Edward Flaswell compró su planetoide, sin verlo, en la Oficina de ventas de Terrenos Interestelares de la Tierra. Lo eligió por una fotografía que sólo mostraba una cadena de pintorescas montañas. Pero Flaswell amaba las montañas, y como comentó al dependiente:
—Quizás haya oro en ellas, ¿no le parece, amigo?
—Puede ser —contestó el dependiente, preguntándose qué hombre que estuviese en sus cabales podría decidir establecerse a varios años luz de la mujer más próxima, Ningún hombre en sus cabales lo haría, pensó el dependiente. Lanzó a Flaswell una mirada escrutadora.
Pero Flaswell estaba completamente cuerdo. Sencillamente, no se había parado a considerar el problema.
Flaswell pagó una pequeña suma en créditos e hizo una extensa promesa de mejorar gradualmente su terreno. Tan pronto se secó la tinta de su firma, compró pasaje a bordo de un carguero de segunda, metió en él una colección de cachivaches de segunda mano, y partió hacia su propiedad.
La mayoría de los pioneros novatos se encuentran con que han comprado un pedazo de roca desnuda. Flaswell tuvo suerte. Su planetoide, al que dio el nombre de Oportunidad, disponía de un mínimo de atmósfera manufacturada que pudo mejorar hasta hacerla respirable. Había agua, que su equipo de sondeo descubrió a la veintitrés tentativa. No halló oro en las montañas, pero sí torio, exportable. Y, mejor aún, gran parte del suelo era adecuado para el cultivo de frutos de bastante valor comercial.
Flaswell decía siempre a su robot capataz: ¡Este lugar me hará rico!
—Seguro, Jefe, seguro —contestaba siempre el robot.
El planetoide era sin duda prometedor. Su colonización resultaba una tarea abrumadora para un hombre solo, pero Flaswell no tenía más que veintisiete años y era de constitución vigorosa y carácter enérgico. Con su esfuerzo logró hacer florecer el planetoide. Pasaron los meses, y Flaswell sembró sus campos, horadó sus pintorescas montañas y embarcó sus artículos en el carguero que pasaba por allí de camino esporádicamente.
—Jefe hombre, señor —dijo un día su robot capataz—. No tenéis buen aspecto, señor Flaswell, excelencia.
Flaswell frunció el ceño al oír aquel discurso. Había comprado los robots a un supremacista humano de lo más radical, y las respuestas de los robots expresaban su idea del respeto debido a los humanos. A Flaswell le parecía irritante, pero no podía permitirse el desembolso necesario para cambiar las cintas de respuesta. Y, ¿dónde podría haber encontrado robots tan baratos?
—No me pasa nada, Gunga-Sam —respondió Flaswell.
—¡Ah! Perdóneme, pero no, señor Flaswell, Jefe. Ha hablado usted solo en voz alta en el campo, perdóneme por decirle esto.
—Bah, no te preocupes.
—Y tiene usted un principio de tic en el ojo izquierdo, sahib. Y le tiemblan los dedos. Y bebe demasiado. Y…
—Basta, basta, Gunga-Sam. Un robot debe saber estar en su sitio —dijo Flaswell; vio la expresión dolorida que la cara metálica del robot lograba disimular bastante bien; suspiró y dijo—: Tienes razón, no hay duda. Siempre tienes razón, viejo amigo. ¿Qué será lo que me pasa?
—Estáis soportando, señor, demasiada carga del hombre humano.
—¡Como si no lo supiese! —Flaswell se alisó el rizado cabello con la mano—. A veces os envidio a los robots. Siempre riendo, despreocupados, felices…
—Es porque no tenemos alma.
—Yo por desgracia la tengo. ¿Qué me sugieres?
—Unas vacaciones, señor Flaswell, Jefe —sugirió Gunga-Sam, y prudentemente se retiró para dejar pensar a su amo.
Flaswell apreciaba la amable sugerencia de su servidor, pero era difícil lo de las vacaciones. Su planetoide, Oportunidad, estaba en el Sistema Throciano, sector muy aislado. Aunque con un vuelo de solo quince días podía ir a ver los picaros espectáculos de Cythera III o a Nagondicón, donde podía uno divertirse de lo lindo si tenía buen estómago. Pero distancia es dinero, y dinero era precisamente lo que Flaswell intentaba hacer en Oportunidad.
