Bajé hasta el Martepuerto unas horas después de que llegara la nave de la Tierra. Traía a bordo taladros de punta de diamante, que yo llevaba pidiendo más de un año. Quería reclamarlos antes de que alguien se apoderase de ellos. No quiero decir con esto que alguien fuese a robar algo; aquí en Marte todos somos caballeros y científicos. Pero es difícil conseguir las cosas y el robo-por-prioridades el medio que utiliza un caballero-científico para robar lo que necesita.
Cargué mis taladros en el jeep y entonces llegó Parson, de Minas, exhibiendo una Orden de Prioridad de Máxima Urgencia. Afortunadamente, yo había tenido el buen sentido de obtener una orden de prioridad aún mayor del director Burke Carson estuvo tan amable que le di tres taladros.
Y se alejó en su scooter, por las rojas arenas marcianas, que tan bonitas resultan en las fotografías en color, pero que destrozan completamente los motores.
Me acerqué a la nave de la Tierra, no porque me importasen gran cosa las naves espaciales, sino para mirar algo distinto.
Entonces vi al polizón.
Estaba de pie junto a la nave espacial, con los ojos como platos, contemplando la arena roja, los chamuscados puntos de aterrizaje, los cinco edificios del Martepuerto. «¡Oh, Marte!», decía la expresión de su cara.
Lancé un gruñido. Aquel día tenía más trabajo del que podía realizar en un mes. Pero el polizón era problema mío. El director Burke, en un rasgo caprichoso, me había dicho:
—Tully, tú sabes tratar a la gente. Entiendes a la gente. Y sabes hacerte simpático. Por tanto, te nombro Jefe de Seguridad de Marte.
Lo cual significaba que tenía que ocuparme de los polizones.
Este polizón concreto tenía unos veinte años. Medía sobre uno ochenta, y no pesaría más de cincuenta y tantos kilos de mal alimentada carne sobre los huesos. Su nariz iba adquiriendo un color rojo brillante en nuestro saludable clima marciano. Tenía manos grandes y de aire tosco, pies grandes, y boqueaba como un pez fuera del agua en nuestra saludable atmósfera marciana. Naturalmente, no tenía respirador. Los polizones nunca lo tienen.
Me acerqué a él y dije:
—Bueno, ¿cómo te sientes aquí?
—¡Dios mío! —exclamó él.
—Magnífico, ¿verdad? —añadí—. Es magnífico verte en otro planeta.
—¡Desde luego que lo es! —balbució el polizón. Iba adquiriendo un color azul suave, por la falta de oxígeno, salvo en la punta de la nariz. Decidí dejarle sufrir un poco más.
—Así que te escondiste en ese carguero —dije—. Te metiste de polizón para contemplar el maravilloso, encantador y exótico Marte.
—Bueno, no creo que se me pueda considerar polizón —dijo él, luchando por respirar—. Yo…
—Vamos, que sobornaste al capitán —se tambaleaba ya sobre sus largas y vacilantes piernas. Saqué mi respirador de repuesto y se lo puse en la nariz.
—Vamos, polizón —dije—. Te daré algo de comer. Luego tú y yo tendremos una charla en serio.
Le cogí del brazo y le llevé hacia las cocinas, porque estaba tan débil que se hubiese caído sobre algo y lo hubiese roto. Dentro, gradué la atmósfera y calenté un poco de carne de cerdo y alubias para él.
Lo devoró vorazmente y luego se echó hacia atrás en la silla con una sonrisa de oreja a oreja.
—Me llamo Johnny Franklin —dijo—. ¡Marte! No puedo creer que está realmente aquí.
—Eso es lo que dicen todos los polizones. Los que sobreviven al viaje. Hay unas diez tentativas al año, pero sólo uno o dos consiguen llegar vivos. La mayoría son unos perfectos idiotas. Los polizones consiguen colarse a bordo de un carguero pese a todos los controles de seguridad. La nave despega a unos veinte g y, sin protección especial, el polizón queda como aplastado. Si sobrevive a esto, le espera la radiación. O se asfixia en la bodega sin aire antes de poder llegar al compartimento del piloto.
