantas, un programa para cerrar los ojos y transitar por las moradas de nuestras postrimerías donde lo terrenal se trasmuta en celestial. La “Cantata 147” de Juan Sebastián Bach, “Música para el funeral de la reina Mary” de Henri Purcell y “Un réquiem alemán” de Brahms.

El concierto terminó pasadas las once y, antes de regresar al balneario, decidieron cenar en Santander. Lo hicieron en “Machinero”, un restaurante cercano al puerto donde tomaron, por recomendación del chef, una tabla de quesos de los Picos de Europa y luego unas deliciosas cocochas de merluza en salsa verde acompañadas por un Viña Esmeralda.

Finalizada la cena, pasearon por el puerto bajo un cielo serpenteado por meandros de estrellas abrillantadas por una límpida atmósfera, barrida intermitentemente por la brisa del Cantábrico. En un momento determinado, sus pasos se ralentizaron por el muelle y se detuvieron a contemplar el lánguido vals que bailaban las embarcaciones sobre la inestable pista del mar en calma.

—¿Quieres que te cuente un sueño que tuve anoche…? —le planteó Pablo tras virar los ojos hacia ella desde la sábana marina plateada por la luna.

—¿Un sueño, dormido… o despierto? —se interesó Claudia Patricia con un mohín picarón.

Sorprendido ante la disyuntiva que le planteaba, reflexionó unos segundos para responder con precisión a la pregunta.

—Dormido… pero tiene tanto significado, o más, que si hubiera estado despierto.

—Cuenta…

—Es un sueño, pero está inspirado en un delicioso cuento de O. Henry, un escritor norteamericano, titulado “Regalo de Reyes Magos”. Lo leí el día antes de conocerte… En el sueño había una mujer que se parecía a ti… y un hombre que se parecía a mí…

—¡Me empieza a gustar ese sueño! —exclamó la galerista italiana, al tiempo que se agarraba a su brazo y buscaba la seguridad de su mano—. ¡Sigue!

—Se habían enamorado y decidieron prometerse con un regalo… Los dos eran pobres… Él tenía una vieja moto, con la que iba a trabajar todos los días a un campo situado a varios kilómetros del pueblo… Como no disponía de dinero para comprarle el regalo a su novia, decidió vender la moto. No le importó porque, aunque tuviera que ir andando a trabajar, no se le haría largo el camino porque iría pensando siempre en ella…

—¿Y…? —le animó Claudia a proseguir mientras le apretaba con más fuerza la mano.

—Con el dinero que obtuvo de la venta de la moto, compró un colgante para que lo luciera en una preciosa cadena de oro heredada de su madre… Su novia, al ver el bonito colgante, se quedó totalmente desconcertada… Y al enterarse que lo había comprado con el dinero de la moto… rompió a llorar, inconsolable, abrazada al cuello de su primer y gran amor…

—¿Por qué lloraba? —indagó Claudia hipnotizada tanto por la historia en sí como por la perfecta narración que Pablo hacía de ella en dicción, pausas y modulaciones de voz.

—Porque ella… ella había vendido la cadena de su madre que tanto quería, y le había comprado un remolque para la moto… para que dejara de ir al campo y pudiera trabajar en el pueblo como repartidor… La moraleja está clara… amar significa desprenderse, por el otro, de lo más valioso que se tenga.

Los ojos de Claudia brillaban acharolados por las lágrimas.

—Es la historia de amor más bonita que he oído en mi vida…

—Lástima que sea un sueño.

—¿Por qué tiene que ser un sueño, Pablo…? —le retó ella con todo el fulgor del amor en los ojos y toda la dulzura del mundo en la voz—. Mi cadena de oro es, hoy por hoy, mi libertad, mi independencia profesional y económica… ¿Puedo saber cuál es… tu moto…?

5

A media tarde, Dan Foster tomó asiento frente a un abultado bloc de notas. Había llegado el momento de diseñar la estrategia para infiltrarse en el cónclave que elegiría al próximo pontífice, misión que le iba pareciendo cada vez más difícil a medida que leía y se informaba sobre el Vaticano, la historia y el protocolo de los cónclaves.

Se encontraba en el despacho del piso barcelonés de su madre, en la calle Roger de Flor, convertido ahora en un auténtico archivo documental relacionado con la Santa Sede. Tenía en el suelo dos pilas de libros, de una altura superior al metro, que amenazaban con venirse abajo en cualquier momento. Sobre la mesa, seis carpetas con documentación bajada de internet y, colgado de una pared, un amplio y detallado mapa del Estado Pontificio.

