1
El 1 de abril, siete meses antes de que la indecisión y la angustia atenazaran al cardenal Mendoza en la Capilla Sixtina, un helicóptero Eurocopter “Ardilla” abandonó la sábana azul del Mediterráneo y penetró en tierra por la vertical de la urbanización Xerasol II de la playa de Xeraco, un pequeño pueblo turístico de la provincia española de Valencia. Tras sobrevolar el casco antiguo con la carlinga fulgente por el sol primaveral, enfiló hacia la montaña elevándose para salvar los ochocientos cuarenta metros del Montdúber, un pico coronado de antenas de televisión, radio y telefonía. Luego, giró diez grados a la izquierda y comenzó a descender sobre los fértiles naranjales de la zona de Martxuquera, orientándose hacia un descampado circular, de unos treinta metros de diámetro, donde aterrizó generando en las ramas de los árboles cercanos un vertiginoso ataque de epilepsia.
Una vez enmudecido el motor, los tres ocupantes del helicóptero, todos hombres y con los ojos protegidos por gafas de sol, esperaron unos quince segundos a que el rotor perdiera rapidez en sus giros y se asentara el polvo que había encabritado a su alrededor. Primero descendió el piloto y luego los dos ocupantes de los asientos traseros, quienes empuñaban sendos maletines de cuero negro attaché PL-802, en una de cuyas caras aparecía, a manera de logotipo, un triángulo equilátero formado por tres círculos rojos ribeteados en blanco.
Uno de los dos viajeros, de unos cuarenta y pocos años, poseía rasgos inequívocamente latinos. Medía casi uno ochenta y pesaba unos setenta y cinco kilos. Su cuerpo, esculpido por el gimnasio, sostenía un atractivo rostro donde se conjugaba el equilibrio óseo de su frente, nariz y pómulos, con la personalidad de una mirada inteligente y decidida. El aspecto del otro, ya en la cincuentena, a pesar de las Ray-Ban azabache que secuestraban sus ojos, le delataba como anglosajón debido a la textura de su piel, al cabello rubio amelenado y a la prominencia del mentón agraciado por un hoyuelo en la barbilla.
Los dos pasajeros, tras estrechar la mano del piloto a unos veinte metros del helicóptero, se hicieron un gesto de despedida entre sí y se encaminaron hacia sus respectivos automóviles, aparcados ambos junto a otros vehículos en las proximidades de la vivienda de la finca naranjera donde habían aterrizado.
El viajero de aspecto latino, mientras abría su Toyota Avensis y depositaba la cartera negra en el portaequipajes, observó cómo un individuo inequívocamente árabe se apeaba de un automóvil Mercedes 320 gris perla. A su vez, una mujer alta, rubia y de ojos verdes se bajaba de un Seat León color rojo. Ambos personajes se dirigieron hacia donde se encontraba el piloto ante el que, tras enseñarle una tarjeta de invitación, comenzaron a identificarse.
El dueño del Toyota arrancó el motor y, enfilando el camino de tierra que conducía a la salida de la finca, arribó a una estrecha vía de asfalto leproso debido a la climatología y al abandono de las infraestructuras municipales. Dos kilómetros después, desembocó en la carretera local que baja desde el pueblo de Barx a la turística y veraniega ciudad ducal de Gandía, acelerando en ese momento el motor a fondo a pesar de las cerradas y estrechas curvas que convertían la calzada en una peligrosa serpiente negra.
Al llegar a la rotonda que bifurca la carretera en dos, un ramal para entrar en Gandía y otro para tomar la circunvalación Valencia-Alicante, se desvió por un pedregoso camino hasta ocultar el automóvil tras unos matorrales de floridas adelfas.
Una vez apagado el motor, cerró los ojos y respiró tres veces profundamente para descomprimir la tensión que le asfixiaba desde hacía cuatro horas. Nunca como entonces había echado en falta el tener un cigarrillo entre los dedos para llevárselo a la boca y expulsar, con el humo, todo el nerviosismo almacenado en su interior.
Extrajo el móvil de la guantera y lo activó, observando que tenía nueve llamadas, cinco de ellas de un buen amigo y compañero de trabajo. Le extrañó tanta insistencia y fue el primero con quien se puso en contacto.
—Agus, soy Foster. Oye, tío, tengo un montón de llamadas tuyas. ¿Pasa algo?
—Hola, Dan, ¿cómo estás? —le preguntó a su vez su interlocutor.
—¡Genial! ¡Sigo vivo, como ves! ¡Y lo más importante, tengo en mi poder un auténtico bombazo! ¡De Pulitzer para arriba! ¡Un scoop a nivel mundial! No te exagero nada. —El entusiasmo al hablar le ayudó también a relajarse—. Ya te lo contaré todo. Me voy a Barcelona a pasar el fin de semana con mi madre y el lunes estoy ahí. Bueno, ¿para qué me has llamado?
Nació un silencio al otro lado de la conexión telefónica que enfrió la efervescencia del hombre llamado Dan Foster.
—Agus… ¿qué pasa?
—Dan… no tengo buenas noticias para ti… Yo creo que, en lugar de irte a Barcelona, te deberías venir para Madrid.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué noticias no son buenas?
—Me temo que vas a tener… que tienes problemas en la redacción… Y no sólo en la redacción…
—¿Problemas? ¿¡Qué problemas!?
—Pues eso… problemas…
—¡Agus, coño, habla claro de una puta vez! —estalló Dan.
—¡Si pudiera hablar claro ya te lo habría dicho! ¡No puedo en estos momentos! ¡Vente para Madrid! ¡Cuanto antes, mejor! —le apremió su amigo bajando la voz a tono confidencial.
—¡¡Agustín…!!
Arrancó a toda prisa y tomó el desvío hacia la Nacional 332 en dirección Valencia para luego coger la A-3 con destino a la capital de España. Eran las dos de la tarde. En ese preciso momento, el helicóptero que lo había traído de alta mar veinte minutos antes sobrevolaba por encima de su automóvil. Poco después se adentraba en el Mediterráneo con los dos nuevos pasajeros y se dirigía hacia un espectacular yate bautizado como “Yago”, supuestamente de recreo, fondeado en aguas internacionales a doscientas cincuenta millas al este de la isla de Ibiza.
2
El 11 de abril, Pietro Morandi, jefe de análisis clínicos y anatomía patológica del policlínico romano Santa Maria Goretti, trabajaba horas extras junto con Sofía Mazzola, su adjunta.
