LA TRAMPA

Trap, 1956

Samish, necesito ayuda. La situación es potencialmente peligrosa, así que ven enseguida.

Se ve que tenías razón, Samish, viejo amigo. No debería haber confiado en un terráqueo. Son una raza torpe, ignorante e irresponsable, como siempre has dicho tú.

Y además tampoco son tan estúpidos como parecen. Estoy empezando a creer que la delicadeza de los tentáculos no es la única medida de inteligencia.

¡Qué lamentable embrollo, Samish! Y el plan parecía tan perfecto…

Ed Dailey vio un brillo metálico junto a la puerta de la cabaña, pero estaba aún demasiado soñoliento para investigar.

Se había despertado poco después del amanecer y se había asomado para ver qué tiempo hacía. El panorama no resultaba muy prometedor. Durante la noche había llovido mucho y goteaba el agua de las hojas y ramas del bosque próximo. Su ranchera estaba toda mojada y la carretera que conducía ladera arriba tenía por lo menos treinta centímetros de barro.

Su amigo Thurston se aproximó a la puerta en pijama, con la cara soñolienta y de una placidez búdica.

—Siempre llueve el primer día de vacaciones —comentó—. Es una norma de la naturaleza.

—Puede resultar un día bueno para las truchas —dijo Dailey.

—Pudiera ser. Pero es un día mejor para encender un buen fuego en la chimenea y beber ron caliente.

Durante once años, habían salido juntos en sus breves vacaciones de otoño, pero por razones distintas. Dailey profesaba un amor romántico al equipo. Los dependientes de las tiendas de deportes de Nueva York le colgaban de los anchos y erguidos hombros costosas zamarras de piel, como las que debía llevar uno para seguir la pista al abominable hombre de las nieves por las alturas del Tibet. Le vendían ingeniosas estufitas capaces de funcionar hasta con huracán y extraños cuchillos curvados del mejor acero sueco.

A Dailey le encantaba sentir el peso de la cantimplora en el costado y el del rifle de azulado cañón de acero sobre el hombro. Pero la cantimplora contenía normalmente ron, y el rifle sólo lo usaba para hacer puntería en latas. Pese a sus sueños, Dailey era un hombre pacífico, que no profesaba ninguna animosidad a aves ni animales.

Su amigo Thurston estaba demasiado gordo y tenía poco cuello, por lo cual aligeraba al máximo su equipaje y elegía las armas de menor tamaño. A la segunda semana, conseguía normalmente conducir la cacería hacia Lago Plácido, hacia los bares y albergues que eran su verdadero medio. Allí, con gran habilidad y experiencia, cazaba tranquilamente entre los grupos de muchachas de vacaciones en vez de cazar osos pardos, osos negros o ciervos.

Este suave ejercicio resultaba muy adecuado para aquellos dos prósperos y pacíficos hombres de negocios que se aproximaban ya a la cincuentena, y que regresaban a la ciudad curtidos y frescos, con nuevos ánimos y renovada tolerancia hacia sus mujeres.

—Tienes razón —dijo Dailey—. ¿Qué es eso? —había advertido un brillo metálico junto a la cabaña. Thruston se aproximó y movió el objeto con el pie.

—Tiene un aspecto extraño.

Dailey apartó la hierba y vio una caja cuadrada de un metro veinte de lado, construida con planchas de metal y articulada en la parte superior. En una de las planchas había escrita con letra brillante una sola palabra: TRAMPA.

—¿Dónde compraste eso? —preguntó Thurston.

—No lo compré. —Dailey localizó una tarjeta de plástico que estaba atada a una de las planchas metálicas. La soltó y leyó: «Querido amigo, este es un modelo de TRAMPA nuevo y revolucionario. Para difundir esta trampa entre el público, le damos este modelo absolutamente gratis. Comprobará que se trata de un instrumento útil y valiosísimo para la captura de caza menor siempre que siga usted exactamente las instrucciones que verá al dorso. ¡Buena suerte y buena caza!».

—Esto es de lo más extraño —dijo Dailes—. ¿Crees que lo habrán dejado aquí durante la noche?

—¿Qué más da? —dijo Thurston encogiéndose de hombros—. Mi estómago protesta. Hagamos el desayuno.

—¿Es que no te interesa esto?

