1
El jueves 30 de octubre, a las cuatro menos cuarto de la tarde, sonó el timbre general en la Domus Sanctae Marthae, un repique de campanillas cristalinas avisando a todos los cardenales electores de que debían dirigirse a la Capilla Sixtina. Se acercaba la hora de una nueva votación en el cónclave que buscaba al sucesor de Su Santidad León XIV, sucesor a su vez del papa Ratzinger, Benedicto XVI.
La Domus es una moderna residencia edificada durante el pontificado de Juan Pablo II. Se levanta sobre el solar de un antiguo hospicio y con ella el Pontífice polaco buscaba que los príncipes de la Iglesia no sufrieran las penalidades que él y sus compañeros padecieron durante la elección papal de 1978 que le llevó a la Silla de San Pedro. Las celdas del Palacio Apostólico en las que se alojaron entonces estaban llenas de humedad y sólo poseían una vetusta y desvencijada mesa, una inhóspita cama de hierro, un estrecho armario y una silla de madera crujiente. Y además carecían de cuarto de baño individual, teniendo que salir los purpurados a ducharse y hacer sus necesidades en el servicio comunitario de cada pasillo.
La residencia actual, presidida en la entrada por un busto de Juan Pablo II, dispone en sus cinco plantas de ciento seis estancias del tipo suite, con un vestíbulo-salón, más veintidós habitaciones simples. Tanto unas como otras poseen baño con ducha, cama de ciento cinco centímetros, mesita de noche con una pequeña lámpara, crucifijo de madera sobre el cabezal y un armario empotrado. Tienen también una zona de trabajo con mesa, librería y silla, que en el caso de las suites es un auténtico despacho. Completando el mobiliario, un flexo, una Biblia en latín y un teléfono fijo.
Durante el periodo de cónclave quedaban desactivadas todas las vías de comunicación con el exterior —televisor, radio, internet, móviles— y restringida la línea telefónica. Los electores disponían de una hoja con los tres únicos números internos que se podían marcar: el del camarlengo, máxima autoridad durante la Sede Vacante, el del médico de guardia en Santa Marta y el del responsable de seguridad, monseñor Palmer.
Este aislamiento resultaba un imperativo desde que en el primer cónclave del siglo XX, celebrado entre el 31 de julio y el 4 de agosto de 1903, los electores terminaran agriamente divididos por presiones externas contra la candidatura mayoritaria. Algunas naciones europeas gozaban de derecho de veto y este privilegio alteró de forma sustancial el resultado de las votaciones. Austria se opuso al cardenal Rampolla y los purpurados se vieron obligados a buscar un candidato de compromiso que por fin se concretó en Giuseppe Sarto, Pío X, quien con el tiempo seria elevado a los altares.
A las cuatro de la tarde, los ciento veintisiete príncipes de la Iglesia con derecho a voto, excepto dos que se hallaban postrados en cama, se pusieron en camino hacia la Capilla Sixtina, distante unos ochocientos metros de la residencia Santa Marta. Cincuenta y nueve eran europeos, diecisiete norteamericanos, veintidós latinoamericanos, quince africanos, doce asiáticos y dos de Oceanía. Todos ellos se encuadraban en alguna de las tres órdenes en que se divide el colegio cardenalicio —episcopal, presbiteral y diaconal—, según el templo de Roma al que estuviera adscrito su nombramiento por el Papa.
La mayoría caminaba en solitario con la cabeza inclinada mirando al suelo, pensando qué depararía la vigésimo séptima votación, algo insólito respecto a los últimos cónclaves que se habían resuelto en seis o siete escrutinios. Casi desde el principio los cardenales se habían atrincherado en dos bandos y, diez días después de iniciada la elección papal, el orbe cristiano se preguntaba, y de manera especial los medios de comunicación, qué pasaba en la Capilla Sixtina.
Para evitar interferencias exteriores, el citado Pío X con la Constitución Apostólica Commissum Nobis, Pablo VI con la Romano Pontifice Eligendo y, sobre todo, Juan Pablo II con la Universi Dominici Gregis, habían regulado con meticulosidad el protocolo del cónclave, poniendo particular énfasis en la protección total contra cualquier injerencia exterior y, también, contra cualquier filtración de dentro hacia fuera.
