PRIMER MODELO

Early Model, 1956

El aterrizaje fue casi una catástrofe. Bentley se dio cuenta de que su coordinación se veía desequilibrada por el gran peso que llevaba a la espalda; no comprendió en qué medida hasta que, en un momento crucial, pulsó un botón equivocado. La nave comenzó a caer como una piedra. En el último momento logró superarlo, abriendo un agujero negro en la llanura que había bajo él. Su nave tocó tierra, retembló un instante, y luego se inmovilizó.

Bentley había realizado el primer aterrizaje de un ser humano en Tels IV.

Su reacción inmediata fue servirse un buen trago de whisky estrictamente medicinal.

Una vez hecho esto, dirigió su atención a la radio. Tenía el receptor injertado en el oído, que le picaba, y el micrófono implantado quirúrgicamente en la garganta. El equipo portátil subespecial estaba autoconectándose, lo cual era magnífico, pues Bentley nada sabía de cómo pudiese funcionar un sistema de transmisión para tan gran distancia.

—Todo va bien —dijo por radio al profesor Sliggert—. Es un planeta tipo Tierra, tal como dijeron los informes. La nave está intacta. Y tengo el gusto de informarle que no me he roto el cuello al aterrizar.

—Pues claro que no —dijo Sliggert, cuya voz resultaba más tenue y menos cargada de emoción por el pequeño receptor—. ¿Y el Protector? ¿Cómo se siente? ¿Ha conseguido acostumbrarse a él?

—Qué va —dijo Bentley—. Aún tengo la sensación de llevar un mono a la espalda.

—Bueno, ya se acostumbrará —le aseguró Sliggert—. El Instituto me manda transmitirle su felicitación, y creo que el gobierno le concederá una medalla. Recuerde que lo importante ahora es fraternizar con los aborígenes, y si es posible establecer un acuerdo comercial de algún tipo, del tipo que sea, como precedente. Necesitamos ese planeta, Bentley.

—Lo sé.

—Buena suerte. Informe siempre que tenga posibilidad de hacerlo.

—Así lo haré —prometió Bentley; y cortó la comunicación.

Intentó levantarse, pero no lo consiguió a la primera. Luego, utilizando los asideros que había, suficientemente espaciados, sobre el cuadro de control, logró mantenerse erguido. Ahora lamentaba no haber hecho más cumplidamente sus ejercicios físicos durante el largo viaje desde la Tierra.

Bentley era un joven alto, de sólida constitución fuerte y ágil, que medía más de un metro ochenta. En la Tierra pesaba sus buenos noventa kilos y se movía con prestancia de atleta. Pero desde que había abandonado la Tierra, tenía sobre sí el peso suplementario de treinta y tres kilos más, irrevocablemente ligados a su espalda. Dadas las circunstancias, sus movimientos parecían más bien los de un elefante muy viejo al que le apretasen los zapatos.

Agitó los hombros bajo las anchas fajas de plástico, hizo una mueca, y se dirigió caminando hacia una escotilla de estribor. A lo lejos, quizás a un kilómetro de distancia, pudo ver un pueblo, grisáceo y achatado sobre el horizonte. En la llanura distinguió puntos móviles que avanzaban hacia él. Al parecer, los habitantes del pueblo habían decidido ir a ver qué era aquel extraño objeto caído del cielo que despedía fuego y producía un ruido pavoroso.

«Buen espectáculo», se dijo Bentley. El contacto habría resultado difícil si aquellos alienígenas no hubiesen mostrado ninguna curiosidad. El Instituto de Exploración Interestelar de la Tierra había considerado esta posibilidad, pero no había hallado ninguna solución. En consecuencia, se había eliminado de la lista de posibilidades.

Los habitantes del pueblo se aproximaban. Bentley decidió que era ya hora de prepararse. Abrió un compartimento y sacó su linguasceno, que, con ciertas dificultades, consiguió fijarse sobre el pecho. Se puso una gran cantimplora con agua sobre una cadera, y sobre la otra un paquete de comida concentrada. Sobre el vientre se colocó un paquete que contenía herramientas diversas. Fijada a una pierna llevaba la radio. En la otra el botiquín.

Así equipado, Bentley soportaba un total de setenta kilos de elementos que habían sido todos declarados absolutamente imprescindibles para los exploradores extraterrestres.

El hecho de que hubiese de arrastrarse en vez de caminar era algo a lo que no se daba importancia.

Los nativos habían llegado ya a la nave, y la rodeaban haciendo comentarios diversos. Eran bípedos. Tenían colas cortas y gruesas y sus rasgos eran humanos, aunque poseían un cierto aire de pesadilla. Su color era naranja intenso.

Bentley se fijó en que iban armados. Pudo ver cuchillos, lanzas, jabalinas, mazas de piedra y hachas de pedernal. A la vista de aquel armamento, esbozó una sonrisa satisfecha. Aquella era la justificación de su inquietud, la razón de que aquellos treinta y tres kilos de peso siguiesen sobre su espalda desde que saliera de la Tierra.

En realidad, nada importaban las armas de aquellos aborígenes, ni aunque fuesen de un nivel nuclear. No podían herirle.

Eso le había dicho el profesor Sliggert, jefe del Instituto, inventor del Protector.

Bentley abrió la escotilla. Los telsianos lanzaron un grito de asombro. El linguasceno, tras unos cuantos segundos iniciales de vacilación, tradujo las exclamaciones como: «¡Oh! ¡Ah! Que extraño! ¡Increíble! ¡Ridículo! ¡Incomprensible!».