A las cuatro de la madrugada, gracias a la abundancia de cafeína que ambos habían ingerido, se mantenían lúcidos frente al microscopio. Pietro, cincuenta y tres años, obeso y con el rostro roturado por numerosas arrugas precoces, peinaba con meticulosidad el escaso cabello de su abultada cabeza, en donde destacaban unas voluminosas gafas tras las que se parapetaban sus diminutos y ratoniles ojos. Sofía, muy delgada, apenas alcanzaba la treintena y poseía un rostro poco agraciado debido a una nariz aguileña desmesurada. La orden del director del policlínico había sido tajante: quería los resultados esa misma noche y, además, “doblados”. Es decir, con un segundo patólogo estudiando el mismo tejido en un equipo microscópico diferente.
Morandi había recibido al final de la tarde dos asépticos tubos, cada uno de ellos con una muestra del tejido pancreático de una misma persona. La única identificación que traían, escrita con un rotulador rojo sobre sendos esparadrapos adheridos al cristal, era “P-1” y “P-2”. Tras entregarle uno de los envases a su mejor ayudante, ambos procedieron a aplicar el protocolo analítico establecido, trabajando cada uno en su respectivo equipo técnico.
Una vez dividido en trozos el tejido de la muestra, Morandi lo introdujo en formalina, un fijador químico. Luego lo incrustó en parafina y, posteriormente, lo congeló durante dos horas. Transcurrido este tiempo, le desprendió la parafina y cortó el tejido en una serie de finísimas láminas para poder introducirlas en su microscopio, donde comenzó a estudiar el tamaño de las células pancreáticas mediante un sofisticado sistema de tintado de imagen que terminaría revelando su estado morfológico. Sofía Mazzola, su mano derecha en el laboratorio, desarrollaba en paralelo el mismo trabajo analítico, aunque con un supermicroscopio computorizado de última generación.
Sobre las cuatro y cuarto de la madrugada sonaba el teléfono en el domicilio particular del doctor Fabio di Bari, en Via di Parioni.
—¿Diga…? —preguntó con la voz entumecida.
—Doctor, soy Morandi. Ya tenemos los resultados de la biopsia.
—Dime, Pietro —se incorporó con presteza quedando sentado sobre la cama.
—Carcinoma de páncreas… —Un penoso silencio, para luego añadir—: en estado avanzado. Casi seguro, inoperable.
—¿Alguna duda… alguna posibilidad de error…? —indagó Fabio tras una pausa con el ánimo combado por la pesadumbre.
—Ninguna. Las dos biopsias están clarísimas, coinciden al cien por cien.
Di Bari, sesenta y dos años, mediana estatura, grueso, con el rostro verrugoso y la piel macilenta, cerró sus cebados ojos de batracio para ordenar en su cerebro los pasos que debía dar a partir de aquel momento. Cuando los abrió, pasado casi un minuto, tomó conciencia de que tenía el teléfono en la mano y a su interlocutor esperando al otro lado de la línea.
—Morandi, redacta el informe, pero no lo incluyas en el registro general. Cierra el sobre y déjamelo bajo la bandeja que tengo en mi mesa, al lado del ordenador.
—De acuerdo.
—Gracias. Iros a casa y descansad todo el día. Mañana nos veremos —y colgó.
—¿Pasa algo, Fabio…? —se interesó Gina, su esposa, con la voz tartajosa por el sueño.
—No, querida… Nada importante. Sigue durmiendo.
—¿Dónde estuviste anoche…? Llegaste muy tarde…
—Tuve… mucho trabajo. Anda, duérmete, todavía es de madrugada.
Él lo intentó pero le resultó imposible y a las siete y cuarto ya se encontraba camino del policlínico en su Jaguar desde el que telefoneó a la doctora De Angelis, jefa del departamento de Oncología, citándola a las ocho en su despacho.
Roma había dormido envuelta en una delicada sábana nubosa, pero las primeras claridades empezaron a retirarla para que el sol presentara sus credenciales de primavera, sobre todo en los espectaculares jardines colgantes de los áticos próximos a Via Gregoriana y Via Margutta. Un amanecer teñido de una escala cromática que transformaba el cielo de la Ciudad Eterna en la paleta de colores que hubiera soñado el mismísimo Tiziano.
Sin embargo, tan espectacular belleza carecía de interés para Fabio di Bari, el director general del policlínico Goretti. Su mente andaba absorbida por dos sentimientos diferentes. Por una parte, el grave secreto que tenía en esos momentos bajo su responsabilidad y, por otra, el sentimiento de culpa que experimentaba, una vez más, tras su visita de la noche anterior a Civitavecchia.
Cuando llegó al hospital, un edificio de cuatro plantas construido hacía apenas cinco años en Via Merulana, se pasó directamente por el departamento de radiología diagnóstica. Pidió un sobre a su nombre y la enfermera de guardia le comunicó que se lo había subido a su mesa por orden expresa del radiólogo jefe.
Tras desayunar de pie en la barra de la cafetería situada en la primera planta, se encerró en su despacho donde, a las ocho menos cinco, entraba la doctora De Angelis, una mujer de casi sesenta y cinco años, pero aún hermosa y atractiva como si el arado del tiempo no se hubiera atrevido a hendir la tersura de su piel.
—Buenos días, Fabio…
—Gracias por venir, Marcela. Siéntate. ¿Cómo va el tema de tu jubilación? ¿Finalizarás la investigación sobre el “Caballo de Troya”…?
—No. El 31 de diciembre te entregaré los resultados de nuestro trabajo hasta ese momento y tú verás en manos de quién pones la dirección.
—Bueno, ya hablaremos. Ahora quiero que le eches un vistazo a estas biopsias y a estas radiografías —le pidió al tiempo que le alargaba sendos sobres.
Tras observar las imágenes de una ERCD —una colangio-pancreatografía endoscópica retrógrada— y cotejar los datos de la doble biopsia, Marcela de Angelis diagnosticó:
—No procede operación. A este enfermo o enferma le quedan entre cinco y seis meses de vida.
—¿No tienes la más mínima duda?
—Desgraciadamente, no.
—Bien, pues sólo era eso. Muchas gracias por tu opinión. Por cierto —la doctora ya se había levantado—, dile a tu hija que iré por su galería la próxima semana. Tengo que hacer un regalo y quiero que ella me asesore sobre un buen cuadro.
—Se lo diré, y también le pediré que te haga una rebajita —se despidió con una sonrisa.