A raíz del largo y espectacular papado de Karol Wojtyla, consciente el Vaticano del interés mediático que despertaba cuanto se relacionaba con la Iglesia católica, y conociendo la sofisticación tecnológica que existía para grabar tanto imágenes como palabras mediante las argucias más atrevidas, se tomaron medidas excepcionales para proteger la inviolabilidad de las votaciones de los cardenales electores.
Desde el mismo momento en que fue enterrado Su Santidad León XIV, monseñor Steven Palmer, exagente de la CIA y ahora miembro del Opus Dei, con la ayuda de una empresa californiana de alta seguridad, Pall Mall Electronic, puso manos a la obra para blindar por completo los lugares privativos del cónclave.
Todos los edificios relacionados con la elección papal fueron rastreados palmo a palmo con escáneres de última generación, tratando de detectar posibles micrófonos, minicámaras, antenas u otros dispositivos compuestos de chips o semiconductores. Una vez “barrido” el campo, dos técnicos llegados expresamente desde Silicon Valley cerraron una “burbuja de vacío electrónico” que anulaba cualquier emisor-receptor que intentara operar desde el interior de la Capilla Sixtina, haciendo lo mismo con la Domus Sanctae Marthae, donde se estableció, en una sala de la planta baja, el control del aparato de seguridad del cónclave.
Además de esta protección técnica, el camino entre la residencia de los electores y la Capilla Sixtina se hallaba aislado en su totalidad por una valla metálica, vigilada de día por guardias suizos y de noche por la PSV (Pubblica Sicurezza Vaticana), la gendarmería interior de la Santa Sede. Y por último, el resto del Vaticano y su perímetro exterior se encontraba en estado de máxima alerta bajo el mando del arzobispo Nicola Leone, sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, una especie de “Ministro del Interior”, quien permanecía en contacto permanente con las autoridades italianas.
Los purpurados, revestidos con sotana roja, roquete blanco, capelo púrpura, cruz pectoral y birrete, tras bordear por detrás la basílica de San Pedro y pasar por delante de la iglesia de San Esteban de los Abisinios, entraron en el Palacio Apostólico por la puerta de San Dámaso y se encaminaron hacia el Aula de las Bendiciones, donde fueron reuniéndose. Al llegar los más rezagados, formaron dos filas y, precedidos por el Libro de los Evangelios y por una cruz de plata con incrustaciones de esmeraldas, flanqueada por dos ciriales con las velas encendidas, se dirigieron en solemne procesión hacia la Capilla Sixtina, el recinto sacro más famoso del mundo. Mandada construir por el papa Sixto IV —de aquí el nombre de “Sixtina”—, contiene el sancta sanctorum de la pintura religiosa: los impresionantes frescos del Juicio Final de Miguel Ángel bajo los que se elige secularmente al sucesor del apóstol San Pedro.
Entraron cantando la Letanía de los Santos y cada cardenal se dirigió hacia el asiento que venía ocupando durante los diez días que duraba ya el cónclave. Todos andaban rumiando la misma duda: ¿se repetiría el empate técnico entre el candidato conservador y el progresista? ¿O lo que era lo mismo, entre un Papa institucional y un Papa pastoral, entre el deseado de Occidente y el preferido por los países del Tercer Mundo?
¿O bien…?
¿O bien se tomaría en consideración la candidatura de compromiso promovida sibilinamente por el primado de España y arzobispo de Toledo, monseñor Luis Moncada?
2
Justo tres minutos después de que los príncipes de la Iglesia tomaran asiento en la Capilla Sixtina, en el control de seguridad instalado en la residencia Santa Marta volvía a saltar la alarma. Antes había ocurrido ya trece veces, exactamente el mismo número de sesiones que los purpurados se habían reunido para votar, dos escrutinios por cada sesión, al sucesor de León XIV.
Tony Presten y Jack Delano, los dos mejores técnicos de Pall Mall Electronic, treintañeros, rubios y con el cabello corto y erizado, volvieron a mirarse y a torcer el gesto como en las ocasiones anteriores. Lo habían revisado todo una y mil veces, habían cambiado radares y escáneres, reprogramado por completo el sistema, consultado una y otra vez a la casa matriz en Silicon Valley… Sin embargo, no conseguían averiguar qué dispositivo encendía en rojo una celdilla de la gran pantalla que controlaba el espacio protegido.
