EL MOTÍN DEL BOTE SALVAVIDAS

The Lifeboat Mutiny, 1955

—Dime la verdad, ¿has visto alguna vez motores como este? —preguntó Joe, el trapero interestelar—. ¡Y mira esos servos!

—Hmmmm —musitó Gregor calculadoramente.

—Y este casco —dijo Joe—. Apuesto a que tiene quinientos años y no verás ningún punto de óxido. —Palmeó la bruñida superficie cariñosamente. ¡Qué suerte, parecía querer decir la palmada, que este modelo de barco esté aquí justo cuando ACE AAA necesita un bote salvavidas!

—Desde luego tiene muy buen aspecto —admitió Arnold, con el estudiado aire del hombre enamorado que intenta por todos los medios ocultarlo—. ¿Qué piensas tú, Dick?

Richard Gregor no contestó. Era una bonita máquina, y parecía muy adecuada para las mediciones que tenían que realizar en el océano de Tridente. Pero había que andarse con ojo con las mercancías de Joe.

—Ya no construyen cosas así —dijo Joe con un suspiro—. Fijaos en la unidad de propulsión. Decidme si habéis visto algo parecido. Fijaos, fijaos en la capacidad del sistema de refrigeración. Examinadlo…

—No tiene mal aspecto —dijo Gregor lentamente. El Servicio Interplanetario de Descontaminación ACE AAA había hecho negocios con Joe anteriormente y había aprendido a ser cauto. No es que Joe fuese un tramposo, ni mucho menos. Las máquinas viejas que recogía por todo el universo habitado funcionaban, pero las máquinas antiguas solían tener ideas propias sobre cómo se debía hacer un trabajo. Tenían tendencia a ponerse quisquillosas cuando se las sacaba de su rutina.

—A mí no me importa que sea bonito, rápido, duradero, ni siquiera cómodo —dijo Gregor—. Sólo quiero que sea absolutamente seguro.

—Eso es lo importante, desde luego —aceptó Joe—. Entremos.

Entraron en la cabina del bote. Joe se acercó al cuadro de mandos, sonrió misteriosamente, y apretó un botón.

Inmediatamente Gregor oyó una voz que parecía brotar de su propia cabeza.

—Soy el bote salvavidas 324-A. Mi objetivo… —decía.

—¿Telepatía? —interrumpió Gregor.

—Registro sensorial directo —dijo Joe, sonriendo orgulloso—. Así no hay ninguna barrera lingüística. Os lo aseguro, ya no construyen cosas como esta.

—Soy el bote salvavidas 324-A —repitió el bote—. Mi objetivo primario es preservar de todo peligro a mis tripulantes y mantenerlos con buena salud. En este momento, estoy sólo parcialmente activado.

—¿Puede haber algo más seguro? —exclamó Joe—. Este no es un pedazo de metal insensible. Este bote cuidará de vosotros.

Gregor estaba impresionado, aunque la idea de un bote salvavidas sensible le resultaba un tanto desagradable. Pero, en fin, las máquinas paternalistas siempre le habían irritado.

—¡Nos lo quedaremos! —dijo Arnold, que no compartía tales sentimientos.

—No lo lamentaréis —dijo Joe, con el tono franco y abierto que le había ayudado a hacerse millonario varias veces.

Gregor esperaba no tener que lamentarlo.

Al día siguiente, cargaron el bote salvavidas 324-A en su nave espacial y despegaron rumbo a Tridente.

Aquel planeta, situado en el corazón del Valle Estelar Este, había sido adquirido hacía muy poco por un especulador inmobiliario. Le había parecido casi perfecto para la colonización. Tridente era del tamaño de Marte pero con mucho mejor clima. No había población nativa con la que enfrentarse, ni plantas venenosas, ni enfermedades infecciosas, y, a diferencia de muchos otros mundos, Tridente carecía de animales predadores. En realidad, no había animales en el planeta. Aparte de una pequeña isla y un casquete polar, todo el planeta estaba cubierto de agua.