Bentley bajó por la escalerilla que había a un lado de la nave, equilibrando cuidadosamente sus setenta kilos de peso suplementario. Los nativos formaron un semicírculo a su alrededor, con las armas dispuestas.

Avanzó hacia ellos. Retrocedieron.

—Vengo como amigo —dijo, sonriendo cordialmente. El linguasceno masculló la frase con las ásperas consonantes del idioma telsiano.

No parecían creerle. Empuñaban sus armas, y un telsiano, más alto que los otros, y que llevaba un cabezal de muchos colores, enarboló un hacha dispuesto al ataque.

Bentley sintió un leve estremecimiento. Era invulnerable, por supuesto. Nada podía hacerle mientras llevase el Protector. ¡Nada! El profesor Sliggert estaba seguro de ello.

Antes de despegar, el profesor Sliggert había fijado el Protector a la espalda de Bentley, había ajustado las cintas, después había retrocedido para admirar de lejos aquel hijo de su cerebro.

—Perfecto —había proclamado con sereno orgullo. Bentley se encogió de hombros bajo el peso.

—Algo pesado, ¿no le parece?

—Pero, ¿qué vamos a hacerle? —dijo Sliggert—. Es el primero de su género, el prototipo. He procurado utilizar todos los elementos de menos peso. Por desgracia, los primeros modelos de un invento son siempre voluminosos.

—Me parece que podría usted haberlo hecho un poco más aerodinámico —objetó Bentley, mirando por encima del hombro.

—Eso vendrá mucho más tarde. Primero debe ser la concentración, y luego la compactación, y luego la función de grupo. Y por último esos detalles de forma y estilo. Ha sido siempre así, y siempre lo será. Piense, por ejemplo, en la máquina de escribir. Ahora es un sencillo aparato, casi del tamaño de una cartera. Pero las primeras máquinas funcionaban con pedales. Y para levantarlas se necesitaban varios hombres. Considere, por ejemplo, el linguasceno, que empezó como una calculadora electrónica de gran tamaño que pesaba varias toneladas…

—Está bien —cortó Bentley—. Si esto es lo más que puede hacer, dejémoslo ya. ¿Cómo puedo quitármelo?

El profesor Sliggert sonrió.

Bentley comenzó a buscar. No podía encontrar ninguna hebilla. Hurgó sin resultado en las cintas de los hombros, pero no pudo encontrar medio de quitárselas. Aquello era como una nueva camisa de fuerza de terrible eficacia.

—Vamos, profesor, ¿cómo puedo quitármelo?

—No se lo diré.

—¿Cómo?

—El Protector es incómodo, ¿verdad? —dijo Sliggert—. ¿Verdad que preferiría usted no llevarlo encuna?

—Está muy en lo cierto.

—Lo comprendo. ¿Sabía usted que en época de guerra, en pleno campo de batalla, los soldados tienen la costumbre de deshacerse de partes esenciales de su equipo porque les resultan voluminosas o incómodas? Bien, pues con usted no podemos correr ese riesgo. Señor Bentley, va a ir a un planeta extraño. Estará expuesto a peligros totalmente desconocidos. Es preciso que esté usted siempre protegido.

—Lo sé muy bien —dijo Bentley—. Pero tengo suficiente sentido para saber cuándo he de ponerme esto.

—¿Está usted seguro? Le elegimos por atributos como decisión, energía, fuerza física… y, por supuesto, un cierto grado de inteligencia, pero…

—Gracias.

—Pero esas cualidades no le hacen precisamente proclive a la prudencia. Supóngase que se encuentra con que los nativos se muestran aparentemente amistosos y usted decide desprenderse del incómodo y pesado Protector. ¿Qué pasaría si hubiese juzgado erróneamente su actitud? Esto puede suceder fácilmente en la Tierra, piense cuanto más fácilmente en otro planeta.

—Sé cuidar de mí mismo —dijo Bentley.

Sliggert asintió con aspereza.

—Eso fue lo que dijo Atwood cuando salió para Durabella II, y no hemos vuelto a tener noticias suyas. Ni tampoco de Blake, ni de Smith, ni de Korishell. ¿Puede prevenir usted acaso una puñalada por la espalda? ¿Tiene ojos en la nuca? No, señor Bentley, no los tiene… ¡pero el Protector sí!

—Mire —había dicho Bentley—, créalo o no, soy un adulto responsable. Llevaré el Protector siempre que esté en la superficie de un planeta extraño. Ahora dígame cómo puedo quitármelo.

—Parece que no me entiende, Bentley. Si se tratase sólo de su vida, le dejaríamos correr los riesgos que usted juzgase razonables. Pero estamos arriesgando muchos miles de millones de dólares en la nave espacial y en el equipo. Además, esta es la prueba de campo del Protector. La única manera de estar seguros de los resultados es que usted no se lo quite nunca. El único medio de asegurar esto es no decirle cómo puede quitárselo. Queremos resultados. Sobrevivirá usted, le guste o no.

Bentley se lo había pensado y había aceptado a regañadientes.

—Supongo que podría sentirme tentado de quitármelo, si los nativos fuesen realmente amistosos.

—Le ahorramos esa tentación. Ahora, dígame, ¿sabe cómo funciona?

—Desde luego —respondió Bentley—. Pero, ¿hará realmente todo lo que usted dice?

—Pasó sin ningún fallo todas las pruebas de laboratorio.

—Me reventaría que algo fuese mal. Suponga que se suelta un cable o se funde algo…

—Esa es una de las razones de su tamaño —explicó pacientemente Sliggert—. Todo por triplicado. No corremos ningún riesgo de fallo mecánico.