Y lo más inquietante: la celdilla pertenecía a la zona de la Capilla Sixtina. Siempre se encendía a los pocos minutos de entrar los cardenales y se apagaba justo a la hora que salían. Totalmente inexplicable.
No habían dado la voz de alerta porque tenían comprobado, sin ninguna duda, que la citada incidencia no se debía a ningún intento de externalización, es decir, no se trataba de ningún instrumento que emitía información desde la capilla al exterior de la misma. Esta comprobación la habían efectuado ampliando la “burbuja de vacío electrónico” a un radio de más de cien metros en torno al recinto conclavista, justo hasta la Casina de Pío IV, una residencia estival construida en los jardines vaticanos por Pirro Ligorio a mediados del siglo XVI.
En los días posteriores, como continuaba encendiéndose la alarma, montaron un dispositivo adicional para controlar la entrada de los cardenales a la Capilla Sixtina, así como su salida. Necesitaban resolver la hipótesis de que un determinado elector pudiera entrar en el cónclave con algún tipo de artilugio electrónico. Este control, mucho más sofisticado que la “burbuja de seguridad”, había dado un resultado negativo. Sin embargo, una vez cerradas las puertas a la voz de “extra omnes”, todos los días se iluminaba en el panel la maldita celdilla. Por otra parte, esa misma señal se encendía también cada noche, durante dos minutos, generalmente entre las diez y cuarto y diez y media, en el interior de la residencia Santa Marta.
Tras unos segundos de sostenerse la mirada, Tony alargó un móvil a su compañero al tiempo que le invitaba a llamar.
—Adelante.
Jack pulsó un número memorizado y se llevó el teléfono al oído.
—Ha vuelto a pasar —informó a su jefe en cuanto éste descolgó al otro lado del Atlántico.
—Pues hay que decírselo… —ordenó su interlocutor tras un breve y reflexivo silencio—. Ha ocurrido demasiadas veces y tenemos que salvar nuestra responsabilidad, pase lo que pase.
—Tony y yo opinamos lo mismo. Puede ser un cierto descrédito para Pall Mall ante el Vaticano, pero si lo ocultamos y luego se descubre que hay un espía dentro sería un absoluto desastre para nuestra empresa —diagnosticó Jack Delano.
—Muy bien. Pero, cuidado, no se te ocurra decirle que todo esto viene pasando desde el primer día… Empezó ayer… ayer por la tarde. ¿De acuerdo?
—Okay.
—Cualquier cosa, llamadme.
—Por supuesto.
Jack apretó la tecla roja y le pasó el móvil a su colega.
—Ahora te toca a ti.
Tony Preston sonrió, buscó otro número memorizado y lo pulsó obteniendo comunicación al instante.
—¿Monseñor…? Buenas tardes, soy Preston… ¿Puede acercarse por aquí cuando tenga un minuto…? Bueno, yo no diría exactamente un problema. De momento, sólo una incidencia.
3
Una vez instalados los purpurados en sus asientos respectivos de la Capilla Sixtina, los ceremonieros, cuatro clérigos auxiliares del maestro de celebraciones litúrgicas, comenzaron a repartir tres papeletas a cada uno de ellos. Dichas papeletas llevaban inscrita en la parte superior la leyenda “Eligo in Summum Pontificem”.
Encima del citado texto aparecía dibujado el logotipo de la Santa Sede y, en la zona inferior, quedaba un amplio espacio para consignar el nombre del candidato votado. Las papeletas, blancas y rectangulares, medían doce por ocho centímetros, tamaño suficiente para que se pudieran doblar dos veces a fin de proteger su contenido.
Una vez repartidas, el último cardenal de la orden de los diáconos procedió a extraer nueve bolas de una gran copa de cristal donde había ciento veintisiete, tantas como aspirantes a la Silla de San Pedro. Cada bola poseía un número que correspondía al nombre de un elector, según una lista consignada en una carpeta de plástico situada al lado de la copa.
Los tres nombres que extrajo en primer lugar correspondían a los escrutadores. Es decir, a los encargados del recuento de votos. Las tres bolas siguientes a los revisores, cuya misión consistía en verificar que los escrutadores habían realizado correctamente el recuento. Y las tres últimas, a los enfermeros, los comisionados para ir a la Domus Sanctae Marthae y traer el voto de los dos electores enfermos en cama.