Plantó más cultivos, extrajo más torio, y empezó a dejarse barba. Continuaba hablando solo por los campos y bebiendo en exceso por la noche.
Algunos sencillos robots agrícolas se alarmaron al ver a Flaswell borracho, y comenzaron a rezar al ilegal Dios Combustión. Pero el fiel Gunga-Sam puso pronto término a este giro amenazador de los acontecimientos.
—¡Máquinas ignorantes! —les dijo—. El jefe humano está bien. ¡Él es fuerte, es bueno! ¡Creedme, hermanos, creed lo que digo!
Pero no por eso cesaron los murmullos, pues los robots consideran que los humanos deben dar ejemplo. La situación podría haber empeorado notablemente si Flaswell no hubiese recibido, junto con su siguiente suministro de víveres, un flamante catálogo de Roebuck-Ward.
Lo abrió amorosamente sobre su tosca mesa de plástico y, a la luz de una sola y mortecina bombilla, se enfrascó en su contenido. ¡Qué maravillas había allí para el pionero solitario! Plantas purificadoras para el hogar, fabricalunas, solidovisión portátil, y…
Flaswell volvió la pagina, leyó, carraspeó, y volvió a leer.
Decía:
¡ENCARGUE UNA ESPOSA POR CORREO!
Pioneros, ¿por qué sufrir solos la maldición de la soledad? ¿Por qué soportar solos la carga del hombre humano? Roebuck-Ward les ofrece ahora, por vez primera, una limitada selección de Esposas Modelo Frontera.
La esposa modelo frontera Roebuck-Ward ha sido cuidadosamente seleccionada teniendo en cuenta su fuerza, adaptabilidad, agilidad, perseverancia, virtudes pioneras y, por supuesto, un cierto grado de belleza. Son chicas adecuadas para cualquier planeta, pues tienen todas un centro de gravedad relativamente bajo, una piel de pigmentación adaptada a todos los climas y uñas, manos y pies cortos y fuertes. En cuanto a sus formas son bien proporcionadas y fuertes sin que por ello hayamos olvidado la estética, cosa que los esforzados pioneros saben apreciar.
El modelo frontera Roebuck-Ward se presenta en tres tamaños generales (ver más adelante medidas) que cubren los gustos de cualquier hombre. Una vez recibida su petición, Roebuck-Ward le congelará el modelo deseado y se lo enviará en un carguero de tercera, con lo que ¡os gastos de transporte quedarán reducidos al mínimo.
¿Por qué no pide usted una esposa modelo frontera HOY MISMO?
Flaswell llamó a Gunga-Sam y le enseñó el anuncio. El robot lo leyó en silencio y luego miró a su amo a la cara.
—Esta es la solución, effendi, no hay duda —dijo.
—¿De veras lo crees? —Flaswell se levantó y empezó a pasear nervioso por la habitación—. Pero yo no tenía pensado casarme tan pronto. Y… ¿no te parece poco adecuado un matrimonio así? ¿Cómo sabré si me gustará?
—Es propio del hombre humano tener mujer humana.
—Sí, pero…
—¿Congelan también un cura y lo envían con ella? En la cara de Flaswell se dibujó una mortecina sonrisa, mientras meditaba la aguda pregunta de su sirviente.
—Gunga-Sam —dijo—, como siempre, has dado exactamente en el clavo. Sospecho que hay una especie de aplazamiento de la ceremonia hasta que el cliente se decide. Sería demasiado caro congelar un cura y enviarlo. Y sería estupendo tener una chica aquí que participase en el trabajo.
Gunga-Sam logró ocultar una enigmática sonrisa.
Flaswell se sentó y encargó una esposa modelo Frontera, concretamente del tamaño pequeño, que a él le parecía suficiente. Encargó a Gunga-Sam que radiase el pedido.
