—No podemos desperdiciarlo —decía Arnold—. Miles de millones en beneficios, pequeña inversión inicial, resultados inmediatos, ¿comprendes?
Richard Gregor asintió cansinamente. Era un día muy aburrido en las oficinas del Servicio Interplanetario de Descontaminación ACE AAA, exactamente igual que todos los días allí. Gregor hacía un solitario. Arnold, su socio, estaba sentado a su mesa, con los pies sobre un montón de facturas por pagar.
Tras la puerta de cristal pasaban rápidamente sombras, correspondientes a los individuos que acudían a Siderúrgica Marte, Novedades Neoromanas, Productos Alpha Dura, y al resto de las oficinas de la misma planta.
Pero nadie rompía el polvoriento silencio de ACE AAA.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó sonoramente Arnold—. ¿Lo hacemos o no?
—No está en nuestra línea —dijo Gregor—. Nosotros nos dedicamos a descontaminación planetaria, ¿recuerdas?
—Pero nadie quiere un planeta descontaminado —contestó Arnold.
Desgraciadamente, era cierto. Tras limpiar eficazmente Espectro V de monstruos imaginarios, ACE AAA había tenido un súbito aluvión de trabajo, pero después cesó la expansión en el espacio. Todos se dedicaban a consolidar sus ganancias, a edificar ciudades, cultivar campos, construir carreteras.
Un día u otro, las cosas volverían a ponerse en movimiento. La raza humana se extendería mientras hubiese lugares por donde extenderse. Pero, de momento, la situación era terrible.
—Considera las posibilidades —dijo Arnold—. Tenemos aquí a toda esta gente en sus nuevos y relumbrantes mundos. Necesitan animales de tiro y de carne de la Tierra… —hizo una pausa teatral—, y nosotros podemos llevárselos!
—No estamos equipados para manejar ganado —indicó Gregor—. Tenemos una nave. ¿Qué más hace falta?
—Todo. Sobre todo conocimientos y experiencia. Transportar animales vivos por el espacio es un trabajo extraordinariamente delicado. Un trabajo de especialistas. ¿Qué harías tú si se pusiese enferma una vaca entre la Tierra y Omega IV?
—Sólo transportaremos —dijo confiadamente Arnold— especies modificadas y resistentes. Haremos que las examinen médicamente. Y yo mismo esterilizaré la nave antes de que suban a bordo.
—Muy bien, soñador —dijo Gregor—. Prepárate para el golpe. El Trust de Trigale acapara todo el transporte de animales en este sector del espacio. No suelen ser muy amables con la competencia… Por eso no la tienen… ¿Cómo piensas quitarles los clientes?
—Trabajaremos más barato.
—Y nos moriremos de hambre.
—Ya estamos muriéndonos de hambre —dijo Arnold.
—Prefiero morirme de hambre a que me liquide «accidentalmente» un asesino a sueldo de Trigale en el puerto de embarque. O a encontrarme con que alguien ha llenado de keroseno nuestros tanques de agua, o que los tanques de oxígeno están vacíos.
—¡Qué imaginación tienes! —dijo Arnold nervioso.
—Estas imaginaciones mías ya han sucedido. Trigale no quiere competencia y lo ha conseguido. Por accidente, podríamos decir, si te gustan los chistes macabros.
En ese momento se abrió la puerta.
Arnold retiró los pies de la mesa y Gregor guardó las cartas precipitadamente en un cajón. El visitante era un extraterrestre, a juzgar por su sólida estructura, su cabeza pequeña y su piel de un gris pálido. Avanzó directamente hacia Arnold.
—Estarán en el almacén central de Trigale dentro de tres días —dijo.
—¿Tan pronto, señor Vens? —preguntó Arnold.
—Sí, sí. Hubo que transportar a los ventos con mucho cuidado, pero los queels llevan varios días a nuestra disposición.