Tras fruncir los labios y mirar su Viceroy de pulsera, el doctor Di Bari extrajo del bolsillo interior de su chaqueta el móvil y buscó en la agenda el número de su amigo y condiscípulo Alessandro. Lo marcó pero, al tercer repique, abortó la llamada pensando que podría estar aún durmiendo. Un minuto después, su interlocutor se la devolvía.
—Hola, Fabio. ¿Alguna novedad…?
—Sí. Tenemos que vernos.
—¿Buenas o… malas noticias?
—No son buenas.
Tras un silencio, signado por la expectación más que por el dolor, su amigo le contestó arrastrando las palabras.
—Entonces… si no son buenas… mejor que nos veamos fuera de mi despacho. Estoy ahora mismo en Tel Aviv, pero vuelvo esta noche a Roma. ¿Qué te parece mañana, a las nueve… en la sacristía de San Lorenzo Extramuros?
—¿San Lorenzo…? ¡Ah, sí! Un lugar muy tranquilo.
—Tranquilísimo. Pediré que nos preparen un buen café.
—Hasta mañana, Alessandro.
—Hasta mañana. Y por supuesto, Fabio, ni una palabra a nadie.
—No te preocupes.
3
El mismo 11 de abril, a la hora en que Su Eminencia el cardenal Alessandro Perosi aterrizaba en el aeropuerto Leonardo da Vinci procedente de Israel, el huésped de la habitación 311 del Gran Hotel Balneario de Puente Viesgo, en la autonomía española de Cantabria, entraba en el suntuoso comedor de “El Jardín”, divisaba una mesa libre, la única que quedaba, y se encaminaba con paso ligero hacia ella.
—Buenas noches, don Pablo. ¿Qué va a tomar? —le saludó el maître con bolígrafo y libreta en mano.
Tras pedir una sopa de espárragos y una lubina a la plancha, desplegó ante sus ojos el diario El Mundo que, junto a El País, había cogido de recepción. Llevaba ya siete días en el balneario, al que había acudido aceptando la persistente invitación de su amigo Carlos de la Peña, uno de los principales accionistas del establecimiento hotelero. Sufría desde hacía tiempo depresiones, tenía la tensión arterial muy alta y descompensada y, además, padecía a veces una sinusitis bastante molesta, un cuadro clínico ante el que su amigo le había aconsejado una estancia de dos semanas en las termas de Puente Viesgo.
A Carlos de la Peña le había costado meses convencerlo de que aceptara la invitación, y ahora se lo agradecía de todo corazón. No sabía si eran los iones de cloruro, si el calcio o el anhídrido carbónico que contenía el agua, si su temperatura mesotermal o bien el espectacular y lujurioso verdor que rodeaba el balneario, pero sí tenía claro que después de una semana su recuperación física y anímica resultaban incuestionables…
—¿Está libre?
No sólo le llamó la atención el timbre de su voz, la musicalidad y modulación de la pregunta, así como el delicado perfume que le acompañaba anunciando su epifanía. Lo más importante fue que, en ese momento, experimentó una especie de percepción extrasensorial, tan intensa y real, que en décimas de segundo tuvo la certeza de que aquel instante podía cambiar su vida.
Apartó el diario que estaba leyendo y pudo ver a la persona que solicitaba permiso para sentarse frente a él.
Aunque no le hubiera delatado su acento italiano, habría sido fácil deducir que aquella mujer, de unos cuarenta años, pertenecía a un país meridional. En sus ojos se concentraba todo el azul del Mediterráneo, contrastando a su vez con una cabellera lujuriosamente negra, al tiempo que sus carnosos labios destilaban una sonrisa capaz de seducir el corazón más acerado. El fogonazo fue de tal calibre que la imaginación poética de Pablo se desbordó. La armonía de su cuerpo le parecía concebida por Miguel Ángel, diseñada por Da Vinci y cincelada por Fidias, mientras que, seguro, Rafael se había encargado de colorear el terso lienzo de su piel…
—¿Está… libre?
—¡Sí, sí! Perdone…
La recién llegada, todavía una especie de aparición supraterrenal, retiró el sillón tapizado en raso rojizo para sentarse y le tendió la mano en un gesto de absoluta naturalidad.
—Gracias… Soy Claudia… Claudia Patricia Montini… Italiana, lógicamente. —Se presentó en un castellano más que aceptable.
Pablo, aún obnubilado y algo nervioso, alargó también su mano con un torpe movimiento al tiempo que esbozaba un gesto de levantarse.
—¡En… encantado!
Ya sentados frente a frente, Claudia pudo corroborar el gran impacto que había causado en su compañero de mesa. Nada nuevo para ella, ya que conocía de sobra el efecto inmediato que su presencia producía en los hombres. Pero el que ahora tenía enfrente, a diferencia de los demás, no se la “comía” con los ojos, no buscaba con la mirada sus llamativos senos, no intentaba seducirla a primera vista.
—Perdona… No me has dicho cómo te llamas…
—Pa… Pablo. Pablo Santacruz… —tartamudeó con mirada huidiza.
En pocos segundos, la italiana tenía analizado a su interlocutor. Sus modales suaves y su sonrisa, cálida, luminosa, infantil, le conferían un gran atractivo que se complementaba con su timidez. Este conjunto de aparentes debilidades despertaron enseguida la simpatía innata que Claudia Patricia sentía por las personalidades psicológicamente desvalidas.
La providencial llegada de una camarera con la sopa para Pablo ayudó a aliviar el incómodo silencio que se había establecido entre ambos, al tiempo que el maître se acercaba para entregar a la huésped italiana la carta apergaminada del menú.
—¿Qué me aconseja…? —preguntó a Pablo envolviéndole con una sonrisa impregnada de complicidad.
Una hora después, los dos comensales habían constatado las divergencias y afinidades que tenían en sus preferencias culturales. En cuanto a música, los dos confesaban ser fans del pop italiano de los años sesenta. “Dentro de cien años será como Mozart”, pronosticó Claudia dejándose llevar por su entusiasmo. En poesía, ambos coincidían en Neruda, Walt Whitman y San Juan de la Cruz, pero en novela eran bastante dispares. Ella resultó ser una devoradora de thrillers internacionales, mientras Pablo sentía devoción por el trío latinoamericano Vargas Llosa-García Márquez-Cortázar. En el cine, él se inclinaba por el compromiso social y político de cineastas como Costa Gavras y Ken Loach, mientras que Claudia se derretía con una buena comedia romántica inglesa y le gustaba pasar miedo con la ola del nuevo terror generado a raíz de The Ring. Sin embargo, los dos coincidían en haber llorado con Cinema Paradiso, Los chicos del coro y La vida es bella.
