FOLLETO DE INFORMACIÓN PARA EL USO DEL MEDIDOR SANITARIO CAHILL-THOMAS, SERIE JM-14 (MANUAL):
La Empresa Manufacturera Cahill-Thomas se complace en presentar su último Medidor Sanitario. Este bello y sólido instrumento, cuyo tamaño permite su instalación en cualquier dormitorio, cocina o salón, es en todos los aspectos una réplica exacta del Medidor Sanitario CT de tamaño grande que se utiliza en la mayoría de los centros de negocios, lugares de recreo y medios de transporte. No se ha ahorrado esfuerzo alguno en la fabricación de este aparato, para darles el mejor Medidor Sanitario posible al precio más bajo posible.
ADVERTENCIA:
Buena suerte
La Compañía Cahill.
Después de terminar su desayuno, el señor Feerman supo que debía irse inmediatamente al trabajo. Dadas las circunstancias, cualquier retraso podría ser interpretado desfavorablemente. Llegó incluso a ponerse su elegante sombrero gris, a ajustarse la corbata y a encaminarse hacia la puerta. Pero con la mano en el pestillo, decidió esperar el correo.
Se apartó de la puerta, enojado consigo mismo, y empezó a pasear por el salón. Sabía muy bien que tendría que esperar por el correo; por qué demonios había fingido no saberlo… ¿Es que no podía ser honrado consigo mismo, ni siquiera ahora, cuando era tan importante la honradez personal?
Speed, su perro negro, que estaba enroscado en el diván, le miró con curiosidad. Feerman acarició la cabeza del animal, buscó un cigarrillo, y cuando ya iba a sacarlo cambió de idea y lo dejó. Volvió a acariciar al perro y este bostezó perezosamente. Feerman ajustó una lámpara que no necesitaba ningún ajuste, se estremeció sin razón alguna, y comenzó a pasear de nuevo por la habitación.
Admitió a regañadientes que no deseaba salir del apartamento, que en realidad le daba miedo hacerlo, aunque no fuese a sucederle nada.
Intentó convencerse de que aquel era un día como otro cualquiera, como el día anterior, como dos días atrás. Desde luego si un hombre podía creer eso, creerlo realmente, los acontecimientos se aplazarían inmediatamente, y no le sucedería nada.
Además, ¿por qué habría de sucederle algo hoy? Aún no había concluido su período de prueba.
Creyó oír un ruido fuera de su apartamento, abrió apresuradamente la puerta. Era un error. No había llegado el correo. Pero al fondo del descansillo la casera abrió su puerta y le miró pálida y hosca
Feerman cerró la puerta y se dio cuenta de que le temblaban las manos. Decidió que lo mejor sería comprobar su estado. Entró en el dormitorio, pero estaba allí su robutler, barriendo un montoncito de polvo hacia el centro de la habitación. Ya estaba hecha su cama. La cama de su mujer no había que hacerla, pues hacia una semana que no se usaba.
—¿Debo irme, señor? —preguntó el robutler.
Feerman vaciló antes de contestar. Prefería someterse al Medidor estando solo. Por supuesto, su robutler no era, en realidad, una persona. Estrictamente hablando aquella máquina carecía de personalidad; pero tenía lo que parecía una personalidad. En fin, no importaba en realidad si se quedaba o se iba, puesto que todos los robots personales tenían un equipo de lectura de Nivel Sanitario incluido en sus circuitos. Así lo exigía la ley.
—Como quieras —dijo finalmente.
El robutler aspiró el montoncito de polvo y salió de la habitación silenciosamente.
Feerman se acercó al Medidor Sanitario, lo puso en marcha y observó lúgubremente el indicador negro que iba ascendiendo poco a poco del dos al tres y del seis al siete, y se detenía por fin en 8,2.
Una décima más que el día anterior. Una décima más cerca de la línea roja.
Feerman apagó la máquina y encendió un cigarrillo. Salió con lentitud y parsimonia del dormitorio, como si estuviese al final del día y no al principio.
—El correo, señor —dijo el robutler; Feerman cogió las cartas de la mano extendida del robutler y las examinó.
—No hay carta de ella —dijo involuntariamente.
—Lo siento, señor —contestó con presteza el robutler.
—¿Lo sientes? —Feerman miró con curiosidad a la máquina—. ¿Por qué?
—Es natural, señor, que me interese por su bienestar —contestó el robutler—. Lo mismo que se interesa Speed, en la medida de su inteligencia. Una carta de la señora Feerman habría elevado su moral. Ambos sentimos que no haya llegado.
Speed ladró suavemente y ladeó la cabeza. Simpatía de una máquina, pensó Feerman, lástima de un animal. Pero de todos modos se lo agradecía.
—No es que la acuse a ella —dijo—. No había por qué esperar que me aguantase eternamente. —Esperó, pensando ilusionado que el robot le diría que su mujer iba a volver, que él estaría bien muy pronto. Pero el robutler guardó silencio, y también Speed, que se había puesto de nuevo a dormir.
Feerman repasó otra vez el correo. Había varias facturas, un anuncio y una carta pequeña y dura. En el remite decía: La Academia. Feerman la abrió rápidamente.
Dentro había una tarjeta que decía: «Querido señor Feerman, su solicitud de admisión ha sido estudiada y considerada aceptable. Le recibiremos muy gustosamente en cuanto lo desee. Gracias, los Directores».
—¿Fue esto idea de mi mujer? —preguntó.
—No lo sé, señor —respondió el robutler.
Feerman dio la vuelta a la tarjeta. Siempre había tenido una vaga conciencia de la existencia de La Academia, desde luego. Era algo inevitable, pues su presencia afectaba a todos los estratos de la vida. Pero en realidad) sabia muy poco de aquella importante institución, sorprendentemente poco.
—¿Qué es la Academia? —preguntó.
—Un gran edificio de color gris —contestó su robutler—. Está situado en el suroeste de la ciudad, y se puede llegar allí por varios medios de transporte publico.
—Pero ¿qué es?