Las semanas siguientes fueron para Flaswell de emoción y ansiedad. No dejaba un instante de mirar al cielo. Los robots lo percibieron. Al anochecer, sus despreocupados cantos y bailes se veían interrumpidos por cuchicheos y gritillos de secreto alborozo. Las máquinas decían una y otra vez a Gunga-Sam:
—¡Eh, capataz! ¿Cómo va a ser la nueva mujer humana jefe?
—Eso no es cosa vuestra —les decía Gunga-Sam—, sino del hombre humano, y vosotros los robots no tenéis por qué intervenir.
Pero, al final, también él miraba al cielo con la misma ansiedad que los otros.
Durante esas semanas, Flaswell meditó sobre las virtudes de la mujer de la frontera. Cuantas más vueltas daba al asunto, más le gustaba la idea: ¡Él no quería una mujercita inútil y pintarrajeada! Qué agradable sería tener a su lado a una muchacha sencilla y alegre, con sentido común, que supiese cocinar, lavar, limpiar la casa, manejar a los robots domésticos, hacer ropa, preparar mermelada…
Se pasaba el tiempo soñando y mordiéndose las uñas.
Al final, en el horizonte apareció el carguero, aterrizó, dejó una gran caja y se alejó de nuevo en dirección a Amyra IV.
Los robots llevaron la caja a Flaswell.
—¡Su nueva esposa, señor! —gritaban triunfalmente, agitando en el aire sus latas de aceite.
Flaswell decretó inmediatamente medio día de asueto y pronto estuvo solo en el salón de la casa con la gran caja precintada que llevaba una etiqueta que decía:
«Manejar con cuidado. Contiene mujer».
Activó los controles de descongelación, esperó la hora indicada, y abrió la caja. Dentro había otra caja, que exigía dos horas de descongelación. Esperó lleno de impaciencia, paseando por la habitación y mordiéndose lo que quedaba de sus uñas.
Al fin llegó el momento y, con manos temblorosas, Flaswell levantó la tapa y vio…
—¿Pero qué es esto? —gritó.
La muchacha que había dentro de la caja pestañeó, bostezó como un gatito, abrió los ojos, se sentó. Se miraron y Flaswell se dio cuenta de que había habido un terrible error.
La muchacha vestía un hermoso y nada práctico vestido blanco con su nombre, Sheila, bordado en él con hilo dorado. Flaswell reparó luego en su fragilidad, muy poco apropiada para el duro trabajo que había que realizar allí. Su piel era de un blanco lechoso, evidentemente el tipo de piel que se llenaría de ampollas y de quemaduras bajo el feroz sol estival del planetoide. Tenía unas manos elegantísimas, de largas uñas pintadas de rojo… Exactamente lo contrario de lo que prometía Roebuck-Ward. En cuanto a sus piernas y al resto de su cuerpo, Flaswell pensó que estaría muy bien para la Tierra, pero no para allí, donde un hombre debía prestar atención ante todo a su trabajo.
Ni siquiera se podía decir que tuviese un centro de gravedad bajo. Todo lo contrario.
Flaswell tuvo la sensación, con bastante fundamento, de que le habían engañado, de que se habían aprovechado de él.
Sheila salió de la caja, se acercó a la ventana y contempló los verdes campos floridos de Flaswell, las pintorescas montañas que había tras ellos.
—¿Pero dónde están las palmeras? —preguntó.
—¿Palmeras?
—Claro. A mí me dijeron que en Srinigar V había palmeras.
—Esto no es Srinigar V —dijo Flaswell.
—¿Pero no es usted el pacha de Srinigar V? —balbució Sheila.
—Claro que no. Yo soy un fronterizo. ¿No es usted un modelo de esposa fronteriza?
—¿Acaso tengo aspecto de serlo? —replicó Sheila, con ojos relampagueantes—. Yo soy una Esposa Modelo Superlujo. Y tenía que ir al planeta paraíso subtropical Srinigar V.
—Nos han engañado a los dos. Debe de tratarse de un error de embarque —dijo lúgubremente Flaswell.
La muchacha contempló el tosco salón de Flaswell y arrugó sus bellos rasgos.
—Bueno, supongo que podrá usted disponer lo necesario para que me transporten a Srinigar V.
