TODAS LAS COSAS QUE SOIS

All the Things You Are, 1956

Hay normas para el gobierno de las naves espaciales Primer Contacto, normas extraídas de la desesperación y seguidas con desesperación, pues ¿qué norma puede predecir el efecto de una acción cualquiera sobre la mentalidad de un pueblo alienígena?

Jan Maarten cavilaba melancólicamente sobre esto mientras penetraba en la atmósfera de Durell IV. Era un hombre corpulento, de mediana edad, pelo rubio ceniza y lacio y rostro redondeado y preocupado. Tiempo atrás, había concluido que era mejor tener cualquier norma que no tener ninguna. En consecuencia, seguía la suya meticulosamente, pero con una permanente sensación de incertidumbre y de debilidad humana.

Eran estas las cualificaciones ideales para desempeñar la tarea de Primer Contactador.

Orbitó el planeta, lo suficientemente cerca para poder observar, pero no demasiado bajo, pues no quería asustar a sus habitantes. Percibió indicios de una civilización pastoral-primitiva e intentó recordar todo lo que había aprendido en el Volumen 4, Técnicas proyectadas para primer contacto en mundos de los llamados pastorales-primitivos, publicado por el Departamento de Psicología Alienígena. Luego condujo la nave hasta una llanura rocosa cubierta de hierba, junto a un pueblo típico de tamaño medio, pero no demasiado cerca, utilizando la técnica de aterrizaje silencioso.

—Magnífico —comentó Croswell, su ayudante, que era demasiado joven para preocuparse por imprevistos. Chedka, el lingüista eboriano, nada dijo. Dormía, como siempre.

Maarten gruñó algo y fue a la parte trasera de la nave a hacer sus comprobaciones. Croswell ocupó su puesto en la pantalla de observación.

—Ahí vienen —informó Croswell media hora después—. Son como una docena, claramente humanoides.

De más cerca, ya vio que los nativos de Durell tenían un color blanco y mortecino y rostro inexpresivo. Croswell vaciló, pero añadió luego:

—No son demasiado guapos.

—¿Y qué es lo que hacen? —preguntó Maarten.

—Sólo nos miran —contestó Croswell. Era un hombre joven y esbelto con un bigote insólitamente grande y lustroso que se había dejado crecer en el largo viaje desde la Tierra. Se lo retorció con el orgullo del hombre que ha sido capaz de conseguir un bigote realmente bueno.

—Ahora están a unos veinte metros de la nave —informó Croswell. Se inclinó hacia adelante, aplastando cómicamente la nariz contra la escotilla, que tenía un cristal de visión única.

Croswell podía ver el exterior, pero nadie podía ver el interior de la nave desde fuera. El Departamento de Psicología Alienígena había instituido este cambio hacía un año, después de que una nave del mismo estableció primer contacto en Carella II. Los carelianos habían contemplado el interior de la nave, y, alarmados por algo que vieron dentro, habían huido. El Departamento aún no sabía lo que les había alarmado, pues no se había podido establecer un segundo contacto fructífero.

Aquel error no se repetiría.

—¿Ahora qué? —preguntó Maarten.

—Uno de ellos se adelanta solo. Quizás sea el jefe. O quizás ofrezcan un sacrificio.

—¿Qué ropa lleva?

—Lleva… una especie de… ¿No te importaría venir aquí y verlo tú mismo?

Maarten, en su panel de instrumentos, había estado montando un cuadro esquemático de Durell. El planeta tenía atmósfera respirable, un clima regular y una gravedad comparable a la de la Tierra. Había en él valiosos yacimientos de metales raros y radiactivos. Y además, no había, a juzgar por los datos, microorganismos virulentos ni vapores ponzoñosos que pudiesen hacer angustiosamente breve la vida de un contactador.

Durell sería sin duda un valioso vecino para la Tierra, si los nativos se mostraban cordiales… y los contactadores hábiles.

Maarten se acercó a la escotilla de observación y estudió a los nativos.