De hecho, no se trataba de que hubiese escasez de tierra; se podía cruzar a pie perfectamente una vasta extensión del mar de Tridente. La tierra aún no había subido lo suficiente.

ACE AAA había recibido el encargo de corregir este pequeño fallo.

Tras aterrizar en la única isla de Tridente, embarcaron en el bote. Pasaron el resto del día revisando y disponiendo el equipo especial de medición en el bote.

A primera hora de la mañana siguiente, Gregor preparó bocadillos y llenó una cantimplora de agua. Estaban listos para empezar a trabajar.

Tan pronto como soltaron amarras, Gregor bajó a la cabina con Arnold. Arnold apretó teatralmente el primer botón.

—Soy el bote salvavidas 324-A —comenzó el bote—. Mi objetivo primario es preservar de todo peligro a mis tripulantes y mantenerlos con buena salud. En este momento estoy sólo parcialmente activado. Para activarme del todo, pulse el botón 2.

Gregor pulsó el segundo botón.

Hubo un ronroneo y un bufido en las entrañas del bote. Pero no sucedió nada más.

—Que raro —dijo Gregor. Volvió a apretar el botón. Se repitieron los mismos sonidos.

—Parece que hay un cortocircuito —dijo Arnold.

Por la escotilla de proa, Gregor vio alejarse lentamente la costa de la isla. Sintió un estremecimiento de pánico. Había tanta agua allí, y tan poca tierra. Y para empeorar las cosas, no había nada en el tablero de mandos que pareciese un volante o un timón. ¿Cómo manejar un bote salvavidas parcialmente activado?

—Debe controlarse telepáticamente —dijo animosamente Gregor; y con voz firme añadió—: de frente, lentamente. El bote obedeció la orden.

—Ahora un poco a la derecha.

El bote respondió perfectamente a la clara aunque poco marinera orden de Gregor. Los socios intercambiaron sonrisas.

—¡De frente y a toda velocidad ahora! —dijo Gregor. El bote salvavidas se lanzó velozmente por el resplandeciente y vacío mar.

Arnold desapareció en la bodega con una linterna y un comprobador de circuito. Las operaciones de medición eran lo bastante fáciles para que Gregor pudiese arreglárselas solo. El trabajo lo hacían prácticamente las máquinas, que transcribían los principales depresiones del fondo del océano, localizaban los volcanes más prometedores, y trazaban los mapas. Completada la medición, la siguiente etapa se traspasaba a un subcontratista. Este pondría las cargas necesarias en los volcanes, rellenaría las fallas, se colocaría a una distancia segura, y Tridente se convertiría en un lugar espectacularmente ruidoso durante un tiempo. Cuando las cosas se apaciguasen, habría suficiente tierra seca para satisfacer hasta a un especulador inmobiliario. A media tarde, Gregor consideró que habían hecho suficientes mediciones para un día. Él y Arnold comieron sus bocadillos y bebieron de la cantimplora. Luego se dieron un corto baño en las claras y verdes aguas del mar de Tridente.

—Creo que he localizado el problema —dijo Arnold—. Faltan los conductores de los activadores primarios y dos de los cables de energía están cortados.

—¿Por qué harían eso? —preguntó Gregor.

—Puede deberse a llevar tanto tiempo en desuso. Lo arreglaré en un momento.

Volvió a meterse en la bodega. Gregor se volvió en dirección a la isla, conduciendo el bote telepáticamente, y contemplando el agua verdosa que espumeaba alegremente en la proa. En momentos como aquel, en contra de toda su experiencia anterior, el universo parecía un lugar bello y acogedor.

Al cabo de media hora salió Arnold, lleno de grasa, pero triunfante.

—Prueba ahora a apretar ese botón.

—Pero si ya estamos casi en la isla.

—¿Y qué? Podemos aprovechar para ver si esto funciona.

Gregor asintió y apretó el segundo botón.

Oyeron un desmayado clic-clic de circuitos abriéndose. Media docena de pequeños motores cobraron vida. Se encendió una luz roja y luego parpadeó y se apagó, cuando los generadores se pusieron en marcha.