—Magnífico. Este es mi socio —dijo Arnold, volviéndose a Gregor, que estaba boquiabierto.
—Encantado. —Vens estrechó con firmeza la mano de Gregor—. Les admiro. Libre empresa, competencia, creen en ello. ¿Tienen la ruta?
—Está todo grabado —dijo Arnold—. Mi socio está dispuesto a despegar en cualquier momento.
—Yo iré directamente a Vermoine II y les esperaré allí. Buena suerte. Se volvió y se fue.
—Arnold, ¿qué has hecho? —preguntó Gregor maquinalmente.
—He dado el primer paso para hacernos ricos. Eso es lo que he hecho —contestó Arnold.
—¿Transportando ganado?
—Sí.
—¿En territorio de Trigale?
—Sí.
—Déjame ver el contrato.
Arnold lo sacó. Decía que el servicio planetario de descontaminación (y transporte) ACE AAA, se comprometía a entregar cinco ventos, cinco firgels y diez queels en el sistema solar de Vermoine. Habían de recogerse en el almacén central de Trigale, y el punto de destino era el almacén principal de Vermoine II. ACE AAA tenía opción también para construir su propio almacén.
Dichos animales habían de llegar intactos, vivos, sanos, felices, productivos, etc. Había una serie de cláusulas de penalización en caso de que los animales llegasen muertos, improductivos, enfermos, etc.
El documento parecía un armisticio temporal entre naciones hostiles.
—¿De verdad has firmado esta sentencia de muerte? —preguntó Gregor con incredulidad.
—Claro. No tienes más que coger esos animales, salir para Vermoine y dejarlos allí.
—¿Yo? ¿Y qué harás tú mientras?
—Me quedaré aquí, respaldándote y apoyándote en el viaje —dijo Arnold.
—Ayúdame a bordo de la nave.
—No, no… imposible. Me pongo a morir en cuanto veo un queel.
—También yo me pongo a morir cuando pienso en este contrato. ¿Por qué no te juegas tú el cuello una vez para variar?
—Pero hombre, yo soy el departamento de investigación —objetó Arnold, sudando copiosamente—. Así lo establecimos desde un principio, ¿recuerdas?
Gregor recordó, suspiró y se encogió de hombros con desesperación.
Empezaron inmediatamente a disponer la nave. Dividieron la bodega en tres compartimentos, destinados a albergar las tres especies de animales que debían transportar. Todos ellos respiraban oxígeno y todos podían sobrevivir a unos veinte grados de temperatura, así que no había problema. Embarcaron también los alimentos adecuados.
Al cabo de tres días, cuando estaban todo lo preparados y dispuestos que podían estar, Arnold decidió acompañar a Gregor hasta el almacén central de Trigale.
Realizaron un viaje rutinario, sin ningún problema, pero Gregor aterrizó en la plataforma de aproximación bastante nervioso. Corrían demasiadas hitsorias respecto al trust para que pudiese sentirse a gusto en su cuartel general. Había tomado las máximas precauciones. Había cargado la nave de combustible y se había aprovisionado en la estación lunar, y ningún hombre de Trigale debía subir a bordo.
Sin embargo, si el personal de la estación estaba preocupado por la destartalada y vieja nave espacial, lo ocultó perfectamente. Un par de cargueros de Trigale arrastraron la nave hasta la plataforma.
Dejando a Arnold encargado de las operaciones de carga, Gregor entró a firmar los volantes. Un untuoso funcionario de Trigale le entregó los papeles y miró con interés a Gregor mientras los leía.
—Cargando ventos, ¿verdad? —dijo cortésmente el funcionario.
—Eso es —dijo Gregor, preguntándose cómo sería un vento.
—Y también queels y firgels —continuó el funcionario—. Todos juntos. Tiene usted mucho valor, señor Gregor.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Ya conoce usted el viejo proverbio: «Si viajas con ventos, no olvides las gafas de aumento».
