MALA MEDICINA

Bad Medicine, 1956

El dos de mayo del 2103, Elwood Caswell bajaba rápidamente por Broadway con un revólver cargado en el bolsillo de la chaqueta. Él no quería utilizar el arma, pero aún así temía utilizarla, un temor justificado, pues Caswell era un maníaco homicida.

Era un día de primavera suave y brumoso, y el aire traía un olor a lluvia y a capullos floridos. Caswell apretó el revólver en su sudorosa mano derecha e intentó descubrir una sola razón válida por la que no debiese matar a un hombre llamado Magnessen, que días atrás había comentado el buen aspecto que tenía Caswell.

¿Qué le importa a Magnessen el aspecto que tengo? Malditos cotillas, siempre fastidiando al prójimo…

Caswell era un hombrecillo colérico de ojos enrojecidos y feroces, quijadas de bulldog y pelo rojizo. Era el tipo de individuo que uno puede imaginarse subido en una caja de detergente, dirigiendo un discurso a un grupo de ociosos negociantes o de divertidos estudiantes, gritando: «¡Marte para los marcianos, Venus para los venusianos!».

Pero lo cierto es que a Caswell no le interesaban gran cosa las deplorables condiciones sociales de los extraterrestres. Él conducía un reactorbús de la Corporación de Transportes Rápidos de Nueva York y sólo se ocupaba de sus asuntos. Y estaba completamente loco.

Por fortuna, era consciente de esto, al menos durante parte de tiempo, y al menos con la mitad de su mente.

Sudando copiosamente, Caswell seguía Broadway abajo hacia la sucursal que tenía Instrumentos Terapéuticos Domésticos S A en la Calle 43. Su amigo Magnessen acabaría muy pronto su trabajo y regresaría a su pequeño apartamento a menos de una manzana del de Caswell. Qué fácil sería, qué agradable, presentarse allí, intercambiar unas cuantas palabras y…

¡No! Caswell inspiró profundamente y se recordó a sí mismo que realmente no quería matar a nadie. No estaba bien matar a la gente. Las autoridades le encerrarían, sus amigos no comprenderían, su madre nunca lo aprobaría.

Pero estos argumentos parecían pálidos y excesivamente intelectuales y carentes de fuerza. Lo que tenía fuerza era el simple hecho de que él… deseaba matar a Magnessen.

¿Podía ser malo un deseo tan profundo, tan fuerte? ¿Podía ser siquiera vesánico?

¡Sí, podía! Con un gemido ahogado, Caswell entró corriendo en la sucursal de Instrumentos Terapéuticos Domésticos SA.

El simple hecho de encontrarse en aquel lugar le proporcionó un alivio inmediato. La iluminación era discreta, los cortinajes neutros, las resplandecientes máquinas terapéuticas no resultaban ni demasiado frías ni demasiado estridentes. Era el lugar donde un hombre podía tenderse fácilmente en la alfombra, a la sombra de las máquinas terapéuticas, seguro de tener a su disposición la ayuda necesaria para cualquier tipo de problema.

Un dependiente de hermoso cabello y larga y aristocrática nariz apareció suavemente, aunque no demasiado suavemente, y murmuró:

—¿Puedo servirle en algo?

—¡Terapia! —dijo Caswell.

—Cómo no, señor —contestó el dependiente, alisándose las solapas y sonriendo persuasivamente—. Para eso estamos aquí.

Dirigió a Caswell una mirada escrutadora, emitió un diagnóstico mental instantáneo y señaló una resplandeciente máquina de colores blanco y cobre.

—Vea este modelo —dijo—. Es el nuevo Aliviador alcohólico, fabricado por IBM, que se anuncia en todas las revistas importantes. Un mueble magnífico. Creo que admitirá usted que no desentonará en ninguna casa. Puede convertirse en aparato de televisión.

Con un leve giro de su muñeca, el dependiente abrió el aliviador alcohólico, mostrando una pantalla de cincuenta y dos pulgadas.

—Yo necesito… —comenzó Caswell.

—Terapia —concluyó por él el dependiente—. Por supuesto. Yo sólo quería indicarle que con este modelo no tendría usted por qué incomodar a sus amigos, a sus seres queridos, ni a usted mismo. Mire, si lo desea, este mando oculto que controla el volumen deseado de bebida. ¿Ve? Si usted no desea abstinencia total, puede elegir entre intenso, moderado, social o ligero. Es una innovación única en mecano-terapia.

—Yo no soy alcohólico —dijo Caswell con considerable dignidad—. La Corporación de Transportes Rápidos de Nueva York no admite alcohólicos.

—Oh —dijo el dependiente, mirando con desconfianza los ojos enrojecidos de Caswell—. Parece usted un poco nervioso. ¿Quizás el reductor de ansiedad Bendix portátil…?

—La ansiedad tampoco es mi caso. ¿Qué tienen ustedes para maníacos homicidas?

El dependiente frunció el ceño.

—¿De tipo esquizofrénico o maníaco depresivos?

—No lo sé —admitió Caswell, un poco desconcertado.