—Ya está —dijo Arnold.

—Soy el bote salvavidas 324-A —dijo telepáticamente el bote—. Estoy ahora plenamente activado, y puedo proteger a mis ocupantes de cualquier peligro. Tengan fe en mí. Mis cintas de acción-reacción tanto psicológica como física han sido preparadas por los mejores cerebros científicos de Drome.

—Esto da sensación de confianza, ¿no te parece? —dijo Arnold.

—Supongo que sí —dijo Gregor—. Pero ¿dónde está Drome?

—Caballeros —continuó el bote salvavidas—, procuren pensar en mí no como en una máquina insensible, sino como en su amigo y compañero de armas. Comprendo cómo se sienten. Acaban de perder su barco, cruelmente destruido por los implacables h’gens. Han…

—¿Qué barco? —preguntó Gregor—. ¿Pero de qué habla?

—… subido a bordo de mí, exhaustos, sofocados por los vapores ponzoñosos del agua, medio muertos…

—¿Te refieres al baño que hemos tomado? —preguntó Arnold—. Te confundes. Acabamos de medir…

—… conmocionados, heridos, con la moral baja —concluyó el bote salvavidas—. Quizás estén un poco asustados, —dijo con un tono mental más suave—. Y no podría ser menos, separados como están de la flota de Drome, solos en un planeta inclemente y extraño. Pero un poco de miedo no es algo de lo que deban avergonzarse, caballeros. Sin embargo, estamos en guerra, y la guerra es cruel. No tenemos otra alternativa que hacer retroceder en el espacio a los bárbaros h’gens.

—Debe haber una explicación razonable para todo esto —dijo Gregor—. Probablemente se haya mezclado una vieja película de televisión en su banco de respuestas.

—Será mejor que le demos un repaso completo —dijo Arnold—. No podemos estar aguantando esos discursos todo el día.

Estaban aproximándose a la isla. El bote salvavidas aún seguía perorando sobre la patria, la guerra, sobre acciones evasivas y maniobras tácticas, y sobre la necesidad de mantener la calma en emergencias como aquella. De pronto se paró.

—¿Qué pasa? —preguntó Gregor.

—Estoy supervisando la isla —dijo el bote salvavidas.

Gregor y Arnold se miraron.

—Es mejor tomarlo a broma —cuchicheó Arnold; y añadió, dirigiéndose al bote salvavidas—: La isla es segura. La comprobamos personalmente.

—Quizás lo hiciesen —contestó el bote salvavidas—. Pero en la guerra moderna, de acciones rápidas, los sentidos de los dromes no son totalmente de fiar. Son demasiado limitados, demasiado proclives a interpretar las cosas según sus deseos. En cambio, los sentidos electrónicos no se ven afectados por las emociones, vigilan constantemente y son infalibles, dentro de sus límites.

—¡Pero si ahí no hay nada! —gritó Gregor.

—Capto la presencia de una nave espacial extraña —contestó el bote salvavidas—. No tiene los distintivos de Drome.

—Tampoco tiene distintivos del enemigo —contestó tranquilamente Arnold, pues había pintado el casco él mismo.

—No, no los tiene. Pero en la guerra debemos suponer que lo que no es nuestro es del enemigo. Comprendo perfectamente su deseo de poner de nuevo pie en tierra. Pero tengo en cuenta factores que un drome, condicionado por sus emociones, puede pasar por alto. Consideren la perfecta trampa que puede significar este trozo de tierra estratégico, aparentemente deshabitado; la tentación de esa nave espacial sin ningún distintivo. Puede ser un anzuelo, una trampa. Consideren además el hecho de que nuestra flota no se halla ya en las proximidades; consideren…

—Bueno, ya está bien. —Gregor estaba harto de discutir con aquella máquina terca y pedante—. Dirígete en línea recta a la isla. Es una orden.