—Nunca había oído eso.
El funcionario rio amistosamente y estrechó la mano de Gregor.
—Después de este viaje, podrá usted hacer proverbios por su cuenta, no se preocupe. Le deseo mucha suerte, señor Gregor. Extraoficialmente, claro está.
Gregor le dedicó una desvaída sonrisa y volvió a la plataforma de carga. Ya estaban a bordo, cada uno en su compartimento, los ventos, los firgels y los queels. Arnold había puesto en marcha el aire, había comprobado la temperatura y les había dado a todos su ración diaria.
—Bueno, ya te vas —dijo alegremente Arnold.
—Ya me voy, sí —admitió Gregor sin ninguna alegría. Y subió a bordo, ignorando las risillas de los trabajadores que les observaban.
La nave fue arrastrada por unos tractores hasta la rampa de despegue, y pronto Gregor se vio en el espacio, camino de un pequeño almacén que orbitaba alrededor de Vermoine II.
Siempre había mucho trabajo el primer día en el espacio. Gregor comprobó sus instrumentos, repasó luego el impulsor principal y los tanques, depósitos, cables y conductos, para asegurarse de que no se había roto ni desprendido nada en el despegue. Luego decidió inspeccionar su cargamento. Era hora ya de que viese qué aspecto tenían los animales.
Los queels, que estaban en el compartimento delantero de estribor, parecían inmensas bolas de nieve. Gregor sabía que eran muy apreciados por su lana, que alcanzaba precios muy elevados en todas partes.
Al parecer, no habían conseguida acostumbrarse a la falta de gravedad, pues no habían probado la comida. Los dejó allí dándose golpes con las paredes y el techo y balando quejumbrosamente por suelo firme.
Los firgels no ofrecían ningún problema. Eran una especie de lagartos grandes y correosos, cuya utilidad en una granja Gregor no podía imaginar. De momento, estaban dormidos y permanecerían así durante todo el viaje.
Los cinco ventos ladraron alegremente al verle. Eran unos mamíferos herbívoros muy cariñosos, y parecían muy contentos con la ingravidez.
Satisfecho, Gregor regresó flotando a la cabina de control. Era un buen comienzo. Trigale no le había molestado, y sus animales soportaban bastante bien el viaje.
Iba a ser un viaje de placer, pensó.
Después de comprobar su radio y sus controles, Gregor conectó la alarma y se echó a dormir.
Despertó, ocho horas después, abotargado y con un espantoso dolor de cabeza. El café le supo a demonios y apenas si podía centrar la mirada en el panel de instrumentos.
Son los efectos del aire enlatado, pensó, y comunicó a Arnold que todo iba bien. Pero a mitad de la conversación se dio cuenta de que apenas si podía mantener abiertos los ojos.
—Corto —dijo, con un profundo bostezo—. El ambiente es sofocante. Voy a echar una siesta.
—¿Sofocante? —preguntó Arnold; su voz sonaba muy distinta en la radio—. No tiene por qué serlo. Los distribuidores de aire…
Gregor se dio cuenta de que los controles vacilaban ante él y que empezaban a borrarse. Se apoyó en el panel y cerró los ojos.
—¡Gregor!
—¿Eh?
—¡Gregor! ¡Comprueba el volumen de oxígeno!
Gregor abrió un ojo lo suficiente para leer el indicador. Descubrió, sorprendido, que la concentración de bióxido carbónico había llegado a un nivel como jamás había visto.
—No hay oxígeno —dijo a Arnold—. Ya lo arreglaré después de la siesta.
—¡Sabotaje! —gritó Arnold—. ¡Despierta, Gregor!
Con un esfuerzo gigantesco, Gregor se estiró hasta alcanzar el dispositivo del depósito de emergencia. La ráfaga de aire le espabiló. Se levantó, tambaleándose, y se mojó la cara.
—¡Los animales! —gritaba Arnold—. ¡Ve a ver como están los animales!
