Tercero

1

El 29 de octubre, a las siete y media de la tarde, la plaza de San Pedro se encontraba casi repleta de ciudadanos romanos y turistas de numerosas naciones del mundo con la esperanza de que se conociera por fin el nombre del nuevo Vicario de Cristo. Transcurridos ya diez días desde el inicio del cónclave, la tardanza en elegir Papa había desatado un vendaval de especulaciones que engordaba cada día como una bola de nieve en un descenso alpino.

Televisiones, radios y prensa escrita estaban obligados a llenar muchos minutos y páginas cada día y cualquier rumor, por disparatado que fuera, tenía acogida, comentario y discusión en los foros mediáticos. Una “rumurología” que en internet alcanzaba cotas auténticamente descabelladas, por no decir esperpénticas.

Pocos minutos después, todas las miradas se erizaron en dirección a la chimenea más famosa del universo alertadas por el clamor que, como un trueno lejano, emergió de los miles de gargantas que saludaban la salida del humo.

En un principio era escaso y se deshilachaba al alejarse del ennegrecido cráter metálico situado sobre el tejado de la Capilla Sixtina. Algunos segundos más tarde, la chimenea eructó un grueso borbotón de color indeciso que les pareció blanco a muchas personas de las decenas de miles que llenaban la magna plaza de la Cristiandad. En realidad fue un espejismo colectivo generado por el ansia de que hubiera ya fumata blanca tras tantos días de espera. Muy pronto, el tono gris de la pequeña y errante nube derivó a negro azabache propiciado por la paja mojada con gasóleo que ardía en la estufa junto con las papeletas de la última votación.

La decepción, una vez más, despobló en pocos minutos los setenta mil metros cuadrados del recinto que rodea la imponente columnata de Bernini con sus ciento cincuenta estatuas de santos. Las cadenas de televisión y radio que emitían en directo apagaron sus cámaras y cerraron sus micrófonos hasta el día siguiente, al tiempo que los corresponsales periodísticos pergeñaban sus crónicas inflándolas con las mil elucubraciones que había generado el día. Bulos que nacían y engordaban en los hoteles y cafés al aire libre de Via Veneto y, de manera especial, en los pequeños y bohemios restaurantes del barrio del Trastevere.

La curiosidad por conocer qué se cocía en la Capilla Sixtina proliferaba también por todas las cancillerías de Occidente. Y por vez primera en la Historia, este interés por saber quién dirigiría los destinos de la Cristiandad se extendía a Oriente Medio, sobre todo a los centros político-religiosos del fundamentalismo islámico, gracias a la retransmisión de la cadena Al Jazeera. Para ellos encerraba una gran importancia estudiar qué mentalidad tendría el próximo Pontífice de Roma de cara a su estrategia de propagar la religión islámica por la Unión Europea, feudo tradicional del catolicismo.

2

—¡Así me gusta, cabrones, a ver si no os ponéis de acuerdo en tres meses!

Sólo había una persona en el mundo que, cada vez que se producía fumata negra, daba un salto de alegría. Se llamaba Lola Portal y había nacido en Barcelona, en el privilegiado barrio de Pedralbes. Tenía cuarenta y cinco años mortificados por las dietas para no ceder un milímetro a la pérdida de la línea, y su altura rayaba en el uno setenta. Exhibía una belleza felina que se apoyaba en sus enormes ojos negros acharolados, en sus mórbidos labios, en una cabellera de amazona y en unos abultados y trémulos senos reñidos frecuentemente con el sujetador.

Lola encarnaba el prototipo de la ejecutiva que no había tenido tiempo de entablar una relación seria por su crónica adicción al trabajo. Su personalidad arrolladora daba un cierto miedo a los hombres, siendo ésta una de las causas principales de que no hubiera fructificado ninguna de sus aventuras esporádicas.

Licenciada en Filosofía y Letras, había entrado a los veinticuatro años como correctora de estilo en Diamante, una pequeña editorial especializada en libros de tareas extraescolares. Hoy era la dueña y directora general de la citada editorial, ahora en plena expansión, porque a los libros escolares se habían sumado una colección de autoayuda femenina, otra de novelas amorosas, una tercera de best sellers y, a punto de empezar, su proyecto más pensado y acariciado: una colección de libros-reportaje sobre temas polémicos.