—No puedo obedecer esa orden —dijo el bote—. Ustedes están desequilibrados por la tensión de la lucha y por la conmoción producida por haber escapado por muy poco a la muerte…

Arnold cogió la palanca de desconexión, y retiró la mano con un aullido de dolor.

—Tengan sentido, caballeros —dijo con firmeza el bote—. Sólo el oficial autorizado tiene capacidad para desconectarme. Por su propia seguridad, debo advertirles que no toquen ninguno de mis controles. Están mentalmente desequilibrados. Más tarde, cuando su posición sea segura, resolveremos eso. Ahora todas mis energías deben consagrarse a la detección del enemigo y a huir de él.

El bote aumentó su velocidad y se apartó de la isla siguiendo un intrincado rumbo de huida.

—¿Adónde vamos? —preguntó Gregor.

—¡A unirnos otra vez a la flota de Drome! —gritó el bote salvavidas, con tal seguridad y confianza que los socios miraron nerviosamente las vastas y desiertas aguas de Tridente.

—Si es que puedo encontrarla, claro está —añadió el bote salvavidas.

Era ya noche cerrada y Gregor y Arnold, sentados en un rincón de la cabina, compartían ávidamente su último bocadillo. El bote salvavidas aún continuaba la infructuosa búsqueda de aquella flota que había existido quinientos años atrás en un planeta completamente distinto.

—¿Has oído hablar alguna vez de esos dromes? —preguntó Gregor. Arnold hurgó en su memoria.

—Creo que eran criaturas no humanas, una especie de lagartos evolucionados —dijo—. Vivían en el sexto planeta de un pequeño sistema próximo a Capella. La raza se extinguió hace aproximadamente un siglo.

—¿Y los h’gens?

—También lagartos. La misma historia. —Arnold recogió una miga y se la metió ávidamente en la boca—. No fue una guerra muy importante. Todos los combatientes desaparecieron, salvo este bote salvavidas, al parecer.

—Y nosotros —le recordó Gregor—, hemos sido reclutados como soldados de Drome —suspiró pesadamente—. ¿Crees que podremos razonar con esta bañera? Arnold movió la cabeza.

—No veo cómo. Para este bote la guerra aún sigue. Sólo puede interpretar los datos en función de esa premisa.

—Probablemente esté escuchándonos ahora —dijo Gregor.

—No lo creo. En realidad no creo que pueda leer el pensamiento. Sus centros de percepción están ligados sólo a pensamientos dirigidos específicamente a él.

—Sí, señor —dijo Gregor con amargura—. Ya no construyen cosas así. —Tenía ganas de echarle el guante a Joe, el trapero interestelar.

—Es una situación muy interesante, no hay duda —dijo Arnold—. Quizás haga un artículo para Cibernética Popular. Aquí tenemos una máquina con un montaje casi infalible para la percepción de estímulos externos. Las órdenes que recibe las traduce de forma lógica en acción. El único problema es que la lógica se basa en condiciones que ya no existen. En consecuencia, podría decirse que la máquina es víctima de un sistema engañoso sistematizado.

Gregor bostezó.

—Quieres decir que el bote salvavidas está simplemente como una cabra —dijo bruscamente.

—Como una regadera. Creo que el calificativo adecuado sería paranoia. Pero todo terminará muy pronto.

—¿Por qué? —preguntó Gregor.

—Es evidente —dijo Arnold—. La condición prioritaria que tiene grabada el bote es mantenernos vivos. Así que tiene que alimentarnos. Hemos acabado los bocadillos y toda nuestra comida está en la isla. Me imagino que tendrá que correr el riesgo y volver.

Al cabo de unos minutos se dieron cuenta de que el bote salvavidas giraba, cambiando de dirección.

—De momento —comunicó— no puedo localizar a la flota de Drome. Por tanto, vuelvo a explorar la isla una vez más. Por fortuna, no hay rastro del enemigo en esta zona inmediata. Ahora puedo dedicar toda mi atención a su cuidado.

—¿Lo ves? —dijo Arnold, dando un codazo a Gregor—. Lo que yo te decía. Ahora le reforzaremos el concepto —y dijo al bote salvavidas—: Era hora de que te ocuparas de nosotros. Tenemos hambre.