Gregor activó el suministro auxiliar de aire de los tres compartimentos y corrió pasillo adelante.
Los firgels seguían vivos y dormidos. Los ventos no parecían haberse dado cuenta de la diferencia. Dos de los queels se habían desmayado, pero estaban reviviendo. Y en su compartimento, Gregor descubrió lo que había sucedido.
No se trataba de ningún sabotaje. Los ventiladores de la pared y del techo, a través de los cuales circulaban el aire de la nave, estaban obstruidos por lana de queel. Flotaban en el quieto aire masas de vellones que parecían una nevada a cámara lenta.
—Claro, claro —dijo Arnold, cuando Gregor le informó por radio—. ¿No te advertí que a los queels hay que trasquilarlos dos veces por semana? No, creo que se me olvidó. Esto es lo que dice el libro: «El queel (queelis tropicalis) es un pequeño mamífero lanudo, vagamente relacionado con las ovejas terrestres. Los queels son oriundos de Tensis V, pero han sido introducidos con éxito en otros planetas de gravedad media. Las prendas confeccionadas con lana de queel son a prueba de fuego, de insectos, no se pudren y duran casi indefinidamente, gracias al contenido metálico de la lana. Es necesario trasquilar a los queels dos veces por semana. Tienen reproducción feemishiana».
—No fue sabotaje —comentó Gregor.
—No fue sabotaje, no; pero será mejor que empieces a esquilar a esos queels —dijo Arnold.
Gregor cortó la comunicación, buscó unas tijeras entre sus herramientas y fue a esquilar a los queels. Pero la lana metálica mellaba los bordes de las tijeras. Al parecer había que esquilar a los queels con herramientas de una aleación especial.
Recogió toda la lana flotante que pudo encontrar y despejó otra vez los ventiladores. Tras una última inspección, se dispuso a cenar.
Su guisado de buey estaba lleno de aceitosa y metálica lana de queel.
Fastidiado, se echó a dormir.
Cuando despertó, comprobó que la vieja y renqueante nave aún se mantenía en su curso correcto. Su impulso principal funcionaba eficazmente y las perspectivas parecían mucho más optimistas, especialmente después de que comprobó que los firgels continuaban durmiendo y los ventos seguían en perfectas condiciones.
Pero cuando fue a ver a los queels descubrió que no habían probado la comida desde que estaban a bordo. Era un problema grave. Llamó a Arnold pidiéndole consejo.
—Es muy simple —le dijo Arnold, después de consultar en varios libros—. Los queels no tienen músculos en la garganta. Es necesario que haya gravedad para que baje la comida. Pero en estado de ingravidez, eso resulta imposible.
Muy fácil, Gregor lo sabía, una de esas cositas en las que nunca caes en la Tierra. Pero en el espacio, con su medio artificial, hasta los problemas más simples se agravaban.
—Tendrás que hacer girar la nave para darles alguna gravedad —dijo Arnold.
Gregor hizo unas cuantas multiplicaciones mentales rápidas.
—Eso consumiría mucho combustible.
—Entonces el libro dice que puedes meterles la comida a mano. Tienes que hacer una pelota, la humedeces, y les metes el brazo en la boca hasta el codo y…
Gregor cortó la comunicación y activó los reactores laterales. Con los pies asentados en el suelo, esperó ansiosamente.
Los queels empezaron a comer con una dedicación que habría hecho feliz a cualquier criador de queels.
Tendría que repostar combustible en el almacén espacial de Vermoine II, y eso elevaría algo los gastos del transporte, pues el combustible era caro en los sistemas recién colonizados. Aún así, les quedaría suficiente margen de beneficios.
Volvió a las tareas normales de navegación. La nave seguía recorriendo la inmensidad del espacio.
Llegó de nuevo la hora de la comida. Gregor alimentó a los queels y fue luego al compartimento de los ventos. Abrió la puerta y gritó:
—¡Vamos, vamos, venid!