Designados los escrutadores, revisores y enfermeros, el maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias gritó en voz alta la frase ritual:
—¡Extra omnes!
“Fuera todos” los no autorizados a permanecer en el recinto del cónclave. Esto significaba que el citado maestro, el secretario del colegio cardenalicio y los ceremonieros tenían que abandonar la Capilla Sixtina. Tras su salida, el último purpurado de la orden de los diáconos cerró la puerta, se colgó la llave del cuello y regresó a su sitio en uno de los extremos de la “U” que formaban los asientos de los ciento veintisiete electores.
Antes de ponerse a rellenar las papeletas, los príncipes de la Iglesia, puestos en pie, invocaron la luz del Espíritu Santo cantando el “Veni Creator”. Después rezaron una oración dirigida por monseñor Pertini, un anciano de figura aristocrática rematada por una cabeza de patricio romano, arzobispo de Milán y decano del Sacro Colegio. Seguidamente, este mismo dignatario pronunció el juramento colectivo y, a continuación, cada purpurado prestó el suyo personal poniendo la mano sobre los Evangelios.
Por último, tomando asiento de nuevo, procedieron a consignar en la papeleta el nombre del aspirante que proponían para ser elegido Sumo Pontífice. Doblada por dos veces, esperaron su turno para acercarse a depositarla en una mesa situada delante del altar, tras la que se encontraban los tres escrutadores.
—Pongo por testigo a Cristo nuestro Señor, el cual nos juzgará, de que doy mi voto a quien, en presencia de Dios, creo que debe ser elegido.
Pronunciado este ritual con la papeleta en la mano, cada cardenal la depositaba sobre un plato dorado, una especie de patena grande, la cual cubría una urna de cristal ornamentada en sus paredes con el escudo de la Santa Sede. Luego, volcando el mencionado plato, dejaban caer el voto en el interior del recipiente cristalino.
Las dos últimas papeletas que entraron en la urna fueron las de los purpurados que estaban enfermos, votos que fueron traídos por dos de los tres enfermeros elegidos con anterioridad.
Había llegado el momento de iniciar el recuento de votos. Uno por uno y en voz alta.
Un silencio expectante, solemne y premonitorio, se apoderó de toda la Capilla Sixtina. Parecía anunciar que aquella votación no iba a ser una más de las muchas celebradas hasta entonces con el persistente empate entre el candidato de los progresistas y el de los conservadores.
El belga George Poulenc, arzobispo de Malinas, uno de los tres escrutadores, retiró la reluciente patena que cubría la urna, introdujo en ella su huesuda y blanca mano, casi alabastrina, removió las papeletas, extrajo la primera y comenzó a desdoblarla.
Se necesitaba que un elector obtuviera, como mínimo, ochenta y cuatro votos, es decir, los dos tercios del total de las papeletas, para ser proclamado Papa. Hasta entonces, lo máximo qué había logrado uno de los dos candidatos preferentes eran sesenta y cinco.
—¡Eminentísimo señor…!
4
Mientras se desarrollaba en la Capilla Sixtina el recuento de papeletas de la vigésimo séptima votación, monseñor Steven Palmer se acercó al control central de seguridad electrónica del cónclave ubicado en la planta baja de la residencia Santa Marta.
—Hola. ¿Cuál es la incidencia?
Palmer, cuarenta y tres años, alto, fuerte y atlético como un jugador de béisbol americano, había abandonado la Agencia Central de Inteligencia americana en el año 2004. Su salida de la CIA, motivada por una grave crisis personal y profesional, se debió a que sus superiores le obligaron a elaborar informes falsos relativos a la presencia en Irak de armas de destrucción masiva. Informes que fueron decisivos para que Estados Unidos declarara la guerra a Saddam Hussein y arrastrara, a su vez, a gran parte de los países occidentales a un conflicto de nefastos resultados.
Steven, hombre culto, vitalista, de fuertes convicciones patrióticas pero también éticas, cayó en el proceloso fondo de una grave depresión tras constatar el desastre humano, político y militar en el que había colaborado activamente por actuar en contra de su profesionalidad y de su conciencia.