El primer volumen de esta colección, bautizada como “IM-IN” (Impacto-Internacional), se estaba “cocinando” en aquellos momentos en el interior de la Ciudad del Vaticano. Por este motivo, cada vez que el cielo de la plaza de San Pedro se manchaba de humo negro, Lola soltaba un taco regocijante y brincaba en el sillón de su despacho o bien en el sofá de su espectacular apartamento, como si el Barça, una de sus pocas pasiones, hubiera marcado un gol decisivo.

Y por supuesto, lo celebraba con un aflautado vaso lleno de hielo granizado y de Jack Daniel’s, su whisky preferido.

3

Mientras Lola Portal paladeaba con delectación el primer sorbo del “jackdaniel’s” celebrando la última fumata negra, los cardenales más rezagados llegaban a la Domus Sanctae Marthae provenientes de la Capilla Sixtina.

Antes de abandonar el sacro recinto, los electores se habían conjurado para no revelar a nadie el estado de suspense en el que había quedado el último escrutinio. Sin embargo, las contadas personas que convivían con ellos en la residencia pontificia detectaron muy pronto que algo importante había ocurrido en la votación vespertina. La mayoría de los purpurados, todos hablando en voz baja, comenzaron a formar corrillos de tres o cuatro miembros. Algunos de estos grupos terminaban sentados en las salas de reuniones, otros se encerraban en habitaciones privadas o bien salían a pasear por los jardines cercanos a la residencia.

Sin duda alguna, la reunión más importante se celebraba en la suite de monseñor Fontana, el cardenal que ostentaba el título de camarlengo a la muerte de León XIV. Un cargo que le confería de manera automática toda la responsabilidad del Vaticano y, sobre todo, llevar a buen puerto la elección del nuevo Pontífice.

Valerio Fontana, un calabrés de setenta y siete años totalmente calvo, alto y delgado, ojeroso y demacrado, parecía un personaje del Greco. Caminaba cimbreándose de izquierda a derecha como un junco bamboleado por el viento y poseía un carácter fuerte, casi bronco, que no habían logrado dulcificar los años que llevaba en la curia romana. Ahora tenía los nervios más a flor de piel aún porque, al ser la máxima autoridad de la Iglesia durante la Sede Vacante, habían caído sobre él multitud de problemas que le quitaban el sueño, especialmente el excesivo retraso de la elección papal. Por este motivo, había sido el principal valedor de la “tercera vía” propuesta por el primado de España, ya que pasaban y pasaban las votaciones y permanecía inamovible el empate técnico entre John Peyton, el candidato conservador norteamericano, y el hindú Amitav Tagore, el deseado por los purpurados que abogaban por un pontífice-pastor.

En el despacho de la habitación se encontraban también Perosi, el secretario de Estado, Pertini —setenta y nueve años, el prestigioso arzobispo de Milán y decano del Sacro Colegio Cardenalicio— y el español Luis Moncada. El arzobispo de Toledo, setenta y seis, de aspecto menudo, físicamente frágil y triturado por varias operaciones quirúrgicas, poseía sin embargo un ánimo férreo y una gran personalidad curtida en el difícil arte de la alta negociación, sobre todo con el gobierno socialista de España.

La figura de Moncada no había destacado en el cónclave hasta que tomó conciencia, al finalizar la vigésima votación, de que no podían seguir así, de que existía una posición irreconciliable entre los “políticos” y los “pastorales”. Ese día comenzó a moverse con habilidad entre los electores sudamericanos y los italianos, consiguiendo en poco tiempo alumbrar la candidatura de compromiso del purpurado argentino, alumno suyo en la Pontificia Universidad de Salamanca, quien poseía un excelente y fulgurante curriculum.