—¿Y el suministro de energía?

—Para un siglo o más a plena carga. ¡El Protector es perfecto, Bentley! Después de esta prueba de campo, se convertirá sin duda en elemento imprescindible para los exploradores extraterrestres. —El profesor Sliggert se permitió una suave sonrisa de orgullo.

—Está bien —había dicho Bentley, moviendo los hombros bajo las anchas cintas de plástico—. Procuraré acostumbrarme a él.

Pero no lo había conseguido. Nadie puede acostumbrarse a llevar a la espalda un mono de treinta y tres kilos.

Los telsianos no sabían qué hacer ante Bentley. Discutieron varios minutos, durante los que el explorador mantuvo una tensa sonrisa. Luego, un telsiano se adelantó. Era más alto que los otros y llevaba un vistoso cabezal de cristales, huesos y trozos de madera pintados con colores bastante chillones.

—Amigos míos —dijo el telsiano—, hay aquí una mala vibración que yo, Rinek, siento perfectamente.

Otro telsiano que llevaba un cabezal parecido se adelantó también y dijo:

—No es bueno que un doctor en espíritus hable de tales cosas.

—Por supuesto que no —admitió Rinek—. No es bueno hablar del mal en presencia del mal, pues crece su fortaleza. Pero un doctor en espíritus debe detectar y evitar el mal. Y debe hacerlo sin preocuparse por los riesgos.

Otros individuos con cabezales distintivos, los doctores en espíritus, se adelantaron entonces. Bentley pensó que debían ser el equivalente telsiano de los sacerdotes, y que probablemente ostentasen también un poder político considerable.

—Yo no creo que sea malo —dijo un joven doctor en espíritus de agradable rostro llamado Huascl.

—Claro que lo es. No hay más que mirarle.

—La apariencia nada prueba, como sabemos de los tiempos del buen espíritu Ahut M’Kndi, que apareció en forma de…

—No nos des conferencias, Huascl. Todos conocemos las palabras de Lalland. La cuestión es si debemos o no correr el riesgo.

Huascl se volvió a Bentley.

—¿Eres tú malo? —preguntó con viveza el telsiano.

—No —dijo Bentley.

Al principio, le había desconcertado la profunda preocupación que los telsianos mostraban por su status espiritual. No le habían preguntado de dónde venía, ni cómo, ni por qué. Pero luego no le pareció tan extraño. Si un alienígena hubiese desembarcado en la Tierra durante determinados períodos de celo religioso, probablemente lo primero que le habrían preguntado, habría sido: «¿Eres una criatura de Dios o de Satán?».

—El dice que no es malo —dijo Huascl.

—¿Cómo puede saberlo él?

—¿Si no lo sabe él, quién lo va a saber?

—Una vez el gran espíritu G’tal regaló a un sabio tres kdales y le dijo… —Y continuó.

Bentley se dio cuenta de que las piernas empezaban a fallarle debido al peso de su equipo. El linguasceno no podía ya transcribir fielmente la sutil discusión teológica que se había organizado allí. Su status parecía depender de dos o tres puntos muy discutidos, de los que los doctores en espíritus no querían hablar, puesto que hablar sobre el mal era peligroso en sí mismo.

Para complicar aún más las cosas, existía un cisma respecto a la idea de la comprensión del mal, que dividía a los doctores en espíritus más viejos de los jóvenes. Ambas facciones se acusaban recíprocamente de herejía, pero Bentley no podía determinar qué postura o qué interpretación le era más favorable.

Cuando el sol caía sobre la herbosa llanura, la batalla continuaba aún. Luego, de modo súbito, los doctores en espíritus llegaron a un acuerdo, sin que Bentley pudiese determinar por qué ni en qué base.

Fue Huascl quien se adelantó como portavoz de los jóvenes doctores en espíritus.

—Extranjero —declaró—, hemos decidido no matarte. Bentley reprimió una sonrisa. ¡Aquel pueblo primitivo perdonando la vida a un ser invulnerable!

—Es decir, de momento —se corrigió presuroso Huascl, al captar el ceño de Rinek y de otros doctores en espíritus, viejos—. Depende enteramente de ti. Te llevaremos al pueblo y nos purificaremos y haremos una fiesta. Luego te iniciaremos en la sociedad de doctores en espíritus. Nadie que sea malo puede llegar a ser doctor en espíritus; está estrictamente prohibido. De este modo, sabremos cuál es tu verdadera naturaleza.

—Quedo profundamente agradecido —dijo Bentley.

—Pero si eres malo, ten en cuenta que hemos hecho votos de destruir el mal. ¡Y si debemos hacerlo, podremos!

Los telsianos reunidos vitorearon su discurso e inmediatamente se inició el viaje de un kilómetro hasta el pueblo. Ahora que Bentley tenía ya un status, aunque fuese un tanto confuso, los nativos se mostraban cordiales. Charlaban amistosamente con él sobre cultivos, sequías y hambre.

Bentley recorrió torpemente el camino bajo su equipo, agotado, pero muy animado en su interior. ¡Era realmente un éxito! Como iniciado y sacerdote, tendría una oportunidad insuperable de reunir datos antropológicos, establecer lazos comerciales, despejar el sendero para el futuro desarrollo de Tels IV.

Todo lo que tenía que hacer era pasar por las pruebas de iniciación. Y que no le mataran, por supuesto, se recordó a sí mismo sonriendo.

