Las radios de las naves espaciales nunca han funcionado adecuadamente, y el equipo de radio que Jim Radell tenía a bordo de la Algonquin no era ninguna excepción. Había estado hablando con Tierra, con Con Electric. Pero recepción se desvaneció y de pronto el pequeño compartimento del piloto se llenó de voces.
—¡No, yo no quiero grapas! —bramaba la radio—. ¡Yo quería pirulíes!
—¿No es la estación de Marte? —preguntaba alguien.
—No, esto es la Luna. Salga usted de mi frecuencia.
—¿Qué demonios voy a hacer yo con tres paquetes de grapas?
—Cuélgueselas de la nariz. Oiga, Luna…
Radell escuchó durante un rato. La radio le dio la tranquilizadora impresión de que el espacio estaba lleno de gente, tremendamente vital, que atestaba los planetas. Tenía que recordarse que todos aquellos ruidos los hacían menos de cincuenta hombres, motas de polvo en los espacios que rodeaban la Tierra.
La radio lanzó una masa de ruidos parásitos durante unos momentos. Luego ronroneó con firmeza. Radell fijó el aparato y ató las correas de su asiento. La Algonquin se hallaba en órbita de desaceleración, deslizándose hacia la nebulosa superficie de Venus. Podía leer un libro o echar una siesta hasta que la nave aterrizase.
Tenía dos tareas. Una se relacionaba con una nave no tripulada que Con Electric había enviado a Venus cinco años atrás. La nave contenía instrumentos automáticos de registro. Una de las tareas de Radell era volver a la Tierra con aquellos instrumentos.
La Algonquin avanzaba en espiral hacia la fría y tormentosa superficie de Venus, localizando automáticamente el emplazamiento de la nave robot. El casco brillaba hoscamente mientras la Algonquin atravesaba la espesa atmósfera de Venus, aminorando la velocidad y ajustando su posición. La nieve se agitaba en torbellinos alrededor de la nave, cuyos reactores traseros flameaban. Luego se posó suavemente en el suelo.
—Excelente aterrizaje, amiga mía —dijo Radell a la nave. Se quitó las correas y conectó la radio a su traje espacial. Sus indicadores mostraban que la nave robot se hallaba a unos cuatro kilómetros de distancia; no lo bastante lejos como para tener que cargar con provisiones. Podría, simplemente, caminar hasta allí, recoger los instrumentos y luego volver a casa.
—Probablemente esté de vuelta a tiempo para la Serie —dijo en voz alta. Dio un último repaso al traje y abrió la primera compuerta.
El traje espacial era el segundo trabajo de Radell y el más importante.
La humanidad estaba lanzándose fuera de la Tierra. A escala cósmica, apenas si había nacido. Y, sin embargo, los que antaño vivían en cuevas y soñaban con las estrellas estaban dejando la Tierra atrás. Ayer los hombres eran seres que andaban desnudos, lastimosamente débiles y desesperadamente vulnerables. Hoy, vestidos de acero, transportados por reactores incandescentes, habían alcanzado la Luna, Marte y Venus.
Los trajes espaciales eran un eslabón de la cadena tecnológica que ligaba los planetas.
Los prototipos del traje que llevaba Radell habían sido sometidos a todas las pruebas que habían podido imaginar en el laboratorio. Las habían superado todas con pleno éxito.
Y el traje recibía ahora su prueba final, su prueba de campo.
—Quédate aquí amiga, y no te muevas —dijo Radell a la nave. Salió por la última escotilla y descendió por la escalerilla de la Algonquin, llevando el traje espacial mejor y más caro que había ideado el hombre.
Siguió su radio brújula, avanzando fácilmente sobre la fina capa de nieve. El paisaje que le rodeaba apenas era visible. Lo velaba la gris media luz de Venus. Bajo sus pies había delgadas plantas, que esporádicamente brotaban de la nieve. Eran la única cosa viva que se veía.