—En realidad no importa —le dijo el dependiente—. Es sólo una teoría privada que yo tengo. Según mi experiencia en estos almacenes, los rubios y los pelirrojos tienden más a la esquizofrenia, mientras que los morenos se inclinan hacia lo maníaco represivo.

—Interesante. ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?

—Una semana. Bueno, aquí tiene exactamente lo que usted necesita, señor. —Posó afectuosamente la mano sobre una máquina maciza negra y cromada.

—¿Qué es eso?

—Eso, señor, es el Regenerador Rex, construido por la General Motors. ¿Verdad que es maravilloso? Va con cualquier decoración y se convierte en bar bien abastecido. Sus amigos, su familia, sus seres queridos, no tienen por qué saber…

—¿Y cura el impulso homicida? —preguntó Caswell—. Un impulso fuerte…

—Por completo. No confunda usted esta máquina con los modelitos de diez amperios para neuróticos. Este es un modelo sólido de veinticinco amperios para situaciones de verdadera gravedad.

—Ese es precisamente mi caso —dijo Caswell, con disculpable orgullo.

—Pues esta amiga le curará. Vea, vea los reductores de calor, aislamiento completo, campo sensible de…

—Me la llevaré —dijo Caswell—. Ahora mismo. Pagaré en efectivo.

—¡Magnífico! Espere que telefonee al almacén y…

—Me llevaré esta misma —dijo Caswell sacando la cartera—. He de utilizarla enseguida. Quiero matar a mi amigo Magnessen, ¿sabe?

El dependiente soltó una risilla solidaria.

—Y no desea hacerlo… Es un cinco por cierto más de tráfico de empresas. Gracias, señor. Dentro van instrucciones completas.

Caswell le dio las gracias, cogió el regenerador y salió rápidamente.

Tras calcular su comisión, el dependiente sonrió y encendió un cigarrillo. Su gozo se vino abajo cuando apareció el encargado, un hombre grande impresionantemente equipado con lentes.

—Haskins —dijo el encargado—, creo que le había pedido ya que se librase de esa sucia costumbre.

—Sí, señor Follansby, lo siento, señor —se disculpó Haskins, apagando el cigarrillo—. Usaré inmediatamente el rociador desnicotizante. Acabo de hacer una venta magnífica, señor Follansby. Un regenerador Rex tamaño grande:

—¿De veras? —dijo el encargado, impresionado—. No es muy frecuente… ¡Un momento! No le vendería usted el modelo que había aquí, ¿verdad?

—¿Por qué?… Me temo que sí, que vendí ese modelo, señor Follansby. El cliente tenía tanta prisa. No había razón alguna para…

El señor Follansby se llevó ambas manos a su prominente y blanca frente, como si desease arrancársela.

—Haskins, se lo dije. ¡Tuve que decírselo! Ese regenerador era un modelo marciano. Para dar mecanoterapia a marcianos.

—¡Oh! —exclamó Haskins; lo pensó un momento—. Oh. El señor Follansby miró a su subordinado con agrio silencio.

—Pero, en realidad, ¿qué más da? —dijo rápidamente Haskins—. La máquina no discriminará. Podrá tratar un caso de tendencia homicida aunque el paciente no sea marciano.

—La raza marciana no ha tenido nunca la menor tendencia hacia el homicidio. Un regenerador marciano no posee siquiera el concepto. Por supuesto, el regenerador le tratará. Tiene que hacerlo. Pero, ¿de qué lo tratará?

—Oh —dijo Haskins.

—Hay que localizar inmediatamente a ese pobre diablo… ¿Dijo usted que era homicida? ¡No sé lo que pasará! Rápido, ¿cuál es su dirección?

—Bueno, verá, señor Follansby, él tenía tanta prisa… El encargado le lanzó una larga e incrédula mirada:

—¡Avise a la policía! ¡Llame al departamento de seguridad de la General Motors! ¡Localícelo! Haskins corrió hacia la puerta.

—¡Espere! —gritó el encargado, poniéndose el impermeable—. ¡Yo también voy!

Elwood Caswell regresó a su apartamento en taxicóptero. Puso el regenerador en su sala de estar, junto a la turca, y lo estudió cuidadosamente.

—El dependiente tenía razón —dijo al poco rato—. Va bien con el resto de la habitación.

Estéticamente, el regenerador era un éxito. Caswell lo admiró un rato más y luego fue a la cocina y se preparó un emparedado de pollo. Comió lentamente, mirando con fijeza un punto situado encima y a la izquierda de su reloj de cocina.

—¡Maldito seas, Magnessen! ¡Cerdo mentiroso, enemigo de todo lo que es limpio y decente en este mundo!

Sacó el revólver del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Con un crispado índice fue colocándolo en diferentes posiciones.

Era hora de empezar la terapia.

Salvo que…

Caswell comprendió con tristeza que no quería perder el deseo de matar a Magnessen. ¿En qué se convertiría él si perdía aquel impulso? Su vida no tendría ya objetivo, ni coherencia, ni encanto, ni misión. Sería algo aburrido e insustancial, realmente.

Además, tenía contra Magnessen un agravio considerable y auténtico, en el que no le gustaba pensar. ¡Irene!

