SERVICIO DE ELIMINACIÓN

Disposal Service, 1955

El visitante no debería haber conseguido pasar de recepción, pues el señor Ferguson sólo veía a las personas que tenían cita previa, a menos que fuesen muy importantes. Su tiempo valía dinero y tenía que protegerlo.

Pero su secretaria, la señorita Dale, que era joven, se dejaba impresionar fácilmente, y el visitante era un señor maduro que llevaba un traje elegante y bastón y le había entregado una historiada tarjeta. La señorita Dale pensó que sería un hombre importante, y lo pasó directamente a la oficina del señor Ferguson.

—Buenos días, caballero —dijo el visitante tan pronto como la señorita Dale cerró la puerta—. Soy el señor Esmont del Servicio de Eliminación.

Y entregó a Ferguson su tarjeta.

—Ya veo —dijo este, irritado por la falta de criterio de la señorita Dale—. ¿Servicio de Eliminación? Lo siento, pero no tengo nada que eliminar —y se levantó, dando por concluida la entrevista.

—¿Nada en absoluto? —preguntó el señor Esmont.

—Nada. Gracias por su visita…

—Debo pensar, entonces, que está usted satisfecho con la gente que le rodea…

—¿Cómo? No creo que eso sea problema suyo.

—Verá, señor Ferguson, esa es la función del Servicio de Eliminación.

—¿Se burla de mí?

—Ni mucho menos —dijo el señor Esmont, con cierta sorpresa.

—Quiere usted decir —respondió Ferguson, riendo—, que ustedes eliminan gente.

—Desde luego. No puedo exhibirle pruebas documentales, pues evitamos por todos los medios la publicidad. Pero puedo asegurarle que somos una empresa sólida y bien establecida.

Ferguson contempló al pulido y cortés Esmont. No sabía cómo tomar todo aquello. Era una broma, sin duda. No podía tratarse de otra cosa.

Tenía que ser una broma.

—¿Y qué hacen ustedes con la gente que eliminan? —preguntó jovialmente Ferguson.

—Eso —dijo el señor Esmont— es asunto nuestro. Pero no le quepa duda de que desaparecen a todos los efectos. Ferguson se levantó.

—Está bien, señor Esmont. ¿Cuál es realmente su negocio?

—Ya se lo he dicho —contestó Esmont.

—Vamos, vamos. Usted bromeaba… Si hablaba en serio, yo tendría que llamar a la policía. El señor Esmont lanzó un suspiro y se levantó.

—Debo deducir de eso que no necesita usted de nuestros servicios, que está totalmente satisfecho de sus amigos y parientes, de su esposa…

—¿Mi esposa? ¿Qué sabe usted de mi esposa?

—Nada, señor Ferguson.

—¿Ha estado hablando usted con los vecinos? Esas discusiones no significan nada, absolutamente nada.

—No tengo información alguna sobre su situación matrimonial, señor Ferguson —dijo Esmont, sentándose de nuevo.

—¿Por qué menciona entonces a mi esposa?

—Porque los matrimonios son nuestra principal fuente de ingresos.

—Pues sepa que mi matrimonio marcha perfectamente. Mi mujer y yo nos llevamos muy bien.

—Entonces no necesita usted el Servicio de Eliminación —dijo el señor Esmont, colocándose el bastón bajo el brazo.

—Un momento. —Ferguson empezó a pasear por el despacho, las manos a la espalda—. No creo una palabra de esto, ¿comprende? Ni una palabra. Pero suponiendo por un instante que hablase usted en serio… sólo suponiendo, ¿comprende?… ¿Cuál sería el procedimiento si yo… si quisiese…?

—Bastaría su consentimiento verbal —dijo el señor Esmont.

—¿Pago?

—Después de realizado el trabajo, desde luego.

—No es que me importe —dijo apresuradamente Ferguson—. Por pura curiosidad —vaciló—. ¿Resulta doloroso?

—En lo más mínimo. Ferguson siguió paseando.

—Mi mujer y yo nos llevamos muy bien —dijo—. Son diecisiete años de matrimonio. La gente siempre tiene dificultades de convivencia, claro. Lógico.

La cara del señor Esmont carecía por completo de expresión.

—Uno aprende a aceptar compromisos —dijo Ferguson—. Y yo he pasado ya la edad en que una fantasía pasajera pudiese…

—Le comprendo perfectamente —dijo el señor Esmont.

—Quiero decir —siguió Ferguson— que mi mujer a veces puede resultar difícil. Es muy quisquillosa. Supongo que se habrá informado sobre esto…

—No, ya se lo he dicho —contestó el señor Esmont.

—¡Tiene que haberlo hecho! Debe haber algún motivo concreto para que venga a verme a mí. El señor Esmont se encogió de hombros.

—En fin —dijo pesadamente Ferguson—. He pasado ya la edad en que pudiese desear una nueva relación. Supongamos que no tuviese mujer… que pudiese establecer una relación con… por ejemplo, la señorita Dale. Sería agradable, imagino…

—¿Sólo agradable? —dijo el señor Esmont.

—Sí. No sería cosa perdurable, no tendría un valor duradero. Carecería de la solidez moral que debe tener una empresa fructífera.

—Sería sólo agradable —dijo el señor Esmont.

—Exacto. Agradable, sí, sin duda. La señorita Dale tiene atractivo, es innegable. Y un temperamento muy equilibrado, un carácter muy dulce. Le gusta complacer. De eso estoy seguro.