—Un centro oficial de terapia —respondió el robutler— al que puede tener acceso todo ciudadano mediante solicitud, verbal o escrita. Además, la Academia existe como elección voluntaria para todos los individuos cuyo índice de salud supere la tasa diez, como alternativa a la alteración quirúrgica de la personalidad.
Feerman suspiró exasperado.
—Todo eso ya lo sé, pero ¿cuál es su sistema? ¿Qué clase de terapia?
—No lo sé, señor —dijo el robutler.
—¿Cuál es su índice de curaciones?
—Cien por cien —contestó inmediatamente el robutler.
Feerman recordó entonces algo más. Algo que le pareció bastante extraño.
—Por cierto —dijo—. Nadie sale de La Academia, ¿verdad?
—No hay noticia de que haya salido nadie después de entrar físicamente —dijo el robutler.
—¿Porqué?
—No lo sé, señor.
Feerman arrugó la tarjeta y la tiró en un cenicero. Todo aquello era muy extraño. La Academia era algo tan conocido, tan aceptado, que nadie se paraba a preguntar sobre ella. En su mente había sido siempre un lugar nebuloso, lejano, irreal. Era el lugar al que ibas si superabas el nivel diez, puesto que nadie quería someterse a lobotomía, lopectomía, o cualquier otro proceso que implicase pérdida orgánica de la personalidad. Pero, por supuesto, procurabas no pensar en la posibilidad de alcanzar un nivel superior al diez, pues el hacerlo era ya admitir una inestabilidad, y, en consecuencia, no pensabas en las posibilidades que tenías si te veías en tal situación.
Por primera vez en su vida, Feerman decidió que el plan no le gustaba. Haría algunas investigaciones. ¿Por qué nadie salía de La Academia? ¿Por qué no se sabía nada de su terapia, si sus curas alcanzaban índices del cien por cien de efectividad?
—Será mejor que me vaya a trabajar —dijo Feerman—. Hazme cualquier cosa para la cena.
—De acuerdo, señor. Que tenga un buen día, señor.
Speed dejó de un salto el diván y le siguió hasta la puerta, Feerman se arrodilló y acarició la negra cabeza del perro.
—No, muchacho, tú te quedas. Hoy no hay huesos que enterrar.
—Speed no entierra huesos, señor —dijo el robutler.
—Tienes razón —dijo Feerman—, los perros hoy, como sus amos, pocas veces tienen una sensación de inseguridad. Hoy nadie entierra huesos. Adiós.
Pasó rápidamente ante la puerta de su casera y salió a la calle.
Feerman llegó al trabajo con casi veinte minutos de retraso. Cuando entró en el edificio se olvidó de presentar a la máquina de control que había en la puerta su certificado de período de prueba. El gigantesco Medidor Sanitario comercial le localizó, su indicador pasó el nivel siete, se encendieron las luces rojas. Y una áspera voz metálica gritó por el altavoz:
—¡Señor! ¡Señor! Su desviación de la norma ha superado el límite de seguridad! ¡Sométase a terapia inmediatamente, por favor!
Feerman sacó enseguida su certificado de período de prueba de la cartera. Pero la máquina continuó aullando perversamente durante diez segundos. Todos los que estaban en el vestíbulo le miraban. Los botones se paraban, muy contentos de poder ser testigos de una alteración del orden. Hombres de negocios y oficinistas cuchicheaban, y dos policías sanitarios intercambiaron miradas significativas. A Feerman se le pegaba la camisa a la espalda, empapada de sudor. Reprimió el impulso de salir corriendo del edificio y continuó caminando hacia el ascensor. Pero estaba casi lleno, y no pudo entrar.
Subió corriendo por una escalera hasta la segunda planta, y cogió allí un as-censar en el que subió el resto de los pisos. Cuando llegaba a la Agencia Morgan, ya había conseguido controlarse. Mostró su certificado de período de prueba al Medidor Sanitario de la puerta, se enjugó la cara con un pañuelo, y entró.
En la agencia todos sabían lo que había sucedido. Pudo percibirlo por su silencio y su modo de volver la cara. Feerman se dirigió con rapidez a su despacho, cerró la puerta y colgó su sombrero. Se sentó ante su mesa, aún jadeante, lleno de resentimiento contra el Medidor Sanitario. ¡Si pudiese aplastar aquellas malditas máquinas! Siempre espiando, atronándote con sus timbres de alarma, desequilibrándote…
Feerman interrumpió rápidamente tales pensamientos. Los Medidores no tenían culpa de nada. Pensar en ellos como agentes activos de persecución era pura paranoia, y quizás un síntoma de su desequilibrio actual. Los Medidores eran sólo prolongación de la voluntad humana. La sociedad como un todo, se recordó, debe ser protegida contra los individuos, lo mismo que el cuerpo humano debe protegerse contra el mal funcionamiento de cualquiera de sus partes. Por mucho que uno quisiera a su vesícula biliar, la sacrificaría implacablemente si constituía una amenaza para el resto del organismo.
Esta analogía le hizo estremecerse, pero decidió abandonar tales pensamientos. Tenía que saber algo más de La Academia.
Tras encender un cigarrillo, marcó el número del Servicio de Información Terapéutica.
—¿En qué puedo ayudarle, señor? —contestó una agradable voz de mujer.
—Deseo información sobre La Academia —dijo Feerman, sintiéndose un poco estúpido. La Academia era algo tan conocido, formaba hasta tal punto parte de la vida diaria, que era como preguntar qué forma de gobierno tiene el país al que uno pertenece.
—La Academia está situada…
—Sé dónde está situada —le atajó Feerman—. Quiero saber que tipo de terapia se administra allí.
—No disponemos de esa información —dijo la mujer, tras una pausa.
—¿No? Yo creí que todos los datos sobre terapias comerciales estaban a disposición del público.
—Teóricamente así es, señor —contestó lentamente la mujer—. Pero La Academia no constituye, en sentido estricto, terapia comercial. Aunque acepta dinero, asiste casos de caridad también, sin cuota. Además, está parcialmente subvencionada por el gobierno.