Ajustó la radio en su traje, esperando que alguien radiase los resultados de la primera división de la liga de béisbol. Pero lo único que captó fue el final de una parte meteorológico de Marte. Comenzaba a caer de nuevo la nieve. Hacía frío. Lo indicaba el marcador de su muñeca, porque el aire frío no podía penetrar a través de su traje. Y aunque Venus disponía de una atmósfera con oxígeno, él no tenía que respirarla. Un casco de plástico le sellaba en un pequeño mundo propio manufacturado. Dentro de él, no podía sentir siquiera el viento frío y áspero que le empujaba con firmeza.
A medida que caminaba, la nieve iba haciéndose más profunda. Miró hacia atrás. Su nave quedaba completamente oculta en la gris media luz, y el avance se hacía más difícil.
«Si establecen aquí una colonia», se dijo, «no me van a enganchar a mí en ella». Abrió más la espita del oxígeno y continuó su avance entre el ventisquero.
Al cabo de un rato, captó el lejano eco de una música en su radio, tan desmayado y débil que ni siquiera estaba seguro de oírlo realmente. Prosiguió el avance durante dos horas, apartándose más de un kilómetro de la nave, tarareando la canción que creía oír, y pensando en todo menos en Venus.
De pronto se hundió en nieve suelta hasta las rodillas.
Se incorporó y se sacudió. Vio que llevaba bastante rato caminando entre unas tormenta de nieve. Encerrado en el maravilloso traje, ni siquiera se había dado cuenta.
Pero no veía motivo alguno para alarmarse. Dentro de su traje espacial vivía en una maravillosa seguridad. El aullar del viento le llegaba muy desmayadamente. Las ráfagas de nieve rozaban inofensivas su casco de plástico, y su rumor le hacía pensar en la lluvia sobre un tejado de chapa.
Se hundió en la costra dura formada sobre la nieve profunda.
En la hora siguiente nevó aún más. Radell se dio cuenta de que el viento había adquirido casi velocidad de huracán. Los remolinos de nieve giraban a su alrededor y se asentaban casi en forma de hielo debido a la baja temperatura.
No tenía intención alguna de dar la vuelta.
«Al diablo con ello», se decía. «Dentro de este traje no entra nada».
Luego, la nieve le cubrió hasta la cintura.
Hizo una mueca y se liberó. Pero al paso siguiente volvió a hundirse rompiendo la fina costra dura de la superficie.
Intentó continuar, pero la resistencia de la nieve era excesiva. Al cabo de diez minutos estaba atrapado, y su traje tenía que suministrarle más oxígeno.
Sin embargo, Radell no tenía miedo. Sabía que en Venus no existían verdaderos peligros. No había hombres, ni animales, ni plantas venenosas. Todo lo que tenía que hacer era seguir caminando a través de la nieve unos kilómetros, provistos como estaba del traje espacial más moderno inventado por el hombre.
Sentía cada vez más sed. Y tenía la sensación de no avanzar apenas. La nieve le llegaba ahora hasta el pecho, y le resultaba cada vez más difícil subir a la superficie, sólo para hundirse de nuevo en cuanto daba el primer paso. Aun así, continuó intentándolo tercamente durante media hora.
Luego se detuvo. Su visibilidad estaba totalmente bloqueada por la sólida pared de nieve que caía suavemente del hosco cielo gris. En media hora, no recorrió más de diez metros.
Estaba atrapado.
La radio interplanetaria era siempre algo incierto. Radell no podía, al parecer, transmitir de ninguna forma su mensaje.
—Aquí la Algonquin —radiaba—. Llamando a Con Electric.
—Correcto. El verde. Allá voy.
—¿Por qué iba a engañarte? Se rompió el brazo…
—… y cuatro cajas de espárragos. Ponlo a mi nombre.
—Seguro que estábamos en caída libre. Pero aun así se rompió el brazo…
—Aquí la Algonquin llamando, hey, control, déjenme entrar, estoy en luz verde.