—Sí, danos de comer —pidió Gregor.

—Por supuesto —dijo el bote salvavidas. Brotó de la pared una bandeja. Estaba repleta de algo que parecía arcilla, pero olía a aceite de máquina.

—Pero ¿qué es esto? —preguntó Gregor.

—Esto es gizel —dijo el bote—. La dieta alimenticia de los habitantes de Drome. Puedo prepararla de dieciséis formas distintas.

Gregor probó con mucha cautela. Sabía exactamente a arcilla con aceite de máquina.

—¡Nosotros no podemos comer eso! —protestó.

—Claro que pueden —dijo suavemente el bote—. Un drome adulto consume dos kilos de gizel al día, y pide más. La bandeja se deslizó hacia ellos. Retrocedieron.

—Escucha —dijo Arnold al bote—. Nosotros no somos dromes. Nosotros somos humanos, y son dos especies completamente distintas. La guerra de que tú hablas terminó hace quinientos años. Nosotros no podemos comer gizel. Nuestra comida está en aquella isla.

—Intenten comprender la situación. Su alucinación es muy frecuente entre los combatientes. Es una fantasía de fuga. Un intento de huir de una situación intolerable. Caballeros, les suplico que enfrenten la realidad.

—¡Enfrenta la realidad tú! —chilló Gregor—. O tendré que desmantelarte tuerca a tuerca.

—Las amenazas no me afectan —transmitió serenamente el bote salvavidas—. Sé por lo que han pasado. Puede incluso que hayan sufrido ustedes alguna lesión cerebral al | entrar en contacto con el agua ponzoñosa.

—¿Ponzoñosa? —masculló Gregor.

—Para los dromes —le recordó Arnold.

—Si no hay más remedio —continuó el bote salvavidas—, dispongo también de equipo para realizar terapia quirúrgica cerebral. Es una medida drástica, pero uno ha de ser drástico en época de guerra. —Se abrió un panel, y los socios vieron brillar instrumentos quirúrgicos.

—Nos sentimos ya mucho mejor —dijo rápidamente Gregor—. Tiene buen aspecto este gizel, ¿eh, Arnold?

—Delicioso —dijo Arnold.

—Gané un concurso nacional de cocinado de gizel —transmitió el bote salvavidas, con disculpable orgullo—. Nada es lo bastante bueno para nuestros soldados. Pruébenlo, pruébenlo.

Gregor cogió un puñado, chasqueó los labios, y lo tiró al suelo.

—Maravilloso —dijo, esperando que los sentidos internos del bote no fuesen tan eficientes como parecían ser los internos.

Al parecer no lo eran.

—Bien —dijo el bote salvavidas—, ahora estoy dirigiéndome a la isla. Y les prometo que dentro de un rato estarán mucho más cómodos.

—¿Por qué? —preguntó Arnold.

—La temperatura aquí es insoportablemente cálida. Es asombroso que no hayan caído en estado de coma. Cualquier otro drome ya estaría inconsciente. Procuren aguantar un poco más. Muy pronto, conseguiré la temperatura normal de Drome de veinte grados bajo cero. Y ahora, para levantarles la moral, tocaré el himno nacional.

Un horroroso rechinar rítmico llenó el aire. Las olas lamían los bordes del apresurado bote. En unos instantes empezaron a notar que el aire era perceptiblemente más frío.

Gregor cerró pesadamente los ojos, intentando ignorar el frío que iba penetrando por sus miembros. Se sentía soñoliento. Menudo destino el suyo, pensaba, morir congelado dentro de un bote loco. Eso era lo que se sacaba de comprar cacharros paternalistas, calculadoras humanoides y máquinas suprasensibles y emocionales.