Entrar de manera furtiva en el recinto vaticano durante el periodo de Sede Vacante le iba a resultar indudablemente complicado, pero no imposible. Se redoblaba la seguridad y los controles, pero el trasiego de funcionarios y monseñores de la curia no se interrumpía. Podría conseguir un pase, o bien falsificarlo, que le permitiera el acceso a los jardines, al Palacio del Belvedere, al del Governatorato y a muchos cortiles o patios de los edificios pontificios. El problema radicaba en entrar en la Domus Sanctae Marthae donde se hospedarían los cardenales electores. Y hacerlo en la Capilla Sixtina supondría una auténtica locura, una quimera de la que se debería olvidar.

Llevaba toda la tarde elucubrando, mareándose y, tras llenar de notas diez hojas del bloc, no tenía ningún plan de ruta convincente. La idea de haberse equivocado al aceptar el reto de Lola comenzaba a germinar en su mente y este desasosiego le obligaba a levantarse para dar cortos y rápidos paseos por el alargado pasillo de la vivienda, cuyo suelo de madera gemía dolorosamente bajo sus pies.

Cenó con su madre y volvió a encerrarse en el despacho. Dos horas más tarde continuaba su sequía imaginativa.

—¡Me cago en la leche! ¡Soy un descerebrado! —se golpeó la cabeza con ambas manos, un gesto característico que repetía cada vez que se atascaba en alguna investigación.

Llegado a este punto, su método cartesiano solía sufrir una mutación brusca y, como él decía, “Aristóteles debe ser sustituido por Julio Verne, y Sherlock Holmes por Indiana Jones”. Es decir, la lógica debía dar paso a la imaginación y la metodología a la audacia.

En la medianoche barcelonesa, cuando la Dreta de L’Eixample empezaba a apagar los ojos de sus ventanas, Dan cerró los suyos y comenzó a imaginarse que era Steven Spielberg, uno de sus directores de cine favoritos, rodeado de diez guionistas a los que les lanzaba el reto siguiente:

—¡Cien mil dólares a quien suelte una buena idea para infiltrarse en el cónclave sin ser descubierto! ¡Tenemos tres horas! ¡Si me convence alguna, su autor se pone mañana a escribir el guión!

Tres horas de brainstorming con diez genios creativos de Hollywood, y todo en su imaginación, le producía a Foster una excitación personal y profesional inenarrable que le subía la adrenalina a cotas de auténtica paranoia.

Y los “guionistas” comenzaron a “parir”…

—Comprar al camarlengo, que es quien manda en el cónclave.

—Entrar a través de las cloacas del subsuelo hasta el “cuarto de las lágrimas”, una pequeña sala contigua a la Capilla Sixtina, donde se cuenta que los recién elegidos se echaban a llorar por la responsabilidad que les acababa de caer encima.

—Suplantar a un técnico del sistema de seguridad del recinto vaticano acotado para la elección papal.

—Chantajear a un cardenal estadounidense con una acusación de pederastia.

—Travestirse de monja de la congregación que atendía la residencia Santa Marta.

—Secuestrar al hijo del jefe de la guardia suiza para obtener la complicidad de su padre y poder moverse con total impunidad en el interior de la Santa Sede.

—Etc, etc.

Muy sugestivo todo para una película de ciencia ficción, o para una comedia que se basara en estereotipos y convenciones del género, pero poco realista para intentar afrontar el reto que le había lanzado la editora Lola Portal.

Y cuando el método Spielberg fallaba, como en esta ocasión, entonces, como un niño desvalido, recurría a su madre.

—Mamá, ¿quién puede saber cómo se puede entrar en el recinto del cónclave sin ser un cardenal elector? —gritó ya en horas de madrugada.

Montse Claramunt, que estaba traduciendo a Paul Auster en la habitación contigua al despacho donde trabajaba su hijo, se quedó paralizada, levantó la mirada del texto y la posó, reflexiva, aguda, inteligente, en un punto de atención indefinido.

—¿Quién, mamá…? —insistió Dan.

—¡Joaquín Merry del Val!

Localizar al día siguiente a Joaquín Merry del Val, portavoz oficial del Vaticano durante el pontificado de Juan Pablo II, fue cuestión de diez minutos. Dos llamadas. La primera, a un cura periodista amigo suyo. Y la segunda, a la residencia central del Opus Dei en la capital de España, donde le pidieron su teléfono, su nombre y el objeto de la llamada.