Feerman sacudió la ceniza de su cigarrillo y dijo con impaciencia:
—Creí que todos los proyectos del gobierno estaban abiertos al público.
—Lo están, como norma general. Salvo cuando tal conocimiento pueda ser perjudicial para el público.
—¿Así que el conocer el sistema terapéutico de La Academia puede ser perjudicial para el público? —dijo Feerman triunfalmente, con la sensación de estar llegando al meollo del asunto.
—¡Oh, no señor! —en la voz de la mujer había una estremecimiento de asombro—. ¡Yo no quería decir eso! ¡Sólo dije cuál es la norma general sobre la reserva de información. La Academia, aunque amparada por las leyes, es en cierta medida extralegal. Y se le concede este status debido al índice de cien por cien de curaciones.
—¿Dónde puedo ver a alguno de esos individuos curados? —preguntó Feerman—. Tengo entendido que nadie ha salido nunca de La Academia.
A ver lo que dice ahora, pensó Feerman, esperando una respuesta. Le pareció oír un cuchicheo por el teléfono. De pronto sonó la voz de un hombre, clara y sonora:
—Habla el jefe de sección. ¿Hay algún problema?
Al oír aquella áspera voz masculina, a Feerman casi se le cae el teléfono de la mano. Su sensación de triunfo se evaporó, y se maldijo por haber hecho aquella llamada. Pero, aún así, se obligó a continuar.
—Quiero información sobre La Academia.
—Está situada…
—¡No! ¡Quiero verdadera información! —dijo desesperadamente Feerman.
—¿Para qué desea usted esa información? —preguntó el jefe de sección, y su voz pasó a ser de pronto la voz suave y casi hipnótica de un terapeuta.
—Simple deseo de conocimiento —contestó rápidamente Feerman—. Dado que La Academia es una alternativa terapéutica que puedo utilizar cuando desee, me gustaría saber más de ella, con el (in de decidir…
—Me parece muy razonable —dijo el jefe de sección—, pero veamos, ¿pretende usted utilizar ese conocimiento para un fin útil? ¿Para lograr una mejor integración en la sociedad? ¿O le mueve a usted una acuciante curiosidad, motivada por la inquietud y otros impulsos más profundos?
—Se lo pregunto porque…
—¿Cómo se llama usted? —preguntó de pronto el jefe de sección.
Feerman guardó silencio.
—¿Cuál es su Nivel Sanitario?
Feerman tampoco contestó. Intentaba determinar si habrían localizado ya la llamada, y concluyó que sí.
—¿Duda usted de los beneficios que pueda proporcionar La Academia?
—No.
—¿Duda usted de que la Academia trabaja para la preservación del Statu Quo?
—No.
—Entonces, ¿cuál es su problema? ¿Por qué no me dice usted su nombre y su índice sanitario? ¿Porqué siente usted esta necesidad de más información?
—Gracias —murmuró Feerman, y colgó.
Se dio cuenta de que la llamada telefónica había sido un terrible error. Había sido algo propio de un «más de ocho», no de un hombre normal. El jefe de sección, un experto sin duda, lo había percibido inmediatamente. Por supuesto, el jefe de sección no iba a dar información a un «más de ocho»… Feerman comprendió que tendría que controlar mucho más sus acciones, analizarlas, comprenderlas, si es que quería volver a la norma estadística.
Cuando se sentó, alguien llamó a la puerta; tras la llamada, la puerta se abrió y entró su jefe, el señor Morgan. Morgan era un hombre alto y corpulento, de rostro carnoso. Se plantó ante la mesa de Feerman, tamborileando con los dedos sobre un libro, con el aire turbado de un ladrón a quien sorprenden con las manos en la masa.
—Me han contado lo que pasó abajo —dijo, sin mirar a Feerman, y tamborileando aún, más enérgicamente con los dedos.
—Es una subida momentánea —dijo automáticamente Feerman—. En realidad, mi tasa ya ha empezado a bajar.
No podía mirar a Morgan mientras decía esto. Los dos hombres miraban a diferentes puntos de la habitación. Por último, sus ojos se encontraron.
—Mire, Feerman, yo procuro no meterme en los asuntos de los demás —dijo Morgan, sentándose en un extremo de la mesa de Feerman—. Pero, demonios, la salud es asunto de todos. Todos estamos en el mismo juego. —Esta idea pareció aumentar la convicción de Morgan. Se echó hacia adelante con vehemencia.
—Sabe, yo soy responsable aquí de mucha gente. Es la tercera vez en este año que está usted en período de prueba —vaciló—. ¿Cómo empezó todo esto?
Feerman meneó la cabeza.
—No lo sé, señor Morgan. Yo hacía lo que hago siempre… Y mi tasa empezó a subir.
Morgan consideró esto, y luego meneó a su vez la cabeza.
—No puede ser algo tan simple. ¿Han comprobado si tenía usted lesiones cerebrales?
—Me han asegurado que no es nada orgánico.
—¿Terapia?
—Todo —dijo Feerman—. Electroterapia, análisis, método de Smith, escuela Flanes, debiopensamiento, diferenciación…
—¿Y qué le dijeron? —preguntó Morgan.
Feerman pensó en la interminable serie de terapeutas a los que había acudido. Le habían analizado desde todos los ángulos que la psicología permitía. Le habían drogado, sometido a electroshock, explorado. Pero todo se reducía a una cosa.
—No lo saben.
—¿No pudieron decirle nada? —preguntó Morgan.
—No mucho. Inquietud constitucional, impulsos profundamente ocultos, incapacidad para aceptar el Statu Quo. Todo concuerda con que soy un tipo rígido. En mi caso ni siquiera resultó la Reconstrucción de Personalidad.
—¿Y la prognosis?
—Igual.
Morgan se levantó y empezó a pasear, con las manos a la espalda.
—Feerman, yo creo que es cuestión de actitud. ¿Quiere usted realmente formar parte del equipo?