—Yo ni siquiera puedo permitirme ir a Nagondicón —dijo Flaswell—. Informaré a Roebuck-Ward de su error. Sin duda ellos dispondrán de un modo de transporte para usted cuando me envíen mi Modelo de Esposa Fronteriza. Sheila se encogió de hombros.
—El viajar engorda —dijo.
Flaswell asintió. Pensaba rápidamente. Era evidente que la muchacha carecía de cualidades de pionera. Pero era asombrosamente bella. No veía razón para que su estancia allí no resultase agradable para ambos.
—Dadas las circunstancias —dijo Flaswell con una sonrisa cordial—, podríamos ser amigos.
—¿Dadas qué circunstancias?
—Somos los dos únicos seres humanos que hay en este planeta. —Flaswell apoyó suavemente una mano sobre el hombro de la muchacha—. Bebamos algo. Habíame de ti. ¿Crees que…?
En ese momento, oyó un ruido sordo a su espalda. Se volvió y vio salir de un compartimento del cajón de embalaje un robot pequeño y achaparrado.
—¿Qué quieres tú? —exigió Flaswell.
—Yo —dijo el robot— soy un robot casamentero, autorizado por el gobierno para celebrar matrimonios legales en el espacio. Además tengo instrucciones de Roebuck-Ward de actuar como guardián y protector de la joven dama a mi cargo hasta que llegue el momento de desempeñar mi función primaria, la ceremonia de la boda.
—Maldito robot —gruñó Flaswell.
—¿Qué esperabas? —preguntó Sheila—. ¿Un sacerdote humano congelado?
—Por supuesto que no, pero un robot guardián…
—De la mejor clase —le aseguró ella—. Te sorprendería ver cómo actúan algunos hombres cuando se encuentran a unos cuantos años luz de la Tierra.
—¿De veras? —dijo Flaswell desconsolado.
—Eso me han dicho —contestó Sheila, apartando la vista de él recatadamente—. Y, después de todo, la prometida del pacha de Srae debe tener algún tipo de guardián.
—Queridos novios —entonó el robot—, nos hemos reunido aquí…
—Ahora no —gritó Sheila—. No es este.
—Haré que los robots te preparen una habitación —gruño Flaswell, y salió refunfuñando para sí sobre la carga del hombre humano.
Se puso en contacto por radio con Roebuck-Ward y le dijeron que le enviarían inmediatamente el modelo que había pedido y que resolverían el problema del otro. Luego volvió a sus tareas en el campo y en la mina, decidido a ignorar la presencia de Sheila y de su robot.
El trabajo continuaba en Oportunidad. Había que extraer todo y cavar nuevos pozos. Se aproximaba la recogida de la cosecha y los robots trabajaban muchas horas en los campos, y el aceite lubrificante brillaba en sus honradas caras metálicas, y el aire tenía la fragancia del perfume de las flores de dir.
Sheila hizo notar su presencia con una fuerza sutil pero sorprendente. Pronto hubo pantallas de plástico en todas las bombillas y cortinas en las ventanas y alfombras en el suelo. Y además muchos otros cambios en la casa que Flaswell sentía más que veía.
Su alimentación experimentó también un cambio notable. La cinta de memoria del chef robot estaba gastada en varios puntos, con lo cual la pobre máquina no podía recordar más recetas que buey stroganoff, ensalada de pepino, puding de arroz y coco… Flaswell había estado comiendo, con considerable estoicismo, estos platos desde su llegada a Oportunidad, variándolos de vez en cuando con sobras combinadas.
Y Sheila se ocupó del chef robot. Pacientemente grabó en su cinta mnemotécnica las recetas del estofado de buey, carne asada en marmita, ensalada de verduras variadas, pastel de manzana y varias más. El régimen alimenticio de Oportunidad mejoró sensiblemente.
Pero cuando Sheila comenzó a almacenar dulce de smis en latas vacías, Flaswell empezó a tener sus dudas.
Después de todo, era una dama notablemente práctica, pese a su frívola apariencia. Capaz de hacer todo lo que tuviese que hacer una mujer de la frontera. Y además tenía otros atributos. ¿Para qué necesitaba él un Modelo Frontera Roebuck-Ward normal?
