La semana próxima habrá un desastre aéreo en Borneo, pero no tiene por qué afectarme a mí, aquí en nueva York. Y los fegs no pueden hacerme daño, desde luego. No si mantengo cerradas las puertas de mi armario. No, el gran problema es la lesnerización. No debo lesnerizar. No debo hacerlo de ninguna manera. Y como es de imaginar, esto me preocupa no poco.
Y, para colmo de males, creo que estoy cogiendo un catarro bastante serio.
Todo empezó la noche del siete de noviembre. Yo iba Broadway abajo camino de la Cafetería Baker. Iba sonriendo porque acababa de pasar un duro examen físico. Llevaba en el bolsillo, tintineando suavemente, cinco monedas, tres llaves y una caja de cerillas.
Para completar la imagen, permítanme que añada que soplaba viento del nordeste, a siete kilómetros por hora, que Venus estaba en su curso ascendente y que la Luna era claramente menguante. Pueden deducir lo que les parezca de todo esto.
Llegué a la esquina de la calle 98 y me dispuse a cruzar. Cuando dejaba la acera, alguien me gritó:
—¡El camión! ¡Cuidado con el camión!
Di un salto atrás, mirando ansiosamente a mi alrededor. No había nadie a la vista. Entonces, un segundo más tarde, apareció un camión por la esquina a toda velocidad y pasó con luz roja retumbando Broadway arriba. Sin el aviso, me habría aplastado.
Han oído ustedes a menudo historias como esta, ¿verdad? Les habrán hablado de la extraña voz que avisó a la tía Minnie para que no cogiese el ascensor, precisamente el día en que el ascensor cayó desde la séptima planta. O que avisó al tío Joe de que no embarcase en el Titanic. La historia suele concluir ahí.
Ojalá la mía terminara ahí.
—Gracias, amigo —dije, y miré a mi alrededor. Seguía sin haber nadie.
—¿Aún puedes oírme? —preguntó la voz.
—Desde luego que sí. —Di una vuelta completa y miré recelosamente las ventanas cerradas de un apartamento que quedaba sobre mí—. ¿Pero dónde demonios estás?
—Gronish —contestó la voz—. ¿Es ese el referente? índice de refracción. Criatura de insustancialidad. La Sombra lo sabe. ¿Comprendes?
—¿Eres invisible? —aventuré.
—¡Eso es!
—Pero, ¿qué eres tú?
—Un derg validusiano.
—¿Un qué?
—Yo soy… abre un poco más la laringe, por favor. Déjame ver ahora. Soy el Espíritu de las Ultimas Navidades. La Criatura de la Laguna Negra. La Esposa de Frankenstein. El…
—Un momento —dije—. ¿Intentas decirme… que eres un espectro o una criatura de otro planeta?
—Es lo mismo —contestó el derg—. Evidentemente.
Esto lo aclaraba todo. Cualquier idiota podía darse cuenta de que la voz pertenecía a alguien de otro planeta. Era invisible en la Tierra, pero sus sentidos superiores habían percibido un peligro próximo y me habían avisado.
Era tan sólo un incidente supranormal cotidiano y sencillo.
Empecé a caminar apresuradamente Broadway abajo.
—¿Qué te pasa? —preguntó el derg invisible.
—Nada, nada —contesté—. Sólo que al parecer estoy en medio de la calle hablando con un alienígena invisible procedente de los más alejados confines del espacio exterior. Supongo que sólo yo puedo oírte…
—Sí, naturalmente.
—¡Estupendo! ¿Tú sabes a qué puede llevarme todo este asunto?
—La idea que estás subvocalizando no es del todo clara.
—A un manicomio. A una casa de locos. Al psiquiátrico. Allí es donde meten a la gente que habla con alienígenas invisibles. Gracias por el aviso, amigo. Buenas noches.
Sintiéndome un poco mareado, giré hacia el este, esperando que mi invisible amigo continuase Broadway abajo.