En cuanto a arte… a viajes… a gastronomía…
—Llevamos hora y media hablando y no sé todavía a qué te dedicas —se interesó Claudia—. Yo dirijo una galería de arte en Roma.
—Soy… crítico musical…, de música clásica. Trabajo en Radio Nacional de España, donde presento un espacio…, un programa divulgativo sobre polifonía…
—¿Puedo, Pablo, preguntarte algo…? ¿Una pregunta que se hace en muchas películas americanas cuando se conocen un hombre y una mujer…? —le planteó ella con un ligero rubor sonrosándole las mejillas.
—Adelante.
—¿Existe… la señora Santacruz?
—No… —Pablo tardó algunos segundos en responder.
—El señor Montini tampoco existe —le informó de inmediato la galerista.
La conversación continuó durante una hora más en la cafetería del hotel, mientras Chopin deslizaba sus nocturnos por la epidermis marfileña de un piano casi invisible. Poco a poco, el diálogo entre ellos comenzó a ceder ante la elocuencia de silencios sostenidos, de miradas intensas y de sonrisas almibaradas por la mutua fascinación.
4
A la mañana siguiente, a las nueve, dos generosas tazas de café humeaban sobre una amplia bandeja en una estancia aledaña a la vetusta sacristía de la iglesia romana de San Lorenzo Extramuros. Además, había sendos platos con dos huevos fritos escoltados por cuatro lonchas de bacón, dos vasos de zumo de naranja natural, un cestito con rodajas de pan campesino y cuatro triángulos de tarta de manzana.
Un desayuno cardenalicio, acorde con el buen apetito que siempre poseía el secretario de Estado del Vaticano, Su Eminencia Reverendísima Alessandro Perosi. Su corpulenta figura, casi baloncestística, curtida en muchas horas de gimnasio para purgar sus numerosos, variados y lujuriantes pecados gastronómicos, restaban cinco años, al menos, a sus setenta y cuatro reales. Parecía un auténtico príncipe del Renacimiento por su abundante cabello, grisáceo y sedoso, su rostro de piel rosada, la majestad de los ademanes y su mirada retráctil de zorro plateado.
Humanista y políglota en su formación, había alcanzado celebridad en el contexto internacional por su oposición frontal a las devastadoras galopadas del fundamentalismo islámico por una Unión Europea, cada vez más débil y contemporizadora, sobre todo a raíz de los atentados de Nueva York, Madrid y Londres de principios de siglo.
—Así que… unos seis meses…
—Como mucho —apostilló Fabio tras asentir previamente con un gesto facial.
El director del Goretti le explicó, sobre las placas radiológicas, la extensión del tumor. Y no era lo peor. La proliferación de las células cancerosas tenía también hincadas sus mortales garras en el hígado y en el intestino.
—¿Cuándo empezará a dar señales… quiero decir… a que se dé cuenta, él y los que le rodean…?
—Es difícil fijar un tiempo, pero… no más de tres semanas —contestó Di Bari tras resbalar la mirada por los lúgubres lienzos de motivos religiosos, patinados de un brillo aceitoso, que colgaban de las paredes.
—La pregunta concreta —recalcó el secretario de Estado— es… ¿Cuánto tiempo podemos retrasar la quimioterapia… sin que le perjudiquemos?
Sorprendido por la frialdad del planteamiento, el doctor tardó algún tiempo en responder.
—Cuanto antes empecemos… vivirá más y sufrirá menos.
Un amago de cínica sonrisa se asomó a los labios de la personalidad más importante de la Iglesia católica después del Papa.
—Estás pensando que soy un desalmado y no es así. En el puesto que ocupo, y en la encrucijada que me encuentro, estoy obligado a tomar decisiones que pueden parecer inhumanas pero, vistas desde una perspectiva eclesial, te aseguro que son absolutamente necesarias.
—No te entiendo, Alessandro, pero deduzco que tienes razones poderosas para plantear un retraso de la quimioterapia… La podemos sustituir durante un mes por un tratamiento oral. No es lo mismo, pero…
Monseñor Perosi tenía posados los ojos en Fabio, pero su mente escalaba la empinada pendiente de los problemas que veía por delante, multitud de problemas que se resumían en uno: encontrar al sucesor del actual Pontífice, Su Santidad León XIV. Ignoraba quién podía ser el Vicario de Cristo que necesitaba la Santa Madre Iglesia en aquellos momentos… pero sí tenía claro de dónde tenía que ser.
—¿Qué hago con el informe médico? —le planteó Di Bari, haciéndole regresar a la realidad desde sus laberínticas cavilaciones—. Su médico personal debería conocerlo… Sabe que se le ha practicado una biopsia.
—De momento… guárdalo hasta que yo vuelva de un rápido viaje… Te llamo en cuanto llegue.
—De acuerdo.
Nació un largo silencio en el que ambos quedaron mirándose, hasta que Fabio, nervioso, apartó los ojos para desviarlos por la estancia, casi “panteónica”, en la que se encontraban. El purpurado le prestó entonces más interés y creyó percibir que el doctor pasaba por un mal momento.
—Fabio, ¿te ocurre algo…?
—No. ¿Por qué lo dices…?
—No sé… Te noto raro…
—No me pasa nada… Falta de sueño. Hay noches que duermo muy poco…
5
La noche del 12 de abril, a Pablo, el huésped de la habitación 311 del Gran Hotel Balneario de Puente Viesgo, le costaba conciliar el sueño. No podía dormir… ni quería. Necesitaba atemperar el seísmo emocional que habían sufrido, tanto su cuerpo como su espíritu, desde que la galerista de arte italiana le preguntó si estaba libre el asiento de la mesa del comedor.
Cerraba los ojos y la veía como una aparición celestial. El olor de su embriagante perfume permanecía adherido a la membrana de sus fosas nasales y, sobre todo, continuaba obnubilado por la perfecta conjunción de su cuerpo y de su rostro, y seducido por unos ojos y una sonrisa cargados de magnetismo.
Una planta más abajo, en la habitación 205, Claudia Patricia Montini de Angelis tampoco podía dormir, ni quería.