—Prioridad —decía Radell—. Llamando a Con Electric. Estoy atrapado en la nieve. No puedo volver a la nave. ¿Qué hago ahora?
La radio lanzó una ráfaga de ruidos parásitos.
Radell se sentó en la nieve a esperar instrucciones. Consideraba la nevada una imposición. ¿Es que suponían que debía convertirse en esquimal o algo así? Con Electric le había metido en aquello. Pues que los que le habían metido le sacaran.
El traje mantenía una temperatura constante y agradable. Radell logró olvidar su hambre y su sed. Mientras la nieve caía cada vez con más fuerza, él se adormiló.
Despertó unas horas más tarde, con más sed que nunca. La radio ronroneaba huecamente. Radell comprendió que tendría que arreglárselas por sí mismo. Si no regresaba enseguida a la nave, podría encontrarse luego demasiado débil para moverse. Poco le ayudarían entonces las maravillosas virtudes protectoras del traje. Se incorporó, la garganta reseca por la sed, y lamentó no haber llevado provisiones. Pero, ¿cómo podía haber previsto que las necesitaría para recorrer solo siete kilómetros, llevando aquel traje?
Necesitaba un medio de locomoción sobre la delgada costra de nieve. Necesitaba raquetas para la nieve. ¿Cómo eran las raquetas que se hacían en la Tierra? Se arrodilló y examinó una de aquellas delgadas plantas que brotaban de la nieve.
Aquello serviría.
Intentó arrancar una. Era dura y aceitosa. Las enguantadas manos de Radell resbalaron en ella.
Si tuviese un cuchillo. Pero no había razón alguna para incluir un cuchillo en una nave espacial. Era tan inútil como una lanza, o un arpón.
Tiró de nuevo de la planta. Luego, se quitó los guantes y buscó en los bolsillos algún instrumento afilado. Sólo encontró un ejemplar de «Normas de Aterrizaje Planetario para Naves Comerciales de más de Quinientas Toneladas». Volvió a meterlo en el bolsillo.
Tenía ya las manos agarrotadas. Volvió a ponerse los guantes.
De pronto tuvo una idea. Corrió la cremallera de la parte delantera del traje, e inclinándose hacia adelante utilizó un lado de ella como sierra. Comenzó a formarse un corte en la planta, pero por el traje abierto penetró una ráfaga de viento. Radell elevó el dispositivo de temperatura del traje y siguió aserrando.
Por último, consiguió cortar una cantidad de plantas que le pareció razonable. Intentó cerrar las cremalleras, pero estaban atascadas con la resina y las fibras sueltas de las plantas. Radell enrolló los bordes lo mejor que pudo y puso al máximo el dispositivo calefactor del traje.
Ahora tenía que hacer la raqueta. Las plantas se doblaban fácilmente pero recuperaban su primitiva posición con la misma facilidad. No tenía medio alguno de unirlas.
«Qué situación tan estúpida», dijo en voz alta. No tenía ningún alambre, ni una cuerda. Nada.
«¿Y qué voy a hacer ahora?», se preguntó.
—Nunca vi una recepción semejante en toda mi vida —decía alguien por la radio.
—Aquí la Algonquin llamando a Tierra —dijo Radell ásperamente, por milésima vez.
—¿Oiga, Marte?
—Con Electric llamando a la Algonquin…
—Quizás sea la corona solar.
—Resultado de las radiaciones cósmicas, más probablemente. ¿Quién es?
—Aquí Con Electric. Nuestra nave se retrasa…
—¡Algonquin llamando! —gritó Radell.
—¿Radell? ¿Qué es lo que hace? No es usted un explorador y no es momento para explorar. Coja lo que tiene que coger y vuelva aquí.
—Aquí estación Luna II…
—¡No interfiera, Luna! —gritó Radell—. Escuche, estoy en un lío. Atrapado. Bloqueado en la nieve. Necesito raquetas. ¡Raquetas para la nieve! ¿Me oye?
La radio emitió una ráfaga de ruidos parásitos. Radell volvió al problema de las raquetas.