Pocos minutos después sonaba el móvil de Dan y en la pantalla aparecía la indicación de “número desconocido”.

—¿Foster…? —oyó al descolgar.

—Sí.

—¡Hola, soy Merry del Val! ¿Cómo estás…?

Dan se quedó algo cortado ante el hecho de que le llamara el, en otro tiempo, todopoderoso portavoz de la Santa Sede, de que lo hiciera tan rápido y, especialmente, de la cordialidad que rebosaba su saludo.

—Muy bien… Gracias… gracias por molestarse en llamarme. No nos conocemos en persona, pero…

—No nos conocemos personalmente —le cortó con gran habilidad—, pero sí tengo una buena ficha de ti en mi ordenador. Un brillante periodista de investigación que ha tenido no hace mucho algunos problemas en su periódico. ¿Es… correcto?

—Excepto lo de brillante, sí… —casi se había quedado boquiabierto.

—No seas tan humilde. Bien, ¿qué quieres de mí?

Dan, hasta entonces a remolque de su interlocutor, intentó tomar el control de la conversación.

—Pues… Perdone mi atrevimiento y que le moleste por algo que tal vez podría solucionar de otra forma… Pero es que se me ocurrió llamarle y…

—No te preocupes. Dime.

—Me han encargado un libro sobre el cónclave: sus normas, sus ritos, sus secretos, su historia… en fin, una obra divulgativa.

—Sí…

—Poseo ya bastante documentación sobre estos aspectos, pero no tengo claro quiénes pueden estar físicamente en la Capilla Sixtina, además de los cardenales electores, por supuesto, y sobre todo en la residencia Santa Marta.

—Te recomiendo que te leas la constitución Universi Dominici Gregis, del llorado papa Juan Pablo II. Pero, en esencia, y si la memoria no me falla, en la Capilla Sixtina y en Santa Marta sólo pueden entrar…

A partir de aquí, un largo monólogo, con una dicción y precisión fraseológica perfectas. Un monólogo del que Dan iba tomando notas taquigráficas al tiempo que, de vez en cuando, rellenaba con monosílabos los respiros que se tomaba Merry del Val en su enumeración.

Cuando finalizó el exportavoz pontificio, Foster tenía remarcado con tres círculos concéntricos, en color rojo, un dato:

—“También pueden hospedarse en Santa Marta, y por tanto ser conclavistas, los enfermeros que necesiten los cardenales electores”.

Dan volvió a subrayar la frase anterior mientras le daba las gracias una y otra vez por su gentil llamada y por su valiosa información.

—Pues nada, hombre… espero haberte sido útil.

—Lo ha sido. No le quepa la menor duda.

—Ah, una última cosa… ¿Tienes ya título para el libro?

—No… aún, no… He barajado algunos, pero todavía no lo he decidido.

—¿Te puedo sugerir uno?

—Por supuesto.

—¿Qué te parece… Cómo me infiltré en el cónclave?

Al oír el título, los mecanismos mentales y de fonación de Dan se quedaron bloqueados. Su interlocutor soltó una pequeña carcajada y remató la conversación.

—Suerte y espero un ejemplar dedicado.

Dan había leído y oído que Joaquín Merry del Val había sido una de las mentes más lúcidas del papado de Karol Wojtyla. Aquella mañana comprendió hasta qué gran altura se alzaba el barómetro de su inteligencia.

Cuando sus circuitos cerebrales recobraron la movilidad, habían transcurrido casi tres minutos desde que su ilustre documentalista colgara el teléfono. Volvió a leer la frase multisubrayada durante la conversación y comentó en voz alta, como para que no se le olvidara, el punto de arranque de su aventura.

—Lo primero, estudiar en Roma el territorio del cónclave. Y luego, encontrar un cardenal delicado de salud… que necesite un enfermero.

Empezaba a acariciar la posibilidad de cumplir su compromiso con la editorial Diamante, embolsarse trescientos mil euros y, sobre todo, exorcizar sus demonios personales.

6

A los pocos días de conocer por boca del doctor Di Bari que el Pontífice padecía un carcinoma de páncreas incurable y que, en buena lógica, fallecería en el último trimestre del año, la actividad “diplomática” del cardenal Merkel tenía confeccionada una agenda que comprendía un gran número de viajes y reuniones.