Era divertido lo seguros que estaban los doctores en espíritus de que podían matarle.

El pueblo estaba formado por dos docenas de cabañas agrupadas en un círculo irregular. Junto a cada una de las cabañas de barro y techo de bálago había un pequeño huerto de verduras, y en algunos casos unas pocilgas para la versión telsiana del ganado. Entre las cabañas pululaban animalitos de pelo verde, a los que los telsianos trataban como a animales domésticos. El área central, cubierta de hierba, era terreno común. Allí estaba el pozo de la comunidad, y también los altares de diversos dioses y demonios. En aquella zona, iluminada por una gran hoguera, las mujeres del pueblo habían dispuesto un festín.

Bentley llegó a la fiesta en un estado de casi total agotamiento, aplastado por su equipo esencial. Se sentó agradecido en el suelo con los habitantes del pueblo, y la fiesta empezó.

Primero las mujeres del pueblo bailaron en su honor una danza de bienvenida. Resultaba un espectáculo vistoso. Sus pieles anaranjadas resplandeciendo, iluminadas por las llamas, sus colas balanceándose graciosamente al unísono. Luego, un dignatario llamado Occip se acercó a él, con un cuenco lleno en la mano.

—Extranjero —dijo Occip—, tú eres de una tierra lejana, y tus costumbres no son las nuestras. ¡Seamos hermanos, sin embargo! ¡Comparte esta comida para sellar el lazo entre nosotros, y en el nombre de toda santidad!

Con una inclinación, le ofreció el cuenco.

Era un momento de gran importancia, una de esas ocasiones decisivas que pueden sellar para siempre la amistad de dos razas o hacerlas enemigas eternas. Pero Bentley no pudo, rechazó la comida simbólica.

—¡Pero, si está purificada! —exclamó Occip.

Bentley explicó que, debido a un tabú tribal, sólo podía comer de su propia comida. Occip no podía comprender que especies distintas tuviesen exigencias dietéticas distintas. Por ejemplo, indicó Bentley, la materia vital de Tels IV podía tener muy bien un componente estricnínico. Pero no añadió que aunque él quisiese correr el riesgo, su Protector jamás se lo permitiría.

Lo cierto es que su rechazo alarmó al pueblo. Hubo apresuradas conferencias entre los doctores en espíritus. Luego Rinek se acercó y se sentó a su lado.

—Dime —preguntó Rinek después de un rato—. ¿Qué piensas tú del mal?

—El mal no es bueno —dijo solemnemente Bentley.

—¡Ah! —el doctor en espíritus caviló sobre esto, agitando nerviosamente el rabo sobre la hierba. Uno de aquellos animalitos domésticos de piel verde, un mog, comenzó a juguetear con su rabo: Rinek lo apartó y dijo:

—Así que no te gusta el mal.

—No.

—Y no permitirías ninguna incidencia maligna en ti.

—Desde luego que no —dijo Bentley, ahogando un bostezo. Le aburría cada vez más aquel tortuoso interrogatorio del doctor en espíritus.

—En ese caso, ¿no te importaría recibir la sagrada y santísima lanza que Kran K’leu trajo de la morada de los Pequeños Dioses, que hace bueno a todo hombre que la blande?

—Me complacería mucho recibirla —dijo Bentley, con los párpados pesados, esperando que aquella fuese la última ceremonia de la noche.

Rinek masculló su aprobación y se apartó de él. Las danzas de las mujeres cesaron. Los doctores en espíritus empezaron a cantar con voces profundas y estremecedoras. La hoguera se avivó.

Se adelantó Huascl. Llevaba ahora pintada la cara con finas franjas negras y blancas. Llevaba en la mano una vieja lanza de madera negra, con punta de cristal volcánico tallado y tallada también en toda su longitud con grabados de tosca hechura pero muy intrincados.

Levantando la lanza, Huascl dijo:

—¡Oh extranjero que vienes del cielo, acepta de nosotros esta lanza de santidad! Kran K’leu dio esta lanza a Trin, nuestro primer padre, y le concedió carácter mágico convirtiéndola en vasija de los espíritus del bien. ¡El mal no puede soportar la presencia de esta lanza! Recibe, pues, con ella nuestras bendiciones.

Bentley consiguió ponerse de pie. Comprendía el valor de una ceremonia como aquella. Al aceptar la lanza pondría fin, definitivamente, a cualquier duda respecto a su bondad espiritual. Inclinó la cabeza en gesto reverente. Huascl se adelantó, extendió hacia él la lanza y… El Protector se puso en marcha.

Su funcionamiento era simple, como sucede con muchos grandes inventos. Cuando su componente-calculador recibía un mensaje de peligro, el Protector creaba un campo de fuerza alrededor del usuario. Este campo le hacía invulnerable, pues era total y absolutamente impenetrable. Pero había ciertos inconvenientes inevitables.

Si Bentley hubiese tenido un corazón débil, el Protector podría haberle matado en el acto, pues su acción era de rapidez electrónica, totalmente inesperada y físicamente aplastante. En el espacio de un segundo, pasaba de estar frente a la gran hoguera con la mano extendida hacia la lanza santa, a verse sumergido en la oscuridad.

Sintió como siempre la sensación de que le catapultaban al interior de un armario mohoso y oscuro, de paredes de goma que le oprimían por todas partes. Maldijo la supereficiencia de la máquina. La lanza no era una amenaza; formaba parte de una importante ceremonia. Pero el Protector, con sus sentidos literales, la había interpretado como un posible peligro.