—No especialmente. No es más que un aparato como los demás. Puedes conseguir cientos iguales. Aquella trampa de osos de Abercrombie y Fitch. El cuerno de jaguar de Battler’s. El señuelo para cocodrilos de…

—Yo nunca he visto una trampa como esta —musitó Dailey—. Y una publicidad muy inteligente, el dejarla aquí.

—Ya te la cobrarán —dijo cínicamente Thurston—. Yo voy a hacer el desayuno. Tú lavaras los platos.

Entró en la cabaña mientras Dailey leía las instrucciones del dorso de la tarjeta.

«Lleve la TRAMPA a un claro y fíjela a un árbol adecuado con la cadena adjunta. Apriete el Botón Uno situado en la base. Esto pone en marcha la TRAMPA. Espere cinco segundos y apriete el Botón Dos. Esto activa la TRAMPA. Y no necesita hacer nada más hasta que se haya efectuado una Captura. Luego apriete el Botón Tres para desactivar y abrir la TRAMPA. Y saque la Pieza.

¡Advertencia! Mantenga la TRAMPA cerrada salvo cuando saque la PIEZA. No es necesario que se abra nada para que la PIEZA entre, pues la TRAMPA funciona según el principio de Sección Osmótica e introduce a la PRESA directamente en su interior».

—¡Qué no inventarán! —exclamó admirado Dailey.

—El desayuno está listo —llamó Thurston.

—Primero ayúdame a colocar la trampa.

Thurston se había puesto unos bermudas y una camisa deportiva. Se acercó y echó una indecisa mirada a la trampa.

—¿Crees realmente que debemos utilizar esto?

—Desde luego. Puede que capturemos una zorra.

—¿Y qué demonios íbamos a hacer tú y yo con una zorra? —preguntó Thurston.

—Volver a soltarla —contestó Dailey—. Lo divertido es capturarla. Ven, ayúdame a levantar esto.

La trampa era sorprendentemente pesada. La arrastraron entre los dos hasta unos cincuenta metros de la cabaña y ataron la cadena a un pino joven. Dailey apretó el primer botón y la trampa brilló suavemente.

Thurston retrocedió inquieto.

Cinco segundos después Dailey apretó el segundo botón. El bosque goteaba y las ardillas chillaban en las copas de los árboles y los matorrales ronroneaban agitados por el viento. La trampa seguía allí inmóvil junto al árbol; su estructura metálica brillaba débilmente.

—Vamos —dijo Thurston—. Los huevos ya se habrán quedado fríos.

Dailey le siguió a la cabaña, mirando la trampa por encima del hombro. Quedaba allí en el bosque, silenciosa y acechante.

Samish, ¿dónde estás? Te necesito cada vez más. Aunque pueda parecer increíble, mi pequeño planetoide está desintegrándose ante mis propios ojos. Tú eres mi amigo más antiguo, Samish, el compañero de mi juventud, y eres además amigo de Fregl. Cuento contigo. No tardes.

Te he transmitido ya el principio de mi historia. Los terrícolas aceptaron la trampa como una trampa nada más, y empezaron a utilizarla inmediatamente, sin tener idea de las posibles consecuencias. Yo ya contaba con esto. Es bien conocida la fantástica curiosidad de las especies terrícolas.

Durante este período, mi esposa reptaba alegremente por el planetoide, redecorando nuestra madriguera y disfrutando del cambio de la vida urbana. Todo iba muy bien.

Durante el desayuno Thurston explicó con pedante prolijidad de detalles por qué no podía funcionar una trampa a menos que tuviese una abertura por donde pudiese entrar la pieza. Dailey se sonrió y habló de sección osmótica. Thurston insistía en que jamás había oído hablar de tal cosa. Después de lavar y secar los platos, salieron a ver la trampa.

—¡Mira! —gritó Dailey.

En la trampa había algo; tenía aproximadamente el tamaño de un conejo, pero era de color verde brillante. Sus ojos se extendían sobre unos pedúnculos y tenía pinzas semejantes a las de las langostas.

—Se acabó el ron antes del desayuno —dijo Thurston—. A partir de mañana. Dame la cantimplora.

Dailey se la dio y Thurston se administró dos generosos tragos. Luego contempló otra vez la criatura atrapada y exclamó:

—¡Brrrrr!

—Creo que es una especie desconocida —dijo Dailey.