Tras cavilar durante un tiempo, Flaswell habló con su capataz.
—Gunga-Sam, estoy hecho un lío.
—¿Sí? —dijo el capataz, con una expresión impasible en su rostro metálico.
—Creo que necesito de tu intuición de robot. Ella está haciéndolo muy bien, ¿no es cierto, Gunga-Sam?
—La mujer humana está llevando la cuota de carga de persona humana que le corresponde.
—Sí, no hay duda, pero ¿durará esto? Está haciendo tanto como podría hacer cualquier mujer Modelo Frontera, ¿no es cierto? Cocina, enlata…
—Los obreros la adoran —dijo Gunga-Sam con sencilla dignidad—. ¿Sabía usted, señor, que cuando estalló la epidemia de herrumbre la semana pasada, ella estuvo noche y día aliviando y confortando a los asustados robots jóvenes?
—¿De veras? —exclamó Flaswell, estremecido—. Una chica de sus antecedentes, un modelo de lujo…
—No importa. Ella es una persona humana y tiene el vigor y la nobleza necesarios para soportar la carga de la persona humana.
—Sabes —dijo lentamente Flaswell—, esto me ha convencido. Realmente creo que tiene condiciones para quedarse aquí. Al fin y al cabo, ella no tiene la culpa de no ser un Modelo Frontera. Es una cuestión de características físicas y condicionamientos, y eso no puede cambiarse. Le diré que puede quedarse. Y luego cancelaré el otro pedido.
Una extraña expresión iluminó el rostro del capataz, una expresión casi divertida. Tras inclinarse profundamente, dijo.
—Se cumplirán los deseos del amo. Flaswell fue rápidamente a buscar a Sheila.
Estaba en la enfermería que habían construido junto a un viejo cobertizo de herramientas. Con ayuda de un robot mecánico, se ocupaba de las abolladuras y dislocaciones que son dos problemas típicos de los seres de piel metálica.
—Sheila —dijo Flaswell—. Quiero hablar contigo.
—Bueno —contestó ella con aire ausente—, espera a que acabe de ajustar esta tuerca.
Ajustó diestramente la tuerca y dio unas palmadas al robot.
—Vamos, Pedro —dijo—, intenta mover ahora la pierna.
El robot se incorporó laboriosamente, apoyó el peso del cuerpo en la pierna y se dio cuenta de que resistía. Hizo una cómica cabriola frente a la mujer humana y dijo:
—Ya está arreglado, señora dama. Gracias, madame. Y se alejó bailando bajo el sol.
Flaswell y Sheila le contemplaron mientras se alejaba, sonriendo ante su bailoteo.
—Son como niños —dijo Flaswell.
—No puede uno evitar quererlos —contestó Sheila—. Son tan felices, tan despreocupados…
—Pero no tienen alma —le recordó Flaswell.
—No —asintió ella lúgubremente—. No la tienen. ¿Para qué querías verme?
—Quería decirte… —Flaswell miró a su alrededor. La enfermería era un lugar aséptico, lleno de destornilladores, alicates, tenazas, sierras, martillos y otras herramientas parecidas. No era una atmósfera muy adecuada para la proposición que iba a hacer.
—Ven conmigo —dijo.
Salieron de la enfermería y cruzaron los verdes campos floridos hasta el pie de las espectaculares montañas de Flaswell. Allí, bajo la sombra de los salientes rocosos, había un tranquilo y oscuro estanque rodeado de gigantescos árboles. Allí se detuvieron.
—Quiero decirte una cosa —dijo Flaswell—. Me has sorprendido completamente, Sheila. Yo suponía que tú eras un parásito, una persona sin energía. Tu pasado, tu educación, tu apariencia así lo indicaban. Pero me equivoqué. Te has enfrentado a las exigencias de un medio de frontera, y has triunfado en la empresa y te has ganado los corazones de todos.
—¿Cómo de todos? —preguntó Sheila muy suavemente.
—Creo que puedo hablar en nombre de todos los robots del planetoide. Te adoran. Creo que perteneces a esta tierra, Sheila.