Y en la oscuridad, Bentley buscaba los controles que permitían desconectar el campo. El campo de fuerza alteraba su sentido del equilibrio, y, al parecer, de modo cada vez más intenso a medida que se repetía la experiencia. Fue cuidadosamente tanteándose el pecho, que era donde debería estar el botón, y lo localizó al fin bajo el sobaco derecho, adonde se había desplazado. Desconectó el campo.

La fiesta había concluido bruscamente. Los nativos estaban agrupados como buscando protección, con las armas dispuestas, las colas muy estiradas. Huascl, que se hallaba en el límite del campo de fuerza, había sido lanzado a unos seis metros de distancia y se levantaba laboriosamente.

Los doctores en espíritus comenzaron a canturrear una salmodia de purificación, para protegerse contra los malos espíritus; Bentley no podía reprochárselo.

Cuando un Protector crea su campo de fuerza, parece una esfera negra y opaca de unos tres metros de diámetro. Si algo choca contra ella sale despedido por una fuerza similar a la del impacto. En la superficie de la esfera aparecen líneas blancas que giran, se colorean y se desvanecen. Y al girar, la esfera emite una especie de gemido sutil y agudo.

En resumen, era algo muy poco apropiado para ganarse la confianza de un pueblo primitivo y supersticioso.

—Lo siento —dijo Bentley con una débil sonrisa. ¿Qué otra cosa podía decir?

Huascl se acercó cojeando, pero mantuvo la distancia.

—No puedes aceptar la lanza sagrada —proclamó.

—Bueno, no es exactamente eso —dijo Bentley—. Lo que pasa es que… Bueno, llevo encima este instrumento protector, es una especie de escudo, ¿sabes? No le gustan las lanzas. ¿No podrías ofrecerme una calabaza sagrada?

—No seas ridículo —dijo Huascl—. ¿Dónde has oído tal cosa? ¡Una calabaza sagrada!

—Bueno, sí, supongo que tienes razón. Pero confía en lo que te digo, por favor… no soy malo. No lo soy, de veras. Sólo que tengo ese tabú con las lanzas.

Los doctores en espíritus hablaban entre sí con demasiada rapidez para que el linguasceno pudiese interpretarles. Sólo captaba las palabras «mal», «destruir» y «purificación». Bentley juzgó que su futuro no era demasiado halagüeño.

Después de la conferencia, Huascl se acercó a él y dijo:

—Los hay que creen que debemos matarte inmediatamente, antes de que traigas una gran desgracia a este pueblo. Pero yo les he explicado que no puede culpársete por los tabúes que te limitan. Rezaremos por ti toda la noche. Quizás por la mañana sea posible la iniciación.

Bentley le dio las gracias. Le condujeron a una cabaña en la que los telsianos le dejaron lo más rápidamente posible. Había en todo el pueblo un cuchicheo que era como un mal presagio; desde la entrada de la cabaña, Bentley podía ver pequeños grupos de nativos que hablaban acalorados mirando a hurtadillas en dirección suya.

No era un buen comienzo de cooperación entre dos razas.

Inmediatamente estableció contacto con el profesor Sliggert y le explicó lo que había sucedido.

—Qué mala suerte —dijo el profesor—. Pero los pueblos primitivos son muy traicioneros. Quizás se propusiesen matarle con la lanza en vez de entregársela. Dársela a usted, pero en el sentido más literal.

—Estoy seguro de que no era esa su intención —dijo Bentley—. Después de todo, hay que empezar a confiar en la gente alguna vez.

—Con miles de millones de dólares en equipo a su cargo, de ninguna manera.

—¡Pero no voy a poder hacer nada! —gritó Bentley—. ¿Es que no comprende? Me miran ya con recelo. No pude aceptar su lanza sagrada. Eso significa que puedo ser malo. Ahora, dígame, ¿qué va a suceder mañana en la ceremonia de iniciación? ¿Cree usted que si algún idiota saca un cuchillo para limpiarse las uñas, el Protector se lanzará a salvarme? Toda la primera impresión favorable que conseguí causarles se habrá perdido…

—La buena voluntad puede recuperarse —dijo sentenciosamente el profesor Sliggert—. Pero miles de millones de dólares en equipo…

—… pueden ahorrarse en la próxima expedición. Mire, profesor, deme un respiro. ¿No hay ningún modo de que yo pueda controlar esto manualmente?

—No, no lo hay —contestó Sliggert—. Eso traicionaría todo el objetivo de la máquina. Podría usted quitársela en ese caso, si se le permítese confiar en sus propios reflejos en vez de en los impulsos electrónicos.

—Entonces dígame cómo puedo quitármela.

—Es el mismo problema… si pudiese quitársela no estaría protegido siempre.

—Oiga —protestó Bentley—, ustedes me eligieron por considerarme un explorador competente. Soy el que está aquí. Sé las condiciones que existen aquí. Explíqueme cómo se quita esto.

—¡No! El Protector tiene que tener una prueba de campo completa. Y queremos que usted regrese vivo.

—Por cierto —dijo Bentley—. Esta gente parece muy segura de poder matarme.

—Bueno, los pueblos primitivos siempre sobrestiman el poder de su fuerza, sus armas y su magia.

—Ya lo sé, ya. Pero, ¿está usted seguro de que no tienen ningún medio de atravesar el campo? ¿Con veneno, por ejemplo?

—Nada puede atravesar el campo —dijo pacientemente Sliggert—. Ni siquiera los rayos de luz pueden penetrarlo. Ni los rayos gamma. Lleva usted una fortaleza inexpugnable, señor Bentley. ¿Por qué no confía un poco más en ella?