—Es una especie de pensadilla. ¿Por qué no nos vamos ahora mismo a Lago Plácido y olvidamos todo esto?

—Porque no. Nunca he visto una cosa así en mis libros de zoología. Quizás sea una especie totalmente desconocida por los científicos. ¿Dónde lo meteremos?

¿Meterlo?

—Claro, no podemos dejarlo en la trampa. Tenemos que hacerle una jaula y luego averiguar qué come.

La cara de Thurston perdió parte de su habitual serenidad.

—Oye, Ed, no estoy dispuesto a compartir mis vacaciones con un bicho como este. Probablemente sea venenoso. Y estoy seguro de que es un animal sucio. —Carraspeó y luego concluyó—: Hay algo antinatural en esa trampa. Es… ¡inhumana!

Dailey rio entre dientes.

—Estoy seguro de que dijeron lo mismo del primer coche de Ford y de la lámpara incandescente de Edison. Esta trampa no es más que otro ejemplo del progreso de la técnica norteamericana.

—Yo soy partidario del progreso —dijo con firmeza Thurston—, pero en otras direcciones. ¿No podríamos simplemente…?

Observó la expresión de su amigo y dejó de hablar. Dailey tenía una expresión parecida a la que debía tener Cortés cuando se aproximaba a la cima de un pico de Darien.

—Sí —dijo Dailey tras unos instantes—. Creo que sí.

—¿Qué?

—Te lo diré más tarde. Primero construyamos una jaula y preparemos de nuevo la trampa. Thurston lanzó un gruñido, pero le siguió.

¿Por qué no has venido aún, Samish? ¿Acaso no comprendes la gravedad de mi situación? ¿No te he explicado claramente hasta qué punto dependo de ti? ¡Piensa en tu viejo amigo! Piensa en Fregl, la de la hermosa piel, por la que me veo en este embrollo. Ponte en comunicación conmigo, al menos.

Los terráqueos utilizaron la trampa, que, por supuesto, no era una trampa, sino un transmisor de materia. Yo tenía el otro extremo conectado en el planetoide. Y coloqué en él tres animalitos que encontré en el huerto. Los terráqueos fueron sacándolos uno a uno del transmisor, Dios sabe con qué objeto. Cualquiera sabe lo que piensa un terráqueo.

Después de pasar por el trasmisor el tercer animal y ver que no regresaba, comprendí que todo estaba listo.

Así que me dispuse a hacer el cuarto y último envío, el más importante, para el que los otros habían sido una preparación.

Estaban en el cobertizo anexo a la cabaña. Thurston miraba con desagrado las tres jaulas construidas con red antimosquitos. Dentro de cada jaula había un animal.

—Caramba —dijo Thurston—. Cómo huelen.

En la primera jaula estaba la primera captura, aquella criatura de extraños ojos y pinzas de langosta. Junto a ella había un pájaro con tres series de alas escalonadas. Finalmente, algo que parecía una serpiente, pero con una cabeza en cada extremo.

Dentro de las jaulas había también cuencos con leche, platos con carnes picada, verdura, hierbas, corteza de árbol… todo intacto.

—No quieren comer nada —dijo Dailey.

—Evidentemente están enfermos —le dijo Thurston—. Probablemente sean portadores de gérmenes. ¿Por qué no nos libramos de ellos, Ed?

Dailey miró fijamente a su amigo.

—Tom, ¿nunca has deseado ser famoso?

—¿Qué?

—Ser famoso. Saber que tu nombre perdurará siglos.

—Yo soy un hombre de negocios —dijo Thurston—. Nunca consideré esa posibilidad.

—¿Nunca?

Thurston sonrió estúpidamente.

—Bueno, ¿quién no ha soñado con eso? ¿Qué es lo que te propones?

—Estos animales —dijo Dailey— son únicos. Los entregaremos a un museo.

—¿Y? —dijo Thurston con interés.

—La exposición Dailey-Thurston de animales hasta ahora desconocidos.

—Podrían dar nuestro nombre a la especie —dijo Thurston—. Después de todo, los descubrimos nosotros.

—¡Claro que lo harían! Nuestros nombres estarían a la altura de los de Livingstone, Audubon y Teddy Roosevelt.