—¿No quieres hablar conmigo? —preguntó el derg. Moví la cabeza negativamente, gesto inofensivo por el que nadie puede señalarte, y seguí caminando.
—Pero debes hacerlo —protestó el derg, con tono desesperado—. Un auténtico contacto subvocálico es algo muy raro y asombrosamente difícil. A veces puedo transmitir un aviso, inmediatamente antes del momento de peligro, pero luego se rompe la conexión.
Así que aquella era la explicación de la premonición de la tía Minnie. Pero aún me esperaba mucho más.
—¡Quizás no vuelvan a darse estas condiciones en un centenar de años! —dijo quejumbrosamente el derg.
¿Qué condiciones? ¿Cinco monedas y tres llaves repiqueteando en el bolsillo con Venus en su curso ascendente? Supongo que es algo que merece una investigación… pero no por mi parte. Estas cosas supranormales nunca pueden llegar a probarse. Ya hay bastante gente tejiendo fundas para camisas de fuerza sin que pase yo a engrosar sus filas.
—Déjame en paz —dije. Un policía me dirigió una mirada curiosa. Yo sonreí puerilmente y aceleré el paso.
—Me doy cuenta de tu situación social —dijo el derg con urgencia—, pero este contacto puede resultar muy beneficioso para ambos. Quiero protegerte de la infinidad de peligros de la existencia humana.
No le contesté.
—Bueno —dijo el derg—. No puedo obligarte. No tengo más salida que ir a ofrecer mis servicios a otra parte. Adiós, amigo.
Yo asentí complacido.
—Una última cosa —dijo—. Mantente alejado del metro mañana entre las doce y la una y cuarto. Adiós.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Habrá un accidente en Columbus Circle, morirá un individuo al que la multitud empujará fuera del andén. Puedes ser tú si estás allí. Adiós.
—¿Morirá una persona allí mañana? —pregunté—. ¿Estás seguro?
—Por supuesto.
—¿Saldrá en los periódicos?
—Eso creo.
—¿Y tú sabes todo tipo de cosas como esta?
—Puedo percibir todos los peligros que irradian hacia ti y que se extienden en el tiempo. Mi único deseo es protegerte de ellos.
Yo me había parado. Dos chicas se reían de mí al verme hablar solo. Reemprendí la marcha.
—Oye —susurré—, ¿puedes esperar hasta mañana por la noche?
—¿Me dejarás ser tu protector? —preguntó ansiosamente el derg.
—Te lo diré mañana —dije—. Después de leer los periódicos de la tarde.
Allí estaba la noticia, no había duda. La leí en mi habitación amueblada de la calle 113. Un hombre, empujado por la multitud, había perdido el equilibrio y había caído del andén en el momento en que un tren entraba en la estación. Esto me dio mucho que pensar mientras esperaba que apareciese mi protector invisible.
No sabía qué hacer. Su deseo de protegerme me parecía bastante sincero. Pero no sabía si deseaba realmente que me protegiese. Cuando, una hora más tarde, el derg contactó conmigo, la idea me gustó aún menos, y así se lo dije.
—¿No confías en mí? —preguntó.
—Yo sólo quiero llevar una vida normal.
—Si puedes llevar alguna —me recordó—. Aquel camión de anoche…
—Fue una casualidad. Un azar que se produce una vez en la vida.
—Sólo se muere una vez en la vida —digo el derg solemnemente—. Recuerda también lo del metro.
—Eso no cuenta. No tenía pensado coger el metro hoy.
—Pero no tenías ninguna razón para no cogerlo. Eso es lo importante. Lo mismo que no hay ninguna razón para que no tomes una ducha en la próxima hora.
—¿Y por qué no habría de hacerlo?
—Una tal señorita Flynn —dijo el derg—, que vive abajo, acaba de terminar de ducharse y se ha dejado una pastilla de jabón de color rosa olvidada sobre el mosaico rojo del baño de esta planta. Podrías muy bien resbalar en ella y dislocarte una muñeca.