—Los primeros modelos de los inventos suelen necesitar mucho planchado —gruñó Bentley—. Pero hagámoslo a su modo. ¿No quiere decirme, de todas formas, cómo puedo quitármelo por si las cosas van mal?

—Me gustaría que dejase de pedirme eso, señor Bentley. Fue usted elegido para hacer una prueba de campo completa del Protector. Y va a hacerla.

Cuando Bentley interrumpió el contacto con el doctor Sliggert, fuera era ya de noche y los habitantes del pueblo habían regresado a sus cabañas. Las hogueras ardían muy amortiguadas y Bentley podía oír los rumores de las criaturas de la noche.

Bentley se sentía muy ajeno a todo aquello y lleno de una profunda nostalgia.

Estaba cansado casi hasta el punto de la inconsciencia, pero se obligó a comer un poco de alimento concentrado y a beber unos sorbos de agua. Luego se quitó el estuche de herramientas, la radio y la cantimplora, y se tendió a dormir.

Cuando comenzaba a adormilarse, el Protector entró violentamente en acción, casi descoyuntándole. Torpemente buscó los controles, localizándolos junto al estómago, y desconectó el campo.

La cabaña tenía exactamente el mismo aspecto que antes. No pudo determinar la fuente del peligro.

¿Estaría el Protector perdiendo su sentido de la realidad, o habría intentado matarle un telsiano arrojándole una lanza por la ventana?

Entonces Bentley vio cómo se escurría muy asustado uno de aquellos animalitos de pelo verde, un mog, levantando nubéculas de polvo con las patas.

El animalito probablemente no quisiese más que acogerse al calor de la cabaña, pensó Bentley. Pero, claro, era un elemento extraño. El siempre atento Protector no podía menospreciar el peligro potencial que representaba.

Cayó de nuevo dormido, e inmediatamente empezó a soñar que estaba encerrado en una cárcel de goma esponjosa de un rojo brillante. Podía empujar las paredes y hacerlas estirarse indefinidamente, pero sin que nunca cediesen, y al final tenía que dejarlas volver de nuevo suavemente a su primitiva posición y resignarse a seguir en aquella cárcel. El sueño se repitió varias veces, hasta que de pronto sintió un ramalazo en la espalda y se despertó dentro del campo oscuro del Protector.

Esta vez le resultó francamente difícil encontrar los controles. Buscó desesperado al tacto hasta que lo enrarecido del aire que respiraba le hizo jadear de pánico. Al fin localizó los controles debajo de la barbilla, desconectó el campo y comenzó a buscar torpemente la fuente del nuevo ataque.

La encontró. Del techo de bardas de la cabaña había caído una ramita que había intentado aterrizar sobre él. El Protector, claro, no lo había permitido.

—Vamos, vamos —masculló Bentley en voz alta—. ¡Tengamos un poco de juicio!

Pero lo cierto es que estaba demasiado cansado. Por fortuna no hubo más asaltos aquella noche.

Por la mañana, llegó Huascl a la cabaña de Bentley, con aire muy solemne y muy alterado.

—Hubo muchos ruidos en tu cabaña durante la noche —dijo el doctor en espíritus—. Ruidos de tormenta, como si estuvieses luchando con un demonio.

—Tengo el sueño inquieto, nada más —explicó Bentley. Huascl sonrió, indicando que comprendía el chiste.

—Amigo mío, ¿rezaste esta noche para purificarte y liberarte del mal?

—Desde luego que sí.

—¿Y tuvo frutos tu oración?

—Los tuvo —dijo Bentley esperanzadamente—. No hay mal alguno a mi alrededor. Ni una mota. Huascl parecía receloso.

—¿Pero cómo puedes estar seguro? Quizás debas alejarte de nosotros en paz. Si no puedes ser iniciado, hemos de destruirte…

—No te preocupes por eso —le dijo Bentley—. Vamos, empecemos.

—Está bien —dijo Huascl, y salieron juntos de la cabaña.

La iniciación tendría lugar frente a la gran hoguera de la plaza del pueblo. Se habían enviado mensajeros durante la noche y habían llegado doctores en espíritus de muchos otros pueblos. Algunos habían hecho un viaje de hasta treinta y cinco kilómetros para participar en los ritos y ver a aquel ser extraño con sus propios ojos. Se había sacado también de su escondite secreto el tambor ceremonial que ahora resonaba solemnemente. Los habitantes del pueblo observaban, cuchicheaban, reían. Pero Bentley pudo percibir una corriente subterránea de tensión y nerviosismo.

Hubo una serie de danzas. Bentley se puso nervioso cuando empezó la última, pues el danzarín principal agitaba incesantemente una maza alrededor de la cabeza. Y se acercaba peligrosamente a él.

Los espectadores parecían fascinados. Bentley cerró los ojos esperando verse sumergido de un momento a otro en la oscuridad del campo de fuerza.

Pero el bailarín se alejó al fin y la danza concluyó con grandes vítores de los espectadores.

Comenzó a hablar Huascl. Bentley comprendió con cierto alivio que aquel era el final de la ceremonia.

—Oh, hermanos —dijo Huascl—. Este extranjero ha venido cruzando el gran vacío para ser nuestro hermano. Hay en él cosas extrañas y parece como si a su alrededor se percibiese una presencia diabólica; y sin embargo, ¿quién puede dudar de que sean buenas sus intenciones? ¿Quién puede dudar de que sea, en el fondo, una persona buena y honrada? Con esta iniciación le purificaremos del mal y le haremos uno de los nuestros.