Nadie vino.
El compartimento estaba vacío.
Gregor sintió una extraña sensación en el estómago. Era j imposible. Los ventos no podían haberse ido. Estaban gastándole una broma. Se habrían escondido en algún sitio.
Pero no había ningún sitio en el compartimento donde pudieran esconderse cinco ventos adultos.
El estremecimiento se convirtió en temblor. Gregor recordó las cláusulas de penalización en caso de pérdida, daños, etc, etc.
—Eh, ventos, ¡venid aquí! —gritó. No hubo respuesta.
Inspeccionó las paredes, el techo, la puerta y los ventiladores, por si los ventos se habían metido por allí de algún modo.
No había rastro alguno.
Luego oyó un ruido apagado a sus pies. Miró hacia abajo y vio que algo se escurría junto a él.
Era uno de los ventos, cuyo tamaño se había reducido a unos cinco centímetros de longitud. Encontró a los otros ocultos en un rincón y del mismo tamaño.
¿Qué había dicho el funcionario de Trigale?: «Cuando viajes con un vento, no olvides las gafas de aumento».
No tenía tiempo para una satisfactoria y reconfortante conmoción. Cerró la puerta cuidadosamente y corrió a la radio.
—Es muy extraño —dijo Arnold, una vez establecido el contacto—. ¿Y dices que se han reducido de tamaño? Voy a mirarlo ahora mismo.
—Vaya… —dijo al cabo de un momento—, no crearías gravedad artificial, ¿verdad?
—Claro que sí. Para que pudieran comer los queels.
—No debiste hacerlo —dijo Arnold—. Los ventos son criaturas de gravedad leve.
—¿Y cómo iba a saberlo yo?
—Cuando están sometidos a una gravedad extraordinaria (para ellos) disminuyen hasta un tamaño microscópico, pierden la consciencia y mueren.
—Pero si fuiste tú quien me dijo lo de la gravedad artificial.
—¡Oh, no! Yo sólo mencioné, de pasada, que era uno de los medios de que los queels pudiesen comer. Lo que yo sugerí fue que los alimentases a mano.
Gregor reprimió un impulso casi incontenible de arrancar la radio de la pared.
—Arnold —dijo—. Los ventos son animales de gravedad ligera, ¿no?
—Lo son, sí.
—Y los queels de gravedad pesada. ¿Sabías eso cuando firmaste el contrato?
Arnold guardó silencio unos instantes, luego carraspeó.
—Bueno, eso parece que complica un poco las cosas. Pero merece la pena después de todo, considerando el precio.
—Desde luego, si logramos realizar el trabajo. ¿Qué he de hacer ahora?
—Bajar la temperatura —contestó Arnold tranquilamente—. Los ventos se estabilizan en el punto de congelación.
—Los humanos se congelan también en el punto de congelación —dijo Gregor—. Está bien, corto.
Gregor se puso encima toda la ropa que pudo encontrar y activó el sistema de refrigeración de la nave. Al cabo de una hora, los ventos habían recuperado su tamaño normal.
En fin, solucionado. Comprobó la situación de los queels. El frío parecía estimularlos. Estaban más animados que nunca y balaban pidiendo más comida. Se la dio.
Después de comer un bocadillo de jamón y lana, Gregor se echó a dormir.
Al día siguiente, la inspección reveló que había quince queels a bordo. Los diez adultos originales habían tenido cinco crías. Todos estaban hambrientos.
Gregor les dio de comer. Lo consideró un accidente normal en el transporte de ganado en grupos mezclados. Deberían haber previsto aquello y separado a los animales por sexos además de por especies. Cuando volvió a examinar a los queels, su número llegaba ya a treinta y ocho.
—Se reprodujeron, ¿verdad? —preguntó Arnold por la radio, con tono preocupado.
—Sí. Y no muestran indicios de parar.