—Llevan ropa color pastel. Tendremos que vestirnos del mismo color.

—De acuerdo —dijo Croswell.

—Van desarmados. Debemos salir desarmados.

—Muy bien.

—Llevan sandalias. Debemos llevar sandalias también.

—Oír es obedecer.

—Veo que no tienen vello en la cara —dijo Maarten con una aviesa sonrisa—. Lo siento, Ed, pero ese bigote…

—¡Mi bigote no! —gritó Croswell, protegiéndoselo rápidamente con una mano.

—Me temo que sí.

—Pero, Jan, ¡he estado seis meses cuidándolo!

—Tiene que desaparecer. Sabes que no hay más salida.

—No veo por qué —dijo Croswell indignado.

—Porque las primeras impresiones son vitales. Después de una primera impresión desfavorable, los contactos son difíciles, a veces imposibles. Dado que no sabemos nada sobre esa gente, nuestra vía más segura es el ajustamos a ellos. Intentar parecer como ellos, vestir con colores que les resulten agradables, o al menos aceptables, imitar sus gestos, introducirnos en su estructura de aceptación en la medida en que podamos…

—Está bien, está bien —dijo Croswell—. Supongo que podré dejármelo otra vez a la vuelta.

Se miraron; luego ambos rompieron a reír. Croswell había perdido así tres bigotes.

Mientras Croswell se afeitaba, Maarten despertó a su lingüista. Chedka era un humanoide lemuroide de Eboria IV, uno de los pocos planetas con los que la Tierra mantenía relaciones fructíferas. Los eborianos eran lingüistas natos, ayudados por el tipo de capacidad asociativa ligado a las minucias que suministran las palabras en la conversación… Sólo los eborianos acertaban siempre. Habían recorrido una porción considerable de la galaxia en su época, y podrían haberse hecho un sitio holgado en ella de no ser porque necesitaban dormir veinte horas de cada veinticuatro.

Croswell terminó de afeitarse y se puso un sobretodo verde pálido y sandalias. Los tres pasaron por el desgermificador. Maarten hizo una profunda inspiración, pronunció una oración en voz baja y abrió la escotilla.

Del grupo de durellanos se elevó un suspiro apagado, aunque el jefe —o sacrificador— guardó silencio. Eran realmente humanoides, si se prescindía de su palidez y de la suave blandura bovina de sus rasgos; rasgos en los que Maarten no era capaz de leer expresión alguna.

—No hacen ningún gesto facial —advirtió Maarten a Croswell.

Avanzaron lentamente hasta situarse a unos tres metros del durellano que se había adelantado. Entonces Maarten dijo en voz baja:

—Venimos en paz.

Chedka tradujo, luego escuchó la respuesta, tan suave que resultaba casi indescifrable.

—El jefe da bienvenida —informó Chedka en su terráqueo telegráfico.

—Bien, bien —dijo Maarten. Avanzó unos pasos más y comenzó a hablar, deteniéndose de cuando en cuando para permitir la traducción. Afanosamente, y con convicción extrema, entonó el Discurso Primario BB-32 (para alienígenas humanoides, pastorales-primitivos no primariamente agresivos).

Incluso Croswell, al que pocas cosas impresionaban, hubo de admitir que era un magnífico discurso. Maarten dijo que venían de muy lejos, de la Gran Nada, para entablar relaciones amistosas con la buena gente de Durell. Habló de la verde y distante Tierra, tan parecida a aquel planeta, y de los humildes y cordiales terrícolas que les extendían una mano de amigo. Habló del gran espíritu de paz y cooperación que emanaba de la Tierra, de amistad universal y de otras cosas excelentes.

Cuando concluyó, hubo un largo silencio.

—¿Lo entendió todo? —susurró Maarten a Chedka.

El eboriano asintió con un gesto, esperando la respuesta del jefe. Maarten sudaba, a consecuencia del ejercicio, y Croswell no podía dejar de manosear nerviosamente su labio superior recién afeitado.