Jorge Darío Mendoza, tras ser llamado a Roma por el cardenal Pironio, gracias a su facilidad para los idiomas terminó recalando en la Secretaría de Estado. Desde ésta prestó servicios en las nunciaturas de Lisboa, Manila y Budapest hasta ser nombrado nuncio en Etiopía y Nigeria para, con posterioridad, ser elevado al arzobispado de Buenos Aires y luego al cardenalato de la misma ciudad.

Los cuatro purpurados reunidos se hallaban bastante desconcertados por el plazo solicitado por Mendoza para meditar su decisión, ya que era la primera vez que ocurría semejante situación en la historia de los cónclaves. Hacía una hora y media que habían regresado de la Capilla Sixtina y ninguno lograba hilvanar una hipótesis coherente sobre las causas que habían podido motivar tan insólita petición.

—No sé si hemos hecho bien en concederle el plazo… —reflexionó en voz alta el camarlengo.

—No me preguntéis por qué, pero… no tengo buenas vibraciones… —comentó monseñor Perosi alargando reflexivamente sus palabras.

—Yo creo que ha sido el miedo —aventuró el arzobispo de Milán—. Hubo un momento en que creí que le iba a dar algo, un infarto, no sé… ¡Tenía una cara de sufrimiento…!

—Sin duda alguna, ha sido el miedo —intervino el primado español mientras le daba vueltas a su anillo cardenalicio—. Pero… ¿a qué?

—Pues está claro —apostilló el corpulento secretario de Estado—. Al Papado. ¿A qué le va a tener miedo, si no? Yo soy uno de los que no hubiera aceptado si… —sonrió con ironía—, si la paloma del Espíritu Santo se hubiera posado sobre mi cabeza.

—La paloma del Espíritu Santo, después de los tiros que le hemos pegado a lo largo de la Historia, se lo debe pensar mucho a la hora de sobrevolar algunas cabezas —agigantó la ironía Fontana, el camarlengo.

Monseñor Moncada, ajeno al diálogo de sus tres hermanos en el cardenalato, no dejaba de elucubrar sobre los motivos que habían podido inducir a Mendoza a pedir tan extraña moratoria. Creía conocerlo muy bien, pero su reacción le había sorprendido por completo.

Desde que fue su alumno en Salamanca, en donde el hoy arzobispo de Toledo ejerció no sólo de profesor y amigo, sino también de consejero espiritual, se habían visto seis veces: dos en Roma, tres en Toledo y una más en Buenos Aires. No eran muchas, pero la correspondencia entre ellos sí había sido bastante fluida, y en los últimos años había aumentado considerablemente gracias a las facilidades del correo electrónico.

El primado toledano admiraba en el arzobispo bonaerense una gran virtud: su perfecto equilibrio entre lo institucional y lo pastoral. Aglutinaba una excelente simbiosis de las dos corrientes que habían empantanado el cónclave desde las primeras votaciones, motivo por el cual decidió promover su candidatura.

En su contra le veía, si no exactamente un defecto, sí una incógnita. A veces, en sus diálogos epistolares se había mostrado demasiado audaz en cuestiones morales y sociales. Esto no dejaba de ser positivo si se utilizaba lo que Moncada llamaba “método pablosexto”: avanzar dos pasos y retroceder uno. Sin embargo, encerraba un gran peligro si se caminaba demasiado rápido porque la Iglesia se asemejaba a un viejo transatlántico: podía navegar acosado por todo tipo de olas si iba despacio, pero si se desplazaba a gran velocidad, chocando y chocando con ellas, el rígido casco del barco sufriría inexorablemente desperfectos irreparables.

Pero por más vueltas que le daba, no se explicaba por qué no había aceptado el Papado al conocerse el resultado de la votación… Tenía que haber algo más que el lógico miedo a tan alta responsabilidad… Algo muy importante…

4

—Vamos a dejar las cosas claras porque el asunto es muy grave —sentenció monseñor Palmer—. No se trata, insisto, de un fallo técnico… ¿verdad?

—No lo es —aseveró categóricamente Tony Preston.

—No puede ser una interferencia esporádica.

—No tiene nada de aleatoria. Responde a unos parámetros fijos —certificó Jack Delano.