Tenía cuarenta y tres años y se había doctorado en Historia del Arte por la Universidad de Florencia con una tesis sobre la escuela veneciana del siglo XVI. En concreto, sobre la obra de Tiziano y la influencia que habían tenido sobre él Piero della Francesca, los hermanos Bellini y, de manera especial, Giorgione. Además, era propietaria y directora de “Pasolini”, una galería de arte en Via Margutta, cerca de la iglesia de Santa Maria dei Miracoli, y vivía en un espectacular ático del Trastevere, el gran barrio bohemio de Roma.
No podía atrapar el sueño porque el encuentro con Pablo, su compañero de mesa, había introducido en su ánimo una sensación no experimentada nunca con otros hombres. Unos le habían atraído sexualmente, otros por su personalidad, de alguno le había cautivado su audacia, su romanticismo… Pero Pablo… Pablo le había deslumbrado hasta bloquear toda su capacidad de raciocinio, haciendo saltar los fusibles de sus percepciones sensoriales. Una especie de alucinación extraña, misteriosa, excitante… En aquella madrugada abrileña, Claudia intentaba encontrar las razones de tan súbita fascinación y sólo hallaba dos que tuvieran una cierta coherencia: el misterio y la serenidad.
Pablo emanaba misterio. En la inseguridad de su voz, en la profundidad de sus ojos, en la ropa sin estilo, en sus tímidos movimientos… Y sobre todo, en sus silencios. Siempre que ella le hacía una pregunta personal, él precedía la respuesta con una reflexiva pausa mientras fruncía los labios.
Pero tal vez más que el misterio, le había atraído de él la serenidad, la paz que emanaba toda su persona: sus gestos, su sonrisa adherida continuamente a los labios, sus ojos que, más que mirar, acariciaban. Y eso era justo lo que ella había ido buscando a Puente Viesgo: serenidad.
Cuando su mente se rindió al sueño, el alba levantaba ya los primeros párpados de luz púrpura, augurio de que el sol comenzaría pronto a lamer las copas de los árboles y a asalmonar las tejas del balneario. Los pájaros, por su parte, desentumecían las alas saltando de rama en rama y aclaraban la garganta con breves trinos, en escalas de tiples, barítonos y bajos, de cara al inminente concierto del amanecer.
Un orgasmo poético que Pablo gozaba desde su ventana porque él, a diferencia de la galerista italiana, continuaba despierto.
6
Cuando el avión de Iberia izó proa en dirección a la coalición de nubes que asediaban el cielo de Madrid, el pasajero que ocupaba el asiento 31-C cerró los ojos. De forma inesperada, sintió una sensación de alivio que no experimentaba desde hacía bastantes días. Una paz anímica que no lograban turbar ni el hormigueo estomacal del ascenso, ni el tableteo de las alas rajando el aire, ni siquiera el ronco crepitar de los motores en busca de la velocidad de crucero.
Daniel Foster, cuarenta y dos años, Dani para sus padres, Dan para sus amigos, Dan Foster para el mundo de la prensa, físicamente volaba hacia Barcelona. Pero, en su ánimo, huía del primer descenso a los infiernos de su vida propiciado por las tres cruces de un gólgota completo: el amor, la amistad y el trabajo.
Le había engañado la mujer a la que más había querido en su vida, y a la que aún seguía queriendo.
Le había traicionado su mejor amigo.
Le habían hundido su meteórica y brillante carrera profesional.
A raíz de la llamada que recibió en Gandía, Dan había descubierto que Eva, su compañera sentimental, con la que llevaba conviviendo siete años, se acostaba desde hacía seis meses con Javier del Pozo, su condiscípulo en la Facultad de Periodismo y amigo “del alma” desde que entraron juntos en la redacción del periódico.
Pero la traición de Javier no se limitaba sólo al terreno sentimental. También lo había hecho en el profesional al no respaldar, como jefe de sección, un reportaje de investigación elaborado por Dan sobre los atentados terroristas de marzo del 2004 en Madrid. Un trabajo muy bien documentado que cuestionaba la versión mantenida por su empresa sobre el estremecedor suceso que segó la vida de ciento noventa y dos personas.
Para culminar el calvario, la dirección del periódico había cancelado una propuesta para elevarle a jefe de corresponsales de guerra. Y, además, le prohibió terminantemente no sólo publicar el reportaje sobre el 11-M, sino que hiciera uso de lo descubierto por él en cualquier “lugar o forma”.
“El periodismo, amigo Dan, no consiste en contar la verdad de lo que ocurre, sino en contar aquello que quiere contar quien te paga”. Una máxima que utilizaba con frecuencia su cínico director para explicar los inexplicables intereses que condicionaban toda la línea ideológica del rotativo al que pertenecía desde hacía siete años.
Sobre la base de esta máxima, cuando Dan Foster, por ética profesional y por rabia incontenible, publicó su reportaje sobre el 11-M en un semanario de tirada nacional, una hora después tenía retenidos el móvil de empresa, la tarjeta vips y el ordenador portátil, y activada una campaña inmisericorde de descrédito personal.
Tenía claro que no podía seguir en el grupo multimedia para el que trabajaba y negoció en cuarenta y ocho horas su salida. No sabía qué iba a ser de él en el futuro. Para pensarlo y, sobre todo, para intentar cauterizar con la lejanía las sangrantes heridas sentimentales, decidió marcharse a vivir a casa de su madre en la Ciudad Condal. El mundillo profesional de Madrid se había vuelto irrespirable para él y necesitaba de manera imperiosa airear su mente y, especialmente, su corazón.
7
El 13 de abril, un Boeing 747 de American Airlines tomaba tierra en la terminal dos del aeropuerto de Washington. Entre los pasajeros que bajaron del avión se encontraba, vestido con un elegante clériman, el secretario de Estado del Vaticano, monseñor Perosi.
Llegaba en visita privada y por eso recogió en persona un pequeño trolley en la cinta transportadora que, junto con la cartera que empuñaba, constituía su único equipaje. No necesitaba más porque, en principio, regresaría a Roma al día siguiente.
En el vestíbulo, acompañado de su secretario personal, un treintañero de tez albina, le esperaba el nuncio de Su Santidad en Estados Unidos, Patrick Grant, un irlandés de estatura baja, enjuto y alopécico total que contrastaba considerablemente con la altura y robustez de Perosi.
Ambos eclesiásticos cruzaron un rápido abrazo y se dirigieron hacia el aparcamiento, donde les esperaba un Mercedes negro, conducido por el secretario del nuncio. Tomaron asiento atrás y el vehículo comenzó a navegar por la riada de tráfico, empantanada de humos, frenazos y cláxones impacientes, en dirección a la Casa Blanca.