El jefe abrió la boca, lanzó una especie de estertor, dio una pequeña media vuelta y cayó al suelo desmayado.

Fue un momento embarazoso para el que no se había previsto en teoría ninguna solución concreta.

El jefe no se incorporó; al parecer, no se trataba de una caída ceremonial. En realidad, parecía respirar trabajosamente, como un hombre en coma.

Dadas las circunstancias, el equipo de contacto no podía sino retirarse a la nave y esperar la evolución de los acontecimientos.

Media hora después, un nativo se aproximó a la nave y conversó con Chedka, sin dejar de observar ceñudo a los terrícolas, y partió inmediatamente.

—¿Qué dijo? —preguntó Croswell.

—El jefe Moren pide disculpas por su desmayo —les dijo Chedka—. Dice que fue una incorrección inexcusable.

—¡Vaya! —exclamó Maarten—. Ese desmayo puede ayudarnos, después de todo; se sentirá obligado a compensar su «incorrección». Siempre que fuese un hecho fortuito, no relacionado con nosotros…

—No —dijo Chedka.

—¿No, qué?

—Está relacionado —dijo el eboriano, enroscándose y disponiéndose a dormir.

Maarten despertó al pequeño lingüista.

—¿Qué más dijo el jefe? ¿Qué relación tiene su desmayo con nosotros? Chedka bostezó ampliamente.

—El jefe estaba muy embarazado. Aguantó vuestro aliento mientras pudo, pero el olor…

—¿Mi aliento? —preguntó Maarten—. ¿Le hizo desmayarse mi aliento?

Chedka asintió, lanzó una inesperada risilla y se echó a dormir de nuevo.

Llegó el atardecer y el largo y mortecino crepúsculo de Durell se fundió imperceptiblemente en noche. En el pueblo, brillaron los fuegos de la cena a través del bosque que lo rodeaba, y luego fueron extinguiéndose uno a uno. En la nave espacial, las luces brillaron hasta el alba. Y cuando salió el sol, Chedka dejó la nave y fue en misión hacia el pueblo. Croswell cavilaba ante su café matutino, mientras Maarten hurgaba en el baúl de medicamentos de la nave.

—Es un incidente de escasa importancia —decía animoso Croswell—. Estas cosillas son inevitables. Recuerdas aquella vez en Dingoforeaba VI

—Por cosas sin importancia como esta se cierran para siempre los planetas —dijo Maarten.

—Pero cómo puede uno imaginar…

—Yo debería haberlo previsto —masculló enfadado Maarten—. ¡Resulta que nuestro aliento no ha resultado ofensivo en ninguna parte y va a resultarlo aquí!

Alzó triunfante un frasco de pastillas color rosa.

—Absolutamente garantizadas para neutralizar cualquier aliento, incluso el de una hiena.

—Hay que tomar un par de ellas. Croswell aceptó las pastillas.

—¿Ahora qué?

—Ahora esperaremos hasta que… ¡aj! ¿Qué dijo? Chedka se deslizó por la escotilla de entrada, frotándose los ojos.

—El jefe se disculpa por su desmayo.

—Eso ya lo sabemos. ¿Qué más?

—Os da la bienvenida al pueblo de Lannit. Considera que este incidente no debe alterar el curso de las buenas relaciones entre dos pueblos corteses y amigos de la paz.

Maarten suspiró con alivio. Carraspeó y preguntó vacilante:

—¿Le dijiste que… que ya no nos olería el aliento?

—Le aseguré que se corregiría —dijo Chedka—, aunque a nunca me molestó.

—Bien, bien. Iremos ahora mismo al pueblo. ¿Quieres tomar tú una de estas pildoras?

—A mi aliento no le pasa nada —dijo el eboriano con satisfacción. Salieron inmediatamente hacia el pueblo de Lannit.

Cuando uno trata con un pueblo pastoral-primitivo, busca gestos simples pero de gran simbolismo, pues es lo que ellos entienden mejor. ¡Imágenes! ¡Paralelismos claros y definidos! ¡Pocas palabras y muchos gestos! Esas eran las normas en el trato con pastorales-primitivos.