—Lo he intentado todo…
—Desde luego, pero ¿ha intentado usted cambiar? ¡Penetración! —gritó Morgan, golpeándose con el puño izquierdo la mano derecha como si aplastase el mundo—. ¿Tiene usted penetración?
—No creo —dijo Feerman con auténtico pesar.
—Considere mi caso —dijo vigorosamente Morgan, plantándose ante la mesa de Feerman con las piernas abiertas y los pies sólidamente plantados en el suelo—. Hace diez años esta agencia era el doble de lo que es hoy. ¡Y seguía creciendo! Yo trabajaba como un loco, ampliando mi capital, mis inversiones, expandiendo el negocio, haciendo dinero y más dinero.
—¿Y qué pasó?
—Lo inevitable. Mi tasa pasó de dos, tres, a más de siete. Era un camino equivocado.
—No hay ninguna ley que prohíba ganar dinero —indicó Feerman.
—Claro que no. Pero hay una ley psicológica que prohíbe hacer demasiado. La sociedad no tiene ya esos criterios. Se ha borrado de la raza gran parte de ese impulso de agresión y competencia. Después de todo, llevamos casi cien años en el Statu Quo. En ese tiempo, no ha habido nuevos inventos, ni guerras, ni grandes desarrollos de ningún género. La psicología ha ido uniformizando la raza, borrando los elementos irracionales. Así que con mí energía y mi capacidad, era como… como jugar al tenis contra un niño. Nadie podía pararme.
Morgan estaba muy excitado y había empezado a respirar pesadamente. Se controló y continuó con tono más tranquilo.
—Por supuesto, yo estaba haciendo aquello por razones neuróticas. Anhelo de poder, una gran dosis de espíritu de competencia. Me sometí a terapia de sustitución.
—Yo no veo que haya nada anormal en intentar ampliar los negocios —dijo Feerman.
—Pero, por Dios, señor mío, ¿es que no comprende usted nada sobre salud social, responsabilidad y estasis? Yo iba camino de hacerme rico. Después, habría creado un imperio financiero. Todo absolutamente legal, comprende, pero desequilibrado. Después de eso, ¿quién sabe adónde habría llegado? Puede que a un control indirecto del gobierno, y querría cambiar la política psicológica para adaptarla a mis propias anormalidades; y puede imaginarse adonde llevaría eso.
—Así que se sometió usted a terapia —dijo Feerman.
—Tenía tres alternativas: cirugía cerebral, La Academia o el ajuste. Afortunadamente, encontré una salida en los deportes competitivos. Sublimé mis impulsos egoístas en bien de la humanidad. Pero el asunto es, Feerman, que estaba aproximándose a esa línea roja, y que me ajusté antes de que fuera demasiado tarde.
—Yo lo haría también con mucho gusto —dijo Feerman— si supiere cuál es mi problema. Pero lo cierto es que en realidad no lo sé.
Morgan guardó silencio un rato, pensando…
—Creo que usted necesita un descanso, Feerman —dijo por fin.
—¿Un descanso? —Feerman se puso inmediatamente alerta—. ¿Quiere usted decir que estoy despedido?
—No, claro que no. Quiero ser justo, cumplir con las normas. Pero tengo aquí un equipo. —El vago gesto de Morgan incluía la oficina, el edificio, la ciudad—. La locura es insidiosa. En la última semana han empezado a subir varios índices.
—Y yo soy el foco infeccioso.
—Debemos aceptar las reglas —dijo Morgan, irguiéndose frente a la mesa de Feerman—. Continuará recibiendo su sueldo hasta que… hasta que tome usted alguna decisión.
—Gracias —dijo Feerman secamente. Se levantó y se puso el sombrero.
Morgan le dio una palmada en el hombro.
—¿Ha considerado usted La Academia? —preguntó en voz baja—. Quiero decir, si ninguna otra cosa resulta…
—Definitiva e irrevocablemente no —dijo Feerman, mirando directamente a los pequeños ojos azules de Morgan.
Morgan se dio la vuelta.
—Parece usted tener un absurdo prejuicio contra La Academia. ¿Por qué? Usted ya sabe cómo está organizada nuestra sociedad. No puede pensar que se esté permitiendo nada que vaya contra el bien común.
—No se trata de eso —dijo Feerman—. Pero, ¿por qué no se sabe más sobre La Academia?
Cruzaron la silenciosa oficina. Ninguno de los hombres que Feerman había conocido durante tanto tiempo alzó la vista de su trabajo. Morgan abrió la puerta y dijo:
—Usted sabe todo lo que hay que saber sobre La Academia.
—No sé cómo funciona.
—¿Acaso lo sabe todo sobre alguna terapia? ¿Puede explicarme todo el funcionamiento de la terapia de sustitución? ¿O del análisis? ¿O de la reducción de Olivey?
—No. Pero tengo una idea general de cómo funcionan.
—Todo el mundo la tiene —dijo triunfalmente Morgan. Luego bajó la voz—. Esa es la cuestión. Evidentemente La Academia no proporciona esa información porque interferiría en la aplicación de la terapia misma. No hay nada extraño en eso, ¿no le parece?
Feerman lo pensó, y permitió a Morgan que le guiase hasta el vestíbulo.
—Admito eso —dijo—. Pero, dígame, ¿por qué nadie regresa nunca de La Academia? ¿No le parece un poco siniestro eso?
—Desde luego que no. Hace usted un enfoque muy extraño del asunto. —Morgan apretó el botón del ascensor mientras hablaba—. Parece que quiere usted crear un misterio donde no lo hay. Sin que pretenda inmiscuirme en sus asuntos profesionales, supongo que su terapia exige que el paciente permanezca en La Academia. No hay nada de extraño en la utilización de un entorno sustitutivo. Es algo que se hace continuamente.
—Si eso es verdad, ¿por qué no lo dicen?
—El hecho habla por sí solo.
—Y —preguntó Feerman— ¿dónde está la prueba de su tasa de cien por cien en las curas?
El ascensor llegó y Feerman entró.