—Vaya —dijo Thurston, caviloso—. Creo que el lugar adecuado sería el Museo de Historia Natural. Estoy seguro de que organizarían una exposición…

—No pienso únicamente en una exposición —dijo Dailey—. Yo pienso en toda un ala del museo… el Ala Dailey Thurston.

Thurston miró a su amigo desconcertado. Había en Dailey profundidades que nunca había imaginado.

—Pero, Ed, sólo tenemos tres. No podemos llenar un ala con tres ejemplares.

—Tiene que haber más en el sitio de donde salieron estos. Examinemos la trampa.

Esta vez la trampa contenía un animal de casi un metro de altura, con una cabecita verde y cola en horquilla. Tenía por lo menos una docena de gruesos cilios, que se agitaban furiosamente.

—Los otros eran tranquilos —dijo Thurston con aprensión—. Puede que este sea peligroso.

—Lo cogeremos con una red —contestó decidido Dailey—. Y luego me pondré en contacto con el museo.

Tras considerable trabajo, consiguieron trasladar el animal a una jaula. Pusieron otra vez la trampa en funcionamiento, y Dailey envió el siguiente telegrama al Museo de Historia Natural:

HEMOS DESCUBIERTO POR LO MENOS CUATRO ANIMALES QUE SOSPECHAMOS PERTENECEN A ESPECIES DESCONOCIDAS STOP DISPONGAN ESPACIO PARA UNA EXPOSICIÓN STOP DEBEN ENVIAR UN ESPECIALISTA INMEDIATAMENTE.

Luego, ante la insistencia de Thurston, añadió referencias sobre su respetabilidad para que no los tomasen por locos.

Aquella tarde, Dailey explicó su teoría a Thurston. Estaba seguro de que existía una bolsa primigenia aislada en aquella zona de los Adirondacks. En ella había animales que habían logrado sobrevivir desde la época prehistórica. Nunca habían sido capturados porque, debido a su gran antigüedad, poseían un alto grado de experiencia y eran sumamente cautelosos. Pero la trampa, que operaba en base al nuevo principio de la sección osmótica, era algo frente a lo que carecían de experiencia.

—Pero los Adirondacks han sido muy bien explorados —objetó Thurston.

—Al parecer no tan bien —dijo Dailey, con lógica irrefutable. Luego, volvieron a la trampa. Estaba vacía.

Apenas si puedo oírte, Samish. Eleva el volumen, por favor. O mejor aún, ven aquí en persona. ¿Qué utilidad tiene que contactes conmigo? La situación es cada vez más desesperada.

¿Qué quieres, Samish? ¿El resto de la historia.? Es bastante obvio. Después del enviar a los tres animales por el transmisor, supe que todo estaba preparado. Era el momento de hablar con mi mujer. En consecuencia, le pedí que entrase en el huerto conmigo. Estaba muy alegre. Dime, querido, ¿hay algo que te haya preocupado últimamente?

Hum, dije yo.

¿Acaso estabas disgustado conmigo?, me preguntó.

No, cielo mío, dije. Tú has hecho todo lo que has podido. Pero resulta que no es suficiente. Voy a unirme a una nueva compañera.

Se quedó inmóvil, con los cilios ondeando de desconcierto. Luego exclamó:

¡Fregl!

Sí, contesté, la gloriosa Fregl ha consentido compartir mi madriguera.

Pero, ¿acaso olvidas que estamos unidos para toda la vida?

No lo olvido. Es una lástima que insistas en ese formulismo. Y con un hábil empujón la metí en el transmisor de materia.

Tenías que haber visto su expresión, Samish. Sus cilios se erizaron, lanzó un chillido y desapareció.

¡Al fin estaba libre! ¡Había sido algo desagradable, pero estaba libre! ¡Libre para unirme a la espléndida Fregl!

Ahora podrás comprender ya la absoluta perfección de mi plan. Era necesario asegurarse la cooperación de los terráqueos, pues los transmisores de materia deben manipularse por ambos extremos. Yo lo había enmascarado como una trampa porque los terrícolas se lo creen todo. Y como baza final, les envié a mi mujer.

¡Qué intenten ellos vivir con ella! ¡Yo nunca pude!