Cuando Maarten se aproximaba al pueblo, vio ante sí una ceremonia muy natural y de gran contenido simbólico. Los nativos le esperaban en su pueblo, que se alzaba en el claro de un bosque. Separaba el bosque del pueblo el lecho seco de un arroyo, que cruzaba un puentecito de piedra.

Maarten avanzó hasta el centro del puente y se detuvo contemplando con gesto cordial a los durellanos. De pronto, vio que varios de ellos se estremecían y daban la vuelta alejándose, y suavizó su expresión, recordando sus normas sobre gestos faciales. Se detuvo durante un largo instante.

—¿Qué pasa? —preguntó Croswell, parándose frente al puente. En voz muy alta, Maarten gritó:

—Que este puente simbolice el lazo que se establece, ahora y para siempre, entre este bello planeta y… —Croswell hizo una señal de advertencia, pero Maarten no percibió nada anormal. Miró a los habitantes del pueblo; no habían hecho movimiento alguno.

—¡Sal de ese puente! —gritó Croswell. Pero antes de que pudiese moverse, toda la estructura se derrumbó bajo él y cayó en el arroyo seco.

—Es lo más extraño que he visto en mi vida —dijo Croswell ayudándole a levantarse—. En cuanto alzaste la voz, las piedras empezaron a pulverizarse. Vibración simpática, supongo.

Maarten comprendió entonces por qué los durellanos hablaban en susurros. Se levantó trabajosamente, luego lanzó un gemido y se sentó otra vez.

—¿Qué te pasa? —preguntó Croswell.

—Parece ser que me he roto un tobillo —dijo quejumbrosamente Maarten.

Llegó el jefe Moren, seguido de unos veinte hombres, hizo un breve discurso y regaló a Maarten un bastón de madera negra pulida y tallada.

—Gracias —murmuró Maarten, levantándose y apoyándose afanosamente en el bastón.

—¿Qué dijo? —preguntó a Chedka.

—El jefe dijo que el puente tenía solo cien años y que estaba en buen estado —tradujo Chedka—. Pide disculpas porque sus antepasados no lo hubiesen construido mejor.

—Vaya —dijo Maarten.

—Y el jefe dice que probablemente seas un hombre desafortunado.

Quizás tenga razón, pensó Maarten. O quizás todos los terrícolas fuesen una raza torpe. Pese a sus buenas intenciones, en pueblo tras pueblo y en planeta tras planeta despertaban miedo, odio, envidia… principalmente por una primera impresión desfavorable.

Aun así, en aquel planeta parecía haber una buena posibilidad de entendimiento. ¿Qué otro problema podría plantearse?

Maarten forzó una sonrisa, luego la borró rápidamente y, cojeando, caminó hacia el pueblo al lado de Moreri.

Tecnológicamente, la civilización durellana era de un orden inferior. Hacía un uso limitado de la rueda y la palanca, pero sus conocimientos mecánicos eran muy rudimentarios. Había pruebas de un conocimiento tosco de la geometría plana y de una idea relativa de astronomía.

Sin embargo, desde el punto de vista artístico, los dure-llanos habían alcanzado una sorprendente perfección, especialmente en el tallado de madera. Incluso las cabañas más simples tenían bajorrelieves concebidos y ejecuta dos con gran perfección y belleza.

—¿Crees que podríamos hacer algunas fotografías? —preguntó Croswell.

—No veo razón para no hacerlas —dijo Maarten Acá ricio amorosamente un extenso panel, tallado, de la misma madera negra que su bastón. El acabado era tan suave al tacto como piel.

El jefe dio su aprobación, y Croswell sacó fotografías de una casa durellana, de un mercado y de un templo.

Maarten daba vueltas por allí, acariciando suavemente los intrincados bajorrelieves, hablando con algunos de los nativos por intermedio de Chedka, y analizando sus impresiones.