Aquí en Marte tenemos un cementerio especial solo para polizones. Pero siempre hay alguno que consigue sobrevivir y desembarca en Marte lleno de esperanzas y de estrellas en los ojos.
Y yo soy el tipo que tiene que desilusionarles.
—Dime, ¿a qué viniste exactamente a Marte? —pregunté.
—Se lo diré —contestó Franklin—. En la Tierra uno tiene que hacer exactamente lo que hacen los demás. Tiene uno que pensar como los demás, actuar como los demás, porque si no lo encierran.
Asentí. La Tierra estaba tranquila ahora, por primera vez en la historia de la humanidad. Paz mundial, gobierno mundial, prosperidad mundial. Las autoridades querían que siguiese así. Yo creo que van demasiado lejos en la supresión hasta del individualismo más inofensivo, pero, ¿quién soy yo para decidir sobre eso? Las cosas probablemente se suavizarán en cien años o así, pero eso no le basta a un polizón que quiere vivir ahora.
—Así que sentiste la necesidad de nuevos horizontes —dije.
—Sí, señor —dijo Franklin—. Espero que esto no le suene demasiado rústico, señor, pero quiero ser un pionero. No me importa lo duro que sea. ¡Trabajaré! ¡Déjeme quedarme, por favor, señor! Trabajaré muy duro…
—¿Haciendo qué? —pregunté.
—¿Cómo? —pareció desconcertado por un instante. Luego dijo:
—Haré cualquier cosa.
—Pero, ¿qué puedes hacer? Podríamos tener trabajo para un buen químico inorgánico, desde luego. ¿Eres tú acaso químico inorgánico?
—No señor, no —dijo el polizón.
No me gustaba hacerlo, pero era importante grabar la triste e inevitable verdad en la mente de los polizones.
—Así que tu campo no es la química —musité—. Habría también trabajo para un buen geólogo. E incluso para un estadístico.
—Lo siento, pero…
—Dime, Franklin, ¿en qué eres doctor?
—Yo, señor…
—¿Eres licenciado? ¿Técnico especialista?
—No señor, no —dijo Franklin quejumbrosamente—. Ni siquiera acabé el bachiller.
—Entonces, dime, ¿qué crees tú que puedes hacer aquí? —pregunté.
—Verá, señor —dijo Franklin—. Leí que se trabajaba en toda la superficie de Marte. Yo creí que podría ser mensajero, o algo así. Y soy también un buen carpintero, y sé hacer trabajos de fontanería y… Tiene que haber algo que yo pueda hacer aquí.
Serví a Franklin otra taza de café y él me miró con ojos suplicantes. Los polizones siempre miran así cuando llegamos a este punto. Se creen que Marte es como Alaska en los años setenta o la Antártida en el año dos mil. Una frontera para hombres valientes y decididos. Pero Marte no es una frontera. Es un callejón sin salida.
—Franklin —dije—, ¿sabes que el Proyecto Marte no se autofinancia y que quizás no lo haga nunca? ¿Sabes que cuesta casi cincuenta mil dólares al año mantener aquí a un hombre? ¿Crees que tú te mereces un salario de cincuenta mil al año?
—Yo como muy poco —dijo Franklin—. Y una vez que le coja el tranquillo al trabajo podré…
—Y —le interrumpí— ¿no sabías que no hay un solo hombre en Marte que no tenga por lo menos el título de doctor?
—Eso no lo sabía —murmuró Franklin.
Los polizones nunca lo saben. Y soy yo quien tiene que decírselo. Así que le expliqué a Franklin que los científicos se encargan de la fontanería, carpintería, que hacen de mensajeros, de cocineros, que se encargan de la limpieza y de las reparaciones, y todo ello en su tiempo libre. Quizás no lo hagan bien, pero lo hacen.
El hecho es que no hay ni un solo trabajo no especializado en Marte. Sencillamente no podemos permitírnoslo.