Su pobre hermana, destrozada por el astuto y malvado Magnessen, destrozada por él y desechada luego. Qué mejor razón puede tener un hombre para coger su revólver y…

Caswell recordó por último que él no tenía ninguna hermana.

Era realmente el momento de empezar la terapia.

Entró en la sala de estar y encontró las instrucciones para el manejo de la máquina en una abertura de ventilación de esta. Abrió el folleto. Decía así:

Para usar el modelo de Regenerador Rex:

  1. Coloque el regenerador cerca de un diván confortable (puede usted comprar divanes muy confortables como accesorio adicional en cualquier delegación de la General Motors).
  2. Conecte la máquina.
  3. Ajústese a la cabeza la banda-contacto adjunta.

¡Y eso es todo! ¡Su Regenerador hará el resto! ¡No habrá ninguna barrera lingüística ni ningún problema dialectal, pues el Regenerador comunica por Contacto Sensorial Directo (patente en trámite). Todo lo que usted debe hacer es cooperar.

Procure no sentir embarazo ni vergüenza. ¡Todo el mundo tiene problemas y algunos son peores que los suyos! A su Regenerador no le interesan las normas morales o éticas que usted pueda tener, asi que no crea en ningún momento que él pueda «juzgarle». El solo quiere ayudarle a ponerse bien y a ser feliz.

En cuanto recoge y procesa datos suficientes, su Regenerador iniciará el tratamiento. Puede usted realizar sesiones cortas o largas, según su criterio. ¡Usted es el jefe! Y, naturalmente, puede usted dar por terminada una sesión cuando lo desee.

¡Y eso es todo! Simple, ¿verdad? ¡Ahora conecte su Regenerador General Motors y CÚRESE!

«No es muy complicado», se dijo Caswell. Aproximó el Regenerador un poco más al diván y lo conectó. Cogió la banda que había de colocarse en la cabeza, comenzó a colocársela, pero se detuvo.

«¡Me siento tan estúpido!», dijo, con una risilla.

De pronto cerró la boca y miró con aire de reto a la máquina.

«Así que piensas que puedes sanarme, ¿verdad?».

El regenerador no contestó.

«Bueno, adelante, lo intentaremos». Se colocó la banda en la cabeza, cruzó los brazos sobre el pecho y se echó hacia adelante.

No sucedió nada. Caswell se acomodó de modo aún más confortable en el diván. Se rascó un hombro y se colocó la banda en un ángulo más confortable. Nada aún. Sus pensamientos comenzaron a vagar.

«¡Magnessen! Sucia rata asquerosa…».

—Buenas tardes —murmuró una voz en su cabeza—. Soy su mecanoterapeuta.

Caswell parpadeó con gesto culpable.

—Hola. Yo estaba… sabe, comenzaba…

—Por supuesto —dijo suavemente la máquina—. ¿No lo estamos todos? Yo estoy analizando el material de su preconsciencia para realizar una síntesis y elaborar diagnosis, prognosis y tratamiento. Descubro…

—¿Sí?

—Un momento —el regenerador mantuvo silencio durante varios minutos. Luego, dubitativamente, dijo—: No hay duda de que se trata de un caso muy insólito.

—¿De veras? —preguntó Caswell, complacido.

—Sí. Los coeficientes parecen… No estoy seguro —la voz robótica de la máquina se hizo débil. La luz piloto empezó a parpadear y a desvanecerse.

—Eh, ¿qué pasa?

—Confusión —dijo la máquina—. Por supuesto —prosiguió con voz más firme—, la naturaleza insólita de los síntomas no tiene por qué resultar desconcertante para una máquina terapéutica competente. Un síntoma, por muy extraño que sea, no es más que un indicio, una muestra de un problema más interno. Y todos los síntomas pueden relacionarse con la amplia estructura de la teoría demostrada. Dado que la teoría es eficaz, los síntomas deben relacionarse. Partiremos de esa base.

—¿Está seguro de saber lo que hace? —preguntó Caswell sintiéndose un poco aturdido.

La máquina respondió, la luz piloto brillando:

—La mecanoterapia es hoy una ciencia exacta que no admite errores significativos. Empezaremos con un experimento de asociación de palabras.

—Cuando quiera —dijo Caswell.

—¿Casa?

—Hogar.

—¿Perro?

—Gato.

—¿Fleeff?

Caswell vaciló, intentando imaginar la palabra. Le sonaba vagamente a marciano, pero podía ser venusiano, e incluso…

—¿Fleeff? —repitió el regenerador.

—Marfoosh —contestó Caswell, improvisando rápidamente la palabra.

—¿Ruidoso?

—Dulce.

—¿Verde?

—Madre.

—¿Thanagoyes?

—Patamathonga.

—¿Arrides?

—Rexothesnodrástica.

—¿Chtheesnohelgnospteces?

—¡Rigamaroolatasentricpropatria! —respondió Caswell. Era una colección de sonidos de la que se sentía particularmente orgulloso. Un hombre normal no habría sido capaz de pronunciarlo.

—Vaya —dijo el regenerador—. La norma se ajusta. Siempre se ajusta.

—¿Qué norma?

—Tiene —le informó la máquina— un caso clásico de deseo de feem, complicado con fuertes intenciones de dwarkish.