—¿A qué hora tenemos la cita?
—A las doce.
—¿Les has adelantado algo, te han preguntado algo…? —se interesó el número dos de la Iglesia católica.
—No. Sólo le dije al secretario de Estado que se trataba de algo muy importante y muy urgente…
—Bien…
Alessandro Perosi era consciente de que, en sentido estricto, se disponía a hacer algo que condenaba expresamente la constitución apostólica de Juan Pablo II Universi Dominici Gregis. En concreto, los artículos del 78 al 83 del capítulo VI, en donde se prohibía cualquier tipo de pactos, maniobras e influencias externas en la elección del Sumo Pontífice. Sin embargo, para acallar su conciencia, razonaba que la supervivencia de la Iglesia quedaba muy por encima de una regla concreta dictada en un determinado momento por una persona, aunque esa persona fuera el mismísimo Santo Padre.
A las doce y cinco pisaban el despacho oval de la Casa Blanca, redecorado a base de flores, colores pastel en los tapizados y tonos relajantes en las paredes. Tras los saludos iniciales, Perosi tomó la palabra y, en quince minutos, expuso a su ilustre interlocutora el motivo de su precipitada visita.
Susan Miller, católica practicante, la primera mujer presidenta de Estados Unidos, alta y delgada, vestía con elegancia pero sin ostentaciones. Aunque no exhibía una belleza bobalicona de Hollywood, poseía un semblante atractivo con un excelente primer plano televisivo y un gran desenvolvimiento gestual y dialéctico ante las cámaras, cualidades mediáticas que le habían supuesto una gran baza para acceder a la presidencia de la nación más poderosa de la Tierra. Pero detrás de ellas había, además, una gran inteligencia política devenida de sus once años de oscuro trabajo como analista de acontecimientos internacionales en el Pentágono.
Desde el citado puesto había vivido intensamente los grandes eventos del siglo XXI que se iniciaron con el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York. Una etapa que tuvo sus puntos álgidos en las invasiones de Afganistán e Irak, con sus nefastas posguerras que habían exacerbado el fundamentalismo islámico. También tenía estudiado a fondo el florecimiento de regímenes populistas-izquierdistas en América Latina y, sobre todo, el creciente aumento del sentimiento antinorteamericano en Occidente.
Al terminar su exposición el secretario de Estado del Vaticano, la presidenta desvió la mirada de los dos dignatarios católicos y la fijó en el gran ventanal del despacho. Se ensimismó durante unos segundos mirando con fijeza un rosal, como si esperara ver florecer en él la contestación que debía dar al ilustre representante de la Santa Sede.
Monseñor Perosi, a su vez, la observaba con gran atención, intentando detectar por adelantado cuál iba a ser la postura de la primera mandataria norteamericana. Su larga experiencia al frente de la Secretaría de Estado le había hecho un consumado maestro en el arte de la diplomacia. Un campo donde los gestos valen más que las palabras y los silencios son a veces más elocuentes que largos y fervorosos discursos. Para él, la señora Miller, su semblante, sus gestos faciales y pose corporal, no dejaban de ser un libro abierto. Casi acertó al cien por cien las lentas palabras de su respuesta.
—De acuerdo… Está claro que la Iglesia necesita a Estados Unidos…, y que Estados Unidos necesita a la Iglesia… ¿De quién estamos hablando exactamente…?
—Del cardenal Peyton, John Peyton.
—El arzobispo de Filadelfia —aclaró el nuncio, sentado en un sofá de piel burdeos junto a monseñor Perosi.
—Lo conozco. Nos hemos saludado alguna vez antes de que me nombraran presidenta.
—Ha sido investigado con lupa todo su pasado y nihil obstat —comentó Perosi adelantándose a los inevitables pensamientos de su interlocutora.
—¿Cómo dice? —arqueó las cejas la presidenta.
—Perdone el latinajo, señora presidenta. Quiero decir que no hay nada negativo en su vida que pudiera aparecer en el futuro —le aclaró el purpurado romano.
—La limpieza absoluta de su trayectoria es un motivo más para que acceda al papado un príncipe de la Iglesia norteamericano —adujo el nuncio—. Ya es hora de contrarrestar la leyenda negra que se ha creado en torno a la jerarquía católica estadounidenses los desgraciados casos de pederastia ocurridos en el pasado, menos, muchos menos, de lo que ha publicado la prensa sensacionalista, no pueden descalificar a una institución tan benemérita.
—Bien, ¿cuántos votos faltan para obtener los dos tercios necesarios para su elección? —planteó sin tapujos.
—Aproximadamente, cuarenta y seis… cincuenta para no quedarnos cortos —le informó Perosi tras una breve mirada de consulta a su colega Grant—. El resto hasta los ochenta y cinco necesarios los puedo gestionar yo.
Susan se inclinó sobre una mesa auxiliar y pulsó un interfono.
—Jane…, avisa al señor Hamilton.
—En estos momentos, señora presidenta, está reunido con el secretario del Tesoro.
—Dile que lo necesito ahora mismo. Que continúen luego.
La argumentación de Perosi para convencer a la primera dama norteamericana había sido sucinta, clara y contundente.
El fundamentalismo islámico persigue a los cristianos en bastantes naciones árabes y castiga a los musulmanes que pretenden abrazar el cristianismo. Por el contrario, exige todos sus derechos religiosos en los países occidentales donde cada año aumentan, casi en proporción geométrica, los emigrantes que profesan el islamismo. Derechos que, antes o después, les son reconocidos por los gobiernos débiles que temen ser tachados de xenófobos si no acceden a sus pretensiones. O bien, se los conceden por miedo a atentados como los ocurridos en Madrid y Londres en 2004 y 2005 respectivamente.
En otras palabras, el integrismo árabe aniquila cualquier brote de cristianismo en sus países y ejerce una presión intolerable sobre los gobiernos de la Vieja Europa para obtener un estatus similar y, con el tiempo, superior al propio cristianismo. Una Europa en declive que no tuvo ni siquiera la nobleza de reconocer en su fallida constitución el hecho incuestionable de que la Unión Europea es impensable sin la catolicidad de la Iglesia de Roma.
Pero el problema no era sólo religioso, sino también político, y aquí entraba la visita de Perosi a la presidenta norteamericana. La proliferación del cáncer islamista en Occidente iba aparejada de un odio absoluto a cuanto oliera a norteamericano. Si ya había reticencias en el Viejo Continente por la nefasta actuación de Estados Unidos en la guerra y posguerra de Irak, ahora, cada vez que la izquierda europea convocaba alguna manifestación antiyanqui, ésta se veía incrementada con una elevada presencia de emigrantes árabes.