Creí que iba a empezar a llorar, pero logró controlarse.
Miraba ansiosamente la estancia, observando todos los detalles de nuestro pequeño comedor. Era todo típicamente marciano.
—Vamos —dije levantándome—. Te buscaré una cama. Mañana dispondremos tu pasaje de vuelta a la Tierra. Y no te pongas tan triste, al menos has visto Marte.
—Sí, claro, señor —el polizón se levantó pesadamente—. Pero, señor, yo no puedo volver a la Tierra. No volveré a la Tierra.
No discutí con él. Muchos polizones hablan así, con más decisión incluso. ¿Cómo iba a saber yo lo que pensaba aquel?
Después de acomodar a Franklin, volví a mi laboratorio e hice durante unas cuantas horas los trabajos que imprescindiblemente tenía que hacer. Luego me acosté un rato, agotado.
A la mañana siguiente, fui a despertar a Franklin. No estaba en la cama. Pensé inmediatamente en la posibilidad de sabotaje. Quién sabe lo que puede hacer un pionero desengañado. Di una vuelta por el campamento buscándole ansiosamente y por fin lo encontré en el laboratorio especial en construcción.
El laboratorio especial era para nosotros, necesariamente, un proyecto al que teníamos que consagrar el tiempo libre. Siempre que uno disponía de media hora extra, colocaba unos cuantos ladrillos, aserraba una mesa, o atornillaba los goznes de una puerta. Nadie podía disponer de tiempo libre suficiente para terminar aquello de modo ordenado y rápido.
Franklin había logrado más en unas cuantas horas que la mayoría de nosotros en unos cuantos meses. Era un buen carpintero, no había duda. Y trabajaba con un furor tal que parecía que estuviesen persiguiéndole todas las furias del infierno.
—¡Franklin! —grité.
—Sí, señor —vino enseguida a mi lado—. Sólo quería hacer algo para pagar mi manutención, señor Tully. Si me da unas cuantas horas más, podré colocar el techo. Y si aquellas tuberías de allá no sirven para otra cosa, podría terminar mañana la instalación de fontanería.
Franklin era un buen muchacho, desde luego. El tipo de persona que necesitaba Marte. De acuerdo con todas las reglas de la decencia humana y de la justicia, debería haberle dado una palmada en el hombro y haberle dicho: «Muchacho, los estudios no lo son todo. Puedes quedarte. Te necesitamos».
Realmente hubiese querido decírselo. Pero no podía. En Marte no hay historia de promoción y éxito personal de este género. Ningún polizón consigue nada. Nosotros los científicos podemos hacer los trabajos de carpintería y de fontanería, por muy pobres que puedan ser los resultados. Y, sencillamente, no podemos permitirnos otra cosa.
—Por favor, Franklin, ¿serías tan amable de no ponerme las cosas más difíciles? Soy blando de corazón. Me has convencido. Pero lo único que puedo hacer es poner en ejecución las normas. Debes volver.
—No puedo volver —dijo Franklin muy suavemente.
—¿Cómo?
—Si vuelvo me encerrarán —dijo Franklin.
—Está bien, explícame eso —gruñí—. Pero, por favor, deprisa.
—Sí señor, sí. Como le dije —explicó Franklin—, en la Tierra todos tienen que ser iguales, pensar todos igual. En fin, yo lo hice bien durante un tiempo, pero luego descubrí La Verdad.
—¿Qué?
—Que descubrí La Verdad —dijo orgullosamente Franklin—. La descubrí por accidente, pero era realmente simple, tan simple que se la enseñé a mi hermana, y, si ella podía aprenderla, podía aprenderla cualquiera. Así que intenté enseñársela a todos.
—Sigue —dije.
—Bueno, se pusieron muy furiosos. Me dijeron que estaba loco. Que debía callarme. Pero yo no podía callarme, señor Tully, porque era La Verdad. Así que cuando iban a encerrarme, me vine a Marte.