—Tiene que ser verdad cuando ellos lo dicen —contestó Morgan—. Los terapeutas no pueden mentir. No pueden, Feerman.
Morgan empezó a decir algo, pero las puertas del ascensor se cerraron. El ascensor empezó a bajar y Feerman comprendió con un estremecimiento que se había quedado sin trabajo.
Feerman comenzó a fijarse en la gente con la que se cruzaba. Parecían felices, henchidos del nuevo espíritu de Responsabilidad y Salud Social, dispuestos a sacrificar viejas pasiones por una nueva era de paz. Era un mundo bueno, un mundo endemoniadamente bueno. ¿Por qué no podía vivir en aquel mundo?
Podía. Con la primera chispa de confianza que había sentido en varias semanas, Feerman decidió que se adaptaría, fuese como fuese. ¡Si por lo menos pudiese descubrir cómo!
Era una sensación extraña, el no tener ya trabajo. No tenía ningún sitio adonde ir. Su trabajo le había resultado odioso muchas veces. Algunas mañanas le había horrorizado la idea de tener que enfrentarse a otro día de oficina. Pero ahora que ya no lo tenía, comprendía lo importante que había sido para él, lo sólido, lo tranquilizador. Un hombre no es nada, pensaba, si no tiene un trabajo que hacer.
Caminó sin rumbo, manzana tras manzana, intentando pensar. Pero era incapaz de concentrarse. Los pensamientos se le escapaban, eludiéndole, y eran sustituidos por imágenes fugaces del rostro de su mujer. Ni siquiera podía pensar en ella, pues la ciudad arrojaba sobre él sus rostros, sus sonidos, sus olores.
El único plan de acción que se le ocurría era impracticable. Escapar, eso era lo que le decían sus aterradas emociones. Ir adonde nunca pudieran encontrarle. ¡Esconderse!
Pero Feerman sabía que eso no era ninguna solución. Huir era puro escapismo, Y una prueba más de su desviación de la norma. Porque ¿de qué huía realmente? De la sociedad más perfecta y más sana que había concebido el hombre en toda su historia. Sólo un loco huiría de ella.
Después de caminar durante varias horas, Feerman descubrió que tenía hambre. Entró en el primer comedor que vio. Estaba lleno de obreros, pues había caminado casi hasta los muelles.
Se sentó y miró el menú, diciéndose que necesitaba tiempo para pensar. Tenía que valorar adecuadamente sus acciones, determinar…
—Eh, amigo.
Alzó la vista. El camarero, calvo y mal afeitado, le miraba.
—¿Qué?
—Salga de aquí.
—Aquí no servimos a locos —dijo el camarero, indicando el Medidor sanitario de la pared, que fiscalizaba a todos los que entraban en el local. El indicador negro señalaba más de nueve—. Lárguese.
Feerman miró a los otros hombres que había en el mostrador. Estaban sentados en fila, y llevaban todos la misma ropa de un marrón áspero. Tenían las gorras encasquetadas casi hasta los ojos, todos parecían leer el periódico.
—Estoy en período de prueba…
—Largo —dijo el camarero—. La ley dice que no tengo por qué servir a ningún «más de nueve». Inquieta a mi clientes. Vamos, lárguese
La hilera de trabajadores continuaba inmóvil, sin mirarle. Feerman sintió que le hervía la sangre. Sintió un súbito impulso de aplastarle el cráneo a aquel camarero y de degollar a toda aquella hilera de hombres y salpicar las paredes con su sangre, sintió el impulso de machacar, de asesinar. Pero, claro está, la agresión era un rasgo de demencia, y una reacción no satisfactoria. Dominó el impulso y salió de allí.
Feerman continuó caminando, reprimiendo el impulso de correr esperando una secuencia de pensamiento lógico que le dijese lo que debía hacer. Pero sus pensamientos eran cada vez más confusos, y al anochecer se vio al borde del desmayo por pura fatiga.
Se encontraba en una callejuela llena de basura en los barrios bajos. En la ventana de un segundo piso vio un letrero escrito a mano que decía: J. J. FLYNN, TERAPEUTA. QUIZÁS YO PUEDA AYUDARLE. Feerman sonrió burlonamente, pensando en todos los famosos especialistas que había visitado. Empezó a caminar, alejándose de allí, pero luego dio la vuelta y se dirigió a las escaleras que llevaban a la oficina de Flynn. Otra vez se sentía irritado consigo mismo. En cuanto vio el letrero supo que iba a subir. ¿Cuándo iba a dejar de engañarse a sí mismo?
La oficina de Flynn era pequeña y mugrienta. La pintura se desprendía de las paredes y la habitación olía a sucio. Flynn estaba sentado ante una mesa de madera s barnizar, leyendo una novela de aventuras. Era un tipo pequeño y calvo, de mediana edad. Fumaba una pipa.
Feerman había pensado empezar desde el principio. Pero en vez de hacerlo, dijo:
—Mire, estoy en un aprieto. He perdido mi trabajo, mi mujer me ha abandonado, he probado todas las terapias posibles, ¿qué puedo hacer?
Flynn se sacó la pipa de la boca y miró a Feerman. Observó su ropa, su sombrero, sus zapatos, como calculando su valor. Luego dijo:
—¿Qué le dijeron los otros?
—Lo que supone, que no tengo ninguna posibilidad.
—Ya, eso dicen siempre —dijo Flynn, hablando rápidamente, con voz sonora y clara—. Esos tipos elegantes se dan por vencidos enseguida. Pero siempre hay esperanza. La mente es una cosa extraña y complicada, amigo mío. Y a veces…
Flynn se detuvo bruscamente, y sonrió con tristeza. Luego, continuó:
—Pero, ¿de qué va a servir? Tiene usted la expresión del condenado, no hay duda. —Sacudió las cenizas de su pipa y miró al techo—. Mire, yo nada puedo hacer por usted. Usted lo sabe y yo también. ¿Por qué subió aquí?
—Buscando un milagro, supongo —dijo Feerman, sentándose pesadamente en una silla de madera.