—¿De veras? Yo creí que eran tendencias homicidas.

—Ese término carece de referente —dijo severamente la máquina—. Por tanto, debo rechazarlo como silabificación absurda. Considere ahora estas cuestiones: el deseo de feem es perfectamente normal, nunca lo olvide. Pero suele sustituirse a edad temprana por la revulsión hovendish. Los individuos que carecen de esta respuesta ambiental básica…

—No estoy muy seguro de saber de qué está hablándome —contestó Caswell.

—¡Por favor, caballero! Ha de quedar bien sentada una cosa. Usted es el paciente, y yo soy el mecanoterapeuta. Acude usted a mí con sus problemas para someterse a un tratamiento. Pero no puede usted esperar que le ayude si no coopera.

—Está bien —dijo Caswell—. Lo intentaré.

Hasta entonces, se había sentido bañado de una cálida atmósfera de superioridad. Todo cuanto decía la máquina le había parecido semicómico. En realidad, se había sentido capaz de señalar varios errores del mecanoterapeuta.

Pero de pronto aquella sensación de bienestar se evaporó, como siempre, y Caswell se vio solo, terriblemente solo y perdido, víctima de sus compulsiones, e intentando buscar un poco de paz y de tranquilidad.

Soportaría cualquier cosa con tal de conseguirla. Se recordó con firmeza que no tenía derecho alguno a hacer comentarios sobre el mecanoterapeuta. Las máquinas sabían lo que hacían y llevaban mucho tiempo haciéndolo. Debía cooperar, por muy extraño que el tratamiento pareciese a su mentalidad de profano.

Pero era evidente, pensaba Caswell, tendido en el diván y lleno de melancolía, que la mecanoterapia iba a resultar mucho más difícil de lo que se había imaginado.

La búsqueda del cliente perdido había sido débil e infructuosa. No había modo de localizarle en las concurridas calles de Nueva York y nadie recordaba haber visto a un hombrecito pelirrojo con una máquina terapéutica negra bajo el brazo.

Era un fenómeno demasiado común.

La policía acudió inmediatamente en respuesta a una llamada telefónica urgente. Acudieron cuatro policías, dirigidos por un desconcertado y joven teniente de detectives llamado Smith.

Smith no tuvo tiempo de preguntar más que: «¿Por qué no ponen ustedes rótulos en sus cosas?», cuando hubo una interrupción.

Un hombre pasó ante el policía de la puerta. Era alto, feo y nervudo, de hundidos ojos azul negruzco. Su ropa descuidada y sin planchar colgaba de él como acero corrugado.

—¿Qué quiere usted? —preguntó el teniente Smith.

El hombre feo mostró un carnet con una pequeña cinta de plata.

—Soy John Rath, del departamento de seguridad de la

General Motors.

—Oh… perdone, caballero —dijo el teniente Smith saludándole—. No creí que ustedes se moviesen tan deprisa.

—¿Ha comprobado usted las huellas, teniente? —dijo el otro con aire un tanto despectivo—. Quizás el cliente haya tocado alguna otra máquina terapéutica.

—Lo comprobaremos inmediatamente, señor —dijo Smith. No era frecuente que uno de los operadores de la GM, GE o IBM acudiesen personalmente a echar una mano. Si un policía local mostraba que era realmente hábil, existiría la posibilidad de una Transferencia Industrial…

Rath se volvió a Follansby y a Haskins, y les traspasó con una mirada tan penetrante e impersonal como un rayo radar.

—Bueno, cuéntenmelo todo —dijo, sacando un bloc y un lápiz de un arrugado bolsillo.

Escuchó la historia guardando un sombrío silencio. Por último cerró su bloc, lo metió en el bolsillo y dijo:

—Las máquinas terapéuticas son un depósito sagrado. Darle a un cliente una máquina equivocada es traicionar ese depósito, violar el Interés Público, perjudicar el buen nombre de la Compañía.

El encargado hizo un gesto de asentimiento mirando a su desdichado dependiente.

—En primer lugar, un modelo marciano —continuó Rath— nunca debió estar en esta planta.

—Puedo explicar eso —dijo rápidamente Follansby—. Necesitábamos un modelo de exhibición y escribí a la Compañía diciéndoles…

—Esto —interrumpió Rath, inexorable— podría considerase un caso de negligencia criminal grave.

Encargado y dependiente intercambiaron aterradas miradas. Ambos pensaban en el Reformatorio de la General Motors en las afueras de Detroit, donde los que contravenían las normas de la empresa pasaban sus días en triste silencio, dibujando monótonamente microcircuitos para televisores de bolsillo.

—Sin embargo, esto queda fuera de nuestra jurisdicción —dijo Rath; posó su acusadora mirada sobre Haskins—. ¿Está usted seguro de que el cliente no mencionó nunca su nombre?

—No señor. Quiero decir, sí, estoy seguro —replicó Haskins atropelladamente.

—¿No mencionó ningún nombre?

Haskins hundió la cara entre las manos. Luego la alzó otra vez y dijo ávidamente:

—¡Sí! ¡Él quería matar a alguien! ¡A un amigo suyo!

—¿A quién? —preguntó Rath, con terrible paciencia.