Y extendió una mano.

Bentley sintió que el corazón le daba un vuelco. ¡Había ganado! ¡Le habían aceptado! Extendió su mano y estrechó la de Huascl.

O más bien intentó hacerlo, pues no llegó a conseguirlo; ya que el Protector, siempre alerta, le salvó de aquel contacto potencialmente peligroso.

—¡Maldita máquina imbécil! —bramó Bentley, buscando apresuradamente el control y liberando el campo. Vio inmediatamente que todo se había venido abajo.

—¡Eres el mal! —gritaban los telsianos, agitando enfebrecidos sus armas.

—¡Es el mal! —gritaban los doctores en espíritus. Bentley se volvió desesperado a Huascl.

—Sí —decía con tristeza el joven doctor en espíritus—, es cierto. Creímos que podríamos eliminar el mal con nuestro antiguo ceremonial. Pero ha sido imposible. ¡Hay que destruir a ese demonio! ¡Matemos al demonio!

Cayó sobre Bentley una lluvia de lanzas. El Protector respondió instantáneamente.

Pronto se hizo evidente que aquello era un callejón sin salida. Bentley permaneció unos minutos en el campo y luego accionó los controles. Los telsianos, al ver que aún seguía ileso, renovaron su ataque, y el Protector renovó instantáneamente su acción.

Bentley intentó caminar hacia la nave, pero el Protector entraba en acción cada vez que él lo desconectaba. Tardaría un mes o dos en recorrer un kilómetro a aquel paso, así que abandonó la idea. Sencillamente esperaría a que desistiesen los atacantes. Después de un rato, se darían cuenta de que no podían herirle, y por fin las dos razas llegarían a un entendimiento.

Intentó relajarse dentro del campo, pero le resultaba imposible. Tenía hambre y una gran sed, y el aire que respiraba estaba cada vez más enrarecido.

Entonces Bentley recordó con estupor que el aire no había salido del campo de fuerza la noche anterior. Naturalmente… no podía atravesarlo. Si no tenía cuidado, moriría de asfixia.

Comprendió que hasta una fortaleza inexpugnable podía caer si los defensores se morían de hambre o se asfixiaban.

Comenzó a pensar frenéticamente. ¿Cuánto tiempo persistirían los telsianos en su ataque? Tendrían que cansarse tarde o temprano…

¿O no se cansarían?

Esperó cuanto pudo, hasta que el aire resultaba prácticamente irrespirable, y luego liberó el campo. Allí estaban los telsianos sentados en el suelo, esperándole. Habían hechos nuevas hogueras y estaban preparando la comida.

Rinek le lanzó perezosamente una lanza y el Protector entró en acción de nuevo.

Así que han aprendido, pensó Bentley. Le matarían por hambre.

Intentaba pensar, pero las paredes de su oscuro encierro parecían apretarse contra él. Sentía una progresiva claustrofobia y el aire volvía a resultarle ya irrespirable.

Meditó un instante, y luego accionó los controles. Los telsianos le miraban con frialdad. Uno de ellos agarró una lanza.

—¡Espera! —gritó Bentley. En el mismo instante conectó su radio.

—¿Qué quieres? —preguntó Rinek.

—¡Escuchadme! No es justo que me atrapéis de este modo en el Protector.

—¿Eh? ¿Qué pasa? —preguntó el profesor Sliggert por el receptor del oído.

—Vosotros, telsianos, sabéis… —dijo ásperamente Bentley—… sabéis que podéis destruirme activando constantemente el Protector. ¡Yo no puedo desconectarlo! ¡No puedo librarme de él!

—¡Ah! —dijo el profesor Sliggert—. Comprendo el problema. Sí.

—Lo sentimos mucho —se disculpó Huascl—. Pero el mal debe ser destruido.

—Por supuesto —dijo Bentley desesperado—. Pero yo no. Dadme una oportunidad. ¡Profesor!

—Desde luego no hay duda de que eso es un fallo —musitó el profesor Sliggert—. Y un fallo serio. Claro, cosas como esta no pueden preverse en el laboratorio. Sólo en una prueba de campo a gran escala. Rectificaremos el defecto en los nuevos modelos.

—¡Magnífico! ¡Pero yo estoy ahora aquí! ¿Cómo puedo quitarme este chisme?

—Lo siento —dijo Sliggert—. Francamente, nunca creí que pudiese ser necesario. A decir verdad, diseñé el aparato de modo que no pudiera usted quitárselo en ninguna circunstancia.

—¿Y por qué hizo usted eso? Piojoso…

—¡Por favor! —dijo secamente Sliggert—. Conservemos la calma. Si puede usted aguantar unos cuantos meses, podríamos…

—¡No puedo! ¡Necesito aire, agua!

—¡Fuego! —gritó Rinek, con gesto crispado—. ¡Cazaremos al demonio con fuego!

Y el Protector entró en acción una vez más.

Bentley intentó considerarlo todo meticulosamente en la oscuridad. Tenía que librarse del Protector. Pero, ¿cómo? Tenía un cuchillo en su estuche de herramientas. ¿Podría cortar con él las bandas de plástico? ¡Tendría que hacerlo!

¿Y luego? Aunque lograse salir de su fortaleza, la nave quedaba a un kilómetro de distancia. Sin el Protector, podrían matarle de un simple lanzazo. Y habían prometido hacerlo, pues le habían declarado irrevocablemente maligno.