—Bueno, era de prever.
—¿Por qué? —preguntó contrariado Gregor.
—Ya te lo dije. Los queels tienen reproducción feemishiana.
—Sé que dijiste eso, pero ¿qué significa?
—Exactamente eso —dijo irritado Arnold—. ¿Es que no has ido al colegio? Es partenogénesis en punto de congelación.
—Esto es el colmo —dijo ásperamente Gregor—. Ahora mismo doy la vuelta.
—¡No puedes! ¡Sería el desastre!
—A la velocidad que se reproducen estos queels, no habrá sitio en la nave si sigo. Tendrá que pilotarla un queel.
—Gregor, contrólate. Hay una solución muy fácil.
—Escucho.
—Aumenta la presión de aire y la humedad del ambiente. Eso les detendrá.
—Seguro. Y probablemente convertirá a los ventos en mariposas.
—No tendrá otros efectos.
Dar la vuelta no era ninguna solución ya. La nave estaba casi en mitad de la ruta. Sólo podría librarse de los animales arrojándolos al espacio. Era una idea no muy práctica, pero tentadora. En realidad, podía librarse de ellos con la misma rapidez entregándolos en su punto de destino que dando la vuelta.
Al aumentar la presión del aire y la humedad, los queels dejaron de reproducirse. Eran ya cuarenta y siete y Gregor tenía que dedicar la mayor parte del tiempo a limpiar los ventiladores de lana. Una tormenta de nieve surrealista a cámara lenta inundaba los pasillos y la sala de máquinas, y los tanques de agua, e incluso aparecía lana debajo de su camiseta.
Gregor comía de mala gana comidas salpicadas de lana, y para postre pastel y lana.
Estaba empezando a sentirse como un queel.
Pero entonces apareció un punto brillante en su horizonte. El sol de Vermoine comenzó a brillar sobre la escotilla delantera. Al día siguiente llegaría por fin, entregaría su carga y podría volver a casa, a su polvorienta oficina, sus facturas y sus solitarios. Aquella noche abrió una botella de vino para celebrar el final del viaje. El vino le ayudó a borrar de su boca el sabor de la lana, y pudo acostarse suave y agradablemente borracho.
Pero no pudo dormir. La temperatura continuaba bajando. La humedad condensada en las paredes de la nave se solidificaba en hielo. Tenía que elevar la temperatura. Veamos… Si encendía los calentadores, los ventos se reducirían de tamaño. Salvo que eliminase la gravedad. En ese caso, los cuarenta y siete queels no comerían.
Al diablo con los queels. Tenía ya demasiado frío para poder manejar la nave.
Eliminó la rotación de la nave y conectó los calentadores. Durante una hora esperó, temblando y pataleando. Los calentadores sorbían alegremente combustible de los motores, pero no producían ningún calor.
Era ridículo, los puso al máximo.
Pasó otra hora y la temperatura había descendido por debajo de cero. Aunque ya se veía Vermoine, Gregor no sabía siquiera si podría controlar la nave para un aterrizaje. Acababa de hacer una pequeña hoguera en el suelo de la cabina, utilizando los muebles más combustibles de la nave para alimentarlo, cuando sonó la radio.
—Se me ha ocurrido —dijo Arnold—… Supongo que no habrás cambiado la gravedad y la presión demasiado bruscamente…
—¿Qué pasa si lo he hecho? —preguntó distraídamente Gregor.
—Se podrían desestabilizar los firgels. Los cambios rápidos de temperatura y de presión pueden sacarles de su adormecimiento. Será mejor que compruebes.
Gregor fue rápidamente a comprobar. Abrió la puerta del compartimento de los firgels. Atisbo y se estremeció.
Los firgels estaban despiertos y croando. Los grandes lagartos flotaban en su compartimento, cubiertos de escarcha. Una ráfaga de aire a temperatura inferior a cero recorrió el pasillo. Gregor cerró de un portazo y volvió corriendo a la radio.