Durante los meses que estuvo de baja conoció en Langley, Virginia, sede central de la CIA, a Tom Warren, capellán católico perteneciente al Opus Dei. Al descubrir éste sus valores morales, su acendrada religiosidad heredada de sus progenitores y su formación humanista, le encaminó hacia el ingreso en la citada prelatura apostólica fundada por el español Escrivá de Balaguer, donde el exagente se ordenó sacerdote en marzo de 2006.
Dos meses después, a finales de mayo, aterrizaba en Roma para supervisar la remodelación de las medidas de seguridad del Estado del Vaticano. Una misión en la que le había embarcado Warren, su mentor, amigo personal de Joaquín Merry del Val, el entonces muy influyente portavoz oficial de la Santa Sede y miembro numerario del Opus Dei.
Gracias a sus conocimientos en sistemas de seguridad, de manera especial los devenidos de las nuevas tecnologías, pero sobre todo gracias a su amor a la Iglesia, a su formación teológica y a su discreción, Palmer se ganó pronto la confianza del sustituto de la Secretaría de Estado durante el pontificado de Benedicto XVI, y luego la de Monseñor Leone, su sucesor en el citado cargo a lo largo del papado de León XIV.
De Steven dependían orgánicamente la famosa guardia suiza, la PSV (Pubblica Sicurezza Vaticana), una especie de guardia nacional, y la Unità d’Intelligenza Vaticana. La UIV, como se conocía de puertas adentro a esta última, había sido creada por él a manera de un servicio secreto de amplio espectro, tanto de asuntos internos como del exterior a través de las nunciaturas en los numerosos países con los que la Iglesia mantenía relaciones diplomáticas.
Cuando los dos técnicos de Pall Mall Electronic terminaron de explicarle con detalle la alarma que se encendía en el panel de control durante las votaciones en la Capilla Sixtina, el semblante de Palmer se había ensombrecido debido a la grave preocupación que embargaba su ánimo.
—El asunto es… terrible…, a no ser que se trate de un fallo técnico —terminó diagnosticando con la voz perforada por el miedo.
—No hay ningún fallo técnico —le aseveró Preston—. Estamos seguros al cien por cien.
—Hemos revisado mil veces el dispositivo —remarcó su compañero Jack Delano.
—No lo pongo en duda. Pero…, por favor, revisadlo otra vez… Quiero tener la certeza absoluta antes de poner en alerta al cardenal camarlengo e iniciar una investigación de consecuencias imprevisibles. ¿Cuento con ello…?
—Por supuesto —contestaron al unísono los dos jóvenes californianos.
Palmer consultó su reloj. Eran poco más de las cinco. Frunció los labios y se los mordió hasta la rojez, gesto característico en él cuando tenía que tomar decisiones urgentes.
Luego giró su corpulento pero ágil cuerpo en dirección a la puerta. Al llegar a la misma, se volvió y ordenó.
—Por supuesto, ni una palabra a nadie. ¡Ni siquiera a vuestra central en Silicon Valley!
5
Angelo Pertini, decano de los purpurados, empuñó la campana de plata situada a la derecha de la urna y la repicó tres veces. Inmediatamente bajó el tono de las conversaciones que mantenían Sus Eminencias durante la espera del recuento de votos por los tres cardenales revisores. Los que no se hallaban en sus asientos regresaron con premura a ellos y, al segundo toque de campana, se hizo un silencio absoluto.
—Hermanos, alumbrados en nuestro voto por el Espíritu Santo, tenemos ya el resultado de la votación vigésimo séptima… Es el siguiente…
Bajo la tutela del impresionante fresco de Miguel Ángel, la expectación rebosaba en la Capilla Sixtina. Y estaba justificada por completo. La elección del sustituto de León XIV se había alargado demasiado y parecía que los señores purpurados habían llegado, por fin, a un acuerdo.
—¡Su Eminencia el cardenal Peyton…, dieciséis votos!
Un murmullo de sorpresa acogió esta cifra al tiempo que las miradas de los príncipes de la Iglesia se cruzaban entre sí y luego buscaban al arzobispo de Filadelfia, setenta y dos años, pelo escaso y nevado, quien recibió el resultado con un esbozo de sonrisa transida de decepción. No era para menos pasar de los cincuenta y ocho votos de la anterior votación a la cifra actual.