Tenía el convencimiento de que la Iglesia debía ceder al Tercer Mundo el protagonismo que merecía desde hacía tiempo. Cristo, donde en realidad se hallaba, era en las comunidades indígenas de Centroamérica, en las tribus africanas, en las favelas de Brasil, en los barrios hormigueros de India, en los pueblos remotos de Filipinas… Dios aparecía como la única esperanza para millones y millones de seres que aguardaban oír de su voz la promesa de un mundo mejor. No esperaban nada de los poderes de este mundo. Para ellos se encontraban cerrados todos los cielos terrenales: el capitalista, el tecnológico, el comunista, el consumista… Sólo deseaban del Dios de los cristianos, o del Dios de los mahometanos, que les liberara cuanto antes de este perro mundo y les llevara lo antes posible a su paraíso.

Esta apuesta por una Iglesia de los pobres, por una Iglesia pastoral frente a la política e institucional existente en la actualidad, no dejaba de parecer una paradoja en la vida de monseñor Merkel. Había sido alumno y luego profesor de Teología en la prestigiosa Universidad de Tubinga, estudiando y enseñando a Rahner, a Haring y a Skeellebeck, la tríada teológica que iluminó la Iglesia del siglo XX. Él mismo estaba llamado a ser una de las lumbreras del pensamiento católico del siglo XXI, y a tal fin le nombró cardenal Benedicto XVI. El papa Ratzinger lo quería tener en Roma, a su lado, en la denostada Congregación de la Fe sobre la que pesaría por siglos la leyenda negra del “Santo Oficio”, el terrible nombre por el que se conocía antes.

Sin embargo, enfermó de gravedad y esta experiencia vital, a pesar de haberse curado gracias al doctor Di Bari, le llevó a alejarse de las elucubraciones dogmáticas para centrarse en la teología de la vida que se resumía en las bienaventuranzas predicadas por Jesús en el sermón de la montaña. Por este motivo, solicitó a León XIV dejar el “Santo Oficio” y pasar a presidir la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

A finales de abril, el cardenal alemán realizó un viaje por Sudamérica pero su éxito entre los purpurados de este continente fue relativo. Por miedo a infligir los preceptos de la constitución Universi Dominici Gregis relativos a la prohibición de hacer proselitismo de cara a la elección papal, Merkel se limitó a mentalizarlos de que había que encontrar la manera de que la “iglesia de los pobres” tuviera más importancia en Roma que la “iglesia de los ricos”. También luchó por desbloquear en el Vaticano el anatema que pesaba sobre la Teología de la Liberación. Abogaba por rescatar de ella la lucha social de la Iglesia al lado de los oprimidos, sin necesidad de llegar a los excesos de los sacerdotes que se echaron el fusil al hombro.

El viaje por África resultó más fructífero. Los purpurados del continente negro comprendieron y apoyaron la necesidad de que Roma se “desoccidentalizara”. Tenían claro que un papa del Tercer Mundo, sobre todo si no era de raza blanca, sería extraordinariamente beneficioso para la universalidad de la Iglesia.

De su periplo por las naciones africanas sacó el convencimiento de que el Vaticano no podía continuar con su inmovilismo en las normas morales, de manera especial respecto a la sexualidad. Inmovilismo que llevaba a situaciones tan esperpénticas como el hecho de que la Iglesia contribuía, de forma activa, a expandir el sida al prohibir el preservativo en las relaciones sexuales.

La visita a los cardenales asiáticos fue similar a la de los sudamericanos: tibia, indefinida, aunque tuvo un aspecto muy positivo. Conoció a fondo, ya que se alojó en su casa, a Amitav Tagore, arzobispo de Bombay, un auténtico pastor de almas y, al mismo tiempo, un hombre con una visión moderna de lo que debía ser la Iglesia en el siglo XXI. Amigo personal de la madre Teresa de Calcuta, se había impregnado del espíritu de servicio a los desheredados de la Tierra que, tanto física como espiritualmente, había encarnado la monja más famosa del pasado siglo.

Cuando Merkel abandonó la India, tenía claro que debía luchar por sentar a monseñor Tagore en la Silla de Pedro. Si lo conseguía, con toda probabilidad ese día Dios volvería a confiar en su Iglesia.