—Nada mortal, ¿verdad?
—No. Algo bastante distinto; por ejemplo, una pesada maceta que cae desde la azotea empujada por cierto caballero viejo y temblón.
—¿Cuándo va a suceder eso? —pregunté.
—Creí que no te interesaba.
—Me interesa mucho. ¿Cuándo? ¿Dónde?
—¿Me dejarás que continúe protegiéndote? —preguntó.
—Dime sólo una cosa —dije—. ¿Qué ganas tú con ello?
—¡Satisfacción! —dijo—. Para un derg validusiano la mayor satisfacción posible es ayudar a otra criatura a evitar un peligro.
—¿Pero no buscas nada más? ¿Alguna nadería como mi alma o gobernar la Tierra?
—¡Nada! Aceptar algo a cambio de la protección destruiría la experiencia emocional. Lo único que persigo en la vida, lo que desea cualquier derg, es proteger a alguien de los peligros que no puede ver, pero que nosotros podemos ver perfectamente. —El derg hizo una pausa. Luego añadió suavemente—: Ni siquiera esperamos gratitud.
Bien, esto fue la puntilla. ¿Cómo podía yo sospechar las consecuencias? ¿Cómo podía yo saber que su ayuda me conduciría a una situación en la que debía procurar por todos los medios no lesnerizar?
—¿Qué me dices de esa maceta? —pregunté.
—Caerá en la esquina de la calle diez y el bulevar McAdams mañana por la mañana a las ocho y media.
—¿Calle diez esquina McAdams? ¿Dónde está eso?
—En Jersey City —contestó él rápidamente.
—¡Pero no he estado en toda mi vida en Jersey City! ¿Por qué me avisas de eso?
—Yo no sé dónde vas a estar tú —dijo el derg—. Yo sólo percibo los peligros que acechan estés tú donde estés.
—¿Y qué debo hacer ahora?
—Lo que quieras —me dijo—. Sigue llevando tu vida normal. Vida normal. ¡Ja!
Enseguida empezó todo. Yo iba a clases a la Columbia, hacía mis trabajos en casa, iba al cine, veía a mis amistades, jugaba al ping-pong y al ajedrez, todo como antes. En nada se notaba que me encontrase bajo la protección directa de un derg validusiano.
Una o dos veces al día, el derg acudía a mí. Me decía, por ejemplo:
—Rejilla suelta en West End Avenue, entre las calles 66 y 67. No caminar por allí.
Y, por supuesto, yo no lo hacía. Pero algún otro lo haría. Veía a menudo la noticia del accidente en los periódicos.
Cuando empecé a acostumbrarme, me proporcionaba cierta sensación de seguridad. Había un alienígena por allí alrededor las veinticuatro horas del día consagrado únicamente a protegerme. ¡Un guardaespaldas supranormal! La idea me daba una gran confianza.
Mi vida social, durante este período, no podría haber ido mejor.
Pero el derg pronto extremó su celo en mi protección. Comenzó a descubrir más y más peligros, la mayoría de los cuales no tenían ninguna relación con mi vida en Nueva York. Eran cosas que sucedían en Ciudad de México, Toronto, Omaha, Papeete.
Finalmente le pregunté si se proponía informarme de todo peligro potencial que hubiese en la Tierra.
—Esos son los pocos, los poquísimos casos que podrían afectarte —me explicó.
—¿En Ciudad de Méjico? ¿En Papeete? ¿Por qué no te limitas a la localidad? Nueva York ya es bastante grande, ¿no te parece?
—El espacio no significa nada para mí —contestó tercamente el derg—. Mis percepciones son temporales, no espaciales. ¡Debo protegerte de todo!