Medio en sueños se preguntó en qué acabaría todo aquello. Se imaginó un gigantesco hospital para máquinas. Dos robots doctores llevaban a una segadora de césped por un largo pasillo blanco. El robot doctor jefe decía: «¿Qué le pasa a este chico?». Y el ayudante contestaba: «Está completamente loco. Se cree que es un helicóptero». «¡Ajá!», decía el jefe con aire docto. «¡Fantasías de vuelo! Lástima. Tiene cara de buen chico». El ayudante asentía. «El exceso de trabajo: se destrozó cortando malas hierbas». La segadora se agitó. «¡Ahora soy una batidora!», chilló entre risas.

—Despierta —dijo Arnold, meneando a Gregor, y dando diente con diente—. Tenemos que hacer algo.

—Pídele que encienda la calefacción —dijo Gregor semiinconsciente.

—No conduciría a nada. Los dromes viven a veinte grados bajo cero. Nosotros somos dromes. Nos corresponden veinte bajo cero.

La escarcha se amontonaba sobre los tubos de refrigeración que atravesaban el bote. Las paredes habían empezado a ponerse blancas y había una capa de hielo en las ventanillas.

—Tengo una idea —dijo cautelosamente Arnold. Miró al tablero de control y luego cuchicheó algo en el oído de Gregor.

—Lo intentaremos —dijo Gregor. Se levantaron. Gregor cogió la cantimplora y se situó al fondo de la cabina.

—¿Qué es lo que hace? —preguntó ásperamente el bote salvavidas.

—Necesito un poco de ejercicio —dijo Gregor—. Los soldados de Drome deben mantenerse en forma, ¿sabes?

—Eso no es verdad —dijo dubitativamente el bote salvavidas.

Gregor tiró la cantimplora a Arnold, Arnold la recogió y volvió a tirársela a Gregor.

—Tengan cuidado con ese receptáculo —advirtió el bote salvavidas—. Está lleno de un veneno mortífero.

—Ya tendremos cuidado —dijo Gregor—. Lo hemos cogido para llevarlo al cuartel general. —Tiró la cantimplora a Arnold—. En el cuartel general pueden rociar con él a los h’gens —dijo Arnold, devolviendo la cantimplora.

—¿De veras? —preguntó el bote salvavidas—. Es interesante. Una nueva aplicación de…

De pronto Gregor tiró la cantimplora contra el tubo refrigerador. El tubo se rompió y el líquido se derramó por el suelo.

—Has perdido, viejo, un mal tiro —dijo Arnold.

—Qué torpe he sido —gritó Gregor.

—Debería haber tomado precauciones contra los accidentes internos —transmitió lúgubremente el bote salvavidas—. No volverá a suceder. Pero la situación es muy grave. No puedo reparar el conducto yo mismo. No podré mantener el bote a la temperatura adecuada.

—Si nos dejases en la isla… —empezó Arnold.

—Imposible —dijo el bote salvavidas—. Mi deber es ante todo preservar sus vidas, y no podrían vivir mucho tiempo en el clima de este planeta. Pero voy a tomar las medidas necesarias para garantizar su seguridad.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Gregor, sintiendo un peso en la boca del estómago.

—No hay tiempo que perder. Exploraré la isla otra vez. Si no están allí nuestras fuerzas, iremos al único lugar de este planeta donde puede vivir un drome.

—¿Qué lugar?

—El casquete del polo sur —dijo el bote salvavidas—. Allí el clima es casi ideal… Treinta grados bajo cero, calculo.

Rugieron los motores. El bote añadió, disculpándose:

—Y, por supuesto, debo evitar que se produzcan más accidentes internos.

Pudieron oír entonces el clic de los cierres que sellaban su cabina.

—¡Piensa! —dijo Arnold.

—Ya pienso —contestó Gregor—. Pero no se me ocurre nada.

—Tenemos que salir cuando llegue a la isla. Será nuestra última oportunidad.

—¿No crees que podamos saltar por la borda? —preguntó Gregor.

—Ni hablar. Ahora está sobre aviso. Si no hubieses roto ese tubo de refrigeración, aún tendríamos una oportunidad.

—Lo sé —dijo Gregor con amargura—. ¡Tú y tus ideas!