Un plan perfecto, absolutamente perfecto. El cuerpo de mi mujer nunca volvería, porque los codiciosos terráqueos lo guardan todo. Nadie podría probar nada nunca. Y entonces, Samish, entonces…

El aire de rústica serenidad de la cabaña había desaparecido. Huellas de neumáticos se entrecruzaban por toda la cenagosa carretera. El suelo estaba lleno de paquetes de cigarrillos vacíos, envolturas de caramelos y papeles. Pero, después de unas agitadas horas, todos se habían ido. Sólo quedaba tras ellos como un gusto amargo.

Dailey y Thurston estaban ante la trampa vacía, contemplándola con desesperanza.

—¿Qué crees que le ha pasado? —preguntó Dailey, dándole un puntapié.

—Puede que no haya más que capturar —sugirió Thurston.

—Tiene que haberlo. ¿Por qué habría de capturar cuatro animales totalmente desconocidos y luego ninguno más? —se arrodilló junto a la trampa y añadió con amargura—: ¡Esos estúpidos del museo! ¡Y esos periodistas!

—En parte —dijo prudentemente Thurston—, no puedes echarles la culpa…

—¿No puedo? ¡Acusándome de falsificación! ¿Pero no les oíste, Tom? ¡Me preguntaron cómo había hecho los injertos!

—Fue una lástima que los animales hubiesen muerto todos cuando llegaron los del museo —dijo Thurston—. Eso hizo que recelaran.

—Esos animales estúpidos no querían comer nada. ¿Tengo yo la culpa de eso? Y aquellos periodistas… realmente, imaginaba que los periódicos de la ciudad contratarían periodistas más inteligentes.

—No deberías haberles prometido capturar más animales —dijo Thurston—. Empezaron a sospechar que era un fraude al ver que la trampa no capturaba ninguno más.

—¿Cómo no iba a prometerlo? ¿Quién iba a sospechar que no aparecerían más animales en la trampa después de esa cuarta captura? ¿Y por qué tuvieron que reírse cuando les hablé del sistema de capturar por sección osmótica?

—Nunca habían oído hablar de eso —contestó cansinamente Thurston—. Nadie ha oído hablar de eso. Vayámonos a Lago Plácido y olvidemos todo el asunto.

—¡No! Este cachivache tiene que funcionar otra vez. ¡Debe hacerlo!

Dailey puso en marcha la trampa, la activó y la contempló durante varios segundos. Luego abrió la tapa articulada.

Dailey metió la mano en la trampa y lanzó un grito.

—¡Mi mano! ¡Ha desaparecido! Retrocedió de un salto.

—No, no ha desaparecido —le aseguró Thurston. Dailey examinó ambas manos. Se las frotó e insistió:

—Mi mano desapareció dentro de esa trampa.

—Vamos, vamos —dijo suavemente Thurston—. Un pequeño descanso en Lago Plácido te dejará como nuevo…

Dailey se aproximó a la trampa e introdujo en ella su mano. Desapareció. Siguió introduciéndose por la abertura y vio que su brazo se desvanecía hasta el hombro. Miró a Thurston con una sonrisa de triunfo.

—Ahora veo cómo funciona —dijo—. ¡Esos animales no venían, ni mucho menos, de los Adirondacks!

—¿De dónde venían?

—¡Del lugar en el que está mi mano! Me llaman mentiroso: pues muy bien, ¡les haré una demostración!

—¡Ed! ¡No lo hagas! ¡No sabes lo que…!

Pero Dailey había empezado ya a entrar en la trampa, los pies por delante. Desaparecieron sus pies. Lentamente fue introduciendo su cuerpo hasta que sólo fue visible su cabeza.

—Deséame suerte —dijo.

—¡Ed!

Dailey se tapó la nariz y se sumergió, desapareciendo.

¡Samish, si no vienes inmediatamente, será demasiado tarde! No puedo seguir transmitiendo. Ese enorme terráqueo ha destrozado por completo mi pequeño planetoide. Ha metido todas las cosas, vivas y muertas, en el transmisor. Mi casa está en ruinas.

¡Y ahora está hurgando en mi madriguera! Samish, este monstruo pretende capturarme como si fuese un espécimen. ¡No hay tiempo que perder!

Samish, tú, mi viejo amigo…

¿Qué, Samish? ¿Qué dices? ¡Eso es imposible! ¿Tú y Fregl? ¡Piénsalo bien, amigo mío, recuerda nuestra amistad!