La muchacha guardó silencio largo rato mientras el viento murmuraba soplando entre las ramas de los gigantescos árboles y arrugando la oscura superficie del lago.
—¿Crees que pertenezco a este lugar? —dijo finalmente.
Flaswell se sentía arrastrado por su exquisita perfección, se perdía en las profundidades color topacio de aquellos ojos. Respirando aceleradamente, acarició su mano, enlazó sus dedos.
—Sheila…
—Sí, Edward…
—Queridos amigos —chilló una estridente y metálica voz—, nos hemos reunido aquí…
—¡Ahora no, majadero! —gritó Sheila.
El robot casamentero se aproximó y dijo con tono huraño:
—Aunque me molesta intervenir en los asuntos de la gente humana, mis coeficientes grabados me obligan a hacerlo. Para mi modo de pensar, el contacto físico carece de sentido. Uní mis miembros, a modo de experimento, con una robot tejedora. Lo único que saqué en limpio fue una abolladura. Una vez creí que experimentaba algo, algo eléctrico que me produjo una especie de vértigo y me hizo pensar en formas geométricas que cambiaban lentamente; pero después de examinar el asunto descubrí que se había roto el aislante de un centro conductor. En consecuencia, la emoción no era válida.
—¡Maldito robot! —gruñó Flaswell.
—Disculpe mi presunción. Sólo intentaba explicar que, personalmente, considero ininteligibles mis instrucciones. Es decir, impedir cualquier contacto físico antes de que se haya celebrado la ceremonia del matrimonio. Pero están aquí, esas son mis órdenes. ¿No podríamos dejar definitivamente resuelto el problema ahora mismo?
—¡No! —exclamó Sheila.
El robot se encogió de hombros con aire fatalista y se deslizó entre los matorrales.
—No puedo soportar a los robots que no saben mantenerse en su sitio —dijo Flaswell—. Pero da igual.
—¿El qué?
—Sí —dijo Flaswell, con aire de gran convicción—. Eres tan buena como cualquier esposa Modelo Frontera, y mucho más bonita. Sheila, ¿te casarás conmigo?
El robot, que había estado correteando entre la espesura, avanzó de nuevo animosamente hacia ellos.
—No —contestó Sheila.
—¿No? —repitió Flaswell sin comprender.
—Ya me has oído. ¡No! ¡De ninguna manera!
—Pero ¿por qué? Te adaptas tan bien a este lugar, Sheila. Los robots te adoran, nunca les he visto trabajar tan bien.
—Qué me importan a mí tus robots —dijo ella irguiéndose, el pelo revuelto, los ojos echando chispas—. Y no me interesa tu planetoide. Y sobre todo no me interesas tú. Yo me iré a Srinigar V, donde seré la ilustre esposa del pacha de Srae.
Se miraron, la blanca cara de Sheila expresando cólera, la roja de Flaswell confusión.
—¿Debo empezar ya la ceremonia? —dijo el robot casamentero—. Queridos amigos…
Sheila dio la vuelta y corrió hacia la casa.
—No entiendo nada —dijo quejumbrosamente el robot casamentero—. Todo esto es muy desconcertante. ¿Cuándo empieza la ceremonia?
—No empieza —dijo Flaswell, y se dirigió hacia la casa, con la cara crispada de rabia.
El robot vaciló, suspiró metálicamente y se fue corriendo detrás de la Esposa Modelo Superlujo.
Flaswell pasó aquella noche sentado en su habitación, bebiendo sin parar y hablando solo. Poco después del amanecer, el fiel Gunga-Sam llamó a la puerta y entró en la habitación.
—¡Mujeres! —farfulló Flaswell a su servidor.
—¿Sí? —dijo Gunga-Sam.
—Nunca las entenderé —dijo Flaswell—. Fue ella quien me empujó. Creí que quería quedarse. Creí…
—La mente del hombre humano es sombría y oscura —dijo Gunga-Sam—, pero es un cristal comparada con la mente de la mujer humana.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó Flaswell.
—Es un viejo proverbio robot.
—Ay, vosotros los robots. A veces me pregunto si no tendréis alma.