—Mucha gente lo hace —dijo confidencialmente Flynn—. Y este parece el sitio más adecuado para un milagro, ¿verdad? Ha recorrido usted los elegantes despachos de los especialistas famosos sin resultado, así que lo más justo sería que un terapeuta ambulante pudiese hacer lo que no lograron hombres famosos. Sería una especie de justicia poética.
—Exactamente —dijo Feerman, con una desmayada sonrisa.
—Bueno, la verdad es que no soy muy malo —dijo Flynn, llenando su pipa de tabaco_
Pero la cuestión es que los milagros cuestan dinero, así ha sido siempre, y así será. Si las grandes lumbreras no pudieron curarle, yo no podré hacerlo, desde luego.
—Gracias por decírmelo —dijo Feerman, pero no hizo ademán de levantarse.
—Mi deber como terapeuta —añadió lentamente Flynn— es recordarle que La Academia está siempre abierta.
—¿Cómo puedo ir allí? —preguntó Feerman—. No sé nada sobre ella.
—Nadie lo sabe —dijo Flynn—. Aun así, tengo entendido que los curan a todos.
—La muerte es una cura.
—Pero una cura no funcional. Además, eso estaría demasiado en contradicción con los tiempos. Un sitio como el que usted sugiere deberían dirigirlo los desequilibrados, y los desequilibrados sencillamente no estén permitidos.
—Entonces, ¿por qué nadie sale nunca de allí?
—No lo sé —contestó—. Quizás no quieran hacerlo. —Sopló su pipa—. Usted quiere un consejo. Muy bien. ¿Tiene usted dinero?
—Algo —dijo Feerman.
—Está bien. No debería decirle esto, pero… ¡deje de preocuparse por la curación! Váyase a casa. Mande a su robutler que compre comida para un par de meses. Y enciérrese allí una temporada.
—¿Encerrarme? ¿Por qué?
Flynn le miró frunciendo el ceño, irritado.
—Porque se va a desquiciar usted intentando recuperar el nivel normal, y se pondrá cada vez peor. He visto a miles de personas hacer eso. No piense usted en índices sanitarios. Procure estar despreocupado, descansado, leyendo, engordando, durante un par de meses. Veremos como se encuentra entonces.
—Oiga —dijo Feerman—, creo que tiene usted razón. ¡Estoy convencido! Pero no estoy seguro de que deba volver a casa. Hice hoy una llamada telefónica… Tengo algún dinero. ¿Podría usted ocultarme aquí? ¿Podría usted ocultarme?
Flynn se levantó y miró temerosamente por la ventana a la oscuridad de la calle.
—Ya le he dicho demasiado. Si fuese más joven… ¡Pero no puedo! ¡Le he dado a usted un consejo disparatado! ¡No puedo, para colmo, cometer además un disparate!
—Lo siento —dijo Feerman—. No debería habérselo pedido. Pero le agradezco mucho lo que ha hecho por mí. De veras —se levantó—. ¿Cuánto le debo?
—Nada —dijo Flynn—. Buena suerte.
—Gracias. Feerman bajó las escaleras rápidamente y cogió un taxi. En veinte minutos estaba en casa.
El vestíbulo se hallaba extrañamente tranquilo cuando Feerman lo cruzó para entrar en su apartamento. La puerta de la casera estaba cerrada cuando pasó ante ella, pero tuvo la impresión de que había estado abierta hasta que apareció él, y de que la vieja estaba ahora mirando por el ojo de la cerradura o con la oreja pegada a la fina madera.
Aceleró el paso y entró en su apartamento.
Todo estaba tranquilo también en su apartamento. Feerman entró a la cocina. Su robutler estaba de pie junto al hornillo, y Speed enroscado en un rincón.
—Bienvenido a casa, señor —dijo el robutler—. Si quiere usted sentarse, le serviré la cena.
Feerman se sentó, pensando en sus planes. Había un montón de detalles que tenía que considerar, pero Flynn tenía razón. Ocultarse, esa era la solución. Apartarse de todo.
—Quiero que vayas a comprar por la mañana a primera hora —dijo al robutler.
—Sí, señor —asintió el robot, colocando ante él un cuenco de sopa.
—Necesitaré muchas cosas. Pan, carne… no, compra alimentos enlatados.
—¿Qué tipo de alimentos enlatados? —preguntó el robutler.
—Cualquier cosa, siempre que constituyan una alimentación equilibrada. Y cigarrillos. ¡No olvides los cigarrillos! Dame sal, ¿quieres?
El robutler siguió junto al hornillo, inmóvil; pero Speed empezó a gemir suavemente.
—Robutler, la sal, por favor.
—Lo siento —dijo el robutler.
—¿Qué quieres decir con eso? Dame la sal.
—Ya no puedo obedecerle.
—¿Por qué no?
—Acaba de superar usted la línea roja, señor. Es usted un «más de diez».
Feerman le miró un instante. Luego corrió al dormitorio y puso en marcha el Medidor Sanitario. El indicador negro subió lentamente hasta la línea roja, vaciló, y luego siguió subiendo firmemente.
Era un «más de diez».
Pero qué importaba eso, se dijo. Después de todo, era una medición cuantitativa. No significaba que se hubiese convertido de pronto en un monstruo. Razonaría con el robutler. Se lo explicaría.
Feerman salió precipitadamente del dormitorio.
—¡Robutler! Escucha…
Oyó cerrarse la puerta de entrada. El robutler se había ido. Feerman entró en el salón y se sentó en el diván. Naturalmente, el robutler se había ido. Los construían con equipo de medición sanitaria incorporado. Si sus dueños superaban la línea roja, regresaban inmediatamente a la fábrica. Ningún «más de diez» podía tener a su disposición un robutler.
Pero aún tenía una posibilidad. Había comida en la casa. La racionaría. No se encontraría tan solo estando Speed con él. Quizás tuviese bastante con unos cuantos días.
—¿Speed?
El apartamento continuó en silencio.
—Vamos, ven aquí.
No oía nada.