Oh, magnífico, pensé. Franklin era exactamente lo que necesitábamos en Marte. Un buen fanático religioso dispuesto a predicar entre nosotros, endurecidos científicos. Y era exactamente lo que el médico me recomendaba a mí. Ahora, después de enviarle de vuelta a la Tierra, a la cárcel, tendría que sufrir sentimientos de culpa durante el resto de mi vida.
—Y eso no es todo —dijo Franklin.
—¿Quieres decir que esta patética historia es más larga?
—Sí señor, sí.
—Sigue —dije con un suspiro.
—Andan también detrás de mi hermana —dijo Franklin—. Sabe, después de que vio La Verdad se sintió tan deseosa de enseñarla como yo. Es La Verdad, sabe. Así que ahora también ella está escondida hasta que… hasta que… —se frotó la nariz y suspiró quejumbrosamente—. Creí que podría convencerles a ustedes de que sería capaz de hacer una gran tarea en Marte y que entonces podrían dejar a mi hermana venir conmigo y que…
—Basta —dije.
—Sí, señor.
—No quiero oír más —le dije—. Ya he oído demasiado.
—¿Quiere que le explique La Verdad? —preguntó animosamente Franklin—. Yo podría explicarle…
—Ni una palabra más —aullé.
—Sí señor, sí.
—Franklin, n6 puedo hacer nada, absolutamente nada por ti. No tienes los conocimientos ni los títulos necesarios para poder quedarte. Y yo no tengo autoridad para permitírtelo. Pero haré lo único que puedo hacer. Hablaré de ti al director.
—¡Estupendo! Muchísimas gracias, señor Tully. ¿Podría usted decirle que aún no me he recuperado del todo de este viaje? En cuanto recupere mis fuerzas, les demostraré…
—Claro, claro —dije, y me alejé de allí.
El director me miró como si se me hubiese caído el regulador.
—Pero Tully —dijo—. Tú conoces las reglas.
—Por supuesto —dije—. Pero realmente podría sernos útil. Me resulta odioso hacerle volver y entregarle en manos de la policía.
—Cuesta cincuenta mil dólares al año mantener un hombre en Marte —dijo el director—. ¿Tú crees que se merece un salario de…?
—Ya lo sé —dije—. Pero es un caso tan patético, y es tan voluntarioso, y podríamos utilizarle…
—Todos los polizones son patéticos —dijo el director.
—Sí. Claro, todos ellos son seres humanos inferiores, no como nosotros los científicos. Está bien, lo mandaré de vuelta.
—Ed —dijo el director con voz suave—. Ya veo que se va a crear una tirantez entre nosotros por esto. Lo dejaré a tu criterio. Tú sabes muy bien que se presentan cerca de diez mil solicitudes al año para cada plaza del Proyecto Marte. Tenemos que rechazar a hombres mejores que nosotros mismos. Los chicos estudian en las universidades durante años para conseguir una plaza aquí. Y cuando acaban se encuentran con que la plaza ya ha sido ocupada. Considerando todo esto, ¿crees sinceramente que Franklin debe quedarse?
—Yo… Bueno… Oh, maldita sea, no, si pones las cosas así. —Pero aún seguía irritado.
—¿Pueden ponerse de otro modo? —preguntó el director.
—Por supuesto que no.
—Es una triste situación en la que muchos son los llamados y pocos los elegidos —musitó el director—. Hace falta una nueva frontera. A mí me gustaría que Marte se abriera de par en par a la colonización. Y algún día lo haremos. Pero no hasta que no podamos autofinanciarnos.
—De acuerdo —dije—. Dispondré el regreso del polizón.
Franklin estaba trabajando en el tejado del laboratorio especial cuando regresé, y no tuvo más que mirarme a la cara para saber cuál era la respuesta.
Me subí al jeep y fui hasta el Martepuerto. Quería echarle una bronca al capitán del carguero espacial que había permitido a Franklin subir a bordo. Sería el mismo que tendría que llevar a Franklin de vuelta a la Tierra.