El señor Esmont sonrió cortésmente. Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Cómo podría entrar en contacto con usted? —preguntó Ferguson.

—Tiene usted mi tarjeta. Me encontrará en ese número hasta las cinco en punto. Pero debe decidir para entonces. El tiempo es dinero, y tenemos que cumplir con un programa y unos compromisos.

—Por supuesto —dijo Ferguson, con una risa hueca—. Aún no creo una palabra de todo esto. Ni siquiera conozco sus honorarios.

—Moderados para un hombre de su posición, se lo aseguro.

—Yo podría negar conocerle a usted y haber establecido este contacto, ¿verdad?

—Naturalmente.

—¿Y estará usted en este número?

—Hasta las cinco. Buenos días, señor Ferguson.

Después de irse Esmont, Ferguson se dio cuenta de que le temblaban las manos. Aquella conversación le había alterado, y decidió borrarla al punto de su mente.

Pero no era tan fácil. Aunque procuró enfrascarse en sus tareas, obligando a su pluma a tomar notas, no hacía más que recordar todo lo que había dicho Esmont.

El Servicio de Eliminación se había enterado de algún modo de los problemas que tenía con su mujer. Esmont mismo había dicho que era difícil, quisquillosa. Tenía que reconocer que era verdad, aunque fuese duro admitirlo.

Volvió a su trabajo, pero entró la señorita Dale con el correo de la mañana y se vio obligado a admitir que era sumamente atractiva.

—¿Desea usted algo más, señor Ferguson? —le preguntó.

—¿Cómo? Ah, no… de momento no —dijo Ferguson. Miró hacia la puerta largo rato después de salir ella.

Le resultaba imposible seguir trabajando. Decidió irse a casa.

—Señorita Dale —dijo, mientras se ponía el sombrero—, tengo que irme. Me temo que se va a acumular mucho trabajo. ¿Podría usted ayudarme por la noche un día o dos esta semana?

—Por supuesto, señor Ferguson —dijo ella.

—¿No interferirá esto en su vida social? —preguntó Ferguson, intentando reír.

—En absoluto, señor.

—Bien… ya le daré más detalles. Buenos días.

Salió apresuradamente de la oficina, muy colorado.

En casa, su esposa estaba acabando de fregar. La señora Ferguson era una mujercita sencilla con nerviosas arrugas junto a los ojos. Se sorprendió al verle.

—Qué pronto llegas hoy —dijo.

—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó Ferguson, con una energía que le sorprendió.

—Nada, nada…

—¿Qué quieres? ¿Que me mate trabajando en esa maldita oficina?

—Pero si yo…

—No me fastidies, anda —dijo Ferguson—. Deja de gruñir.

—¡Yo no gruño! —gruñó ella.

—Voy a echarme un rato —dijo Ferguson.

Subió las escaleras y se paró frente al teléfono. No había duda, todo lo que había dicho Esmont era cierto.

Miró su reloj, y le sorprendió descubrir que faltaba un cuarto de hora para las cinco.

Empezó a pasear frente al teléfono. Miraba la tarjeta de Esmont y floraba por su mente la figura esbelta y atractiva de la señorita Dale.

Descolgó el teléfono.

—Servicio de Eliminación. Al habla el señor Esmont.

—Soy el señor Ferguson.

—Sí, dígame, ¿qué ha decidido?

—He decidido… —Ferguson apretó con fuerza el teléfono. Tenía derecho a hacer aquello, se dijo a sí mismo.

Pero eran diecisiete años de matrimonio. ¡Diecisiete años! Habían pasado ratos felices, no sólo malos ratos. ¿Era justo, era realmente justo hacerlo?

—¿Qué ha decidido usted, señor Ferguson? —repitió Esmont.

—¡Yo… yo… no…! ¡No quiero sus servicios! —gritó Ferguson.

—¿Está usted seguro, señor Ferguson?

—Sí, absolutamente. Deberían estar todos ustedes entre rejas. Buenos días, caballero.

Colgó, e inmediatamente sintió que se le iba de encima un enorme peso. Bajó corriendo la escalera.

Su mujer preparaba costillas de buey, plato que él detestaba. Pero le daba igual. Estaba dispuesto a no fijarse en pequeñeces.

Llamaron al timbre.

—Oh, deben ser de la lavandería —dijo la señora Ferguson, intentando preparar la ensalada y revolver la sopa al mismo tiempo—. ¿Quieres abrir tú?

—Claro, cómo no —resplandeciente por su nueva honradez, Ferguson abrió la puerta. Había allí dos hombres uniformados con un gran saco de lona.

—¿La lavandería? —preguntó Ferguson.

—Servicio de Eliminación —dijo uno de ellos.

—Pero yo les dije que no quería… Le cogieron y, con la destreza que da la mucha práctica, le echaron al saco.

—¡No pueden hacer esto! —chillaba Ferguson.

El saco se cerró sobre él y se dio cuenta de que se lo llevaban. Oyó abrirse la puerta de un coche, luego le posaron cuidadosamente.

—¿Todo bien? —oyó que preguntaba su mujer.

—Sí, señora. Ha habido un cambio en el plan. De todos modos, hemos podido servirla.

—Cuánto me alegro —la oyó decir—. Fue para mí un placer tan grande hablar con el señor French esta tarde. Me disculparán, tengo la cena casi preparada y he de hacer una llamada telefónica.

El coche empezó a moverse. Ferguson intentó chillar, pero tenía la lona apretada contra la cara.

Se preguntaba desesperadamente a quién podría estar llamando ella, por qué no lo habría sospechado él…