Resultaba conmovedor, en cierto modo, y yo nada podía hacer al respecto. Simplemente tenía que desechar de sus informes los diversos peligros que me acechaban en Poboken, Tailandia, Kansas City, Angkor Var (el derrumbe de una estatua), París y Sarasota. Luego venían las noticias locales. Tampoco solían afectarme, pues la mayoría de los peligros me acechaban en Queen, el Bronx, State Island y Brooklyn, y me concentraba en Manhattan. Sin embargo, a menudo merecía la pena tomar en consideración estos últimos. El derg me salvó de unas cuantas experiencias bastante desagradable: un robo a mano armada en el Cathedral Parkway, por ejemplo, un incendio…
Pero él seguía acelerando el ritmo. Había empezado con un informe o dos al día. Al cabo de un mes, me pasaba cinco o seis informes diarios. Y al final sus advertencias, locales, nacionales e internacionales, fluían en una corriente continua.
Yo estaba enfrentando demasiados peligros, peligros que superaban con mucho toda probabilidad razonable.
Un día normal:
«Comida en malas condiciones en la cafetería Baker. No cenar allí esta noche».
«El autobús trescientos doce tiene malos frenos. No subir en él».
«En la sastrería Meyen hay un pequeño escape de gas. Puede producirse una explosión. Es preferible acudir a otra sastrería».
«Perro con rabia entre Riverside Drive y Central Park West. Coger un taxi».
Pronto pasé a estar constantemente no haciendo cosas y evitando lugares. Era como si el peligro estuviese acechándome detrás de cada farola, esperando por mí.
Yo sospechaba que el derg exageraba la nota. No cabía otra explicación. Después de todo, yo había vivido antes de conocerle sin ayuda supranormal de ningún género, y me las había arreglado muy bien. ¿Por qué aumentaban ahora los riesgos?
Se lo pregunté una noche.
—Todos mis informes son auténticos —dijo, evidentemente un poco ofendido—. Si no me crees, intenta encender la luz mañana en tu clase de psicología.
—¿Por qué?
—Hay un cable defectuoso.
—No dudo de tus avisos —le aseguré—. Pero antes de aparecer tú la vida no era tan peligrosa.
—Claro que no. Probablemente tú no sepas que si aceptas protección debes aceptar también los inconvenientes que trae consigo la protección.
—¿Qué clase de inconvenientes? El derg vaciló.
—La protección engendra la necesidad de más protección. Eso es una constante universal.
—Repite eso —dije desconcertado.
—Antes de que me conocieses, eras como cualquier otro y corrías los riesgos propios de tu situación. Pero al aparecer yo, cambió inmediatamente tu medio, y también tu posición en él.
—¿Cambió? ¿Por qué?
—Porque yo estoy incluido en él. Ahora, en cierta medida, tú participas de mi medio, lo mismo que yo participo del tuyo; y, claro está, ya se sabe que el evitar un peligro abre camino a otro.
—¿Intentas decirme —pregunté, muy lentamente— que mis riesgos han aumentado, debido a tu ayuda?
—Era inevitable —respondió él lanzando un suspiro.
Habría estrangulado con gran satisfacción al derg en aquel momento, si no hubiese sido invisible e impalpable. Tenía la desagradable sensación de que me habían engañado, de que me habían gastado una broma extraterrestre.
—Muy bien —dije, controlándome—. Gracias por todo. Ya nos veremos en Marte, o dondequiera que andes.
—¿No quieres ya más protección?
—Tú lo has dicho. No cierres de golpe al salir.
—Pero ¿qué es lo que pasa? —El derg parecía realmente desconcertado—. Han aumentado los riesgos en tu vida, es cierto, pero ¿qué más da? Es una gloria y un honor enfrentar el peligro y salir victorioso. Cuanto mayor sea el peligro, mayor es la satisfacción de poder eludirlo.
Por primera vez me di cuenta de lo ajeno que era aquel alienígena.
—No para mí —dije—. Ni mucho menos.
—Tus riesgos han aumentado —admitió el derg—, pero mi capacidad de detección es sobradamente amplia para resolver ese problema. Yo estoy encantado de poder resolverlo. Así que ello representa una ganancia neta en protección para ti.