7

Lola Portal tenía en las manos un póstit con el número telefónico de Martín Crespo. Lo observó durante unos segundos mientras su mente evaluaba si llamarle supondría una traición a la confianza depositada en ella por su amigo italiano Fabio di Bari. La reflexión moral duró escasos segundos y finalizó con una declaración de principios en voz alta.

—¡A la mierda los escrúpulos! ¡El negocio es el negocio!

Levantó el auricular y comenzó a marcar el 957, prefijo que le llevaría a un piso de la cordobesa avenida Cruz de Juárez.

—Diga.

—¿Martín?

—Sí, ¿quién es?

—Lola Portal, de la editorial Diamante.

—¡Hombre, Lola! ¡Qué alegría oírte! ¿No estarás en Córdoba?

—No, no. En Barcelona. Ojalá estuviera en Córdoba y en “El Caballo Rojo”.

—Con un buen salmorejo y un mejor “rabo de toro”, ¿no?

—¡No me los recuerdes, que mis papilas gustativas son muy sensibles y más a estas horas!

—¿A qué debo este honor…? —indagó Crespo en su tono jocoso habitual pero sin disimular su curiosidad.

—El otro día, cuando me llamaste, no te hice ni puto caso, ¿verdad?

—Así es —le confirmó el profesor cordobés.

—¿Cómo tienes el tema del que me hablaste?

—Ahí está… De momento, parado.

—Coño, ¿y por qué?

—Pues porque, para empezar, tendría que hacer un viaje a la zona del monasterio de Claraval, en Francia. De todas formas, el libro habría que sacarlo al mercado cuando se esté celebrando un cónclave. Entonces se vendería muy bien porque he descubierto, ya te lo conté y lo puedo documentar, que San Malaquías escribió más profecías de las que hasta ahora se conocen.

—Pues… creo… creo que deberías irte para Francia. ¡E irte ya!

—¿Qué me estás queriendo decir…? —se interesó Crespo con viveza.

—Quiero decir lo que te he dicho, que te pongas hoy mismo a escribir el libro. Necesito tenerlo en mi mesa, como muy tarde, a finales de julio. Y no me preguntes nada de nada porque no te voy a contar nada. ¿Comprendes…?

—Comprendo… perfectamente… —Tardó algún tiempo en descifrar el jeroglífico dialéctico—. No te preocupes, Lola… Yo no sé nada… Nada de nada.

—La santa discreción es la patrona de los grandes negocios —sentenció la editora—. Y… hablando de negocios, cuenta con diez mil de adelanto. ¿Dónde te los ingreso?

Al colgar el teléfono, el profesor Crespo se felicitó entusiasmado por el encargo que acababa de hacerle la directora de Diamante, la editorial donde había publicado Los secretos del infierno, su primer libro. Pero ahora, con un buen adelanto que le permitiría viajar a Troyes, la capital del departamento francés al que pertenece el monasterio de Claraval, donde murió San Malaquías.

Tras comunicarle a su esposa la buena nueva, sacó con celeridad de una carpeta la fotocopia del pergamino encontrado en la sacristía del Císter cordobés.

(269) “De terris extremis” (113)

Nullus est et promptus multum erit.

Amatus maxime amatus. Odiatus maxime odiatus.

Sanguines suae in una sola intuerit

obnuntio… multitudo… crucifixio… luces… quartadecima…

Leyó la profecía de nuevo y se detuvo en las cinco palabras escritas debajo del terceto, traduciendo de memoria sin acudir a ningún diccionario en busca de otras acepciones.

—Anuncio… multitud… crucifixión… luces… decimocuarta…

No le decían mucho las cinco palabras y tampoco dedicó demasiado tiempo a intentar buscarle un significado conjunto. Lo que sí le llamó poderosamente la atención, una vez más, eran las cuatro “oes” subrayadas y con un diámetro diferente, de menor a mayor. Sin duda alguna, encerraban un enigma sobre el próximo pontífice.

Por otra parte, el número que aparecía en el pergamino, a la derecha, el 113, correspondía al sucesor del Santo Padre actual, León XIV, según el orden de las profecías de San Malaquías iniciadas con Celestino II. Y el número 269, el de la izquierda, señalaba los papas que habían existido desde San Pedro a lo largo de la Historia. Todo encajaba para que el profeta irlandés fuera el autor del manuscrito que tenía delante. Pero necesitaba verificar que aquella letra correspondía sin duda alguna a San Malaquías. Si lo conseguía, el libro probablemente constituiría un gran éxito.