—En pocas palabras, señora presidenta —había concluido su exposición el cardenal Perosi—. O les paramos los pies… o nos dan una patada y nos echan. A nosotros de nuestras iglesias y a ustedes del resto del mundo.
Unos golpes en la puerta, un “adelante” de la presidenta y se produjo la entrada de George “Tiburón” Hamilton, el influyente secretario de Estado. El hombre que, gracias a su gran capacidad para nadar en mares turbulentos, había logrado convertir el desastre norteamericano de Irak en una discreta retirada, poco honrosa pero sin apenas ruido mediático. Y lo había hecho satisfaciendo las demandas de sus enemigos.
La intelectualidad europea no dejaba de pedir la retirada de las tropas estadounidenses y británicas de Irak, y que la ONU se hiciera cargo del proceso de paz. “Tiburón” Hamilton convenció al primer ministro inglés de que “había que hacer caso a la opinión pública” y en tres meses le pasaron la patata caliente a las Naciones Unidas que, a su vez, se la traspasó a la Unión Europea. Lógicamente, ésta no se encontraba preparada para frenar la rivalidad entre chiíes y suníes, estallando de manera inevitable la guerra civil que permanecía latente entre ambas facciones religiosas desde la caída del dictador Saddam Hussein.
Cuando la presidenta le explicó a Hamilton el motivo de la visita de su colega del Vaticano, el secretario de Estado no sólo aprobó entusiasmado la idea, sino que añadió una poderosa razón más a las expuestas por Alessandro Perosi.
—Un papa estadounidense podría también ser muy útil para que los católicos sudamericanos nos ayuden a frenar los regímenes marxistas-leninistas del eje Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua.
—Está claro, no se hable más —concluyó la presidenta—. George, coordínate con monseñor Perosi, a ver si en dos meses podemos tener un avance de los votos que apoyarían la candidatura del cardenal Peyton. Habla con todos los embajadores y dale prioridad uno al tema. Y, si es necesario, desplázate tú a visitar en persona a los electores más dudosos.
—¿Algo más, monseñor? —preguntó Susan.
—Sólo rogarle que debemos tener mucho tacto y discreción con este asunto. En este momento, además, la noticia de que León XIV va a morir sólo la conocemos los aquí presentes y un médico.
—Por supuesto.
—Estoy seguro —ironizó Perosi— de que el Espíritu Santo nos pagará algún día por ahorrarle el trabajo de encontrar un papa para su Iglesia.
8
A la misma hora que el secretario de Estado del Vaticano se entrevistaba en Washington con la presidenta norteamericana, Fabio di Bari, el director general del policlínico Goretti, lo hacía en su despacho con un antiguo paciente suyo.
—Perosi… Perosi es un hombre de Estado… No es exactamente un hombre de Iglesia —había diagnosticado su interlocutor tras contarle el médico su desayuno en la sacristía de San Lorenzo Extramuros.
La conversación con el número dos de la Iglesia había dejado a Fabio un mal sabor de boca. Le parecía lógico que quisiera saber antes que nadie el resultado de la biopsia y que le pidiera guardar silencio, pero su idea de retrasar el inicio de la quimioterapia le había desagradado como médico y como persona. Su Santidad León XIV, por encima de su dignidad pontificia, era un ser humano al que había que reducir al máximo los padecimientos que se le avecinaban.
—No te preocupes, Fabio, yo me encargaré de que el Santo Padre reciba el tratamiento en tiempo y forma prescrito por el protocolo médico. Y tranquilo, no sabrá que tú me lo has dicho.
El director del Goretti se hallaba reunido con Franz Merkel, un cardenal alemán al que Di Bari le había curado tiempo atrás, en su condición de hematólogo, una extraña y grave anemia. Vivía en Roma desde hacía nueve años y presidía la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, el órgano que aglutinaba toda la actividad pastoral que la Iglesia católica desarrollaba en los países del Tercer Mundo.
Merkel, sesenta y siete años, de mediana estatura pero robusto como un leñador, tenía el cabello rubio y abundante, ojos azul turquesa, un prominente mentón de boxeador y manos anchas y regordetas como sapos. Pero toda esta apariencia de rudeza no se correspondía en nada con su exquisita educación y el trato cordial que dispensaba a cualquier persona que se relacionaba con él.
—¿No tiene posibilidad de operación…? —indagó el purpurado teutón.
—Ninguna. La metástasis está ya en el hígado, en el intestino y, con seguridad, también en el pulmón y en el cerebro.
—¿Ha estado enfermo últimamente? No había oído nada.
—Llevaba algún tiempo con problemas digestivos pero, en realidad, se lo hemos descubierto en el chequeo al que se somete cada año. Le hicimos los análisis y radiografías rutinarios, y una mancha en el páncreas nos dio la primera pista… Seguimos haciéndole pruebas y…
Poco tiempo después, ambos contertulios se despidieron. Nada más abandonar el policlínico, Franz Merkel efectuó una llamada desde su móvil.
—Hola, Luigi… Bien, bien… Tengo un poco alto el colesterol, pero lo demás bien… Te llamaba por lo siguiente. ¿Te puedes enterar de la agenda de Perosi para los próximos días…? Sí, sobre todo si programa algún viaje o entrevista no previstos…
El semblante del purpurado alemán acusó el impacto de la noticia que estaba recibiendo.
—¿¡En Estados Unidos…!? ¿¡Estás seguro…!?
Comenzó a caminar lentamente con el teléfono pegado al oído, meditabundo, hasta que su mente concretó una primera decisión.
—Luigi… ¿Sigues ahí…? Perdona… Procura ser puntual mañana… Me temo… me temo que vamos a tener mucho trabajo en las próximas semanas.
Fabio di Bari, desde la ventana de su despacho, vio alejarse al cardenal Merkel con el teléfono adherido al oído. Permaneció pensativo durante un minuto y luego, aunque los escrúpulos profesionales le rascaban la conciencia, se decidió a efectuar una llamada a Barcelona.
—¿Lola…? ¡Cara amica, soy Fabio di Bari!
—¡Fabio…! ¡Qué sorpresa! Estamos en abril. O sea, que faltan ocho meses para Navidad —bromeó Lola Portal, quien había recibido la inesperada llamada en el despacho de la editorial barcelonesa de la que era dueña y directora.