Tenía que encontrar un medio de unir las plantas. El único que se le ocurría era utilizar los cables de su radio o de su unidad calefactora. ¿Qué debía sacrificar?
Era una elección difícil. Necesitaba la radio. Pero tenía frío, a pesar de que la unidad calorífica funcionaba perfectamente. Destruirla sería quedar solo con el traje aislante frente al frío de Venus.
Tendría que prescindir de la radio, decidió.
—… díselo, ¿lo harás? —dijo súbitamente la radio—, en mi próxima salida…, —la voz se desvaneció de nuevo—.
Y Radell comprendió que no podía prescindir de la radio, que las voces que la radio traía al mundo civilizado y solitario de su traje espacial le eran absolutamente necesarias. Débil y cansado, con la garganta ardiendo por la sed, tenía la sensación de que mientras pudiese oír aquel tranquilizador rumor mecánico de los ruidos parásitos no estaría solo.
Además, si no lograba construir las raquetas, o si estas no eran suficientes, la radio le sería imprescindible para que le localizasen y socorrieran.
Rápidamente, antes de que pudiese cambiar de idea, arrancó los cables de la unidad calefactora, se quitó los guantes y se puso a trabajar.
No era tan fácil como había pensado. Apenas si podía ver, pues su casco de plástico quedó enseguida cubierto de vapor, al eliminar la unidad calorífica. Los nudos que hacía con el resbaladizo cable cubierto de plástico aislante se deshacían enseguida. Probó a hacer nudos más complicados, pero continuaban soltándose. A base de tanteos logró dar con un tipo de nudo que aguantaba.
E incluso entonces, las plantas se soltaban de los nudos. Tenía que hacer incisiones en ellas con las cremalleras para que quedaran fijadas.
Con una raqueta parcialmente terminada, un súbito mareo le hizo detenerse. Tenía que beber algo.
Se quitó el casco y se metió en la boca un puñado de nieve. Esto le calmó un poco la sed.
Sin el casco podía ver mejor. Tenía los dedos de las manos y de los pies como muertos, y esta sensación iba poco a poco extendiéndose al resto de sus extremidades.
No le dolía. En realidad, se sentía muy cómodo. Aunque sentía mucho sueño. Nunca había tenido tanto sueño.
Decidió tomarse una siesta muy corta, y seguir después.
—Prioridad de emergencia. Prioridad de emergencia. Con Electric llamando a Algonquin. Conteste Algonquin. ¿Qué sucede, Algonquin?
—Raquetas. No puedo llegar a la nave —murmuró Radell medio dormido.
—¿Qué pasó, Radell? ¿Fallo mecánico? ¿Le pasó algo a la nave?
—La nave está perfectamente.
—¡El traje! ¿Se estropeó el traje?
—No… —Radell estaba muy soñoliento. No sabía como explicar lo que había sucedido, porque ni él mismo estaba seguro de ello. De algún modo extraño, había sido arrancado de la civilización y se encontraba un millón de años atrás, en una época en la que los hombres vivían a merced de los elementos. Unos momentos antes estaba protegido por una cápsula de acero, seguro y caliente. Ahora estaba tendido sobre la tierra, luchando con las fuerzas del fuego, el aire y el agua.
—No puedo explicarlo, pero sáquenme de aquí —dijo Radell.
De pronto, pensó que la humanidad no había cambiado nada desde su origen. Quizás la cueva fuese un poco mayor, los pedernales algo mejores, pero el propio hombre no era más grande, ni más fuerte, ni estaba mejor adaptado. Fuera, aún bramaba la tormenta, aún imperaban los elementos.
Se sacudió el sopor, despertándose del todo, y se puso de pie tambaleándose, seguro de haber hecho un importante descubrimiento. Por primera vez, comprendía que estaba luchando por su vida, exactamente igual que habían luchado miles de millones de miembros de su raza desde la aurora de los tiempos. Y como seguirían luchando, por muy bien que construyesen sus naves espaciales.