—Claro, por supuesto que deben estar cubiertos de escarcha —dijo Arnold—. Esos firgels van para Vermoine I y en Vermoine I hace mucho calor. Está muy cerca del sol. Los firgels son fijadores de frío. Los mejores aparatos de aire acondicionado que hay en el universo.
—¿Y por qué no me lo dijiste antes? —gritó Gregor.
—Te habrías puesto nervioso. Además, hubiesen seguido durmiendo si no te hubieses puesto a jugar con la gravedad y la presión.
—Los firgels van a Vermoine I. ¿Y los ventos?
—A Vermoine II. Es un planeta pequeño, hay poca gravedad.
—¿Y los queels?
—A Vermoine III, claro.
—¡Eres un imbécil! —gritó Gregor—. Me das una carga como esta y esperas que la equilibre.
Si Arnold hubiese estado en la nave en aquel momento, Gregor le habría estrangulado.
—Arnold —dijo muy lentamente—. No más planes. No más ideas, ¿prometido?
—Bueno, bueno, de acuerdo —aceptó Arnold—. No hace falta que te pongas así por eso.
Gregor cortó la comunicación y se puso a trabajar intentando calentar la nave. Intentó elevar la temperatura a dos grados bajo cero hasta que los sobrecargados calentadores se rindieron.
Para entonces, Vermoine II estaba ante él.
Gregor se dirigía al almacén principal que orbitaba alrededor de Vermoine II cuando oyó un ruido lúgubre y estruendoso. Media docena de marcadores del panel de control subieron de golpe por encima de cero. Lentamente, flotó hacia la sala de máquinas. Su impulsor principal se había parado y no eran necesarios grandes conocimientos como mecánico para imaginarse por qué.
En el aire quieto de la sala de máquinas flotaba lana de los queels. Había lana de queels en el sistema de lubricación, en los refrigeradores, en los ventiladores.
La lana metálica era un abrasivo ideal para las partes del motor muy pulimentadas. Era asombroso que el motor hubiese aguantado tanto.
Regresó a la sala de control. No podía aterrizar sin el impulsor principal. Tendría que hacer las reparaciones en el espacio, a costa de sus beneficios. Por fortuna, podía manejar la nave con los reactores laterales. Sin ningún sistema mecánico que pudiera estropearse, aún podía maniobrar.
Aunque muy justo, podría establecer ya contacto con el satélite artificial que servía de almacén.
—Aquí ACE AAA —anunció, mientras situaba la nave en órbita alrededor del satélite—. Solicito permiso para aterrizar.
Hubo una ráfaga de ruidos parásitos.
—Satélite hablando —contestó una voz—. Identifíquese, por favor.
—Esta es la nave de ACE AAA, procedente del almacén central de Trigale y con destino a Vermoine II —dijo Gregor—. Mis papeles están en orden. —Repitió la petición rutinaria de preferencia para aterrizar y se retrepó en su silla.
Había sido duro, pero todos los animales estaban vivos, intactos, sanos, felices, etc. etc. ACE AAA había obtenido unos sabrosos beneficios. Pero lo único que Gregor quería era salir de aquella nave y tomar un baño caliente. Deseaba pasar el resto de su vida lo más lejos posible de queels, ventos y firgels. Quería…
—Permiso de aterrizaje denegado.
—¿Cómo?
—Lo siento, pero de momento estamos llenos. Si puede mantener usted su órbita actual, creo que podremos hacerle sitio dentro de unos tres meses.
—¡Cómo! —gritó Gregor—. ¡No pueden hacerme eso! ¡Apenas si tengo alimentos! ¡Mi impulsor principal no funciona y no puedo mantener a estos animales durante más tiempo!
—Lo siento.
—No pueden rechazarme —dijo Gregor ásperamente—. Eso es un almacén público. Tiene usted que…
—¿Público? Perdone, señor. Pero este almacén está administrado por el Trust de Trigale, y es propiedad suya.