—El nombre del amigo era… déjeme pensar… ¡Magneton! ¡Eso era! ¡Magneton! ¿O era Morrison? Oh, Dios mió…

El rostro de acero del señor Rath expresó una cólera bastante corrugada. Los hay que resultan inútiles como testigos, incluso peor que inútiles, pues suelen equivocarse. Sólo puede fiarse uno de los robots.

—¿No mencionó nada significativo?

—¡Déjeme pensar! —dijo Haskins, con la cara contraída por la concentración. Rath esperó.

—Acabo de pensar, señor Rath —dijo el señor Follansby tras un carraspeo—… usted no cree que esa máquina marciana tratará un caso de manía homicida terrestre como homicida, ¿verdad?

—Por supuesto que no. En Marte el homicidio es desconocido.

—Sí, pero ¿qué hará entonces? Quizás rechace el caso por inadecuado. Entonces, el cliente volverá con el regenerador y podremos…

El señor Rath meneó la cabeza y dijo:

—El Regenerador Rex le someterá a tratamiento si encuentra pruebas de psicosis. Desde un punto de vista marciano, el cliente es un hombre muy enfermo, un psicópata… independientemente de cuál sea la naturaleza exacta de su mal.

Follansby se quitó los lentes y empezó a limpiarlos rápidamente.

—¿Qué hará la máquina, entonces?

—Le tratará de acuerdo con el tratamiento que corresponda a la enfermedad marciana más parecida a su caso. Deseo de feem, supongo, con ciertas complicaciones. En cuanto a lo que puede suceder cuando se inicie el tratamiento, no lo sé. Y no creo que nadie lo sepa, pues es la primera vez que pasa una cosa así. En principio, yo diría que hay dos alternativas posibles: que el paciente rechace la terapia, en cuyo caso seguirá con su manía homicida, o que acepte la terapia marciana y se cure.

—¡Ah! —dijo el señor Follansby, resplandeciente—. ¿Es posible la cura?

—No entiende usted —dijo Rath—. Puede producirse una cura… de su psicosis marciana inexistente. Pero curar algo que no existe es construir un sistema gratuito y engañoso. Podríamos decir que la máquina trabajará a la inversa, produciendo psicosis en vez de eliminarla.

El señor Follansby lanzó un gruñido y se apoyó en un modelo de máquina psicosomática ventral.

—El resultado —resumió Rath— sería convencer al cliente de que era marciano. Un marciano cuerdo, naturalmente.

—¡Ya recuerdo! —gritó de pronto Haskins—. ¡Ahora recuerdo! ¡Él dijo que trabajaba para la Corporación de Transportes Rápidos de Nueva York! ¡Lo recuerdo con toda claridad!

—Eso es una pista —dijo Rath, acercándose al teléfono. Haskins se enjugó el sudor de la cara, aliviado.

—Y acabo de recordar otra cosa que lo facilitará todo aún más.

—¿Qué?

—El cliente dijo que había sido alcohólico en tiempos. Estoy seguro, porque al principio se interesó por el Aliviador Alcohólico IBM, hasta que le hablé de la otra máquina. Era pelirrojo, sabe, y yo sostengo una teoría sobre los pelirrojos y el alcoholismo. Parece ser…

—Magnífico —dijo Rath—. El alcoholismo figurará en su ficha. Eso facilita considerablemente la búsqueda.

Mientras llamaba a la Corporación de Transportes Rápidos de Nueva York, la expresión de su impávido rostro era casi satisfecha.

Resultaba agradable, para variar, el que un hombre pudiese retener algún dato significativo.

—Pero, seguramente recordará usted su goricae —decía el regenerador.

—No —contestó pesadamente Caswell.

—Hábleme entonces de sus experiencias juveniles con el thorastrian fleep.

—Nunca tuve.

—Vaya. Bloqueo —murmuró la máquina—. Resentimiento. Represión. ¿Está usted seguro de que no recuerda su goricae y lo que significaba para suted? Es una experiencia universal.

—Pues yo no la tuve —dijo Caswell, reprimiendo un bostezo.

Llevaba sometiéndose a mecanoterapia casi cuatro horas, y le parecía totalmente inútil. Durante un rato había hablado voluntariamente sobre su niñez, su madre, su padre y su hermano mayor. Pero el Regenerador le había pedido que dejase a un lado aquellas fantasías. Las relaciones del paciente con un pariente imaginario o consanguíneo, explicó, eran inmanejables y psicológicamente de poca importancia. Lo importante eran los sentimientos del paciente, los conscientes y los reprimidos, respecto a su goricae.

—Bueno —dijo quejumbrosamente Caswell—. La verdad es que yo ni siquiera sé lo que es un goricae.

—Por supuesto que lo sabe. Lo que sucede es que no se permite usted a sí mismo saberlo.

—No lo sé. Explíquemelo.

—Sería mejor que usted me lo explicase a mí.

—¿Y cómo voy a hacerlo? —respondió Caswell irritado—. ¡Si no lo sé!

—¿Qué se imagina usted que puede ser un goricae?