Y no estaba dispuesto a morir. Al menos no sin ofrecer resistencia.
Tenía que hacer una hoguera, inmediatamente. En el bolsillo de los pantalones tenía una caja de cerillas. Rápidamente, se quitó el traje espacial para sacarla, y se quedó de pie en la nieve en pantalones y camisa. Luego construyó un rompevientos de nieve, y excavó un agujero en el suelo. Arrancó ramas y las dispuso cuidadosamente para hacer un fuego, añadiéndole hojas de Normas de Aterrizaje Planetario. Encendió una cerilla.
Si no prende…
¡Pero prendió! La resina de las ramas prendió inmediatamente, y se alzó el fuego, fundiendo la nieve a su alrededor.
Radell llenó su casco de plástico de nieve y lo colocó junto al fuego. ¡Ahora tendría agua!
Se acurrucó junto a las llamas, chamuscándose la camisa. Pero el fuego se agotaba. Añadió todas las ramas que tenía.
No eran suficientes. Ni siquiera utilizando la raqueta medio terminada pudo prolongar mucho tiempo el fuego.
—¿Sabes lo que ella me dijo? ¿Quieres saber realmente lo que me dijo ella? Pues dijo…
—¡Prioridad! ¡Prioridad de emergencia! Dejen la línea libre todos. Escuche, Radell, aquí Con Electric. Ha salido una nave de la Luna a rescatarle. ¿Puede oírme?
—Sí, le oigo. ¿Cuánto tardarán en llegar? —preguntó Radell.
—¿No puede oírnos, Radell? ¿Está usted bien? Conteste si puede.
—Le oigo perfectamente. ¿Cuánto tardará la nave…?
—No le oímos. De todos modos, suponemos que está usted aún vivo. La nave estará ahí dentro de diez horas. Procure aguantar, Radell.
¡Diez horas! El fuego estaba casi apagado. Furiosamente, Radell aserró más plantas. Pero no podía reunir suficiente número con la rapidez necesaria para mantener el fuego encendido.
La nieve del casco se había derretido ya. Bebió el agua y luego se acurrucó pegado a la tierra. Se envolvió en el traje espacial lo más próximo que pudo a la agonizante hoguera.
¡Diez horas! Él quería decirles que el traje espacial era excelente. El único problema era que Venus le había arrancado de él.
El viento bramaba sobre su cabeza, al chocar contra el muro de protección que había construido. El fuego era ya sólo una diminuta llama. Radell miraba desesperado a su alrededor, al blanco paisaje, buscando algo, cualquier cosa, que pudiera arder.
—Vamos, amigo. Estamos aterrizando. Hemos conseguido hacer el viaje en siete horas y media. Consumimos todo nuestro combustible. Tendrán que enviarnos una nave cisterna luego. Pero conseguimos llegar en siete horas y media.
La brillante llama iluminó el cielo gris de Venus, y se hundió hacia la zona donde estaba el silencioso casco de la Algonquin.
—¿Puedes oírnos, muchacho? ¿Sigues con vida? Ya casi estamos ahí.
La nave aterrizó sobre su cola a unos cien metros de la Algonquin. Salieron de ellas tres hombres. Otro hombre descendió luego con varios pares de raquetas.
—Tenías buena razón con lo de las raquetas, sabes… Se agruparon y examinaron un indicador que llevaba uno de ellos en la muñeca.
—Su radio aún funciona. Por ahí.
Avanzaron sobre la nieve, tropezando entre sí por la prisa. Al cabo de un kilómetro avanzaban más lentamente, pero sin detenerse un instante, hacia la señal de radio.
Encontraron a Radell acuclillado ante una pequeña hoguera. Su radio estaba a unos cuantos metros de él, donde, al parecer, la había arrojado. Alzó la vista hacia los hombres que se aproximaban e intentó sonreír.
Vieron su traje espacial en el suelo, todo rasgado. Radell estaba alimentando la hoguera con trozos del mejor y más caro traje espacial inventado por el hombre.