—Oh, no, señor Flaswell, jefe. Está expresamente reseñado en nuestras normas de construcción que los robots deben hacerse sin alma, para ahorrarles angustias.
—Una norma muy sabia —dijo Flaswell—. Y algo que podrían considerar también para la gente humana. Bueno, que se vaya al diablo. ¿Qué quieres?
—Vengo a decirle, señor, que el carguero está aterrizando. Flaswell se puso pálido.
—¿Tan pronto? ¡Entonces me traerá mi nueva esposa!
—Indudablemente.
—Y se llevará a Sheila a Srinigar V.
—Sin duda, señor.
Flaswell soltó un gruñido y se llevó las manos a la cabeza. Luego se irguió y dijo:
—Muy bien, excelente. Iré a ver si está preparada. Encontró a Sheila en el salón, contemplando cómo aterrizaba el carguero.
—Te deseo mucha suerte, Edward —dijo—. Espero que tu nueva esposa satisfaga todas tus esperanzas.
El carguero aterrizó y los robots comenzaron a descargar un gran cajón.
—Será mejor que me vaya —dijo Sheila—. No esperarán mucho. —Le dio la mano.
Flaswell la estrechó.
Retuvo su mano un momento, luego se dio cuenta de que estaba cogiéndola el brazo. Ella no oponía resistencia ni apareció en la habitación el robot casamentero. Flaswell descubrió de pronto que Sheila estaba entre sus brazos. La besó y se sintió exactamente como un pequeño sol que se convierte en nova.
—Oh… —dijo ella al fin, roncamente, como si no se lo creyese del todo. Flaswell carraspeó dos veces.
—Sheila, te amo. No puedo ofrecerte aquí muchos lujos, pero si te quedases…
—¡Ya era hora de que descubrieses que me amabas, idiota! —dijo—. Por supuesto que me quedo.
Los minutos siguientes fueron de puro éxtasis, unos minutos vertiginosos. Les interrumpió por último un rumor de voces de robot fuera. La puerta se abrió de pronto e irrumpió en la estancia el robot casamentero seguido de Gunga-Sam y de dos robots agrícolas.
—¡Increíble! —dijo el robot casamentero—. ¡Realmente increíble! ¡Nunca imaginé que un robot pudiese llegar a atacar a otro robot!
—¿Qué pasó? —preguntó Flaswell.
—Este capataz suyo se sentó encima de mí —dijo el robot casamentero lleno de indignación—, mientras sus compinches me sujetaban. Yo sólo quería entrar aquí a cumplir con dos deberes que el gobierno y la empresa Roebuck-Ward me han encomendado.
—¿Por qué? —dijo Flaswell riendo entre dientes.
El robot casamentero se acercó apresuradamente a Sheila.
—¿Le ha hecho algún daño? ¿Alguna abolladura? ¿Algún cortocircuito?
—No lo creo —dijo Sheila ahogadamente. Gunga-Sam dijo a Flaswell:
—Toda la culpa es mía, Jefe, señor. Pero, ¿quién no sabe que el hombre humano y la mujer humana necesitan soledad durante su período de cortejo? Yo únicamente hice lo que consideraba mi deber para con la raza humana en este aspecto, señor Flaswell, Jefe, sahib.
—Hiciste muy bien, Gunga-Sam —dijo Flaswell—. Estoy profundamente agradecido. Y… ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué pasa? —preguntó Sheila con aprensión. Flaswell miraba por la ventana. Los robots agrícolas traían a la casa un gran cajón.
—¡La Esposa Modelo Frontera! —dijo Flaswell—. ¿Qué haremos ahora, querida? Cancelé tu pedido y legalmente contraté la otra. ¿Crees que podemos romper el contrato?
Sheila se echó a reír.
—No te preocupes. En ese cajón no hay ninguna Esposa Modelo Frontera. Tu pedido quedó cancelado tan pronto como lo recibieron.
—¿Sí?
—Claro que sí —bajó la vista avergonzada—. Sé que nunca me lo perdonarás…
—Cómo no voy a perdonarte —dijo él—. ¿De qué se trata?