—Sé lo que sucede luego —dije moviendo la cabeza—. Mis riesgos seguirán aumentando, ¿no es así?
—En absoluto. En lo que se refiere a accidentes, has llegado a un límite cuantitativo.
—¿Qué significa eso?
—Significa que no habrá ya incremento en el número de accidentes que debas evitar.
—Magnífico. Ahora, ¿quieres hacer el favor de largarte?
—Pero acabo de explicarte…
—Sí, ya lo sé. No habrá incremento. Será más o menos lo mismo. Pero si me dejas solo, volverá a existir mi medio original, ¿no es así? Y con él, mis riesgos originales…
—Puede —asintió el derg—. Si sobrevives.
—Correré el riesgo.
El derg guardó silencio un rato.
—No puedes permitirte echarme —dijo finalmente—. Mañana…
—No me lo digas. Evitaré los accidentes yo solo.
—No pensaba en accidentes.
—¿Entonces en qué?
—Es que no sé muy bien cómo decírtelo —parecía turbado—. Te dije que no habría más cambios cuantitativos. Pero no te mencioné los cambios cualitativos…
—¿De qué hablas? —le grité.
—Intento decirte —explicó el derg— que hay un gamper persiguiéndote.
—¿Un qué? ¿Qué clase de truco es este?
—Un gamper es una criatura de mi medio. Supongo que se sintió atraído por tu creciente capacidad por evitar riesgos, debida a mi protección.
—Que se vaya al diablo el gamper; y vete al diablo tú también.
—Si viene, intenta rechazarle con muérdago. El acero suele ser eficaz, ligado con el cobre. También…
Me eché en la cama y enterré la cabeza bajo la almohada. El derg entendió la indirecta. Al cabo de un momento pude darme cuenta de que se había ido.
¡Había sido un imbécil! Nosotros los habitantes de la Tierra tenemos un vicio común: coger todo lo que se nos ofrece, necesitémoslo o no.
Y uno puede meterse en muchos líos de ese modo.
Pero el derg se había ido y con él el peor de mis problemas. Me sentiría tenso un tiempo, mientras las cosas se asentaran, pero al cabo de unas cuantas semanas, quizás podría…
Creí percibir un ronroneo en el aire.
Me incorporé en la cama. Un rincón de la habitación estaba extrañamente oscuro, y pude percibir una brisa fresca en la cara. El ronroneo se hizo más sonoro… No era ya un ronroneo, sino una brisa, sorda y monótona.
Nadie tenía que explicarme nada.
—¡Derg! —grité—. ¡Sácame de esto! Allí estaba él.
—¡Muérdago! Muévelo delante del gamper.
—¿De dónde demonios voy a sacar yo ahora muérdago?
—¡Entonces acero y cobre!
Me abalancé hacia la mesa, cogí un pisapapeles de cobre y busqué afanosamente un objeto de acero al que unirlo. El pisapapeles voló de mi mano. Pude cogerlo antes de que cayera al suelo. Entonces vi mi pluma estilográfica y uní la punta con el pisapapeles.
La oscuridad se desvaneció. Y también la brisa.
Supongo que me desmayé.
Una hora más tarde, el derg me decía triunfalmente:
—¿Lo ves? Necesitas mi protección.
—Supongo que sí —contesté hoscamente.
—Necesitarás algunas cosas —dijo el derg—. Acónico, amarinta, ajo, barro de cementerio…
—Pero el gamper se ha ido.
—Sí. Pero quedan los grailers. Y necesitas protección contra los leeps, los feegs y el melgericer.
Así que escribí una lista de hierbas, perfumes y específicos. No me molesté en preguntarle sobre este lazo entre lo sobrenatural y lo supranormal. Ya lo entendía todo plena y completamente.
¿Espectros y espíritus? ¿O extra terrestres? Él dijo que eran lo mismo, y me di cuenta de lo que había querido decir. Nos dejan en paz, generalmente, pues estamos a distintos niveles de percepción, de existencia incluso. Hasta que un humano es lo suficientemente idiota como para atraer su atención.