Entre Di Bari y su interlocutora existía una excelente amistad surgida en la clínica Barraquer de Barcelona hacía casi diez años. Fabio había llevado a su esposa Gina al famoso centro oftalmológico para una delicada operación de retina y la madre de Lola Portal estaba ingresada por un glaucoma muy acentuado. Ambas pacientes se encontraban en habitaciones contiguas de la segunda planta y, de coincidir en las entradas y salidas, así como en la cafetería, nació una buena amistad entre las dos familias. Una relación de felicitaciones formales por Navidad que se reforzaría años más tarde cuando Lola le publicó a Fabio un libro sobre consejos para prevenir las enfermedades sanguíneas. Una obra que no había encontrado editor en Italia pero que, a raíz de su éxito en España, apareció unos meses más tarde en el país transalpino.
Fabio no había olvidado nunca este favor de Lola y ahora tenía la ocasión de devolvérselo.
—Sí, ya sé que estamos en abril y que falta mucho tiempo para Navidad… —repitió las mismas palabras de ella rebozadas en un tono jocoso para luego ponerse serio—. Pero faltan sólo algunos meses, pocos, para que haya un nuevo Papa…
Un largo, reflexivo y significativo silencio se coaguló en la línea telefónica.
—¿¡Qué me dices…!?
—En estos momentos no lo sabe casi nadie, ni siquiera los familiares… Ni tú… ¿Comprendes…?
—No te preocupes. Sabré mantener el secreto.
—¿Sigues con la idea de aquel libro sobre el cónclave…?
—La voy a poner en marcha en cuanto colguemos.
—Pues cuelga ya…
—Fabio… Gracias.
—Gracias a ti, carissima… Como decís en la España, “es de buen nacido…
—… ser agradecido”…
—Yo lo soy.
—Un beso, querido. Para ti y para Gina.
—Otro para ti y para tu madre. Y suerte.
9
Desde que se conocieron en la cena, Claudia y Pablo pasaban todo el día juntos disfrutando de las instalaciones que ofrecía “El Templo del Agua”, un espacio termolúdico del balneario con río contracorriente, cascadas, termas, duchas de contraste y otras actividades acuáticas.
Al tercer día de estancia en Puente Viesgo, la italiana se despertó con una intensa y agradable sensación de bienestar general. Observó por la ventana que la oscuridad comenzaba a izar la bandera malva del amanecer y volvió a cerrar los ojos. Había dormido pocas horas pero lo había hecho profunda e intensamente. Tan plácida sensación la motivaba un maravilloso sueño: Pablo y ella habían subido a una cumbre ornamentada con una nevada capa de armiño, moteada de flores de numerosos colores. En su sueño, él había ido recogiéndolas, una por una, para confeccionar una alfombra sobre la que ambos se tendieron a contemplar, con las manos enlazadas, los irisados fulgores del sol primaveral.
Tras disfrutar durante algún tiempo en la cama rememorando el placentero sueño, se levantó, llenó la bañera y, una vez derramadas sobre el agua sus sales preferidas, se introdujo bajo la voluptuosa, cálida y aromática sábana de espuma. Se sentía serena… La mejor medicina para recuperarse del tercer, y más grave, naufragio sentimental de su vida. A eso había venido a Puente Viesgo y parecía empezar a conseguirlo.
“Pasolini”, su galería de arte, famosa no sólo en Italia sino también en el mundillo artístico europeo, destacaba por su olfato para descubrir y promocionar pintores jóvenes vanguardistas de gran talento. Uno de estos artistas, Aldo Tenco, treinta y cinco años, además de tener talento y una deslumbrante imaginación pictórica, era guapo y Claudia se enamoró con locura de él. Pero Aldo carecía de madurez personal para digerir la fama y el dinero. Fama y dinero que le llevaron a una vida de caprichos, a abandonar la disciplina de trabajo, a coquetear con la cocaína, a la promiscuidad sexual y, sobre todo, a maltratarla física y psicológicamente a ella si intentaba frenarle en su camino hacia el abismo.
Esta tormentosa relación había finalizado hacía un mes cuando, en el enésimo intento de Claudia por salvarle, terminó en el hospital con los ojos devastados por la tumefacción y Aldo en la comisaría por los golpes que le había propinado a ella.
Después de lo mucho sufrido, de su inevitable y comprensible aversión a una nueva relación afectiva, de tener en carne viva todas y cada una de sus fibras sentimentales, la conmoción que había experimentado al conocer a Pablo en el balneario no tenía lógica alguna. No había explicación coherente, ni psicológica ni racional… a no ser que tuviera razón el médico amigo de su madre que le había recomendado el balneario.
—Puente Viesgo hace milagros.
Pero ni con milagros termales por medio tenía sentido el que en setenta y dos horas se hubiera vuelto a enamorar como una quinceañera en flor. Sólo cabía resignarse a aceptar los tópicos sobre el amor: la ceguera de Cupido, su componente de locura, sus misteriosos mecanismos hormonales…
Y, además, para mayor incongruencia, para romperle por completo sus esquemas sentimentales, sus amores anteriores habían sido más jóvenes que ella. Era la primera vez que se enamoraba de un hombre maduro, algo de lo que siempre había huido.
A no muchos metros de la bañera de Claudia, en el piso superior, Pablo se rasuraba la barba con la Gillette de triple hoja. Luego se duchó enjabonándose dos veces y restregando con fuerza la esponja natural sobre su piel hasta casi hacerse daño. Inundó su cabello de champú en tres ocasiones sucesivas hasta erradicar del cuero cabelludo la última molécula de grasa. Tardó casi siete minutos en cepillarse los dientes y abusó sin medida del desodorante. Se probó las cuatro camisas que tenía en el armario, con corbata y sin ella, intercambiando ambas prendas en todas las combinaciones posibles. Estrenó el perfume de Paco Rabanne que le había regalado su hermana por su cumpleaños, pulverizándose tanto que tuvo que lavarse de nuevo para reducir el excesivo olor que despedía su piel. Por último, tardó casi cinco minutos en colocar cada cabello en su sitio para conseguir un peinado perfecto: hacia la izquierda, hacia la derecha, un poco caído hacia la frente… no, no, mejor hacia atrás… Y otros tres minutos más le llevó examinarse para ver si se hallaba en “perfecto estado de revista”.
Y fue entonces, mirándose en el espejo frente a frente, cuando cayó en la cuenta de lo que le pasaba: se había enamorado como un adolescente.