El carguero estaba en la rampa de lanzamiento con la nariz apuntando hacia el cielo. Clarksom, nuestro encargado de cuestiones atómicas, estaba revisándolo antes del despegue.
—¿Dónde está el capitán de este cacharro? —pregunté.
—No hay capitán —dijo Clarksom—. Es un modelo automático, controlado por radio. Mi estómago comenzó a agitarse.
—¿No tiene capitán?
—No.
—¿Ni tripulación?
—No la llevan los de este tipo —dijo Clarksom—. Lo sabes muy bien, Tully.
—En ese caso —dije asombrado— no hay oxígeno a bordo.
—Claro que no.
—Ni escudo contra las radiaciones.
—Claro —dijo Clarksom mirándome fijamente.
—Ni aislamiento.
—El suficiente para que el casco no se funda.
—Y supongo que despegó a máxima aceleración. Treinta y cinco g o así.
—Claro —dijo Clarksom—. Ese es el sistema más económico, cuando no van seres humanos a bordo. ¿Qué demonios te pasa?
No le contesté. Simplemente subí al jeep y me dirigí a toda velocidad hacia el laboratorio especial. Mi estómago ya no se agitaba. Giraba como una peonza.
Ningún ser humano podía sobrevivir un viaje así. No había la menor posibilidad. Era físicamente imposible.
Cuando llegué al laboratorio, Franklin había terminado el techo y estaba en el suelo, instalando cañerías. Era la hora de comer y le ayudaban algunos de los hombres de Minas.
—Franklin —dije.
—Dígame señor.
Hice una profunda inspiración.
—Franklin, ¿viniste aquí en aquel carguero?
—No, señor —respondió—. Intenté decírselo, intenté decirle que no había sobornado a ningún capitán, pero usted no me dejó.
—En ese caso —dije, hablando muy lentamente—, ¿cómo llegaste aquí?
—Usando La Verdad.
—¿Puedes mostrármelo?
Franklin se quedó pensándolo un momento. Luego dijo:
—Fue un viaje muy cansado, señor Tully, pero supongo que podré.
Y desapareció.
Yo me quedé allí, pestañeando. Entonces, uno de los hombres de Minas señaló hacia arriba. Allí estaba Franklin, planeando en el aire, a unos cien metros de altura.
Al instante siguiente estaba otra vez a mi lado, con la nariz colorada por el frío.
Oh, Dios mío, aquello parecía transferencia instantánea…
—¿Es eso La Verdad? —le pregunté.
—Sí, señor, sí —dijo Franklin—. Es una manera distinta de mirar las cosas. En cuanto lo ves, en cuanto realmente lo ves, puedes hacer toda clase de cosas. Pero allá en la Tierra a esto le llamaban una alucinación. Y decían que tenía que dejar de hipnotizar a la gente…
—¿Y puedes enseñar esto? —le pregunté.
—Desde luego —dijo Franklin—. Aunque llevará un poco de tiempo…
—Da igual. Supongo que podemos permitirnos dedicarle un poco de tiempo. Sí señor. Estoy seguro de que sí. Sí señor, un poco de tiempo dedicado a aprender La Verdad, creo que merecería la pena…
No sé cuanto tiempo más habría seguido balbuciendo cosas así, si Franklin no me hubiese interrumpido ansiosamente.
—Señor Tully, ¿significa eso que puedo quedarme?
—Puedes quedarte, Franklin. De hecho, si intentas irte, te mataré.
—¡Oh, gracias, señor! ¿Y mi hermana? ¿Puede venir?
—Oh sí, por supuesto —dije—. Tu hermana puede venir. En cuanto…
Oí un alarido de los hombres de Minas. Se me erizaron los pelos de la nuca y me volví muy lentamente.
Allí estaba, una chica alta y flaca, con ojos tan grandes como platos. Miró a su alrededor como una sonámbula y murmuró:
—¡Oh, Marte!
Luego se volvió a mí y se ruborizó.
—Perdone, señor —dijo—. Yo… estaba escuchando y…