Peyton había sido hasta entonces la apuesta del sector más conservador del colegio cardenalicio, incluida la curia romana. Un grupo liderado por Su Eminencia Alessandro Perosi, el, hasta entonces, todopoderoso secretario de Estado del Vaticano, y por Valerio Fontana, el camarlengo y, por ello, responsable supremo de la Iglesia durante la Sede Vacante.
Esta facción abogaba por unir la cabeza de la Iglesia a la cabeza del mundo, es decir, a Estados Unidos. Con esto se conseguiría hacer frente, por una parte, al imparable poder del islamismo en Occidente y, por otra, al laicismo y relativismo que preconizaba la izquierda europea. Una postura que sus partidarios defendían aduciendo que la Iglesia necesitaba el apoyo del poder político para llevar a cabo su misión evangelizadora. Una especie de regreso a la santa alianza medieval entre la Cruz y la Espada, que tan buenos resultados había dado a Occidente a lo largo de la Historia.
—¡Su Eminencia el cardenal Tagore…, veintiún votos!
El murmullo subió de volumen porque el globo de la sorpresa flotaba en el ambiente y parecía a punto de estallar. Los votos del candidato norteamericano no se habían ido al purpurado de Bombay, representante de la tendencia que buscaba sentar en la Silla de San Pedro a un pastor del Tercer Mundo. Todo lo contrario, había perdido cuarenta y tres de los sesenta y cuatro obtenidos anteriormente.
Frente a la globalización espiritual y a la alta política internacional que respaldaban a Peyton, Amitav Tagore representaba a los desheredados de la Tierra, a los países subdesarrollados, a las iglesias nacionales en comunión con Roma en la esencia evangélica, pero con amplia libertad en cuanto a las costumbres de cada pueblo.
Ante estos sorpresivos resultados, los electores percibieron que se podía convertir en realidad la tercera vía abierta en las últimas cuarenta y ocho horas por el arzobispo de Toledo. Monseñor Moncada preconizaba que debían encontrar un candidato que conociera a fondo el Tercer Mundo, que no se pudiera identificar ni con la política imperialista norteamericana ni con la sempiterna superioridad cultural europea, pero que tampoco despertara los recelos de estas dos superpotencias. Y además, como resultaba casi preceptivo desde Juan Pablo II, que dominara varios idiomas y tuviera carisma ante las cámaras de televisión. Un prototipo al que el purpurado español le había puesto nombre y apellidos.
—¡Y noventa votos para… —pausa solemne, premeditada, del prestigioso arzobispo de Milán, agigantando la expectación que se había atomizado en la estancia que acogía la pulpa del arte sacro mundial—, Su Eminencia Reverendísima el cardenal Mendoza!
El murmullo de sorpresa con el que fije acogido el resultado del escrutinio dio paso a un suspiro general de alivio, roto por unas tímidas palmas que pronto se transformaron en un aplauso cerrado.
Jorge Darío Mendoza Tagliavini, arzobispo de Buenos Aires, cincuenta y cinco años, de elevada estatura, rostro agradable, cuerpo atlético, abundante cabello negro pero con las sienes en proceso de platearse, encarnaba justo el Papa del retrato robot diseñado por el primado español.
Hijo de padre argentino y madre italiana, había nacido en la turística ciudad de Bariloche, en la Patagonia, dos años después que su hermana Graciela. Cuando tenía cinco años, la familia se vio obligada a abandonar Argentina por problemas políticos con el régimen personalista del general Perón. Gracias a la amistad de sus progenitores con un religioso carmelita, se pudieron exiliar en España, concretamente en Hinojosa del Duque, un austero pueblo de la provincia andaluza de Córdoba famoso por su espectacular iglesia arciprestal, donde la citada orden tenía un convento.
El prior, Jaime María Andrade O. C., proporcionó trabajo al padre como profesor en el seminario, donde impartió clases de geometría y geografía a los jóvenes “marianos” que estudiaban para convertirse en religiosos de la orden carmelitana. En este pueblo el pequeño Jorge Darío pasó toda su infancia y perdió el característico acento argentino, aunque no el tono cálido, cadencioso y agradable de la tierra de Martín Fierro.