Los durellanos, a criterio de Maarten, eran muy inteligentes y tenían una capacidad potencial comparable a la del homo sapiens. Su carencia de una tecnología definida se debía más a una cooperación con la naturaleza que a un fallo de su sistema. Parecían gentes amantes de la paz y no agresivas por naturaleza, valiosos vecinos para una Tierra que, después de centurias de confusión, caminaba hacia un objetivo similar.

Esta sería la base de su informe al Segundo Equipo de Contacto. Y esperaba poder añadir: Todo parece indicar que se ha dejado una impresión favorable de la Tierra. No hay que prever dificultades excepcionales.

Chedka había estado hablando afanosamente con el jefe Moreri. Ahora, pareciendo algo más despierto de lo habitual, se acercó a Maarten y conferenció con él en voz muy baja. Maarten asintió, manteniendo la cara inexpresiva, y se acercó a Croswell, que sacaba sus últimas fotografías.

—¿Todo listo para el gran espectáculo? —preguntó Maarten.

—¿Qué espectáculo?

—Moreri da una fiesta en nuestro honor esta noche —dijo Maarten—. Es una gran fiesta. Una fiesta muy importante. Un gesto definitivo de amistad y bienvenida y todo eso.

Aunque su tono era de indiferencia, había en sus ojos un profundo brillo de satisfacción. La reacción de Croswell fue más inmediata.

—¡Entonces lo hemos conseguido! ¡El contacto es fructífero!

A su espalda, dos nativos se estremecieron ante la potencia de su voz y se alejaron con un débil trotecillo.

—Lo habremos conseguido —murmuró Maarten— si miramos bien lo que hacemos. Son gente cordial y comprensiva… pero parece que les resultamos un poco fastidiosos…

Al anochecer, Maarten y Croswell habían concluido un análisis químico de los alimentos durellanos determinando que ninguno de ellos era peligroso para los seres humanos. Tomaron unas cuantas pastillas color rosa más, se pusieron otro sobretodo y otras sandalias, volvieron a bañarse y a desgerminarse y se encaminaron a la fiesta.

El primer plato fue un vegetal verde anaranjado que sabía a calabaza. Luego, el jefe Moreri hizo un breve discurso sobre la importancia de las relaciones interculturales. Les sirvieron un plato que parecía conejo y se pidió a Croswell que hablase.

—Recuerda —susurró Maarten—. ¡Debes hablar muy bajo!

Croswell se levantó y empezó a hablar. Controlando la voz y procurando no hacer ningún gesto, comenzó a enumerar las diversas similitudes que existían entre la Tierra y Durell, basándose principalmente en gestos con las manos para transmitir su mensaje.

Chedka traducía. Maarten hacía gestos aprobatorios. El jefe aprobaba también. Los invitados hacían lo mismo.

Croswell concluyó su discurso y se sentó. Maarten le echó la mano por encima del hombro.

—Muy bien, Ed. Tienes dotes naturales de… ¿qué pasa? Croswell tenía una expresión de asombro y de incredulidad.

—¡Mira!

Maarten se volvió.

El jefe y los invitados aún seguían asintiendo con los ojos fijos y muy abiertos.

—¡Chedka! —susurró Maarten—. Háblales. El eboriano hizo una pregunta al jefe. No hubo respuesta. El jefe continuaba asintiendo rítmicamente.

—Esos gestos —dijo Maarten—. Debes de haberles hipnotizado.

Se rascó la cabeza, y luego tosió sonoramente. Los durellanos dejaron de asentir, parpadearon y empezaron a hablar entre sí con rapidez y nerviosismo.

—Dicen que tenéis extraños poderes —tradujo Chedka—. Dicen que sois una gente extraña y que no saben si pueden confiar en vosotros.

—¿Qué dice el jefe? —preguntó Maarten.

—El jefe cree que sois sinceros. Está diciéndoles que no pretendíais hacer daño a nadie.

—Eso está bastante bien. Creo que lo mejor es que dejemos así las cosas. Se levantó y Croswell y Chedka le imitaron.