—Un incendio forestal —dijo Caswell—. Una píldora de sal. Una botella de alcohol desnaturalizado. Un destornillador pequeño. ¿Me aproximo? Un bloc. Un revólver…

—Son asociaciones significativas —le aseguró el regenerador—. Esas tentativas al azar muestran una estructura subyacente muy clara. ¿Comienza a percibirlo?

—¿Qué demonios es un goricae? —bramó Caswell.

—El árbol que le alimentó a usted durante la infancia, y buena parte de la pubertad, si mi teoría sobre usted es correcta. Inadvertidamente, el goricae ahogó su necesario rechazo del deseo de feem. Esto a su vez dio origen a su tendencia actual a dwark a otros de un modo vlendish.

—A mí no me alimentó ningún árbol.

—¿No puede usted recordar la experiencia?

—Claro que no. Nunca la tuve.

—¿Está usted seguro?

—Y tanto.

—¿No tiene usted ni la más ligera duda?

—¡No! A mí jamás me alimentó ningún goricae. Mire, al parecer puedo interrumpir estas sesiones cuando me apetezca, ¿no?

—Desde luego —dijo el regenerador—. Pero no sería aconsejable en este momento. Está usted expresando cólera, resentimiento, miedo. Por su rechazo rígido y total…

—¡A la porra! —dijo Caswell, y se quitó la banda de la cabeza.

El silencio era maravilloso. Caswell se levantó, bostezó, se estiró y se frotó la nuca. Se colocó frente a la ronroneante máquina negra y la miró soltando una carcajada.

—Tú no podrías curarme ni un catarro —dijo. Cruzó con paso rígido el cuarto de estar y volvió al regenerador.

—¡Sucio mentiroso! —gritó.

Caswell entró en la cocina y abrió una botella de cerveza. El revólver aún estaba sobre la mesa, brillando foscamente.

«¡Magnessen! ¡Eres un sucio traidor! ¡Eres el diablo en persona! ¡Eres un monstruo odioso e inhumano! ¡Alguien tiene que acabar contigo! ¡Magnessen!».

¿Alguien? Tendría que hacerlo él mismo. Sólo él conocía las insondables profundidades de la maldad de Magnessen, de su depravación, de su repugnante codicia de poder.

Sí, era su deber, pensaba Caswell. Pero curiosamente, el conocimiento no le aportaba ningún placer.

Después de todo, Magnessen era amigo suyo.

Se dispuso a la acción. Metió el revólver en el bolsillo derecho de su chaqueta y miró el reloj de la cocina. Eran casi las seis y media. Magnessen estaría ya en casa, tragando su cena, haciendo planes.

Era el momento perfecto para cazarle.

Caswell se dirigió hacia la puerta, la abrió, miró fuera, y se detuvo.

Una idea había cruzado su mente, una idea tan importante, tan significativa, de tan largo alcance por sus implicaciones que se sintió profundamente conmovido. Intentó desesperadamente borrarla. Pero seguía anclada en su memoria, no quería desaparecer.

Dadas las circunstancias, sólo podía hacer una cosa.

Volvió a la sala de estar, se sentó en el diván y se colocó la banda en la cabeza.

—¿Sí? —dijo el regenerador.

—Es lo más extraño del mundo —dijo Caswell— pero, no sé, creo que recuerdo mi goricae…

John Rath contactó con la Corporación de Transportes Rápidos de Nueva York por televideo y le pusieron en comunicación con el señor Bemis, un hombre grueso y de tez curtida, con ojos observadores.

—¿Alcoholismo? —repitió el señor Bemis, cuando le explicaron el problema; sin interrumpir el contacto, conectó su magnetófono—. ¿Entre nuestros empleados?

Apretando un botón que tenía junto a sus pies, Bemis alertó a los departamentos de seguridad de tránsito, publicidad, relaciones internas y psicoanálisis. Hecho esto, miró de nuevo a Rath:

—No hay la menor posibilidad de eso, señor mío. En confianza, ¿qué es lo que la General Motors quiere saber en realidad?

Rath sonrió con amargura. Debería haberlo imaginado. La Corporación de Transportes Rápidos de Nueva York y la General Motors había tenido conflictos y roces en el pasado. Oficialmente existía una cooperación entre los dos gigantes, pero en la práctica…

—Es una cuestión de interés público —dijo Rath.

—Oh, ya me lo supongo —contestó el señor Bemis, con una sutil sonrisa; observando su tablero indicador, se dio cuenta de que varios ejecutivos de la empresa habían conectado con su línea. Si manejaba el asunto adecuadamente, aquello podía significar un ascenso.

—El interés público de la General Motors —añadió el señor Bemis con cortés sordidez—. Supongo que insinúa usted que hay conductores borrachos a cargo de nuestros vehículos…

—Claro que no. Busco únicamente un individuo de tendencias alcohólicas, simples tendencias latentes…

—No hay ninguna posibilidad de tal cosa. En Transportes Rápidos no admitimos a nadie con la mínima tendencia en ese sentido. ¿Me permite que le sugiera, señor, que procuren ustedes limpiar primero su propia casa antes de hacer insinuaciones respecto a las de los demás?

Y con esto, el señor Bemis interrumpió la conexión.

Nadie iba a echarle a él ningún muerto encima.