En 1964, la familia Mendoza regresó a su país y se instaló en Buenos Aires, donde Jorge comenzó sus estudios eclesiásticos en el seminario bonaerense. Sus grandes dotes intelectuales hicieron que sus superiores, pasados unos años, lo enviaran a España para estudiar Filosofía en la Universidad Pontificia de Salamanca, donde se licenció cum laude. En este prestigioso centro conoció y se hizo amigo y confidente del profesor Luis Moncada, que con el tiempo sería nombrado primado de España. Con posterioridad, y gracias al apoyo del citado profesor, estudió Teología en la Universidad Gregoriana de Roma, donde se doctoró también con excelentes notas.
Tras cantar misa en Buenos Aires, permaneció dos años en esta ciudad como capellán en el monasterio de la Transfiguración de las benedictinas misioneras, al tiempo que impartía clases de latín y griego en el seminario menor de la archidiócesis. Más tarde se convirtió en secretario personal del mítico cardenal Pironio cuando éste fue nombrado obispo de Mar de Plata y a los treinta y cinco años, tras publicar un ensayo titulado Claves neocristianas para la evangelización del Tercer Mundo, fue llamado a la curia romana, donde comenzó su meteórica carrera eclesiástica.
El cardenal Mendoza, al oír su nombre adherido a noventa votos, mayoría sobrada de los dos tercios necesarios para ser elegido Papa, cerró los ojos y sintió cómo su corazón, literalmente, se detenía. “¡No, Dios mío, no!”. Su cabeza se nublaba. “¡Dios mío, no me hagas esto!”. Su respiración se atomizaba por un trombo de angustia en el tórax. “¡No puede ser!”. Y las venas de sus sienes se engrosaban por una peligrosa tensión sanguínea que amenazaba con desencadenar un ictus cerebral. “¡Dios mío, tú sabes que no puede ser!”.
—Eminencia… ¿aceptáis vuestra elección canónica como Sumo Pontífice?
El primado argentino no oyó en primera instancia la pregunta ritual que, frente a él, le formulaba Angelo Pertini, decano del Sacro Colegio Cardenalicio. Tuvo que repetírsela por segunda vez para que el arzobispo de Buenos Aires abriera los ojos y ciento veinticuatro hermanos en el cardenalato pudieran ver el miedo que anidaba en su desencajado semblante.
Algunos segundos después, volvió a bajar el membranoso telón de sus párpados y un visible e incontenible temblor se apoderó de sus resecos labios. “¡Dios mío… tú sabes que no puede ser!”, clamó desde lo más íntimo de su corazón.
—Eminencia… —insistió por tercera vez el decano de los purpurados—. ¿Aceptáis vuestra elección canónica como Sumo Pontífice?
Este nuevo requerimiento sí lo escuchó con claridad. Respiró a fondo para expulsar la asfixia que atenazaba sus alvéolos pulmonares y, sin abrir los ojos, preguntó con la voz amoratada por la angustia.
—¿Pue… puedo… decidirlo mañana…? Necesito… necesito esta noche para pensarlo… —suplicó atrapado por su maremoto anímico.
La insólita petición metabolizó la enorme expectación acumulada en la Capilla Sixtina, convirtiéndola en un gran desconcierto para todos los electores que llevaban ya una decena de días encerrados intentando encontrar al sucesor del llorado León XIV.
Angelo Pertini buscó con la mirada un apoyo, positivo o negativo, pero sólo encontró ojos desvariados por el estupor hasta que se topó, por fin, con la de Valerio Fontana, el camarlengo, la máxima autoridad de la Iglesia durante el cónclave. Éste, tras cruzar unas palabras con monseñor Moncada, el impulsor de la candidatura de Mendoza, así como con Perosi y el alemán Merkel, los “padrinos” de las dos opciones derrotadas, preguntó en voz alta:
—Señores purpurados, ¿se opone alguien a que el cardenal Mendoza medite su decisión durante esta noche?
Nadie movió un músculo, paralizados mental y emocionalmente por la sorpresiva petición del arzobispo argentino. El camarlengo, tras verificar que nadie se oponía, se dirigió en tono trascendente al primado argentino.
—Mañana, monseñor, tras la santa misa, deberéis aceptar o desestimar la elección. Todos rezaremos esta noche por vos… Que Dios os ilumine.