—Nos vamos ya —dijo al jefe en un susurro—. Pero os suplicamos que nos deis permiso para que otros miembros de nuestra raza os visiten. Perdonad los errores que hemos cometido; sólo se debieron a nuestra ignorancia.

Chedka tradujo, y Maarten continuó murmurando, la cara sin expresión, las manos en los costados. Habló de la unidad de la galaxia, de las ventajas de la cooperación, de la paz, del intercambio de artículos y de arte y de la solidaridad básica de toda vida humana.

Moreri, aunque estaba aún un poco atontado por la experiencia hipnótica, contestó que los terrícolas siempre serían bienvenidos.

Impulsivamente, Croswell extendió su mano. El jefe la contempló un instante, desconcertado, y luego extendió la suya, sin saber muy bien el porqué ni el para qué.

De pronto lanzó un gemido agónico y retiró su mano.

En ella podían verse profundos surcos rojos.

—¿Pero qué pudo…?

—¡El sudor! —dijo Maarten—. Es un ácido. Debe ejercer un efecto casi instantáneo sobre su organismo. Vámonos de aquí.

Los nativos estaban agrupándose y habían cogido piedras y palos.

El jefe, pese al dolor, se había puesto a discutir con ellos, pero los terrícolas no esperaron a ver el resultado de la discusión. Se encaminaron hacia su nave con la máxima rapidez que la cojera de Maarten, aliviada por el bastón, podía permitir.

El bosque estaba oscuro y lleno de movimientos sospechosos. Llegaron sin aliento a la nave espacial. Croswell, el primero, se enredó en un matorral y cayó de cabeza por la escotilla, con resonante estruendo.

—¡Maldita sea! —aulló.

Bajo ellos se agitó el suelo y comenzó a retemblar y a deslizarse.

—¡Entremos en la nave! —ordenó Maarten. Lograron despegar antes de que el suelo se abriese del todo.

—Debió ser otra vez vibración simpática —dijo Croswell varias horas después, cuando ya la nave estaba en el espacio—. Pero también es mala suerte, ir a posarnos sobre esa roca…

Maarten suspiró y movió la cabeza.

—En realidad no sé qué hacer. Me gustaría volver para explicarles todo esto, pero…

—Hemos sobrevivido a la bienvenida —dijo Croswell.

—Eso parece. Ha sido un disparate detrás de otro. Empezamos mal, y todo fue de mal en peor.

—No se trata de lo que hicieseis —explicó Chedka con un tono de simpatía que nunca habían percibido en su voz—. No es culpa vuestra. Es culpa de lo que sois.

Maarten consideró un momento la cuestión.

—Sí. Tienes razón. Nuestra voz hace estremecerse su tierra, nuestras expresiones les disgustan, nuestros gestos les hipnotizan, nuestro aliento les sofoca, nuestro sudor les quema. ¡Oh, Dios mío!

—¡Dios mío, Dios mío! —añadió Croswell melancólicamente—. Somos factorías químicas vivientes… pero que destilamos gas ponzoñoso y líquidos corrosivos nada más.

—Pero eso no es todo lo que sois —dijo Chedka—. Mirad.

Alzó el bastón de Maarten. En la parte superior, por donde Maarten lo había empuñado, retoños hacía mucho tiempo dormidos se habían convertido en flores blancas y rosadas, cuyo aroma llenaba la cabina.

—¿Veis? —dijo Chedka—. También sois esto.

—Ese bastón estaba muerto —musitó Croswell—. Debe de ser algún aceite de tu piel. Maarten se estremeció.

—¿Suponéis que todos los grabados que tocamos en las cabañas… y en el templo…?

—Eso creo —dijo Croswell.

Maarten cerró los ojos y se lo imaginó. Se imaginó el súbito retoñar y florecer de aquella madera muerta y seca.

—Creo que comprenderán —dijo, intentando afanosamente creérselo—. Es un hermoso símbolo y son gentes inteligentes y comprensivas. Creo que les gustará… bueno, al menos les gustarán algunas de las cosas que somos.