—No hay duda de que alguien tiene un transmisor en la Capilla Sixtina. ¿Me equivoco…?

—No tiene que ser un transmisor convencional —puntualizó Preston—. Puede ser cualquier instrumento electrónico que tenga chips o semiconductores. Un marcapasos cardíaco, por ejemplo, pero ningún elector ha declarado tenerlo.

—Un simple MP3 —apuntó Delano.

—Y ahora la pregunta del millón… ¿Creéis que hay alguien, previsiblemente un cardenal, que está grabando información relativa a las votaciones del cónclave…?

Tony y Jack, los dos técnicos en seguridad de Pall Mall Electronic, se miraron con la duda tatuada en sus semblantes y la indecisión adherida a sus lenguas.

—Voy a planteároslo de otra forma… Si estuvierais en mi puesto, ¿pasaríais la información que me habéis dado al camarlengo…?

—Posiblemente —se aventuró Presten.

—¿Y tú? —Palmer provocó a Delano.

Jack se encogió de hombros antes de concretar en palabras su falta de criterio.

—Depende de hasta dónde esté dispuesto usted a llegar en la investigación…

El monseñor no entendió del todo lo que el técnico le quería decir y, además, tenía en la cabeza una reflexión que necesitaba compartir con los dos jóvenes norteamericanos, a los que pidió que interrumpieran su razonamiento si no lo encontraban lógico.

—Vamos a suponer que un cardenal está grabando lo que ocurre en la Capilla Sixtina… Y luego en su habitación, entre las diez y las diez y media de la noche, oye lo que ha grabado…

—¿Para qué lo va a oír otra vez si ha estado presente en la votación…? —razonó Presten.

—Buena observación —le felicitó Steven.

—Y además, la alarma de la noche no suele durar más de tres minutos… Imposible oír en ese tiempo dos horas de grabación y, a veces, más —apuntó Delano.

—Eso nos lleva —prosiguió el exagente de la CIA— a que, previsiblemente, lo que hace por la noche es verter la información en un disco duro, por ejemplo, con el fin de dejar libre el grabador para el día siguiente…

—Me parece una hipótesis bastante lógica… —opinó Preston.

—La única que tiene lógica —apoyó su compañero.

—Y si ésta es la hipótesis… “verdadera”, toda la información grabada estaría aún, casi con toda seguridad, en el interior del cónclave… aquí en la residencia.

—Pues… sí —aseveró Delano.

—Bien —concluyó Palmer—. Aceptado todo lo que me habéis contado, ¿cómo localizamos ese disco duro, o dispositivo similar…?

Los dos técnicos se miraron y, literalmente, se pisaron la palabra a la hora de contestar. Por fin fue Delano quien informó:

—Barriendo palmo a palmo, con escáneres manuales, el interior de la residencia.

Steven se le quedó mirando con molesta fijeza a los ojos, pero su mente discurría con celeridad por otros derroteros.

5

Monseñor Moncada seguía desconectado, anímica y mentalmente, de la conversación que mantenían Perosi, Fontana y Pertini, no exenta de puntadas irónicas sobre sus posturas personales ante el Papado. Permanecía absorto en sus pensamientos tratando de desvelar, o al menos intuir, la causa de la moratoria pedida por el cardenal Mendoza, circunstancia que le preocupaba e intrigaba en gran manera.

De pronto, se levantó como impulsado por un muelle silbante y abandonó la suite del camarlengo enfilando con premura sus pasos hacia la capilla de la residencia, donde suponía que se encontraría su discípulo y amigo. Tras cruzarse con dos monjas de San Vicente de Paúl que portaban en las manos utensilios de limpieza, llegó a la puerta del recinto sacro, frenó en seco y respiró con sonoridad para relajar su zozobrante estado de ánimo antes de empujar la puerta.

La capilla no tenía bancos sino asientos individuales con reclinatorios. El techo formaba un ángulo agudo con franjas verticales y oblicuas, sostenido por dos hileras de columnas blancas en su tronco y azuladas en los capiteles. La iluminación, escasa, intimista, relajante, provenía de tres focos halógenos orientados hacia el techo.