—Callejón sin salida —dijo cansinamente Rath. Se volvió y gritó:

—Smith, ¿han encontrado ustedes alguna huella? El teniente Smith, sin chaqueta y remangado, se acercó a él.

—Nada utilizable, señor.

Rath frunció sus finos labios, Hacía ya casi siete horas que el cliente se había llevado la máquina marciana. Era imposible determinar el daño que podría haber causado ya aquel error. El cliente tendría suficiente motivo para poner un pleito a la empresa. No es que el dinero importase mucho; lo que había que evitar a toda costa era la mala publicidad.

—Perdone, señor —dijo Haskins.

Rath le ignoró. ¿Qué hacer ahora? Transportes Rápidos no quería cooperar. ¿Permitirían las fuerzas armadas que examinasen sus archivos para intentar localizarle por su somatotipo y su pigmentación?

—Señor —repitió Haskins.

—¿Qué pasa?

—Acabo de acordarme del nombre del amigo del cliente. Se llamaba Magnessen.

—¿Está usted seguro de eso?

—Del todo, señor —dijo Haskins, mostrándose confiado por primera vez—. Me he tomado la libertad de mirar en la guía telefónica, señor. Sólo hay una persona en Manhattan registrada con ese nombre.

Rath le lanzó una áspera mirada desde debajo de sus tupidas cejas.

—Haskins, espero que esta vez no se equivoque. Lo espero sinceramente.

—Yo también, señor —admitió Haskins, sintiendo que las rodillas empezaban a temblarle.

—Porque si se equivoca —dijo Rath—, haré que… dejémoslo. ¡Vamos allá!

Escoltados por la policía, llegaron en quince minutos a la dirección que indicaba la guía telefónica. Era un viejo edificio de arenisca oscura, y el nombre de Magnessen figuraba en la puerta del segundo piso. Llamaron.

Se abrió la puerta y ante ellos apareció un individuo de treinta y tantos años, corpulento, de pelo a cepillo, en mangas de camisa. Palideció ligeramente al ver tantos uniformes, pero no perdió el control.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—¿Es usted Magnessen? —ladró el teniente Smith.

—Sí. ¿Qué demonios pasa? Si es porque mi tocadiscos está muy alto, les aseguro que esa vieja arpía del piso de abajo…

—¿Podemos entrar? —preguntó Rath—. Es importante.

Magnessen parecía a punto de negarles la entrada, así que Rath entró dándole un empujón, seguido de Smith, Follansby, Haskins y un pequeño ejército de policías. Magnessen los miró desconcertado, desafiante, y bastante asustado.

—Señor Magnessen —dijo Rath, con el tono más agradable que pudo—, espero que disculpe usted esta intrusión. Le aseguro que es por el interés público, además de por el suyo. ¿Conoce usted a un individuo bajo, pelirrojo, de aire colérico?

—Sí —dijo Magnessen lentamente, lleno de recelos. Haskins lanzó un suspiro de alivio.

—¿Podría usted darnos su nombre y dirección? —preguntó Rath.

—Supongo que se refiere usted a… ¡pero bueno! ¿Qué ha hecho?

—Nada.

—¿Entonces para qué le quieren?

—No hay tiempo de explicaciones —dijo Rath—. Créame, es también por el bien de él. ¿Cómo se llama?

Magnessen estudió el feo y honrado rostro de Rath, intentando tomar una decisión.

—Vamos, hable, Magnessen —dijo el teniente Smith—, si no quiere empeorar las cosas. Queremos el nombre y rápido.

Era un mal enfoque. Magnessen encendió un cigarrillo, echó el humo hacia Smith y preguntó:

—¿Tiene usted autorización judicial, amigo?

—Va a ver usted si la tengo —dijo Smith, abalanzándose sobre él—. Se la voy a enseñar ahora mismo, listillo.

—¡Alto! —ordenó Rath—. Teniente Smith, gracias por su ayuda. No le necesitaré más. Smith se fue con aire lúgubre, llevándose su pelotón.

—Le pido disculpas por la actitud de Smith —dijo Rath—. Será mejor que le explique cuál es el problema.

Brevemente, pero con suficiente detalle, le explicó la historia del cliente y la máquina terapéutica marciana. Cuando acabó, Magnessen parecía más receloso y suspicaz que antes.

—¿Dice usted que quiere matarme?

—Eso mismo.

—¡No me venga con cuentos! No sé cuál es su juego, señor, pero no puedo creerme eso. Elwood es mi mejor amigo. Y lo es desde que éramos niños. Estuvimos juntos en el servicio. Elwood se dejaría cortar un brazo por mí. Y yo por él.

—Sí, desde luego —dijo Rath con impaciencia—, lo haría estando en su sano juicio, pero su amigo Elwood… ¿Es su nombre o su apellido?

—Nombre —dijo Magnessen.

—Su amigo Elwood es un psicópata.

—Usted no le conoce. Ese tipo me quiere como a un hermano. Vamos, dígame, ¿qué ha hecho realmente Elwood? ¿Se ha retrasado en algún pago o algo así? Yo puedo arreglarlo.

—¡No sea usted imbécil! —gritó Rath—. ¡Estoy intentando salvarle la vida a usted y salvar la vida y la salud a su amigo!