Feerman registró metódicamente el apartamento. Pero el perro no estaba allí. Debía de haberse ido con el robutler. Solo, Feerman entró en la cocina y bebió tres vasos de agua. Miró la comida que había preparado el robutler y empezó a reír a carcajadas. Pero de pronto se contuvo.
Tenía que irse, rápidamente. No tenía tiempo que perder. Si se daba prisa, aún podía conseguirlo, aún podría esconderse en algún sitio, en cualquier sitio. Ahora cada segundo contaba.
Pero siguió en la cocina, contemplando el suelo mientras pasaban los minutos, preguntándose por qué le habría abandonado su perro.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Señor Feerman!
—No —dijo Feerman.
—Señor Feerman, tiene usted que irse.
Era la casera. Feerman acudió a la puerta y la abrió.
—¿Irme? ¿Adónde?
—Eso no es cuestión mía. Pero no puede seguir usted aquí, señor Feerman; debe usted irse.
Feerman volvió por su sombrero, se lo puso, echó una ojeada al apartamento y luego salió. Dejó la puerta abierta.
Fuera, había dos hombres esperándole. Sus caras eran manchas borrosas en la oscuridad.
—¿Adónde quiere ir? —preguntó uno.
—¿Adónde puedo ir?
—Cirugía o La Academia.
—Entonces La Academia.
Le metieron en un coche y se alejaron de allí rápidamente. Feerman iba retrepado en el asiento, demasiado exhausto para pensar. Sentía en la cara una brisa fresca, y la leve vibración del coche resultaba agradable. Pero el viaje le parecía interminablemente largo.
—Hemos llegado —dijo al fin uno de los hombres. Pararon el coche y le condujeron al interior de un enorme edificio gris, a una pequeña habitación desnuda. En medio de ella había una mesa con un letrero: RECEPCIONISTA. Había un hombre echado sobre ella, roncando sonoramente.
Uno de los guardias que acompañaban a Feerman tosió con fuerza. El recepcionista se incorporó inmediatamente, restregándose los ojos. Se puso unas gafas y les miró con aire soñoliento.
—¿Cuál es? —preguntó.
Los dos guardias señalaron a Feerman.
—Muy bien. —El recepcionista estiró sus delegados brazos y luego abrió un gran cuaderno negro. Hizo una anotación, arrancó la hoja y se la entregó a los guardias de Feerman. Estos se fueron inmediatamente.
El recepcionista apretó un botón y luego se rascó la cabeza vigorosamente.
—Noche de luna llena —dijo a Feerman, con evidente satisfacción.
—¿Qué? —dijo Feerman.
—Luna llena. Recibimos muchos más de ustedes cuando hay luna llena, al parecer. He pensado en hacer un estudio sobre eso…
—¿Más? ¿Más que? —preguntó Feerman, que aún no había asimilado del todo la impresión de encontrarse en La Academia.
—Pero qué torpe es usted —dijo el recepcionista—. Recibimos muchos más como usted cuando hay luna llena. No creo que haya ninguna correlación, pero… Bueno, aquí esta el guardia.
Se acercó a la mesa un guardia sin uniforme, aún anudándose la corbata.
—Llévale a la 312AA —dijo el recepcionista. Mientras Feerman y el guardia se alejaban, se quitó las gafas y se echó otra vez sobre la mesa.
El guardia condujo a Feerman a través de una compleja red de pasillos, en los que había muchas puertas. Los pasillos parecían haber nacido de modo espontáneo, pues brotaban en todos los ángulos, y tenían zonas curvadas y retorcidas, como las calles de una ciudad antigua. De pasada, Feerman percibió que las puertas no estaban numeradas siguiendo un orden. Pasó ante la 3212, luego la 25P y luego la 14. Y estaba seguro de haber pasado ante la número 888 tres veces.
—¿Cómo puede orientarse aquí? —preguntó al guardia.
—Ese es mi trabajo —dijo el guardia, en un tono que no dejaba de ser amable.
—No es muy sistemático —dijo Feerman, al cabo de un rato.
—No puede serlo —dijo el guardia, en tono casi confidencial—. En principio proyectaron este lugar con muchas menos habitaciones, pero luego empezó la invasión. Pacientes y más pacientes, cada día más, y siempre más. Así que hubo que dividir los locales en unidades más pequeñas y hacer nuevos pasillos.
—¿Pero cómo encuentran los doctores a sus pacientes? —preguntó Feerman.
Habían llegado a la 312AA. Sin contestar, el guardia abrió la puerta, y una vez que Feerman entró, cerró y echó el cerrojo.
Era una habitación muy pequeña: había un jergón, una silla y un armario, que ocupaban todo el espacio disponible.
Casi inmediatamente, Feerman oyó voces junto a la puerta. Un hombre decía: «Café luego, en la cafetería, dentro de media hora». Giró una llave. Feerman no oyó la respuesta, pero hubo una súbita risa. Una voz profunda de hombre dijo: «¡Sí, y cien más, acabaremos teniendo que buscar sitio en el sótano!».
Se abrió la puerta y entró un hombre de barba y chaqueta blanca que aún sonreía vagamente. Adoptó una expresión profesional en cuanto vio a Feerman.
—Tiéndase en la cama, por favor —dijo cortésmente, pero con un inconfundible aire de mando.
Feerman siguió de pie.
—Ahora que estoy aquí —dijo—, ¿querrá usted explicarme qué significa todo esto?
El hombre de barba había empezado a abrir el armario. Miró a Feerman con expresión cansinamente burlona, y enarcó tas cejas.
—Soy un doctor —dijo—, no un conferenciante.
—Lo comprendo. Pero sin duda…
—Sí, sí —dijo el doctor, encogiéndose de hombros—. Lo sé. Tiene usted derecho a saber y todo eso. Pero deberían habérselo explicado todo antes de llegar aquí. Sencillamente, no es mi trabajo.
Feerman seguía de pie.
—¡Sea buen chico —dijo el médico— y tiéndase en la cama, y se lo explicaré todo! —y volvió al armario.