Ahora yo estaba en su juego. Unos querían matarme, otros protegerme, pero a ninguno le importaba yo, ni siquiera al derg. Lo único que les interesaba era mi valor en el juego, si es que se trataba de eso.
Y nadie más que yo tenía la culpa de la situación. Al principio, yo tenía a mi disposición la sabiduría acumulada por la raza humana, ese tremendo odio racial a brujas y espectros, el miedo irracional a la vida alienígena. Pues mi aventura se había desarrollado miles de veces y la historia se repetía una y otra vez. Era la historia de los hombres que se dedicaban a jugar con artes extrañas y a convocar espíritus. Al hacerlo, atraían sobre sí la atención y los resultados no se hacían esperar.
Así que yo estaba ligado inseparablemente al derg y el derg a mí. Bueno, hasta ayer. Ahora vuelvo a estar solo.
Todo había ido pasablemente durante unas cuantas semanas. Había conseguido alejar a los feegs por el simple procedimiento de mantener cerradas las puertas de mi armario. Los leeps eran más amenazadores, pero el ojo de un sapo parecía contenerlos. Y el melgericer sólo era peligroso con luna llena.
—Estás en peligro —dijo ayer el derg.
—¿Otra vez? —pregunté, bostezando.
—Quien nos persigue ahora es el thrang.
—¿Nos?
—Sí, tanto a ti como a mí, pues hasta un derg debe correr peligro y correr riesgos.
—¿Es especialmente peligroso ese thrang?
—Es muy peligroso.
—Bueno, ¿qué he de hacer? ¿Piel de serpiente sobre la puerta? ¿Un pentágono?
—Nada de eso —dijo el derg—. Hay que tratar al thrang negativamente, evitando ciertas acciones.
Tenía que someterme ya por entonces a tantas restricciones que no me importaba gran cosa una más.
—¿Qué he de hacer?
—No debes lesnerizar —dijo el derg.
—¿Lesnerizar? —fruncí el ceño—. ¿Qué es eso?
—Tienes que saberlo. Es una acción humana simple y rutinaria.
—Quizás la conozca con un nombre distinto. Explica.
—Muy bien. Lesnerizar es… —se detuvo bruscamente.
—¿Qué?
—¡Aquí está! ¡El thrang!
Me arrimé a la pared. Creí percibir un suave estremecimiento en el aire, pero podría ser tan solo fruto de mi excitación nerviosa.
—¡Derg! —grité—. ¿Dónde estás? ¿Qué debo hacer? Oí un chillido y el rumor inconfundible de unas mandíbulas mascando.
—¡Me ha cogido! —gritó el derg.
—¿Qué debo hacer? —grité yo.
Oí un rumor espantoso de dientes rechinando. Muy débil, oí la voz del derg:
—¡No lesnerizar! —decía. Y luego se hizo el silencio.
Así que aquí estoy ahora, sentado, muy tenso. Habrá un desastre aéreo en Borneo la próxima semana, pero no me afectará a mí que estoy aquí en Nueva York. Y desde luego los feegs no pueden hacerme ningún daño. No si mantengo cerradas las puertas de mi armario.
El problema es lesnerizar. No debo lesnerizar. En absoluto. Si puedo conseguir no lesnerizar, todo pasará y la caza se trasladará a otro sitio. ¡Así ha de ser! Lo único que tengo que hacer es esperar a que se vayan.
El problema es que no tengo la menor idea de lo que pueda ser lesnerizar. El derg dijo que era un acto humano muy común. Bien, de momento, voy evitando cuantas acciones puedo.
Caí dormido hace un rato y no pasó nada. Así que eso no es lesnerizar. Salí y compré comida. La pagué, la cociné, la comí. Eso no era lesnerizar. Escribí este relato. Eso no era lesnerizar.
Conseguiré salir de esto.
Voy a echar una siesta. Creo que estoy cogiendo un catarro. Ahora tendré que estornudar…