Pero si corría, al menos tendría una oportunidad. Y era mejor morir de un lanzazo que asfixiarse lentamente en la absoluta oscuridad.

Bentley desconectó el campo. Los telsianos le rodeaban con hogueras, cortándole la retirada con un muro de llamas.

Se debatió frenético en la red de plástico que le trababa. Consiguió sacar el cuchillo. Y de nuevo el Protector se puso en marcha. Cuando volvió a desconectarlo, el círculo de fuego se había cerrado. Los telsianos empujaban cautamente hacia él las hogueras, acortando la circunferencia que le cercaba.

Bentley sintió que el corazón le daba un vuelco. En cuanto las hogueras estuviesen los bastante próximas, el Protector se pondría en marcha y no sería posible desconectarlo ya. Habría una señal constante de peligro. Quedaría atrapado en el campo mientras ellos siguiesen alimentando las hogueras.

Y considerando los sentimientos de los pueblos primitivos respecto a los demonios, era muy posible que mantuviesen el fuego durante un siglo o dos.

Empezó a hacer cortes laterales en la cinta de plástico y logró cortarla hasta la mitad.

De nuevo se puso en marcha el Protector.

Bentley sentía vértigo y le agobiaba la fatiga. Tenía que respirar grandes bocanadas de aire viciado. Haciendo un esfuerzo, reaccionó. No podía aceptar ahora la derrota. Sería el fin.

Buscó los controles, desconectó. Ahora las hogueras estaban aún más cerca. Pudo sentir en la cara el calor de las llamas. Siguió cortando con furia la cinta y vio que cedía.

Se liberó del Protector en el mismo momento en que se activaba de nuevo el campo. El impulso le arrojó contra el fuego. Pero consiguió mantener el equilibrio y saltar por encima de las llamas sin quemarse. Se alzó un aullido. Bentley empezó a correr; mientras corría, fue liberándose del linguasceno, el estuche de herramientas, la radio, los alimentos concentrados y la cantimplora. Miró atrás una vez y vio que los telsianos le seguían.

Pero tenía una sensación de control de sí mismo. Su torturado corazón parecía querer saltársele del pecho y sus pulmones amenazaban con fragmentarse en cualquier momento, pero ante él estaba ya la nave espacial, brillando inmensa y amistosa en la lisa llanura.

Iba a conseguirlo. Otros veinte metros…

Algo verde brilló frente él. Era uno de aquellos animalitos de pelo verde, un mog. La torpe bestezuela intentó apartarse de su camino.

Hizo una maniobra para evitar el choque y comprendió, demasiado tarde, que nunca debería haberla hecho. Su pie derecho tropezó con una roca y cayó hacia adelante.

Oyó el rumor de los pies de los telsianos que se acercaban a él, y logró incorporarse.

Luego alguien lanzó contra él una maza que se estrelló limpiamente en su frente.

—¿Ar gwy dril? —dijo incomprensiblemente una voz lejana.

Bentley abrió los ojos y vio a Huascl inclinado sobre él.

Estaba en una cabaña, de nuevo en el pueblo. En la puerta había varios doctores en espíritus armados, observando.

—¿Ar gwy dril? —preguntó de nuevo Huascl.

Bentley se giró, y vio, a su lado, su cantimplora, su alimento concentrado, sus herramientas, su radio y su linguasceno.

—Te preguntaba si te sentías bien —dijo Huascl.

—Desde luego, muy bien —mascullo Bentley, llevándose una mano a la cabeza—. Bueno, acabemos de una vez.

—¿Cómo?

—Vais a matarme, ¿no? Bueno, no hagamos de ello una película.

—Pero si nosotros no pretendemos destruirte a ti —dijo Huascl—. Sabemos que tú eres bueno. ¡Nosotros perseguíamos al diablo!

—¿Eh? —dijo Bentley sin comprender.

—¡Vamos, ven!

Los doctores en espíritus ayudaron a Bentley a levantarse. Fuera, rodeada por las llamas, estaba la gran esfera negra y brillante del Protector.

—Tú no lo sabías, claro —dijo Huascl—. Pero tenías un demonio subido a la espalda.

—¡Eh! —balbució Bentley.

—Sí, es cierto. Nosotros intentábamos librarte de él con le purificación, pero era demasiado fuerte. Tuvimos que obligarte, hermano, a enfrentarte a ese demonio y arrojarlo de tu espalda. Sabíamos que lo conseguirías, y lo conseguiste.

—Ya entiendo —dijo Bentley—. Un demonio en mi espalda. Sí, creo que tienes razón.

El Protector había sido para ellos exactamente eso: una pesada e informe carga sobre sus hombros, que generaba una negra esfera siempre que ellos intentaban purificarle. ¿Qué podía hacer un pueblo religioso sino intentar liberarle de sus garras?

Vio que varias mujeres del pueblo se acercaban con cestos de comida y la arrojaban al fuego frente a la esfera. Miró interrogativamente a Huascl.

—Estamos propiciándolo —dijo Huascl—, pues es un demonio muy fuerte sin duda capaz de hacer milagros. Nuestro pueblo se siente muy orgulloso de tener cautivo a un demonio así.

Se acercó a ellos un doctor en espíritus de un pueblo vecino.

—¿Hay más demonios como este en tu país? —dijo—. ¿Podrías traernos uno para el culto?

Se acercaron otros doctores en espíritus. Bentley asintió con un gesto.

—Podría arreglarse —dijo.

Y se dio cuenta de que había comenzado el comercio Tierra-Tels. Y que se había descubierto también una aplicación útil del Protector del profesor Sliggert.