Feerman pensó por un instante en lanzarse sobre él, pero comprendió que miles de «más diez» debían de haber pensado lo mismo. Lo tendrían previsto, sin duda. Se tendió en la cama.
—La Academia —dijo el doctor sin dejar de hurgar en el armario— evidentemente es un producto de nuestra época. Para comprenderla, debe usted intentar comprender primero los tiempos en que vivimos —el doctor hizo una pausa muy teatral, y luego continuó, con evidente placer—. ¡La salud mental! Pero salud implica una tremenda tensión, sabe, y sobre todo la salud social. ¡Qué fácilmente se desequilibra la mente del hombre! Y en cuanto se desequilibra, los valores cambian, los hombres comienzan a tener extrañas esperanzas, ideas, teorías, y necesitan ponerlas en ejecución. Estas cosas quizás no sean anormales en sí mismas, pero inevitablemente resultan perjudiciales para la sociedad, pues el movimiento en cualquier dirección perjudica a una sociedad estática. Ahora, después de miles de años de derramamiento de sangre, nos hemos planteado el objetivo de proteger a la sociedad contra los individuos desequilibrados… En consecuencia, el individuo debe evitar las configuraciones mentales que implican decisión, que pueden convertirle en un peligro potencial. Este deseo de estabilidad que ha de imponerse y que es nuestro ideal, exige una fuerza, una energía y una decisión casi sobrehumanas. Si uno no las tiene, acaba aquí.
—No comprendo…—comenzó Feerman, pero el doctor le interrumpió.
—La necesidad de La Academia es evidente. Hoy, la cirugía cerebral es la última alternativa eficaz para conseguir la salud. Pero ningún hombre considera agradable esta posibilidad, pues constituye una alternativa nada tentadora. La cirugía cerebral implica muerte de la personalidad original. Es decir, muerte en su forma más auténtica. La Academia intenta aliviar una cierta tensión ofreciendo otra alternativa.
—Pero, dígame, ¿cuál es esa alternativa? ¿Por qué no la explica?
—Francamente, la mayoría de la gente prefiere no saber —el doctor cerró con llave el armario, pero Feerman no pudo ver los instrumentos que había seleccionado—. Su reacción no es típica, se lo aseguro. Ha decidido pensar en nosotros como algo oscuro, misterioso y aterrador. Eso se debe a su desequilibrio. La gente sana nos ve como una panacea, un alivio agradablemente vago y nebuloso para ciertas posibilidades desagradables. Nos aceptan con fe. —El doctor rio entre dientes—. Para la mayoría de la gente, representamos el cielo.
—Entonces, ¿por qué no explican sus métodos?
—Francamente —dijo con suavidad el doctor—, es preferible no examinar con demasiado detalle ni siquiera los métodos del cielo.
—¡Así que todo es un fraude! —dijo Feerman intentando incorporarse—. ¡Va usted a matarme!
—Claro que no —dijo el doctor, empujando suavemente a Feerman para que volviera a tenderse.
—¿Qué va a hacer usted entonces, exactamente?
—Ya lo verá.
—¿Y por qué no sale nadie de aquí?
—No quieren salir —contestó el doctor.
Antes de que Feerman pudiese moverse, el doctor le había insertado hábilmente una aguja en el brazo y le había inyectado un líquido tibio.
—No olvide —dijo el doctor— que hay que proteger a la sociedad contra el individuo.
—Sí —dijo Feerman soñoliento— pero, ¿quién protege al individuo contra la sociedad?
La habitación se hizo borrosa, y aunque el doctor le contestó, Feerman no pudo oír sus palabras, pero estaba seguro de que eran sabias, apropiadas y verdaderas.
Cuando recobró la conciencia, descubrió que estaba de pie en una gran llanura. Amanecía. A la luz difusa pudo ver fajas de niebla a la altura de sus tobillos y la hierba bajo sus pies estaba húmeda y era esponjosa y suave.
A Feerman le sorprendió un poco ver a su mujer a su derecha, a su izquierda estaba su perro Speed, que se apretaba contra su pierna, temblando ligeramente. Su sorpresa se desvaneció enseguida, porque allí era donde su mujer y su perro debían estar: a su lado antes de la batalla.
Frente a él, un nebuloso movimiento se aclaró en figuras individuales que Feerman reconoció al ir aproximándose.
¡Eran el enemigo! Encabezando el cortejo iba su robutler, brillando inhumanamente a la media luz. Morgan estaba también allí, gritando al jefe de sección que Feerman debía morir. Y Flynn, aquel hombre aterrador, ocultaba su cara pero avanzaba también contra él. Y estaba su casera chillando: «¡Ya no hay casa para él!». Y tras ellos había doctores, recepcionistas, guardias, y detrás millones de hombres con ásperas ropas de trabajo, con las gorras encasquetadas hasta los ojos, y los periódicos bajo el brazo.
Feerman se dispuso para la última batalla contra los enemigos que le habían traicionado. Pero una duda pasó por su mente. ¿Era real aquello?
Tuvo una súbita y aterradora visión de su cuerpo drogado en una habitación numerada de La Academia, mientras su alma estaba allí, en la Tierra de Nunca Jamás. Batallando con sombras.
¡No estoy loco! En un instante de total claridad, Feerman comprendió que tenía que escapar. Su destino no estaba allí, combatiendo con espectros. Tenía que volver al mundo real. El Statu Quo no podía durar eternamente. Y, ¿qué haría la humanidad, si toda la energía, la inventiva y los impulsos individuales se eliminaban de la raza?
¿Nadie abandonaba La Academia? ¡Él lo haría! Feerman luchó con las ilusiones y pudo sentir casi como su desechado cuerpo se agitaba en el jergón, gruñía, se movía.
Pero su esposa de los sueños le agarró por el brazo y su perro de los sueños ladró al amenazador enemigo.
Aquel instante se desvaneció para siempre. Pero Feerman jamás lo supo. Olvidó su decisión, olvidó la Tierra, olvidó la verdad; y las gotas de rocío salpicaron sus piernas mientras avanzaban para combatir al enemigo.