—¡Mis ideas! Recuerdo claramente que fuiste tú quien lo sugirió. Tú dijiste…

—No importa de quién fuera la idea. —Gregor pensaba con gran concentración—. Mira, sabemos que su sistema interno de detección no es muy bueno. Cuando lleguemos a la isla, podemos intentar cortar el cable de alimentación del motor.

—No podrías acercarte ni a tres metros de él —dijo Arnold, recordando la descarga que había recibido del cuadro de mandos.

—Hmmmm. —Gregor se tapó la cara con las manos. En el fondo de su mente empezaba a tomar forma una idea. Era algo muy improbable, pero dadas las circunstancias…

—Estoy ya explorando la isla —anunció el bote.

Mirando por la escotilla de proa, Gregor y Arnold pudieron ver la isla, a no más de cien metros de distancia. Comenzaba a amanecer y se recortaba contra el cielo el perfil, lleno de rayas y abollones, de su amada nave espacial.

—A mí el sitio me parece magnífico —dijo Arnold.

—No hay duda de que lo es —remachó Gregor—. Apostaría a que están ahí nuestras fuerzas en un refugio subterráneo.

—No están —dijo el bote salvavidas—. He explorado hasta treinta metros de profundidad.

—Bueno —dijo Arnold—, dadas las circunstancias, creo que deberíamos examinarla más de cerca. Sería mejor acercarnos a la costa y echar un vistazo.

—Está desierta —dijo el bote salvavidas—. Créanme, mis sentidos son infinitamente más sensibles que los suyos. No puedo permitir que arriesguen sus vidas desembarcando. Drome necesita a sus soldados. Sobre todo a los que son vigorosos y resistentes como ustedes.

—Nos gusta este clima —dijo Arnold.

—¡Así habla un patriota! —dijo con entusiasmo el bote salvavidas—. Sé lo que deben estar sufriendo. Pero ahora me dirigiré al polo sur, para proporcionarles a ustedes, veteranos, el descanso que se merecen.

Gregor decidió que era el momento de poner en práctica su plan, por muy inseguro que fuese.

—No será necesario —dijo.

—¿Qué?

—Estamos actuando bajo órdenes especiales —dijo Gregor—. Teníamos instrucciones de no revelarlas a ninguna nave por debajo del rango de superacorazado. Pero dadas las circunstancias…

—Sí, dadas las circunstancias —añadió Arnold con vehemencia—, te las diremos.

—Somos un comando suicida —dijo Gregor.

—Especialmente entrenado para trabajar en clima cálido.

—Tenemos orden —dijo Gregor— de desembarcar en esa isla y asegurar su control por las fuerzas de Drome.

—No sabía eso —dijo el bote.

—No tenías por qué saberlo —siguió Arnold—. Después de todo, no eres más que un bote salvavidas.

—Desembárcanos inmediatamente —dijo Gregor—. No hay tiempo que perder.

—Deberían habérmelo dicho antes —dijo el bote—. Yo no podía sospechar, saben… Enfiló hacia la isla.

Gregor apenas si se atrevía a respirar. Parecía imposible que aquel sencillo truco resultase. Pero, ¿por qué no? El bote salvavidas había sido construido de modo que tenía que aceptar la palabra de sus operadores como verdad; siempre que la «verdad» estuviese en consonancia con las premisas operativas del bote, se atendría a ellas.

La playa estaba ya sólo a cincuenta metros, brillando claramente bajo la fría luz del amanecer.

Pero de pronto el bote se detuvo.

—No —dijo.

—¿No qué?

—No puedo hacerlo.

—¿Qué quieres decir? —gritó Arnold—. Estamos en guerra. Las órdenes…

—Lo sé —dijo con tristeza el bote salvavidas—. Lo siento. Deberían haber elegido para esta misión un tipo distinto de embarcación. Cualquier otro tipo. Pero no un bote salvavidas.