La radio se apagó. Gregor la contempló durante varios minutos.
¡Trigale!
Claro, no le habían molestado en su almacén central. Le tenían cazado simplemente negándole lugar de aterrizaje en su almacén de Vermoine.
Y lo terrible del asunto era que probablemente estaban en su derecho.
Y no podía aterrizar en el planeta. Bajar con la nave en aquellas condiciones, sin el impulsor principal, sería un suicidio. Y no había más almacenes espaciales en el sistema solar de Vermoine.
Pero, después de todo, había transportado a los animales casi hasta el almacén. Sin duda el señor Vens comprendería las circunstancias y se daría cuenta de sus intenciones.
Contactó con Vens en Vermoine II y le explicó la situación.
—¿No está en el almacén? —preguntó Vens.
—Bueno, estoy a ochenta kilómetros del almacén —dijo Gregor.
—No me sirve. Cogeré los animales, por supuesto. Son míos. Pero hay cláusulas de penalización en caso de no cumplir lo pactado.
—No irá usted a invocarlas, ¿verdad? —suplicó Gregor—. Mi intención…
—No me interesa su intención —dijo Vens—. Ni el margen de beneficios ni nada de eso. Nosotros los colonos hemos de aprovecharlo todo. —Y cortó la comunicación.
Sudando en la fría cabina, Gregor llamó a Arnold y le comunicó las noticias.
—Eso es inmoral —declaró Arnold enfurecido.
—Pero legal.
—Lo sé, maldita sea. Déjame tiempo para pensar.
—Será mejor que encuentres alguna solución —dijo Gregor.
—Ya te llamaré.
Gregor pasó varias horas alimentando a los animales, quitándose lana de queel del pelo y quemando más muebles en la cubierta de la nave. Cuando sonó la radio, cruzó los dedos antes de contestar.
—¿Arnold?
—No, soy Vens.
—Escuche, señor Vens —dijo Gregor—. Si usted nos diese algo más de tiempo, podríamos resolver esto de modo amistoso. Estoy seguro…
—Oh, me han cogido ustedes bien —contestó Vens—. Es una salida perfectamente legal. Lo he comprobado. Una maniobra muy inteligente, señor. Muy inteligente. Enviaré a alguien para recoger los animales.
—Pero la cláusula de penalización…
—Naturalmente, no puedo invocarla. —Vens cerró la conexión.
Gregor contempló la radio. ¿Una maniobra muy inteligente? ¿Qué había hecho Arnold? Llamó a la oficina de Arnold.
—Aquí la secretaria del señor Arnold —contestó una voz joven y femenina—. El señor Arnold no estará en todo el día.
—¿Que no estará en todo el día? ¿Qué es usted su secretaria? ¿Es eso ACE AAA?
—Sí, sí señor, esta es la oficina del señor Arnold de ACE AAA, Servicio Planetario de Almacenaje. ¿Quiere usted haced algún encargo? Tenemos un almacén de primera clase en el sistema de Vermoine. En una órbita próxima a Vermoine II. Manejamos productos de gravedad ligera, media y pesada. Supervisados personalmente por nuestro asociado señor Gregor. Y creo que nuestros precios le parecerán muy interesantes.
Así que aquello era lo que había hecho Arnold… Había convertido su nave en un almacén. Sobre el papel, al menos. Y su contrato les daba la opción de aportar un almacén propio. ¡Muy hábil!
Pero no podía andarse con bromas con Arnold. ¡Ahora quería meterse en el negocio de almacenaje!
—¿Qué me dice usted, señor?
—Que habla usted con el almacén. Quiero dejar un mensaje para el señor Arnold.
—Dígame, señor.
—Dígale al señor Arnold que cancele todos los encargos —dijo Gregor ásperamente—. Su almacén se vuelve a casa con toda la rapidez posible.