—Pero, ¿cómo puedo saberlo? —dijo Magnessen—. Ustedes entran aquí avasallando…

—Debe confiar en mí —dijo Rath.

Magnessen estudió la cara de Rath, y luego hizo un amargo gesto de asentimiento.

—Se llama Elwood Caswell. Vive a una manzana de aquí, en el número 341.

El hombre que salió a abrir la puerta era bajo, pelirrojo y tenía los ojos inyectados en sangre. Llevaba la mano derecha metida en el bolsillo de la chaqueta. Parecía muy tranquilo.

—¿Es usted Elwood Caswell? —preguntó Rath—. ¿El mismo Elwood Caswell que compró un regenerador a primera hora de esta tarde en la sucursal de Instrumentos Terapéuticos Domésticos S.A. de la calle 43?

—Sí —dijo Caswell—. ¿Quiere pasar?

En la pequeña sala de estar de Caswell vieron el regenerador, brillando en negro y cromo, junto al diván. Estaba desconectado.

—¿Lo ha usado? —preguntó Rath con ansiedad.

—Sí.

Follansby se acercó a él.

—Señor Caswell, no sé como explicar esto, pero cometimos un terrible error. El regenerador que usted se llevó es un modelo marciano… para hacer terapia con los marcianos.

—Lo sé —dijo Caswell.

—¿Lo sabe?

—Desde luego. Pronto se da uno cuenta de ello.

—Era una situación peligrosa —dijo Rath—. Especialmente para un hombre con sus… problemas. —Estudió subrepticiamente a Caswell. Parecía estar tranquilo, pero las apariencias no era algo de lo que uno pudiera fiarse por completo, sobre todo con los psicópatas. Caswell había sido un maníaco homicida. No había razón ninguna para que no siguiese siéndolo. Rath empezó a desear no haber despedido tan bruscamente a Smith y a sus policías. A veces resultaba reconfortante tener al lado un grupo de policías armados.

Caswell cruzó la habitación hasta la máquina terapéutica. Seguía con una mano en el bolsillo de la chaqueta. Colocó la otra afectuosamente sobre el regenerador.

—El pobrecillo hizo lo que pudo —dijo—. Por supuesto, no podía curar algo que yo no tenía. —Lanzó una carcajada—. ¡Pero estuvo a punto de lograrlo!

Rath estudió la cara de Caswell y dijo, con un tono experto y casual:

—Nos alegramos de que no le causase ningún mal, señor.

Por supuesto la empresa le resarcirá a usted por el tiempo perdido y por la angustia mental…

—Naturalmente —dijo Caswell.

—… y sustituiremos inmediatamente esta máquina por un regenerador terrícola adecuado.

—Ya no será necesario.

—¿Cómo?

—Que no. —Caswell hablaba con tono muy firme—. La tentativa de terapia de la máquina me obligó a hacer una completa valoración de mí mismo. Tuve un instante de absoluta penetración, durante el cual pude valorar y rechazar mis tendencias homicidas hacia el pobre Magnessen.

—¿No siente ya esas tendencias? —preguntó Rath dubitativamente.

—En absoluto.

Rath frunció el ceño, empezó a decir algo, y se detuvo. Se volvió a Follansby y a Haskins.

—Llévense de aquí esta máquina. Ya les diré unas cuantas cosas más tarde.

Encargado y dependiente cogieron el regenerador y se fueron.

—Señor Caswell —dijo Rath—, le recomendaría que aceptase un nuevo regenerador de la compañía, totalmente gratuito. Si no se somete usted a una cura con un sistema mecanoterapéutico adecuado, siempre habrá el peligro de una recaída.

—En mi caso no hay peligro alguno —dijo Caswell, con tono tranquilo y profunda convicción—. Gracias por su amabilidad, señor. Y buenas noches.

Rath se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta.

—¡Espere! —dijo Caswell.

Rath se volvió. Caswell había sacado la mano del bolsillo de la chaqueta. En ella había un revólver. Rath sintió el sudor en los sobacos. Calculó la distancia que le separaba de Caswell. Demasiada.

—Tome —dijo Caswell, ofreciéndole el revólver cogido por el cañón—. Ya no lo necesitaré más.

Rath logró mantener la cara inexpresiva mientras aceptaba el revólver y lo metía en su deformado bolsillo.

—Buenas noches —dijo Caswell. Cerró la puerta tras Rath y echó el cerrojo.

Por fin estaba solo.

Caswell entró en la cocina. Abrió una botella de cerveza, dio un largo trago y se sentó a la mesa. Fijó la mirada en un punto situado encima y a la izquierda del reloj. Ahora tenía que concretar sus planes, no podía perder tiempo.

¡Magnessen! ¡Aquel monstruo inhumano que había derribado el goricae de Caswell! ¡Magnessen! ¡El hombre que, incluso ahora, planeaba secretamente infestar Nueva York con el aborrecible deseo de feem! Oh, Magnessen, quiero para ti una larga, larguísima vida llena de las torturas que yo pueda infligirte. Y empezando por…

Caswell sonreía para sí mientras planeaba cómo podría exactamente dwarear a Magnessen de una forma vlendishante.