Avanzó con sigilo por el pasillo central y pudo comprobar, como había supuesto, que Jorge Darío Mendoza se hallaba arrodillado frente al sagrario. Tenía el cuerpo combado por la pesadumbre y su semblante, tenso, pálido y con los ojos cerrados, adquiría un gran dramatismo al incidir sobre él la luz rojiza del grueso cirio que alumbraba el sagrario.

Tras orar unos minutos para que el Altísimo iluminara a su amigo, Luis Moncada se acercó unos pasos y se arrodilló a escasos centímetros de él.

—Jorge… ¿estás bien? —le susurró.

Mendoza lo miró con los ojos asediados por las lágrimas y ladeó levemente la cabeza al tiempo que fruncía los labios en señal de indecisión.

—¿Necesitas… hablar? —se ofreció el purpurado español con delicadeza y dulzura.

Unos instantes después, el cardenal bonaerense negó con la cabeza y luego lo reafirmó con unas enigmáticas palabras.

—De momento, no…

—Bien, si necesitas algo… llámame, sea la hora que sea. ¿De acuerdo…?

—Gracias, Luis.

El primado español se arrodilló de nuevo unos asientos más atrás. Entrecruzó los dedos, inclinó la cabeza y elevó otra plegaria al Santísimo para que aliviara el calvario que estaba sufriendo su antiguo alumno.

Mientras Mendoza y Moncada oraban en la capilla de Santa Marta, Perosi, Pertini y Fontana daban por terminada su reunión con la llegada de monseñor Nicola Leone, el arzobispo que ostentaba el cargo de sustituto de la Secretaría de Estado, el número dos del Vaticano durante la Sede Vacante después del camarlengo. Tenía cincuenta y tres años, mediana estatura, cabello rizado, nariz prominente y su geografía facial no resultaba nada agradable por su hieratismo y el agrio rictus de los labios, a lo que se unía una mirada desconfiada, casi turbia e inquisitorial.

Como cada día, a las ocho y media, venía a transmitirle a Valerio Fontana las novedades más importantes ocurridas durante el día fuera del recinto del cónclave. Su cargo le hacía responsable de todo el funcionamiento interno del Estado Vaticano y de las relaciones con las autoridades italianas.

—Empieza —le ordenó Fontana al tiempo que empuñaba un bolígrafo y abría su agenda.

—El principal rumor de hoy es que se han elegido ya dos cardenales y los dos han renunciado. Uno porque ha revelado que tenía cáncer y el otro porque sólo sabe italiano, y un papa que no sea políglota no sería aceptado hoy por la Iglesia.

—¡Dios mío, qué gente!

—Ha vuelto a llamar Grant, el nuncio en Estados Unidos. En la Casa Blanca, por lo visto, están muy nerviosos. Quería saber si podía hablar con monseñor Perosi.

—¿Quién quiere hablar con Perosi? ¿La Casa Blanca o el nuncio?

—Supongo que el nuncio, pero por insistencia de la presidenta Miller.

—¡Ay, Perosi! ¡Qué magnífico político se ha perdido Italia! ¡Sigue!

—En China ha sido detenido el obispo de una de las diócesis de Beijing. Al parecer, autorizó una reunión de disidentes en una parroquia. Ya está el nuncio en el tema.

—Bien. Más cosas.

En ese preciso momento se oyeron unos discretos golpes en la puerta y el camarlengo concedió el “adelante” correspondiente. Apareció Steven Palmer con el rostro tenso y tanto Fontana como Leone detectaron enseguida que pasaba algo.

—Perdón que interrumpa, Eminencia… Me alegro encontrarles juntos —añadió al ver a Leone, su superior directo—. Creo… creo que tenemos un problema —anunció a continuación con la voz rajada por la sequedad que asolaba su mucosa bucal.

—¿Qué problema…? ¡Habla! —le apremió el camarlengo.

—¡Hay muchas posibilidades de que haya un intruso en el cónclave! —soltó de un tirón el exagente de la CIA.