—Debes hacerlo —suplicó Gregor—. Piensa en nuestra patria, piensa en los despiadados h’gens

—Me es materialmente imposible cumplir esas órdenes —les dijo el bote salvavidas—. Ante todo debo proteger a mis ocupantes de cualquier daño. Esa orden está grabada en todas mis cintas, con prioridad absoluta. No puedo llevarles a una muerte cierta.

El bote empezó a alejarse de la isla.

—¡Comparecerás ante un consejo de guerra por esto! —chilló histéricamente Arnold—. Te desguazarán.

—Debo operar dentro de mis limitaciones —dijo el bote con tristeza—. Si encontramos a la flota, los transferiré a una embarcación adecuada. Pero, entretanto, debo trasladarles a la seguridad del polo sur.

El bote salvavidas aumentó su velocidad y la isla fue alejándose de ellos. Arnold se arrojó contra los controles y salió despedido por una descarga. Gregor cogió la cantimplora dispuesto a arrojarla contra la escotilla. Pero se detuvo con ella en el aire asaltado por una súbita y disparatada idea.

—Por favor, no intenten destruirme —suplicó el bote—. Sé como se sienten, pero…

Era muy arriesgado, pensó Gregor, pero de todos modos el polo sur era una muerte cierta.

Abrió la cantimplora.

—Dado que no podemos cumplir nuestra misión —dijo—, nunca podremos volver a mirar a la cara a nuestros compañeros. La única alternativa es el suicidio.

Tomó un trago de agua y pasó al cantimplora a Arnold.

—No, no lo hagan —chilló el bote salvavidas—. ¡Eso es agua! Es un veneno mortal…

Brotó una descarga eléctrica del cuadro de mandos que arrancó la cantimplora de la mano de Arnold.

Arnold consiguió agarrarla otra vez. Antes de que el bote pudiese arrebatársela, ya había bebido un trago.

—¡Morimos por el glorioso Drome! —Gregor se desplomó en el suelo. Arnold le imitó.

—No hay ningún antídoto conocido —gimió el bote—. Si por lo menos pudiese entrar en contacto con un barco hospital…

Los motores ronronearon indecisos.

—Háblenme —suplicó el bote—. ¿Siguen aún con vida? Gregor y Arnold se mantenían totalmente inmóviles, sin respirar.

—¡Contéstenme! —suplicó el bote salvavidas—. Quizás si comiesen un poco de gizel… —brotaron dos bandejas. Los socios no se movieron.

—Muertos —dijo el bote salvavidas—. Muertos. Leeré la oración fúnebre.

Hubo una pausa. Luego el bote salvavidas entonó: —Gran Espíritu del Universo, recibe en tu seno las almas de estos siervos tuyos. Aunque se dieron muerte a sí mismos, fue al servicio de su país, luchando por su tierra y por su hogar. No les juzgues duramente por su impía acción. Culpa de ello al espíritu de la guerra que incendia y destruye todo Drome.

Se abrió la escotilla. Gregor percibió un soplo de aire fresco.

—Y ahora, por la autoridad que me concede la flota de Drome, y con todo respeto, entrego sus cuerpos a las profundidades.

Gregor sintió que le alzaban a través de la escotilla y le depositaban en cubierta. Luego se vio en el aire, cayendo, y al instante siguiente estaba en el agua, con Arnold a su lado.

—No te muevas —murmuró.

La isla estaba próxima, pero el bote salvavidas aún seguía cerca de ellos, con los motores ronroneando nerviosamente.

—¿Qué crees que hará ahora? —cuchicheó Arnold.

—No lo sé —dijo Gregor, esperando que los dromes no fuesen partidarios de reducir a cenizas sus cuerpos.

El bote se aproximó. Su proa estaba sólo a unos centímetros de distancia. Y entonces, tensos y rígidos, lo oyeron. El rechinante estruendo del himno nacional de Drome.

Cuando acabó el himno, el bote murmuró:

—Descansen en paz —y girando, se alejó.

Mientras nadaban lentamente hacia la isla, Gregor veía alejarse al bote salvavidas, camino del sur, hacia el polo, a esperar la flota de Drome.