—Bueno, las fotografías de los fronterizos están en los archivos de la empresa, ¿sabes? Para que las esposas puedan ver a los hombres con quienes van a enviarlas. Hay posibilidad de elección… para las chicas, quiero decir. Y yo llevaba tanto tiempo allí, sin conseguir que me descalificaran como modelo de Superlujo que… Hice amistad con el jefe del departamento de pedidos y… —concluyó rápidamente— conseguí que me enviaran aquí.
—Pero el pacha de Srae…
—Me lo inventé.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Flaswell desconcertado—. Tú eres tan bonita…
—Que todo el mundo supone que soy un juguete adecuado para un ricachuelo estúpido —concluyó muy acalorada—. ¡No quiero serlo! ¡Quiero ser una esposa! ¡Y soy tan buena como cualquier otra mujer gorda y simple!
—Mucho mejor —dijo él.
—Sé cocinar y curar robots y ser práctica. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que lo he demostrado?
—De sobra, querida, de sobra. Ella empezó a llorar.
—Pero nadie quería creerlo, así que tuve que engañarte para que me dejases quedarme aquí el tiempo suficiente para… enamorarte de mí.
—Y me enamoré, me enamoré —dijo él, secándole los ojos—. Todo ha salido bien. Ha sido un accidente afortunado.
En la cara metálica de Gunga-Sam se dibujó lo que parecía un sonrojo.
—¿Quieres decir que no fue un accidente? —exclamó Flaswell.
—Bueno, señor, jefe Flaswell, effendi, ilustrísima, es bien sabido que el hombre humano necesita mujer humana atractiva. El Modelo Frontera parecía un poco severo y memsahib Sheila es hija de un amigo de mi antiguo amo. Así que me tomé la libertad de enviarle directamente a ella el pedido. Así que habló con su amigo del departamento de pedidos y le pidió que le ensañase su fotografía y que la enviase aquí. Espero que no se enfadará con su humilde siervo por desobedecerle.
—Bueno, maldita sea —concluyó Flaswell—. Es lo que siempre he dicho. Vosotros los robots entendéis a la gente humana mejor que nadie. —Se volvió a Sheila—. Pero ¿qué es lo que hay en ese cajón?
—Mis vestidos y mis joyas, mis zapatos, mis cosméticos, mis pelucas, mi…
—Pero…
—Te gustará que vaya guapa cuando vayamos de visita, querido —dijo Sheila—. Después de todo, Gythera III está sólo a quince días. Ya lo miré antes de venir.
Flaswell asintió resignado. Había que esperar algo así de una Esposa Modelo Superlujo.
—¡Ahora! —dijo Sheila, volviéndose al robot casamentero. El robot no contestó.
—¡Ahora! —gritó Flaswell.
—¿Están absolutamente seguros? —preguntó lúgubremente el robot.
—Sí. ¡Empieza ya!
—Pero no entiendo —dijo el robot casamentero—. ¿Por qué ahora? ¿Por qué no la semana pasada? ¿Yo soy el único de los presentes que está cuerdo? Bueno, en fin, queridos amigos…
Y al fin la ceremonia se celebró. Flaswell decretó tres días de fiesta y los robots cantaron y bailaron y celebraron el acontecimiento a su despreocupada manera de robots.
A partir de entonces, la vida nunca volvió a ser la misma en Oportunidad. Los Flaswell iniciaron una modesta vida social. Empezaron a visitar a otras parejas, y a recibir sus visitas, cada quince o veinte días, en Cythera III, Than y Randico I. Pero el resto del tiempo, Sheila fue una irreprochable mujer de frontera, amada por los robots e idolatrada por su marido. El robot casamentero, siguiendo su manual de instrucciones, se quedó como contable, actividad para la que estaba especialmente bien adaptado. Solía decir que el planeta se haría añicos si no fuese por él.
Los robots continuaron extrayendo torio de las montañas y los frutales florecían, y Flaswell y Sheila compartían juntos la responsabilidad de la carga de la gente humana.
Flaswell siempre proclamaba las ventajas de comprar en Roebuck-Ward, pero Sheila sabía que el truco consistía en tener un capataz tan leal y desalmado como Gunga-Sam.